VIEJO BARRIO

Fernando de Giovanni

Argentina

No sé cómo ni cuándo ni quién me llevó en medio de aquellos días grises al barrio Chatarra y a su paisaje de automóviles abandonados. Sé que viví varios años en un Oldsmobile cuadrado, con asientos de suave felpa y vidrios astillados. El barrio se subdividía en pequeñas barriadas: la de los Renault, la de los Dodges, la de los Citroen, donde vivían los más desharrapados de los desharrapados que éramos. El único verde de la zona lo ofertaban los Ford Falcon, pero era un verde mustio, apagado bajo el pobre sol que nos alumbraba. Un viejo, sentado eternamente en un inodoro, gobernaba el lugar. Él dirimía como juez inapelable las disputas entre vecinos y trazaba las estrategias de la inocente guerra que librábamos contra la ciudad. Todos decían que era un sabio y que la victoria estaba muy cerca.

De tanto en tanto llegaba un mensaje de mi madre. Eran, siempre, unas postales amarillas y gastadas que debieron deambular durante años por sórdidos correos y oscuras estafetas antes de llegar a destino. Ninguna de ellas traía dirección del remitente ni fechas. Eran palabras desleídas, flacas de afecto. Las guardaba en una caja de cartón y olvidaba de inmediato lo que decían. Todas se perdieron durante el gran incendio.

El viejo se encargaba de entregarme las cartas. Nunca me dijo de qué modo le llegaban. Me mandaba a buscar por algún chico al Oldsmobile y sentado sobre su inodoro, al que llamaba su trono, con el sobre en una mano y el mate en la otra, me recibía diciendo: aquí tiene joven. La deferencia del viejo me producía un leve temblor de orgullo. No hay que olvidar que era nuestro jefe y que vivía con la humildad de un santo en un Renault sin rastros del color original. Todas sus pertenencias eran el inodoro, el pequeño brasero, un mate, una pava y la guitarra. Pero tenía sobre los hombros una cabeza de patriarca y una seca mirada de mando.

Por supuesto el barrio no figuraba en los mapas ni en los distritos electorales. Cualquiera que pasara por la autopista o en los cada vez menos frecuentes trenes no supondría que alguien pudiese vivir allí. A simple vista no observaría más que una gigantesca montaña de chatarra desmoronada, una tumultuosa sucesión de carrocerías muertas. Tal vez, a lo sumo, desde su ventanilla podría divisar algunas siluetas de mujeres inclinadas sobre fogones o a unos chicos jugando en los terrenos vecinos a las vías.

Las calles internas eran un laberinto que apenas permitían el paso de dos personas al mismo tiempo siempre que no fueran muy gordas. Pero en Chatarra no había gordos. Tapizadas de tuercas , bulones y trozos de repuestos inservibles, esos metálicos senderos eran también nuestro arsenal. Cuando la policía intentaba un desalojo, nuestras bien provistas hondas, convertían la batalla en una fiesta. El conocimiento del terreno y la innumerable cantidad de proyectiles con que contábamos, nos daban una abrumadora superioridad. Sabíamos que no había que salir al descampado y si llorábamos con los gases lacrimógenos también reíamos.

Rehuíamos siempre el combate frontal pero nos gustaba la provocación. Un tornillo certero en la cabeza de un policía, la afrenta de algún cartelón que el viejo se había encargado de redactar. Entonces destacaban una avanzada que llegaba medrosa hasta las primeras carrocerías y espiaba las extrañas callejas sin atreverse a entrar. Confusas voces de mando se metían en un silencio que los policías escuchaban como una amenaza. El que se le atrevía al silencio y entraba más allá de la segunda línea de autos, solía volver desnudo y machucado a reunirse con su tropa.

