FICCION BREVE (seis)

Varios

ALGUNOS DATOS PARA UBICAR A WALTER MARTILLO

Rogelio Ramos Signes


Sin excepción, todos los autores coinciden en los 88 años que tenía al momento de su muerte el fanático guerrero Walter Martillo, o Martel, o El Golpeador, o Puño Fuerte, o Walter a secas; que, luchando en Bizancio, en Persia, en el Egipto islámico y en la España posterior a Covadonga, impuso la paloma como símbolo de la guerra, y de la paz a través de la guerra; porque de armas tomar era ese mahometano latino reverente a los mandatos de Alá y también temeroso del Dios que agonizaba en la cruz.

Si muerto en el 791 lo consignan todos incluso Goodalrick Hereford, amigo de la disputa malhabida por nacido en el 703 deberíamos darlo, y la historia no caería en contradicciones; cosa que siempre es un saludable paso hacia delante. Las aves cantarían al amanecer, el sol seguiría poniéndose por el oeste y la brisa marina humedecería las playas, las axilas y las sábanas.

Pero como Goodalrick Hereford lo hace morir a la edad aceptada y en el año indicado hacia fines del siglo VIII (aunque nacido en el 770, según él) apenas habría llegado a la juventud. Sinceramente no sabíamos qué hacer con los 67 años que faltaban, o sobraban.

Como tamaña afirmación del estudioso Hereford pusiera en apuros a nuestro cuerpo de historiadores y también a nuestro cuerpo de revisionistas y a un cuerpo muy especial de revisionistas del revisionismo, que terminan por aceptar la historia tal como se la contó en un primer momento; dimos en afirmar su teoría, por lo que el aprendiz de musulmán Walter Martillo habría nacido hacia los 67 años de edad en la parte saona de lo que luego sería la Lotaringia.

Fue hombre de extraordinaria perseverancia. Alumno y maestro al mismo tiempo, aprendió y enseñó el oficio de la guerra en las campañas previas al apogeo de Aquisgrán. Sus hombres y los hombres de sus hombres, por extraños cambios de bandería, defendieron y conspiraron contra los hijos de Ludovico Pío en el siglo IX.

Treinta y cinco años antes de su nacimiento dio quintillizos a su esposa y dos bellas mujercitas a su amante Marcela la Confiada. Atacó de palabra y de hecho a vándalos y ostrogodos, lo que le costó más de una cárcel en Constantinopla y otros conglomerados. Defendió sus territorios, controló las fronteras y recaudó impuestos a favor de intereses ajenos.

Llegó a todo cuanto podía llegar un hombre surgido de la nada. Fue soberano de su rey, y esclavo de sus vasallos. Ayudó a los fines de la ociosa monarquía, para luego combatirla sangrientamente. Algunos lo conocieron destruyendo comercios en el Mediterráneo y otros haciendo entrar por la fuerza las leyes germánicas.

A los 8 años, o a los 75 (es lo mismo), formó un ejército de mongoles nómades que lo llevaría a luchas de escaso fundamento al este de la Rusia varega; hasta perder, en esas estepas y en esas lides, las dos piernas y el brazo derecho.

Lejos de acobardarse por esas disminuciones, controló el comercio de Dalmacia desde un carro ornamentado, del que sólo emergiera su cabeza de búfalo, haciéndose recordar por su pésimo carácter y por uno que otro rapto de generosidad.

A los 88 años, o a los 21 (¿qué mas da?), en medio de un rajante invierno en la costa de Malta, murió agobiado por un acceso de tos ferina, arengando a sus nietos, bisnietos y a un índigo esloveno de los Cárpatos.

Corría el año 791 y en los campos ya se olía la presencia del Señor.


Aunque Rogelio Ramos Signes nació en San Juan, en 1950, vivió parte de su vida en Rosario, Santa Fe, y se radicó en Tucumán hace muchos años, donde desarrolló buena parte de su obra poética y narrativa. En 1983 Minotauro pubicó su libro Las Escamas del Señor Crisolaras. Ganó el Premio Más Allá a la mejor novela de 1986 con En los límites del aire y acaba de presentar su novela En busca de los vestuarios.




EN SUS MANOS...

