DIVULGACIÓN: El descubrimiento de Neptuno

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LA FURIA DE POSEIDÓN
por Marcelo Dos Santos (especial para Axxón)
www.mcds.com.ar

"Los fracasados ven un peligro en cada astro
y una amenaza en cada gesto;
tiemblan pensando que existen hombres
capaces de subvertir rutinas y prejuicios,
de encender nuevos planetas en el cielo...
La envidia es una enfermedad
y nada hay más respetable que el derecho
de lamentarse cuando se padecen
congestiones de la vanidad".

José Ingenieros

Desde la más remota Antigüedad el Hombre comprendió que cinco de las miríadas de luces que se observaban en el cielo nocturno no eran en realidad estrellas. No sabemos quién fue el observador genial que descubrió los planetas, pero debemos a su inteligencia el inicio conceptual mismo de nuestra idea del Cosmos.

Es que los planetas (del griego: "vagabundo") se comportaban de manera muy diferente a la de las estrellas: los cinco extraños "astros" se desplazaban de oeste a este sobre el fondo de estrellas fijas. De este modo, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno obtuvieron su puesto entre los objetos errantes del cielo y fueron separados de las demás estrellas.

Sin embargo, se presentó un conflicto con la filosofía aristotélica, palabra santa en todas las ramas de la ciencia durante la Antigüedad y la Edad Media. En efecto, Aristóteles sostenía que los cielos eran perfectos —a diferencia de la Tierra, que no lo era— y, en consecuencia, sólo les estaba permitido un movimiento perfecto. El tal "movimiento perfecto" es, por supuesto, un desplazamiento circular perpetuo y uniforme alrededor de la Tierra, la cual, como hasta un niño podía ver, era a todas luces el centro del Universo.

Al principio, el aristotelismo explicó perfectamente el movimiento planetario: éste era directo, continuo, fluido, constante y en apariencia eterno e inmutable. Pero a poco que los astrónomos a ojo desnudo se fijaron bien, comenzaron los problemas. Dos problemas. Y muy grandes, porque contradecían las leyes establecidas por el divino griego.

Los observadores descubrieron pronto que los cinco planetas tenían un cínico y olímpico desprecio por Aristóteles y sus doctrinas: venían tranquilamente siguiendo su recorrido a través del Zodíaco, y de repente parecían cambiar de idea. Se detenían, volvían atrás durante un tiempo y luego retomaban su movimiento hacia delante. ¡Horror y vilipendio! Los planetas acusaban un "movimiento retrógrado" (que bautizaron "epiciclos") el cual por supuesto es imperfecto y no estaba permitido por Aristóteles.

Para colmo de males, tampoco el brillo de los planetas era constante: en efecto, algunas veces brillaban más y otras menos.

Hubo que esperar a Copérnico y su sistema heliocéntrico: tanto el brillo variable como los epiciclos fueron inexplicables mientras los científicos creyeron que el centro del Sistema Solar era la Tierra. Una vez que se colocó al Sol en su lugar, todo quedó claro. El brillo era inconstante porque como la Tierra y Marte —por ejemplo— se mueven a distintas velocidades, el segundo no está siempre a la misma distancia de nosotros. Más lejos, más oscuro. También quedó claro lo del movimiento retrógrado: la órbita de la Tierra es más pequeña que la de Marte, por lo tanto, se mueve a lo largo de ella más rápido que los planetas más exteriores, de recorrido más amplio. Cuando la Tierra rebasa a Marte, éste último parece retroceder, como parecen retroceder los autos más lentos cuando los sobrepasamos en una carretera.

Ahora todo estaba claro. El Universo estaba en su lugar, todas las teorías habían sido confirmadas y el Creador gozaba de paz y sosiego.

Por un tiempo.


Sir William Herschel, descubridor de Urano

En la noche del 13 de marzo de 1781, el astrónomo aficionado británico (y músico profesional) Sir William Herschel estaba revisando el cielo y aprovechando para probar un nuevo telescopio reflector casero de seis pulgadas en su observatorio. Súbitamente, se sintió sorprendido al descubrir en la constelación de Géminis una estrella que no estaba allí antes. Era un pequeño disco de color amarillo verdoso que, observado con cuidado, demostraba desplazarse con movimiento propio planetario. De sus observaciones se desprendía que acababa de descubrir un nuevo planeta. Consultó con otros astrónomos, y todos confirmaron sus datos: se trataba de un nuevo planeta situado al doble de la distancia de Saturno. Haciendo uso del privilegio del descubridor, Herschel bautizó al planeta como "Planeta Georgiano", en honor al rey británico Jorge III. El ridículo nombre no fue efímero: aún aparece en los almanaques náuticos ingleses en fecha tan tardía como 1850. Apenas descubierto, sin embargo, el astrónomo alemán Johann Elert Bode sugirió que Herschel no debía poner el nombre de un rey al planeta, sino que debía seguir la tradición mitológica. Indicó que Marte, Júpiter y Saturno seguían una secuencia generacional inversa: nieto, padre, abuelo. Por tanto, Bode estimaba que el nuevo planeta tenía que llevar el nombre del padre de Saturno: Urano. Recién a mediados del siglo XIX el astrónomo John Adams —de quien volveremos a hablar más tarde— consiguió persuadir a los editores del Almanaque Náutico a rebautizar al planeta con ese nombre.


