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FICCION BREVE (diecinueve)Varios |
Claudia De Bella - Argentina
Cuando salió de la cápsula estaba en el mismo lugar, en otro tiempo. Preparado para cometer el mayor crimen jamás perpetrado contra su raza y el planeta. Los odiaba tanto...
Le habían negado los honores que se merecía, se habían burlado. "¡Una máquina del tiempo! ¡El doctor ha enloquecido!". Pero ahora la revancha estaba cerca. Nada volvería a ser igual.
Consultó el cronómetro de la consola y miró el cielo. Localizó al meteorito cuyo impacto provocaría la extinción de los dinosaurios. A su derecha, la aplastante vegetación y la bruma lechosa apenas escondían unas figuras gigantescas. El silencio tenía una calidad distinta, no civilizada.
Ensambló el cañón; apuntó. Un breve disparo a potencia máxima fue suficiente. El meteorito se hizo pedazos.
Estaba hecho. Los dinosaurios prosperarían. Toda la historia biológica del planeta se escribiría de nuevo y esos idiotas que no le habían creído jamás nacerían. Tampoco el resto.
Sin prisa, volvió a acomodarse en la cápsula y marcó el año de destino, el de la humillación. Accionó el cronotrans. Con la satisfacción de la venganza asegurada, se quedó dormido.
Y cuando despertó, en el mismo lugar, en otro tiempo, el dinosaurio todavía estaba allí. Dueño de las ciudades, amo de las estrellas, rey de la inteligencia.
Tal como lo había previsto, el goce de la victoria duró sólo un segundo. En este nuevo mundo, la existencia de su cuerpo, anatomía imposible de una raza no nacida, creaba una paradoja sin salida. El universo se encargó de equilibrar las cosas.
Desde entonces, los dinosaurios contamos la leyenda de una extraña criatura que apareció un día de la nada y un segundo después se dispersó en el aire como si estuviera hecha de polvo.
Claudia De Bella - Argentina
Desarticular. Desmembrar. Desollar. No se puede hacer nada contra algo que se lleva en la sangre.
Soy verdugo desde que llegué a Salvación. En la Tierra me perseguían, me encerraban y me drogaban para que no reincidiera. Aquí tengo un sueldo del gobierno. Y, sobre todo, soy feliz.
Me piden que los mate lentamente, pero a veces no lo consigo. Algunos gimen y piden clemencia, y esos son los que más me irritan. Les miro las caras y lo único que deseo es rompérselas... los ojos fuera de las órbitas, las mandíbulas partidas en tres. No puedo esperar a reventarles las costillas a golpes. Quiero verlos muertos. Entonces la excitación me hace apresurar y no reciben el castigo apropiado, la cuota de sufrimiento que ordena la Ley. Pero el jefe del Tribunal está conforme conmigo. Hago muy bien mi trabajo. Soy útil a la sociedad.
No importa el crimen que hayan cometido. El Padre Alfonso dice que cualquier acto contrario a la Doctrina es una afrenta igualmente grave y merece el máximo castigo. En Salvación no hay diferencia entre insultar a un obrero o asesinar a un sacerdote. La pureza se tiene o no se tiene. No se puede atentar contra la obra del Creador de ninguna manera. Salvo en mi caso: soy verdugo, la mano armada de la Justicia Divina.
Entonces vienen a mí. El ritual es muy sencillo. Demostrada la culpabilidad, los sacan rápidamente del Tribunal y me los traen. En este planeta no hay cárceles, sólo salas de espera. Yo los aguardo algo inquieto, con ese cosquilleo de entusiasmo que siempre me provoca la anticipación de mi obra.
Abren la puerta de hierro y veo al condenado por primera vez. De inmediato comienzo a considerar el método. Si son corpulentos y fuertes, mejor. Hay mucho que hacer antes de que no puedan más. Los débiles necesitan más sutileza. Un golpe enérgico y bien aplicado puede matarlos al instante, y esa no es la idea. Hombres, mujeres, jóvenes o viejos... cada uno requiere de un tratamiento especial, personalizado, adaptado a su estructura ósea, a su temperamento más o menos rebelde, a su voluntad de luchar o de resignarse al castigo.
He desarrollado la técnica a tal punto que puedo planificar la totalidad del procedimiento en pocos minutos, diagnosticando de un vistazo las secuencias de garanticen el máximo de horas de dolor con el máximo de daño posible manteniéndolos vivos. La Ley ordena que deben morir como mínimo una semana después de la sentencia. Me enorgullece decir que algunos me duran hasta tres semanas. Me han condecorado por hacerlos durar tanto.
