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A BRILLAR MI AMORA. Graciela Parini |
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A brillar mi amor
vamos a brillar mi amor
La bestia pop
(Beilinson - Solari)
Dos cosas irritaron a Inés aquella tórrida tarde de noviembre. Una fue la maldita llave, medio oculta en el fondo del bolso sobrecargado de tonterías. No era la primera vez; siempre tenía que tantear entre miles de cosas inservibles, lo que la obligaba a postergar el momento de abrir la puerta, entrar a su casa y arrancarse los zapatos. Estaba segura de que lo hacía a propósito, maldita llave.
Dos cosas. ¿Cuál era la otra? No lo podía saber entonces; aún no había ocurrido nada, pero ya ocurriría. Provisoriamente atribuyó su inquietud a una pura insatisfacción, mezcla de fobia urbana y horror metafísico, un desasosiego, impreciso, tenue. Sacudió la cabeza, desechando todas las posibilidades; no tenía sentido angustiarse por anticipado.
Más aliviada, preparó algo de tomar y encaró el texto que debía corregir. Cuando trabajaba en una traducción se establecía una suerte de equilibrio, un juego de simetrías entre ella y el autor que ninguna realidad exterior al texto mismo podría quebrantar, sin importar lo espinosa que fuera. Levantaba un muro que, por un rato, la separaba de la sordidez de la calle, poblada de indigentes, de chicos arrastrando montañas de basura para intercambiar por monedas; niños de ojos famélicos, con destino nulo.
Esta vez era un poema de Emily Dickinson, ese en el que le habla a los "amigos del estante"; siempre la había fascinado, más por lo invisible que por lo explícito. Pero hoy no era su día. La imagen de Emily austera, con su vestido de lino, inclinada sobre el escritorio, como siempre la veía, se desdibujaba, y en su lugar aparecía nítido el rostro de Brina, sereno, con los bucles dorados cayendo hasta los hombros, rebeldes a las hebillas y los moños. Por más que intentaba regresar al texto, se le imponía la cara de la nena.
Brina tiene cinco años y es una más entre tantas niñas del jardín de infantes en el que Inés trabaja. Es su pequeño ángel guardián y no la abandona ni a sol ni a sombra. Suele ayudarle a ordenar la sala, le alcanza lo necesario sin tener que pedírselo, y cada vez que se retrasa por tener que hacer dos o tres cosas a la vez, Brina la saca del apuro, deslizándose por la sala sin hacerse notar, acomodando todo aquello que encuentra fuera de su lugar, silenciosa, apacible. Ordena los crayones quebrados y sembrados por el piso, los clasifica por color y por tamaño y los guarda en la caja correspondiente. También es su asistente para repartir galletitas a la hora de la merienda y la que limpia los pegotes de jugo y mermelada, brindándose con total desinterés. Con los compañeros juega, un poco nada más, porque no disfruta de los juegos bruscos, ni tampoco le gusta compartir los trabajos que realizan sus compañeros, que siempre le parecen desprolijos o incompletos. Prefiere la compañía de la señorita a la de los demás chicos a los que encuentra demasiado revoltosos para su gusto, tan distintos a ella. Tal vez a Brina le sobra comportamiento y le faltan travesuras.
La presencia de Brina flotaba en la penumbra de la sala reduciendo sus pensamientos a unas pobres hilachas desvaídas. Comenzaba a oscurecer y Inés presintió que era en vano retomar la traducción. Buscó entonces alguna música mientras la taza de té se enfriaba sobre la mesada, pero no dio resultado; no lograba concentrarse y su mente regresó a las cinco de la tarde, cuando habitualmente en el jardín no quedaba nadie. A esa hora los otros chicos, de regreso en sus casas, envueltos en la penumbra azulada del televisor, estarían masticando alguna comida grasienta y sabrosa que les permitiera resistir hasta la hora del regreso de mamá o de papá. Pero hay tres personas que todavía no se han ido. La portera, Brina y ella misma. No pueden cerrar la escuela y es bien pasada la hora. No les queda otro remedio que esperar. Y esperan.
