OBERTURA PARA DIOSES LOCOS

Fernando José Cots

Argentina

dedicado a Iris


I

Esta historia sucedió bastante tiempo atrás. Una historia que casi nadie conoció. Una historia que comenzó cuando Alicia y Osvaldo decidieron ir de campamento a las sierras.


II

—¿Falta mucho?

—No sé...

Alicia miró a Osvaldo significativamente. Muy significativamente.

—¿No era que conocías el lugar?

—La verdad... no.

—¿....?

—Me contó mi hermano, cuando él venía.

—Y vos ibas al jardín de infantes.

—¡Eh, no tanto!

—¿Qué hacemos ahora?

Osvaldo miró para todos lados. ¿Qué otro punto de referencia podía encontrar? En casi quince años las cosas pueden cambiar mucho. Y para peor, el sol ya había pasado del mediodía.

Vio una construcción a lo lejos.

—Vamos allá, a lo mejor nos orientan.

Al llegar descubrieron que era un campamento de Vialidad.

—¿Qué Vialidad, si aquí no hay caminos?

—Ni caminos ni gente. Esto parece abandonado.

En eso oyeron un ruido. Por una esquina de la construcción apareció un hombre. Vestía uniforme de Vialidad, pero tan sucio y zaparrastroso que más parecía un mendigo. Caminaba moviéndose espasmódicamente, sin rumbo fijo.

—Disculpe, tío. ¿Conoce Pozo del Indio?

—¡Ah... Ah...! —gimió mientras señalaba con dificultad un caminito.

—¡Gracias don!

Se fueron alejando. Cuando estuvieron a prudente distancia, Osvaldo hizo un comentario por lo bajo.

—¡Qué pedo, hermano!

Para sus adentros, Osvaldo pensó que las cosas no estaban saliendo tan bien. Quince años atrás su hermano, en compañía de amigos y amigas, solía pasar sus veranos en Pozo del Indio. Después de armar las carpas se sacaban la ropa y sólo volvían a ponérsela cuando emprendían el regreso. La soledad del lugar así lo permitía.

Era el Edén resucitado.

Después el tiempo los fue separando y un día su hermano dejó de ir. Otro día supo que el último de sus amigos que visitó Pozo del Indio lo hizo con su familia y salió con la firme determinación de no volver jamás.

Ahora Osvaldo buscaba ese paraíso para convertirse en Adán y que Alicia se convirtiese en Eva. Pero ahí estaba la Serpiente... con uniforme de Vialidad.

Los pensamientos de Alicia, en ese momento, eran otros. Había observado al hombre de Vialidad. Sus movimientos no eran los de un borracho, sino los de un hombre que se debatía. ¿Contra qué? Recordando un poco se dio cuenta que, más de una vez, el hombre parecía romper las leyes del equilibrio, como si parte de su apoyo fuese una fuerza invisible.

Prefirió no pensar en ello.


III

El lugar era maravilloso, aunque sonase a lugar común.

La vertiente formaba una pequeña cascada. Ésta, a su vez, daba origen a una larga laguna de aguas transparentes. Ambas orillas eran una playita de arena y el resto una explanada de hierbas rodeada por murallas de piedra, cual si fuese un antiguo cráter.

Los únicos accesos al lugar eran una escalera natural de piedra —por donde ellos habían entrado— y la salida del agua.

—¡Qué hermoso!

—Allá podemos poner la carpa.

—Así que éste es el famoso Pozo del Indio.

—La verdad, no estoy seguro.

—¿Por qué?

—Mirá.

Por donde se iba el arroyo se veía un enorme valle. Al fondo del mismo una ciudad pequeña.

—¿Qué ciudad es esa?

—No tengo idea.

—¿Por qué decís que éste no es Pozo del Indio?

—Porque mi hermano jamás me dijo que se viera una ciudad.

—Con todas sus amigas desnudas, no tendría ganas de mirar el paisaje.

—De todos modos si no es Pozo del Indio, es nuestro paraíso. A propósito...

—Sí, pero con ese hombre cerca...

—Con la borrachera que tiene...

—Esperá que armemos la carpa.


IV

Osvaldo vio que se encendía la linterna.

—¿Dónde vas?

—Voy a... a mear.

Osvaldo se fijó en su reloj. Las nueve y ya estaba oscuro.

—¿Necesitás salir ahora?

—Y... no aguanto.

—Ponete la manta, no te vayas a enfriar.

Enfriar. Era la palabra adecuada. El chiflón de aire que corría desmentía al verano. Parecía fábula el calor de horas atrás.

La luna, llena y helada, mostraba a los ojos de Alicia un paisaje de sal donde momentos antes el paraíso parecía haber regresado. Las plantas parecían de hueso, un osario monstruoso; en tanto que la laguna se había convertido en un abismo negro.

Alicia se estremeció, no sólo de frío. Si no hubiese sido por su necesidad habría regresado inmediatamente al interior de la carpa.

Pese a poder ver con claridad, alumbró el camino con la linterna. Buscó un lugar apartado de la carpa y sin mucha vegetación, para evitar la sorpresa de algún reptil. Cuando encontró el sitio adecuado, lo barrió con el haz de luz. Si había algo, huiría... al menos eso esperaba ella.

Volvía a la carpa cuando la vio. Desde la salida del agua avanzaba una extraña niebla, una nube pesada que se arrastraba y expandía a medida que entraba a Pozo del Indio. Una nube tan iluminada por la luna que parecía (¿parecía?) tener luz propia.

Curiosa por ver el origen, Alicia se asomó a la orilla del arroyo para mirar el valle. Contuvo un grito. Todo el valle estaba sumergido en un mar de niebla. Las montañas surgían como islas. El mundo entero parecía estar bajo esas nubes luminosas. Otro planeta y no la tierra era lo que veían los ojos de Alicia.

Y la niebla seguía subiendo.

Decidió volver a la carpa antes que ésta fuera imposible de encontrar; y de paso llamar a Osvaldo para que mirara.

Pero al llegar a la carpa vio que una lengua de nube había ganado el interior. Y de allí, ahora, salía Osvaldo.

—¿Viste eso?

Alicia no pudo continuar. Osvaldo venía como perdido, la mirada muerta, el rostro una total ausencia de expresión.