Cuando nos dejan solos, lo primero es quitarles los grilletes. Es más divertido que estén sueltos, corriendo por la mazmorra como ratas histéricas, creyendo que pueden escapar. Otros verdugos usan herramientas, pero eso no es de hombres. Para algo existen las manos, pienso yo, los pies, los hombros, los codos. No hay arma más sagrada que el cuerpo que el Creador nos ha dado. Los nudillos hundiéndose hasta que la sangre comienza a saltar. La de los dos. Mis colegas no saben lo que se pierden.
Es cuestión de golpear y golpear y clavar uñas y arrancar pelos y dislocar miembros y rasgar piel y romper bocas hasta que ya no puedan gritar. Y cuando se han convertido en bultos ensangrentados, administrar castigos más espaciados en el tiempo, pero más insidiosos. Y así hasta que un dolor cualquiera vence sus últimas resistencias y se entregan a la muerte. Eso es misericordia, dice el Padre Alfonso: darles el tiempo suficiente para que el sufrimiento los purifique y se arrepientan de sus pecados.
Nunca entendí por qué Salvación está excluido de las rutas habituales de navegación. Aquí hay tanta santidad, tanto apego a los verdaderos preceptos de la convivencia armónica que todos deberían conocer y seguir su ejemplo.
Cuando los carceleros de la Tierra me abandonaron a mi suerte en un campo cercano a Nueva Belén, con la esperanza de que pronto, incapaz de contenerme, volvería a las andadas y sería descubierto, juzgado y ejecutado por el Tribunal de Salvación, no imaginaron que yo mismo me convertiría en ejecutor. Les estoy eternamente agradecido. Por ellos descubrí mi verdadera vocación, la misión que el Creador me tenía reservada desde que nací. Sólo era cuestión de encontrar el sitio donde mis habilidades fueran necesarias, no consideradas una perversión del carácter sino un don excepcional. Aquí saben valorarme y yo disfruto de cada día de mi vida, sirviendo a la religión verdadera y haciendo lo que más me gusta.
¿Cuántos pecadores he redimido? El registro eclesiástico dice que doscientos treinta y siete... doscientas treinta y siete almas que asumieron sus errores gracias a mí. Sé que ya me he ganado el Cielo. Pero aún no anhelo llegar a él: mi paraíso está aquí, en esta mazmorra de Salvación de la que, es cierto, nunca saldré, porque el Padre Alfonso dice que no debo contaminarme con los impuros de afuera y por eso me resguarda con los candados que aseguran mi puerta. ¿Pero a quién le importa la libertad? Mientras esa puerta se abra, mientras haya pecadores que desafíen a la Ley Divina y sea yo el encargado de acompañarlos en el camino del perdón y, sobre todo, mientras pueda seguir oyendo el estallido de sus huesos cuando los lanzo contra los muros de piedra, seguiré pensando que soy el hombre más afortunado del mundo y daré gracias al Creador por los placeres que me ha concedido y que sin duda merezco.
Libia Brenda Castro - México
1/mito
Ícaro vuela. La sirena eleva su canto al cielo y lo hechiza. Ícaro le pide al sol que lo libere de su atadura de cera y plumas. Cae. Ahora vive libre en el fondo del mar con su amor, su sirena voladora.
2/envidia
Dédalo siente celos de Ícaro. No tiene una sirena que lo arrulle en medio de una corriente tibia de sal, se construye una mujer de cera y le pone alas. "No te acerques al sol cuando vueles ángel mío" , le dice, y la mujer sonríe una sonrisa de cera y se eleva en el aire a la media noche. Pero nadie obedece a Dédalo y el amanecer la derrite. Dédalo llora plumas verdes por la pérdida de su familia. Se va al mar, a cazar sirenas con una red de plata.
3/indiferencia
Dédalo construye una máquina del tiempo. Regresa al día en que empezaría a pegar las alas de Ícaro, en vez de eso lo encierra en el laberinto para que no se escape, no se vaya, no se caiga al mar. Ícaro suplica que lo dejen ver el sol. Dédalo ignora las súplicas y se dedica a asar pescado para la hora de la comida.
4/Ícaro kistch
Ícaro y la sirena voladora tienen un hijo "justo al año de casados", Ícaro es acusado en la corte de los tiburones de comerse a su propio hijo. Lo niega todo, desconcertado. Llega la sirena arrastrando una figura en cadenas, "no es él quien se comió a nuestro hijo", dice alterada. La figura encadenada levanta la cara, es Dédalo; él es quien se almorzó a su propio nieto. "Sabía como a pescado", alcanza a decir su cabeza antes de que lo decapiten.
