TLALLIN (Susan on the West Coast waiting)

Gabriel Trujillo

México

Susana se quedó mirando las volutas de su cigarrillo y pensó que ninguna clase de meditación trascendental la libraría de un vicio tan arraigado, de un hábito tan suyo. Cerró los ojos y volvió a dejar que sus pulmones fueran invadidos por el humo azulino en que vivía envuelta desde su ya lejana adolescencia. Era la hora cero, el limbo de las tres de la tarde, cuando el sueño estaba a punto de vencer y sólo un cigarrillo podía mantenerla medio despierta.

—¿Qué te parece? —resonó la voz de Cuca, la capturista.

Susana pensó, aún con los ojos cerrados, que tendría que dar su opinión sobre una pulsera recién comprada o un nuevo lápiz labial en pleno estreno. Pero al abrirlos su mirada se topó con un periódico vespertino y el encabezado a ocho columnas que no podía ocultar el amarillismo de los directivos: ¡Atentado pavoroso: la sociedad pide venganza!

—¿A quién mataron ahora? —preguntó por no dejar, y también por no dejar tomó el periódico y lo depositó sobre el escritorio.

—¿Que no has oído las noticias? ¿Y el radio que tienes allí para qué te sirve? —respondió, indignadísima, la Cuca.

—Lo apago en cuanto ustedes se van.

—Para dormir mejor, supongo.

Susana no pudo contener la risa.

—Ecole.

—Pues te estás perdiendo de la noticia del año.

Y la Cuca manipuló el aparato y dejó que la voz del locutor inundara la sala de cómputos del Instituto de Investigaciones Arqueológicas de la Frontera Norte, en Tijuana.

—...Como hemos dicho, todavía no tenemos una declaración oficial por parte del gobierno sobre estos sucesos lamentables. Nuestro compañero, Cesar Díaz, está en el lugar de los hechos y desde allá nos informará. Cesar, ¿cómo esta la situación en el Zócalo? Te escuchamos.

La voz del corresponsal se oyó distorsionada y revelaba que a su alrededor reinaba el caos.

—Mira, Manuel, mira. Estoy en la calle Madero, a tres cuadras del Zócalo. Esto está que arde. Y lo digo literalmente. La bomba que explotó aquí tuvo efectos devastadores. Como el público que nos ha estado siguiendo, es evidente que...

La voz del comentarista cortó la señal.

—Bueno, este, bueno, queridos radioescuchas, hay que hacer hincapié en que aquí se desconocen las causas reales, comprobadas, de esta tragedia. No sabemos todavía qué sucedió realmente. Vamos a unos mensajes comerciales y en unos minutos regresamos.

Susana se puso a leer el periódico para conocer más detalles, pero no tuvo suerte. Al parecer la información había llegado a la redacción del vespertino a última hora y sólo era un párrafo que hablaba de una explosión que cimbró el centro histórico de la ciudad de México, dejando centenares de muertos y heridos. En ninguna parte se especificaba la causa, pero se especulaba sobre un posible atentado terrorista.

—¡Susanota! ¡Ven acá!

El grito de Cuca la hizo reaccionar y pensando lo peor corrió a reunirse con su compañera de trabajo. Pero no encontró la caja envuelta con papel para regalos y un moño rojo, como la Susana pensaba que se estilaba ocultar una bomba, sino a Cuca repatingada en el sillón del director y viendo la televisión que había sacado de la sala de juntas.

—Te estás perdiendo lo que ni te imaginas —gritó Cuca como si Susana aún estuviera a diez metros de distancia.

—¡Ya cállate y déjame oír! —respondió ésta del mismo modo.

Pero Cuca estaba absorta en las imágenes transmitidas, según decía un pequeño letrero en la pantalla, desde un helicóptero de la Dirección de Protección Civil.

—¿Son imágenes de ahorita? —preguntó Susana.

—Sí.

—¿No estarán repitiendo?

Cuca negó con la cabeza.

—¿Hubo otra explosión reciente?

Cuca volvió a negarlo.

—Entonces, ¿por qué tanto polvo y tanta niebla gris sobre el sitio de la explosión? Ya deberían haberse asentado.

—Es cierto —dijo la Cuca—. Esto está raro. ¿No será a causa del smog? Ya sabes que a los chilangos les encanta el humo y la contaminación.

Susana se acercó a la pantalla del televisor y puso atención a las palabras del periodista que iba en el helicóptero y sobrevolaba la zona de desastre.

—Desde esta altura sigue siendo imposible distinguir los efectos de la explosión. Una nube gris metálico parece haberse posesionado de un área que abarca dos o tres cuadras más allá del Zócalo capitalino. Trataremos de acercarnos más y ver mejor.

En ese instante un relámpago iluminó toda la pantalla y luego, como si la cámara se hubiera fundido, dejó a oscuras la televisión por un instante. Un locutor de traje negro y gestos parsimoniosos apareció, como él mismo lo dijera, para informar desde los estudios de su cadena noticiosa y leyó con calma el comunicado de la secretaría de Gobernación con respecto a los sucesos del día:

"A la ciudadanía en general, al pueblo mexicano en su conjunto, se le informa que hoy, a las 11:45 de la mañana, ocurrió una explosión en el Zócalo, destruyendo buena parte del centro histórico y creando un incendio incontrolable hasta este momento. Las brigadas médicas, policiacas y de bomberos no han podido alcanzar el Zócalo. Se cree que éste se halla completamente destruido, incluyendo el Palacio de Gobierno, la Catedral Metropolitana y el Templo Mayor. No se ha podido establecer contacto con el presidente ni con su gabinete, el cual se hallaba en Palacio Nacional en una sesión plenaria. Debido a lo anterior y tomando en cuenta la posibilidad de nuevos atentados, se ha creado un comité de contingencia con el presidente de la cámara de diputados, el presidente del tribunal superior de justicia, y el general segundo de la Secretaría de la Defensa Nacional, así como varios senadores y representantes de los principales partidos políticos. Este Comité ha decidido las siguientes acciones:

1.- Toque de queda a partir de las 8 de la noche de este día hasta que se normalice la situación en la ciudad de México.

2.- Se suspenden labores en oficinas e instituciones públicas y privadas que no tengan relación con acciones de rescate, defensa y comunicaciones.

3.- Se instrumenta un operativo de seguridad que implica cierre de aeropuertos y centrales camioneras, así como el control de prensa hasta nuevo aviso.

4.- Todos los mexicanos estarán pendientes de los comunicados que este Comité irá dando a conocer cada hora y los acatará en nombre de la seguridad nacional.

Mexicanos, en esta hora difícil, les pedimos su apoyo a estas medidas transitorias. En cuanto se tengan noticias sobre la situación se les irán comunicando por este medio y en cuanto se obtengan datos precisos sobre la suerte de nuestro señor presidente, se volverá al orden constitucional".