Esa fiesta siguió hasta los primeros disparos. Desde las alturas del terraplén caían balas enloquecidas que rebotaban sobre el metal. Un par de balazos se multiplicaba en filos y rebabas, cantos y biseles que dividían el plomo en partículas asesinas. Hubo muertos y heridos y hasta yo, que cada vez que los veía apostarse me acostaba entre los ejes de un camión, recibí en una pierna la esquirla de una bala envenenada que rebotó como a veinte metros de mi refugio.

Debajo de un Mercedes Benz que había sido colectivo, alguien había encontrado la tapa de una alcantarilla que nos comunicaba con las cloacas. Bajo tierra contábamos con un vasto recinto para nuestros encuentros y celebraciones. No faltaban allí las discusiones ni el vino discretamente distribuido en botas de procedencia española que alguno de los nuestros había robado en el puerto.

A través de ese agujero y de las cloacas incursionábamos en la ciudad. No había otra manera ya que las autoridades, policía y ejército, resignadas al fracaso de sus intentos de desalojo, habían bloqueado todas las salidas. Seguramente querían rendirnos por hambre para una posterior masacre o en el mejor de los casos enviarnos a los campos de confinamiento construidos en las afueras.

Conocíamos las cloacas tanto como las ratas. Por sus laberintos nos deslizábamos hasta dejar atrás a nuestros sitiadores y brotábamos de pronto en pleno centro o en medio de los barrios elegantes. Eran dignas de verse las caras de sus habitantes cuando emergían de una cantarilla cuatro o cinco individuos malolientes y cubiertos de harapos que se entregaban de inmediato al saqueo.

No necesitábamos ni armas, sobraba con nuestras caras y olores para que escaparan espantados.

Cuando las autoridades advirtieron nuestra táctica resolvieron soldar las tapas de las alcantarillas. Entonces dejaron de llegar cartas y víveres. Nos pasábamos las horas evitando la desolación y deambulando entre las carrocerías, tratando en vano de hacer funcionar alguno de los miles de motores, pero más que intentos mecánicos, eran juegos solitarios, una suerte de rompecabezas consistente en desarmarlos y después tratar de reconstruirlos. Siempre sobraban o faltaban tuercas, bielas o pistones. Así levantamos extrañas esculturas que muchos años después serían vendidas en prestigiosos museos como obras de autores anónimos y desaparecidos.

Sin yerba, escaso de agua, el viejo ya no permanecía sentado. Paseaba a grandes trancos por un pequeño claro abierto entre una docena de autos muertos. Era una pequeña fortificación que el viejo apreciaba por el gran trabajo que nos había costado. De vez en cuando, como de compromiso, le arrancaba un rasgueo a su guitarra, escupía sobre las chapas amontonadas y parecía entonar un canto inaudible. Una noche hizo arder los últimos pedazos de madera y nos convocó a la cloaca. Bajamos la escalerita de hierro en silencioso cortejo y nos sentamos sobre el piso húmedo espantando ratas. El agua pestilente, cuyo hedor ya no registrábamos, corría a nuestro costado con un confuso murmullo. Arriba habían quedado de guardia una docena de hombres.

—Después que apretaron el cerco y soldaron las tapas —comenzó el viejo—, nuestra guerra ha comenzado a languidecer y huelo el fantasma de la derrota. Les dejamos tomar la ofensiva y ése es el más grande error que puede cometer un ejército. Cercados, bebiendo agua sucia, comiendo raíces, ratas y hasta nuestros propios muertos (hacía referencia a un caso de antropofagia registrado en el sector de los Chrevrolet)... Nada de eso me espantaría si estuviésemos peleando. Cosas peores he visto. La lucha es al sacrificio como el pan al vino. Deben andar juntos para que la comunión se concrete y el alma salga limpia... Pero sin pelea se vuelve un puro exterminio... Habrá días no muy lejanos en que estaremos esperando que la bala del terraplén acierte a un compañero para tener almuerzo y después llegaremos a desear que otra bala nos despene.