5/muñeca inflable
Dédalo se construye una mujer de cera y plumas, no le pone alas, sólo un agujero en la entrepierna. En las noches, cuando más sólo se siente, se masturba en medio de plumas y caricias de cera. los jadeos de Dédalo llegan hasta el fondo del mar, donde Ícaro llora solidariamente la soledad de su padre. La sirena entona una canto inútil de consuelo, que no llega a los oídos de nadie.
Libia Brenda Castro - México
¿Me estarán mirando en la tele? A lo mejor hay miles de personas conteniendo el aliento, la transmisión diferida del arizaje estará efectuándose justo ahora. También es posible que no les importe, yo estoy aquí y millones de ellos no; vine por la emoción de hacer un viaje al viejo estilo, meses enteros en la nave, como el capitán de un viejo barco, sólo que ellos tenían a sus marineros y yo tuve como compañía a las estrellas.
Ahora por primera vez alguien pondrá un pie en otro planeta del sistema solar que no es La Tierra, ese alguien soy yo. Genial. Allá creía que esta iba a ser la aventura más importante jamás realizada, mi ego creció muchísimo y todos cooperaron para alimentarlo.
Mamá, cuando sea grande quiero ser Astronauta, las mamás se ríen, acarician el cabello de los niños y dicen claro que sí nene, serás astronauta; el nene crece y, casi siempre, lo más cerca que resultan de un astronauta es ingeniero en telecomunicaciones. Cuando yo era niño le dije eso a mi mamá, ella me acarició el cabello, miró al cielo y dijo claro que sí nene, serás astronauta; luego dejó de pensar en ello y ahora está muerta. Pero el nene no dejó de pensar en ello ni un minuto de su vida, porque si mamá dijo que era posible entonces lo era. Después de un tiempo largo descubrí que no necesariamente todo lo que ella decía era verdad, la prueba fue que prometió ir a mi examen profesional y se murió antes. Ahora que miro este paisaje, a través de 25 centímetros de polímero, recuerdo que el día de su entierro había tanto aire que la mitad de los asistentes tenían los ojos llenos de lágrimas porque el polvo se les metía en todos lados, ese día prometí ante su tumba que haría un viaje espacial.
Ahora aquí estoy, en este confortable espacio que me contiene y me ampara, el polvo de afuera no representa un problema, nada de lo que sucede allá me afecta, pueden venir todas las tormentas de arena que quieran, estoy a salvo aquí adentro. Pensé que sería emocionante, pero estoy más bien cansado, tal vez me duerma un rato. Es posible que allá estén completamente felices porque al fin mandaron una vehículo tripulado; todos pensaban que el viaje tenía que efectuarse con varias personas, al final se decidieron por alguien experto, entrenado, tranquilo y ah, claro, lo dijo un comandante alguien a quien no le importe nada más en absoluto, casi un suicida. Es cierto, no es agradable estar así de solo, pero tampoco es tan difícil; estoy acostumbrado a pasar largos periodos de tiempo en silencio y aislamiento. Además tengo muchísimos juguetes aquí, maquinitas que realizan todos los trabajos imaginables para mí: compensan mis niveles de potasio, me defienden contra el bombardeo de iones pesados y se encargan del buen funcionamiento de mis huesos, para el momento pisar ese terreno pedregoso. Tengo mi propio psicólogo, programado especialmente para atender a mis estados de ánimo; un proyector que puede hacerme creer acompañado; esta cápsula; una nave esperándome en el Acidalia Planitia y un montón de instituciones lejanas pendientes de cada latido de mi corazón, literalmente. Sin embargo ¿a quién le importa? Esta atmósfera, por ejemplo, 95% bióxido de carbono, 3% de nitrógeno y 2% de "gases raros". Y de todos modos qué, hay agua freática bajo la superficie, un Olimpus Mons de más de 21 Km de alto, hielo en el Vastitas Borealis y un marrón deslucido que se ve tan seco y granulado como una fotografía vieja en blanco y negro.
Pero nadie más está aquí, nadie lo mira desde una pequeña ventana redonda. Nadie, excepto yo y no estoy tan seguro de que eso me sirva de nada, en realidad lo que tengo es sueño. Y no sé si quiero ponerme el traje y salir, aquí estoy muy cómodo. Es como esas cajitas de medicina que decían "consérvese en un lugar fresco y seco". Así es como estoy ahora, excepto que me gusta imaginarme que no está seco, me gusta pensar que está un poco húmedo, no necesito respirar porque el oxígeno entra directamente a mi organismo, estoy acurrucado, con la cabeza entre mis rodillas y estoy flotando.
Me gusta imaginar que no necesito salir de aquí, que no importa que haya una tormenta de viento o de arena. ¿Qué te parece mamá? Finalmente lo logré, aunque nadie esté para aplaudirme. ¿Estás tú aquí, mamá? ¿Puedes oírme? Soy un astronauta, floto en un contenedor redondo.