Sir John Flamsteed, que falló en descubrir a Urano

Urano, bajo ciertas condiciones, es visible a ojo desnudo. Ello hizo pensar a los astrónomos posteriores que acaso alguien lo hubiese visualizado antes que Herschel. Se comprende: es muy improbable que ya en la época del telescopio alguien hubiese pasado por alto un planeta que se ve a simple vista —si bien con dificultad—.

Así había sido en realidad: en 1690 (91 años antes que Herschel), el Astrónomo Real John Flamsteed había registrado a Urano, junto con su posición. Sin embargo, no se percató de su movimiento, por lo que lo creyó una estrella fija. La anotó en su catálogo como 34 Tauri (porque en ese momento Urano pasaba frente a la Constelación de Tauro), y murió contento, pensando que había descubierto una nueva estrella.

Fue peor aún el caso del francés Le Monier, que observó a Urano en ocho oportunidades a lo largo de un mes, y en ninguna de ellas se dio cuenta de que estaba en movimiento. En total, más de 20 observaciones se habían hecho sobre Urano, pero nadie hasta Herschel se había dado cuenta de que trataban con un nuevo planeta.

Hoy en día, si bien se considera que Urano fue descubierto por Herschel, es más correcto decir que lo descubrió Flamsteed y que Herschel identificó su naturaleza planetaria.


Vamos llegando, lentamente, al núcleo de este artículo.


Urano en su conflictuada órbita

La órbita de Urano es —de por sí— bastante extraña. Por empezar, el eje de rotación del planeta no es como los de los demás, que están ubicados casi perpendicularmente al plano de la órbita ("eclíptica"). El de Urano está radicalmente inclinado —unos 97,9°—, lo que hace que el planeta gire sobre sí mismo "acostado" en vez de izquierda a derecha. Tiene, en consecuencia, un polo a un lado y el otro del otro, en vez de uno "arriba" y el otro "abajo". Se piensa que una colisión catastrófica con otro planeta, millones de años atrás, "derribó" a Urano y provocó que su eje quedara "tendido" en lugar de "parado". Esta extraña posición provoca interesantes efectos. El año de Urano dura 84,07 años terrestres, es decir que en la vida normal de un hombre, el planeta se traslada solamente una vez alrededor del Sol. El hecho de que su eje esté inclinado hasta ser casi horizontal, apuntando directamente al Sol, hace que se produzcan extraordinarias y extremas condiciones en el planeta: en invierno, la noche en el hemisferio norte dura 21 años terrestres, mientras que en verano, el mismo hemisferio pasa 21 años continuos de día perpetuo. En realidad, al tener los dos polos horizontales, es difícil establecer cuál es el norte y cuál el sur. Si se consiguiera comprobar esto, podríamos establecer si tiene una rotación "normal" (de oeste a este, como la Tierra y la mayoría de los demás planetas) o retrógrada (como Venus).

Más allá de esas intrigantes cuestiones, sin embargo, los astrónomos pronto se percataron de que la órbita de Urano tenía otros problemas.



El astrónomo Bouvard, primero en pensar en Neptuno

Francia, 1821. El astrónomo Alexis Bouvard, interesado por el hecho de que Urano hubiese sido tantas veces visto pero nunca identificado correctamente, decidió realizar una recopilación de todas las observaciones sobre el astro para tratar de descubrir dónde había estado el error. Pronto comprendió que, aún tomando minuciosamente en cuenta las influencias gravitatorias de Júpiter y de Saturno, no había manera de reconciliar los datos de Urano con las observaciones. ¿Podía ser que Newton y Kepler estuviesen equivocados? ¿Sería que la Ley de Gravedad y las Tres Leyes de la Mecánica Celeste no regían en todo el Universo? ¿O acaso Urano estaba sometido a perturbaciones provocadas por un planeta desconocido?

En 1846, 65 años después del descubrimiento de Urano, un astrónomo matemático francés estudiaba la órbita del planeta. Su nombre era Urban-Jean-Joseph Le Verrier, y hacía nueve años que había decidido cambiar de profesión.

Era un obsesivo de la eficiencia y la perfección: su insistencia en el trabajo exquisito era tan acusada que había vuelto locos tanto a sus subordinados como a sus superiores. Uno de ellos dijo de él: "No sé si Le Verrier es la persona más detestable de Francia, pero sí me consta que es la más ".


Un tipo desagradable: Urban-Jean-Joseph Le Verrier

Le Verrier se había sentido seducido desde muy joven por los asuntos descriptos en la "Mecánica celeste" de Laplace, y su gran capacidad para la matemática lo había ayudado a especializarse en el análisis orbital.

Laplace había meramente indicado en su tratado la estabilidad fundamental de las órbitas de los planetas, pero nadie había podido obtener un demostración matemática de esta afirmación. Urban puso manos a la obra en 1839, y en poco tiempo logró determinar y publicar un estudio matemático completo de todas la variaciones de las órbitas planetarias desde el año 100.000 a.C con sus proyecciones —totalmente correctas— hasta 100.000 d.C. Sus herramientas básicas de trabajo eran, por supuesto, la teoría gravitacional de Newton y las leyes descubiertas por Johannes Kepler. En 1845 calculó las órbitas de Mercurio y del cometa Faye, y los astrónomos observacionales pudieron comprobar la precisión de Le Verrier durante el tránsito de Mercurio frente al Sol ocurrido ese mismo año.

