FANTASMAS INOCENTES

Alberto Mesa Comendeiro

Cuba

De todos los oficios que hay en el mundo, ¿por qué el de matar tiene que ser el peor? Ser un asesino no es tan terrible como todos piensan. No es más que un trabajo como otro cualquiera. A fin de cuentas, si todos tienen que morir tarde o temprano...

Matar también es el único oficio que no necesitamos aprender, porque lo llevamos en los genes desde mucho antes de ser civilizados. Matar es un placer, un gozo primordial, y el único arte que ha sobrevivido a todas las culturas. Un arte que encierra la mayor de nuestras contradicciones: ¡no queremos morir pero nos encanta matar!

Es algo que todos saben.

Algo que yo sé.

Y no me importa.

Ni a nadie.

Es mi oficio; yo mismo lo elegí y no soy menos humano por eso.

O tal vez sí lo soy.

No sé.

Tampoco sé si estoy orgulloso de serlo (hubo un tiempo en que sí, y tanto...) o es sólo la necesidad imperiosa de justificarme, de justificar lo que hago.

Miro el arma en mi mano y en el brillo de la luna reflejándose en su pulida superficie metálica me parece ver también todo mi pasado. No es posible dejarse atrás a sí mismo. Pesan demasiado los años y la sangre. La de los otros o la propia, qué más da.

No tiene sentido huir, tampoco esconderme. Para mí no existe lugar seguro. Ningún refugio puede cobijarme, ni puedo huir de mí mismo.

Pero estoy cansado.

Qué paradoja.

No puedo permitirme estar cansado. No debería.

No se supone que descanse mientras quede alguien que eliminar. Y siempre hay alguien que eliminar.

Entonces, ¿por qué estoy cansado?

No soy viejo. Mi cuerpo es aún robusto y elástico, lleno de energías.

Será tal vez que me preocupa ver tanta muerte y no poder ver la mía.

¿Estaré muerto y no me habré dado cuenta?

No. Estoy vivo.

El dolor no miente.

Pero esta vida no es como la imaginé una vez.

Lo peor es que no puedo permitirme tener sentimientos.

Me lo advirtieron, pero aún así a veces lo olvido.

Matar es mi negocio.

Nada personal.

Cobro por ello.

Para alguien como yo, eso es fácil... debería ser fácil.

Era fácil.

Ya no.

Sí, aunque mi cuerpo aún sea joven, mi mente se ha vuelto vieja.

Tengo que admitirlo. No he podido adaptarme del todo a estos nuevos tiempos.

Siempre pensé que con mi entrenamiento en el ejército ya estaba preparado para todo. Que nada podría ser peor que el campo de batalla. Y para un asesino profesional el mundo entero es campo de batalla. Me parecía que todo estaba claro.

No importa lo refinado de los métodos, matar sería siempre lo mismo.

Me equivoqué.

Nadie está nunca suficientemente preparado para el cambio, o quizás es que en estos tiempos todo está cambiando demasiado rápido. Y no hablo de las nuevas tecnologías. Esas sólo simplifican el asunto.

Hablo del objetivo en sí, de mis víctimas.

Mi oficio es asesinar.

El peor de los oficios. Asesinar gente... que no existe.


En las últimas décadas los progresos de la genética y la biología molecular han modificado radicalmente nuestra concepción de la vida. Y nuestro poder para actuar sobre ella. Desde hace años la genética es una de las disciplinas científicas que más interés despierta en el público, la que mayor atención recibe por parte de los medios de comunicación. De entre todos sus avances, los más relevantes han sido la secuenciación del genoma humano y la clonación, pasos increíbles hacia el develamiento del origen de la vida que también han hecho posibles grandes progresos en la medicina, en la biotecnología, y en otras industrias como la alimentaria.

Pero toda moneda tiene dos caras. Y cuando va a parar a manos equivocadas, éstas siempre se las arreglan para sacarle brillo a la más oscura de las dos.

En todo nuevo e importante avance científico acaban tarde o temprano metiendo sus narices los militares. Y ellos sólo tienen un propósito: hacer más eficiente la guerra.

