EN EL BANQUETE DE LA ALIANZA

Yoss

Cuba

Para Duchy Man, aprendiz de erotómana.


Es el banquete de la alianza.

En la gran sala central del castillo, a la luz de las antorchas, el ritmo simple y trepidante de los tambores y los címbalos trepa por mis piernas confundiéndose con el tibio vaho de la lujuria que brota de las fauces masculinas cuando me miran. Pero yo danzo sin inmutarme; la caricia lasciva de tantos ojos fulgurantes es sólo un estímulo más para la sensual ligereza de mis pasos.

La mitad de las pupilas que me contemplan hambrientas pertenecen a las huestes barbudas y piojosas de mi señor Aurak, el temido jefe de los rudos jinetes krodos, el que los guía cuando marchan al combate aullando y riendo sobre sus corceles, sin coraza, pringados de grasa y sangre de animales, sus corpachones robustos mal abrigados con hediondas pieles a medio curtir. Es por él por quien mueren riendo, porque en su alma simple no tiene cabida el llanto. Pero ahora sus ojos azules como el mar y el cielo no relucen siniestros de sangre y muerte, sino que me miran desde sus rostros de niños grandes orlados de indómitos cabellos rubios, con tal ansiedad que sólo el juramento de fidelidad que los ata a mi dueño y señor impide que se lancen sobre mí como chacales famélicos ante un trozo de carne fresca.

Pero estoy acostumbrada a que las miradas de su lujuria laman mis brazos desnudos, endurecidos por el baile, a que sus gargantas se tensen tragando con dificultad los manjares de cada festín, a que el tan-tan de sus recios puños golpee la madera sin cepillar de las mesas al son de la música. Tengo que estarlo: como mujer de Aurak, yo soy su señora, y ellos mi pueblo... Y que todos los hombres krodos me deseen aunque todos se contengan temerosos del poder del brazo de Aurak El Tuerto, el más formidable de todos sus jefes, es el estado natural de las cosas.

Yo soy la más preciada joya de la corona de mi señor y esposo.

Lo soy por mis finísimos cabellos rubios como la arena y tan largos que, incluso recogidos en siete trenzas como los llevo ahora, me cuelgan hasta la rodilla, ondeando como serpientes de oro despertadas por la magia de la percusión.

Lo soy por mi rostro a la vez angelicalmente bello y diabólicamente sensual, por mis labios gruesos y mis ojos, no azules como suelen tenerlos los hombres y mujeres de mi pueblo, sino verdes como la hierba. Un rostro del que todos los poetas se hacen lenguas, incluso los que nunca jamás me han visto.

Lo soy por mi cuerpo cimbreante, blanquísimo y esbelto, sin siquiera una gota de esa gordura que casi inexorablemente se asienta en los vientres y muslos paridores de las mujeres krodas cuando doblan el duro recodo de los veinte inviernos.

Lo soy porque no le he dado ni le daré jamás un heredero, yo la belleza estéril que Aurak El Tuerto consiente a su lado sólo como muestra de virilidad y rango, mientras que sus otras consortes llenan las estancias del castillo con el rumor de sus chácharas y la risa de sus niños, que de seguro un día empuñarán orgullosos las armas por su padre... bajo el mando de uno de sus hermanos, el más fuerte, el que blandirá su gran hacha de dos filos en las batallas como Aurak la blande ahora.

Yo soy Ilka, la Bruja Casada, la Extraña Yerma, y mi cometido es únicamente adornar sus ceremonias y sus festines, danzando para aliados y vasallos adornada sólo de las más finas gasas, las que sólo llegan a nuestra tierra helada trocándolas por cientos de pieles a los mercaderes de ultramar, cimbreando entre las mesas al son de los tambores hasta hacer hervir la sangre de sus huéspedes con el espectáculo del temblor inquietante de mis pechos perfectos que vibran ansiosos, como si los vestidos no pudieran contenerlos, cuando los impulsa el salvaje frenesí del baile.

No me quejo. Siempre supe que tal sería mi destino. Adorno, juguete de fiesta.

Lo supo también mi tía, desde aquel día aterrador en que las volutas de humo del fuego sagrado revelaron a sus ojos que sabían leerlas que yo, Ilka, heredaría multiplicados todos los extraños poderes que a ella la habían hecho sabia y respetada, pero también temida y odiada, y nunca feliz... y lloró por mí, y lloró más al mirarme y comprender que, como me había sido otorgado también el terrible don de la belleza absoluta, los hombres ni siquiera me dejarían envejecer virgen, condición ineludible de toda bruja que desee desarrollar sus poderes.

