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FICCION BREVE (doce)Varios |
Claudio A. Amodeo - Argentina
Andrea simulaba estar tranquila pero el golpeteo de su corazón la delataba. La luz se intensificó sobre su cuerpo y el objeto que la producía redujo la distancia que los separaba considerablemente. No podía acostumbrarse a ello. Su tensión nerviosa se incrementó y una gota de sudor frío asomó sobre su frente.
"Ahora vendrán las figuras grises y el desvanecimiento", se dijo, cubriéndose el rostro con la mano para poder distinguirlos. Sin embargo, eso no ocurrió. Había algo distinto esta vez. Unas luces de color verde y carmesí destellaban debajo del objeto que flotaba a pocos centímetros sobre el terreno del jardín de su casa. Le inquietó la novedad, no parecía tratarse de la misma nave que tantas veces viniera por ella. Se podía distinguir una forma ligeramente oval, como si fuera un trompo. "Tal vez el entrenamiento haya concluido" , pensó dudando dar un paso atrás, "o tal vez sea el comienzo de alguna nueva serie de pruebas". Intentó relajarse frente a la nave y demostrar una templanza que le era esquiva. Otras veces le habían presentado raros aparatos que ella debía ingeniarse para manipular o extraños enigmas escritos en una lengua que jamás había visto con anterioridad, para que los descifrara, pero éstas siempre tuvieron lugar dentro de la nave y a una distancia prudencial de cualquier centro urbanizado.
La máquina despidió un bufido y una nube grisácea la envolvió. La base del aparato se deslizó con suavidad hasta tocar el suelo y emergió de su interior un pequeño artefacto con ruedas y brazos cortos coronados en pinzas agudas; era de color metalizado y se movía con ligereza sobre el césped. Realizó unos giros sobre sí mismo y avanzó raudo hacia Andrea. Ella comprendió la amenaza de la embestida y dio un salto a tiempo, logrando mantenerse suspendida en el aire durante tres segundos, suficiente para eludir el ataque de las pinzas y descender lejos del artefacto. Por un instante lo perdió de vista en la oscuridad de la noche pero al rato lo vio emerger entre las patas de una reposera, por el flanco izquierdo. Andrea realizó un par de giros hacia delante y volvió a eludirlo. Sabía que debía estudiar sus movimientos un poco más, antes de aventurarse a atacar. No creía que aquello hubiese demostrado todo su poderío y no se equivocó. Luego de pasar a su lado por tercera vez intentó enfrentarla y, arqueando las pinzas por debajo de su cuerpo, dio un brinco directo a su rostro. El ataque fue imprevisible y el golpe pareció inevitable. Andrea apenas atinó a cerrar los párpados para proteger los ojos y girar levemente el rostro. El artefacto la golpeó con las ruedas delanteras que, descubrió, poseían unas púas que le produjeron heridas en la mejilla izquierda. Medio rostro quedó bañado en sangre.
Gritó de dolor y de furia y giró como un trompo extendiendo su pierna derecha hacia delante. Alcanzó al aparato antes de que éste aterrizase y el contacto con la piel modificada de su pie descalzo fue suficiente para quebrar su estructura metálica en forma letal. El aparato cayó al suelo, partido en dos, inutilizado. Sus ruedas cesaron de moverse. Luego, ella lamió la palma de su diestra y cubrió con saliva su herida sangrante. Cuando retiró la mano del rostro, éste estaba intacto.
La nave emitió un sonido agudo y corto y, después, uno grave y extenso. Andrea se inclinó hacia delante completando el saludo de rutina sabiéndose vencedora en aquella nueva prueba. El platillo apagó todas sus luces y desapareció verticalmente en el cielo estrellado.
La joven soltó un suspiro de alivio y alisó su cabellera revuelta. Sus tensos y poderosos músculos disimulados se relajaron. En un recuento de lo ocurrido notó que el camisón estaba algo manchado de barro y descosido, y comprendió que no todo había sido victoria. Caminó los tres metros que la separaban de la puerta trasera de su casa sin quitar la mirada de su prenda, ofuscada como estaba. Se sentía verdaderamente enojada, era un camisón de finísima tela. Los extraterrestres podrían ser maestros en artes bélicas pero sabían muy poco de alta costura. Ya les exigiría que le pagasen todas sus torpezas.