Así surgieron los soldados clónicos. No parecía mala idea. Que su hijo pueda estudiar o trabajar tranquilo en casa mientras una copia suya se sacrifica por el país.

Tuve varios bajo mi mando. No eran superhombres sin miedo a la muerte. Sufrían cuando eran heridos. Morían. Y el saber que había otras cien copias de ellos mismos dispuestas a ocupar su lugar no les ayudaba a soportar el dolor...

Después de que los militares convierten la magia científica en hechizos de muerte vienen siempre las megacorporaciones, con sus legiones de bien pagados especialistas expertos en descubrir los más oscuros deseos de los hombres y hacerlos realidad.

Siempre que pueden pagarlos, claro.

Y mientras más raros son los sueños, más caro sale volverlos realidad.

Todos los millonarios tienen sus sitios privados y secretos a los que no permiten que nadie se acerque.

Ni siquiera yo.

Nunca me he engañado creyendo que me consideran uno de ellos.

Yo soy sólo alguien que hace su trabajo sucio.

Si no estuviera, otro podría hacerlo.

No es a mí a quien necesitan, sino sólo a mi habilidad.

Matar es fácil, cualquiera puede hacerlo alguna que otra vez.

Matar muchas veces es un arte, y yo soy un artista habilísimo.

Es esa habilidad lo único que me hace valioso para ellos.

Es por esa habilidad que me pagan sumas fabulosas, aunque para ellos sean sólo migajas.

Los sueños prohibidos siempre están relacionados de alguna forma con el sexo.

Y con la muerte.

Eros y Tanathos.

Amor y muerte.

Amar hasta morir, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo...

La ciencia y la tecnología han hecho posibles nuestros sueños... y nuestras aberraciones.

El sexo virtual pasó de moda. A la mayoría de los clientes les molestaban los trajes de datos interactivos y muchos hasta desarrollaban algún tipo de alergia tras el uso continuado. Hasta el software de las consolas simestim mejor diseñadas podía ser penetrado y saboteado por algún hacker avispado.

No hay nada como la carne. Y hoy por hoy la carne y la novedad son los SUEC de la Genetics Dreams. Super Estrellas Clonadas. O sería mejor decir prostíbulos superexclusivos.

Si no lo ha probado aún, no se lo pierda. Sus más locos sueños vueltos realidad. Sus más sucias fantasías al alcance de la mano. Ahora puede usted acostarse con la mujer de sus sueños: gran actriz, cantante, supermodelo, Naomi Campbell o Madonna, Mena Suvari o Cher. La diva de su preferencia, en su cama, dócil a todos sus caprichos... y además, completamente virgen.

Los servicios de clonación cubren todos los gustos. El ADN lo venden las mismas superestrellas y a buen precio. Sus asesores de imagen lo consideran buena publicidad. También ha surgido toda una casta especializada de ladrones de genotipos a los que les basta con un cabello, una gota de saliva o de sudor de las pocas recalcitrantes.

Al principio las feministas protestaron contra la objetización de la figura femenina... luego empezaron a aparecer los primeros clones de placer masculinos y ya nadie les prestó atención.

En realidad, creo que nunca nadie les prestó mucha atención a esa pandilla de frígidas histéricas.

La Genetics Dream ha creado todo un sistema, muy organizado. Usando las más modernas técnicas de programación hipnótica, cada clon se le implantan bloqueos mentales, tanto para asegurar su docilidad y obediencia como para impedirles cualquier reacción violenta. Aunque estoy seguro de que algunos clientes preferirían que les opusiesen cierta resistencia, lo mejor para el negocio es no correr ni el más mínimo riesgo.

Por eso es que los clones son también de usar y tirar. Otra clase de condicionamiento mental garantiza que una vez que el correspondiente cliente haya acabado de dar rienda suelta a sus fantasías, su ¿víctima? ¿objeto? ¿juguete? deje de respirar. No es un problema para la compañía; con el ADN de los originales pueden obtener todas las copias que necesiten, y rápido. Gracias a las últimas técnicas de embriogenia acelerada, no cuesta mucho tener listo un clon... y en cuestión de horas.