Comité Nacional de Contingencia.


—Fueron los narcos, segurísimo —estalló la voz de Leonardo Ibarra a espaldas de Susana—. ¿Cuánto quieres apostar?

La Cuca quiso levantarse del sillón del director del Instituto, pero Leonardo ni siquiera prestó atención a ese detalle. Su mirada seguía fija en la pantalla que ahora mostraba los intentos de una brigada contra incendios por subir una montaña de escombros ardientes.

—Pobres gentes —dijo la Cuca—. Puras cenizas quedaron. Esto es peor que lo de Guadalajara.

—Esto ya es Colombia —rectificó Leonardo, quien se sentó en su sillón y le pidió a Cuca una taza de café—. La guerra total, ni más ni menos.

—Pero no me embona —dijo Susana, más para sí que para su jefe.

Este volteó a mirarla con el ceño fruncido y Susana recordó que a Leonardo no le gustaba que lo contradijeran o destruyeran los "brillantes" marcos teóricos que creaba. Trato de argumentar lo que no encajaba en aquel rompecabezas.

—No sé. Falta mucha información. Se ve que no tienen testigos de la explosión. Incluso, yo creo que ni saben qué clase de explosión fue o cómo ocurrió.

—Un coche bomba, segurísimo —respondió Leonardo.

—Ningún coche bomba destruiría un kilómetro a la redonda. Recuerda que la mayoría de los edificios del Zócalo son muy antiguos, de piedra y no creo que pudieran quedar hechos pedazos así de fácil.

Leonardo agitó las manos en el aire antes de contestarle.

—Bueno, sí. Pero qué tal si fueron varias explosiones en cadena, digo, si nos vamos a poner a especular.

Susana no pudo ocultar su cara de incredulidad. La Cuca entró en ese momento con la taza de café para Leonardo.

—¿Y tú, cómo piensas que fue? —preguntó éste a Cuca.

—Pues una explosión, ¿no?

—¿Pero cómo? Yo digo que fue un coche bomba y Susana dice que debió ser algo más violento.

—Tal vez —aventuró la capturista— la pusieron en el Metro, y cuando estalló se vino abajo todo el Zócalo.

—Pero, ¿qué pusieron en el Metro? —preguntó Susana.

—Una bomba —dijo Leonardo.

—O un misil, como en esa película que vimos en el cine club —añadió la Cuca.

—Esto es pura y vil especulación —estalló Leonardo—. Antes de emitir juicios aventurados, necesitamos datos.

—No es aventurado decir que acabamos de perder el corazón histórico de nuestra nación —dijo Bernal Ochoa, arqueólogo defeño que apenas tenía tres meses viviendo en Tijuana y un mes prestando sus servicios en el Instituto, y que en ese momento entraba a la sala de juntas.

—¿Quiere decir a nuestro señor presidente? —preguntó la Cuca muy apenada.

—¡No! Quiero decir el templo mayor, la catedral, el palacio nacional y todos esos edificios llenos de historia patria, que son...

—Pues cuando yo fui el año pasado —le interrumpió la Cuca—, sólo me encontré con vendedores ambulantes, chavos banda y mercancías gringas y japonesas. Puritita historia patria, ¿no?

—¡No discutan y escuchen! —arguyó Susana.


En el televisor, la imagen de metales retorcidos y ardiendo era lo único visible. La voz en off de un locutor anónimo daba a conocer la suerte del reportero que iba en el helicóptero caído.

—Otra víctima más del holocausto capitalino. Todo empezó hoy, a las 11:45 de la mañana, cuando los habitantes de la ciudad de México percibieron un estallido y un movimiento trepidatorio que confundieron, por un momento, con los signos de un terremoto como el de 1985. Pero al percatarse de su brevedad y del silencio apabullante que siguió a la explosión, los capitalinos salieron a las calles y descubrieron, horrorizados, una inmensa nube de humo en pleno centro de la ciudad. De la hipótesis primera de un terremoto, se pasó a una explosión por gas, como la de Guadalajara, y poco después se difundió la versión de un atentado terrorista. Hasta este momento ninguna de estas hipótesis ha podido ser comprobada. Aunque tampoco ninguna ha sido desmentida.

Una muchacha joven entró a cuadro. Rubia y de pelo cortísimo, repitió el comunicado del Comité Nacional de Contingencia. Cuando terminó, otro periodista entró a escena. Se movía frente a la cámara mientras un humo espeso lo envolvía.

—Los hechos desconciertan hoy a todos los mexicanos, así como las causas de una tragedia de tan hondas consecuencias para la nación entera, que aún sigue sin explicación plausible y, lo más inquietante, el que esta explosión, a tantas horas de ocurrida, continúe siendo incontrolable. Sabemos que más de cien bomberas, dos mil policías y bomberos y varias brigadas de auxilio inmediato del ejercito mexicano se hallan trabajando entre las ruinas, pero ninguno de estos elementos de socorro, repito, ninguno de ellos ha logrado llegar hasta el Zócalo y ver lo que realmente ha sucedido. Nuestro compañero periodista, Silvano Montiel, murió intentando captar imágenes del centro de la tragedia. Y todo en vano. ¿Qué podemos pensar de todo esto? Hemos consultado a expertos en atentados y desastres naturales y nadie parece tener una respuesta a estos interrogantes. Todo sugiere que...

El locutor, nervioso en grado extremo, detuvo su perorata y escuchó lo que alguien le decía a través del audífono que le colgaba del oído derecho.

—Deberían poner comerciales mientras se ponen de acuerdo —dijo Susana—. Parece que esto los agarró con los pantalones abajo y ahora, por vez primera, no tienen una versión oficial que vendernos.

—¿Tú crees? —intervino José Rosas, el experto en cultura y religiosidad popular, que llegó corriendo a la sala de juntas y siguió de largo hasta la biblioteca.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Leonardo en su papel de director del Instituto, pero no obtuvo respuesta de su investigador, quien sin hacer caso de las noticias televisadas se puso a buscar entre los libros de historia contemporánea de México un plano del centro de la capital del país.

El locutor había vuelto a enfrentarse a la audiencia e informaba con voz pausada que habría una entrevista, vía telefónica, con el doctor León Palkow, del Instituto de Física de la UNAM. La imagen que apareció a continuación mostraba un hombre de barba negra y bata blanca que miraba con seriedad a la cámara.

—Doctor Palkow, sabemos que un equipo bajo su mando está haciendo amplios rastreos entre las ruinas del centro histórico. ¿Podemos saber qué han descubierto?

El físico se llevó las manos a la cabeza y se mesó los cabellos antes de responder.

—Mire, señor Bermúdez, la Secretaria de la Defensa Nacional nos ha pedido que midamos el índice de radiación en la zona del desastre para que, en el caso de que se detectaran niveles de alto riesgo, los reportáramos de inmediato.