Susana Sussmann


¿Cómo sé las cosas? Ni yo mismo puedo explicármelo... Sólo aparecen allí, como una certeza, y jamás han dejado de cumplirse.

Fue así como, vagando por el mundo sin pasado ni futuro, me convertí en la mano derecha del Rey de aquellas tierras. Cuenta la leyenda que aquél era un reino muy poderoso porque poseía el mayor tesoro del mundo: una mítica gema, conocida simplemente como el Cristal, de la cual nadie pudo jamás dar fe de su existencia. Este gran tesoro había residido durante siglos bajo la tutela de una dinastía de sabios gobernantes, quienes regían con sobriedad manteniendo la paz entre sus súbditos y excelentes relaciones diplomáticas con el resto del mundo.

Es por todos conocido que la felicidad no es eterna y que hasta los más sabios cometen errores. Esto lo sabía el Rey... al igual que yo. La paz es algo muy frágil y es imposible evitar la envidia cuando se tiene éxito. El Rey siempre veló por mantener a los reinos vecinos lo más contentos posible para minimizar la envidia, a la vez que mantenía un velo de irrealidad sobre la existencia del Cristal con las mismas intenciones, como lo había hecho en vida su padre, y antes de él, su tía, y su abuelo...


Y entonces lo supe... La Reina Andura dejaría de esconder la existencia del Cristal, y alardearía de su riqueza... La guerra, el hambre... El reino desaparecería arrasado por sus enemigos y se desataría una lucha constante por la posesión del Cristal... La paz desaparecería del mundo... El Caos, la Edad Oscura, la Muerte...

El Rey no entendió mis visiones. Andura era el nombre de su madre, y ella sólo podría ser Reina si él moría sin dejar descendencia. Pero él tenía un hijo varón. No... su madre no podría ser Reina... a no ser que...

El Rey era prudente. Hizo desaparecer el Cristal. Estaría encerrado bajo tierra por un período de 120 años, durante el cual nadie, absolutamente nadie, podría liberarlo. Cuando el Cristal desapareció en el subsuelo y la cámara se cerró para guardar su sueño de más de un siglo, el Rey finalmente se permitió sentir algo de tranquilidad. Su madre aun era joven, podría reinar, pero aunque ella estuviera viva al finalizar ese período, sería tan anciana que no podría cumplir la profecía.

La Reina Madre enfureció al saberlo, pues era justa como su hijo. Yo había hecho que se dudara de su capacidad y tendría que pagar por ello. Quién sabe con qué intenciones había yo inventado algo así... Y si hoy dije esto, ¿qué no podría inventar el día de mañana? Así pensó ella, y fui exiliado... pero no antes de que Andura se convirtiera en Reina, después del trágico accidente en que murieran el Rey, su esposa y el heredero, años después.

De todas formas, la paz estaba a salvo. El Cristal no aparecería hasta dentro de muchos años. Qué equivocados estaban...


Me enteré de todo en el exilio. La Reina aún era joven. La ley la obligaba a casarse para tener descendencia. Pronto quedó embarazada de un gentil caballero extranjero, un Rey Consorte perfecto... o casi. ¿Cómo iba nadie a sospechar que detrás de su gentileza se escondía la soberbia?

Lo último que supe sobre ello, antes de que alguien siquiera pudiese imaginarlo, fue que la Reina tendría una hija, que por tradición se llamaría Andura, como su madre... y que heredaría la soberbia de su padre. Soberbia que opacaría la sabiduría y prudencia que su madre le hubiera podido inculcar.

Y es que jamás ha dejado de cumplirse una sola de las visiones que he tenido... porque sólo somos títeres en manos del destino y nada podemos hacer para cambiar eso...

Vi a lo lejos aquel reino por última vez, sabiendo que pronto dejaría de existir, pensando que mi vida es como un círculo, sin principio ni final (sin pasado ni futuro), un ciclo infinito que estoy obligado a repetir... porque ése es mi destino.

Sin siquiera pensar en enfrentarme a él, di media vuelta y empecé a caminar.


