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EL TUNELAlvaro Ruiz de Mendarozqueta |
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Guillermo García Lynch, el Willie Lynch, era entrerriano del surde la provincia; Lynch era un abuelo ferroviario, jefe de estación, en la época que un jefe de estación discernía, junto al comisario, al cura y al intendente, los destinos de cualquier pueblo de provincia. El viejo Lynch había nacido en Gales, y según cuentan era alto y flaco, con bigotes manubrio y pelo rubio. El Willie, así con doble l, i, e, como él lo escribía, había heredado los ojos color azul agua del abuelo Lynch, hombre honrado si los hubo. También podríamos decir que el Willie tenía algo de esa honradez adaptada a los tiempos modernos, honradez sin firma que la certifique y con algunos deslices afortunadamente olvidados. Los ojos azules cabían en unas cuencas que venían casi achinadas, portaba esa piel blanca que al colorearse al sol adquiere tintes más propios de orígenes cobrizos; a su rostro lo cubría una cerrada barba negra cuya espesura permitía una longitud mínima que Willie siempre respetó. Esa mezcla de matices tenía data en el bisabuelo García, galaico almacenero cuyos comienzos de carreta trashumante mezclaron sábanas con chinas criollas dentro, en noches de invierno, con la venta de comestibles de pueblo en pueblo. Gallego de tesón inoxidable, dejó marca en el temperamento de Willie, algo modificada por cosas de la genética: Guillermo era un porfiado visceral, un cabeza dura como pocos. Willie conseguía entrar en los más importantes cumpleaños de quince del Jockey Club sin la más mínima invitación; solíamos verlo bailar el vals con la que cumplía años y conversar amablemente con la madre de la festejada a efecto de conseguir que los que nos quedábamos afuera pudiésemos entrar.
A Guillermo lo conocí en el secundario, yo estaba en primer año y él en segundo, íbamos a un colegio de curas entre moderno y conservador, entre clásico y tercermundista según el observador. En aquella época cada uno de los años tenía su propio patio, con las aulas alrededor enmarcadas por recovas de paredes anchísimas. En uno de esos juegos de policía y ladrón, que a esa edad ya tenía características bestiales aunque todavía no conocíamos bien a los modelos, ingresé por error al patio de segundo año, terreno prohibidísimo por las reglas no escritas. Allí, antes de que la mano que me había agarrado del cuello me arrastrase al castigo, se escuchó la voz ya profunda del Willie: Dejalo que es mi primo, rubricada por un guiño cómplice hacia mí. A partir de allí y luego de algunos encuentros en el comedor del colegio nació una amistad de pocas palabras, de códigos: el mismo tablón de madera de la tribuna sur, las mesas redondas y antiguas de un bar del centro, la misma rubia que nunca conquistamos, "La invención de Morel". Razones suficientes para ser compinches de otra naturaleza, de pacto, de gestos, de correspondencia.
Metete acá, dijo Willie desde el otro extremo del cuarto y al volverme, sólo vi el piano corrido de su lugar original y una pequeña puerta abierta a la oscuridad. El colegio tenía un montón de recovecos extraños y habitaciones desocupadas. Habíamos investigado en los pisos superiores amparados por el silencio de la siesta y escapados de la hora de música, la del loco del dadaísmo, o de la soporífera clase de teología. Asomado a la pequeña puerta pude ver cuando Willie doblaba a la derecha al final de un corto pasadizo que obligaba a caminar muy agachado. No me animé a entrar y sólo escuché el crujir de los zapatos contra el piso de tierra. Sabíamos de la leyenda de los túneles hechos por los jesuitas que iban y venían entre el colegio, la iglesia, la casa de gobierno, el actual museo, el convento, todos alrededor de la plaza. El trazado de los túneles obedecía a estrategias de escape en casos de invasión.
Vení, escuché ahogado por los ancestrales revoques; comencé a caminar por miedo al ridículo posterior al no me animo, y ya estaba adentro del túnel. La información la obtuvimos cuando el gordo Castro, pupilo y aprendiz de bibliotecario consiguió, durante otra siesta de aventuras, que pudiésemos ingresar a la zona de la biblioteca, donde guardaban manuscritos antiguos, mapas y documentos que habían llegado con los primeros jesuitas y escritos de los primeros días de la ciudad.