De eso modo es posible incluso que varios clientes pueden usar un mismo "modelo" al mismo tiempo. Según las estadísticas, esos pedidos en serie se disparan cuando alguna nueva superestrella se pone de moda.

Pero este negocio, como todos, tiene sus imprevistos.

El instinto de conservación es una fuerza tan poderosa que a veces ni siquiera la ciencia moderna logra vencerlo. A veces los bloqueos fallan, y algún clon se niega a complacer a su cliente y responde a la violencia con más violencia. Generalmente es posible detenerlos a tiempo. Pero en ocasiones, en muy raras ocasiones, logran escapar, a veces incluso matando al cliente.

Y es ahí donde intervengo yo.

Mi trabajo es seguirlas, encontrarlas... y neutralizarlas.

Para siempre.

Antes de que sea tarde y se haga público. Cualquier fallo en el sistema SUEC podría causar un escándalo, pésima publicidad para la imagen de la Genetics Dreams. Y ni hablar de la verdadera superestrella. ¿Y si el clon, en venganza, tratara de matar a la original para sustituirla? ¿Y si es la estrella la que diera muerte a su réplica en legítima autodefensa? ¿Cómo saber quién es quién?

O una posibilidad siempre temida pero hasta ahora nunca verificada, que las dos establezcan una alianza. Imagínense, las Supermellizas Cher, o el Trío Madonna. Qué pesadilla.

Para impedir esto y cosas peores fue que me contrataron.

Yo tenía una reputación en el ejército. Tras el éxito de la operación "Lluvia negra" mi nombre estaba en todos los periódicos y ciberredes. Por suerte, no mi rostro.

Me buscaron. Yo era el candidato ideal para el trabajo de cazador de clones defectuosos.

Pensaron que podían confiar en mí, y no se equivocaban.

Para un militar la obediencia es como una segunda piel. Está acostumbrado a cumplir órdenes sin preguntar... a que ni siquiera le pase por la mente cuestionarse el por qué de esas órdenes, ni a sus jefes, ni mucho menos traicionarlos.

Dejaron un mensaje en mi ciberconsola.

Mi clave de identificación es privada; así supe que era gente con recursos.

Acudí solo a la cita, como me sugirieron "amablemente".

Fueron breves y precisos.

Yo tenía que matarlas antes de que tuvieran tiempo de ver a nadie, de hablar con nadie, de saludar siquiera a nadie.

No sería un crimen. Yo no soy un criminal.

Matar a alguien que no existe, a una copia, a un fantasma, no es un crimen.

¿Ni aunque sea un fantasma inocente?

El hombre que se entrevistó conmigo era gris y olvidable. Mi nombre no importa, ni el de los que van a contratarte. Te conocemos bien, me dijo, y sentí el peso de un poder inmenso respaldando cada una de sus palabras. Sabía que yo era capaz de matarlo sólo con mis manos en menos de un segundo, pero no parecía ni mínimamente preocupado Sabemos que eres un experto. Te pagaremos bien. Y me explicó lo que se esperaba de mí. Fue la primera vez que escuché el eufemismo "neutralizar"

—Las fugitivas están dispuestas a todo, y eso las vuelve tremendamente peligrosas. La mayoría de nuestros agentes de seguridad tendrían grandes dificultades en neutralizarlas, y podrían hasta morir en el intento. No podemos correr ese riesgo. ¿Comprendes?

Comprendí.

—Bien. Una cosa más. Trabajarás solo. Si te asocias con alguien, y sabremos si lo haces, te lo aseguro, serás inmediatamente neutralizado. No eres el único que trabaja para nosotros. Pero no conocerás a ninguno de tus colegas. Y, por supuesto, aunque siendo legalmente estricto lo que haces no es un crimen, si alguna vez caes en manos de las autoridades, negaremos todo vínculo contigo. ¿Está claro?

Reí... prudentemente, para mis adentros. Sus amenazas no me asustaban. Para alguien acostumbrado a tratar con la muerte, su fantasma ya no infunde miedo.