—¿Y cuáles han sido los niveles encontrados?

—Hay un índice de radiación de nivel medio y uniforme, lo cual es desconcertrante y paradójico con respecto a cualquier situación conocida.

El locutor de la televisión se puso rígido.

—¿Lo que usted está diciendo es que hubo una explosión atómica, que esa es la causa de todo este desastre?

El doctor Polkow negó enérgicamente con la cabeza.

—¡No! ¡No! Lo que yo digo es que hay presencia de un tipo de radiación difusa y constante que no se relaciona con un proceso de fisión o fusión nuclear, sino con un generador radiactivo de tipo natural. Esa es la contradicción a la que nos enfrentamos.

El locutor cerró los ojos y respiró hondo.

—Vamos por partes, doctor Polkow. ¿Podría explicarnos todo eso con palabras que podamos entender?

—Mire —dijo el doctor y se quedó callado mientras aclaraba su lenguaje para el público no especializado—, lo que hemos descubierto es que no hay indicios de un artefacto nuclear haya explotado, accidental o intencionalmente, el día de hoy.

—Bien, eso sí lo entendemos. Queda descartada esa posibilidad como causa del desastre.

—Pero hay presencia de radiación de baja intensidad, lo que implica que en la zona del Zócalo existe un reactor en funcionamiento que emite esa clase de radiación, la cual no es peligrosa para la vida humana, a menos que uno se exponga a ella por un largo período y en forma continua.

—¿Y qué es lo que no encaja en todo esto, doctor?

El científico levantó las manos como un ilusionista al que se le agotaron los trucos.

—Eso es lo que nos intriga. No hay sitio allí, en el Zócalo, para reactores de ningún tipo. No sabemos por qué tenemos una lectura semejante. No sabemos cuál es la causa de esta radiación, pero sí creemos que está vinculada con la explosión, pero desconocemos cómo y por qué. Es como... como si hubiera allí un horno de microondas gigantesco, una incubadora que emite ondas de calor inconcebible.

—Cada vez entiendo menos —dijo la Cuca, en nombre de todos los presentes.

—Y cada vez se enredan más, ¿no? —añadió Susana.

—¿Ninguna noticia sobre nuestro señor presidente, nuestro señor arzobispo y nuestra señora Quetzalcoatl? —preguntó, burlón, José Rosas, quien puso una fotocopia, tamaño doble carta, del plano oficial del centro histórico en la mesa de juntas y luego rayó aquel área que las noticias llamaban impenetrable.

—Si hay un misterio está aquí —señaló— y me corto un huevo si alguna de nuestras honorables autoridades sabe cómo resolverlo.

—¿Te queda alguno?

—¿Así nos llevamos, Cuquita?

—Ya dejen de payasear y pónganse a trabajar —dijo Leonardo con voz de jefe al que no le queda el puesto.

Nadie le hizo caso. La televisión continuó captando la atención del personal del Instituto, a pesar de que las noticias no eran más que una repetición de lo ya conocido. Susana se levantó y comenzó a pulsar botones en busca de otras estaciones que revelaran cosas nuevas.

—¿Para qué le cambias? —la sermoneó José—. En todos los canales han de estar diciendo lo mismo.

Pero el canal de la CNN parecía tener otra opinión sobre el asunto. Las imágenes mostraban escenas cotidianas del Zócalo antes de la explosión y luego la nube de humo espeso que se alzaba después de la misma. La cadena americana transmitía desde la parte más alta de la torre Latinoamericana y las cámaras mostraban, a todo color, una especie de hongo relampagueante que parecía mantenerse en estasis.

—Eso no es cosa de incendio o de bomba —exclamó José, olvidando su anterior comentario.

—¡Puta madre! ¡Ahora sí que se me cruzaron los cables! —expresó Leonardo.

Todos, instintivamente, se acercaron al televisor para intentar captar los detalles de aquella escena fantasmagórica. El periodista americano abrió los brazos y dijo en inglés:

—Esto es algo inexplicable. Los expertos aseguran que no es una explosión química o nuclear, pero que hay radiación residual de origen desconocido. Los grupos de rescate que han intentado penetrar a esta especie de neblina oscura no han regresado. Siete helicópteros, dos del ejército y cinco de la Dirección de Protección Civil, han caído, al intentar acercarse a la zona de desastre.

Un sonidista se le acercó y le entregó un fajo de papeles arrugados. El reportero se puso a leerlos.

—El gobierno de México ha creado un comité de contingencia para enfrentar el desastre. También ha solicitado a los Estados Unidos la ayuda de los satélites espías para tener imágenes reales de la zona afectada. No sé, David, si ustedes saben algo de esto.

David Limpman. el jefe de noticias de la oficina de la CNN en Washington, salió a escena. Un hombre de cabello plateado y traje azul claro.

—El Pentágono ha informado que estas fotografías de alta definición han sido enviadas al gobierno mexicano, bueno al comité de contingencia, para que se hagan una idea más clara de lo sucedido. Se nos ha informado, extraoficialmente, que nuestro gobierno ha puesto en estado de alerta amarilla al ejército. Pero esto no ha podido ser confirmado. Ahora transmitiremos el discurso pronunciado por nuestro presidente al pueblo de México en este momento de honda tragedia.

Susana cambió al canal mexicano. La imagen en pantalla parecía haber sido tomada con un filtro rojo. Una voz fuera de cámara tartamudeaba intentando explicar las líneas zigzagueantes y las manchas oscuras que no alcanzaban a adquirir coherencia y claridad.

—Esto... bueno... es posible que... lo que vemos sea... bueno... un enorme agujero o cuarteadura... ¿no?... los... los edificios... unos están intactos... ¿no?... pero puede que sólo sea... cascajo... ruinas a punto de caer... lo... raro... rarísimo, más bien... es la ausencia de fuego... no hay... no se ve... al menos aquí... Pero de que hay una trinchera alrededor... eso sí... es bien visible... el fuego sirve... como una barrera... ¿no?... pero en el centro no hay... o más bien... no se ve... bueno... se nota... raro... sí... rarísimo... ¿no?...

—¿Qué chingados quiere decir? —protestó José—. ¿Qué no hubo explosión ni incendio? ¿Entonces qué?

Cuca se levantó como impulsada por un resorte y empezó a cerrar los cajones de su escritorio, apagó su computadora y la tapó con el plástico protector.

—Y tú, ¿a dónde vas? —preguntó Leonardo.

—A recoger a la niña con mi hermana —dijo Cuca.

—Pero todavía no es hora de salida.

—Pues tampoco es de entrada. ¿O usted ve, querido jefe, a los demás investigadores por estos rumbos? Además, ya declararon que a partir de las ocho de la noche, es decir, a las seis de aquí, empieza el toque de queda.

