MOBILIS IN MOBILI

Alfredo Álamo

España

Era un gigante roto, caído e indefenso, que a duras penas lograba mantener cierta dignidad allí, embarrancado en la playa, llena de una arena negra, sucia, de olor a petróleo y a sangre, donde cientos de hombres, mujeres y niños, armados con martillos o palancas, trepaban como hormigas por sus entrañas descubiertas, atravesando cubiertas, desmontando escotillas, desencajando tuberías enrojecidas por el óxido; en los tanques, grandes como edificios enteros, trataban de extraer el petróleo que todavía quedaba, la mayor parte de él inútil para cualquier uso, mezclado con agua salada. Rellenaban barriles viejos que empujaban con esfuerzo, formando un camino serpenteante que se enroscaba y torcía al pasar junto a los restos de otros gigantes de los que, a duras penas, se distinguía nada más que el esqueleto de acero, demasiado fuerte todavía para desparecer bajo aquella marabunta humana, compuesta de pobres, desposeídos y descastados, gente olvidada allí en la larga playa donde, frente a su costa, esperaban los viejos petroleros turno para dejarse morir.

Todo allí se convertía, tarde o temprano, en petróleo. No importaba lo que fuera, si arena, guijarros o personas, con el tiempo compartían el mismo color negruzco, el tacto viscoso y el olor penetrante de los gases, vahos que enrojecían ojos, nariz y boca, que entraban bien dentro en los pulmones para pudrirlos, mezclando sangre, sal y aceite en cada tos, en cada arcada, en cada trozo de piel expuesto.

Cada amanecer comenzaba la jornada, los madrugadores buscaban lugares altos, cerca de cubierta, donde el aire parecía menos viciado, y allí comenzaban a destornillar, arrancar, cortar cada pedazo útil de acero, hierro o cerámica. Los trozos pasaban de mano en mano, de cubierta a cubierta, hasta las bodegas, los tanques y de allí a la playa, donde los más débiles, o menos habilidosos, formaban una cadena por la que pasaban desde remaches a tuberías, de barriles a válvulas, contadores o alambres. Eran más de veinte mil los que acudían cada mañana a los gigantes, sin descanso, sin pausa, los cubrían para darles el aspecto de montañas careadas, exponiendo sus secretos a la vista; lámina a lámina, tornillo a tornillo, les arrancaban el alma.

Aquella playa era un lugar de muerte, tanto de barcos como de personas, las palabras sonaban huecas y llenas de ecos extraños, allí en las bodegas. Cuando alguien moría, de caída, golpe o agotamiento, su cuerpo pasaba también de mano en mano, como una pieza más de aquel desguace, alejándose de los barcos de manera lenta, atravesando la playa, hasta desaparecer.

El barco extraño rompió la rutina.

Apareció un amanecer, anclado entre dos grandes bancales de arena, antes de que el último petrolero hubiera sido desmontado. No era un barco normal, no ya un carguero u otro navío que hubiera embarrancado allí alguna vez. Tenía unos setenta metros de largo y forma cilíndrica, como un puro alargado y gigante. Se levantaba unos cinco metros sobre la arena, aunque en algunos momentos parecía alzarse seis, o incluso siete.

Los primeros en llegar al barco observaron el casco, lleno de mejillones, costras y algas de todo tipo, que, pese a todo, no podían ocultar arabescos y relieves que cubrían de proa a popa toda la superficie. En la parte de estribor quedaba un enorme ojo de buey, casi con un diámetro de dos metros, que había sido cegado con placas de metal, torpemente soldadas y con remaches torcidos. El resto del casco daba la misma sensación, arreglado cien veces, parcheado, soldado hasta tal punto que parecía incluso reforjado. El mar golpeaba ola a ola las hélices, tan altas como el mismo barco, que debían haberlo impulsado hasta allí. Las palas también parecían dañadas, rotas, melladas, llenas de algas y suciedad.

Era viejo, muy viejo, más que los petroleros, más que los remolcadores que los arrastraban; proyectaba la misma sensación que algunos templos, una cierta soledad, para muchos, una inmensa tristeza. Ellos lo entendían, leían en cada uno de sus surcos, en las marcas del soplete que había arrugando y retorcido el metal; ese barco era historia, leyenda. Y, en su último esfuerzo, había buscado un lugar donde abandonarse, un lugar donde morir. Una última vuelta a casa.

Un hombre se encaramó hasta arriba, donde quedaban los restos de una barandilla que en su día marcaba el camino hasta dos escotillas, una en la popa y otra en la proa. La superficie estaba también marcada con anclajes rotos y recuerdos de sogas o cadenas. Un bote de madera, roto y podrido, descansaba entre dos barras de acero.