Le Verrier sabía con detalle la trayectoria exacta que había de seguir cada planeta; de hecho, sus cálculos habían tomado en cuenta las perturbaciones que la gravedad de todo planeta y satélite conocido hasta ese momento produciría sobre los demás, y había corregido sus fórmulas en consecuencia.

Sin embargo, había un problema. Al igual que Bouvard algunos años antes, Le Verrier descubrió que todas las órbitas se comportaban como debían, excepto una: la rebelde órbita de Urano.


En efecto la órbita de Urano se apartaba de sus predicciones. Era la única en discutir con él. Le Verrier, estricto como era, no podía aceptarlo sin más ni más. Siendo las leyes de Newton y Kepler universales e inmutables —al menos eso era lo que se creía en 1846—, Le Verrier sufrió una especie de crisis de desesperación que lo impulsó a buscar, con todas sus fuerzas y con el salvaje deseo de cada una de las fibras de su ser, la razón del imposible fenómeno. Al poco tiempo de luchar y no encontrar el motivo, comprendió que sólo podía tratarse de una cosa: de la influencia gravitacional de un planeta desconocido, ubicado más allá de la órbita de Urano. Ningún otro cuerpo podía producir la anomalía de esa manera y en grado similar.


"¡Yo lo vi primero!". Excelente retrato de Heinrich dŽArrest

Le Verrier comenzó a calcular: si se trataba en verdad de un nuevo planeta, él podría descubrir dónde se lo hallaría en un momento dado, tomando como base la perturbación de la órbita de Urano. A comienzos del otoño de 1846, Le Verrier estaba ya seguro de dónde debía encontrarse el planeta en las noches subsiguientes. Su trabajo fue publicado por la Academia Francesa de Ciencias el 1° de junio y definía con toda precisión que el planeta desconocido debía encontrarse en los 325° de latitud en una noche determinada. Solicitó entonces al astrónomo de un observatorio de Berlín, Johann Gottfried Galle, que confirmara observacionalmente su predicción.

Galle comisionó al estudiante de astronomía alemán Heinrich Louis dŽArrest para que pasara la noche mirando al punto del cielo que Le Verrier le había indicado. Lo proveyó de un detallado mapa de esa región del cielo y la noche del 23 de septiembre le ordenó que abriera la cúpula y le avisara de cualquier objeto extraño.

En menos de una hora, el grito de dŽArrest hizo vibrar la cúpula del observatorio: "¡Esa estrella no figura en el mapa!". Era cierto. Una débil estrella lucía tranquilamente, en el preciso sitio que el francés había indicado. No se suponía que hubiese allí estrella alguna.

Tenía que ser, por fuerza, el planeta calculado por Le Verrier, el desconocido culpable de que Urano se apartase de su órbita.



Johann Gottfried Galle, uno que confió en Le Verrier
La carta que Le Verrier había enviado a Galle decía textualmente: "Verá usted, señor, que sólo pueden explicarse las observaciones sobre Urano introduciendo la acción de un nuevo planeta desconocido hasta hoy. Lo interesante es que hay sólo un lugar en la eclíptica al cual puede atribuirse la posición del planeta".

Tanta seguridad estaba, obviamente, cimentada en una enorme confianza en la exactitud de sus datos. DŽArrest necesitó pasar frío durante solo una hora para visualizar un tenue disco azulino a menos de un grado de arco del sitio profetizado por Le Verrier.

Galle y dŽArrest tenían que confirmar la predicción del francés y sus propias observaciones: la noche siguiente volvieron a observar el punto azul y, tal como esperaban, comprobaron que se había movido una distancia exactamente adecuada a lo expectable para un planeta de esas características.

La gloria de haber descubierto un nuevo planeta, pues, fue entregada caballerosamente a Le Verrier por Galle —como correspondía— y todo fue calma y alegría.

Por poco tiempo.


Apenas publicado el descubrimiento de Le Verrier, un joven astrónomo británico apareció en el medio científico, afirmando furioso que él había calculado la posición del nuevo planeta más de un año antes.

Su nombre era John Couch Adams, el mismo hombre que había logrado que el Almanaque Náutico británico cambiara el nombre de Urano. Adams juraba haber comunicado sus cálculos en 1845 al Astrónomo Real George Biddell Airy. No era poca cosa, primero por la importancia del nombre que invocaba y, en segundo término, porque si era cierta su aserción, Airy debía haber conservado los cálculos o registrado el reclamo en algún sitio. Lo inexplicable era que si Adams tenía razón, ¿por qué no habían descubierto el planeta los británicos el año anterior?


Soberbio retrato de Neptuno tal como lo vio el Voyager 2

Los ingleses han comparado, con bastante exageración por cierto, la vida de Adams con la de Newton. Los dos eran campesinos, hijos de pequeños terratenientes analfabetos, ambos se interesaron por la matemática en la primera infancia y los dos hacían experimentos científicos ya antes de ingresar a la escuela elemental. Los dos eran fanáticos religiosos, sufrían de trastornos obsesivos-compulsivos y eran sobrios hasta el anacoretismo. Se aislaban del mundo de tal manera que, si estuviesen vivos hoy en día, con seguridad hubiesen terminado bajo medicación psiquiátrica. Según escriben en la revista Sciam los historiadores de la ciencia Sheehan, Kollerstrom y Waff, ambos sufrían probablemente del Síndrome de Asperger, una forma de autismo provocada por el coeficiente intelectual inconcebiblemente alto.