Javier Esteban - España
Tras un primer embate, recuperó el equilibrio con rapidez y cerró la guardia. El orco se lanzó de nuevo contra él, pero bloqueó el giro de la espada con su escudo y aprovechó para enterrarle el hacha entre las costillas.
Una ovación histérica le llegó desde las gradas cuando el enemigo se desplomó.
Mientras le encadenaban para devolverle a su celda, vio cómo la fofa alimaña que se hacía llamar su amo hablaba con un hombre alto y seco, apoyado en un retorcido báculo de roble.
Ambos le señalaron un par de veces con la mirada y, tras una leve señal a los guardias para que se le sujetaran bien, se atrevieron a acercarse.
No os fiéis de su tamaño, buen señor iba diciendo el amo: la suya es una raza de guerreros temibles y escurridizos. No sé qué podría querer de él alguien como vos, la verdad. Aprovechará la menor ocasión para tratar de degollaros y escapar con vuestra montura.
El hombre alto, que no parecía escuchar aquellas palabras, se inclinó hacia él y preguntó.
¿Cómo te llamas, muchacho?
Sus ojos eran profundos e inquisidores, pero no se dejó impresionar.
Mi nombre es Bilbo, hijo de Bungo, señor de Bolsón. ¿Y cuál es el tuyo, anciano?
Al amo se le encendió la cara. Alzó la mano que sostenía la fusta de cuero y clavos chillando:
¡Cómo te atreves a hablarle así a uno de los Cinco, maldita rata!
Pero el otro contuvo su gesto.
No te atrevas a tocarle. Cuando llegue la tormenta, necesitaremos todo este valor Se giró hacia el gladiador otra vez. Pero de momento, ve domando tu descaro o me harás perder la paciencia, mediano.
Le ofreció una sonrisa sombría e incluso paseó su mano huesuda por los cabellos ensortijados del joven.
Muéstrame el respeto debido: yo soy tu nuevo amo. Aunque, si me sirves bien, tal vez algún día te permita llamarme Gandalf.
Javier Esteban - España
Meredith le encontró donde siempre, en el claro central del pequeño bosquecillo tras la mansión, saludó con aquella voz chillona, golosa, que tanto le ponía de los nervios e, ignorando el gruñido que el muchacho ofreció como única respuesta, se acercó a su altura dando saltitos propios de una coreografía gangosa.
Incómodo, él sentía de nuevo aquella comezón en las orejas. Sabía que era una estupidez, pero a veces aún tenía la impresión de que, de un momento a otro, iban a empezar a crecerle.
¿Qué estás escribiendo? pregunta la niña, tratando de asomarse por encima de su hombro.
Nada de tu incumbencia, vete a molestar a otro. Quiso zafarse de su curiosidad apretando la libreta sobre el pecho, pero ella no daba su brazo a torcer tan fácilmente.
¿Es un poema? Mamá dice siempre que te pasas el día escribiendo y que algún día serás un gran poeta, un nuevo Whitman.
"¿Whitman? Por favor...", pensó él, aunque no podía negar que este súbito interés por sus versos le había halagado.
¿Me leerás uno? insistió Meredith, y le clavó la punta de los dedos en el hombro, aquellas uñitas siempre pulcras. Un extraño perfume, como una mezcla de limón fresco y avellanas, le llegó desde su boca tan próxima, sus mejillas encendidas.
Esta vez, no trató de apartarse.
¿Si lo hago me dejarás en paz?
Ella asintió, muda, e incluso se le escaparon un par de aplausos de sincera emoción. Él sonrió casi sin darse cuenta ante aquello, hizo un amago de reverencia henchido de ego y se dispuso a recitar.
Fue a partir de ese instante cuando ocurrió todo.
Creía estar leyendo en el papel lo mismo que había escrito apenas hacía unos minutos, pero a la mitad de la primera estrofa descubrió aterrorizado que se equivocaba. Las palabras eran ininteligibles, ni siquiera parecían inglesas: le recordaban más bien al galimatías que usaba cuando era pequeño y jugaba a disfrazarse de árabe.
Sin embargo, su musicalidad, que parecía alternar la monótona prosodia del salmo con arrebatos yámbicos sin cadencia alguna, le fascinó de tal modo que ni siquiera cuando entendió que eran los versos del Sueño fue capaz de detenerse.
Hasta que oyó el golpe seco del cuerpo de Meredith al derrumbarse sobre el ancho tocón de un árbol.
Quedó boca abajo, con la hermosa melena castaña derramándose sobre la cabeza y, por unos segundos él se quedó paralizado, sin la menor idea sobre lo que hacer.