"¿Y de quién será la culpa de que esto suceda?... ¿De los policías que cumplen órdenes y que defienden los negocios de los ciudadanos?... ¿De esos mismos ciudadanos que ven en nosotros una banda de saqueadores a la que habría que exterminar con sus crías?... ¿Habrá que culpar a las autoridades elegidas por los ciudadanos o al menos aprobadas por ellos?... No compañeros, no tienen culpa. Y si hay culpa debe caer sobre nosotros que nos acurrucamos en medio de la chatarra sin más coraje que el de asustarlos un poco...

"En mi larga vida supe ser hombre de acción. Fui cantor en tiempos en que había que ser tan bueno en el encordado como con el cuchillo. Tuve banda y anduve a monte. Fui matón de comité y me desvelé en serenatas. Tiempos hubo en que mis dedos, ahora endurecidos y resecos, eran capaces de convocar a los animales con acordes que los hombres no podían escuchar. Tengo más cicatrices en el cuerpo que años y me caminan por la sangre trozos de balas y perdigones... No le tengo miedo a nada ni a nadie.


Ilustración: Pat Solaria

Como emborrachándose con el propio sonido de su voz el discurso del viejo se extraviaba, las palabras andaban como buscando su propio eco sin encontrarle el sentido. Con los ojos llenos de lágrimas siguió perdiéndose en recuerdos que no le conocíamos. Habló del rigor de una lluvia y de caballos inalcanzables...

—Entonces ardíamos como lámparas alumbrando mujeres que acostábamos de prepo después de robarlas de sus casas y las abandonábamos en el desierto para que parieran debajo de cualquier roca y dejaran su placenta a los cuervos... De tan malos que fuimos nos fueron poniendo buenos... Nos amansaron a palos y a caricias... Nos domaron de abajo y de arriba... con espuelas y terrones de azúcar... Y entré a tirar para santo... Hay días que me busco la sombra y no la encuentro...

Las antorchas se habían ido apagando y la cara del viejo parecía iluminada mientras amontonaba frases que nadie entendía, pero tampoco nadie se atrevía a interrumpirlo. De pronto, en un hueco de sus frases, me escuché susurrar.

—¿Y cómo vamos a pelear?

Nos pareció que había recibido un golpe inesperado. La cara se le volvió un torbellino de arrugas y las lágrimas corrieron libremente por esos innumerables surcos.

—¿Pelear? —preguntó—. ¿Estamos hablando de pelear? Es que yo me olvido de todo últimamente... Tendrán que encargarse ustedes de ese asunto... Mi memoria no es buena y hasta para manejar el cuchillo hay que tener memoria...

Se fue inclinando sobre la guitarra y acarició las cuerdas.

—Lo más lindo es cantar... Hay que cantar... —y empezó a balbucear una melopea incomprensible.

De a dos en fondo salimos de la cloaca. Afuera todo ardía. Contar aquel fuego me parece imposible. Eran miles de litros de gasolina corriendo entre las carrocerías y cercándonos sin tregua. Nuestros guardias habían sido eliminados por sigilosos cuchillos. Después dos o tres camiones con sus tanques llenos de combustible abrieron sus grifos. Para el resto bastó un fósforo.

El viejo salió de los primeros guitarra en mano y caminó hacia su inodoro. Esperábamos sus órdenes, sus voces de combate mientras las llamas nos rodeaban. Con lentos pasos fue a sentarse en su trono. Un latigazo de fuego le lamió las piernas y el quiso acariciarlo como si se tratara de un perro manso. Cuando el poncho ardió se empeñó en la guitarra intentando algunos rasgueos que nadie consiguió escuchar. A la voz de "a las cloacas", arrastrándonos, nos arrojamos dentro del pozo, y entre gritos desgarradores y puteadas al vacío abandonamos el barrio.

A oscuras y a tientas, siguiendo el sonido del agua rumbeamos hacia el caño maestro que era nuestra única salida. Temíamos con fundamento y nuestro temor fue trágicamente confirmado, que previendo nuestra fuga las autoridades hubiesen dispuesto un escuadrón de fusileros navales en la boca de la cloaca. Mujeres y niños detrás avanzamos por el cada vez más caudaloso canal y cuando una pequeña avanzada divisó la luz del día, fue recibida a balazos.

