PARA QUE EL MUNDO NO CAIGA COMO UNA PLUMA

Raúl A. Alzogaray

Argentina

Despertar como todas las mañanas pero tan distinto, con sabor a laura yéndose en la piel (lo nuestro terminó, pero no sic sino con esa calidez tan suya que hizo que el mundo se viniera abajo con la suavidad de una pluma). Sacudir la cabeza, a ver si se apaciguan los sacudones interiores, si la habitación recupera las dimensiones habituales; a ver si la espuma sucia y maloliente de las pesadillas es devuelta a los abismos del subconsciente, pero duele laura y el dolor no cede. Realizar el ritual cotidiano entonces: lavado de cara, enjuagado de boca, severo escrutinio de espejo, medias pantalones mocasines camisa; doblar los puños una, dos veces. Ir a la cocina y preparar la receta irlandesa: taza y media de agua mineral, cuatro cucharaditas de café, una medida del destilado de cereales, servir, añadir crema, una pizca de canela. Colocar las tostadas semidoradas debajo de la mermelada con sabor a durazno ananá pomelo, es decir tutti frutti. Prender la radio, aunque la grisidad del día quite las ganas de escucharla; se iniciaron las medidas de fuerza en dice el parlante de una pulgada y media y qué tontería, piensa uno, qué sin sentido, si la vida es tan poca cosa para encima tomar medidas de fuerza. Desplazar el dial apenas un poquito, we are alone dice ahora el uno coma cinco pulgadas, envolviéndose en una tenue melodía e imitando a la perfección la voz —terciopelo azul debajo de brillantes— de la coolidge; no podía haber elegido un momento más apropiado el muy cínico. Y a pesar de todo, el ritual es permisivo, consiente la manifestación de hechos imprevistos, rompedores de esquemas, que en un rapto de incomprensible optimismo suelen ser confundidos con el azar, el libre albedrío o cualquier patraña por el estilo; por eso el rinrineo sobre la mesita de luz (¿laura?, sí, sí mi vida, estaba muy confundido, hablé sin pensar, no veo la hora de volver a verte, pero prometeme que nunca más vas a volver a). Hola (¿laura, mi amor dolor grieta en el corazón?), no, no, acá no vive ningún carlos, acá ni siquiera vive una tal laura, acá vive número equivocado. Observar la ciudad al otro lado del vidrio, enmarcada en el balcón, y al instante siguiente estar al otro lado del vidrio, enmarcado en el balcón; respirar la humedad pegajosa que se derrama del río, el aroma de los cafés preparados en otras cocinas, elevándose como el humo de un altar; contemplar el cielo encapotado color este momento, observar la ciudad-hasta-donde-se-pierde-la-vista, repleta de autómatas que se desplazan de aquí para allá tratando de justificar sus vidas injustificables; tanto complicarse la vida para nada, porque el despelote es siempre el mismo y allá en el horno sevamo a encontrar; oír como en un sueño los tímidos balbuceos que presagian la agitación cotidiana: un portazo, un despertador implacable, el motor de un auto; de repente escuchar, ya no oír, escuchar el crac hueco de la madera al quebrarse, seguido de más golpes como hachazos provenientes del contrafrente del edificio de la calle olazábal; identificar incluso el departamento, aquel de cortinas verdes del octavo, el epicentro de este ultraje a la modorra ciudadana. Decirse: no, me pareció, escuché mal, quién va a estar hachando madera en un octavo piso a esta hora; como si eso fuera lo más chocante: la hora temprana. Hacer a un lado la razón, prestar atención por si acaso y al parecer con fundamento porque los golpes se repiten en los demás pisos, como para terminar de convencer a los más incrédulos; dan ganas de gritar pero che, qué se creen que están haciendo. Entonces salen los del octavo del contrafrente, un hombre obviamente empujado, una mujer que cae de rodillas y llora, un pibe arrojado sobre la mujer; el hombre vocifera hacia el interior del departamento, recriminando a quienquiera que los haya despojado de la rutina; la mujer abraza al