—¿Qué te pasa? ¡Osvaldo!

Osvaldo caminaba hacia la laguna, hacia el origen de la niebla. Alicia vio que ramalazos de nubes trepaban por las piernas de Osvaldo con cierta lascivia. Miró sus propias piernas y quedó sin habla.

Ella estaba parada en un hueco de nubes.

En derredor de ella un círculo casi perfecto de aire limpio convulsionaba la niebla. Avanzó y las nubes se abrieron como si la rechazaran con voluntad propia.

Comenzó a sentir miedo. Alzó su mirada a Osvaldo y éste ya estaba llegando a la salida del agua. Caería al valle. Alicia dio un pique para alcanzarlo.

—¡No!

Fue el grito del hombre y Alicia sintió sus brazos sobre su cuerpo, brazos que la aprisionaban y la separaban del suelo.

—¡Osvaldo!— gritó Alicia desesperada.

No duró mucho en brazos del hombre. Se encontró en el aire, cayendo, hasta dar un panzazo en medio de la lagunita.

Entre sus pelos mojados y castañeteando los dientes, alcanzó a ver cómo el hombre de Vialidad corría detrás de Osvaldo. Vio —o creyó ver— una columna de niebla que se levantaba entre Osvaldo y el hombre de Vialidad. Creyó ver al hombre chocar contra la nube como si ésta fuera de mármol. Cuando pudo despejar su visión de pelos mojados, el hombre de Vialidad daba de espaldas contra el agua.

Osvaldo ya se había perdido de vista. La niebla se retiraba por donde había venido.

Alicia y el hombre de Vialidad se pusieron de pie en la laguna. Éste hizo un gesto de impotencia y se volvió hacia ella. Ella, por su parte, sólo atinó a taparse —mal— con sus brazos. En los ojos del hombre sólo había furia.

—¿Qué está esperando? ¡Corra! ¡Vístase, que no tenemos tiempo!


V

Alicia se dejaba llevar. Ya había perdido toda resistencia.

Sólo había tenido tiempo de ponerse un pantalón corto, una remera y las zapatillas. Atrás había quedado el campamento, abandonado, sin importancia.

¿Era éste el hombre que el día anterior no se tenía en pie de borracho? En apariencia así era, pero ahora la luz de sus ojos era una llamarada.

Ambos habían corrido toda la noche por las sierras, por lugares que parecía imposible que anduviese un ser humano. Sólo en un momento había intentado resistirse.

—¡Por ahí no, que puede haber víboras!

—¡Yo que no hay víboras! —respondió airado el hombre—. ¡Las corrí a todas!

Y no hubo discusión posible. Alicia se había automatizado para no sentir la fatiga. El hombre de Vialidad ni sudaba siquiera.

—Hemos llegado —dijo con voz neutra, sin jadeo.

Con las primeras luces del amanecer, Alicia y el hombre de Vialidad arribaron a un campamento de Gendarmería. El hombre de Vialidad no hizo caso de los uniformados. Avanzó decididamente al centro del campamento, seguido por una Alicia temerosa, quien pensaba que su ropa era demasiado veraniega para andar por allí. Pero los uniformados no parecían verla.

Siguiendo al hombre de Vialidad entró en la carpa más grande. Dentro había dos oficiales conversando.

—Afuera, necesito la radio.

Los oficiales se levantaron sin mirarlo. Uno de ellos tropezó con Alicia y sus miradas se cruzaron por un momento. El hombre de Vialidad hizo un gesto y el oficial siguió su camino.

—¿Qué te pasa? —preguntó el otro.

—Me pareció ver una mina.

—Estás mamado.

El hombre de Vialidad estaba concentrado en la radio.

—¡Atención Demóstenes! ¡Atención Demóstenes! ¡Aquí Laguiladro, cambio!

—Aquí Demóstenes —respondió una voz serena desde el aparato—. Las cosas están mal. ¿Qué está pasando? Cambio.

—¡Lo peor! ¡Tienen una llave! ¡Cambio!

—¿Cómo fue posible? Cambio.

—¡Es un pobre muchacho! ¡Se lo llevaron anoche, cambio!

—¿Por qué no lo evitaste? Cambio.

—¡Me atacaron! ¡Me atacaron todos juntos! ¡Cambio!

—¿No pudiste pedir ayuda? Cambio.

—Creí poder arreglármelas solo... cambio...

Hubo un silencio. El tono de Laguiladro había sido dramático, pero la voz de Demóstenes no había perdido la serenidad en ningún momento. El silencio pareció el único rasgo de emoción.

—¿Demóstenes? ¡Hola, cambio!

—Subestimar al enemigo es nefasto. Cambio.

—Ya es tarde para lamentarse. Mándame un helicóptero, cambio.

—¿Un helicóptero? —la extrañeza fue la única emoción que se permitió Demóstenes.

—Tengo a la novia de este muchacho. No la tocaron. Puede que sirva de algo, cambio.

—Te enviaré un helicóptero enseguida. Busca a Romani cuando llegues. Laguiladro...

Vaciló un momento.

—¿Sí? Cambio.

—El Máster está en camino. Cambio.

—¿Desde cuándo? Cambio.

—Desde anoche. Cambio.

—Ahora sé que las cosas están mal. Cambio y fuera.


VI

Ahora Alicia estaba en el helicóptero, en compañía de Laguiladro. Era un helicóptero sin señas de ningún tipo, ni números ni letras. Volaban hacia Córdoba a la mayor velocidad posible. Llegarían, según el piloto, a las diez.

Alicia se dio cuenta que Laguiladro la miraba con insistencia. Se fijó en sí misma, por sí algo tenía. Nada, salvo la remera, un poco ajustada para andar sin corpiño.

Se cubrió el pecho con los brazos.

—Señorita... por el apuro no le he preguntado su nombre.

—Alicia...

—Es suficiente. No me interesa su apellido.

—¡....!

—Para explicarlo mejor, no conviene que se mencione. Usted sabe que me dicen Laguiladro y eso es suficiente. Usted será nada más que Alicia. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Con respecto a su ropa, usted se habrá dado cuenta que los gendarmes no la vieron.

—¿Usted lo hizo?

—Sí.

—Gracias.