Ricardo Bernal - México
I)
Ella tiene una vela en las manos, se cree un barco de vela. Ella es un triángulo isósceles y recorre la alcoba de un lado a otro al compás de la música de las esferas. Ella se acerca a una cuna estilo gótico y alumbra con la vela a su bebé: un pequeño rombo anaranjado que duerme apaciblemente balbuceando dulces sueños de química inorgánica. Ella es verde. Ella es piscis y su astrólogo de cabecera es capricornio. Ella está despeinada y ojerosa. Ella no tiene nombre.
Ella deja la vela en una mesa y toma entre sus brazos al bebito. El bebito es una espina en el corazón metálico de la madre y el corazón metálico de la madre es el villano en las historias que sueña el bebito. Un pterodáctilo de cuerda vuela alrededor, por lo que Ella abre la boca y guarda en sus adentros al pequeño rombo anaranjado. De pronto aparecen en este cuento las siguientes expresiones: "bebito-espina", "bebito-rombo anaranjado", "bebito-pez que da vueltas en la pecera de mi vientre".
II)
Ella toma un pincel de la mesa y con el óleo fermentado que brota de los sueños de su hijo pinta una ventana en el muro. Ella abre la ventana y mira hacia afuera: en el jardín el otoño busca su sombrero y el martes juega a las damas chinas con el miércoles. En el jardín se aburren las estatuas y arriba de todo se pudre un enorme sol idiota. Desde el interior de su madre, el pequeño rombo anaranjado dice algo (nadie sabe qué, y quien esto escribe no pone mucha atención en lo que dicen los bebitos). Afuera el sol idiota se infla y se infla y se infla y se infla. Ella es un triángulo isósceles y le guiña un ojo al sol idiota quien sonríe como un idiota y peina sus relamidos rayos con un torpe movimiento idiota. Desde la ventana, Ella inclina la cabeza al sol idiota, quien también inclina la cabeza mostrando las siete marcas de sus siete trepanaciones. Ella sonríe. De pronto el sol idiota revienta, salpicando de luz roja las mejillas de todos los planetas.
Llega la señora Noche bostezando y sacudiendo las telarañas de sus hombros; hace gestos, abre su bolso y les reparte estrellas a todos los personajes de este cuento. El bebito rombo anaranjado se asoma por la boca de su madre y toma una estrella violeta de filos resplandecientes... Ella, además de ser un triángulo isósceles, es una madre feliz de ser madre.
III)
El padre del pequeño rombo anaranjado es un calamar gigante de los mares del Polo Sur quien en sus ratos libres se dedica a escribir ocho novelas policiales al mismo tiempo. Pocas semanas antes de que naciera su hijo, se fue de juerga con sus amigotes los delfines y desde entonces no ha regresado (nadie sabe dónde está, y quien esto escribe no tiene ganas de ponerse a buscarlo).
IV)
Ella cierra la ventana, toma una brocha de la mesa y pinta el muro de blanco: la ventana desaparece. Ella saca al bebito de su boca y lo acomoda en la cuna, la estrella violeta de filos resplandecientes también desaparece. A lo lejos, el Gato Jazz toca su saxofón de piedra y Ella canta canciones tristes para acompañar los sueños de su pequeño rombo anaranjado. La indecisa llama de la vela alumbra la escena: es tanta la ternura que ésta se escurre por los renglones de todo el cuento, haciendo suspirar a sus lectores... Ella es un triángulo isósceles que llora de melancolía.
V)
Todo lo anterior es mentira. Ella no tiene una vela en las manos, ni es un triángulo isósceles y su bebé no es ningún rombo anaranjado. Ella no es verde. Ningún pterodáctilo de cuerda vuela alrededor y no hay ningún sol idiota que se infle y se reviente. El calamar gigante de los mares del Polo Sur no existe, y en sus ratos libres no se dedica a escribir ocho novelas policiacas al mismo tiempo.