Primero se dijo que aquello no era su culpa, para al instante siguiente sorprenderse dudando acerca de si tocarla sería considerado un acto pecaminoso. El picor de sus orejas se estaba volviendo insoportable a cada latido de un corazón desquiciado.
Entonces, ella despertó.
Reprimió un grito cuando la vio incorporarse entre espasmos, las manos crispadas igual que garfios, y con la piel pálida como si la hubiera abandonado hasta la última gota de sangre.
El cabello deshilachado seguía ocultando a medias su rostro, en el que brillaba una media sonrisa sensual y burlona. Él nunca le había visto una expresión como aquella. Pero también se dio cuenta, y acompañó el descubrimiento con un respingo, de que sus pupilas habían desaparecido.
Meredith dijo su nombre, en un tono que sonaba a reproche, a decepción. Lo peor es que su voz no se había alterado en absoluto.
Howie, Howie.
Y luego... nada. Sencillamente, se volvió a caer, esta vez de costado, y no se movió más.
Ni un temblor, ni un estertor. Pero ya no quiso aproximarse para comprobar si estaba muerta. Tenía, obvio, demasiado miedo.
Lanzó un par de miradas nerviosas a su alrededor, por si la escena había tenido algún testigo aparte de él.
A continuación, echó a correr hacia la casa sin volver la vista atrás. Estaba ya oscureciendo, y sus tías no tardarían en llamarle para la cena.
René Rodríguez Soriano - República Dominicana
Uno de los deportes favoritos de los símpidos es la cacería de infantes. Nos pasamos los primeros seis meses del año preparando los detalles para, entrado julio, con los agobiantes calores del verano, internarnos en las espesuras y furnias de los montes hasta dar con las más disímiles e inimaginadas madrigueras de esta bulliciosa especie que se expande silvestre por los valles del médano.
Habría que estar allí para gozarse de lo lindo en esta original entretención que hemos cultivado por años y años en estas pacíficas tierras. Los niños, terribles diablillos que lo destruyen todo, huyen y gritan como almas que lleva el diablo. Se esconden. Saltan. Trepan. Y, la mar de las veces, se vuelven furiosos y la emprenden a arañazos y mordidas contra sus captores.
A veces, la cacería se torna sangrienta, alocada y terrible. Muchos son los cazadores que han perdido miembros o que han tenido que guardar cama por varios días, fruto de la agresión de estas pequeñas bestias. Pero, al final, vale la pena tanto afán y empeño. Capturadas las presas, maniatadas y embozadas, los cazadores las amarran fuertemente a las monturas de sus mulas y las arrastran hasta el poblado, para luego, en octubre, en las festividades de nuestra patrona, Nuestra Señora de Los Milagros, exhibirlos en grandes jaulas, siempre cuidando que no se escapen y vaya a ser que nos agredan o contagien su extraña forma de vivir.
René Rodríguez Soriano - República Dominicana
Una muchacha alta, delgada, con los ojos negros y las piernas más rotundas que Marlene Dietrich en sus mejores tiempos, sonríe para espantar a los ángeles que a menudo le alborotan su cabellera cuidadosamente descuidada. A veces, habla de cine. Otras, de bisutería fina. A todos conquista.
Los niños la persiguen por los parques y todos quieren compartir con ella sus meriendas. Juega con ellos distraída. Les forma ditirambos en sus libretas y se aleja tan tranquila que casi nadie advierte su partida.
Sin embargo, los hombres sucumben sin reparos ante su aroma salvaje. Es una cervatilla. Acostumbra llevar un librito de versos en su bolso (¡no le crean!). Nunca los lee, conoce todos los versos, todos. Aun los nunca escritos por poeta alguno.
¿Y las demás mujeres?
Nadie osa envidiarla. Invadir su territorio, ni pensarlo. Es lo innombrable. Todos quieren tocarla pero se esfuma, al menor movimiento o asomo se escabulle, mansa como arroyuelo que se filtra por sus ojos negros, creo que dije , que articulan una luz imperceptible para incautos y donjuanes de baja estofa. Toca piano y violín. No canta, es bailarina y sólo pueden percibirse sus pasos en El Lago de los Cisnes o en El Cascanueces.
Esta mañana, muy temprano, penetró en mi oficina y descompuso todo el orden del día. Se llevó mis bolígrafos, borradores, un cartabón y todo el papel cuadriculado (dijo mi secretaria, que también dos carboncillos, un pliego de papel Fabriano, un set de pasteles y cuatro colores de la acuarela de Goico). Andamos todos desarticulados, embriagados con el aroma salvaje que dejó perdido en los rincones. Desparramó tinta invisible en unos documentos confidenciales que Armanda guardaba en sus archivos. Es increíble, le arrancó la fecha de hoy a mi calendario.