—Pero eso es allá, en el D.F.

Cuca cerró el cubículo sin prestar atención a su jefe.

—Si no vengo mañana, no se preocupen —fue su tardía respuesta—. Es que me gusta más mi tele que la suya.

Y sin esperar contestación, Cuca desapareció por el pasillo rumbo a la puerta exterior y las escaleras de salida.

—¿Y ahora quién va a pasar mi ponencia para el coloquio de arqueología mexicana de la UNAM? —preguntó, desconsolado, Leonardo.

Susana no pudo reprimir la risa que, de inmediato, contagió a José. Leonardo volvió a fruncir el ceño.

—¿Y a ustedes qué les pasa?

—Pero tú crees que ese coloquio se va a realizar con este desastre encima —le espetó Susana, todavía riéndose.

—Bueno, yo no sé... pero hay que estar preparados.

—Preparados deberíamos haber estado para una calamidad como ésa.

Susana dejó de reírse y se dirigió a su cubículo e hizo lo mismo que Cuca. Apagó todo y dejó bajo llave sus documentos.

—Yo también me retiro. Pero prometo venir mañana al Instituto, con o sin toque de queda.

Leonardo asintió mientras su mirada seguía fija en la pantalla. José despidió a Susana con un saludo de mano y luego se dedicó a examinar el plano del Zócalo.

Susana bajó los escalones con lentitud. Ninguna idea lograba asentarse en su mente. Era como si la imagen de la niebla hubiera quedado rondando en su cabeza, oscureciéndole el pensamiento. Puso en marcha el automóvil y salió del estacionamiento subterráneo para encontrarse con una ciudad callada, desierta, silenciosa. "Esto no es la Tijuana que conozco", pensó. Y luego, con dolor, agregó: "Ni este es el mismo país en que me desperté por la mañana".

Pocos autos y pocos sitios abiertos. En todas partes, la escasa gente que andaba en la calle se arremolinaba alrededor de un televisor prendido. Susana recordó su experiencia en Los Angeles, durante los disturbios de 1992 y, por instinto, se detuvo en una tienda abierta las 24 horas del día y compró varios garrafones de agua, comida enlatada y todas las pilas que pudo obtener con el dinero que llevaba. "Si esto se vuelve una pesadilla mayor", se dijo, "quiero estar preparada".

La calle continuaba totalmente vacía. Ni siquiera los turistas gringos hacían acto de presencia. Tijuana era un pueblo fantasma: como todo México.


Don Sebastián, el conserje del edificio de condominios, la ayudó con los paquetes de comida y las garrafas de agua pura. Cuando Susana abrió la puerta de su departamento, en el séptimo piso, descubrió la nota de Emilita, la criada, donde ésta le informaba que se había ido más temprano porque en la tele no pasaron las telenovelas, y que al día siguiente vendría a limpiar lo que faltaba.

—¿Para qué quiere tanta lata y tanta agua? —le preguntó don Sebastián al terminar de colocar los paquetes en la mesa de la cocina.

—¿Qué, no ha visto las noticias? —respondió Susana sin prestarle mucha atención.

Don Sebastián se quitó el sudor de la frente con la palma de la mano antes de ponerse la cachucha de velador.

—Las vi y las escuché. Por eso le digo, seño, que esto huele mal. Es como una plaga que está a punto de arrasar con todo y con todos.

Susana metió los paquetes a las alacenas y el estruendo del laterío no le permitió escuchar al conserje.

—¿Me dice qué?

Sebastián no le contestó. Con pasos diligentes se encaminó a la sala y abrió las cortinas. Luego se acercó al telescopio que Susana utilizaba para ver los cerros de Tijuana y San Diego, los aviones que pasaban rozando las casas de lámina y cartón desechable, las luces de los autos en la zona del Río.

—Mire qué bonito se ve todo —exclamó el viejo.

Susana apareció limpiándose las manos.

—Se lo compré a Toño, en su cumpleaños. Y cuando se fue ni siquiera pensó en llevárselo. Así son ustedes, los hombres, ¿no?

Don Sebastián dejó de ver por el telescopio y se le quedó mirando a Susana.

—Así somos. Cada día, una vieja nueva. Cada hora, un amor al que se abandona.

—¿Por qué me dijo lo que me dijo? —quiso saber Susana.

El viejo no pudo menos que sonreír y al hacerlo pareció más joven.

—¿Por qué no me invita un café y se lo explico?

El rostro de Susana enrojeció de vergüenza.


—Disculpe la descortesía —se disculpó—. Es que este día no sé dónde traigo la cabeza. Ahorita se lo hago.

El viejo volvió a ocuparse del telescopio y Susana se dedicó a trasegar en la cocina. Pronto el olor a café recién hecho se extendió por todo el departamento. Susana sirvió dos tazas y se sentó en la sala, junto al conserje. Tuvo el impulso de prender el televisor, pero no quiso volver a ser descortés con don Sebastián, que sorbía su café con evidente agrado.

—Qué mala pata tenemos los mexicanos, ¿no? —dijo Susana para iniciar la plática—: asesinatos, guerras, terremotos. Y ahora esto.

El viejo se quitó la gorra y la puso en el suelo.

—No más mala suerte que la de otros países, seño. Mi padre, por ejemplo, tuvo que huir de España para salvar su vida. Dejó atrás todo lo que tenía: mujer, casa, hijos, todas sus propiedades y riquezas, todos sus amores y querencias.

—No sabía eso —le interrumpió Susana con tono solidario.

—Son cosas de uno —dijo el viejo—. Herencias que no se divulgan para no causar pena.

—Otra metida de pata —volvió a disculparse Susana.

Don Sebastián sonrió de nuevo.

—Por eso le digo que guardar agua y comida sólo sirve en caso de una guerra civil, como la española, como la de mi padre.

—¿Y esto qué es?

El viejo dio otro sorbo a su café antes de contestarle:

—Mi padre me aseguraba que él no cayó en poder de los fascistas porque sabía siempre por dónde soplaba el aire, ¿me entiende?

—Me suena a política pura.

—No. A puro instinto de sobrevivencia.

—Explíquese ya, don Sebastián.

El conserje volvió a calarse la cachucha.

—Yo ya empaqué mis cosas. Ahoritita mismo me paso al otro lado. Tengo familia allá y una hija a punto de hacerme abuelo. Hágame caso. Esto me huele a terror puro. Hay algo que no encaja. Si es un golpe de estado, no veo quiénes tienen el control ni con qué fin. ¿El ejército? ¿El partido? ¿Los Estados Unidos? No. No va por ahí el asunto. Creo, bueno, intuyo, que es algo más profundo, menos obvio. Y no quiero quedarme a descubrirlo. Como mi padre, la mejor herencia que puede darle uno a los demás es mantenerse con vida. Siga mi consejo: váyase de aquí, abandone por unos días el país. Si yo me equivoco, sólo disfrutó una buenas vacaciones con los parientes de Los Angeles o San Francisco, pero qué tal si tengo la razón, qué tal si la muerte viene volando hasta nosotros.