—No me lo agradezca porque ahora, donde vamos, no podré hacerlo.

—¿Cómo?

—Quiero decir que no podré evitar que la miren. Pero nadie va a molestarla, se lo aseguro.

—¿A dónde vamos?

—Al Palacio de Justicia.

—Pero...

—No hay pista para helicópteros. Descenderemos en el techo del Palacio Municipal.


VII

El helicóptero ya había creado mucho alboroto. El Paseo Sobremonte estaba demasiado concurrido para los deseos de Alicia, quien sentía miles de miradas clavándose en todo su cuerpo. Casi desnuda, siguiendo al zaparrastroso de Laguiladro, era un espectáculo que los paseantes no se perdieron. Hasta que por fin entraron al Palacio de Tribunales.

Al llegar al Salón de los Pasos Perdidos, Laguiladro le señaló un hombre.

—Ese es Romani.

Pequeño, esmirriado, gris, con un traje gastado, parecía el último de los pistines. Tenía una carpeta bajo el brazo y miraba pensativo la urna que guarda los restos de Dalmacio Vélez Sársfield.

—Romani, ésta es Alicia, la novia del chico.

Romani le dedicó una mirada serena. Volvió a mirar la urna.

—Es terrible el precio que pagan los servidores de la oscuridad —dijo—. Vengan conmigo.

Y nadie habría podido contradecirlo.

Tras un breve andar los tres penetraron en un despacho lujoso. Dentro del mismo había tres hombres tomando café. Los tres vestían impecable traje.

—Necesito la oficina —dijo Romani. Los hombres se levantaron en silencio llevándose unas carpetas. Romani fue con toda naturalidad al teléfono.

—¿Hola?... ¿Qué se sabe del Máster?.... ¿A qué hora?... Bien.

Miró a Alicia y pareció recordar algo.

—¡Ah! Traigan un lomito completo y una gaseosa. Lima limón. Pronto.

Colgó el teléfono y se dirigió a Alicia.

—Me tomé la libertad de pedirle algo de comer.

—Gracias, pero ustedes...

—Nosotros no comemos.

Lo dijo con la misma naturalidad que alguien dice: «Mi religión me prohibe bailar». Siguió hablando con el hombre de Vialidad.

—Laguiladro, la situación es grave.

—Lo sé.

—Llevo varios días bajando al mirador. Están inquietos, se preparan para salir. El Máster tomó el tren anoche.

—¡El tren!

—Si venía en avión, iba a tener los periodistas encima. Además, vos sabés que, cuando las cosas se mueven... allá, no conviene abandonar la tierra.

—Lo sé.

—Ni confiar en las propias fuerzas.

—También lo sé —respondió Laguiladro con pesadumbre.

En eso entró una mucama trayendo la comida pedida. Dejó la bandeja y se retiró en silencio.

—Será mejor que coma, Alicia. Este día será bravo.

—Gracias.

—¿Cómo se llamaba su novio?

—Osvaldo.

—El apellido, por favor.

—Montguillot. Osvaldo Montguillot.

Recién Alicia pareció percatarse de algo.

—¿Se llamaba, dijo? Tomó conciencia de la irrealidad que la rodeaba. —¿Dónde está Osvaldo? Se sintió demasiado desnuda para el sitio. Se cubrió con los brazos. —¿Qué pasó con él? ¿Por qué me trajeron acá? ¿Qué está pasando?

Estaba al borde del estallido histérico. Laguiladro quiso hacer un gesto de amparo, pero la firme voz de Romani contuvo todo.

—¡Alicia! ¡Cálmese!

Ella ya no se atrevió a seguir hablando. Lo miró temerosa.

—Comprendo su temor y comprendo que necesite una explicación. Vaya comiendo, que se enfría. Le contaré todo.

Alicia comenzó a comer pausadamente.

—Ante todo, su novio ha sido secuestrado.

Se atragantó.

—Lo secuestró el Pueblo de las Profundidades, si quiere darles un nombre.

—Pero... ¿Por qué?

—Porque su novio es algo especial. Viene de una estirpe muy antigua. Su padre, su abuelo, etc. Todos pudieron ser llaves.

—¡Llaves!

—No quiere decir que lo hayan sido realmente.

—Pero ¿qué es una llave?

—Son seres humanos, en apariencia comunes como todos; sólo que tienen algo en su esencia. Algo que es muy apreciado por el Pueblo de las Profundidades.

—¿Para... comérselo?

—No, no exactamente. Necesitan a ese ser humano con vida. Ellos lo usan para cruzar la puerta, por eso le llamamos "llave".

—¿Qué puerta?

—La puerta de las Tinieblas, por darle un nombre. Ellos están limitados a un universo paralelo. Se meten sutilmente en nuestro mundo, pero no pueden actuar en persona. Cuando mucho, pueden desplazarse de noche. Pero si llegan a tener una llave...

Se detuvo, vacilando, tratando de digerir lo que iba a decir.

—Si llegan a tener una llave, podrán salir al mundo a vencer la luz. ¿Lo comprende? Podrán llenar la Tierra de tinieblas. Ellos no devoran seres humanos, pero sí devoran sus almas con los dientes del sufrimiento. Y todo por un hombre. Un ser humano con algo especial que cae en su poder.

—¿...Osvaldo?

—Sí.

—¿Y no se los puede detener?

Romani hizo una pausa.

—Si le sirve de algo, no es la primera vez que salen. No es la primera vez que los derrotamos, tampoco.

—¿De veras? —preguntó Alicia con cierta esperanza.

—Tampoco quiere decir que siempre podamos derrotarlos. Yo sólo llevo trescientos años en esto. Antes de mi turno hubo un momento terrible. Su dominio casi llegó al milenio. Nos costó salir. A mí, hace unos años, me tocó una seria batalla.

—¿Entonces?

—Entonces sólo puedo decirle que haremos lo posible, que no es poco.

—¿Qué pasará con Osvaldo?

—Si la victoria es nuestra, lo salvaremos.

Romani pensó un momento.

—¿Tuvo anoche relaciones con su novio?

—¿Y a usted qué le importa?

—A mí me importa. Al universo entero le importa.

Alicia se contuvo.

—Bueno... sí.

—Bájese los pantalones.