Acabo de saber también que ayer pasó por la televisión y la dejó en blanco y negro. Se llevó todos los demás colores. La radio suena opaca. ¿No será que se ha quedado con los agudos y el brillo? Sospecho que no podré escuchar ahora los falsetes y toda la coloratura de Gayle Moran, Anita Baker, Flora Purim ni las canciones viejas de Estela Raval. Pena me dan los simples, los que se conforman con las voces apagadas, con la música sin timbre, ellos no lo podrán notar. Nunca extrañan nada, no están acostumbrados, son conformistas.
Como conformistas son los que no han visto nunca una huella de su delicado pie al borde de una gota de agua o no han percibido su aliento en el latido de un niño que vuela una chichigua a la orilla de una tarde de marzo. Incautos, no la conocen. Poco les importa.
Todas las mujeres quisieran ser ella. Esa muchacha alta, delgada, con los ojos negros y las piernas más rotundas que las de la Dietrich en sus mejores tiempos, conspira. Conspira contra la seguridad de todos los estados emocionales. La quisieran todos: los periodistas, los banqueros, los cazatalentos, los pintores, los sacerdotes, los directores de orquestas, los teatristas, los astrólogos y hasta los saltimbanquis de las ferias, los gobiernos o los circos. Ilusos, todos. La perseguirían, formarían legiones tras sus pasos.
Hasta los economistas, los consultores y consejeros de Estados abandonarían su chata y monda realidad para buscarla. Formularían tesis y proclamas para ganarla, para anexionarla a sus grises y esquemáticas nóminas de excentricidades y manías. Imposible, no les está dada tal suspicacia. Lo sé. Ayer, incluso, dos despistados detectives capturaron a un funcionario al borde de la cordura, que juraba habérsela arrebatado a un niño que la guardaba en su botellita de burbujas. Lo acosaron a preguntas. Lo llevaron al Congreso y, lelos, lo escuchaban cuando la describía y la desdibujaba con su paleta de colores. Qué risa daba, verlos allí tan enjutos y embebidos, mirando transmutarse (enano y funcionario) en sapo cantarín, subirse en el estribo y escapar raudo y tierno sobre el unicornio de la nada.
Hace exactamente cuarenta días y cuarenta noches que ya nadie duerme ni trabaja. Sólo se habla de ella, se la busca. Esa muchacha alta (¡la de las piernas de Marlene!), ha trastocado todo: el clima, La Vía Láctea, el tiempo y el espacio, las oficinas y las fábricas, las calles y los parques, las artes y las ciencias. Hay quienes intentan arrancarle el alma, la vida. Otros sólo quieren apropiársela para sí, esconderla para mercadear parte por parte cada átomo de su cuerpo, su perfume, su andar.
Yo también la busco. Empeño mis fuerzas, mi pluma fuente, mis discos en pasta, mis libros, mis tres chichiguas, mis mejores amigos, mi almohada de plumas, mi encendedor de nácar, mis calcetines claros, mis papeles de bachillerato, mi álgebra de Baldor, mis tortuguitas centenarias y mis zapatos de tenis. Todo lo cedo, lo doy a cambio de una información sobre su paradero. Hace un rato volvió por mi oficina y me dejó un recado que nadie supo transmitirme.
Si acaso usted la ve, avíseme enseguida. Sólo sé que se llama Josefina.
Saurio - Argentina
No la conozco pero de algún lado la conozco, y la conozco bien. Es una amiga, o una compañera de trabajo, quizás hasta una sobrina, o una prima. Quiero decir, hay una cierta intimidad entre nosotros, no somos extraños. Sin embargo, sigo sin saber quién es ella. Tampoco sé adonde vamos, pero a alguna parte vamos, apurados, pero sin correr. No corremos, caminamos rápido, quizás por Barrancas de Belgrano, por las paradas de colectivo de la estación, no por las barrancas en sí. Supongo que habremos bajado del 55 y nos dirigimos al Barrio Chino. A menos que vayamos a tomar el tren rumbo a la Zona Norte. Es probable pero poco probable, más probable es el Barrio Chino que la Zona Norte. No conocemos a nadie allí. En el Barrio Chino tampoco, pero hay hongos shitake y salsa de soja.
Llueve. Comienza a llover. Antes no llovía, ahora sí. Una lluvia tenaz. Tenemos un solo paraguas. Es mío, creo. Al menos se parece al mío. Tal vez ella tenga uno igual. Es posible. Tenemos que juntarnos para caber los dos bajo el paraguas, probablemente hasta nos abracemos para ocupar menos espacio. No hay problema, nos conocemos lo suficiente como para poder hacer esto sin dudarlo, aunque no nos conocemos lo suficiente como para evitar que una cierta nerviosidad, corra por nuestros cuerpos.