Pronto subieron más.

La escotilla de proa se abrió con un crujido lastimoso, la herrumbre se diluyó entre agua salada, formando riachuelos color sangre que corretearon por cubierta. El aire escapó de las profundidades metálicas con un olor agrio y profundo; todos allí conocían ese olor, característico de mezclar cadáveres, agua y metal. Por un momento, los hombres dudaron. Luego, como si de uno sólo se tratara, entraron a través de la escotilla, formando un río, una corriente.


Ilustración: Luis di Donna

Había luz. Poca, sucia y gris, caía de pequeñas cajas atornilladas al techo cada pocos metros, mostrando una galería metálica que daba a nuevas escotillas, abiertas o arrancadas. Hacía calor, un calor que les llegaba en oleadas, pulsos, latidos de corazón.

Entraron deprisa, pero al llegar al atravesar la siguiente escotilla, el tiempo se detuvo. Entraron lentamente en una gran habitación, llena de muebles rotos, tapices que colgaban inertes en las paredes, candelabros sin velas y decenas de objetos amontonados, revueltos sin orden alguno. En el techo todavía funcionaba una lámpara hecha de cristales, de los que pocos quedaban enteros. Al fondo de la sala presidía un mueble enorme, del que salían diez tubos metálicos, todavía enteros, que enlazaban con una serie de resortes y teclas blancas y negras, manchadas con una costra rojiza y sanguinolenta que nadie se atrevió a tocar.

Algunos se quedaron en aquella sala y otros continuaron, descubriendo sala tras sala en aquel extraño navío. Vieron estanterías repletas de volúmenes, la mayor parte de ellos hinchados por la humedad y cubiertos por hongos, algunos tirados por el suelo y con sus páginas arrancadas, esparcidas o rotas. Encontraron salas con literas vacías, una cocina llena de herrumbre que olía a podrido; en todas ellas, más señales de reparaciones artesanas, a cada una más deteriorada y oscura.

Pronto el calor se hizo casi insoportable, pero eso no les detuvo. Había algo en aquellas salas, en aquel barco, que sentían familiar. Los adornos, las formas, eran suyas y de nadie, formaban parte de un pasado que muchos habían olvidado pero que les hacía palpitar el corazón y forzaba a seguir avanzando.

La última escotilla estaba cerrada. Junto a ella, sentado, el cadáver de un hombre, descompuesto, parecía darles la bienvenida a la habitación de los secretos. Hicieron falta tres hombres para forzar la entrada, ayudados de palancas y cadenas. Retiraron el cadáver con reverencia.

Bajaron una pequeña escalera hasta la sala de máquinas. Reconocieron levas y engranajes, junto a otras piezas desconocidas que daban forma a un motor descomunal. Fueron hacia abajo, siguiendo cables y tuberías gruesas. La temperatura subió más, dejando a muchos sin aliento, pero continuaron, hipnotizados por un suave resplandor que se filtraba a través del agua que cubría el fondo del casco.

La luz se hizo más fuerte, el agua estancada llegaba hasta las rodillas de los hombres cuando alcanzaron el final del barco. Tres enormes contenedores llenos de válvulas, oxidados y llenos de sal, recibían todas las conexiones del motor. El agua brilló con fuerza en un tono blanco y azulado, cristalino.

El aire quemaba; empezaron a formarse ondas en el agua, el metal de los contenedores se volvió rojo incandescente, luego amarillo, finalmente blanco. El agua hirvió.

Los hombres hacía rato que habían muerto.

El barco dejó de luchar y su alma, en forma de explosión incalculable, escapó llevándose con ella al resto de petroleros, a la playa y la gente, a los remolcadores y un buen trozo del mismo mar.

Dejó un enorme hueco que el agua no tardó en ocupar, ocultando cualquier vestigio, cualquier resto de aquel cementerio, aquel lugar lejano donde llevaban los petroleros a desaparecer y a la gente a convertirse en nadie.



A esta altura de los hechos, decir que Alfredo Álamo nació en Valencia, España, en 1975, es bastante superfluo. Por eso pasaremos a reseñar las veces que fue publicado en Axxón, que no son ni más ni menos que once. "De nuevo el principio" (133), "In vino veritas" (135), "Dios del ácido" (135), "Átomo Jack y el mercader de sueños" (139), "Deseos" (143), "Vivir del cuento" (148), "Cassandra y el arquitecto" (152), "El libro de cocina de los muertos" (156), "No morí" (157), "María y los mendigos" (158).


Axxón 164 - julio de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Realismo conjetural: Catástrofes: España: Español).