Quien esto escribe se ha quedado pensativo. Yo lo miro desde el otro lado de la mesa: bebe café, se rasca su enorme nariz, tacha, arroja al piso cuartillas arrugadas... pero no se le ocurre nada. Aburrida de tanto contemplarlo sin que me haga caso, decido irme a dormir y dejarlo a solas con su cuento. Quizá más tarde, o mañana temprano, el golpetear de su máquina de escribir se confunda con el dulce aguacero de mis sueños... ¡Pobre! Nunca sabrá lo que sueña su musa.
Buenas noches.
José Carlos Canalda - España
¿Pero es que no lo comprendes? ¡Soy un robot! exclamó con desesperación, al tiempo que se arrancaba la máscara facial dejando al descubierto su inexpresivo rostro metálico.
Bueno respondió él sin apartar la vista del cuadro de mandos del aeromóvil. Nadie es perfecto.
Marcelo Di Marco - Argentina
Desde su cama, apoyada en un codo, la joven madre contenía la respiración. Alcanzaba a distinguir aquel fenómeno, claro que sí. ¿El vodka? ¿El delirio de una noche de amor? ¡Pero a qué dudarlo, pensó, no seas tarada! ¡Qué noche de amor ni qué vodka, nena! ¡Ahí está en serio, como que hay Dios!
Un gigantesco pajarraco nocturno flotaba más allá del ventanal. Ese murciélago de marioneta navegaba remolinos negros en vuelo hacia adelante, batía alas portentosas, se volvía una miniatura en el horizonte de oscuridad y ráfagas.
La mujer sintió la garganta seca.
Su primer impulso fue gritar, pero se contuvo: un día que la beba dormía, al fin, por dos horas seguidas...
Se incorporó un poco. ¡Si al menos le hubiesen quedado un par de fotos en la Kodak, carajo!
Juraría que el ave cargaba algo sobre el lomo, acaso una figura humana. Pero le era imposible aseverarlo. Estimulada por los vaivenes del Smirnoff, aquel ser le recordaba cierto monstruo prehistórico provisto de picos y garras y alas como de lona o cuero. ¡Un triceratópico, eso! ¡Tal cual!
Se levantó en silencio, acercándose al balcón, sin preocuparse por el frío de los mosaicos. Y desde allí vio alejarse al ave entre las tinieblas.
La bestia y su cargamento se perdían, se difuminaban más y más hasta convertirse en un punto y desaparecer en la nada del cielo.
Lástima la cámara, se dijo la mujer.
Fue hasta el tocador y buscó la cigarrera. Encendió un Marlboro y, sentada frente al espejo, le dio rápidas pitadas antes de aplastarlo contra el cenicero.
Se acercó a la cama, diciéndose que algo no funcionaba del todo bien aquella noche. Sobre la mesa de luz quedaba un vaso con restos de vodka. Lo bebió de un trago.
Entonces, a punto de meterse bajo la calidez de las cobijas, un presentimiento la paralizó.
Corrió hacia el pasillo, y en el camino se estrelló el dedo gordo del pie contra el marco de la puerta. El dolor fue centellas y estacas perforando la cutícula de la uña encarnada. No le importó: toda su atención estaba en la puerta de la habitación de su bebé.
Al abrir, lo primero que vio fue el revoltijo de la cuna.
De la cuna vacía.
Sergio Gaut vel Hartman - Argentina
El héroe de una historia no puede morir. Ese es un buen tema. Pero siempre me ganan de mano, murmuré apagando el monitor de un manotazo. Aunque quizás hoy sea diferente; tal vez la fortuna me está sonriendo con su amplia boca de dientes afilados.
Un segundo antes, el estruendoso sonido me había hecho saltar hasta el techo y los bocinazos subsiguientes indicaron que el choque había sido de proporciones y justo frente a mi casa. Actué en lugar de razonar y ponderar y cavilar; esta vez no, no me van a ganar de mano, me dije. Renegué de nuevo por vivir en un séptimo piso, pero quedó fuera de toda discusión que la fortuna estaba de mi lado: por primera vez en los treinta años que llevo viviendo en el edificio, el ascensor me esperaba, quieto, al alcance de la mano. No diré que descendí: me precipité, fluí como un torrente. Pasé como una exhalación delante del encargado sin cruzar una de nuestras habituales bromas sobre la banda ancha y lo útil que es "para conseguir minas" y llegué a la calle jadeando como un búfalo y mintiendo a la carrera como un mercader de Damasco.