Susana Sussmann nació en 1972 en Valencia, España, de madre española y padre alemán, pero desde que tiene 8 meses de edad vive en Venezuela. Estudió física y se especializó en el área de cuerdas y supercuerdas (física teórica). Está casada desde el 2000, no tiene hijos, pero sí un gato muy consentido. Le gusta jugar rol, leer (CF, fantasía, terror, historia novelada), ir al cine y varias cosas más que guardamos para el próximo cuento...




CERDO AGRIDULCE ESTILO MANDARÍN

Víctor Gallardo Barragán


Aquella reunión había supuesto todo un éxito para el grupo de aficionados a la ciencia ficción de la ciudad, pues por primera vez la Tertulia Fantástica de Teruel había podido celebrar su Asamblea Anual con el cien por cien de sus miembros presentes.

—Podemos dar por finalizada de una puta vez la reunión —dijo en un momento dado Agustín, el Presidente de la TerTe.

—Ajá —concedió Adolfo de esa forma tan mustia que tanto le caracterizaba.

—¿Ya es hora de cenar? —preguntó Horacio, el tercer y último miembro. Agustín asintió de mala gana y los tres abandonaron la pequeña cafetería encaminándose hacia el Gran Palacio del Lejano Oriente, el restaurante chino más cercano. Se sentaron en una de las cuatro mesas del local (a la sazón la única no ocupada por chinos iracundos, o en su defecto orientales de ascendencia poco clara, que comentaban los resultados de la gimnasia rítmica en las Olimpiadas de Madrid) y observaron con indiferencia el noticiario del Canal Doce. Uno de los cocineros salió y cambió al Siete.

—¿Desde cuando se ha convertido esta cadena en un canal para chinos? —cuestionó Horacio, que no parecía saber hacer otra cosa que preguntar estupideces, obviedades o, simplemente, trivialidades varias.

—Es una reposición de Humor Amarillo, un programa bastante antiguo que causaba furor en mi juventud; tú no puedes acordarte porque eres un niño de pecho —le contestó el siempre malhumorado Agustín.

—Me acuerdo —comentó lacónicamente Adolfo.

Una chinita preciosa, de unos veinte años y uno con sesenta de altura, se les acercó y les entregó unos cartones plastificados, retirándose casi inmediatamente.

—Hum —dijo Adolfo mientras observaba la carta.

—¿Quién creéis que es mejor, Heinlein o Asimov? —preguntó Horacio. Los otros dos volvieron a refunfuñar.

—Creo que hoy tomaré un menú express número tres —dijo Adolfo.

—Qué atrevido —se burló Agustín.

—Yo quiero el dos.

—Yo también; por una vez coincidimos —el Presidente llamó a la camarera y le dio las indicaciones. Ella anotó rápidamente la comanda y se volvió hacia Adolfo.

—¿Está seguro de que quiere un número tres?

—Segurísimo —dijo él sin vacilar.

La chica sonrió sin convicción y fue hasta la cocina.

—¿Heinlein o Asimov? —repitió Horacio.

—Heinlein, claro —respondió Agustín de mala gana.

—No. Asimov —replicó Adolfo. Horacio frunció el ceño—. ¿Y tú? Supongo que si has hecho la pregunta tendrás una opinión propia y bien formada.

Horacio se encendió uno de sus Lola, le dio un par de caladas profundas y lo apagó en el cenicero. Estaba intentando dejarlo, decía.

—No sé. Ya sabéis que a mi siempre me han gustado más... no sé. ¿Marion Zimmer Bradley? ¿De Camp? ¿Qué os parece?

—No me lo puedo creer —rió Adolfo. Agustín también parecía divertirse.

La camarera llegó con dos rollitos de primavera y una sopa agripicante que colocó con cuidado delante de Adolfo.

—Más cerveza, por favor —le pidió Agustín tendiéndole la enorme jarra vacía.

Horacio cogió con los dedos su rollo y le dio un enorme bocado tras mojarlo en salsa de soja.

—Estoy sopesando la posibilidad de tomar drogas —informó Agustín—. Creo que debo madurar como escritor, y también creo que por una vez no estaría de más emular a Dick, ¿no creéis?