pibe, lo aprieta contra sus pechos, que desbordan el camisón rosado. Entonces, por fin, hace su aparición la figura estelar, enorme, de uniforme negro, botas de cuero, guantes, casco, no se ve bien, parecen anteojos o antiparras, negro completo, ángel del infierno. Es como estar delante de una pantalla de cinemascope diciéndose se equivocaron, esta no es la película anunciada en la cartelera, y al levantarse para ir a reclamarle al encargado, descubrir que la pantalla es total, que uno está dentro de ella, en cada uno de los cuadritos del filme, metido en la banda de sonido como pez en la pecera, obligado a desempeñar un papel desagradable con la cruel certidumbre de que no habrá extras en las escenas de riesgo. El grandote agarra al pibe por un brazo que seguramente se quiebra en el acto —el hombre se arroja contra el grandote, lo golpea con ambos puños; de nada sirve, es como golpear el muro de una fortaleza—, lo levanta sobre su cabeza, sosteniéndolo con las dos manos —la mujer observa; ahora no llora, no se queja, no respira, los ojos amenazan abandonar las órbitas desaforadas—, toma impulso —el padre putea, embiste, intenta alcanzar al pibe, pero no lo alcanza—; durante una fracción de segundo, no, durante media fracción de segundo, son como una estatua impresionista: mujer-rosado-inocencia, hombre-furia-impotencia, monstruo-niño, dos en uno, negro salvaje-blanco pureza; y a la fracción de segundo, a la media fracción de segundo siguiente, es el pibe el que aletea como un pichón, pero no es pichón, es pibe y cae y se incrusta en las lajas del jardín que florece veintipico de metros más abajo; al pibe lo siguen el grito del hombre y el hombre mismo, arrojado también por el grandote; el grito se adelanta, rebota en el césped purpúreo, desanda la trayectoria inicial e intersecta fugazmente al bólido humano que no tarda en estrellarse contra una medianera. La mujer rompe el hechizo que la inmovilizaba y decide convertirse en una princesa griega que se arroja a los acantilados al divisar en el horizonte el trirreme con un banderín negro que anticipa las malas nuevas. Quedarse quieto, quietísimo; sentir que el miedo se mete por debajo de las uñas de los dedos de los pies, trepa por dentro de las piernas, recorre eléctricamente la médula espinal, inunda la masa encefálica con oleadas de espanto, anula cualquier razonamiento, paraliza, petrificación de arrayán, ostra del devónico. Descubrir que en otros balcones son rasgadas otras cortinas, destrozados otros ventanales; pronto una espesa precipitación humana anega los jardines y terrazas adyacentes; granizo grotesco, efímero, nolluvia, una cascada que se agota enseguida. Alguien juega con los controles en la sala de proyección, la película se repite, antes de terminar empieza de nuevo, esta vez un poco más lejos y también más cerca, en todos lados, siguiendo un patrón inextricable para los no iniciados en este juego macabro. Pero cómo, por qué, quién, a quién haya que implorar, demiurgo demonio trasgo; o es que la historia se repite en ciclos infinitos, que estamos condenados a hacer lo que ya fue hecho, a ver lo que ya fue visto, y estos no hacen más que acatar por enésima vez las órdenes demenciales del genocida de turno. Todojunto: allí yace un anciano, bolsa de huesos; allá una chica que se retuerce de dolor disuelto en desesperación; un bebé y un ejecutivo; ayes y sollozos y la mirada desmesurada de los que zafaron, los que como uno se asomaron a ver qué pasaba, ávidos de chismes de barrio. Ellos acaban de ser golpeados, vaciados, aturdidos, si es que una imagen puede golpear, vaciar, aturdir. Desear despegarse de la butaca transpirada, caminar aturdido por el pasillo, cruzar el jol inundado de luz que pincha los ojos, salir a la calle sin ganas de ver el final de la película, aún sabiendo que se trata únicamente de un artilugio de la mente para evitar que el shoc nos infarte, que la butaca