Sus cabellos negros están recién lavados y huelen a heliotropos en primavera. No sé cómo huelen los heliotropos en primavera pero sus cabellos huelen a heliotropos en primavera. Sonríe. Yo sonrío. Nuestros rostros se acercan. Nos besamos.
Siento culpa y no sé bien por qué.
En su casa, en la casa de ella, hay un aljibe. Dentro vive un cocodrilo, o dos. Me dice que es para que el agua se mantenga pura, pero me parece un mito. El cocodrilo, o los cocodrilos, orinan y cagan allí, no hay pureza posible en el agua. Lo(s) cocodrilo(s) se alimenta(n) con otorrinolaringólogos vivos. No los quieren muertos ni quieren otro especialista. Una vez el hermano de ella, confundido les arrojó un cirujano plástico y los guardaespaldas de los cocodrilos se encargaron de que él no cometiese jamás el mismo error.
El Papa Mariano DC toma sol desnudo sobre un tejado de zinc caliente en una de las cúpulas del Vaticano. Medita sobre la conveniencia de abandonar la numeración romana y pasarse a la arábiga. "¿No pareceré un maldito robot?" se pregunta Mariano 600. El Cardenal Squalidozzi lo saca de su ensoñación escapista con un problema más serio: Revisando los archivos descubrió que durante veintitrés días del mes de septiembre de 1873 no se publicó ningún número de "Il Giornale della Curia", pero nadie recuerda por qué, ni hay indicios en el diario que den cuenta del hiato.
Ella y yo hacemos malabarismos con nuestros zuecos sobre el tejado de zinc y le pedimos a Su Santidad que nos apoye a detener la guerra en Japonchina. Mariano DC salmodia "¡Bella matribus detestata! ¡Cedant arma togæ! ¡In errore perseverare! ¡Spiritus promptus est! ¡Natura non facit saltus! Ora pro nobis. Amen". Nos persignamos, vamos a dar batalla.
Los mongoles avanzan inexorables, destruyendo todo a su paso. Cantan crueles canciones guerreras, dicen sus terribles poemas militares "En un bosque de la China / una china me encontré / como estaba agachada / allí mismo la violé." Cebados de sangre, continúan arrasando los pueblos, matando a niños y ancianos con sus arcos de boj y sus flechas embebidas en curare. A viva voz continúan cantando "En un bosque de la China / un chino me encontré / como yo venía caliente / a él también me lo empomé".
Ella y yo entrenamos leopardos con rostro humano. El Papa Mariano mide la permeabilidad del terreno y lo encuentra adecuado para plantar heliotropos y caléndulas. El Cardenal Squalidozzi aprovecha la laxitud de las leyes asiáticas con respecto a la prostitución infantil y se pasa todo el tiempo encerrado en su habitación con cientos de niños de ambos sexos. Uno de ellos es un espía mongol enano que le corta el pene. La Madre Superiora Squalidozzi le reclama al Papa igualdad de derechos para las mujeres en el sacerdocio. Mariano DC la castiga con flexibles y largas varillas de mimbre (¿o eran flexibles y largas varillas de boj?). Luego le dice que sí y la canoniza Santa Ethel Squalidozzi. La canonizaría Virgen pero sin querer le desgarró el himen recién estrenado a Sor Ethel.
La guerra continúa y nuestros leopardos son impotentes para detener el avance de los mongoles.
El Camarada Mao Tse Tung baja de un fiat rojo, dispuesto a poner orden. Lo acompañan los dos cocodrilos y sus guardaespaldas. Uno de los cocodrilos tiene un resto de carne entre sus dientes. No puedo decirle nada, mi higiene dental deja bastante que desear. "Veis el otorrinolaringólogo en la dentadura ajena pero no el checoslovaco en la propia", dice Jesús, el de la cruz.
Una caravana de esquimales en bicicleta recorre el mundo. Detrás de ellos va una multitud de pingüinos tropicales. Más atrás, oricteropos, quaggas y facóqueros. Un conocido reportero pontifica: "La sociedad se une, los políticos se dividen. ¿Se puede hablar tanto y tan mal de quien fue un protector y aliado? ¡No deberíamos permitir más escraches!" Una flecha de boj calla su voz.
Vago por una ciudad de Japonchina donde pálidos soldados desnudos desparraman harakíricos sus tripas en las plazas, donde un sampán en llamas eternas de neón conmemora la batalla en la que el camarada Mao expulsó definitivamente a los mongoles del territorio chino. ¡Alabado seas, camarada Mao!