—Algo más —continuó siempre con el mismo tono de voz tranquilo—. A la vez un favor... y un consejo. No te comprometas sentimentalmente con ninguna de tus presas. Digamos que... empañaría tu visión de las cosas. ¿Entiendes?

Dije que sí, que entendía, y yo mismo me lo creí.

Pero mentía. Aunque no fue hasta ahora que lo supe.

No podía darme el lujo de saberlo. Ellos conocían muchas cosas de mí. Llevaban años estudiando mi expediente. Era lógico suponer que estarían vigilándome.

En cualquier caso, yo no les temía, y el dinero nunca viene mal.

Pagaban bien, muy bien, y no les importaban mis métodos, sólo mis resultados. Siempre pude hacer las cosas a mi manera.

Comencé a trabajar enseguida.

Casi nada sabía de mis presas. Casi nada preguntaba. Con su cara y la zona de la que habían huido solía bastar. Era rápido y discreto. No violaba la ley, porque en realidad ellas no existían legalmente, ni estaban registradas en ninguna parte. Pero si alguien me hubiera visto matar a cualquiera de ellas, podría haber intervenido, o llamado a la policía, y hay tantas balas perdidas en este mundo...

Nunca llevé una cuenta de mis víctimas. Pero fueron muchas.

Para alguien acostumbrado a detectar y eliminar soldados enemigos bien camuflados en la selva, seguir a aquellas mujeres superllamativas en la selva urbana y luego neutralizarlas resultaba casi demasiado fácil.

Casi.

Cuando uno lleva mucho tiempo en un campamento militar, entrenando duro, se vuelve más resistente a todo... excepto a las mujeres. Ellas están en nuestros pensamientos aun cuando creemos que las hemos olvidado. Es por eso que, no importa lo fuertes que seamos, siempre seremos débiles ante ellas.

Tonto de mí al pensar que yo era diferente.

Cuando la vi por primera vez, supe que yo también era tan débil como los demás.

Llegó bastante lejos. La rastreé hasta este pueblito, la encontré y la seguí durante horas, de bar en bar, y la esperé a la salida de uno, en la solitaria oscuridad. La vi en cuanto salió a la calle.

Ella también me vio y se encogió, como esperando lo inevitable.

Entonces fue cuando, en contra de mi costumbre, hice algo puramente emocional, y no impulsado por un cuidadoso razonamiento.

Estábamos solos, pero no le disparé. La dejé escapar.

Se perdió entre las sombras de la avenida.

Casi inconscientemente mi mano derecha aferraba el mango de la pistola.

Luego me dije que me sería fácil justificar el error. Era tarde en la noche. La ciudad dormía. No estaba en horario de trabajo...

Pero los asesinos no tienen horario de trabajo.

Me quedé largo tiempo, inmóvil, conteniendo el aliento como si todavía pudiera escuchar el sonido de sus pisadas de bestezuela acosada alejándose sobre el asfalto en desesperada carrera por salvar su única posesión: la vida.

Pero el silencio era tan impenetrable como las sombras que se la habían tragado.

Sabía que sólo tenía una oportunidad entre diez de que se salvase.

Había otros como yo. Y yo no creía en los milagros.

Pero esta vez quise creer.

Yo la conocía de siempre. Todos la conocían. Era una más de las tantas diosas de las pantallas.

O mejor dicho, su fantasma.

Un fantasma inocente.

Uno siempre cree que esas mujeres no son reales.

Falso.

Ahora sé que, aunque parezcan divinas, perfectas, inalcanzables, ellas son tan humanas como nosotros. Incluso más, a veces.

Fue una noche inolvidable. Las horas pasaban, pero yo continuaba allí, de pie, mirando la lejanía, sin sentir sueño ni agotamiento, con la esperanza de verla regresar a pronunciar al menos una palabra de gratitud, de ver de nuevo sus ojos negros.

Aún sabiendo que al otro día tendría que volver a mi trabajo, a la rutina de siempre.

Que al otro día tendría que olvidar.

No me importaba que me mataran.

Más difícil me parecía conseguir olvidar.

Y no lo conseguí.