¡Abran paso, abran paso, soy médico. Palabra mágica, si existe alguna que lo sea, "médico" cortó el mar Rojo en dos, como si estuviera hecho de jalea de membrillo. Y rojo era, rojo oscuro. El tipo estaba sumergido en un charco de sangre del tamaño de una bañera.
No lo toque, doctor dijo un tipo de barba y anteojos que parecía profesor de antropología o vendedor de seguros. Está muerto. El auto le pasó por encima de la cabeza y se la reventó como un melón.
Muy gráfico dije con una mueca despectiva. Pero nunca se sabe susurré.
Se sabe, se sabe se empecinó el tipo.
No le hice caso y me incliné sobre el accidentado. Necesito saber tu nombre, pajarón.
¿Le habla? dijo una mujer canosa, histérica, impaciente, como si se estuviera perdiendo la novela de las cinco. No le contesté. Moví con asco el saco del muerto y vi el nombre bordado en la camisa. Definitivamente, la fortuna etcétera. Elías Kunti. Extraño. Parecía un anagrama. Nadie borda nombre y apellido en una camisa.
¡Cómo le voy a hablar a un muerto, señora! ¿Es estúpida o qué?
¡Qué! respondió un gracioso anónimo. Trece años y muchos granos, seguramente. Pero yo no desperdicié el momento de alboroto que siguió al relativismo pronominal generado por el monosílabo y le hice la pregunta fatal al muerto.
¿Querés trabajar para mí, Elías Kunti? ¿Sí o no?
Estoy muerto dijo el muerto.
Por eso repliqué. Nadie te va a echar de menos.
¿De qué puedo trabajar si estoy muerto? Detecté cierto tono resentido en las palabras del muerto, pero me hice cargo de la situación; uno no se adapta a un cambio como ése en diez segundos.
De personaje, en un cuento, ¿de qué va a ser?
Dijiste que eras médico...
Muy astuto. Mentí para que me permitiesen pasar.
¿Qué personaje me toca en la trama?
El muerto me estaba cansando con sus impertinencias.
¡De muerto! ¿De qué otra cosa podrías trabajar? ¿De astronauta? Elías Kunti, párroco de Quilmes, te calza mejor?
La inoportuna sirena de la ambulancia indicó que me quedaban unos pocos segundos antes de que se lo llevaran.
¿Me vas a pagar? dijo el muerto. Por trabajar en el cuento, digo. No trabajo gratis.
¿Para qué querés plata? exclamé; estaba azorado; el razonamiento del muerto era muy extraño.
No trabajo gratis insistió el muerto, terco. Por lo menos hagamos un canje. Yo también escribo.
¡Ah, sí, mirá vos. Podrías haber sido nuestro primer Nobel. Al muerto no le causó ninguna gracia mi agudeza. Algo me agarró del cuello, me estiró a lo largo de un espacio tubular y oscuro, aproximó los extremos hasta que mis dientes chocaron con las uñas de los dedos de mis pies y anudó apretadamente el conjunto utilizando un cordel acerado y carnoso. Un paquete ejemplar.
Perdonáme, flaco. Necesitaba un escritor en mí cuento dijo el muerto, triunfal, como si todo, el choque, la cabeza reventada, hubiera sido una trampa cebada para cazarme. Un escritor que no fuera yo mismo. Ya estaba harto de ponerme de personaje en todos los cuentos. Me pareció que la sonrisa que se le formaba en el rostro desfigurado era más vasta que el imperio de Temudjin, pero no tuve tiempo de quejarme. Las luces se apagaron, el maldito muerto gastó las últimas setecientas ochenta y nueve palabras que le quedaban en la cuenta de la vida... y escribió este cuento que me tuvo de personaje involuntario y acaba de terminar.
Leonardo Killian - Argentina
En aquel tiempo vinieron ante el rey dos mujeres disputándose un niño pequeño.