—Ten cuidado con lo que te metes —le aconsejó Adolfo, que se jactaba de haber sido algo drogadicto en su adolescencia: uno o dos porros a lo sumo en algún festival metal-gothic-doom, pero el resto ignoraba el alcance de su adicción (casi nulo) y creían sin paliativos la leyenda negra que le acompañaba desde que empezó a ser conocido dentro del fandom. Horacio no dijo nada y dio fin a su rollito de primavera cuando los otros dos aún no habían empezado a comer.

La camarera llegó con dos platos de arroz frito tres delicias y uno de tallarines, amontonándolos como pudo en el reducido espacio que quedaba libre.

—¿La cerveza? —preguntó Agustín tras carraspear. La chica se disculpó con una inclinación y fue hasta el grifo de Estrella Dorada a paso ligero.

—Tiene un buen culo, la chinita —murmuró con ojos lascivos Agustín.

—¿No la notáis un poco rara? —preguntó Horacio—. Parece que ha estado llorando.

—Son imaginaciones tuyas —replicó el Presidente. El Tesorero asintió, dándole la razón. La chica volvió con la jarra llena y regresó a la cocina.

—Pues yo creo que ha estado llorando —insistió Horacio.

—Háblanos de Bradley —le instó Agustín, más para cambiar de conversación que por verdadero interés.

—Pues... —Horacio titubeó mientras intentaba llevarse un poco de arroz a la boca con los palillos—. Supongo que me llama la atención la estrella de Cottman, eso es todo. La historia de esos humanos perdidos, de su interacción con lo que había en el planeta, el redescubrimiento en tiempos del Primer Imperio...

—A mí me parece más fantasía que ci-fi, la verdad —comentó Adolfo. Cuando levantó la vista de su plato comprobó que los otros lo miraban fijamente y se vio en la obligación de matizar su comentario—. Quiero decir que la historia de Darkover... no sé, ¿no os parece que se extralimita? ¿No son, en definitiva, brujos? Brujos estelares, puede que sí, pero... ¡brujos al fin y al cabo!

La camarera apareció con otros tres platos, dos de pollo con almendras y uno de cerdo agridulce que colocó ante Adolfo.

—Su plato, señor —le dijo a este último. Adolfo levantó la mirada y vio claramente que estaba llorando.

—¿Le... sucede algo señorita? —preguntó algo incómodo.

La camarera se limpió las lágrimas con la manga de su camisa blanca y se forzó a sonreír.

—No, no pasa nada. Que le aproveche.

Y se retiró. Agustín y Horacio se miraron.

—¿Y a nosotros no nos dice nada? —rió Horacio. Agustín se encogió de hombros y Adolfo pinchó un trozo de cerdo, llevándoselo a la boca.

—Yo tenía razón: después de todo estaba llorando —proclamó Horacio triunfalmente. Agustín volvió a encogerse de hombros.

—El cerdo está más jugoso que nunca —dijo aún con la boca llena Adolfo—. Realmente exquisito, sí señor.


Wu estaba llenando sendos platos con el cerdo agridulce especial que había cocinado su madre. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y acababan perdiéndose por debajo de su barbilla. Su hermano mayor se acercó a ella y le acarició el cuello. Ella le sonrió, agradecida.

—Wu, mi niña, no estés triste, por favor.

—Es que voy a echar mucho de menos al abuelito Han —contestó mientras terminaba de llenar los platos y partía rumbo al comedor.


Víctor Miguel Gallardo Barragán, nació en Granada en 1979. Es licenciado en historia, diseñador gráfico, escritor y editor. Ha publicado una antología de relatos, Línea 1 y ha aparecido en la revista Valis, en la II Antología de El Melocotón Mecánico, en el diario Ideal y en el sitio NGC3660. Es co-fundador con Gabriela Campbell de Ediciones Parnaso, dentro de la cual es responsable de la colección Vórtice de Ciencia Ficción, Fantasía y Terror. En Axxón 148 apareció su cuento "Una historia verdadera".