Nacido en 1819, John Adams evidenció desde muy niño un inusual talento matemático. Leía con voracidad y comprensión, y ya en su adolescencia había desarrollado un método para calcular los eclipses de sol, un gran logro para un niño que sólo disponía de lápiz y papel para efectuar los cálculos.


John Couch Adams, aspirante a descubridor de planetas

Aunque se había indicado a su padre más de una vez que un hijo tan preclaro no podía permanecer en la granja como un simple labriego sino que debía concurrir a la escuela, la pobreza no permitió que Adams lo lograra. Mas la fortuna vino en su auxilio: el descubrimiento en terrenos de la familia de un yacimiento de mineral de manganeso —esencial para la producción de acero— volvió a su padre rico de la noche a la mañana y posibilitó que John recalara en Cambridge para estudiar matemática y astronomía. Sus condiscípulos recuerdan la sorpresa que los embargó al comenzar las clases. Uno de ellos escribe de Adams: "Llego a Cambridge con las mayores esperanzas, y el primer muchacho que conozco está infinitamente más avanzado que yo". En efecto, Adams ganó durante años todos y cada uno de los premios de matemática que ofrecía la Universidad, convirtiéndose en un muchacho silencioso, siempre pensativo, abstraído en profundas cuestiones teóricas que lo aislaban del mundo. Si uno quería hablar con él, era menester acercarse y tocarlo, porque no escuchaba cuando se lo llamaba verbalmente.

La relación entre Adams y Airy comenzó mucho antes de que los dos hombres se conocieran: el jovencito leyó en 1841 un libro de Airy de diez años de antigüedad (Report on the progress of astronomy) que definió su futuro. El trabajo de Airy trataba, precisamente, sobre las desviaciones de la órbita de Urano. Apenas terminó de leer el libro, Adams escribió en su diario: "Estoy desarrollando un criterio de investigación para estudiar lo más pronto posible, apenas me gradúe, si las irregularidades de Urano pueden ser atribuidas a la acción de un planeta desconocido ubicado más allá de él".


Era de esperar que Adams, tan interesado como estaba en el asunto, descubriese al planeta por sí mismo y en fecha próxima. Sin embargo, extrañamente, Adams no se dedicó al problema sino que parece haberlo tomado más como un hobby interesante que como una teoría científica trascendente. En efecto esperó a graduarse para comenzar a hacer algo: recabó primero datos observacionales del director del Observatorio de Cambridge, James Challis. Con ellos en la mano, efectuó trabajosos cálculos durante su período de vacaciones. Comenzó postulando que el planeta faltante estaba a 38 unidades astronómicas de la Tierra, es decir casi el doble de la distancia a la que estaba Urano. Esta hipótesis se basaba en la Ley de Bode, una relación empírica que predice las distancias de los planetas conocidos. La Ley de Bode fue descubierta por Titius de Wittemberg en 1776 y publicada por Bode (el mismo que sugirió a Herschel el nombre de Urano) en 1782, por lo que es más correcto llamarla Ley de Titius-Bode. La ley es muy sencilla: se toma la secuencia numérica

0      3      6      12      24      48...

donde cada número es el doble del anterior. Se le suma 4:

4     7     10     16     28     52...

y se la divide por 10, lo que da

0,4     0,7     1     1,6     2,8     5,2...


Bode, propulsor de una ley inexplicable para la ciencia

Por razones que no han sido desentrañadas, la Ley de Titus-Bode, dicha de esta última forma, define con precisión las distancias de los planetas al Sol, expresadas en unidades astronómicas. Así, la distancia de la Tierra al Sol es de 1 UA, la de Mercurio, 0,4 UA; la de Venus, 0,7; la de Marte, 1,6... No hay ningún planeta a una distancia de 2,8 UA, pero allí está, precisamente, el Cinturón de Asteroides. La ley se cumple también para Júpiter, Saturno y Urano. Es por ello que Adams no tenía motivos para dudar de que el planeta transuránico se ubicaría también a la distancia que predecía la ley.

Luego, ajustando alternativamente incrementos y disminuciones, fue haciendo coincidir sus cálculos con las discrepancias observadas en Urano, aproximándose cada vez más, hasta que no existieran diferencias con los datos observacionales. Este método se llama Teoría de la Perturbación, y es universalmente utilizado por todos los astrónomos de hoy en día.


El ceñudo Challis

A mediados de septiembre de 1845, Adams afirma haber entregado sus cálculos a Challis. La hoja existe aún y lleva al pie una nota de puño y letra de Challis que dice: "Recibido. Septiembre 1845". Sin embargo, los detractores de la teoría de Adams objetan que el papel habla del "Nuevo Planeta", y que esa expresión no era de uso común en 1845, sino que se acuñó después.

En realidad, no puede probarse con 100 por ciento de certeza que Adams haya entregado en verdad sus cálculos a Challis por escrito en esa fecha, ya que muy bien el director del observatorio puede haber agregado la nota al pie meses, años o décadas después.


Basándose en este simple hecho y en el sentido común, franceses y alemanes sonrieron con conmiseración, atribuyeron todo el asunto a una mal entendida rivalidad científica entre las dos naciones, y siguieron considerando que el descubrimiento correspondía a Le Verrier.