Hace media hora que Brina está asomada al ventanal que da a la calle, ajena a todo y a todos, indiferente a cuanto la rodea. Ha entrado a un espacio que le es propio y permanece inmóvil, mirando hacia afuera. Inés respeta esos momentos en los que la niña se abisma dentro de sí y se olvida de todo. Le cuesta creer que siempre la vengan a buscar tan tarde, como si fuera un trámite de último momento, una obligación fastidiosa que puede dilatarse.
La tetera volvió a silbar, sacándola por un instante de su estado de densa melancolía; se sentía molesta por esa especie de maltrato cotidiano. Si fuera mi hija, reflexionó, no la dejaría esperando. Cambió a Miles Davies por algo más clásico que la ayudara a retomar el trabajo. Brahms, aunque tratándose de Dickinson, tal vez iría mejor Chopin.
Sin embargo, Brina no parece molestarse. Se acomoda en la ventana y espera. Y como todo lo que es anhelado profundamente termina por ocurrir, en algún momento se oye a lo lejos el rugir de la moto, mucho antes de que la máquina aparezca como una tromba doblando la esquina. Brina renace. Deja de ser la suave y difusa florentina que mira por la ventana y queda envuelta en un torbellino de felicidad; la serenidad se vuelve movimiento y todo el espacio se llena de luz. Caen estrellas sobre Brina. Su papá ha llegado, por fin. Valió la pena esperar. El muchacho, casi un adolescente, la alza, la revolea, la acomoda sobre los hombros anchos y Brina transforma su sonrisa delicada en carcajadas, en gorjeos de pajarito, en suspiros entrecortados de enamorada. Pierde toda compostura y se convierte en una niñita de cinco años montada sobre los hombros del papá, aferrada a los pelos la cabeza de Dios. Sin necesidad, porque él nunca la dejaría caer.
El muchacho la besa en ambas mejillas, la sube, la baja, le revuelve aún más el pelo, le estira el flequillo hacia atrás. Durante esa íntima ceremonia el mundo desaparece. Sólo son ellos dos contemplándose embelesados. Olvidándose de todo y de todos, incluso de Inés que, sintiéndose una intrusa, hace girar las llaves en su mano para que el delicado sonido los obligue a prestarle atención. Se vuelven y la miran como si fuera una recién caída del cielo. ¿Quién nos interrumpe? Ah, sí... la señorita, que pertenece al mundo real, un mundo tan diferente a nuestro Olimpo poblado de dioses en moto. No, señor, aquí en el llano, hay escuelas y niños y señoritas y papás rutinarios que dan a sus chicos ternura minúscula con formato de teleteatro. Qué le vamos a hacer, bueno ya pueden ir cerrando. Nos vemos mañana, señorita.
Los acompaña y les dice "hasta mañana", pero ya no la escuchan. Los ve marchar. El hombre se acomoda la campera de cuero y le pone a Brina un saquito y un casco. El motor ruge una o dos veces. A volar, mi amor.... La bruma del caño de escape los envuelve con su capa y se alejan en medio de un bramido bronco, una música que a Brina le entusiasma mucho más que las insípidas canciones infantiles. Mucho más. A Inés también le gusta el olor de la moto, el barullo y las camperas de cuero. La adrenalina de ese encuentro tan excitante hasta le da un poco de envidia. Sólo que a veces le deja una rara sensación. Cuando doblan la esquina y ya no los ve, la oscuridad es definitiva. Inés se queda sola, cierra y se pone la coraza metálica en el pecho. Otra vez a enfrentar las calles, las caritas oscuras, las montañas de desperdicios, la limosna dejada caer como al descuido. Ruega que nada se interrumpa su camino y pueda llegar pronto a casa. Para descansar, o para sumergirse en algún texto. Emily Dickinson, Carson McCullers. Virginia Woolf, Toni Morrison...