Ambas decían ser su legítima madre y, no existiendo forma de solucionar la disputa, dijo el rey: Traedme una espada, partid por medio al niño y dad la mitad a la una y la mitad a la otra.
Partidlo dijeron ellas.
Y así se hizo.
El diestro Etán cortó al niño a la altura de la cintura.
El sabio rey entregó las mitades pero esto enfureció aún más a las mujeres, que ahora se disputaban la mitad superior de la criatura.
Viendo que la situación empeoraba y para evitar los murmullos de desaprobación (se comentaba que no era tan sabio) Salomón mandó trozarlo en cuartos.
El nuevo reparto originó una trifulca a la que se unieron los vecinos que, a viva voz, defendían a una y a otra.
Harto, el rey las hizo decapitar.
Hecho esto, intercambió los cuerpos, las cabezas y las partes del niño.
La discusión había acabado, quedando intacta su autoridad y a salvo su proverbial sentido de la equidad.
Juan Pomponio - Argentina
La nave estaba a la deriva, perdida en un océano de óxido, flotando entre los desechos que la humanidad había vertido impiadosamente. Enormes icebergs de basura navegaban sobre la inmensidad del agua corrosiva. Aquel lugar era conocido como el mar tóxico, La Gran Lagartija: un lugar visitado por los demonios del pasado, adormecidos por antiguos lamentos que sonaban cuando el sol se destrozaba sobre la línea del infinito.
La tripulación, cercada por el hambre, continuaba con su desesperación; la ultima rata había sido comida ese mismo día, por la mañana; el aroma de carne asada aún permanecía en el aire, como un latigazo de crueldad sobre aquellos hombres abandonados; ya no quedaba nada, ni siquiera los insectos; tampoco se salvaron las cucarachas gigantes; todo había sido consumido. Las provisiones habían alcanzado para un determinado tiempo de navegación, pero llevaban varios meses de atraso porque la tormenta de vientos envenenados les había obligado a cambiar el rumbo. Los marinos temblaban. El hambre, instalado en el barco desolado por la locura, observaba imperturbable.
La situación se hacía insostenible y todos cuidaban su vida, mirándose unos a otros con recelo; la hambruna voraz acechaba con tentáculos siniestros. Pasaban los días y ellos continuaban sumidos en un silencio trágico. Sólo tomaban el agua que extraían del mar, procesándola con la maquina purificadora.
El hambre camina por la borda con paso lento; los dolores de estómago son insostenibles, calambres agudos comienzan a llamar al descontrol. Ya ni se miran. Nadie se anima a nada. El miedo y lo macabro circulan entre los hombres agotados. Todos desconfían de todos.
Ha llegado el momento de tomar una decisión dice finalmente el capitán. Y como responsable del barco, tengo que decirles la verdad. No tenemos alternativa. El médico de la nave hará una revisión minuciosa de todos nosotros, y luego de una evaluación física determinara quién es el más débil y ése será sacrificado en honor de la salvación de los demás. Esa carne prohibida será el pasaje a la conquista de algo que existe más allá de esta historia. El capitán pensaba y miraba hacia su tripulación con una autoridad mucho mayor que la normal, estaba tomando decisiones que no eran suyas. Si no lo hacemos así empezaremos a delirar y de todos modos nos comeremos unos a otros, como bestias. Debemos resolverlo con nuestro pensamiento y con la aprobación de todos. Con un cuerpo podremos alimentarnos durante algunos días y tal vez encontrar la tierra buscada. Será un cuerpo, o dos, o quién sabe cuántos, pero no tenemos otra salida. Piensen, tienen una hora para meditar y decidir.
El murmullo de la tripulación ascendió por las velas, hacia el cielo, como iniciando una plegaria salvadora. Las palabras del capitán sonaban coherentes pero, ¿cómo sería tener que comerse a un compañero? ¿Quién lo sacrificaría? ¿Quién lo asaría igual que a las ratas? Sonaba aberrante, pero no tenían escapatoria. Uno o dos días más de hambre y empezaría a atacarse, con la naturalidad del que desea sobrevivir. Cada miembro de la tripulación se convertirá en un animal o en algo mucho peor que una bestia.
