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LA ROSA BLANCA DE BONAPARTE
Franco Ricciardiello



Franco Ricciardiello nació en Vercelli, Italia, en 1961. Entre 1981 y 2000 publicó 2 novelas y 43 relatos. Fue director del fanzine "The Dark Side" de 1988 a 1991; el número doble 9-10 de la segunda serie de "The Dark Side" fue dedicado a la ciencia-ficción en Argentina, con relatos de Gorodischer, De Bella, Olga Ramos, Nicastro, Parini, Didier de Jungman, Lesly Sánchez, Antognazzi, Noguerol y Gaut vel Hartman, todos traducidos por Bruno Valle. En el mismo periodo Franco tradujo "Las puntas del ovillo", del autor argentino José Blanco, aparecido en el número 11 de Sinergia. En 1998 ganó el Premio Urania con la novela "Ai margini del caos" (Al borde del caos), impreso en el número 1348 de la colección Urania Mondadori, la mayor editorial italiana del sector. A sus preferencias por Isabel Allende, Gabriel García Márquez, Umberto Eco, Thomas Pynchon, Don DeLillo, Ricciardiello suma, en la ciencia-ficción, a James G. Ballard, Philip K. Dick, los hermanos Strugatski, William Gibson y el cyberpunk en general y James Patrick Kelly y Neal Stephenson en particular. Hoy Franco Ricciardiello trabaja de asesor en la ciudad donde vive, Vercelli, y colabora con la revista "Intercom" (www.intercom.publinet.it), que con sus 147 números es el fanzine italiano más longevo.

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


LA ROSA BLANCA DE BONAPARTE
Franco Ricciardiello


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El general Bonaparte se asomó a la torreta incandescente del carro armado, observando el tibio mar de la Liguria a través del vapor acuoso que se filtraba por debajo de él a través de los intersticios de la caldera Fulton.
      El cielo sobre los Apeninos, en aquel abril del 1796, era sereno como el futuro en la imaginación de un general de veintisiete años. Bonaparte tendió una mano enguantada hacia el sargento, que se retorció diligente en la compuerta de la torreta, encogiéndose para evitar el contacto con el general mientras le entregaba la regla binocular.
      Bonaparte se quitó el sombrero emplumado, única concesión a la elegancia mundana de los oficiales republicanos, que por otra parte se distinguían de los soldados tan sólo por una hoja de oro bordada en la solapa de la chaqueta. Apuntó la regla hacia las ruinas del castillo de Cosseria, donde menos de mil granaderos austro-piamonteses del general Provera habían rechazado durante todo el día los ataques de la infantería del coronel Joubert. Bonaparte pudo divisar también el lejano resoplar de los carros de vapor armados que salían de Carcare.
      Más lejos todavía, eran visibles los distantes movimientos de una batalla, al fondo del Valle Bormida. El general ajustó la guía milimetrada de la regla binocular.
      —Once kilómetros, tal vez doce —dijo al sargento—. Diez mil infantes aproximadamente.
      La precisión del general al estimar las fuerzas enemigas con la regla le confería un aura legendaria a ojos de sus hombres. En Dego, en Millesimo, en Montenotte, después de haber observado algunos minutos las maniobras del enemigo a través del sextante mecánico, estaba en condiciones de cuantificar casi exactamente las fuerzas del austriaco Beaulieau.
      Bonaparte no ocultó un gesto de intranquilidad:
      —Augereau se ha movido prematuramente —dijo, señalando la batalla al sargento—. Está atacando a los piamonteses, pero nosotros no podemos movernos hasta que destruyamos a Provera en ese castillo.
      —Los carros están llegando, general —respondió el sargento, afligido—. Pero en menos de media hora será de noche.
      Bonaparte se alzó sobre la culata del cañón, después se dejó resbalar a tierra, manchándose de polvo las botas. El sargento fue torpemente tras él.
      —Una pérdida de presión, mi general —dijo el maquinista, acariciando complacientemente la enorme esfera de cobre de la caldera. Bonaparte no le hizo caso, bajando hacia la chapucera columna de caballería que precedía los carros armados.
      —¡Gracias al italiano Volta, nosotros iluminaremos la noche de los Apeninos, como aquél anochecer de París en el que rechazamos la armada del tirano de Prusia en Longwy! —clamó Bonaparte. Un fuego de fusilería al fondo del valle no le distrajo— ¡Teniente! —llamó, con un gesto imperioso— ¿Por qué os habéis detenido?
      Un oficial acudió al galope, precediendo a duras penas a los carros armados, sobre la tierra fresca de los Apeninos:
      —¡Una carroza, mi general! —exclamó, sin tomar aliento—. Los cazadores han arrestado un fiacre en la carretera de Ceva. Transporta una princesa turinesa.
      Bonaparte se rascó la nuca, observando los hombres más próximos. No parecían cansados, ni de la campaña primaveral ni de la jornada. Sin embargo en dos días habían visto tres batallas, forzando a los enemigos a la retirada cuando ya tenían la victoria, destruyendo diez batallones del Emperador de Austria y separando sus hombres de los piamonteses.
      Bastante atrás en la fila, un carro exhaló vapor:
      —¿Habéis requisado los apartamentos para la noche? —preguntó Bonaparte.
      El teniente se retorció sobre la silla, mostrándole la dirección de Carcare.
      —Una oferta espontánea —respondió—. Un noble del lugar quiere acoger al estado mayor por esta noche.
      El general hizo una seña de regresar al carro armado.
      —Haz traer aquí el fiacre de esa princesa —dijo—, estamos todos cansados, nos hace falta reposar esta noche. El reflector eléctrico está al llegar: apuntadlo hacia el castillo y bombardeadlo durante algunas horas, hasta que veáis huir a los granaderos.
      El sargento se dispuso a tomar el caballo de manos del asistente. El general Bonaparte montó con elegancia, volviendo al trote hacia Carcare seguido de su estado mayor.
      Con un estruendo que desbocó los caballos, el carro armado del general inició el bombardeo del castillo de Cosseria.