Esperamos hasta la noche entre gemidos de quemados y con las tripas estragadas de hambre y sed. A pesar de todo mantuvimos una asamblea que se prolongó por horas. Estaban los que sostenían que era imposible ganar el río ya que los fusileros navales nos cazarían como a vizcachas encandiladas. Proponía regresar al barrio e intentar la fuga por la superficie. Otros, con buen criterio a mi entender, opinaban que si el barrio no seguía ardiendo ya estaría ocupado por la policía y el ejército. Se votó por aguardar la noche y salir al río. Los que sabían nadar debían hacerse cargo de los que no supieran. Los heridos y quemados serían abandonados en la boca del caño con una bandera blanca que lamentablemente no teníamos. Una vieja facilitó una bombacha de dudosa blancura y alguien la ató a un palo de escoba que navegaba por el canal. Sabíamos que la bombacha blanca era un símbolo inútil, pero era una hilo de esperanza que dejábamos a los moribundos. La idea era caer al agua y dejarse arrastrar hacia las falsas islas que formaban los camalotes, esconderse en ellas y encontrar un punto de encuentro cuando se relajara la represión. Pensábamos en improbables selvas en las que resistir.

Fue un día infinito. Cada uno de los que no participaba en la asamblea debía contar hasta 3600 y hacer una marca. Lamentablemente muy pocos de los nuestros sabía contar, y nuestros relojes humanos adelantaban o atrasaban el tiempo. A la hora que creímos propicia emprendimos la marcha y desembocamos en el río a la hora del crepúsculo. Fue una suerte. Los fusileros, previendo que intentaríamos salir de noche, estaban ocupados en colocar unos potentes reflectores que apuntaban a la boca de la cloaca.

Ese día supe que el atardecer es la peor hora para hacer puntería. Es prácticamente imposible hacer puntería sobre confusas siluetas y desperdiciaron un par de cargadores antes de que se encendieran las luces. Para ese entonces yo flotaba de espaldas hacia unos confusos islotes. Alcancé a ver como los fusileros remataban a los heridos en la boca del caño maestro y los tiraban al río. Eso también ayudó a mi fuga. Entre tantos cadáveres flotando, resultaba fácil disfrazarse de muerto, y esquivar el látigo de los reflectores.

Salí del agua en medio de una selva de juncos. En la oscuridad ladraban perros y guiándome por sus ladridos caminé a tierra firme. A lo lejos, unas luces titilantes me hicieron pensar en un pequeño pueblo. Al acercarme descubrí que se trataba de un estadio de fútbol. Un tibio aroma de chorizos asados me atrajo como un imán, pero por la presencia de la policía retrocedí hasta un callejón. Oculto en una arcada escuche los festejos de un gol, murmullos reprobatorios, insultos y nuevos festejos. Cansado, me dormí en el suelo. Al despertar casi había olvidado el barrio de chatarra y en ese mismo momento juré no juntarme más con esa gente.



La marginalidad no tiene otros territorios que los que marca la turbia imparcialidad de las balas, cruzando en todas direcciones en busca de tu corazón o tu cabeza.

Si alguien preguntara por los cuentos más recordados de la literatura fantástica argentina, entre ellos estaría, sin lugar a dudas, "El tipo que vio el caballo". Fernando de Giovanni, su autor, ganó con ese relato el Premio Más Allá y al mismo tiempo fue finalista con "Vagos recuerdos" (Axxón N° 137). Durante años supimos poco de él; que vivía en España y, recientemente, que había regresado. El resultado del retorno es este cuento. Fernando, nacido en La Pampa hace unos cuantos años, publicó la novela Keno (1969) y algunos cuentos en antologías.


Axxón 160 - marzo de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: Argentina: Argentino).