Susana cerró los ojos, queriendo conjurar el pánico que se filtraba entre las palabras del viejo.

—No es para tanto, don Sebastián.

—Nunca lo es hasta que ya resulta demasiado tarde. Muchos amigos de mi padre le dijeron lo mismo y ninguno vivió para decir: ya ven, yo tenía razón. Los fusilaron. Los mataron a mansalva y ellos tan creídos de que con rendirse bastaba para salvar el pellejo. Bola de ingenuos.

El conserje se levantó con dificultad y se dirigió a la puerta de entrada.

—Gracias por el café, seño. Estuvo delicioso.

—Gracias por el consejo.

—Agradézcamelo si le sirve de algo.

El golpe de la puerta al cerrarse hizo que Susana volviera a tomar conciencia del silencio que la rodeaba. También ella se levantó y puso el telescopio en posición de ver la avenida Revolución. En vez de luces de neón, filas de autos o multitudes abigarradas sólo vio una bocaza de oscuridad, una sombra de miedo, que parecía cernirse sobre la ciudad entera, sobre el país entero.

—Debo dormir —se dijo Susana a sí misma—. Lo necesito.


A la mañana siguiente, los pasos de Emilita yendo y viniendo por la sala y el comedor la despertaron. Se levantó de un salto y se vistió lo más pronto posible.

—Buenos días, seño —dijo la criada al verla levantada

—Buenos días, Emilita —respondió, en forma automática, Susana. Y metiéndose a la regadera, abrió las llaves para descubrir un hilito de agua que escurría por las paredes antes de agotarse del todo.

—No hay agua —le avisó tardíamente Emilita —Pero le traje una cubeta de agua y una jícara para que pueda bañarse.

—¿Bañarme? ¿Con esto? —respondió Susana todavía en su papel de dama y señora.

—Pues con qué otra cosa —le espetó la criada—. La leche de burra sale muy cara. Y la de burro, pues, esos no se dejan así como así.

La risa de la criada la despertó del todo. Y sin quejarse más, Susana comenzó a darse un baño precario, "tipo francés", pensó con su sentido del humor aún intacto. El desayuno la estaba esperando. Emilita siempre sabía cómo mantenerla feliz con un desayuno abundante: huevos revueltos, queso de panela y frijoles con chorizo. Como debe ser, le decía la criada mientras quitaba o ponía la interminable fila de platos. Susana no necesitó prender la televisión. Ya Emilita lo había hecho. Pero inútilmente. Unicamente aparecían imágenes distorsionadas, ráfagas de figuras que brillaban unos pocos segundos antes de esfumarse del todo o de ser sustituidos por otras. Los gringos, por su parte, pasaban programas de concurso. Ni una sola noticia sobre la ciudad de México.

—Es un desastre —dijo Emilita desde la cocina.

Susana no supo a qué se refería: si al televisor o a la situación del país. Pero tampoco tuvo ánimos de averiguarlo.

Let it be—exclamó y se levantó a cepillarse los dientes y a peinarse de nuevo.

—¿Qué quiere para la comida? —preguntó la criada.

—Lo que sea será bueno. Te dejo dinero en el tocador.

Susana se miró en el espejo y abriendo las puertas se despidió de Emilita.

—Nos vemos a las tres. Sin falta llego. Por favor no te vayas hasta que vuelva. Quién sabe cómo se va a poner todo esto.

—No se preocupe, seño. Yo aquí la aguardo.

La última imagen que captó Susana de su departamento fue a Emilita tratando de hallar, con el control automático, un canal en español donde se viera alguna telenovela. Afuera todo parecía normal pero como en un día franco, un domingo apacible, con tráfico escaso y poca gente en las calles.

Susana manejó sin pensar por las principales avenidas de Tijuana. En la radio, los locutores hablaban de que el Comité Nacional de Contingencia había desaparecido y que la nube —¿tóxica o radioactiva?— ya ocupaba todo el Distrito Federal, que el pánico era general y que la gente huía por las principales carreteras rumbo a Puebla, Cuernavaca, Veracruz o Querétaro. El número de accidentes y víctimas de los embotellamientos dejaban ya un saldo de varios miles de muertos. No había autoridades, ni siquiera el ejército, que pudieran contener a más de 15 millones de personas en fuga.

Susana se bajó de su auto en el casi desértico estacionamiento del Instituto. Sólo estaban a la vista los autos de su jefe: un Oldsmobile último modelo, y el de José Rosas, un viejo Volkswagen en proceso de convertirse en chatarra.

En la sala de juntas, el televisor, como un pequeño dios, seguía sintonizado en un canal de San Diego. La locutora informaba que el gobierno de los Estados Unidos habían cerrado su embajada en la Ciudad de México y la había trasladado a Ciudad Juárez, que el Departamento de Estado había puesto en código rojo a las Fuerzas Armadas y solicitaba a sus ciudadanos que salieran inmediatamente del país. Por último, una reportera en un freeway de San Antonio, Texas, pasaba imágenes de un contingente militar mecanizado que se dirigía a controlar el flujo de mexicanos en la línea fronteriza, ya que se calculaba en ciento veinte mil el número de refugiados en aquella zona. La reportera señalaba que estos refugiados eran principalmente familias de clase media y alta que ya habían saturado todos los hoteles de la ciudad. Las siguientes imágenes de multitudes eran de San Diego, California y Nogales, Arizona. El caos reinaba por toda la frontera. Y por lo que se veía, iba en aumento.

Susana pensó en don Sebastián, que tal vez en esos momentos se enfrentaba a una de esas tanquetas que aparecían en la pantalla. Impulsivamente, se adelantó para apagar el aparato cuando la voz de Leonardo a sus espaldas la detuvo.

—Déjalo ahí. Los demás canales están en blanco, o dicen lo mismo que ése.

—¿Qué nos está pasando? ¿Por qué tanta tragedia?

Leonardo la miró con detenimiento.

—Necesitamos una limpia general, Susana.

—Lo que realmente necesitamos es un chamán que nos proteja —terció José Rosas, quien cargaba varios libros de grueso calibre.

—Ahora todo mundo se me va a volver místico o religioso de la noche a la mañana —sermoneó Leonardo—. Al paso que vamos para las noticias de la tarde van a decirme que nos están invadiendo los marcianos.

José Rosas hizo a un lado su computadora y depositó en la mesa de la sala de juntas su cargamento.

—Pues no los marcianos, pero algo parecido —respondió mientras abría los libros de par en par y extendía un acordeón de hojas tamaño carta.