El día en el que el ejército republicano había atravesado la frontera ligur, nadie habría apostado por la victoria de un general de veintisiete años. Era la primavera del '96; el pequeño corso del apellido impronunciable permaneció sentado sobre la torreta del carro armado a vapor todo el camino hasta Oneglia, precedido de las divisiones de Augereau y de Massena y seguido por veintinueve cañones Gribeauval calibre 24, de tres disparos por minuto, montados sobre carros Fulton. El resto del ejército revolucionario, destacado en Liguria por el Directorio más para alejar la posibilidad de un coup d'état que para realizar una maniobra de distracción que favoreciera la respetable armada del general Moreau en Reno, maniobraba a la izquierda de la formación sobre los primeros contrafuertes apeninos.
      El rey de Cerdeña no había visto nunca un carro armado, si bien había oído hablar de la nueva potencia de la República regicida. El ejército del rey de Prusia había sido detenido en Longwy por un cuerpo de armada de proscritos alsacianos, respaldados por la artillería automotriz. El italiano Volta había iluminado con una llamarada de fuego impalpable la noche parisina para festejar la victoria, y los hombres de ciencia franceses habían montado máquinas capaces de hacer prodigiosas operaciones matemáticas con un simple movimiento de mano.
      El rey de Cerdeña se disponía a defender la puerta de Italia. Mientras el general Bonaparte entraba en Imperia, ya conquistada por su predecesor Schérer, el soberano acordó un pacto de hierro con los austríacos, que tampoco se fiaban demasiado de los Saboya ni de su ejército de apariencia imponente. Los aliados comenzaron las maniobras de defensa sobre un amplio frente tras Turín, los Apeninos y Alejandría.
      Un ultimátum fue enviado por el ejército austro-piamontés a los franceses. La amenaza de atravesar las fronteras y evacuar también Niza, en manos de la República hasta los años de Robespierre, fue acogida con un gesto de ira por Bonaparte. Pero sus oficiales tenían miedo, porque comandaban treinta y siete mil soldados sin zapatos contra el ejército más temible de Italia. El rey de Cerdeña había movilizado un ejército de veinticinco mil hombres sobre el frente apenínico, a los cuales se unían veintisiete mil súbditos del Emperador de Austria.
      Después de noches insomnes de cálculos en la pascalina sentado en la mesilla de campo, inclinado sobre una gran carta del campo de batalla que revelaba con banderines la posición de los cuerpos de la armada austríaca y piamontesa, Bonaparte aceptó la batalla de Voltri en el paso de Cadibona pese al escepticismo de sus oficiales.
      El comandante en jefe del ejército austro-piamontés dio inicio a la guerra atacando la brigada del general Cervoni en Voltri, a través del paso del Turchino, buscando separarla de la armada francesa y destruirla. Era la mañana del 11 de abril. La noche del 23 de abril, el ejército del rey de Cerdeña dejó de existir.