Cuando desperté al día siguiente en el hotel, seguía pensando en ella.

Lo peor era saber que había otros como yo que acabarían el trabajo que yo había dejado a medias.

Que quizás ya lo habrían acabado.

Ella sería entonces sólo un cadáver como tantos otros pudriéndose en la morgue.

¿La morgue?

No estaba lejos de mi hotel. Tuve una idea loca. ¿Por qué no? Para salir de dudas de una vez. Porque lo peor era la incertidumbre.

Se dice fácil. Pero hacía falta valor, mucho valor para enfrentar... lo que fuera.

Encontré ese valor, en alguna parte. No importa dónde.

Sólo tenía que caminar dos cuadras por la calle principal, luego doblar por el parque y descender hacia el malecón. Allí, bajo del puente y junto al mar, estaba el hospital, y en sus sótanos, la morgue.

Era ya mediodía, pero el sol no me parecía luminoso, sino oscuro. Caminé lentamente hasta el océano, tratando de no pensar en lo peor. Pero ¿qué era lo peor? Cada vez que me preguntaba "¿y si no la mataron?" se me erizaba el alma. Ellos, por supuesto, lo harían sin dudar un segundo. O tal vez ellos también descubrieran de pronto escrúpulos antes insospechados.

El malecón estaba completamente vacío.

El viento soplaba, frío, pero no demasiado.

Envuelto en una espesa niebla, el mar rugía sordo y casi invisible, como si estuviese descontento con el hecho de que, como de costumbre en el trópico, el frío no fuera lo bastante intenso ni siquiera en invierno.

Después de pasar bajo el puente todo pareció más claro a la luz que se derramaba por las ventanas del hospital. Era un hospital grande, que abarcaba toda la manzana. Y una cerca de hierro con columnas de piedra a intervalos lo separaba del resto del pueblo.

Entré en el patio, todavía más iluminado.

Dos mujeres con batas blancas llevaban una camilla tapada con una sábana. Otro cadáver camino a la morgue.

Mirando a aquella pareja de enfermeras, pensé de pronto en que hay gente que trabaja día tras día con cadáveres, sin que nada parezca perturbarlas. Para ellas, convivir con la muerte es algo cotidiano. También lo es para un asesino como yo... y sin embargo, aún no he cruzado el umbral y ya estoy temblando. Como si de algún modo me sintiera responsable de todas esas muertes. Como si las hubiera matado a todas.

Estupideces.

¿A qué temer?

Los muertos, muertos están.

Y ¿acaso se puede matar a un fantasma, aunque sea inocente?

Seguí a las mujeres. En efecto, iban hacia la morgue

—¡Pancho, viejo verde! —gritó una—. ¡Abre, que aquí tienes a otra huésped! ¡Una de tus superestrellas favoritas!

—Como todas... ¿Por qué gritan? Está abierto para todo el mundo, y para ustedes en particular. —La voz de un viejo respondió desde algún lugar impreciso del sótano.

En la puerta del sótano se encendió una luz amarillenta, y entonces salió un tipo delgado como una caña de bambú, ataviado con un delantal de hule, una grasienta chaqueta de mezclilla, y una gorra enorme ladeada sobre su cabeza extrañamente pequeña.


Ilustración: Fraga

—Estoy buscando un cadáver que probablemente trajeron ayer —le dije, mirándolo fijamente a los ojos para tratar de intimidarlo—. Un clon de la famosa bailarina española Yadira López.

—Yo no sé nada. —El viejo se quitó la gorra y después de sacudirla se la puso otra vez —. Las que yo tengo aquí son todas iguales. Si fue para acá que la mandaron, allá atrás debe estar, congelada. Ven conmigo y mira tú mismo...

Y entramos juntos, tras las mujeres con su camilla. En lo profundo del sótano el viejo de nuevo encendió una lámpara mortecina que apenas si lograba disipar la penumbra de una habitación fría y de dimensiones difíciles de adivinar, en la que flotaba un olor intenso, pero que tardé un par de segundos en reconocer.