—Está bien —concedió Susana, un poco intrigada—, cuéntanos tu versión de lo que está pasando allá.

—Allá y acá —precisó Leonardo—. Las repercusiones de esa misteriosa explosión o lo que sea ya son mundiales.

—Yo diría que de alcance cósmico, mis estimados colegas —añadió José Rosas y los instó a que se acercaran a ver los libros—. Esto que ven aquí son documentos indígenas precortesianos, incluyendo los libros proféticos y los relatos mitológicos de los aztecas, que no son otra cosa que versiones condensadas y propagandísticas de mitos más antiguos, mayas, olmecas o toltecas, entre ellos el del famoso sabio señor Quetzalcoatl.

—La serpiente emplumada, ¿no?

—Así es, Susana, el dios barbado que vivió entre los hombres y les transmitió, como Prometeo a los griegos, el fuego del conocimiento.

—El que se fue rumbo a occidente y prometió volver —recordó Leonardo—, y por estar esperándolo, los aztecas confundieron a Cortés y a sus hombres con él.

—Bueno sí, pero en el plano mitológico, Quetzalcoatl es un dios que vuela, pero que también puede vivir bajo tierra, lo que significa en el inframundo, en el mundo de los muertos. Y si observan este códice, verán que la figura tradicional de Quetzalcoatl está rodeada de dignatarios con cabezas de calavera. Quetzalcoatl, según mi interpretación, por causa de una guerra despiadada contra el dios Huitzilopochtli, se refugió entre los muertos para engañar a sus enemigos, pero vean aquí, en este círculo, y pueden contemplar la figura de Huitzilopochtli, dios de la guerra, que está rodeada también de calaveras. Huitzilopochtli entró al mundo de los muertos, en persecución de su rival, pero no pudo alcanzar a Quetzalcoatl y tampoco pudo escapar de allí. Quetzalcoatl se sacrifico para atrapar a su enemigo. Ahora ambos viven en el inframundo y ambos, tarde o temprano, deben reanudar las hostilidades, hasta que uno venza al otro en forma definitiva. Ambos dioses están sujetos: si se libran de las cadenas del inframundo habrán de enfrentarse de nuevo por la supremacía del universo, es decir, por el dominio de nuestras almas.

—Bonita historia. No sé por qué Hollywood no la había pensado antes: ¿se imaginan a Stallone y a Schwarzenegger en ella? —concluyó Leonardo.

—Sí, Leonardo, me los imagino —respondió Rosas—. El problema no es un mito al que nadie le ha prestado valor como realidad por quinientos años. El problema es que, en los libros proféticos, se establece que Quetzalcoatl logró mandar un mensaje del inframundo a sus seguidores en el valle de México: debían construir un templo mayor sobre la boca del inframundo para sellar cualquier escape del dios de la guerra.

—Ya veo —exclamó Leonardo, divertido—. Está explosión es el anuncio de la fuga de Huitzilopochtli del inframundo.

—No —atajó Rosas—. El descubrimiento del templo mayor hace ya dos décadas fue el primer aviso. Eso fue una fisura del sello. Porque aquí hablamos de fuerzas primigenias en acción, no de actos humanos premeditados. Para que ocurriera la explosión de ayer, tuvo que haber un cataclismo en el inframundo y específicamente en el templo Mayor, tuvo que haber sangre derramada sobre el sello.

—¿Qué les parece esto? —dijo Susana y mostró un periódico de la ciudad de México. En su encabezado a ocho columnas decía: "Sube la gasolina y la luz".

—No entiendo —farfulló Leonardo.

—No esa noticia. Esta de aquí abajo.

En la esquina inferior derecha apenas sobresalía un encabezado: "Nuevos descubrimientos en el templo Mayor".

—¿De cuando es ese diario? —preguntó Rosas.

—De hace una semana. Pero ahora vean éste. Es de hace cuatro días.

Rosas leyó otro minúsculo encabezado: "Tres trabajadores mueren en el templo Mayor".

—¿Un accidente? —preguntó Leonardo.

—Así parece —respondió Rosas—, excepto por la foto. Miren.

La fotografía mostraba una gruesa viga de apuntalamiento: rota en pedazos, que había horadado una pared. A un lado se veía el cuerpo de un muchacho. Una varilla corrugada había atravesado su pecho, en el sitio exacto de su corazón.

—Sangre derramada —dijo Susana—. ¿Por qué niegas lo del accidente, José?

—Porque creo que lo que yo he interpretado, otros también lo han hecho. Creo que Huitzilopochtli también tiene aquí, en nuestro mundo, una legión de seguidores que por quinientos años han buscado la manera de que vuelva a reinar sobre nosotros.

—Vamos, qué sea menos —acotó Leonardo.

—¿Ven la pared horadada en la foto? —preguntó Rosas.

—La vemos —respondió Susana.

—¿Ven los caracteres que están en la parte superior de la misma?

—Ajá.

—Es nahuatl y dicen: No toques lo que no te pertenece. No entres donde no te llaman. Malditos los que no atiendan nuestros ruegos. Esta es la casa de los muertos. Esta es la puerta sacramental.La que se abre a Tlallín, el reino de las tinieblas, el recinto de la oscuridad que sangra.

—La puerta al inframundo, dices.

—Así es, jefe.

—Sigo sin tragarme tu historia, pero... —reflexionó Leonardo.

—¿Pero qué? —quiso saber Susana

—Ya me pusiste la carne de gallina.

—¿Y Quetzalcoatl? ¿También va a escapar?

—No lo sé, Susana. Nos falta información sobre estos mitos.

—¿Y los seguidores de Quetzalcoatl? ¿Dónde están que no hacen nada?

—Lo ignoro, Leonardo. Como también ignoro quiénes sean los seguidores de Huitzilopochtli. Supongo que, como en todos los imperios, y el azteca no era la excepción, había quienes apoyaban la guerras de conquista y vasallaje y quienes se resistían al uso de la violencia con sus semejantes. Unos amaban la armas, otros el conocimiento. Unos destinaban sus vidas al combate y otros a observar el paso de los astros, las propiedades curativas de las plantas, los cambios de la naturaleza.

—Entonces estamos fritos —expresó Leonardo—, porque según tú los seguidores de Quetzalcoatl son los ecologistas, los científicos, los greenpeace. Esas no van a poder hacer frente a las huestes de Huitzilopochtli

—Eso no lo sé —reconoció Rosas—. Pero tengo la ligera sospecha de que los hijos o herederos de Quetzalcoatl son las víctimas de siempre, los marginados del mundo entero.

—¿Y tú qué dices, Susana? ¿Estás de acuerdo con nuestro mitotero ?

Pero Susana no prestaba ya atención a la conversación entre sus colegas. Las imágenes del televisor habían vuelto a hipnotizarla.