La noche de aquel 13 de abril, Josefina Teresa de Lorena, princesa de Carignano, bajó un pie al estribo del fiacre.
      —Oh, ¿qué es aquello? —preguntó en un perfecto francés señalando al horizonte nocturno de los Apeninos, iluminado por una luz encarnada.
      —El fuego eléctrico —respondió el sargento, embriagado por el perfume de prímulas de la princesa, manteniéndose a distancia para no tener que ayudarla a descender con la mano—. Es el invento de un italiano, como usted. Gracias a él el general será elegido en el Instituto Nacional de Ciencias y Artes, en París.
      —Italia no existe —replicó la princesa, precediendo a algún paso a su doncella—. Es una invención de vuestros regicidas. ¿Dónde se encuentra ese general Buonaparte?
      —Eh, también el Congreso Aulico allá en Viena querría saberlo —bromeó el sargento—. Venga por aquí, en la casa.
      La princesa de Carignano precedió al granadero sobre la gravilla marina del patio. Bajo una pérgola de glicina encontraron a un soldado de leva.
      —¿Dónde está el general Buonaparte? —preguntó la princesa.
      —Bonaparte —respondió el muchacho—. Soy yo.
      Josefina Teresa de Lorena, princesa de Carignano, observó perpleja el soldado, mientras su doncella se santiguaba. El sargento se quitó el sombrero y el general Bonaparte la miró de pies a cabeza.
      —¿Que hacía en la carretera a aquella hora de la noche? —preguntó bruscamente.
      —Venía a conocerle a usted —respondió, dándose cuenta de que el discurso que tenía preparado se había borrado de su memoria.
      El general se metió en la casa. La doncella observaba perpleja el carro armado, adormilado a la sombra del patio, parecido a uno de los elefantes de Aníbal que descendieron de los Alpes para destruir la legiones romanas junto al Tesino.
      La princesa siguió a Bonaparte.
      —¡General! —exclamó—. He venido para advertirle que el rey de Cerdeña y los austríacos tienen setenta mil hombres y doscientos cañones entre Mondoví y Alejandría. Apenas saque usted la nariz fuera del paso, le saltarán encima.
      El francés atravesó a grandes pasos la estancia casi vacía. La doncella se había quedado apretada en una esquina, inmóvil por el miedo, mientras el sargento controlaba el umbral.
      —Quiero que vea una cosa —dijo Bonaparte haciendo una señal con el índice a la princesa.
      Ella le siguió a la ventana, y se quedó sin aliento. Todo el flanco del castillo de Cosseria estaba iluminado por una luz como de incendio, mas no era fuego. Desde un semicírculo los carros armados franceses disparaban ininterrumpidamente sobre los arruinados muros.
      —¡La superioridad técnica de la Libertad! —exclamó el general con los cabellos despeinados—. Aplastaremos el ejército de su rey de opereta después de haberlo separado de los austríacos. ¡Pondremos de rodillas el emperador no con nuestra armada, si no con la superioridad ideológica de la nación revolucionaria!
      —¿Qué es eso? —preguntó la princesa, señalando perpleja la máquina a manivela que el sargento había puesto poco antes en la mesa.
      —¿Esto? —dijo el general como despertándose—. Es una pascalina, una máquina para operaciones matemáticas. Gracias a Laplace y a Monge, mis ingenieros están en disposición de calcular en pocos minutos la capacidad de un puente de mantenerse sobre un río. Con eso.
      La princesa oprimió con la punta de un dedo uno de los botoncitos color crema en el piano de la pascalina, sintiendo el sutil chasquido del metal. Esperó no quedar contagiada del ateísmo del general francés, simplemente tocando su máquina.
      —Lo siento, pero no podemos dejarla regresar esta noche —dijo Bonaparte devolviéndola a la realidad—. Ha visto las posiciones de mi ejército. Deberá compartir la hospitalidad de mi anfitrión por esta noche. Ya he dado orden a mi asistente de preparar dos estancias para usted y su doncella.