es la realidad, que no hay pasillo, ni jol, ni proyector desvergonzado, ni censor distraído o coimeado, que el protagonista es uno mismo y también la mina del doce be que los sábados de verano toma sol en tanga en el balcón, el almacenero de mitad de cuadra, la viejita del primero efe que le tira la bronca al portero cada dos por tres y, por supuesto, laura escozor en el estómago, no tendrías que haberte ido, a quién voy a abrazar ahora que tanta falta me hacés, quién me va a estrujar mientras me acaricia la oreja con la lengua. Pensar: son las pastillas; decirse: es la última vez que tomo esa porquería; reflexionar: lo más lindo es que ni siquiera recuerdo haberlas tomado (¿o fue esta madrugada que tomé varias?). Correr al baño, revolver el botiquín, encontrar el frasco lleno; recordar: claro, si las compré ayer; especular: entonces es un efecto residual, ¿pero desde cuándo esto tiene efectos residuales? Las pastillas están todas, botoncitos blancos y aletargados; justificarse: si no las tomé antes las necesito ahora, rápido, antes de que los sesos se licúen. Ponerlas sobre la lengua, agua que corre, glup, breve tur por la garganta, panorámica de la nuez de adán, zambullida en el lago de los jugos gástricos, pasaje sin peaje al torrente sanguíneo, directo al cerebro. Presentir la pesadez que se expande por los nervios sensoriales como una bomba de humo en una concentración estudiantil. Recostarse en el sofá, hundirse en los almohadones y en un sopor gelatinoso; pensar débilmente: cuánto hacía que no pasaba una mañana sin laura, la que se va sin remordimientos, pero cómo no iba a irse, la pobre, después de todo lo que le; dormirse lentamente, bucear en sueños todavía más inverosímiles que la realidad, hasta que empieza el tatatatatatatá dentro de los oídos; sentarse asustado, la respiración confundida, notar que la cosa no es dentro de uno sino afuera, un tableteo estentóreo (tableteo = ametralladora), que disipa (ametralladora = ejecución) los efectos de las pastillas (luego, muertos). Tambalearse hacia el balcón, asomarse, pensar: si viviera en la planta baja, en uno de los departamentos interiores, no estaría viendo a toda esta gente en la calle, doblándose, astillándose, muñecos de madera desarticulados; tampoco estaría viendo ese río rojo que se alarga y se alarga y recibe el aporte de otros afluentes, una cuenca sangrienta que desemboca en la boca de tormenta. El silencio intenta posarse como una sábana que quiere cubrirlo todo, pero no puede, porque una y otra vez lo hacen añicos las ráfagas tartamudas; un tipo pasa corriendo por la calle, payaso desencajado que agita los brazos, da zancadas de dos metros, se inclina, rozando el asfalto, cae despatarrado junto al cordón. La ciudad es un hervidero de mensajes frenéticos que repiten obsesivamente una única instrucción: matar matar matar. Aislarse del mundo. Los sonidos son absorbidos por copos de gomaespuma que caen del cielo; la luz se aleja, se invisibiliza; los buenos aires se enturbian; el corazón gorgotea hundido en una sobredosis de adrenalina; la calma tantea, trata de instalarse como sea, se abre paso a codazos. Recuperar el dominio, cerciorarse de que los cuerpos siguen convirtiendo la manzana en un descomunal cementerio a cielo abierto; y sí, ahí están, una prueba irrefutable que impide enjuiciar a la realidad. Inmóviles, tranquilos, hasta la mujer del camisón rosado, inmersa en una maraña de piernas, torsos, cabezas y sexos, contempla el cielo, seguro que sorprendida por no haber encontrado a dios. Estar confundido, sentir que el miedo es hecho a un lado por el instinto profundo, que los sentimientos fabricados por las tripas son empujados por una cerebralidad helada que anuncia con la intermitencia de un anuncio de neón que es el momento de ESCAPAR. Dudar: no hay tiempo para hacer las valijas y para qué cargarse inútilmente con unos pocos trapos viejos y unos libros manoseados. Hay