—¿Ya vieron? —preguntó con un hilito de voz.

Leonardo y José Rosas se acercaron a la pantalla y quedaron igualmente mudos. Era la CNN de nuevo. Era la ciudad de México de nuevo. Era el horror acrecentado: imágenes de satélites mezcladas con escenas de Puebla, Cuernavaca, Tepoztlán. Marejadas de gente huyendo, atropellándose, cayendo encima unas de otras, gritando, retorciéndose, golpeándose entre sí en un vano intento por escapar.

—¿De qué huyen? —preguntó, finalmente, Susana.

—De eso —respondió Leonardo y puso su mano sobre la imagen de una nube relampagueante que se alzaba sobre el horizonte.

—¿Y qué es eso? —volvió a la carga Susana.

—Eso es Huitzilopochtli revivido.

—Vamos, José, que sea menos.

—Súbele el volumen. Allí está un locutor tambaleándose —gritó Susana.

Leonardo aumentó el volumen.

—Nada parece contener esta diáspora humana, incontrolable. Todos huyen sin saber por qué. Bueno, no todos. Con nosotros tenemos a doña Panchita, una india nahuatl, que viene a decirnos lo que vio allá, en la ciudad de México.

En la pantalla apareció una mujer gordita, morena y de ojos vivaces. No parecía asustada. En cuanto tuvo a su alcance el microfono lo tomó entre las manos y empezó a recitar, a una velocidad inaudita, una serie de frases en nahuatl. El reportero tardó en poder quitarle el micrófono.

—¿Qué dijo? —Susana volteó con José, que estaba lívido, esperando una traducción casi simultánea.

—No me lo van a creer. Ni yo mismo lo creo.

—¿Qué acaba de decirnos, doña Panchita? —interrogó el reportero, todo confundido.

—Que todos vamos a morir a menos que nuestro señor Quetzalcoatl y nuestra señora Tonantzin vengan en nuestro auxilio —respondió la mujer.

—¿Qué está pasando allá, en el D. F.? —insistió el reportero.

—La guadaña de la muerte ha llegado. El Innombrable está de nuevo entre nosotros y exige el tributo que cree es suyo, tributo de dolor y de sangre, tributo de muerte.

—¿De qué está hablando, doña Panchita?

—De eso hablo.

La cámara giró para mostrar lo que señalaba la mujer. Esta vez la nube de relámpagos había desaparecido. En su lugar aparecía el contorno de un rostro gesticulante en medio de una nube negra, una figura que extendía sus brazos como tentáculos y los lanzaba con celeridad en todas direcciones.

—Pero... esto.. debe ser una alucinación colectiva —balbuceó el reportero, antes de ser atravesado por una espada flamígera.

Abruptamente, la señal se cortó. Segundos después la transmisión regresó, pero esta vez desde las oficinas de la CNN en Washington, donde el locutor informó que una nueva tragedia acababa de sumarse a las ya conocidas: el Popocatepetl había hecho erupción y había sepultado en fuego y en cenizas al equipo de reporteros que estaba trasmitiendo desde México.

Leonardo se levantó de un salto.

—Está bien, te creo —dijo y se puso la chaqueta—. Yo me voy de aquí, me marcho a Timbuctú o al Polo Norte. De loco me quedo a ver qué desgracia sigue. Al rato tu Huitzi-lo-que-sea termina apoderándose hasta de la avenida Revolución. Prefiero poner pies en polvorosa.

—Mejor aquí huyó que aquí quedó —remató José Rosas.

—Como tu señor Quetzalcoatl, ¿no? Que no se aparece por ninguna parte. Tal vez quedó escamado desde el último pleito en el inframundo.

—Yo me quedo aquí, si no te molesta —respondió Rosas.

Leonardo tomó su cartera con documentos y las llaves de su carro.

—Les deseo lo mejor. Pero no quiero ser una estadística más en la bola de fuego que está por llegar. Chao.

Susana tomó su maceta de nochebuena y su bolsa.

—¿Tú también te marchas?

—Sí, José, pero no a Timbuctú, como Leonardo. Me voy a casa. Aquí no hay nada más que hacer.

José Rosas la abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—Te voy a extrañar.

—Yo también.

—Cuídate mucho.

—Lo intentaré.

Susana abrió la puerta, dispuesta a salir y enfrentar un mundo que ya no reconocía como suyo.

—Una cosa más —dijo.

—¿Qué?

—Sé que tú eres gente de Quetzalcoatl. Y sé, también, que no todo está perdido.

José sonrió al oír sus palabras.

—Gracias por el cumplido. Pero buen trabajo que me echas encima.

—Confío en ti.

—Lo mismo digo. Recuerda: la libertad consiste en poder elegir, en la capacidad para escoger qué clase de persona quieres ser.

Susana puso en marcha el auto y volvió a contemplar su Tijuana querida, la costa oeste mexicana. En la radio las mismas, terribles noticias. Prefirió poner su cassette favorito: Donovan. Greatest Hits.Sí, eso la calmaría. La voz del trovador inglés la reanimó: yes,Susan on the west coast waiting."Pero qué", se dijo Susana, "esperando qué cosas, aguardando qué". Un viento cálido soplaba de las costas. "Me gustaría andar en Playas o en Rosarito, pensó. ¿Y por qué no ir ahora mismo? Después de todo, ya soy libre, completamente libre. El México en que nací, en el que crecí, ya no existe. Y si esto va a ser un campo de batalla, ya sé cuál es mi bando". Una sonrisa iluminó su rostro. Susana, on the west coast, había dejado de esperar.


Don Sebastián paseaba de un extremo al otro del pasillo. El hospital de San Luis Obispo, California, estaba a su máxima capacidad. Oleadas de refugiados acampaban en las afueras. Y cientos de hombres, niños y mujeres recibían atención médica. Entre ellos su hija, Mercedes, la emigrada, que estaba a punto de dar a luz. Gemelos, le acababan de detectar los doctores. Y para colmo, sietemesinos.

Don Sebastián, nervioso, mandó a su yerno por unas mantas y cobertores a la casa. Seguramente pasarían en el hospital del condado toda la noche. Por eso, cuando salió el médico al pasillo, era el único familiar a mano.

—Do you speak english? —preguntó el médico.

—No —respondió Sebastián.

—Bueno, yo hablo español... un poco.

—¿Qué pasa, doctor? ¿Todo está bien?


Ilustración: Endriago

—Mire, señor, su hija bien. Todo parto bien. Pero los niños, los recién nacidos ¿Cómo decirle?

Don Sebastián pensó lo peor.

—¿Están en malas condiciones? ¿Qué les pasa? Vamos, dígamelo.

—Inexpi... inexplico....inexplicable. Eso es.

Don Sebastián sintió que estaban a punto de darle el pésame.