Muchas veces, durante la noche, sueña con el papá de Brina, tatuado con serpientes negras y rojas sobre los brazos poderosos y la niña pegada a su espalda, riendo con las trencitas al viento, definitivamente deshechas, y chispas de colores incendiando la tarde. Relucen y cantan juntos: A brillar mi amor, vamos a brillar mi amor.
A la mañana siguiente, cuando Inés llegó al jardín, notó algo raro en la atmósfera. La directora la llamó a su despacho y el universo se derrumbó. Brina y su padre habían sufrido un grave accidente. El hombre había muerto en forma instantánea y Brina estaba muy delicada, internada en terapia intensiva. La directora le dijo que debía buscar una forma adecuada de comunicárselo al resto de los niños, una forma sutil. Les dirían que Brina estaba un poco enferma pero que pronto la tendrían de regreso.
No supo cómo se las arregló aquél día para sonreír, fingiendo serenidad ante los chicos; apenas logró mantener la cordura.
A la salida voló al hospital. Rogaba que no hubiera pasado nada. Atravesó galerías ventosas y pasillos húmedos. Había gente sentada donde podía, esperando hasta en el suelo. ¿Por qué siempre se espera tanto en los hospitales? ¿Por qué? Se confundió de piso o le indicaron mal. Alguien solidario la acompañó. Cuidados Intensivos, decía el cartel. Abrió con delicadeza una puerta y la vio. Era Brina, "su" Brina. No cabía duda. La niña conectada a un respirador tenía los ojos cerrados y las mejillas, antes regordetas y rosadas, ahora eran unos rasgos filosos recortándose en el mar de espuma de sábanas, cables y tubos. Estaba tan pálida que daba dolor verla así. Alguien piadosamente le había colocado su viejo oso de peluche cerca de la mano lastimada. A Inés le pareció una muñeca tan chiquita en esa cama tan grande. Y el oso a su lado, vigilándole el sueño. Se contuvo aunque sintió que el piso se movía. Junto a Brina, una señora mayor alta y delgada rezaba el rosario con aspecto agobiado. Era la abuela de Brina. Como ya se conocían no fueron necesarias las palabras; sólo se abrazaron.
Acabo de enterrar a mi hijo. Si pierdo a Brina, no sé... no vale la pena seguir... Inés no la dejó continuar; le tapó la boca con la mano y la volvió a abrazar. Afuera anochecía. El frío se colaba por algún lado, obligando a retroceder a la primavera, permitiendo el regreso del invierno en pleno noviembre. Inés recordó, como una tonta, que la noche pasada había tenido calor, mucho calor. No puedo creer que mi hijo nos haya abandonado continuó la mujer. No lo creo y no lo creeré. ¿Qué le diré a Brina? La mujer empezó a sollozar y Inés no supo qué decir, cómo confortarla. Daba por descontado que Brina sobreviviría, no podía permitirse pensar de otra manera, pero no sabía cómo expresarlo, cómo devolverle la confianza a la abuela de Brina; en el calor del abrazo Inés descubrió aquello que las palabras y las explicaciones no abarcaban: su propia y antigua soledad.
Corrieron los meses y casi no conservó ningún recuerdo de las tardes que siguieron. El tiempo se segmentó de una manera rara. Una sucesión de trabajo-hospital, hospital-trabajo las mantenía en movimiento. Sin embargo, dentro del dolor de la espera se iba encendiendo una llamita que entibiaba el corazón de las dos mujeres.
Comenzaron a turnarse para hacer las compras, llevar algo de comida y ropa limpia para Brina y atender sus propias y mínimas necesidades. Brina seguía delicada, pero por fin un día recobró el conocimiento y en el momento exacto en que abrió los ojos volvió a salir el sol. Pocos días después, le quitaron el suero y empezaron a alimentarla por boca. En la cama rodeada de sus osos y muñecas, era un juguete más. El más precioso y el más amado.