—¡Pero...!

—¡Haga lo que le digo!

No podía resistir a Romani. Tras una vacilación se bajó los pantaloncitos. Romani le puso la mano en el vientre. Estaba helada.

—Suficiente, vístase.

Se dirigió a Laguiladro.

—No está embarazada.

—¿Eso era?

—Era importante. Si estaba embarazada de él, la habría hecho abortar. No necesitamos un enemigo en nuestras filas.

—¡Pero...! ¿Y qué tal si me embarazo cuando todo termine?

—No de Osvaldo.

—¡Usted me prometió salvarlo!

—Le prometí salvarlo, no que conservase la vida.


VIII

Un Mercedes Benz, nada menos. En el asiento de atrás viajaban Alicia, aún llorosa, y Romani. Adelante iban Laguiladro y un silencioso chofer demasiado parecido al piloto del helicóptero.

Alicia no entendía. No quería entender. Osvaldo no había hecho nada. ¿Por qué estaba sufriendo? ¿Por qué tendría que morir?

Romani le había aclarado que su gente no lo mataría, sino sus captores. Lo matarían ganasen o perdiesen. Y sólo lo harían al final de la batalla. Era sólo el medio para ganar, su instrumento; y que fuese un ser humano, que su vida hubiese sido intachable, les tenía sin cuidado. Como había dicho Romani, devoraban almas con los dientes del sufrimiento.

Llegaron a la Estación Mitre. Los tres bajaron mientras el chofer buscaba dónde estacionar. Otra vez Alicia era el blanco de las miradas.

—¡Loca! ¡Sólo una loca se viste así! —dijo una vieja al pasar, pero todo quedó en eso.

—El «Rayo de Sol» llegará de un momento a otro. Esperemos.

Alicia se reclinó contra la pared. Necesitaba pensar. Horas atrás estaba en un lugar perdido de las sierras, dispuesta a pasar una semana como salvaje, y ahora...

Algo le llamó la atención.

Se había apoyado al lado de un teléfono público. Nada había sobre él y de pronto había aparecido un papelito sujeto por una ficha de teléfono. Estaba segura que, momentos antes, no estaba. Nadie se había acercado.

Tomó el papel. Tenía escrito un número de teléfono.

No.

No era un número cualquiera.

Era ese número.

Casi con fiebre metió la ficha, marcó y esperó. Sonaba el viejo teléfono.

—Ferretería, buenos días.

Se le hizo un nudo en la garganta. Era imposible lo que oía. La Ferretería no había sobrevivido a la "Plata Dulce". La voz del otro lado de la línea... tampoco.

—¿Señorita Ríos?

—Sí. ¿Quién habla?

—Señorita Ríos... deme con... con el señor Ferrer.

—Enseguida, no corte.

Un minuto, nada, y la voz de acento hispano.

—¿Diga?

Y Alicia ya no pudo controlarse.

—¿Abuelo?

—¡Niña! ¡Purreta! ¡Tanto tiempo!

—¡Cómo estás, abuelo! ¡Dónde estás!

Un "clac" y el presente volvió a la estación Mitre. Laguiladro tenía el dedo puesto en la horquilla.

—Un ser querido... ¿verdad?

Alicia miró a Laguiladro con odio.

—¿Hace cuánto que murió ese ser querido? —continuó Laguiladro.

Lo pensó. Ella tenía doce años cuando la casa se llenó de llanto. El abuelo había trabajado hasta el último día. Un ataque se lo había llevado sin sufrimiento.

—Hace... mucho.

—Mire el papel.

Lo miró. Estaba en blanco.

—Ahora levante el teléfono.

Lo hizo. No tenía tono.

—¡No funciona!

—¿Lo ve? Son sus recuerdos. Recuerda a sus seres queridos, sus voces, todo. Y ellos se valen de eso. Si yo no interrumpo, no sé qué habría sido de usted.

—¿Por qué no lo hicieron en Pozo del Indio?

Laguiladro quedó pensativo.

—Esa es una buena pregunta...

—Viene el tren —interrumpió Romani.

Mucha gente ocupaba el andén. Todos, de una forma u otra, miraban a Alicia. Ella se había puesto entre Romani y Laguiladro en un intento de resguardo. Nada le harían, salvo mirarla.

El tren se detuvo y comenzó a bajar gente. Cuando todo se hubo despejado un poco, de uno de los vagones bajó una mujer de mediana edad, sobriamente vestida, que Alicia creyó reconocer de alguna parte.

—Esa es la secretaria del Máster.

La mujer extendió su brazo hacia el interior del vagón. Un bastón tanteó los escalones al tiempo que una mano vieja y sarmentosa hacía nido en la mano de la mujer. El Máster descendió pausadamente y sus ojos ciegos se pasearon por la estación.

—¿Él es el Máster? —se asombró Alicia—. ¡Pero si es...!

—¡Silencio! —interrumpió Romani—. No debe pronunciarse su nombre en relación con nuestra lucha.

Alicia calló, pero quedó con la duda. ¿Cómo era posible que ese hombre fuera el que estaban esperando? ¿Por qué callar su nombre si salía en diarios y revistas?

La gente también se había dado cuenta. Lo miraban de reojo, intrigados, pero seguían de largo.

—No lo pueden creer.

—Esa es la idea que les meto en la cabeza. ¿Cómo va a ser él si viajó en el tren con nosotros? Vayan a buscar el coche, yo los recibo.

Alicia y Laguiladro salieron a cumplir la orden de Romani. Ya en vestíbulo, Alicia se detuvo.

—¿Qué le pasa, Alicia?

—No sé... usted siga, que yo los espero.

Laguiladro salió y Alicia se plantó mirando hacia la puerta. No tardó en aparecer el Máster acompañado de Roman y la Secretaria.

El Máster se detuvo. Miró hacia un sector y tomó su bastón cual si fuese un garrote, pero sin levantarlo. Avanzó decidido y Alicia contuvo un grito. El Máster caería por la boca del túnel.

Así como fue su avance, así fue de brusco su alto. Romani y la Secretaria estaban sorprendidos. Todo había sido demasiado rápido.

El Máster giró su cabeza. Alicia sabía, todo el mundo sabía, que el Máster era ciego. Pero ella sentía que el Máster la estaba mirando.