—¿Murieron? ¿Eso quiere decir?

El médico se secó el sudor de la frente y por primera vez don Sebastián se compadeció de él. "Las presiones de trabajo que debe estar soportando", pensó. El doctor en cambio, puso su mano en el hombro del viejo español y lo condujo a la sala de cunas. Allí estaban sus nietos: un niño y una niña. Morenos como su padre y con ojos azules y pelirrojos como él y su hija Mercedes.

—Yo los veo bien —exclamó, orgulloso.

—Yo también. Pero mire aquí.

Don Sebastián vió una tabla junto a los cuneros: en ella estaban puestos los datos de ambos niños al nacimiento. Peso: 2.800 kilogramos ambos. Tamaño 47 centímetros.

—Todo normal, ¿no?

—Si. Estos datos son de hace una hora. Acaban de volver a tomarlos. Y ahora su peso ser de 6.400 kilogramos y ya miden 97 centímetros. Y eso que ser sietemesinos. No entender.

—Yo tampoco —dijo don Sebastián.

—Lamentablemente, nuestro laboratorio está al tope. No puede tomar muestras ahora. Más tarde, sí.

—¿Muestras?

—Para ver por qué están creciendo así, tan rápido. It's amazing.

Una enfermera entró y le habló al oído al médico.

—Más trabajo, amigo. Aquí lo dejo. Luego puede pasar a ver su hija. Bye, bye.

Don Sebastián se quedó mirando a sus nietos y comenzó a sentirse nervioso. Algo estaba fuera de lugar, pero no sabía qué. El niño volteó a verlo y sus ojos parecían estar enfocándolo perfectamente.

—Hola, abuelo —dijo el niño y se enderezó.

Don Sebastián retrocedió, asustado.

—Hola, abuelo —dijo la niña e hizo lo mismo que su gemelo.

—¿Cómo pueden...hacer eso? —balbuceó don Sebastián.

—¿Hablar? ¿Razonar? ¿Sentarnos?

—Sí, eso.

—Eres un hombre afortunado —dijo el niño—. La historia hablará de ti por los siglos de los siglos.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, confundido, el viejo español.

—Yo soy tu nieta. Soy Tonantzin. Y me gustan las flores.

Y abriendo sus brazos, pétalos de rosas cayeron al piso, salidas de ninguna parte: brillantes como estrellas.

—Y yo soy tu nieto. Soy Quetzalcoatl, el constructor de los mundos, el apaciguador de las tempestades.

Y mientras lo iba diciendo, Quetzalcoatl niño se volvió un adolescente, mientras Tonantzin hacía lo mismo. Don Sebastián tuvo que sentarse en el suelo, pero el mundo seguía dándole vueltas. Sentía que estaba a punto de estallarle la cabeza, que esos nietos suyos le exigían cosas imposibles de entender, de comprender.

—¿Qué hacen? ¿Por qué no se quedan niños? —exclamó.

—Primero debemos cumplir con nuestro deber, abuelo —respondió Tonantzin por ambos.

—¿Y cuál es su deber?

—Curar el mundo, evitar que la violencia crezca. Dar esperanza en tiempos oscuros —contestó Quetzalcoatl.

—Huitzilopochtli tiene hambre de seres humanos —añadió Tonantzin—. Y no podemos permitir que triunfe. El hombre es buena semilla, siempre logra regenerarse. Nosotros sólo somos el agua que necesita, la tierra fértil.

Don Sebastián los vio crecer y crecer. Antes de marcharse, Tonantzin le dio un beso y le regaló un ramo de rosas blancas.

—No temas —le dijo—. Ahora soy tu madre. Estoy aquí para protegerte a ti, para velar por mi pueblo.

Quetzalcoatl también lo besó antes de partir y le dijo:

—Volveremos, no te preocupes. Y seremos tus nietos y tus niños. Ya verás.

Luego todo estalló en luz.


Susana tiró la ultima cerveza Tecate al bote de basura y se quedó observando las olas que golpeaban contra la playa. De pronto sintió una energía nueva, un llamado.

—Vamos, floja —se dijo a sí misma y en voz alta—, ya están aquí, ya llegaron. Es hora de dar la cara.

Y levantándose de la arena, se encaminó al auto. El sol aún ardía, tenaz, en el ambiente. Pero ahora había una nueva canción allá, al fondo, en el escenario fantasmagórico del mundo.

—¡Quetzalcoatl ha regresado! —gritó Susana a todo pulmón, feliz de estar viva, mientras aceleraba su auto por el paseo costero.

—Vamos, ¿y yo qué? —le preguntó, desde el asiento de a lado, su nueva, inesperada acompañante: una muchacha morena, pelirroja, y de ojos azules.

—¿Y tú de dónde sales? —inquirió Susana a la que ya ningún prodigio la sorprendía demasiado.

—Soy Tonantzin, tu hermana.

—Pues yo soy Susana.

—Lo sé —dijo Tonantzin—. He oído hablar de ti.

—¿Dónde? ¿Con quién?

—Luego, hermana, luego, cuando la batalla concluya, te contaré lo que quieras.

—¿La batalla?

Tonantzin señaló rumbo al sur, donde ya comenzaba a perfilarse una nube relampagueante.

—Cuando la batalla termine, todo será tan claro como el agua.

—Eso sería si ganamos. ¿Y si no?

Tonantzin sonrió.

—Entonces todo será tan turbio como la sangre, tan espeso como la muerte.

—¿Qué crees que vaya a pasar?

—¿Me pides que te diga el futuro?

—Sí.

Tonantzin sacó la cabeza por la ventanilla del auto y dejó que sus trenzas volaran, que estrellas diminutas girarán alrededor de su cabeza.

—Nada está escrito —dijo, excepto la esperanza.

—Creo que estoy medio borracha —aclaró Susana— y que todo esto es una alucinación.

—No te preocupes —la tranquilizó la diosa madre—. Ahora viene lo peor. La hora del fin y del comienzo.



Gabriel Trujillo Muñoz

Gabriel Trujillo Muñoz es uno de los escritores más prolíficos y consistentes de su generación. Nació en 1958 en Mexicali y ha publicado más de una veintena de libros que abarcan poesía, ensayo, cuento, crónica y periodismo cultural. Como narrador, destaca en el género de ciencia ficción con su libro de cuentos Miriada (1991) y su novela Mezquite Road(1995). Gabriel piensa que la ciencia ficción es: "Una narrativa que toma en cuenta el saber científico para la elaboración de propuestas imaginativas que pregonen los problemas inherentes a la condición humana cuando ésta se ve enfrentada a cambios y rupturas en todos los órdenes de existencia". Axxon le publicó "Hominia" en el # 144.


Axxón 146 - Enero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción (Mitología aborigen): México: Mexicano)