GHOST

Gilda Pinarello


Era un mail extraño, surgió en la pantalla de golpe. No entendía de donde venía, ni quién me lo mandaba, a esa dirección que muy pocos conocían. Seguro era una broma de algún compinche por esa forma tan llana, cálida, entrañable de hablarme, como si me conociera desde siempre. Sin encabezamiento alguno, el mensaje empezaba así:

"Disculpá la demora en contestar tu última carta. Espero que estés bien. Solo quería decirte que, como siempre, te gustarán las mías, pero no te confundas esta vez. No soy el de antes, pues pasó mucho tiempo y supongo que ya no estoy en la época palpitante de las equivocaciones. Esa edad vibrante donde nos tiramos a la pileta vacía sin pensar en las consecuencias. De todos modos, muy lindas tus palabras emitidas sobre mí, son expresiones halagadoras. Quiero que sepas que me gusta que estés existiendo, y estemos compartiendo un tiempo común, en este momento de la historia del mundo.

A veces, sobre todo a la hora del crepúsculo, mientras atizo el fuego de la chimenea, pienso en vos; aunque resulte extraño pensar en alguien que uno no conoce personalmente. Muchas veces te recuerdo, o mejor dicho, repaso tus palabras vertidas en el papel tantas veces, mientras saboreo un café a la cubana.

Actualmente, no sé nada de vos, ni vos de mí pero se me hace, que manifiestas cierta tristeza endémica. Tu mirada debe ser dulce y tu sonrisa honda y cálida. A veces, llorarás de muy adentro, como cualquier ser humano sensible. Te agradezco que me hayas hablado alguna vez, de tus optimismos con confianza, de tus esperanzas, de alguna pena, a pesar de la muralla, esos confines circundándonos los marcos. Primero me molesté con la última carta recibida, pero pensé mejor los hechos y no era tan importante todo eso de postergar nuestro encuentro. Después de todo, en esta excursión a la muerte que es la vida, es lindo sentirse acompañado por palabras de amistades cercanas o conexiones distantes con entidades remotas —cuasi fantasmas—, lejanas en el tiempo o la distancia.

A esta altura de mi vida —madurez— descubro con una mezcla de estupor y experiencia, que todavía hay gente que sin pretensión de herirte te quiere bien, te valora y te apoya sin demandar nada a cambio, y lo hace con coraje. Ya que dejando cosas escritas en alguna carta, aunque sea solapadamente, demuestra su audacia, su afecto creciendo en el medio del silencio, de la indiferencia en general y de la niebla. Y este apego sencillo que nos une perdurará, pues no existimos, en realidad no somos. No necesitará de barricadas contra el tiempo giratorio, no se desgastará con lo cotidiano, no generará ataduras asfixiantes, no tendrá fervores, ni triunfos, ni fracasos, ni desilusiones. Somos dos equilibristas, dos bohemios que proclamamos que el mundo no se quedó —todavía— sin utopías.

Lo único que me faltaría decirte es no me mandes más besos al despedirte. ¿O no recordás lo que te puse en una anterior, Milena?... Que escribir cartas, significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas.

Tuyo, F. Kafka".


Gilda Pinarello nació en Corrientes, Argentina. Es médica patóloga y estudia literatura, segundo año, y escribe ficción "sutil" , es decir, no demasiado estruendosa. Le encantan los animales, y el arte y esta es la primera vez, pero no la última, que la veremos en Axxón.