Inerte y perezoso según Adams, no es sorprendente que Challis se haya olvidado o haya desestimado los cálculos de Adams (si es que en verdad los recibió). Ni siquiera se tomó el trabajo de buscar el planeta con su telescopio. Al revés que Adams, se mostraba escéptico acerca de que la Teoría de la Perturbación pudiese predecir posiciones planetarias con precisión, y solía decir: "Aunque el método sea cierto, los resultados parecen ser inciertos". Sin embargo, comunicó a su jefe Airy que Adams había "terminado algunos cálculos".

En lugar de abrir la cúpula y mirar, ante la insistencia de Adams Challis simplemente lo mandó a Greenwich Hill a ver a Airy. Una vez más, el muchacho esperó a sus vacaciones y pasó por la casa del Real Astrónomo el 21 de octubre de 1845. Adams dijo siempre que Airy no había querido recibirlo, pero una carta de la esposa de Airy recientemente descubierta demuestra que el pobre hombre no estaba en su casa ese día. No se había hecho negar. No estaba.


Airy... ¿culpable?

El punto crucial de todo el asunto es que Adams dejó sus cálculos para Airy, escritos a lápiz sobre un pequeño fragmento de papel. La nota, según él, expresaba todos los elementos orbitales del nuevo planeta, diciendo que se lo encontraría en la longitud de 323°34Ž en la noche del 1° de octubre de 1845. No nos consta que nadie haya mirado hacia ese punto esa noche, pero, si alguien lo hubiese hecho, habría descubierto a Neptuno apenas a dos grados de esa posición, prácticamente en el punto predicho por Le Verrier nueve meses más tarde.

Sin embargo, aunque la notita tenía una lista de los valores residuales de la perturbación hasta una precisión de un segundo de arco, no ofrecía mayores cálculos ni estaba apoyada en la teoría perturbatoria. Con ese solo documento, si Airy hubiese en realidad estado en casa y se hubiese interesado en buscar el planeta, habría tenido que traducir los elementos orbitales de Adams a posiciones reales en el cielo, un trabajo engorroso, lento y aburrido, especialmente si uno no comulga con la teoría en que se basa la solicitud y si para colmo piensa que el firmante está completamente equivocado. Al fin y al cabo, Airy no era un ignorante ni un improvisado, sino el astrónomo más grande del reino y asesor personal del soberano en cuestiones matemáticas. Su opinión debía valer en algo.


Meses más tarde, cuando Le Verrier reclamó por fin el descubrimiento del planeta, sin embargo, Airy cambió de lado. Tomó cartas en el asunto y confirmó que, efectivamente, había recibido de Adams los cálculos pertinentes en el otoño de 1845. Presentó como prueba una copia de su propia mano de la carta de Adams, pero sin explicar las falencias que acabamos de relatar. La nota publicada por Airy estaba cuidadosamente editada y mejorada para tratar de atribuir el mérito a un súbdito tan británico como él.

Pero Adams siguió protestando: contó que había hablado con Challis y que Airy no había querido escucharlo. El resultado, siempre a estar de los dichos de Adams, fue que el equipo francogermano se le había adelantado. La confesión de Airy de que lo que Adams decía era cierto hizo que muchos se preguntaran si no correspondía poner a éste y a Le Verrier como codescubridores del planeta.

Una de las publicaciones francesas de Le Verrier decía dónde debería encontrarse el planeta la noche del 1° de enero de 1847. Si Airy y Challis lo hubiesen leído, lo habrían encontrado sin más. Pero la revista fue exportada a Inglaterra a mediados de enero, cuando la oportunidad ya había pasado. Airy juró y perjuró que al leer el trabajo del francés recordó que, algunos años antes, el joven e ignoto John Adams le había pasado los mismos exactos datos, garrapateados de prisa sobre un fragmento de papel.

¿Quién tenía razón? ¿Quién merecía, pues, la gloria?



La extraña "Mancha Negra" de Neptuno
El conflictivo planeta fue bautizado "Neptuno" en referencia al dios grecorromano de los caballos, del mar y de las aguas Poseidón, presumiblemente a causa de su color azulverdoso.

Al igual que en el caso de Urano, luego se supo que Galle y dŽArrest no habían sido los primeros en verlo en vivo y en directo: en efecto, las anotaciones de Galileo Galilei demuestran que el italiano observó a Neptuno durante su conjunción con Júpiter en 1612, pero que lo confundió con uno de los satélites galileanos de este último. Inclusive en 1834 (12 años antes de los cálculos de Le Verrier) ya el astrónomo T.J. Hussey había proclamado que las perturbaciones de la órbita de Urano se debían a la influencia de un planeta más lejano, pero se le contestó taxativamente que ello era imposible. ¿Quién fue el escéptico? Por supuesto, George Biddell Airy. La respuesta de Airy está documentada, por lo que no suena extraordinario que doce años después siguiese pensando lo mismo y echase los cálculos de Adams al canasto papelero. La teoría de Hussey fue recogida, sin embargo, por el célebre astrónomo alemán Friedrich Bessel, quien decidió buscar en el lugar previsto en 1840, pero cayó enfermo y perdió su oportunidad. Sabemos inclusive que cuando Airy devolvió a Challis los papeles de Adams sin hacerles caso, Challis vio y registró la posición de Neptuno desde Cambridge, pero no se dio cuenta de lo que veía en realidad.


Bessel o la mala suerte de enfermarse

La increíble serie de descuidos, ignorancia e incompetencia por parte de los ingleses preparó, de esta forma, el camino para el descubrimiento de Le Verrier, Galle y dŽArrest.

