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PERVIVENCIA DE LA PASIÓN ROMÁNTICAManuel Torcuato Fernández Mesas |
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Para Beatriz
Me dispongo a contar un caso en el que tomé parte no hace muchos años. Es una de las más hermosas aventuras en que me he visto envuelto en el ejercicio de mi labor de intermediario psíquico.
Soy "rara avis" en el bestiario de mediums, brujas y santeros que pueblan nuestra ciudad, esos comerciantes de lo intangible que, de hecho, chalanean con la esperanza de los vivos de encontrar a los seres queridos que pasan el umbral. Me separa de todos ellos mi método, al que luego haré referencia, y aún más me distingue el hecho de no percibir retribución de ningún tipo. La felicidad de los que vuelven a ver, aunque sea por unos segundos pasajeros, a aquellos a los que amaron, es mi pago. Otra cosa me parecería indigna del privilegio de haber recibido este don.
Mi método se basa en el arte. Goza y sufre por tanto de las cualidades de la creación artística: el carácter impredecible, la alternancia brusca entre lo pedestre y lo sublime. Una razón añadida para no pasar la minuta; mis clientes, o debiera decir beneficiarios, a veces encuentran al ser amado y difunto como una presencia evanescente, fugaz, se pudiera pensar más imaginada que real. Por ejemplo: aparece como un figurante, durante breves segundos, en una escena de multitudes de algún filme de romanos que el difunto hubiera visto de niño. Entonces los familiares, con manos trémulas, dan marcha atrás al video, pero el hombre con túnica corta de plebeyo en que reconocieron a su pater familias no vuelve a aparecer.
A la salita donde atiendo los fines de semana, (pues al no cobrar, debo dedicarme también a otros menesteres) acudió cierto día una señorita, perteneciente a una de las familias más pudientes de Madrid, con el deseo de ver de nuevo a su difunto hermano, que había puesto fin a sus días con su propia mano y al que mucho añoraba. Pues esa es otra peculiaridad de mis servicios: cuando hay éxito, que por razones que yo mismo ignoro no siempre se produce, lo que hay es un contacto visual con el difunto, cuya imagen puede aparecer, por ejemplo, en el fondo de un espejo. En mi campo no tienen cabida los mensajes balbucidos por una anciana en trance, con los ojos en blanco y oliendo a pachulí, ni la laboriosa y ridícula producción de letras por parte de un vaso enloquecido. Lo mío es otro oficio; una vislumbre fugaz del más allá, un breve intercambio de miradas, a veces tiernas, a veces sorprendidas. No se entablan diálogos para besugos con el más allá, lo cual debiera ser apreciado por los vivos, como sin duda lo es por los difuntos.
La joven, por cierto de una belleza casi dolorosa, expresó su fe en mis procedimientos, que había oído que eran, por razones obvias, especialmente adecuados para personas que en vida habían mostrado amor a las bellas artes. Es cierto; cuanto en vida más se sumergió el difunto en los reinos ilusorios de la novela, los poemas o el teatro, o cuanto más se perdió en las arquitecturas y los fuegos fatuos de la música, más herramientas tengo para conjurar su imagen mediante la lectura de los textos o la interpretación de las partituras.
Por consiguiente le pregunté cuáles habían sido los placeres artísticos favoritos de su hermano, y me encontré que de ellos había habido abundancia; desde los motetes de Palestrina a la música de oscuros grupos de rock satánico; de los poemas de Bécquer a los tebeos de Tintín. Era esa misma plétora la que me paralizaba; mi comercio no es uno que admita errores; si el muerto no acude, por así decir, en primera convocatoria, es difícil que lo haga ya, aparte de la merma en las esperanzas del beneficiario. Debía por tanto encontrar una obra que hubiera llegado especialmente al alma del suicida, algo que no solo hubiera hecho resonar su corazón, ese laúd suspendido del que hablaba Poe, sino que de algún modo fuera parte de su experiencia vital, de modo más radical, más profundo. A la tercera entrevista con la joven creí encontrar por fin el hilo que me llevaría al ovillo de aquel corazón atormentado, tirando, tirando hasta cruzar la laguna Estigia. Ella me habló de hasta que punto, al leer la gran novela de Gustave Flaubert, "La Educación Sentimental" había reconocido a su hermano en el personaje de Frédérick. Una de las figuras más fascinantes de la literatura universal, Frédéric comparte con Julien Sorel el poder de seducción y el talento; pero lo que en su abuelo stendalhiano es formidable esfuerzo de la voluntad en Frédérick es apatía y un cierto regodeo en el deseo no satisfecho. En este retrato de un alma que promete mucho pero no cumple nada, que más que derramar encanto lo pierde, la Srta. A*** creyó reconocer a su hermano, y así se lo hizo saber. El joven leyó la novela y se la devolvió con un breve mensaje a pluma de su puño y letra; una caligrafía sorprendente, por cierto, extrañamente arcaica para nuestra época de diseño por ordenador y mensajería electrónica.