Avanzó hacia ella con cierta prudencia, hasta llegar a su lado.

—Sólo veo sombras y luces en amarillo —dijo con su inconfundible voz cascada—. Pero siento la maldad de los corazones y el amor de los que me quieren. Allí... —señaló al túnel— ...uno de ellos no pudo reprimir su alegría ante mi posible muerte. Por eso no caí en la trampa.

—No entiendo mucho, pero me alegro, señor.

—Sin embargo, su angustia por la misma posibilidad me ha revelado su interior, señorita. Ahora comprendo muchas cosas.

Se volvió hacia sus acompañantes.

—Vamos pronto. Este es un día de grandes novedades.


IX

—Ya pueden pasar —dijo la Secretaria.

Entraron en la habitación del viejo Palacio Ferreyra. En una cama estaba el Máster acostado.

—Ustedes perdonen. He velado toda la noche, durante el viaje. Los viejos dormimos poco, pero necesitamos dormir.

Hizo una pausa.

—Esta noche será decisiva. Si nuestros enemigos ganan la tierra y se unen con los que quedaron de la última vez, saben lo que pasará.

Todos asintieron.

—Pero ahora somos más poderosos que otras veces. Usted, hombre de la montaña.

—Señor... —se adelantó Laguiladro.

—Usted estuvo peleando contra ellos. ¿El joven estaba a su lado?

—No señor. Se había alejado con la señorita.

—¿Y usted peleó contra todos a la vez?

—La verdad... no.

—¿Y qué impedía a los que no peleaban llevarse al joven?

Laguiladro estaba confuso, lo mismo que Romani. Parecían darse cuenta de algo que no habían visto con anterioridad.

—Ustedes saben que el enemigo no deja testigos con vida... no siempre. Alicia. ¿Estaba usted con Osvaldo cuando se lo llevaron?

—Pues... no.

—¿Dónde estaba?

—Eh... fuera de la carpa... orinando.

—¿Pudo tocar la niebla?

—No, se escapaba.

—Se escapaba. Huía —meditó el Máster. Alicia vio que Laguiladro, Romani y la Secretaria la miraban de una forma especial.

—¿Qué esperan? —dijo el Máster—. Saluden a su futuro jefe.

Hubo una inclinación reverente hacia Alicia. Ésta, por su parte, estaba aturdida.

—Ahora déjenme solo con ella. Debemos hablar.

Salieron en silencio. Quedaron solos Alicia y el Máster.

—Tome asiento, jovencita. No sabe la alegría que siento por haberla encontrado.

—Yo... yo también me alegro, señor...

—Sin nombres, por favor.

—¿Por qué no se deben pronunciar los nombres?

—El nombre es parte de uno mismo, parte indisoluble. Conocer ese nombre, para el enemigo, es una forma de poder.

—Jamás habría pensado encontrarme con usted, tan famoso...

—La fama, más de una vez, me ha llevado por los caminos de la tontería. Es un castigo más.

—¿Castigo?

—Sí, castigo. Es una ironía que un ciego esté al frente de un combate contra la oscuridad.

—No entiendo... ¿Por qué usted? ¿Por qué no cualquiera de los otros?

—Porque no son humanos.

—Pues... no parecen.

—Toman el aspecto de seres de todos los días. Esos seres que no se ven de tan grises. Pasan desapercibidos y vigilan.

—¿Vigilan? ¿A quién?

—A nuestro enemigo, las fuerzas de las tinieblas, el Pueblo de las Profundidades... tienen tantos nombres que agotarían un tomo de la Enciclopedia Británica.

—¿Usted es... como ellos?

—Yo soy un ser humano como usted.

—Bueno... me alegra saberlo.

—Pero no soy un ser humano como su novio.

—¡¿....?!

—Ni como el hombre común.

—No entiendo...

—Es algo que no se elige, como el color de los ojos. Se nace con eso y no hay artificio que lo cambie. Usted y yo tenemos, en nuestra esencia, un poder contra la oscuridad. Debieron esperar a que se alejara para llevarse a su novio.

—¿Quiere decir que si Laguiladro no me detiene...?

—No lo culpe. No lo sabía. Quiso impedir que la mataran.

—Lo entiendo... pero no por eso duele menos.

—Ahora se desquitará en la batalla.

—Romani me dijo que es imposible salvar a Osvaldo.

—Depende de lo que entienda por "salvar". Si es por salvarle la vida, volverlo a su lado... es imposible. Pero si se trata de devolverle la paz...

—¿Qué me quiere decir?

—Alicia... deberá ser fuerte. Osvaldo aún no ha muerto. Pero está en un lugar de horrores. Suponiendo que fuésemos tan poderosos para regresarlo a este mundo con vida, que no es así, ya no sería Osvaldo. Sería un pobre vegetal, un saco de pesadillas. Lo condenaríamos a una vida miserable. Alicia lloraba en silencio. —Por otro lado, si ellos vencen, mantendrán a Osvaldo como "llave" hasta que no quede uno de nosotros. Eso puede durar milenios. Mucho sufrimiento para él.

—¡O sea que no me queda otra! ¿Verdad? ¡Debo pelear y vencerlos! ¡Debo meterme en su logia para que lo maten y así deje de sufrir!

—Usted lo ha dicho.

—¿Por qué? ¿Por qué razón lo hacen sufrir?

—No le pida razones a las tinieblas, Alicia. Las tinieblas nacen de la ausencia de razones.

—¿Y por eso no tengo más remedio que combatir a su lado?

—Más que eso. Deberá estar al frente de la batalla en esta zona.

—¿Qué?

—Alicia... yo le dije que soy humano. Es verdad. Romani y los demás no lo son. Son casi inmortales, poderosos, pero necesitan de un ser humano, como usted o como yo, para que los guíe.

—Usted parece guiarlos bastante bien.

—Moriré pronto.

Hubo un silencio.

—Tengo cáncer. Me queda un año, cuando mucho. Esta gente no puede quedar sin guía... por favor... no es fácil encontrar gente como nosotros.

—Usted se muere. ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué destino me espera? ¿Ser como usted?

El Máster meditó las palabras.

—Comprendo... a usted no le gustaría ser como yo. A mí tampoco, se lo aseguro.