Danzo girando como una veleta entre las grandes mesas del salón, sus gruesos tablones sin cepillar pringados de sangre y grasa, y mi orgullo de hembra se regocija en el poder que por breves minutos ejerzo sobre los ojos rapaces de los guerreros, magnetizándolos con la curva de mis duros senos de pezones enjoyados, hechizándolos con la solidez huidiza de mis muslos apenas ceñidos por las traslúcidas muselinas y los finos encajes, haciéndolos soñar con el tesoro que deja entrever a cada momento el ancho cinturón orlado de colgantes gemas que me ciñe las tremolantes caderas; el dulce valle secreto donde los mágicos tatuajes de fertilidad y poder con el que me adornara mi sabia tía han sustituido a mi rasurado vello íntimo.

Me muevo como llama ondulante ebria de la caricia del viento, libre y tratando de olvidar que, terminada mi gloria, al final de la noche, mi dueño Aurak, apestando su aliento a quemante hidromiel, a carne mal cocinada y peor digerida, vendrá a mi alcoba para poseerme. Siempre de la misma, única manera que conoce para reafirmar su señorío sobre mi carne rebelde.

Primero, a golpes del mismo rebenque de cuero con el que fustiga a su corcel de guerra y a sus perros de caza, me rajará la carne a rabiosos fustazos. Luego, me abrirá la piel con los mordiscos babeantes de su podrida dentadura, y al fin, sin derrochar ternuras que no conoce, magullándome con todo el peso de su velludo cuerpo de oso, penetrará vencedor en mis entrañas palpitantes de tibieza, que acogerán su lanza hirviente hospitalarias de humedad.

Yo trataré de nuevo de apresarlo en el nudo de mis piernas... intentando cada vez, y siempre en vano, que dure su contacto un poco más que los tres empellones tras los que se vaciará inexorable en mí con un jadeo final de bestia agotada, para dormirse al instante con el sopor del alcohólico, dejándome empalada en su virilidad, que languidecerá demasiado de prisa para mi propia satisfacción, porque quedaré aún más ansiosa, rogándole al cielo un milagro, otra dosis, dispuesta a comprarla cuando él despierte, aunque sea al precio de aceptar con los ojos bajos más latigazos y más mordiscos, que luego me obligarán a usar largas túnicas de pieles durante semanas, para ocultar sus huellas... hasta que otro banquete me permita olvidarlo todo en el hechizo de mi danza de vértigo, y el ciclo recomience.

Lo cierto es que Aurak, el del ojo solitario, prefiere yacer con sus mujeres gordas y carcajeantes que le abren las piernas ajenas a su breve desempeño, sin reclamar jamás, a veces hasta masticando trozos de carne mientras él les siembra otro hijo en la matriz. Porque, aunque El Tuerto nunca lo confesaría a nadie, yo sé que teme mi sonrisa ambigua, mis poderes de bruja, aunque abortados... y sobre todo la sed de mi deseo. Es por eso que sólo me complace de tanto en tanto, cuando ya no puede evitarlo, cuando el deseo brillando en los ojos de otros hombres lo obliga a recordar que le pertenezco y que debe usarme para no perderme.

Aún así, creo que lo amo; con todo y su insoportable fetidez de animal de presa envejecido, a pesar de sus tremendas bofetadas que ya me han aflojado varios dientes, de las humillaciones constantes y los celos ilimitados con los que me agobia. Lo amo aunque, cada vez que debe dejar su castillo suspendido de los acantilados para ejercer el masculino privilegio de la guerra, ciña mi vientre eternamente hambriento de caricias con el ajustado cepo de acero de un cinturón de castidad, para que nadie más que él pueda gozar su más íntimo húmedo tesoro.

Ah, cuánto odio sus ausencias, y a ese metal horrible que a veces creo que me enloquecerá de tanto vedarme el acceso a mi propio placer, el que sólo mis manos sabias son capaces de proporcionarme sin límites, como siempre que Aurak se duerme sobre mis ansias, como siempre también que no se duerme.

Una brutal precaución del todo innecesaria, lo mismo que la guardia a cuyo cuidado me deja, cinco eunucos ciegos, para que el resplandor de mi carne no tenga la menor probabilidad de hacerles olvidar su cometido, pero fornidos como toros, de aguzadísimo oído y extrema habilidad con las armas, infranqueable muralla entre mi ardor nunca saciado y el deseo que el único ojo de mi señor lee sin equivocarse en las pupilas de sus salvajes súbditos cuando me ven danzar en los banquetes.

Aurak podrá ser todo lo astuto que se quiera en la batalla, pero como todos los hombres, es tonto en cuestión de mujeres: no sabe que protege mi virtud y mi fidelidad un cinturón más fuerte que todo el metal que puedan forjar sus herreros: el miedo.

No el mío, sino el de ellos, los otros krodos.

Miedo a su brazo, a su tremenda hacha de doble filo y su castigo favorito, el empalamiento... pero también a mí. El miedo secular del hombre simple al poder secreto que intuye en la hembra ávida de satisfacción.

Porque yo, la estéril, la que sonríe siempre sin jamás reír, soy la única hembra verdadera del país; las demás mujeres, las reidoras y chachareantes, son sólo madres, y entre sus piernas sólo caben más hijos, no misterio alguno.

