SU SEGURO SERVIDOR

José Ramón Vila (Txerra)

España

Las tres leyes de la robótica:
1.  Un robot no puede hacer daño a un ser humano o,
por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.

2.  Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos,
excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.

3.  Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que
esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.


Isaac Asimov


Fue un ataque nocturno de ideas.

Algunos descubrimientos científicos se convierten en realidad durante el sueño: la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev, por ejemplo.

Yo no fui menos. Aquel día el Sol crepuscular regalaba sus últimos rayos dejando el laboratorio en claroscuros. Ayudado por la penumbra y vencido por el cansancio, entré poco a poco en un profundo sopor. Fue en ese preciso momento cuando, en plena somnolencia, vi entre sueños como surgían y, a la manera de un puzzle, encajaban las fórmulas que no conseguía desarrollar en estado de lucidez. Por mi sueño desfiló, de forma nítida, el diseño de un microprocesador compuesto de nanodispositivos basados en polímeros sintetizados, algo que sólo se consigue manipulando la materia a escala molecular.

Desperté con la mente aún obnubilada por el sopor; agarré un cuaderno que siempre llevo conmigo y tomé notas de inmediato, pues tengo la experiencia de que lo soñado se olvida con facilidad y una idea como ésta no volvería a tenerla a mi alcance. La diosa fortuna no llama dos veces a la misma puerta.

Mi pretensión era, en síntesis, construir un robot antropomorfo útil y eficiente para los seres humanos. Nada parecido a los inútiles trastos fabricados hasta la fecha que no tenían más finalidad que ser meros juguetes —acudía a mi mente la risible imagen de esos robots tan torpes, lentos e inútiles de los japoneses—.

Claro que una cosa era tener un concepto en la cabeza, y algo muy diferente plasmarla y, en definitiva, ponerla a funcionar.

Por desgracia tenía dos escollos importantes: en primer lugar construir un microprocesador de gran velocidad que colmara mis expectativas y, en segundo término, crear una pila potente, pequeña y duradera para dar energía al artilugio, o robot si prefieren denominarlo así.

En el primer caso, partía de cero: los procesadores actuales no servían a mis propósitos y no se contemplaban grandes avances a mediano plazo. Como es sabido, la tecnología del silicio llega a su fin y los científicos buscamos con urgencia un sustituto para suplirla. Mi intuición me decía que había llegado el momento de cambiar de mentalidad, abrirse a otras posibilidades nunca exploradas.

Pero... ¿Por dónde comenzar la investigación?

Llevaba todo esto dándome vueltas por la cabeza más de dos años, sin poder resolver el conflicto técnico de mi ambicionado proyecto, varado en el limbo de las utopías.

Fue una gran ironía que en una inopinada cabezada, entre sueños, concibiera la feliz idea de iniciar la investigación partiendo de lapolimerización.

Intenté cambiar impresiones sobre este descubrimiento con mi amigo y colega Beltrán, miembro como yo del Aula de Nuevas Tecnologías del Instituto Ramón y Cajal.

—¿Un microprocesador de proteínas? —me respondió con semblante atónito.

Comprendí al instante que mi amigo, el típico científico adalid del empirismo y lastrado de convencionalismos, no me serviría de gran ayuda en este asunto.

—¿Enterrar de forma definitiva la tecnología basada en el silicio con... utopías? Querido amigo, no estamos capacitados para dar ese "gran salto" que pretendes. No pierdas el tiempo con ese asunto —me advirtió entre risas.

Ah... Beltrán, Beltrán...

Él y el resto de mis colegas siempre pensaron que era un disparate además de una pérdida innecesaria de tiempo y recursos, investigar en ese sentido. Si a esto le añadimos lo del descubrimiento en un trance onírico... me echarían a patadas. Así que decidí proseguir por mi cuenta las investigaciones, sin dar cuenta a nadie de mis progresos.

¡Y obtuve un rotundo éxito!

Mi hallazgo, en síntesis, consistió en colocar una base de polímero sobre una capa de silicio, para desarrollar circuitos de microprocesadores basados en nanotecnología. Si mis cálculos no estaban errados, serían miles de veces más potentes, eficientes, versátiles y económicos que los procesadores actuales.

¡Qué lejos estaban mis colegas de imaginar el gran avance científico que estaba iniciando por mi cuenta!

Me asombró sobremanera que la aplicación de las fórmulas no presentaran ningún error, así que el primer prototipo de "chip" estuvo listo en un tiempo récord. Después de varias pruebas satisfactorias, el microprocesador funcionó de forma estable a ¡un cuarto de teraherzio!

Ya salvado este primer escollo, quedaba el segundo, no menos importante: el asunto de la pila que, aunque no lo crean, fue más difícil de solventar y no porque careciera de buenas ideas al respecto.

Deseché, en un principio, el acumulador de hidrógeno como combustible que había ayudado a desarrollar en el Instituto. Necesitaba algo más potente y duradero. La respuesta la encontré en los materiales cerámicos superconductores. Éstos, según mis avanzadas investigaciones, daban un potencial magnético asombroso. Lo complicado estribaba en que dichos elementos funcionaran a pleno rendimiento en temperatura ambiente. Claro que esto también lo logré. Aunque me guardaré la fórmula concreta, confórmense con saber que lo conseguí atomizando helio para refrigerar la pila.

