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LO ENORME Y LO PEQUEÑO
Stanislaw Lem (1921-2006)

por Alberto Chimal

 

Hace muchos años, el inventor Trurl creó una máquina que podía fabricar todo aquello cuyo nombre empezara con la letra N: narguiles, narices, necesers de nácar. Todo fue bien hasta que Clapaucio, amigo y rival de Trurl, retó a la máquina —entre declaraciones muy sarcásticas— a que fabricara la Nada. A ver si de verdad podía, dijo. Ofendida, la máquina obedeció, y la Nada (informe, terrible) comenzó a tragarse al universo entero. La máquina dejó de fabricar la Nada sólo hasta que Clapaucio se arrepintió de su grosero escepticismo, y entonces ya era tarde: el cosmos estaba lleno de agujeros, de vastas zonas oscuras, y muchas cosas maravillosas como las pimas, las murquías y otras cuyos nombres no empiezan con N, y que la máquina por tanto no podía recrear, se habían perdido para siempre.

      Lo anterior es el resumen de un cuento: "Cómo se salvó el mundo", publicado en el libro Historias de robots (1964) de Stanislaw Lem. El lector no dejará de observar que la historia podría titularse, también, "Cómo se estropeó el mundo": la estupidez es la causa de la catástrofe, y sólo cuando el daño es irreparable llegan la "conciencia" y los lamentos de Clapaucio.

Como la realidad no ha carecido, nunca, de episodios similares, la naturaleza de Lem como artista puede parecer un problema. El escritor polaco es considerado, casi siempre, un autor de science fiction, de narraciones especulativas basadas en los avances de la tecnología, lo que entre nosotros significa —por lo común— un escritor "menor", de "subgéneros", de basura como la de George Lucas. Pero este cuento, como el resto de la obra de Lem, da a pensar: propone un reflejo muy revelador de la condición humana, y además está escrito con una maestría verbal, de la sintaxis, del humor y la imaginación, que las traducciones, por malas que sean, no pueden opacar. Tal vez (pensaremos con trepidación, con espanto) Lem no es un mero creador de distracciones vanas y espectaculares; tal vez sea posible escribir de lo que escribe Lem —robots, planetas vivientes, viajes por el espacio profundo, los límites de la comprensión y la experiencia humanas— y escribir literatura...

      Por otro lado, ningún lector de Jonathan Swift (digamos; o de Kafka, o de Borges) se sorprendería de que lo fantástico pudiera ser a la vez el material de visiones fascinantes y el vehículo de grandes ideas. Y Lem —uno de los grandes escritores del siglo XX— está a su manera a la misma altura de todos esos otros.

      Lem nació en la ciudad de Lwow, entonces perteneciente a Polonia (hoy es parte del territorio de Ucrania), en 1921: era, por tanto, casi de la misma edad que Wislawa Szymborska, y sólo un poco menor que Czeslaw Milosz. Como ellos, Lem (quien estudió ciencias y estuvo a punto de graduarse como médico) vivió el tiempo vertiginoso de entreguerras, la propia Segunda Guerra y sus resultas: pudo evitar la deportación nazi gracias a papeles falsos que ocultaban su origen judío, y luego debió enfrentar a la censura polaca —la Oficina Central de Control de Publicaciones y Espectáculos, de triste memoria—, la cual determinó que su primera novela, El hospital de la transfiguración (comenzada en 1948), permaneciese inédita durante años.

Sus primeros trabajos dentro de la ficción especulativa: libros como Los astronautas o La nebulosa de Magallanes (1951), son los más cercanos a nuestra idea habitual de la science fiction: loas optimistas al progreso de la tecnología y a la perfectibilidad del ser humano, sólo que en los términos del socialismo realmente existente. Pero Lem terminó por desencantarse, y como otros grandes fabuladores y satiristas del este de Europa —Slawomir Mrozek, Jan Svankmajer, Kafka mismo— comenzó a usar el rigor de su imaginación para cuestionar y no para elogiar los caminos que habían tomado sus países... y los que hemos tomado como especie. Éste es el centro verdadero de su obra, vestida siempre con numerosas maravillas pero guiada por una visión lúcida, implacable, de nuestras debilidades y nuestra estatura humana. Una y otra vez sus personajes miran la infinitud del cosmos, la plenitud del mundo, y al verse abrumados por ellas advierten el peligro de lo enorme: de existir en un universo que no está hecho para nosotros, y en el que casi todos nos limitamos a vegetar, confinados en los terrenos estrechos de la costumbre, el abandono, las aspiraciones más mediocres.

Nos ocurre así en La investigación (1959), Memorias encontradas en una bañera (1961), El invencible (1964), Cuentos del piloto Pirx (1968), Congreso de futurología (1971), Vacío perfecto (1971), Fiasco (1987)... y, señaladamente, en la novela Solaris (1961), la más famosa de cuantas Lem escribió pues fue llevada el cine en dos ocasiones: en 1971 por Andrei Tarkovsky y en 2002 por Steven Soderbergh.

La primera versión —la única tentativa, fuera de 2001 de Stanley Kubrick, de usar elementos del cine de ciencia ficción para trascender los límites del género mismo— es por mucho la mejor; sin embargo, ninguna refleja cabalmente el conflicto central del libro. Durante décadas, un mundo distante llamado Solaris intriga a los científicos: el océano que lo cubre es un ser vivo, un plasma inteligente que se manifiesta y actúa de formas inexplicables y, al cabo, indescifrables para la mentalidad humana: más allá del lenguaje y lo que llamamos conciencia. Un solo grupo de investigadores logra contacto (mental) con Solaris, pero los resultados son aún más terribles y misteriosos: cada uno es testigo de un "milagro cruel" cuando se le aparece, encarnado, algún personaje de sus recuerdos más ocultos o sus fantasías más inconfesables. Nunca es posible llegar más allá de este contacto, signo de algo que no se puede decir, y naderías burocráticas parecen destinadas a impedir investigaciones posteriores...

Lem murió el 27 de marzo, en Cracovia. Sus personajes quedan entre nosotros y miran la locura del mundo como Josef K. tendido ante la ley o como Lemuel Gulliver, de regreso de todo. (Y ríen, a veces.)


Alberto Chimal, www.lashistorias.com.mx


Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 161 - abril de 2006

 
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