Luego de la meditación, los hambrientos tripulantes deciden aprobar la sugerencia del capitán. La suerte está echada, el médico comenzará a revisarlos uno por uno. Un silencio muerto flota en el lugar, el médico será el ejecutor de un designio reservado a las fuerzas Misteriosas. Él es el más adecuado para decidir quien deberá ser sacrificado... aunque el médico ya sabe quién es el más débil, todos lo saben, pero nadie se anima a tomar la terrible determinación.
Hasta que de pronto, uno de los hombres, el más delicado, da un paso al frente y dice:
Todos lo saben. Yo también lo sé. No podré resistir mucho más. ¿Un día, acaso dos? Ya estoy listo. Mientras habla un sopor de espanto le quema la carne agotada. Tomen mi cuerpo y salven sus vidas. Mi carne será el alimento que los salvará a todos. Ya estoy preparado. Ahorremos el tramite de mi sufrimiento. ¡Por favor!
Un silencio de hielo cubre la nave; nadie hablaba. Todos se miran, nadie se anima a dar el siguiente paso. ¿Quién matará al pobre Pedro? ¿Se atreverán a comer su carne? Cada minuto es crucial. Pedro está ahí, listo, entregando su vida por una causa noble y justa. Pero: ¿qué dirá el Universo? ¿Qué pensarán las leyes de la existencia? Nadie quiere tomar en sus manos esa maniobra cruel del destino, nadie está preparado, nadie es lo suficientemente frío como para hacerlo.
Pedro se adelanta unos pasos, coloca el caño del fusil del capitán en su cabeza y lo insta a disparar.
¡Dispare, capitán! grita con fuerza inhumana.
El capitán aparta el arma, y comienza a llorar, y todos lloran. ¿Comerán a un compañero? El hambre acecha, morboso, la tortura del dolor quema los rostros. En ese momento una gran esfera se ubica sobre ellos: una luna antigua, presagio de desgracias. El hambre sonríe y los mira con desprecio, ya no es hambre, ya se ha vestido con las ropas de la locura.
¡Dispare, capitán, dispare hijo de una gran puta! El insulto brota desde el fondo del alma de Pedro como descargando toda su impotencia. ¡Dispare! ¡Dispare! Es una orden. ¡Dispare!
El estampido rebota en el silencio del fin, el disparo marca el comienzo de la vida. Nadie olvidará ese disparo. Nadie olvidará el grito del pobre Pedro, y nadie olvidará, aunque logre vivir mil años, el terrible grito del vigía: ¡Tierraaaaaaaa! ¡Tierraaaaaaaaaaaaa!
Raquel Froilán García - España
Cuco. Eso fue lo que dijo.
Cuco, cuco, cuco.
La palabra no hace más que rebotar y dar vueltas. Y sé que esta vez ella no lo dijo con mala intención, pero mi suegra nunca da puntada sin hilo. "Qué niño más cuco. Y qué espabilado para su edad. Aunque está algo delgado, ¿no? A mi Juan siempre le daba caldo de carne y mírale, lo guapo que ha salido. No como esas porquerías que les dais ahora". Caldo de carne, ja. Cómo explicarle a la vieja bruja que no le doy carne porque le gusta demasiado. Un niño tan pequeño no debería comer esas cosas. No es normal.
Cuco.
Quiero decir, le quiero como a un hijo, no, borra esa chorrada. Es mi hijo y punto. Carne de mi carne, aunque la sienta extraña. Carne morena y extraña que hace cosas extrañas. ¿A quién saldría? Juan y yo somos tan rubios... Eso fue lo primero que vio la madre de Juan, con sus ojos fríos, cuando vino a conocer a su primer nieto. No se parece a nosotros. Y la bruja no para de recordármelo en cuanto puede. Como si fuera culpa mía y me estuviera tirando al butanero. A uno moreno.
A veces me pregunto si no me lo cambiarían en el hospital y entonces me siento tan mezquina... No, imposible. No le perdí de vista en ningún momento, pero...
"Pero" es una palabra horrible.
Hoy llevé al niño al pediatra. El médico no le vio nada raro, todo normal, dijo. Que lo mío también era normal, las aprensiones propias de una madre primeriza. Que debería relajarme.