El olor de la muerte y la corrupción, el aroma de lo efímero del sueño humano de grandeza e inmortalidad.

Sobre un estrado había varios cadáveres tendidos en fila. Todos de mujeres hermosas y jóvenes, algunas incluso niñas, tantas y tan juntas que en la escasa iluminación resultaba difícil distinguirlas entre sí.

—¿Esa que busca, es pariente suya? —preguntó el viejo, sonriendo con malicia.

—¿De dónde saca esa idea? —repliqué, disimulando mi ira—. Ninguna de ellas tiene parientes y usted lo sabe bien. Sólo soy... un cliente.

—Ah, bueno, eso ya es otra cosa.

El tono irónico de sus palabras me convenció de que sabía lo que yo era. Ningún cliente se molestaría en ir a comprobar si el clon utilizado había sido eliminado. Sería como ir al basurero a buscar el condón usado el día anterior. El viejo quizás ya se había topado con otros casos como el mío. Quizás hasta fuese uno de mis secretos colegas, ya retirado.

—Búsquela. Si la trajeron, estará por ahí. —El viejo abarcó todo el sótano con un ambiguo ademán—. Necesitará más luz...

Encendió otra lámpara y otra más. La estancia resultó ser inmensa.

—¿Cómo la voy a encontrar aquí? —Me encogí, mitad desconcertado, mitad por puro frío. La temperatura era bastante más baja que en el malecón. Algún pingüino había trabado el regulador del aire acondicionado. Pero si la idea era que el frío impidiera la descomposición, no estaba funcionando. A cada segundo el olor a muerte se me antojaba más fuerte.

—¿Las tienen numeradas? —pregunté, tratando de ocultar mi desazón.

—¿Numeradas? —El viejo se echó a reír aparatosamente—. ¡No me alcanzaría el tiempo para numerarlas a todas! ¡Mira cuántas hay! ¿Qué te parece el espectáculo?

Él daba la impresión de estar muy a su gusto, pero a mí me pareció horrendo. Por primera vez en mi vida sentí náuseas ante la presencia de la muerte. De repente se me antojó que, ocultas entre los cadáveres, había fugitivas vivas y confabuladas contra mí con el viejo. Que en cualquier momento saltarían sobre mí para vengar a todas las que yo había "neutralizado". Que me iban a matar de algún modo lento, cruel y terrible.

Casi instintivamente retrocedí un paso hacia la puerta.

—¿Qué le pasa, joven? ¿Tiene miedo? —El tono de la voz del viejo era cada vez más extraño.

Sentí vergüenza y desanduve lo andado.

—¿Tengo motivos para tenerlo? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara—. ¿Acaso usted también lo tiene?

—A veces creo que me olvidé hasta de cómo asustarme —sonrió él otra vez, maliciosamente—. En este trabajo uno no puede permitirse tener miedo. Pero no se preocupe, es una reacción natural temer a los muertos. Hasta en los... cazadores, como usted.

—Yo no soy ningún cazador —dije con firmeza, desafiándolo—. Sólo soy un cliente. Nadie conoce a los cazadores, son asesinos profesionales, que trabajan en las sombras. Si yo fuera de veras un cazador y usted lo supiera, ¿no cree que tendría que matarlo? —Lo dejé masticar la idea. No le gustó—. Quiero ver las que trajeron ayer. Las más frescas, digamos...

—No los clasificamos en frescas o pasadas. Los cadáveres no son frutas. Sírvase usted mismo. —Molesto, hizo un gesto señalando el montón—. A mí no me pagan por eso.

Me quedé congelado, sin saber cómo ni por dónde empezar. Entonces tuve una idea:

—Se trata de Yadira López, la gran bailarina española, una mujer hermosa, de ojos y cabello negros. ¿No la conoce? Todos la conocen. Ella, la verdadera, baila como los dioses. Así que si ha llegado algún clon suyo en las últimas horas, dígamelo sin rodeos. Ese es su trabajo, así que hágalo, y no pregunte más. Soy sólo un cliente... pero no uno cualquiera. Tengo muchas influencias...