El texto, tal como lo conservo en mis notas, decía, en letras de filigrana, lo siguiente:
"Mi bienamada hermanita, tienes razón. Yo soy Frédérick y Frédérick soy yo. Su abulia es mi abulia, preservada en el almidón alcanforado de una camisa decimonónica, con un lamparón de "boeuf Strogonoff" que me salpicó en Maxim's, y que nadie jamás quiso limpiar. Gracias por entenderme, y querer salvarme."
Mi procedimiento no sigue otras reglas que las que dicta mi intuición, y cada caso es distinto. Aquí me pareció de claridad meridiana que la joven debía pasearse con "La Educación Sentimental" bajo el brazo por los lugares de Madrid que su hermano había frecuentado en vida. Este procedimiento la llevó, por ejemplo, a asistir a una puesta de sol en el templo de Debob y luego cenar en el Lhardy con la angustia de lo desconocido en el estómago. Bastante más embarazoso, mi beneficiaria se creyó obligada a consumir un güisqui en la barra de cuero y espejos de uno de los prostíbulos más lujosos de la ciudad, donde su hermano había dilapidado parte de la herencia paterna.
Tras una semana de estas excursiones teñidas de inquietud, el éxito se produjo. La muchacha acudió a mi casa demudada. Sin apenas mediar palabra me entregó el ejemplar de la novela.
Mire usted lo que aparece añadido a lo que escribió mi hermano el año pasado. Es de su puño y letra. Es inconfundible. ¿Qué otro ser vivo domina la caligrafía inglesa hoy en día?
La joven palideció incluso más al darse cuenta de su error. Pues su hermano podía ser amanuense consumado pero lo que no era, de ninguna de las maneras, era lo que entendemos por un ser vivo.
El texto, ante mi asombro quedaba así:
"Mi bienamada hermanita, tienes razón. Yo soy Frédérick y Frédérick soy yo. Su abulia es mi abulia, preservada en el almidón alcanforado de una camisa decimonónica, con un lamparón de "boeuf Strogonoff" que me salpicó en Maxim's, y que nadie jamás quiso limpiar. Gracias por entenderme, y querer salvarme. Gracias asimismo por pasearte por Madrid con nuestro libro e incluso releerlo a ratos, lo cual me ha permitido beber el texto directamente de tus labios. Ahora puedo decirlo, cuánto te amé siempre, y cómo te busqué siempre, donde no podías estar. Y con qué fervor espero nuestro reencuentro, más allá de las brumas del sueño."
Mientras leía este texto extraordinario, prueba fehaciente del éxito de mi labor de intermediación, mi beneficiaria se sonrojó, sin dejar de estar aterrorizada. Una sensualidad nueva se había despertado en ella, pero el deseo por su hermano era ahora incluso más prohibido que lo fuera en vida. Al tabú del incesto se sumaba ahora el miedo a algo todavía más ignoto. Luego desbarró en mi presencia mientras componía sobre la marcha lo que en determinadas escuelas de psicoanálisis llaman una "narrativa verosímil". Pretendió creer que ella era misma la que había escrito el texto en estado de trance, para así dotar de carne caligráfica a su sueño incestuoso. Habló de ir al psiquiatra pues era evidente que el suicidio de su hermano la podía conducir, si abandonada a sus propios medios, a la locura. Simuló admiración por los infinitos recursos de la mente humana que le habían permitido completar el texto de su hermano con el mismo alfabeto rabilargo de arabescos, ella que cuando consciente tenía una espantosa letra de médico.