OMBLIGO

Sebastián Gabriel Barrasa


Un ir caminando descalzo en calzoncillos por una calle ancha buscando una salida y verla ahí, al final, cerrándose, y por más que uno corre, los pasos se pegotean en el chicle glutinoso del asfalto y no se avanza. De pronto la calle se hunde en un nudo cónico y aunque uno no quiere hacerlo cae en un piletón circular de chapas tarugadas que contiene ese líquido cálido y espeso donde uno se halla tan confortable. Nace un cielo violáceo en la superficie desde donde se asoman a beber unas cuantas vacas pardas de las que sólo se ven sus cabezas de vaca. No es por verlas, más bien es por oírlas beber, por oír ese gluglugleo del líquido en sus gargantas, que se empieza a sentir sed; una profunda sed, apenas saciable tragando a sorbetones el líquido que nos rodea. Entonces soy una de las vacas bebiendo en esto que desde aquí se entiende como un tanque australiano o un aljibe o un estanque; y en el medio hay algo que se mueve, algo que es un tipo como yo que agita sus brazos y chapotea como si se estuviera ahogando; y uno quiere tenderle una mano para salvarlo pero no puede, por las manos-pezuña, la boca-vaca; y el líquido gira en remolino, como si alguien hubiera sacado el tapón; y soy yo de nuevo el de la pileta pidiendo a gritos ayuda a las vacas que ya no están; entonces trato de nadar hacia una escalera de hierros que hay clavada en la piel, pero el líquido es espeso y rojo y salado, me hundo. Sumergido en un mar de sangre arremolinada, soy chupado hacia un conducto estrecho que es la descarga de la mochila de un inodoro ajeno, por donde trato de asomar mi cabeza, hasta que un enorme culo desconocido se sienta y obstruye la posibilidad de luz y de aire; me asfixio. Soy rescatado por el desagüe en una catarata de agua turbia y desperdicios que desemboca en un nuevo recipiente, más amplio, donde puedo respirar y pararme, porque el líquido apenas cubre mis pies descalzos; y aunque tema lastimarme con las basuras del fondo, que no distingo, camino por esto que ahora es un pasillo, hacia la leve claridad de una habitación iluminada a través de dos cóncavas ventanas de gelatina por las que me asomo y veo una superficie con pelos que trato de alcanzar, traspasando la gelatina con mi mano, y siento como si alguien pinchara mi ojo izquierdo, desde adentro; entonces, busco otra salida, una que no duela y desciendo por escaleras apagadas, hacia un túnel flemoso y húmedo que cosquillea mi glotis y me hace estornudar y salir expulsado embadurnado en moco y caer en la superficie de pelos que es mi pecho, por donde corro hasta llegar al nudo cónico de mi ombligo que involuntario me engulle otra vez...


Sebastián Gabriel Barrasa nació en 1974 en la Ciudad de Buenos Aires. Obtuvo el 1er. Premio en el VII Concurso Internacional Contextos de relato breve, por el cuento "Inocencia". Estudió literatura con Jorge Capsisky, Vicente Battista, Mario Sampaolessi y Mario Goloboff. Reconoce a Julio Cortazar y Franz Kafka como sus mayores influencias literarias. Desde principios del 2004 coordina talleres y clínicas de creatividad literaria en diversos espacios culturales. En el N° 144 de Axxón se publicó su texto "Deja vu".




EN LA SELVA

Olga Appiani de Linares


Hace varias noches que no descansa bien. Se acuesta, con el propósito de ver alguna película por televisión y a los pocos minutos el sueño la vence; dos o tres horas después despierta para reencontrarse con el insomnio, como quién se enfrenta a un viejo enemigo que siempre nos derrota.

En la medrosa quietud, extraños sonidos la rodean: crujidos, susurros, movimientos invisibles brotan de todos los rincones. Los nervios la dominan, se avergüenza de revivir, a sus años, antiguos terrores infantiles.

Totalmente ausente de ellos, Rubén duerme, tranquilo. Su pausada respiración es el ancla a la cual ella sujeta su cordura, que siente desfallecer ante el nocturno acoso.

La luz incierta del alba la encuentra agotada, aturdida; sólo logra funcionar aceptablemente después de un par de aspirinas y unas tazas de café bien cargado. Día tras día, cada vez más exhausta, desea el descanso y lo presiente ya imposible.

Al contrario, todo empeora; sumados a los ruidos cercanos y misteriosos, llegan los de la calle: aullidos de ambulancias, sirenas policíacas, lejanos ecos de trenes y camiones, a veces, disparos, gritos, carreras. Pueden inspirar temor, pero son conocidos, en cierta forma familiares. ¡No como esos otros que comienzan a filtrarse por su desvelo!

Sonidos que la hacen pensar en moteados pelajes, en ramas quebrándose bajo afelpadas garras, en animales atrapados por incorpóreos depredadores.

Durante el día adjudica estas figuraciones a sus nervios desquiciados, pero en las noches no puede evitar el terror; se agita su respiración y la sangre retumba, desbocado tambor en sus oídos, una transpiración helada le brota desde las entrañas.