Que lo único raro es que le hayan empezado a salir los dientes tan pronto, pero que había oído hablar de casos así. No me contestó cuando le pregunté si había visto personalmente a un bebé al que le empezaran a salir los dientes al mes y medio de edad. O un bebé que no llorase cuando unos pinchitos afilados le desgarraban las encías. Como si no le doliera. Como si lo estuviese deseando.
Incluso a mí me sonó paranoico.
Es sólo un bebé.
Pero me da igual lo que opinen el médico, Juan o la madre de Juan sobre la crianza natural. Ya estoy harta. Voy a empezar a darle el biberón.
Creo que el niño se escapa de la cuna. Es sólo una impresión, no tengo ninguna prueba, sólo... bueno, sólo que las cosas no están como debieran, los juguetes están cambiados de sitio... No sé que pensar, es una locura, lo sé, pero también sé que no me equivoco.
Creo que cuando no estoy se apoya en uno de los lados y hace fuerza hasta que consigue que se balancee hacia los lados. Cuando ya tiene suficiente impulso y ese lado de la cuna está lo bastante bajo, se lanza y salta sobre nuestra cama, que está justo al lado. Luego sólo tiene que arrastrarse y bajar al suelo. Es lo único que se me ocurre, la única explicación. No tiene bastante fuerza... todavía. Mi suegra tenía razón, es increíble lo que hace este niño para su edad, lo despierto y atento que está siempre. Como si entendiera. Pero mi teoría no explica cómo lo hace para regresar a la cuna antes de que nadie se dé cuenta. O para volver a estirar la colcha de nuestra cama, que siempre está perfecta. Demasiado perfecta. Ni yo misma hago la cama tan bien. Doy gracias a Dios porque la manilla de la puerta esté tan alta. No creo que sea capaz de abrirla... todavía.
"Todavía" es una palabra aún más horrible.
Ayer compré un osito de peluche. En la tienda dije que no me fiaba de la niñera. El oso tenía los ojitos brillantes porque detrás estaba la cámara oculta. No se lo he dicho a Juan, porque últimamente está raro conmigo. Y habla mucho con su madre.
Esta mañana, cuando comprobé la grabación, no había nada registrado. Sólo estática. Fui a la habitación del niño y el osito seguía donde lo dejé, pero los dos botones de plástico que tenía por ojos estaban totalmente derretidos. Por dentro estaba peor. Los de la tienda no se lo explican; creen que puede haber sido un cortocircuito, pero dicen que es la primera vez que ven algo así.
El niño me miró mientras me llevaba el osito.
Estoy segura de que este niño no duerme por las noches.
Creo que se queda ahí, quieto, mirando mientras nosotros dormimos. Pensando y sopesando. Haciendo planes.
Ahora tampoco yo duermo demasiado. He dejado de tomar esas pastillas.
Tengo que estar alerta.
He vuelto a pensar en los cucos, en cosas horribles dejando a sus crías en un nido ajeno. Esperando. Juan ya no quiere saber nada del tema. Él no ve nada raro, no nota nada. Ni él ni nadie; el niño sólo hace cosas raras conmigo. Como si quisiera probarme. Como si quisiera saber cuánto puede estirar antes de que me rompa. Para los demás es un bebé normal, un bebé perfecto aunque algo precoz. Pero eso no es malo, dicen. Está creciendo fuerte, sano y deprisa. Yo ya no estoy segura de nada; no ya de si es realmente hijo nuestro, ni siquiera estoy segura de si es del todo humano.
No me había dado cuenta hasta ahora de lo fría que tiene la piel.
Tiemblo al pensar en esa cosa creciendo, llegando a adolescente, a adulto, convirtiéndose en lo que sea que pueda llegar a ser. Creo que ahora es sólo una larva... una que todavía parece un bebé pequeño e indefenso.
No sé que hacer, pero si no hago algo, crecerá.
Hoy me desperté gritando.
En mi sueño veía al niño tendido en su cuna, mirándome, sonriéndome con una gran, hermosa y perfecta sonrisa llena de dientes.
Y yo sostenía una almohada.
Axxón 152 - Julio de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).