Corrió todo el mes de diciembre y Brina fue dada de alta, por lo que pasaron las navidades y las fiestas de fin de año juntas, como una familia. A la abuela de Brina la casa le quedó grande y le ofreció a Inés la habitación que fuera de su hijo; era natural, ya que las tres pasaban juntas la mayor parte del tiempo.
La habitación amplia y luminosa con un gran ventanal daba a la calle y al cielo. Allí pasaba Inés los atardeceres y las noches trabajando, recobrado el gusto por la escritura y la traducción, rodeada por sus libros, aunque en algún momento supo que sus "amigos del estante" ya no eran más que amorosos fantasmas, desplazados por los nuevos lazos, más profundos, que la ataban a la vida.
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También Brina volvió a su antigua costumbre de instalarse junto a una ventana. Todos los días, mientras Inés escribía, la niña se sentaba en un banquito y miraba el cielo como esperando algo. En lo alto, las nubes parecían devorarse unas a otras hasta que caían vencidas por la noche y todo se volvía azul. Inés observaba a Brina de a ratos, refrenando sus deseos de decirle que era en vano esperar, que su papá ya no vendría a buscarla.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Brina se vuelve hacia ella y abandona por un momento su gesto soñador. Ahora sólo es una niña convencida de que a veces suceden milagros. Está segura de que a fuerza de desear y desear algo intensamente, ese algo se materializa.
Brina dice Inés. La niña le sostiene la mirada y responde.
Ya sé. Pero mi papá viene a buscarme todos los días a la noche y vamos a brillar un ratito cuando todos duermen; pero después me trae de vuelta, no te preocupes.
¿Cómo es eso, Brina? Yo no veo cómo...
Es muy fácil. Vos no lo ves porque hay que mirar bien. Mirar dos veces. Me parece que vos no sabés mirar dos veces. ¿Querés que te enseñe?
Entonces Brina le enseña a mirar dos veces, e Inés aprende. Mirar, como Brina quiere que mire. No en la superficie, sino a través de las cosas. Con mucha atención. Dos veces.
Inés escribe todas las noches observando las estrellas o las nubes. A veces simula estar dormida y Brina entra a la habitación y se acomoda con la camperita y el casco puestos frente a la ventana. Y espera. Luego, en lo profundo de la noche, cuando todo se aquieta, aparece una sombra como un borrón en el cielo, y una voz susurra:
A brillar, mi amor, vamos a brillar, mi amor. Y Brina baila en moto entre las estrellas. Aferrada a los pelos de su papá que hace cabriolas en el cielo. Sueltan la moto que flota en el vacío azul y comienzan a descender lentamente. Entonces, por un instante, el hombre y la niña quedan suspendidos como estrellas doradas; el tiempo se estira y se contrae hasta que ellos vuelven a montar. Brina ríe y grita y se aferra a la cintura del padre, sentada atrás. Luego bajan suavemente. Inés no se explica cómo logra frenar el impacto de la mole contra el piso de cemento. Pero lo hace y deposita a Brina delicadamente en la ventana. La nena corre hacia su cama mientras Inés continúa simulando estar dormida; no quiere interrumpir. Pero es entonces que el hombre se acerca muy despacio, le acaricia apenas la cabeza y le dice:
Hasta mañana, señorita, hasta mañana.
Graciela Parini ha escrito una docena de relatos en tres décadas que se han publicado en Nueva Dimensión, Cuasar, Sinergia, Fase Uno y Latinoamérica Fantástica. En el N° 131 de Axxón apareció "El cajero automático" y otro cuento de su autoría, "Tu joya personal", ha sido seleccionado para un especial de escritores argentinos de la revista española Alfa Eridiani. Actualmente dirige un taller de lectura para niños, sigue ejerciendo la docencia y se perfecciona en ese campo mientras escribe lenta, pero tenazmente, una novela.
Axxón 156 - noviembre de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía urbana: Argentina: Argentino).