Al doblar bruscamente el recodo del pasadizo tuve que apoyar mi mano en la espalda de Willie para no atropellarlo, pero él no pareció darse cuenta, estaba abstraído y en aquel momento no supe lo que significaba, lo aprendí más tarde; apoyaba su mano derecha en una de las viejas vigas de madera casi desprendidas del techo del túnel; no se podía ver el final y los escombros se perdían en la oscuridad. Tengo que entrar, le oí decir y cuando intentó mover la viga nos tapó una nube de polvo que cayó desde el techo.
El agua golpeaba entre vaivenes cristalinos, la mano derecha sostenía la pava y luego, en un solo reflejo, la había levantado y volcado el agua caliente por el pico en forma de ve. El agua se sostenía en su propia columna fluyente y descendía, tibia y lenta, se volcaba en el mate que burbujeaba en globitos tibios de película de polvillo de yerba. Cada tanto una burbuja surgía desde las profundidades del magma mesopotámico sacudiendo la superficie que se levantaba una vez para dejar escapar el aire atrapado en eso que habíamos creído era una masa compacta de agua y yerba. Con este mecanismo de acompañamiento reflexioné años más tarde, como en un rito pagano a quién sabe qué dioses, que aquella siesta de los túneles habíamos vivido una metáfora, hecho que creía con certeza, con la profundidad surgente desde el fondo del mate, y la certeza bebida cálida, amarga y placentera, fruto de esa chupada larga de reflexión. Toda nuestra vida habíamos tanteado paredes y respirado exhalaciones de tierra húmeda y vieja. Y a partir de un mapa, de manuscritos y de lo que había pasado creía, en el momento en que apartaba el mate frío y lavado, que de aquella siesta, de aquel túnel, nunca habíamos salido.
Los recuerdos hacen lo que quieren, se acomodan a su gusto, y este intento mío de narrar los hechos tiene tantas razones como recuerdos, recordar como forma de ordenamiento, pero también como forma de afirmación y entre renglones y tinta, apartado de la precisión de la computadora, estoy terminando una hoja y al tomarla en su extremo inferior para darla vuelta, aspiro humedad y creo que una nube de polvo se desprende de ella.
Quizás magnifiqué algunas sensaciones; discutimos con el Willie porque los dos únicos testigos de lo sucedido poseíamos versiones diferentes. Entre la nube de polvo y la sombra de nuestros cuerpos, ya que la única fuente de luz provenía de la habitación a nuestras espaldas, vi el movimiento de un brazo y en su mano una daga. Mi seguridad fue el motivo de las discusiones, ninguna de las interminables rondas de bar y cerveza logró acercar las dos versiones.
Una vez aquietado el polvo descubrimos los restos de un soldado español, su esqueleto, su casco y su pechera como tantas veces vimos dibujado a Juan de Garay; caída a su lado estaba el arma que aún conservaba la nobleza toledana a pesar del óxido que la cubría. Más adelante, casi a tientas, encontramos un segundo cuerpo caído en el suelo húmedo cuya pechera de metal poseía un agujero de cuchillo producto, asumí con total convencimiento, de la introducción violenta y justa de aquella daga que me apropié como fetiche, justa por precisión y porque el sentimiento que me invadió y que domina mis recuerdos fue el de justicia. En medio de aquel interminable instante, mientras Willie permanecía abstraído en un mirarse hacia adentro, me alié incondicionalmente al primer esqueleto, al primer hombre, convencido de que había obrado con total justicia y afirmando con fuerza su autoría del hecho.
Los tiempos transcurren con su propio ritmo, y la época del colegio secundario pulsó el suyo y lo tensó junto a los de la adolescencia. Escuchamos opiniones de todo tipo, desde adentro y desde afuera, se decía que los curas eran del tercer mundo, que fulano militaba, no entendíamos demasiado, estábamos más preocupados por el torneo interno de fútbol, pero tampoco ignorábamos la realidad; hicimos colectas y bailes a beneficio con el doble fin de encontrarnos con la rubia y el de ayudar a alguien que lo necesitara. Supe, años más tarde, que el fulano ese es un desaparecido. Willie encaró cada una de estas actividades como un desafío personal, su porfía y su orgullo lo llevaban adelante y lo destacaban. Era el que más ayudaba, el que mejor hablaba, el mejor jugador del torneo, Willie más que ninguno de nosotros, más que la frase repetida, estaba tejiendo un destino que lo llevaría colgado de un hilo firme y tenue como tela de araña.