—No se ofenda, por favor. Pero usted mismo confesó no haber sido feliz.

—Es verdad, pero eso no significa que usted no lo será.

—No veo cómo...

—Permítame. Le contaré una vieja historia. Seis mil años atrás una mujer fue guardiana, como nosotros. Era poderosa. Tenía tal control sobre las Tinieblas que su ciudad y su reino florecieron como nunca habían florecido otros.

—¿Fue una reina?

—Una reina... en silencio. Ante los ojos de sus contemporáneos era una meretriz. Fue muy sabia, salvo por un error.

—¿Cuál?

—No buscó un sucesor a tiempo. Las Tinieblas se habían fortalecido en un reino vecino. A su muerte, no quedó piedra sobre piedra de su reino. Por lo demás, nada le impidió ser feliz.

—No digo ser... bueno... como esa mujer. ¿Pero eso quiere decir que podré tener una vida normal?

—Es necesario que así sea, que usted sea feliz, para que esa felicidad le dé fuerzas en la lucha.

—¿Por qué usted...?

—Por el castigo que le mencioné. Hace quinientos años yo tuve otra vida. Y también estuve en esta lucha... sólo que del otro lado.

—¿De qué habla?

—Del lado de la oscuridad. Perdí la vida en medio del fuego, quemando un libro que pudo haber cambiado la historia. Desde entonces fui prisionero de mis amos hasta que, al volver a la Tierra, la Luz me convirtió en su guardián.

—La... Luz lo obligó a cambiar de bando.

—Para mi bien... pero no dejó mi falta sin castigo. Me hizo ver las mejores cosas de la vida, pero no vivirlas. Fiero guardián amargó casi todos mis años. Sólo ahora, a demasiada vejez, tengo la amable compañía de esa niña, callada y paciente como sus ancestros. La única isla de paz que he tenido.

—¿Por eso hemos tenido tanto mal recientemente?

—Por eso. No he tenido la fuerza necesaria. Usted sí.

—No tengo salida, señor. Pero ya no estoy tan desesperada. Quiero aprender.

—Aprenderá. Pero este combate aún es mío. Si vencemos esta noche, le enseñaré a escuchar la Tierra y sus mensajes. Podrá ver lo que nadie ve. Pero ahora necesito dormir. Pida una habitación y duerma. La despertarán antes de que oscurezca.


X

—Alicia. Alicia.

La voz la llamaba al mundo. Tenía el cuerpo aterido. No era para menos, se había tirado vestida sobre la cama, sin nada que la tapase.

Un aroma a café la invadía. Una mano afectuosa le levantó la cabeza y puso en sus labios la taza humeante. El trago fue paz y fuerza para su cuerpo.

Abrió los ojos. La habitación estaba casi oscura, aunque por la ventana se veía el día, aún con sol.

—Vamos, Alicia.

Miró a la mujer que le daba café y le chocó su aspecto. Tenía cuarenta años, más o menos, algunos kilos de más, un "hot pant" y una camisa-pañuelo que le dejaba la espalda desnuda. Los arreglos de maquillaje eran más que exagerados.

—¿Quién es usted?

—Soy Artemia.

—¿Artemia?

—Vigilo la ciudad de noche.

De pronto se ubicó dónde estaba y qué había pasado.

—¿Dónde está el Máster?

—Abajo. La están esperando.

No demoraron en descender. El Máster ya estaba vestido. Lo acompañaban Romani, Laguiladro y la Secretaria.

—Estoy lista. ¿Adónde vamos?

—Usted debe decirlo.

Alicia quedó cortada.

—Señor, soy nueva en esto. ¿Cómo puedo saber dónde aparecerán... lo que sea?

—Por Osvaldo.

—No entiendo.

—Osvaldo es la llave para que salgan al mundo. Pero él buscará salir por un lugar querido, un lugar que sea grato a su corazón.

—Son muchos...

—Pero se lo puede forzar a salir por uno de ellos, si en ese lugar querido hay un ser querido.

—¿Yo?

—Usted, Alicia.

—Sugiero que nos apuremos, Máster —intervino Romani—. Queda poco tiempo de sol.

—¡Rápido, Alicia! ¡Piense en un lugar de esta ciudad que sea importante para él y para usted! ¡Un lugar grato!

—Pues... ¡Nos conocimos en un recital, en el Griego!

—¡El Teatro Griego! ¡Estamos cerca, vamos!


XI

—Con cuidado, señor.

—Nada les agradaría más que verme rodar escaleras abajo. No les daré el gusto.

El Teatro Griego, vacío, sobrecogía. Aún el cielo tenía luz de día, pero era evidente que el sol se alejaba.

—¿En qué lugar estaban cuando se conocieron?

—Bueno... vinimos muchas veces. Nos gustaba este lugar.

—Y ahora está aquí. Creo que será suficiente para forzar la salida.

—No estamos solos...

La advertencia del Máster hizo que todos mirasen en derredor. Aún había luz y nada anormal se veía.

—¿Cuándo prenderán las luces?

—Esta noche no las prenderán, salvo que la victoria sea nuestra. Por favor, el arma —pidió el Máster. La Secretaria le alcanzó una vieja daga oxidada, con abolladuras.

—Ahora que se presente nuestra visita.

—¿Soy yo la visita o eres tú el intruso, venerable anciano?

De un rincón vino la voz. Un bulto se distinguió aún como un vagabundo.

—No es un vagabundo. Pronto. Ganemos el escenario antes de la oscuridad.

—¿No vienes a verme o tienes la clásica cobardía de los traidores?

Alicia vio al vagabundo. Sus ojos brillaban con luz propia, una luz verdosa.

—¡Vamos, viejo! ¡Un saludo, que ya vienen los míos!

Las estrellas comenzaban a aparecer en un cielo cada vez más negro. Desde los bordes del inmenso anfiteatro comenzó a descender una pesada niebla. Una música invadió el ambiente.

—¡Es la flauta! —gritó Artemia.

—¡No tengas miedo! —intentó tranquilizarla Laguiladro, pero él tampoco las tenía todas consigo.

—Prepárese, jovencita —dijo el Máster por lo bajo—. He escuchado antes la flauta, pero jamás esa melodía.