El propio Buen Doctor Isaac Asimov relata, poco más o menos, esta misma historia en su excelente ensayo de 1976 publicado en Science, "El planeta verdemar". Para los historiadores de la ciencia clásicos, entonces, John Couch Adams fue una víctima de la pereza y la estupidez de Challis y Airy.


Pero también, como en todas las ramas de la historia, existen los revisionistas.


Niebla roja alrededor de Neptuno

La historia de la precesión de Adams sólo estaba confirmada por la palabra de Airy, valiese ésta mucho o poco. La principal razón para creerle era que al reconocer que había desestimado los cálculos del joven, sólo se echaba tierra a sí mismo y se demostraba una persona de mente estrecha y criterio anquilosado. ¿Por qué iba a incriminarse a sí mismo si la historia de Adams no era cierta?

El dios de los caballos odia las mentiras y los dobleces, y se pone furioso ante los hombres insinceros. ¿Se estaba arriesgando Adams a malquistarse con el hijo de Saturno? Los vericuetos del descubrimiento de Neptuno distaban mucho de estar completos. En 1954 el astrónomo británico William M. Smart recibió una herencia que incluía los documentos completos de los descubrimientos científicos de John Adams. Estudiando los mismos, un analista independiente de Baltimore, Dennis Rawlins, llegó a afirmar a fines de los 60 que los ingleses habían falseado todo el incidente para atribuir el mérito al ignoto John Adams. A fines de los Ž80, por su parte, Allan Chapman de Oxford y Robert W. Smith de Johns Hopkins encontraron nuevos documentos relativos al tema.

Sin embargo, la documentación crítica de todo el asunto seguía consistiendo en los papeles originales de Adams, Challis y Airy intercambiados por los tres durante el tiempo del episodio y que, según se sabía, estaban depositados en los archivos del Real Observatorio de Greenwich. Todo estribaba en solicitarlos y revisarlos.

Pero los investigadores de los años Ž60 como Smart y Rawlins se encontraron con un imprevisto que helaba la sangre: cada vez que alguien requería permiso para estudiar los papeles, Greenwich respondía: "Documentos inaccesibles". ¿Qué estaba sucediendo? No hacía falta ser demasiado malicioso para interpretar que el mismísimo Observatorio Real estaba protegiendo la mentira de Adams y Airy, denegando el acceso a los documentos a los investigadores serios y concienzudos. Nadie hubiese podido creer que los papeles relacionados con un importantísimo descubrimiento astronómico se le hubiesen perdido a uno de los observatorios más importantes de la Tierra.

El propio Rawlins se encargó de demostrar la buena voluntad de los bibliotecarios de Greenwich: fue sencillamente y les solicitó el registro de acceso a los papeles de Airy, pensando que se negarían a decirle quién los había revisado por última vez. Pero no fue así. Recibió toda la colaboración posible de parte del personal de la biblioteca de Greenwich, incluyendo el registro completo de quienes habían tocado los documentos.

El último nombre que figuraba en la lista era Olin J. Eggen, quien había sido nada menos que Asistente en Jefe del Astrónomo Real hasta principios de los años Ž60. Los registros indicaban que, con la excusa de escribir una biografía de Challis y Airy, el tal Eggen había pedido prestados los papeles de los mismos... ¡y nunca los había regresado! ¡El segundo al mando del Observatorio parecía haber robado los datos acerca del supuesto descubrimiento de Neptuno! El dios ácueo estaba por alcanzar su venganza definitiva.


Comenzó entonces, como se comprenderá, una afanosa y detectivesca búsqueda de Olin Eggen y sus elusivos papeles neptunianos. Los pesquisas descubrieron que el astrónomo había huido de Gran Bretaña rumbo a Australia. Allí se dirigieron, sólo para descubrir que habían llegado tarde una vez más. Olin se había mudado a Chile.

Afortunadamente, no hay demasiadas ocupaciones posibles para un astrónomo. Un tal Olin J. Eggen trabajaba en el Instituto de Astronomía de Chile. Era el hombre que buscaban.

Desde un principio y todas las veces, Eggen negó poseer los archivos que se le reclamaban. Los bibliotecarios de Greenwich sin embargo, no creyeron prudente presionar demasiado sobre él —amenazándolo por ejemplo con la policía— porque estimaron que, si se sentía acorralado, muy bien podía destruir los papeles antes que ser encontrado con ellos. La situación se convirtió, de esta forma, en un empate técnico.


Comenzaron a pasar los años, y el misterio persistió. Finalmente, el 2 de octubre de 1998, más de 35 años después de que los papeles Airy hubiesen sido vistos por última vez, Olin J. Eggen murió en su departamento de Santiago de Chile.

Los investigadores consiguieron acceder a su hogar con permiso de la justicia chilena, y encontraron allí, sorprendidos, no tan sólo los documentos originales del asunto Neptuno, sino también invalorables libros que el astrónomo había robado de la biblioteca del Observatorio de Greenwich. La colección completa involucraba más de 100 kilos de papeles y tomos. Los sorprendidos bibliotecarios los embalaron en dos grandes cofres y los enviaron a Londres. Allí están hoy, custodiados por la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, donde residen actualmente los archivos del Observatorio de Greenwich.

La verdadera historia del descubrimiento de Neptuno comienza, en realidad, aquí, porque toda la controversia y las discusiones, las dudas y las equivocaciones se debieron exclusivamente a que los investigadores no habían podido consultar el material robado por Olin Eggen.