Animado nuevamente por el gigantesco avance, me enfrasqué en cuerpo y alma al proyecto. Mi tiempo libre e incontables horas de insomnio ya no eran suficientes; necesitaba más, así que continué mis investigaciones robando tiempo y material del propio laboratorio del Instituto, en aras a seguir trabajando con libertad absoluta en mi gran aspiración.

Llegó el momento de "crear" un cuerpo para mi "criatura". Decidí que lo más práctico era diseñar un androide biomolecular. Nada de titanio, rotores, cámaras y similares.

Aunque en apariencia quizá fuera lo más complejo, en realidad fue muy sencillo. Primero diseñé unos miles de nanorobots —a los que inserté la información de una molécula de ADN humano— que pronto se fueron regenerando y multiplicando a semejanza de nuestras células.

¡Et voilą!Había creado un ser nuevo, mi prototipo de robot perfecto: con la perdurabilidad de lo sintético y una apariencia casi humana.

Reconozco que no me estrujé mucho el cerebro buscándole un nombre: Bautista. Sí, ya sé, como los mayordomos del cine y la televisión. Soy un hombre de ciencia, comprenderán que no dé importancia a cosas tan triviales.

Bueno, pues Bautista no me defraudó en absoluto.

Al principio era algo tosco y torpe, más que nada debido a la programación de instrucciones que incluí en sus "chips" de memoria. No soy muy ducho en programación y tuve que buscar a regañadientes la ayuda de algunos colegas. No les daba demasiadas pistas en cuanto a lo que quería con exactitud por temor a preguntas embarazosas, así que me cedían programas que no estaban por completo adaptados a mi androide. Esto hacía que Bautista no tuviera un sistema operativo que le hiciera funcionar como yo deseaba, con un rendimiento óptimo.

Pasando los días, la torpeza de Bautista se fue puliendo poco a poco. Parecía como si su software fuera creciendo en potencia y en datos cada vez más complejos.

Extrañado por esto, le hice un reconocimiento con el electroencefalógrafo. Descubrí, perplejo, que él estaba desarrollando su propio sistema neuronal. Los nanorobots, sirviéndose de la cadena de ADN, seguían trabajando en la construcción de su complejo cerebro: un asombroso entramado de neuronas sintéticas en creciente progreso.

Llegó un momento en que Bautista necesitaba más; muchísimo más. Él mismo se confeccionó un terminal para conectarse al ordenador y así adquirir nuevos conocimientos: literatura, artes plásticas, matemáticas... medicina...

En la última etapa, sus avances fueron mucho más importantes: descubrí en él sentimientos y una cierta sensibilidad. Incluso su forma de hablar fue tomando personalidad propia.

Creo que fue en ese momento cuando me vio como su creador. Adquirió algo parecido a una conciencia filosófico/religiosa, por lo que se dedicó a atenderme y satisfacerme, tanto en lo mental como lo físico: me hacía compañía, colaboraba en mis investigaciones, me asistía de un simple catarro y más tarde de enfermedades más complejas: la edad no perdona.


Ilustración: Valeria Uccelli

Un día me falló el corazón.

Mi querido Bautista lo suplió con un dispositivo de titanio, y así superé un infarto de miocardio severo que tuve a los setenta y dos años. Funciona como un reloj.

Luego me fallaron los riñones a los ochenta y cuatro años. Otro dispositivo más.

Lo siguiente fueron los pulmones a los noventa y ocho años.

El hígado a los ciento doce años.

También cambió mis huesos, ya frágiles y gastados, por polímeros sintéticos. Y así sucesivamente.

Me estaba convirtiendo en un ser artificial, biónico, a su imagen y semejanza, pero vivía y esto para mí era suficiente.


Epílogo

Han pasado... otros doce... años. Sigo por... completo en sus manos... y le agradezco su... ayuda. Pero un temor... se va apoderando de... mí; me acongoja y angustia.

Ahora... presiento que se acerca el final... Noto como mi... cerebro poco a poco se está... deteriorando. Pierdo la memoria... a duras penas puedo... controlar mi cuerpo robotizado... La coordinación de mis... movimientos ya no es la que fue... y surge ante mí una gran... incógnita: ¿Qué hará el amigo Bautista... cuando padezca un fallo terminal... en mi cerebro?

Sé que Bautista... no encontrará la información suficiente... en todo el mundo como... para solventar con éxito... una operación o regeneración neuronal...

Sencillamente, no existe...

Él me tranquiliza... no hay por qué preocuparse. Me dice... todo irá bien, muy bien.

Pero yo sé que... en el fondo trama... algo. ¡Lo presiento!

¿Qué seguirá urdiendo... para alargar mi existencia...?

¿Qué mente gobernará mi cuerpo... por TODA la eternidad?



Todos conocen las tres leyes de la robótica de Isaac Asimov. Pero la pregunta es, ¿las entienden los robots o sólo las repiten como loros?

Joserra Vila, (o José Ramón o Txerra) es un bilbaíno de pro, técnico en Electrónica Industrial y Microprocesadores aunque, por circunstancias de la vida, no se dedique a ello. También ha sido profesor de judo y tiene afición por el cine, la filatelia, la informática... Le gusta leer, sobre todo novelas, revistas y ensayos históricos y de cultura en general; también cierta ciencia ficción del tipo Asimov, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke... También le apasionan los documentales históricos o de viajes... y los manuales de los electrodomésticos. Ha llegado al Taller 7 de la mano (o "empujado", vaya uno a saber) por José Vicente Ortuño. Esta es su primera obra publicada.


Axxón 162 - mayo de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción Dura: Robots: España: Español).