Yo escuchaba, en cierto modo fascinado por toda esta pirotecnia seudo psicológica, con la que la mujer pretendía conjurar el horror de ser deseada por alguien venido de más allá. Eran tales la elocuencia, avivada por el miedo, así como la cultura e inteligencia de mi cliente que durante un momento yo mismo dudé y pensé que quizás tuviera razón; que la parte enamorada de su hermano de la Srta. A*** estuviera asustando a la parte diurna y consciente, la que siempre había encerrado bajo siete llaves los deseos nefandos.
Entonces, al buscar en el libro más posibles anotaciones algo me golpeó como un rayo. Algo tan inusitado, tan increíble que me sentí obligado a comprobarlo una y otra vez durante varios minutos. Ella me contemplaba con sus grandes ojos asustados. Dudé por algunos instantes si llamar su atención sobre el hecho recién descubierto, pues incrementaría su pavor. Pero por otro lado era mejor que lo descubriera estando yo presente, que al fin y al cabo tengo ya cierta experiencia en el arte como lenguaje de los muertos. Era mejor que tras la terrible impresión oyera mis palabras: cómo la vida persiste más allá de la muerte, y no purificada o enrarecida, sino con los mismos deseos profundos, los que jamás se pronunciaron, o quizás ni siquiera se sintieron; ahora espléndidos y sin bridas, sin nada que distraiga, sin deporte ni ambición ni drogas. Los muertos son solo deseo y eso los hace nuestros hermanos más sabios. Todo eso le iba a decir, pero antes tenía que librarla de sus absurdas aunque habilidosas hipótesis psicológicas. De pie junto a ella, con una mano en su hombro, puse la novela en su regazo y señale una línea impresa. Y luego otra y otra, hasta que ella comenzó a temblar y finalmente estalló, por fin, en liberadores sollozos.
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El nuevo cambio en el libro era el siguiente:
Donde la novela hablaba de Frédéric, ya no decía Frédéric, sino el nombre del suicida. Donde la novela decía Madame Arnoux, su amada imposible, la protagonista junto a Frédéric de la hermosa escena final, una de las más conmovedoras de la literatura universal, ahora aparecía el nombre de mi beneficiaria. No es que se hubiera añadido con lápiz o con tinta, no es que se hubiera raspado con paciencia benedictina cada aparición de los nombres de los amantes que nunca lo fueron, y sustituido. Los nombres tenían la apariencia idéntica del resto del texto, el mismo tipo de imprenta, y no había rastro ninguno de manipulación de la página. La historia inmortal había sido creada ex novo para ellos dos. Era la prueba a mis ojos, y a los suyos, tan hermosos y llenos de lágrimas, de que el amor de su hermano no era tan sólo aún más puro e insobornable que cuando en vida, sino investido de nuevos poderes y maravillas. Era también un nuevo agradecimiento a la comprensión, quizás inconsciente, de aquella mujer, que había intuido el drama de su hermano, esa lenta combustión insoslayable, que cuando no es sofocada hace que todo pierda sentido: honores, éxito y familia. Mediante la entrega de aquella gran novela sobre la pasión insatisfecha, la mujer había demostrado al joven que comprendía oscuramente su tortura, y que en definitiva correspondía a su pasión, y quizás, involuntariamente, le había dado el empujón definitivo al suicidio. El ahora devolvía, tipógrafo espectral, las dulces palabras de amor con el cambio de nombres.
Yo pronuncié las consabidas palabras de consuelo a las que antes hice referencia; ella movía la cabeza mientras lloraba, asintiendo. Pero por el ritmo más sosegado de sus sollozos y la luz ausente de sus ojos comprendí que no me escuchaba. Miraba más allá de mí, más allá de los muebles y del televisor apagado. Le miraba a él, a su tierno amante, que la esperaba. Sentí la luz tan pura de su pasión renovada y supe que ella estaba ya, también, un poco muerta. Más pronto o más tarde enredaría sus dedos, sin temor a extrañas proscripciones, que solo tienen sentido para los vivos, en la cabellera alborotada del joven apasionado que había sido su hermano.
Me invadió una gran ternura por aquellos dos muchachos, que pudieran haber sido mis hijos. Y un leve velo de tristeza por no haber sido jamás amado así, ni en este reino de España ni en el otro.
Sabemos que Manuel Torcuato Fernández Mesas vive en Madrid, España, desde donde nos llegó este cuento, y poco más, tal vez que es uno entre tantos jóvenes promisorios, que este es el primer cuento que le publicamos y hasta donde sabemos el primer cuento que se le publica en cualquier medio.
Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Ultratumba: España: Español).