      Llamaron a la puerta. Entró un soldado, que la princesa Teresa de Lorena supuso un oficial pese a la falta de apariencia:
      —Mensaje del general Massena, de Dego —dijo sin aliento, tendiendo un sobre sellado y un salvaconducto al general.
      —Cinco mil prisioneros y diecinueve cañones capturados —exclamó radiante Bonaparte apenas rompió la cera—. ¡Maravilloso André Massena! ¡Y sólo ayer Augereau arrebató mil mosquetes a los austríacos, repartiéndolos entre aquellos de sus soldados que no tenían armas de fuego! ¡Dentro de la próxima semana estaremos en Turín!
      La doncella intentaba permanecer invisible. Josefina Teresa de Lorena observó al general palmear la espalda del mensajero, mandándolo a descansar y divertirse al campo.
      —Muestra la estancia a la princesa —ordenó Bonaparte al sargento.
      Josefina Teresa tomó la doncella por la mano y siguió al soldado por la escalera al piso superior. Algunos camareros piamonteses observaban con temor católico el paso marcial de los franceses, pesado de botas y municiones. La princesa intentó sonreír a los criados, pero aquéllos se mantuvieron aparte.
      En el vestíbulo del piso superior la doncella emitió un breve grito. Sentado sobre un sillón estilo Luis XIV había un soldado muerto, con los ojos abiertos hacia el cielo.
      —¡Pero...! —dijo perpleja la princesa— ¿Está herido?
      El sargento se encogió de hombros:
      —Es uno de los juguetes del general Bonaparte —dijo—. Un soldado mecánico.
      Josefina Teresa se detuvo frente al soldado. Parecía real: el uniforme era auténtico, la postura levemente rígida. Tocó el rostro, no era frío.
      —¿Metal? —preguntó casi admirada.
      —Caucho —respondió el sargento, dividido entre el orgullo de la superioridad técnica de la Grand Nation y el escondido deseo de ser encargado de supervisar a las dos mujeres.
      —¡Un autómata! —dijo la princesa, golpeando con la uña sobre los pómulos del maniquí —. ¿Y como se mueve?
      —El asistente del general lo activa con un rollo de papel —dijo el sargento—. Una tira llena de agujeros perforados. Si quiere seguirme, civil...
      Un grito lejano, como de masas que aclamaran, distrajo al sargento. Se asomó abriendo de par en par la ventana en la noche fría; Josefina Teresa pudo ver, por encima de su espalda, la luz innatural sobre el castillo de Cosseria.
      —Los piamonteses han sido vencidos —dijo el soldado, los ojos bañados de emoción—. ¡La carretera por Ceva es libre! Ahora el general embestirá el ejército del rey de Cerdeña.
      —Estoy realmente cansada —dijo la princesa echando un vistazo a su estancia—. Viajar en fiacre sobre aquella carretera de montaña es una odisea. ¿Puede dejarme a solas?
      El soldado se retorció los bigotes, afligido por el embarazo, después retrocedió cerrando la puerta de la cámara. La doncella ayudó rápidamente a la princesa a descordar el vestido y aflojar el corsé.
      —Qué animales estos franceses —dijo la muchacha—. No los soporto. Apestan.
      —También los nuestros apestarían después tres días de batalla — respondió la princesa llenando los pulmones de aire. Le daba siempre la impresión de estar desnuda cuando aflojaba los lazos.
      La doncella puso las varillas de la falda sobre la cama. Josefina Teresa se quitó los zapatos, refrescándose las muñecas y el cuello en un cuenco de agua que esperó estuviera limpia.
      —Puedes retirarte a tu estancia —dijo sin volverse—. Pero déjame la lámpara para después.
      Apenas salió la muchacha, Josefina Teresa sacó la pequeña pistola plana de la doble cinta con la que la había asegurado a la parte alta del muslo, comprobando por enésima vez que estuviera cargada.