—¡Pero yo sí!

Sin descuidar la niebla, prestaron atención a Alicia.

—Es «Pequeño Tambor», un tema navideño. A Osvaldo le gustaba... ¡Pero lo tocan horrible!

—No admito críticas a mi arte, muchacha —se oyó la voz del vagabundo—. Mi flauta, desde el fondo de los océanos, estremece los huesos de todos. Mi flauta me despertará para tomar mi reino.

—Si te dejamos.

La niebla era una cascada fosforescente en las graderías. La niebla rodeaba el escenario. La música ya era un concierto de flautas y percusión. Soplaban huesos, golpeaban huesos... «Pequeño Tambor» había perdido todo su encanto navideño.

—Palabras soberbias las tuyas, Alicia. Yo también tengo mis armas.

De un sector de la niebla se materializó una imagen. Era una mujer mayor, vinagre puro, rostro amenazante, que avanzó hacia Alicia.

—¡Vergüenza te debería dar! ¡En la calle a estas horas! ¡Y desnuda como una mujer de la vida!

—¡Tía Amelia! —Alicia no podía creerlo. —¡Pero si está muerta!

—Está sepultada en el panteón, claro —sonrió la voz del vagabundo—. ¿Pero está muerta en tu corazón, Alicia?

De alguna parte la "Tía Amelia" sacó un sobretodo.

—¡Ponete esto ya, que te mira todo el mundo!

Alicia estaba trabada. Un primer impulso había sido tomar el sobretodo y cubrirse, pero no se decidía.

—Jovencita... —escuchó a su espalda la voz del Máster—. Ese enemigo es suyo. Sólo usted puede vencerlo, o está perdida.

La niebla comenzaba a tomar formas horrorosas. Una fuerza enorme salió del interior de Alicia en forma de alarido visceral.

—¡Andá a la puta que te parió, vieja zorruda! La "Tía Amelia" retrocedió horrorizada. Alicia se sintió fuerte. —¡Me tenés podrida con tu moral! ¡Me amargaste mis quince años! ¡Me amargaste las salidas! ¡Pudrite en el infierno, vieja puta!

La "Tía Amelia" se disolvió en el aire.

—Poderoso enemigo —se oyó la voz del vagabundo.

—¡Estás perdido! —la voz del Máster era jubilosa.

—Lo veremos. Es poderosa pero ignorante. No debe tener maestro.

De inmediato Romani, Laguiladro y Artemia rodearon al Máster. La Secretaria se acercó llorosa a Alicia.

—Van a atacarlo, no resistirá.

El Máster esgrimió su daga en un intento de defensa.

—No valen tus armas contra las viejas culpas.

De entre la niebla surgió otra sombra. Al principio, Alicia pensó que era una jovencita con vestido largo. Una jovencita hermosa, femenina, grácil, con cara triste.

Tardó en darse cuenta que era un hombre. Un efebo con hábito de monje.

—Venerable... ¿dónde está tu piedad?

—¡No! —fue el grito angustiado del Máster.

—Fui a ti con el alma dolorida. Tenías el remedio y me cargaste con más dolor. Me empujaste a la muerte. No tengo paz desde hace siglos. ¿De qué virtud podías sentir orgullo? ¡Mírame, venerable! ¡Soy el despojo de tu soberbia!

El Máster se llevó las manos al pecho. La Secretaria corrió a asistirlo.

—¿Quién puede con la culpa? —rió el vagabundo.

—Deja abierta la puerta de tu cuarto.

La nueva voz obligó a Alicia a mirar otra vez. Al lado del joven monje había aparecido una vieja horrible, de pelo casi rapado, metida dentro de un largo vestido. Parecía flotar en el aire.

—Y no quiero ver más a esa mujer —dijo con la seca voz de los que tienen costumbre de total obediencia a su mando.

—Fiero guardián amarga mis años —gimió el Máster.

La vieja y el monje avanzaron hacia él. Laguiladro quiso hacerles frente pero una uña de la vieja lo disparó contra el foro. Allí quedó inmóvil. Romani intentó combatir pero fue arrojado al foso de la orquesta, bajo la niebla.

Sólo quedaba Artemia. No vaciló en presentar batalla. Ellos sólo la miraron. Artemia comenzó a empequeñecer, a arrugarse como un globo que se desinfla y desapareció.

—Ya eres mío —dijo sereno el vagabundo.

—¡No todavía! —gritó Alicia. Fue hacia el joven monje y lo besó en la boca. El efebo se disolvió en el aire. Enfrentó a la vieja. Ésta sólo alcanzó a mirarla con odio antes de volverse nube entre la nube.

—¿Se siente bien, señor?

—Estoy acabado, jovencita. Sólo usted puede ganar la batalla.

—¿Qué debo hacer?


Ilustración: Luis Di Donna

—Resista hasta el amanecer. Debemos ganar un día.

—Pretendes demasiado, venerable, considerando que recién comienza la noche.

—¡Ella es poderosa! ¡No podrás!

—Venció sus miedos, de acuerdo. Veremos qué hace con sus contradicciones.

La niebla comenzó a aglutinarse en un sitio sin dejar de inundar el anfiteatro. Las nubes tomaron forma de rostros infernales, rostros de horror. Los rostros, al principio, miraron al trío de vivientes que resistía sobre el escenario; luego giraron la mirada hacia el conglomerado que tomó forma de una gigantesca araña. Por encima de la cabeza del monstruo surgió, cual corona, el torso de Osvaldo. Alicia se estremeció.

—Amor...

La voz de Osvaldo sonaba ahogada, forzada. Extendía los brazos a Alicia en una invitación que tenía mucho de artificial.

—Amor...

—¡Osvaldo! ¿Qué te han hecho?

La araña se acercaba lentamente. Osvaldo hacía esfuerzos enormes por hablar, por decir lo que no podía decir. A su vez se resistía, inútilmente, a decir lo que le obligaban a decir.

—Amor...

—Jovencita... —sonó la voz del Máster—. Del amor que le tenga depende todo. No malentienda la piedad. No tendrán un porvenir dichoso. Si lo ama, libérelo, o lo lamentará por siglos.

La mano de la Secretaria colocó algo en su mano. Era la daga del Máster.