Boca arriba, le parece que el techo de la habitación se disipa, dejándola indefensa bajo una umbría bóveda dónde el sol no ha de penetrar jamás a pleno; se imagina rodeada de otros muros, muros hechos de lianas, de troncos, de compactas masas de vegetación tropical. Desde ellos, salvajes ojos de ópalo y jade la acechan; percibe acres olores de zoológico, sin afinidad alguna con el domesticado aroma a cera o lustramuebles que emplea para la limpieza.

Esa noche, desbordada por la insoportable tensión, extiende la húmeda mano, busca la luz consoladora del velador; bajo su suave resplandor comprobará, se dice, lo ridículo de su miedo, cuando las paredes vuelvan a mostrar sus cándidos tonos pastel y el techo sea solo un techo y no haya ninguna escondida amenaza en torno a ella. Pero en vez de la conocida superficie de la mesa de luz, sus dedos tocan algo frío, escamoso, que se desliza, rápida y sigilosamente, huyendo de su contacto. Sus dedos se retraen, forman un puño con el cuál sofoca el grito que trata de escapar de su garganta. Todo su cuerpo es un latido, una ola roja que la aturde.

Cuando abre los ojos otra vez, la gris claridad del amanecer exhibe la completa normalidad de la habitación. La araña cuelga del blanco techo, impávida, como todos los días y, como todos los días, ve los viejos muebles a su alrededor; ningún indicio de que algo extraordinario haya sucedido, a no ser su pálido y desencajado rostro sobre el espejo.

Rubén pregunta qué le pasa y escucha, condescendiente, su deshilvanado relato. Le dice que debió soñarlo todo, que no hay otra explicación lógica; tal vez sería aconsejable una visita al médico para que le prescriba un sedante, o se enfermará de puro agotamiento. Ella no puede convencerse de que todo sea un truco de su mente inquieta o un sueño de increíble realismo, pero acepta la imposibilidad de otras explicaciones razonables.

Ni el café ni las aspirinas le sirven, incapaces de suprimir la sensación de irrealidad que la acompaña todo el día. Las cosas a su alrededor, nítidamente definidas por la luz del sol, le parecen menos verdaderas que sus vivencias nocturnas y no puede concentrar su pensamiento en números y porcentajes, atrapada aún por los recuerdos de su pesadilla. ¡Si es que eso era!

Malhumorada, contesta mal a sus compañeros, no acierta a balancear debes y haberes, el campanilleo del teléfono la lleva al borde del grito; desea, más que nunca, salir de la rutina intolerable.

Casi no cena, mientras aparenta escuchar los comentarios de Rubén, pero totalmente ajena a ellos. Después se queda viendo televisión, temerosa de lo que vendrá al acostarse, cabeceando en el asiento. Rubén la llama, le recuerda que hay que levantarse temprano al día siguiente, que cómo no va a estar después hecha una zombi. Al fin, rendida de cansancio, se va a la cama. Las frescas sábanas de limpio aroma la reconfortan y, como siempre, se duerme enseguida.

Al despertar ya no está en su cama, ni en su dormitorio. Sus pies descalzos pisan una blanda alfombra, olorosa a humedad y materias en descomposición; en torno suyo, agobiantes, se ciernen pesadas sombras, árboles, serpentinas de lianas; desembozados sonidos animales se acercan, fulgurantes ojos verde-amarillos la observan; víctima posible, sabe que su blanco camisón resalta sobre la negrura, incita el ataque. Cree sentir ya en el rostro el aliento fétido, sobre la carne temblorosa las garras afiladas, el zarpazo final.

El grito tantas noches retenido estalla en su boca. A pesar de los esfuerzos de Rubén para calmarla, continúa gritando por mucho tiempo, el cuerpo tiritante, los ojos ciegos, extraviada entre las sombras de la selva.

Bajo la cama, una sedosa orquídea comienza a marchitarse.


Olga Appiani de Linares nació en Córdoba, Argentina, en 1949. Está casada, tiene cuatro hijos y cuatro nietos. Está a punto de recibirse de Licenciada en Letras Modernas, Área Literatura Argentina y Latinoamericana. Ha ganado premios, ha publicado Cuentos cotidianos (y de los otros...), Ed. Del Dock, Bs. As., 1996. Axxón publicó sus cuentos "Viaje nocturno" (N° 147) y "De reojo" (N° 149).




Axxón 150 - Mayo de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).