Entre esta documentación se descubrió una carta que Airy dirigió a Adams a propósito del tema que nos ocupa: este material es completamente nuevo. La carta se refiere al papel que éste dejó en casa del Real Astrónomo y reza: "Le agradezco infinitamente el papel con los resultados que usted dejó en casa hace unos días, mostrando las perturbaciones de la posición de Urano producida por un planeta con ciertos elementos previstos. Estaría contento de saber si esta perturbación que asumimos también será capaz de explicar el radio vector de Urano". A lo que se refiere Airy es a que —también por razones desconocidas hasta hoy— Urano no cumple con la Ley de Bode, sino que está más lejos de lo que debiera. Lo mismo sucede con Plutón. La Ley de Bode parece cumplirse sólo desde Mercurio hasta Urano. Esto había sido calculado por Airy en 1830 en base a cuidadosas observaciones.


"...yours very truly, George B. Airy"

Si Adams hubiese respondido a esta carta, Airy hubiese comenzado a investigar, y sin duda los ingleses hubiesen encontrado a Neptuno antes que Le Verrier.

Sin embargo, Adams nunca le contestó. ¿Por qué? Estamos, como se ve, invirtiendo la carga de la culpa. ¿Fue Airy quien desestimó a Adams o es que éste no se interesó lo suficiente?

Adams nunca se hizo cargo de la responsabilidad que le correspondió en el asunto. Siendo anciano, comenzó a dar diversas explicaciones para su falta de respuesta, cada una más absurda que la anterior: que la cuestión del radio era "infantil", que las tonterías de Airy no merecían respuesta, que a él —Adams— no le gustaba escribir cartas, que estaba muy ocupado y no tenía tiempo de escribir, etc. La realidad fue que Adams seguía creyendo que Airy no había querido atenderlo cuando fue a su casa a visitarlo, y que aún sentía rencor contra él y se vengó no contestando sus cartas.

En determinado momento, empero, se sintió tentado a retomar su comunicación con el Astrónomo Real. En una colección de papeles de Adams descubiertos en su casa natal —totalmente independiente de los documentos robados y luego recuperados en Chile— se encuentra una carta a medio terminar dirigida a Airy que Adams nunca mencionó ni reconoció haber escrito. Está fechada el 13 de noviembre de 1845 y en ella le dice que le describirá minuciosamente sus métodos y sus trabajos anteriores. La carta se interrumpe luego de dos páginas. Otros papeles de la misma colección contienen las fórmulas para encontrar el radio vector anómalo (aunque no está el cálculo resuelto). Ello demuestra que la cuestión planteada por Airy no era en absoluto "infantil" para Adams. Sin embargo, nunca terminó la solución a la misma.


Por supuesto que el descubrimiento de Le Verrier picó a Adams en lo más hondo: apenas publicada la noticia, Adams escribe y esta vez envía una nota a Airy diciéndole que había pensado en buscar él mismo el planeta perdido usando uno de los telescopios de la universidad, pero que se había dado cuenta de que si no explicaba acabadamente sus métodos a Challis y a Airy, era muy improbable que ellos dieran crédito a sus aseveraciones. Lógica de hierro que continúa inclinando la balanza en dirección a la teoría de que Adams no hizo nada en realidad para que Challis y el Astrónomo Real lo escucharan o se interesaran por comprobar su hipótesis. Fue sólo la envidia de verse adelantado por Le Verrier, Galle y dŽArrest lo que impulsó al británico a reclamar para sí el mérito de haber predicho el nuevo planeta y su ubicación casi exacta.

Se ha demostrado que durante el primer semestre de 1846 Adams solamente se ocupó de calcular las órbitas de dos fragmentos de un cometa que se había dividido y a enseñar. Ni siquiera volvió a pensar en Neptuno hasta que la publicación de Le Verrier se hizo famosa en Inglaterra.

Recién entonces Airy, también amoscado por la victoria gala, recordó la sugerencia de Adams y ordenó a Challis que buscara el planeta. No fue nueve meses antes. Fue quince días después. El historiador Rawlins ha demostrado también que los cálculos de Adams no son originales, sino que se basan en los de Le Verrier.


Los documentos hallados en 2004 muestran también que Challis no era tan perezoso ni hueco como Adams nos hizo creer durante más de un siglo, engañando incluso a figuras prominentes como el doctor Asimov. En efecto, para muestra basta un botón: Challis ni siquiera sabía de la existencia de un mapa detallado de la región del cielo donde debía encontrar a Neptuno (el mapa que Galle le dio a dŽArrest en Berlín para que buscara el planeta extraño). Por consiguiente, tuvo que dibujar su propio mapa a medida que trabajaba buscando el astro perdido. Observó cada objeto del cielo dos veces y comparó sus posiciones: si no se había movido, lo incluía en su diagrama. Si se había movido, entonces habría visto a Neptuno. Pero era torpe: catalogó 3.000 estrellas de la región propuesta y en dos oportunidades, el 4 y el 12 de agosto de 1846 en verdad visualizó a Neptuno, pero no percibió el movimiento y lo señaló como estrella fija. Perdió así la oportunidad de descubrirlo y de obtener la gloria para sí, para Airy que le había sugerido el trabajo, y para Adams que había comenzado los cálculos que originaron todo el asunto.

Lástima.