En la noche sólo iluminada por el castillo que ardía y el fuego eléctrico de los franceses, la princesa tendió el oído en busca de una campana para saber la hora. Al cabo de bastante tiempo, descendió del lecho a la oscuridad, envolviéndose con un chal.
      El corredor estaba oscuro y desierto. Se sobresaltó ante el perfil inmóvil del autómata de Bonaparte, aunque lo superó haciéndose el signo de la cruz. Escuchó con atención a la puerta del general pero no había ningún sonido. La abrió con precaución, apretando el arma de fuego en la mano derecha, y avanzó de puntillas más allá del lecho vacío.
      Reunió todo su coraje y descendió la escalera de puntillas, temblando por el frío de la piedra. Había una luz en el estudio del padrino de la casa. La princesa de Carignano abrió con dos dedos la puerta de nogal, reconociendo al general de espaldas. Sentado al escritorio, un hombre de media edad estaba ocupado en teclear con el dedo en una máquina similar a la pascalina. Una larga cinta de papel blanco todo perforado se enrollaba como una serpiente bíblica sobre el pavimento, a la luz cálida de dos lámparas de petróleo.
      El asistente dejó de golpear las teclas, alzando la vista hacia la princesa. El general se volvió bruscamente, advirtiendo su presencia. Bajó los ojos hacia su décolleté y sus pies desnudos, apretando los labios y alzando las cejas.
      Josefina Teresa retrocedió fuera del halo de luz. Saltó sobre los escalones, ayudándose con el pasamanos para marchar más deprisa. En el piso de arriba, se detuvo ante la puerta de la alcoba tendiendo la oreja. Oyó un paso de botas sobre la penumbrosa escalera.
      Entró y cerró silenciosamente de nuevo la puerta. Dejó caer el chal, apartó el velo del baldaquín y saltó bajo la sábana. Rápidamente había escondido de nuevo la pequeña pistola en la funda de seda cosida por ella misma, asegurada con la apretada cinta, que le recordaba su deber oprimiendo contra la carne.
      La oscuridad era absoluta. El silencio era absoluto. Incluso las campanas de las aldeas sobre los Apeninos parecían enmudecidas por el violento avance del ateísmo francés.
      La manilla se movió. La princesa pudo ver inclinarse el tibio brillo del latón, después una silueta de una obscuridad más obscura.
      El general tenía un andar pesado. Su traje desabotonado era una mancha clara en la estancia.
      —¿Quién es? —susurró la princesa, por salvar las apariencias.
      Bonaparte se aproximó, indiferente a la cortina del lecho. Era tan oscuro que no se podía ver nada, pero el camisón de noche de la princesa era claramente visible.
      Josefina Teresa no alzó la sábana de lino. Se deslizó en cambio más en ella, extendiendo el brazo desnudo de costado al cuerpo. El general montó sobre el lecho comprimiendo el colchón de lana y estopa, sin sacarse las botas.
      Se puso sobre ella, pesado como sólo un hombre lo puede ser. "Derecho de conquista, derecho del más fuerte" pensó Josefina Teresa de Lorena. "Hete aquí que venían a traer la libertad y a llevarse la virginidad."
      Sintió la protesta desgarrada de las enaguas. El general, que ni siquiera se había sacado el cinturón, estaba dentro de sus piernas. Josefina Teresa alzó el brazo con voluntad, introduciéndolo bajo el almohadón. Después de un momento de pánico encontró la pistola.
      Bonaparte se mantenía sobre ella, rebuscando desesperadamente por encontrar sus costados con los dedos ateridos. Dándose cuenta de que cuando había entrado en su alcoba se habían dicho sólo dos palabras, su mismo "¿Quien es?" casi inaudible, la princesa apoyó la boca de la pistola al cuello del general, apenas bajo la nuez de Adán, y haciéndose un rápido gesto de la cruz hizo fuego.
      En un increíble estampido que despertó todos los soldados de Savona a Mondoví, Bonaparte se alzó sobre el lecho y fue arrojado hacia atrás en un rasgarse del tejido del baldaquín.
      Josefina Teresa quedó ensordecida, más del heroísmo del propio gesto que del disparo. Notó de golpe el olor de cordita y oyó pasos de carrera sobre los escalones. La doncella abrió de par en par la puerta, y después entró el sargento con el mosquete y la lámpara. Vio el general inmóvil, envuelto en el velo rasgado del baldaquino con un pie todavía sobre el lecho.
      Acudieron otros guardias, furiosos, que cercaron el lecho.
      —¡Yo lo he hecho! —exclamó Josefina Teresa triunfante—. ¡Muerte al anticristo! ¡Dios ha guiado mi mano!
      La arrastraron del brazo llevándola a una esquina. Todos daban órdenes, la doncella se escapó aprovechando la escasa luz.
      —¡Dios ha guiado mi mano! —volvía a repetir la princesa.
      La pistola descansaba sobre la sábana. Todo era confuso.
      Y entonces los soldados entorno a ella saludaron al general, vivo. Ella lo contempló con los ojos de par en par y la boca abierta. Se hizo el signo de la cruz.
      —¡El demonio! —susurró.
      La llevaron fuera. Bonaparte tenía una expresión indiferente, casi aburrida.
      —No perdamos tiempo, dentro poco llegará el alba —dijo, con un gesto de suficiencia—. La hora de atacar a los piamonteses. Llevad fuera a esta mujer.
      El sargento había alzado de tierra el cuerpo derribado. "Es un sueño" pensó la princesa, mientras la llevaban afuera. Había visto salir de la herida en el cuello el rollo de papel de la cinta perforada durante la noche por el asistente de Bonaparte.

octubre 1994

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