—De acuerdo. —El viejo se encogió de hombros—. Empecemos por... esta misma —y haló por los pies al primer cadáver de la hilera—. Cabello y ojos negros, así que podemos dejar tranquilas a las rubias. ¿No será ésta? Mire bien, a ver...

Precisamente mirar bien era lo más difícil para mí en aquel momento. Pero lo hice.

—No, no es ella.

—Entonces vamos a buscar por aquel extremo —propuso el viejo, frotándose las manos como si las tuviera heladas.

No los conté, pero revisamos no menos de veinte cadáveres antes de que por fin la reconociera...

—¿Es ésta? Disculpe, pero es que como son tantas de su tipo. Y mire, aquí hay otra, y otra. ¿Cuál de todas es la que busca?

Qué ironía. Aquella noche parecía haber habido una explosión de pedidos de Yadira, la bailarina española.

Había sido una noche especial, y no sólo para mí.

La mejor de las noches para algunos ricos afortunados.

La última para algunos fantasmas inocentes.

Era imposible saber cuál de todas ellas había sido la mía.

Quizás ninguna.

Ojalá.

No se puede tener un fantasma.

Qué estúpido había sido.

Ahora finalmente lo comprendía.

Ahora que por primera vez veía juntas a tantas como ella.

Ahora ya sabía que de veras no existían más que... como fantasmas.

Me sentí mal. Tuve que recostar la espalda a la pared para no caer al suelo.

El viejo me miró casi compasivo, y otra vez sentí vergüenza.

Pero entonces me quitó los ojos de encima y se puso a cargar los distintos cadáveres de la bailarina como si fueran troncos, para devolverlos a sus respectivos sitios en la fila. Lo miré jadear y afanarse durante largos segundos, agradecido de que no me pidiese que lo ayudara.

Para qué lo pensé. Justo en ese momento me gritó:

—¡Oiga, joven, no se quede ahí parado, venga y ayúdeme, vamos a cargarlos entre los dos!

No quiero recordar los detalles. Hice de tripas corazón y me obligué a coger a uno de los cadáveres... quizás el de mi amada fantasma, quién sabe, por los pies yertos.

Entre los dos la devolvimos a su sitio.

—Muchas gracias por todo. Ahora debo marcharme —le dije al viejo, y me dispuse a salir del sótano.

—Gracias a usted por la distracción —respondió el viejo—. Mi trabajo son los difuntos... o las difuntas. Y ya ve que no son muy conversadoras que digamos. Si hablaran, figúrese: yo también podría hacerme famoso, divulgando las intimidades de tantas superestrellas...

No le respondí. ¿Intimidades de superestrellas?

De superestrellas falsas. De superestrellas desechables.

Cuando salí del sótano, las rodillas me temblaban. Atravesé el patio, pero tuve que detenerme junto a la cerca. Sentía nauseas. La vista se me nubló, y de repente sentí unas ganas de llorar incontenibles, como no recordaba haberlas tenido desde niño.

Casi lloré. Casi.

Pero entonces, escuchar el sonido lejano de los automóviles en la carretera me hizo recordar quién y qué era. Me limpié los ojos, respiré profundo y me erguí.

Los asesinos no lloran.

Llorar es recordar con dolor, y los asesinos no sienten dolor.

Y si alguna vez lo sienten, lo olvidan pronto...

Caminé. Las rodillas ya no me temblaban, pero todavía sentía náuseas. Permanecí parado algún tiempo en la acera, apoyando los codos en el muro del malecón.

Mirando al agua.

Luego seguí adelante.



Se puede hacer casi cualquier cosa con un fantasma, incluso asesinarlo, pero no es aconsejable enamorarse de él... o ella.

Alberto Mesa Comendeiro, ganador del Premio Guaicán 2005 por este relato, es de Ciudad de La Habana. Un cuento suyo, "Almacén de Cataratas", fue incluido en la antología Reino Eterno (Ed. Letras Cubanas 2000) y otro relato, "Huéspedes del basurero", fue elegido para una antología de próxima aparición que prepara el Taller Espiral.


Axxón 159 - febrero de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Clones: Cuba: Cubano).