que huir furtivamente, transitar cloacas y aguantaderos. Acercarse a la puerta, titubear, comprender lo poco que se deja atrás pero tanto; la ideología fue a parar a un cajón lleno de panfletos, las amistades se fueron por el desagüe, las brillantes revoluciones para salvar al país, al mundo, todo queda pisoteado detrás de uno. Abrir con decisión, chocar con el grandote, ¿otro?, ¿el mismo?, que bloquea el pasillo vaya a saber desde cuándo, que levanta el puño y lo descarga sobre la cabeza de uno; doblarse como un japonés que saluda respetuosamente y de inmediato recibir un borceguinazo de cuero lustrado en medio del pecho; caer hacia atrás, boqueando como un pescado en el fondo del bote, contemplando el cielo raso, sintiendo el éxodo de babosas espinosas que reptan por las paredes de las venas. Arrastrarse hasta el sofá que algún sádico alejó cientos de metros, maldecir a la vejiga por abrir los grifos con la más absoluta falta de tacto. Tenderse sobre los almohadones, todo pasó tan rápido. Así que estaban ahí afuera, esperando, ¿esperando qué?, ¿por qué no entran, revuelven, rompen, levantan el empapelado, encuentran los paquetes escondidos detrás de los zócalos (recordar: eso era lo que tenía que llevarme) y después se dedican a hacerle a uno lo que tienen que hacerle como si estuviera escrito y ellos lo hicieran para que lo escrito se cumpla? Habrá que esperar, entonces, igual que ellos esperan.


Ilustración: Duende

Esperar aquí, revolcándose en los pecados propios y ajenos. Eran varios, ahí en el pasillo, uno aguardaba junto a la puerta del catorce ce; otro, un poco más allá, sonreía con envidia al ver cómo su compañero tenía la suerte de romperle los huesos al infeliz que tuvo la triste idea de asomar la nariz; qué raro, todos parecen tener el mismo rostro, facciones calcadas, gestos idénticos; claro, era más fácil hacer un molde y fundir diez mil copias exactas: rasgos angulosos de bruto profesional, endurecidos por un entrenamiento feroz, puños número cinco, pies del cuarenta y siete, arquetípica máquina de matar. Abandonarse a una ensoñación incómoda que dura nada y es disipada por nuevos dolores que desde el centro del pecho difunden en ondas concéntricas. Recobrar el conocimiento, perderlo, sube y baja, quedar suspendido en el centro, delfín que salta sobre la superficie, pez abisal al que se le agotaron las pilas de la intermitente... tinieblas... despabilarse bruscamente, con menos dolor y más ganas de moverse, la boca llena de plastilina. Levantarse como todas las mañanas pero tan, tan distinto; esquivar los meteoritos que se desprenden del techo y caen a plomo boqueteando la alfombra; bambolearse al baño, lavarse la cara, mojarse la nuca, enjuagarse la boca como repitiendo desde cero el ritual para conjurar un nuevo amanecer. Ir a la cocina, recalentar la receta irlandesa, prender la radio, repetir cada paso del ritual, como si la paliza hubiera cancelado la capacidad de improvisar. Continúan las medidas de fuerza en, dice el parlante, están siendo controlados los focos de, para qué escuchar. Lo inevitable flota fuera de la ventana, busca por dónde colarse inadvertidamente para causar el mayor daño posible. Ir al dormitorio, sacar de la caja de zapatos la calibre treinta y ocho, disfrutar la caricia del metal fresco y opaco, el cosquilleo en la yema de los dedos que rozan el gatillo. Buscar la botella que anoche rodó debajo de la cama, tomar de un solo trago lo poco que queda. Cómo arde ahí adentro... tinieblas... ¿qué hacen sobre la alfombra la receta irlandesa y lo que quedaba en la botella que anoche rodó debajo de la cama?, ¿por qué arden como lenguas de fuego esas manchas de sangre de mujer sobre las sábanas?, ¿por qué laura flota desnuda sobre la cama?, ¿por qué me mira de esa forma que me rompe el corazón y sale por la ventana y se aleja de mí como ya se alejó antes? Mareo, asco. Insertar el cargador, quitar el