En el reciente artículo ya citado, los historiadores William Sheehan (astrónomo y psiquiatra, especialista en autismo, quien diagnosticó a Newton y Adams como portadores del Síndrome de Aperger), Nicholas Kollerstrom (especialista en historia de la astronomía) y Craig Waff (historiador de la Fuerza Aérea norteamericana), afirman que están recopilando la colección completa de la correspondencia que pondrá los puntos sobre las íes en la cuestión del descubrimiento de Neptuno.

Los tres han encontrado otra carta de Adams a Airy, del 2 de septiembre, donde corrige los errores del papel dejado en la casa del otro: en ella acepta que la Ley de Titius-Bode no se cumple para el planeta buscado y que la órbita sumamente elíptica que él proponía no podía existir en realidad. Por tercera vez durante sus vacaciones había calculado una órbita más normal, casi circular, que ajustaba mejor con los datos observacionales. Sus apuros postreros eran en vano: ya era demasiado tarde para que sus perfeccionamientos influyeran en la búsqueda física del planeta. Galle estaba por recibir la carta de Le Verrier y los naipes ya estaban echados. Poseidón, furioso y tonante, estaba a punto de dar al británico el golpe demoledor, definitivo.


El asalto postrero del dios del mar sobre el astrónomo llegó hace pocos días, con el trabajo de Waff, Kollerstrom y Sheehan. En verdad ellos han conseguido probar que Adams se movió por envidia hacia Le Verrier —y subsidiariamente, hacia los observacionistas dŽArrest y Galle—, que no tomó medidas para que se rastreara su planeta teórico, y que nunca lo consideró un objeto real, sino que Neptuno fue para él, hasta su descubrimiento efectivo, nada más que una suma de oscilaciones y datos matemáticos acerca de la órbita de otro planeta situado a millones de kilómetros de él. El mérito de Le Verrier, en cambio, fue el de hacer los cálculos y luego decirles a los astrónomos "vean tal punto tal noche, que allí hay un planeta nuevo".

Tampoco Challis y Airy fueron tan malos como Asimov (engañado por las mentiras de Adams) creyó y nos hizo creer durante tanto tiempo: ambos, una vez que tuvieron los medios, se esforzaron bien o mal en pos de la teoría de Adams, y una combinación de informaciones retaceadas, falta de sustento teórico y mala suerte les impidió descubrir el planeta.


Cinturón de nubes de gran altitud en las capas superiores de la atmósfera de Neptuno

Dicen los tres historiadores: "De nuestro estudio de los documentos originales hemos concluido que los contemporáneos ingleses de Adams le otorgan mucho más crédito del debido, incluso considerando que hizo algunos cálculos sorprendentes. Merece por supuesto el crédito —al igual que Le Verrier— de haber sido pionero en el uso de la Teoría de la Perturbación para los movimientos planetarios. Adams debe haber tenido confianza en la precisión y certeza de sus resultados, aunque está bien demostrado, a la luz de los hechos posteriores, que la gente —incluyendo a los historiadores— sobreestimó el grado al cual puede haber predicho la ocurrencia de un evento dado. Como sea, Adams falló en el momento supremo, esto es, en comunicar sus resultados a los colegas y al mundo. Un descubrimiento no consiste meramente en lanzar una exploración tentativa de un problema y en producir unos pocos cálculos; también incluye darse cuenta de que uno ha hecho un descubrimiento y en transmitirlo en forma eficiente al mundo científico. El descubrimiento, por ende, debe tener un lado público al igual que un lado privado. La tarea tiene dos pasos, pero Adams completó sólo uno de ellos. Irónicamente, las cualidades personales que permitieron a Le Verrier hacer el descubrimiento —su audacia y obstinación, en contraposición a la timidez e ingenuidad de Adams— conspiraron contra el francés luego del descubrimiento. Los sabios británicos cerraron filas detrás de Adams, mientras que los astrónomos franceses odiaban y temían a Le Verrier. La historia de Neptuno también demuestra la importancia de la suerte en el avance de la ciencia. En cierto sentido, ni Adams ni Le Verrier predijeron en realidad la posición exacta de Neptuno. Los dos sobreestimaron en gran medida la distancia verdadera del planeta al Sol y tuvieron éxito en calcular la latitud sólo gracias a una increíble buena suerte. Este tipo de cosas ocurren con frecuencia en la historia de la ciencia, y de hecho volvieron a ocurrir un siglo más tarde en ocasión del descubrimiento de Plutón. Las pasiones encontradas por causa de la rivalidad internacional que existía en 1840 ya han muerto, y la documentación original puede hoy ser estudiada por los historiadores. Es por ello que podemos afirmar que Adams no merece igual mérito que Le Verrier por el descubrimiento de Neptuno. Ese crédito pertenece sólo a la persona que consiguió tanto predecir la localización del planeta cuanto convencer a los astrónomos de buscarlo. Ese logro fue sólo de Le Verrier" .


Pidiendo perdón al fantasma de Asimov por contradecir aquí su soberbio —pero equivocado— artículo de hace casi treinta años, cerraremos la historia del envidioso y rencoroso Adams trayendo a la memoria de todos un fragmento del ensayo "El hombre mediocre", del inmortal neurólogo, psiquiatra, filósofo, médico legista, historiador, poeta, crítico y maestro ítaloargentino José Ingenieros: "El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que le ignora. La ineptitud para satisfacer un deseo o hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. Se sufre la envidia apropiada a las inferioridades que se sienten, y el talento —en todas sus formas intelectuales o morales, como dignidad, como carácter, como energía— es el tesoro más envidiado entre los hombres".


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