Era toda una invitación.

La araña estaba a pocos pasos, lista para subir al escenario. A metros, entre los horrores de la niebla, estaban la "Tía Amelia", el joven monje y la vieja. Más lejos se sentía la presencia del vagabundo.

—Amor...

Las palabras no lo decían tan bien como los ojos. Osvaldo pedía auxilio. El universo entero pedía auxilio. Un auxilio que estaba en manos de Alicia.

Fue un instante que no quiso pensar. Que no pensó. Un instante que no pudo adelantarse ni postergarse.

Alzó la daga sólo lo necesario para clavarla con fuerza en el corazón de Osvaldo.

Un alarido conmovió al Teatro. Las figuras de niebla, por un instante, avanzaron sobre Alicia. Ésta no retiró el puñal.

El rostro de Osvaldo se volvió verde, cadavérico. Y momentos antes de desaparecer tuvo la expresión de paz de aquel que deja de sufrir.

Una a una las luces del Teatro Griego se fueron prendiendo. La niebla huía como un animal asustado mientras se disolvía en la atmósfera.

Cuando Alicia reaccionó, Romani, Laguiladro y Artemia estaban a su lado. La Secretaria ayudaba al Máster a ponerse de pie.

—Jovencita... usted será el mayor escudo contra las sombras. Dios la bendiga.


XII

Osvaldo tenía el rostro sereno.

—Así tienen el rostro los que mueren en paz —dijo Laguiladro.

—¿Lo tienen todavía? —preguntó Alicia.

—No, ya no lo tienen. Es una llave menos.

Alicia miró en derredor. Todo estaba tal cual el último día. La lagunita, la playa, la carpa armada. Todo Pozo del Indio era la promesa frustrada de una semana que iba a ser inolvidable.

Quizá, pensaba Alicia, el tiempo curase las heridas. Quizá su corazón volviese a sentir algo por un muchacho. Quizá fuese con él a un lugar retirado y viviese con él la resurrección del Edén.

Pero estaba segura que jamás volvería a Pozo del Indio.

—No tiene heridas... ¿Cómo es posible?

—Usted hirió a la "llave", no a Osvaldo.

Alicia se retiró un momento del lado del cadáver de Osvaldo. Necesitaba pensar un poco. Vio que, hacia la salida del agua, sólo había un cañadón.

—Como le había contado el hermano...

—¿Qué dice?

—El hermano de Osvaldo. Le había contado de este sitio, pero no le había dicho nada de una ciudad. ¡Y la ciudad ya no está!

—Era la ciudad de ellos.

—¿Tienen una ciudad en la Tierra?

Laguiladro meditó un momento la respuesta.

—Cuando regrese a Córdoba, el Máster le explicará todo. Pero es mejor que sepa algo ahora: muchos de ellos andan por la tierra.

—¿Cómo?

—Pudieron salir con una llave. Y cuando la puerta volvió a cerrarse, quedaron fuera. Andan por la tierra y han hecho sus colonias. Algunos vuelven a su mundo por otra abertura, otros se quedan y reciben a los nuevos... es un ir y venir.

—Pero... ¿por qué no atacan?

—No son tan poderosos. Necesitan a su jefe en la Tierra y éste sólo puede venir cuando las tinieblas son totales.

—Y ellos quieren oscurecerlo todo.

—Así es. Se meten en el corazón de los que aman las tinieblas, en los vericuetos del poder. Actúan en el mundo por medio de sirvientes humanos.

—¿Otras llaves?

—No son llaves. Apenas obsecuentes de las sombras. Uno de ellos vendrá pronto para abrir las puertas a la oscuridad. Ya no tendrán llave, pero pueden dar trabajo todavía.

—¿Qué podemos hacer para vencerlos?

—No los venceremos. No como son los humanos ahora. Aún les falta crecer para tener una victoria definitiva.

—¿O sea que jamás podremos vencer?

—No he dicho eso. Digo que podremos derrotarlos, como ahora. Hay que ganar tiempo y espacio para la Luz, porque sólo en la Luz puede crecer el ser humano. Usted deberá prepararse pronto.

—¿Por qué?

—Porque un humano enemigo, muy poderoso, viene en camino. Vendrá después de la muerte del Máster y, si hubiésemos perdido, habría sido el comienzo de una era de tinieblas. Pero eso no los detendrá. En sus manos y su sabiduría está todo, Alicia.

Alicia miró los despojos de Osvaldo y sintió menos pena de lo esperado.

—¿Qué le diré a su familia?

—Que murió de un infarto. Que yo le ayudé a llevarlo al pueblo más cercano. No hay por qué decir más.

—Ayúdeme a vestirlo. Luego levantaremos el campamento.


XIII

Sólo llevó una semana al Máster instruir a Alicia. Y resultó una excelente alumna. La guerra quedaba en buenas manos.

El Máster volvió a Buenos Aires. De allí partió a Europa. En ese lugar murió y se activó la maquinaria de homenaje.

Alicia resultó una admirable estratega. Cuando llegó el enviado de las tinieblas, fue tras él. Donde había estado, al día siguiente estaba ella, envenenando su siembra. Fue una tarea titánica y no la hizo del todo bien, pero la hizo. Cuando las tinieblas esperaron su cosecha, sólo hubo una explosión de luz que destruyó sus esperanzas.

Claro está que Alicia no destruyó toda la cizaña. No toda su cosecha fue exitosa. No hubo toda la luz que esperaba. No todo el mal fue extirpado.

Pero ha probado sus fuerzas. Y comprobó que jamás hay que dejar solas a las fuerzas de la Luz, ni subirse a la soberbia de ser la única que puede. De hecho, busca a sus pares para sumar fuerzas a la pelea.

Al fin de cuentas, lo que importa es crear un futuro de luz.



Fernando José Cots

Fernando José Cots es argentino, vive en Córdoba, tiene 52 años y escribe ciencia ficción hace bastante tiempo. Sus trabajos se han conocido en publicaciones independientes y no comerciales de Argentina. En el número 119 de Axxón publicamos su novela Quilino, en el número 123 de Axxón el cuento "Caracoles" y en el número 137 "El día de la rata".


Axxón 147 - Febrero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Terror: Realismo Conjetural: Argentina: Argentino).