seguro, cargar, apuntar al velador sobre la mesita de luz; el pulso tiembla, pero difícil errarle al grandote que aguarda en el pasillo. Arrastrarse hasta el balcón a ver qué son esos gritos. El show comienza una vez más. Es el turno de un nerón redivivo, empeñado en deshacerse de una vez por todas de quienes no festejan sus aberrantes recitales. Los que van a morir son alineados en los bordes de las terrazas y empujados. Es extraño ver a todas esas personas pataleando en el vacío, colgando de gruesas cadenas que se enroscan en sus cuerpos como boas metálicas; es extraño escuchar los gritos que se interrumpen cuando los empapan con el contenido de esos bidones. Es extraño verlos intentar subir por las cadenas ahora resbaladizas, tan extraño como las llamaradas que bajan desde las terrazas baboseando las cadenas y enseguida arropan a los colgantes y entonces sí los aullidos y todos se retuercen y hay quienes se libran y caen a reunirse con los que yacen en la planta baja. Fascinante y atroz. Se entiende lo que sentía la multitud en el circo y entonces unas ganas enormes de gritarles: aguanten, ya se acaba, ya falta poco para la nada. Las llamas se agotan rápido, los fluidos orgánicos no arden bien; aceptar que queda poco tiempo y que uno está atrapado sin salida... tinieblas.... juntar fuerzas para unas últimas y vanas precauciones. Cansa empujar el sofá contra la puerta y ponerle encima las sillas y la mesa ratona, no es gran cosa esta barricada casera, pero suficiente para demorar el final unos minutos. Acurrucarse en un rincón, inhalar la tensión que se condensa en las paredes y gotea del techo; seguro que todo será rápido y después vendrán los vecinos a rodear lo que quede de uno y dirán quién diría, vaya a saber en qué andaba, tan joven y le llegó la hora, lahora, lahura, laura, ¿vos también estarás acurrucada en un rincón, contando los tictacs que conducen a la hora señalada?; si supieras que estoy pensando en vos, que quisiera que estuvieras aquí, tendríamos tanto para conversar, por qué fuimos tan estúpidos ¡bam! estalla la cerradura, dejando un boquete que permite entrever los movimientos oscuros que se agitan del otro lado; una embestida y el sofá se mueve medio metro hacia el centro de la sala y las sillas se desparraman y la mesa ratona cae y el mármol se rompe. Aferrar la treinta y ocho, apuntar a la puerta, a lo que vendrá desde atrás de la puerta y cómo tiembla el pulso, pero no entran, lo único que se asoma es un guante negro que sostiene algo como un minúsculo gorrión que al ser dejado en libertad vuela hasta el centro de la habitación, perdiendo el seguro en el camino, y se posa suavemente sobre la alfombra mientras el fulminante alcanza una temperatura capaz de fundir el hierro; contemplar el gorrión con la misma tranquilidad con que el príncipe andrei contempló aquella pelota negra y humeante que, como una peonza, giraba a sus pies; dejar caer la treinta y ocho, que se queda con las ganas; pensar: ya todo termina, porque a esa maldita cosa le llevará sólo cuatro segundos



De Raúl A. Alzogaray, biólogo dedicado a la investigación y a la docencia universitaria, hemos publicado un cuento reciente en Axxón 145: "Nunca trabajes para un extraño". Lamentablemente sus ocupaciones profesionales, que le han permitido escribir el libro de divulgación Una tumba para los Romanov, no le dejan tiempo para crear ficciones. Pero nosotros no nos resignamos. El fruto de nuestra insistencia es este cuento, que fuera publicado por Sinergia en 1983, pero que Raúl corrigió y pulió como una gema, hasta el punto de que al leerlo creí estar ente un texto nuevo. Y de todos modos, aunque así no fuera, nos parece oportuno que los que no lo leyeron nunca descubran a una de las voces más importantes surgidas en la década de 1980 en la Argentina.


Axxón 151 - Junio de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Ciencia Ficción: Argentina: Argentino).