Mantuvimos durante algún tiempo el secreto de nuestro descubrimiento y cuando dejó de interesarnos informamos al museo histórico que se llevó las armaduras. En mí quedó la pasión por la historia y por las espadas de época.
Fuimos con Willie al velorio y al entierro del padre de un compañero de colegio. Era capitán del ejército y su cuerpo estaba despedazado por las balas. Recuerdo el silencio de toda la gente, el crujir de mis tripas que parecía oírse a kilómetros de distancia. El asesinato se cometió desde la casa de un tío de otro amigo y así como se encadenan los hechos, supimos todos los detalles en versión directa y escuché por primera vez la palabra subversivo tal como se la conoció durante muchos años. Lo que se decía en la calle se encadenaba con los rumores, lo que decían los padres de la mayoría se parecía a lo que vociferaban los televisores y todo se conformaba como una unidad. Un año más tarde vi a la distancia de una cuadra lo que técnicamente se empezaba a llamar un enfrentamiento; me impactó ver a un hombre que capitaneaba a una barra pesada en la playa, de pelo largo y barba, de bermuda de colores y auto para la arena, disparando frenéticamente hacia un primer piso. El barrio supo de los hechos según contó la policía, una parejita tan joven, quién lo hubiese dicho, dicen que mataron a una vecina porque no quiso tener al mayor cuando empezó el tiroteo, a la panadería iban los dos, también mataron al bebé para no entregarse. Todo tendía a una dirección, el rumor armaba un bando para los buenos y uno para los malos y en aquel momento creí aquella versión; este es uno de los buenos y aquel es uno de los malos, no te metas con aquel. Hasta la palabra ayudar pasó a ser de uso reservado. Los no afectados en forma directa sólo veían lo que la televisión decía o lo que querían ver.
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Willie embistió a ciertas realidades y una de sus características se reafirmó, fue alguien que hizo de la ayuda una razón. Por comodidad, porque es más fácil copiar, el Willie pasó a ser "ese subversivo" aunque él sólo fue partidario de la verdad que como ya se sabe no se diluye en banderías.
Hoy veo claramente que la realidad, o una versión más aproximada de ella, estaba fuera de mi alcance; daban una película de horror en un cine al cual nunca entrábamos y años más tarde asistí a una velada de reposición en la que se proyectaban sólo fragmentos de la película y había que conformarse con los relatos de los que habían asistido a varias proyecciones.
Con Willie nos fuimos distanciando; siempre nos excusamos por la distancia que nos separaba en distintos momentos de nuestras vidas. Ahora estoy viajando en un avión pequeño, me molesta el asiento delantero y en una torpe postura escribo sobre la bandeja. Voy del lado de la ventanilla y me molesta la curvatura de la pared y al subir la vista descubro que el avión es otro túnel. Releo la triste carta del Willie escrita con letra temblorosa e irreconocible, escribo con la izquierda, la derecha no la puedo usar. Viajo a Barcelona, escapé del pozo de casualidad, la dirección me llegó por caminos complicados; viajo a encontrarme con él después de muchos años porque sé que su carta pide ayuda y sé que el túnel parece que me quiere mostrar una salida. Pienso que puedo pasar por Toledo para ver cuchillos, vuelvo a pensar en Willie y en mí y tengo miedo. Abro el bolso de mano, hurgo entre las cosas del fondo y aprieto con fuerza el álbum de mi colección de espadas y pienso en la daga española casi hasta cortarme. Sólo suelto cuando algo parecido a la tranquilidad comienza a invadirme.
Alvaro Ruiz de Mendarozqueta es un "histórico" de la camada de escritores que surgió en la década de 1980 en la Argentina. Nacido en Santa Fe de la Vera Cruz, se recibió de ingeniero y vivió varios años en Buenos Aires antes de radicarse en Córdoba, donde reside en este momento. Para nuestro regocijo, nos ha enviado un puñado de relatos y tal vez este reencuentro con los lectores lo induzca a escribir con mayor frecuencia.
Axxón 164 - julio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Realismo conjetural: Argentina: Argentino).