Derrotados, los mongoles lloran una plañidera melodía mientras se emborrachan con leche de yegua fermentada: "China, Japón, media vuelta y ¡pon!" Kublai Khan culpa a Marco Polo. Tiene razón, el veneciano era un espía del Vaticano y de la KGB.
Mariano DC no está feliz. No le gusta nada que el comunismo haya triunfado en Japonchina, no le gustan nada las seducciones subliminales que actúan inconscientemente y por las cuales hay una profunda distorsión de la cristiandad del alma, antes de que ésta se desarrolle como debe, pero, más que nada, no le gusta su nombre y no le gusta su cuerpo. Se suicida y Sor Ethel es elegida Papisa, bajo el nombre de Rigoberta XII. ¡Aleluya!
Un aroma a vainillas invade el aire. Son los heliotropos en primavera, es el cabello negro y recién lavado de ella, bajo la lluvia, bajo mi paraguas.
Saurio - Argentina
Terrorífico, lo que se dice terrorífico de verdad dijo el viejo Venancio luego de bajarse media botella de ginebra de un solo trago fue lo que pasó cuando yo era chico y vivía en el barrio La Bandarra de Villa Jalfmún. Resulta que se mudó al barrio este tipo, a la casa que llamábamos "La Juaquina", más que nada porque tenía este nombre en bajorrelieve sobre su entrada. Un tipo raro era el tipo éste, hay que decirlo, flaco, algo bizco y con un ojo más alto que el otro, una palidez verdosa en su piel, pelo grasoso, una cicatriz en el lado izquierdo, medio rengo. Y no saludaba, nunca saludaba. Creo que eso fue lo que más les molestó a la gente del barrio, que no saludaba a nadie. Tampoco hablaba, sólo silbaba, me acuerdo, siempre silbaba lo mismo, una canción que nadie conocía. Tal vez eso también les molestaba a los vecinos, que el tipo vivía en su mundo. Y que era raro, muy raro, el tipo, casi todo el santo día encerrado en la casa, con las persianas bajas y las luces apagadas. Así que empezaron las murmuraciones, "Algo oculta este tipo" decían en voz demasiado alta para ser baja. "Algo nos oculta este tipo", y siempre alguien comentaba: "Se escuchan ruidos, como si estuviera construyendo alguna cosa", pero qué, qué "¿Qué es lo que está construyendo?" A nosotros, los chicos, no nos dejaban acercarnos a la casa del tipo, lo que significaba que debíamos acercarnos y averiguar qué es lo que hacía ahí adentro. "Me dijeron que tiene una ex esposa en Santa Gregoria". "Recibe mucha correspondencia, pero no tiene amigos". "Mi nene vio que tiene una botella de veneno debajo de la pileta del lavadero". "El mío me comentó que tiene formol como para embalsamar un caballo". "¿Alguien me puede decir qué es lo que está construyendo?" "¿Y qué opinan de todos esos paquetes que manda por correo privado?" "Para mí que anda en algo raro". "Dicen que estuvo preso por matar a un hombre". "Dicen que era ejecutivo de una multinacional en Mergonesia y que tuvo un 'problemita' con una menor". "¿Qué me dicen de todas esas revistas que recibe por suscripción?" "¿Y qué es lo que está construyendo ahí dentro?" "Por las noches se escuchan gemidos". "L'otra noche lo vieron en el techo, haciendo señales con una linterna". "En algo raro anda". "Sí, en algo raro anda". El viejo Venancio le pegó un nuevo trago a la ginebra. Creo que fueron mi viejo, y el viejo de Fito, y el Tano Donato, o el marido de la Keti, los que tiraron abajo la puerta, y el Enri el que le partió la cabeza contra la pared, y la Mónica la que le reventó los ojos con las uñas, y el Moncho el que le quebró la columna con un caño, no me acuerdo si fue la Peluquera o la Gordita de la Despensa la que le cortó los huevos, pero seguro que la que le arrancó los chinchulines fue Doña Encarnación y que la Pirucha fue la que hizo morcillas con su sangre. Y nosotros, los pibes, mientras tanto, nos afanábamos todo lo que el tipo tenía, y el que no podía robar algo se ponía a cagar en el parquet o meaba en los enchufes o rompía las bombitas. Después nos hicimos un asado con el tipo, pero no alcanzó para todos así que tuvimos que salir a cazar algunos linyeras por las vías".
¿Y qué estaba construyendo el tipo? preguntó el gordo César, que se moría por decir algo.
Ah, nunca lo supimos. Probablemente relojes cucús, porque nos afanamos cantidades. Pero entre el saqueo y el incendio que inició la Keti cuando se puso en pedo, nunca pudimos enterarnos bien qué es lo que construía el tipo. Tampoco nos importó averiguarlo, y eso fue lo más raro.
Axxón 157 - Diciembre de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).