El frenesí de mi baile crece aún. Ahora trepo de un salto ingrávido a una mesa, y sus tablones de roble del norte cimbrean bajo mi peso, cuando alzo las piernas bien alto para disfrutar lo alelado de tantos ojos que buscan sorprender la entreabierta, rosada humedad de mi altar más sagrado.

Como siempre... pero no exactamente. Porque en ese momento es cuando mi verde mirada se cruza con la tuya, que la sostiene, igual de verde.

Recuerdo ahora la insistencia de Aurak, ladrándome la orden de que extremara esta noche mi arte de danzarina, para celebrar la primera alianza de los krodos con los hombres del lejano sur. Guerreros de baja estatura y constitución débil, comparados con nuestros gigantes norteños, pero también valerosos luchadores, aunque sobre todo temidos por sus mentes fértiles en ardides y ricas en conocimiento.

Recuerdo que una de las sirvientas más ancianas habló del acero y las sedas con las que se cubrían, hombres cobardes que no ofrecían a la muerte y al frío el pecho desnudo y orlado de pieles, como los nuestros.

Recuerdo, pero ya nada importa, porque tú me miras, y en tus ojos, como en los míos, hay hierba y promesas.

Me miras sin parpadear, como hechizado, parapetado tras la muralla de las armaduras brillantes de tu séquito de hombres sin barbas y de cabelleras oscuras, cuidadosamente peinadas. Me miras y yo dejo mi propia vista correr por toda tu silueta grácil, casi tan delgada y nervuda como la mía, y hasta más baja, sin la estatura de torres ni los miembros colosales de nuestra gente, pero con una refinada, felina vitalidad que me conquista.

Mis ojos detallan tus manos pequeñas que no sujetan la carne como garras para devorarla a dentelladas lobunas como los hombres krodos, sino que se sirven de unos extraños utensilios para cortarla y llevarla a tu boca finísima; se fijan en tu pecho lampiño que asoma por la abertura del traje de sedas tan finas como ni siquiera yo he vestido nunca entre los míos; en tu rostro que sin barba luce atezado y frágil, pero cuyas líneas hablan de una madurez mayor que la de nuestros más expertos campeones, que aunque duchos en la crueldad y la sangre, sólo son como niños grandes jugando a matar y no ser matados; en tu cabellera del mismo color de los cuervos sagrados que picotean los huesos de los hombres empalados por mi amo y señor, los mismos cuervos que ahora disputan los restos del banquete a sus perros de caza.

Todo lo acaricio con la vista, una y otra vez, en medio de mi danza, pero son tus ojos, más que hierba mágicas esmeraldas, los que obran el milagro.

A pesar de mi virginidad perdida largo tiempo ha, por un instante soy bruja de veras, y el futuro se abre ante mí sin secretos, como el leño ante el golpe del hacha del leñador; ese futuro donde el deseo es una hiedra que nos envuelve con su abrazo a la vez fresco y opresivo, a ti y a mí, juntos.

El deseo que nublará tus sentidos, pero no hasta el punto de hacerte desenvainar tu espada en medio del salón de banquetes, donde hay al menos cien krodos por cada uno de tus soldados. No, no llegarán tu ansia y tu locura hasta desafiar a los recién confirmados aliados con el insulto. Hombre del sur, crecido entre marañas de intrigas, tu mente sabe conservarse fría aunque el deseo haga hervir tu sangre; te tragarás tu lujuria y mascarás tu deseo hasta que estés a salvo, de regreso entre tus tropas... y sólo entonces será que, sin escuchar a tus consejeros ni dudar un instante, romperás tregua y alianza atacándonos sin previo aviso.

Y yo sabré que es la sed por beber en mi vientre la que guía tus acciones y no el interés de estado ni la ambición por nuestros rebaños, nuestros pobres pastos y nuestras hirsutas pieles.

Dirigirás cien ataques contra esta pequeña pero formidable fortaleza clavada entre los peñascos costeros, perdiendo cada vez a tus mejores hombres sin poder vencer sus muros. Hasta que te convenzas de que el baluarte de mi señor Aurak es inconquistable en un ataque frontal, y que un asedio no tiene grandes probabilidades tampoco contra una ciudadela que, colgada del acantilado, permite a sus defensores pescar cada día en el revuelto mar debajo, y que cuenta con el agua dulce de un inagotable manantial que nace tras sus muros.

Entonces asolarás los poblados cercanos para obligar al Tuerto a abandonar la seguridad de su nido de águilas y enfrentarte en campo abierto, y siempre sabré yo que es por mi causa, y temblaré de miedo y deseo en las madrugadas, cuando acaricie con manos temblorosas el frío metal del cinturón con el que el caudillo del ojo único guardará mi fidelidad cuando salga en tu busca.

Hasta que una noche de invierno, el frío viento de cellisca soplando bajo un cielo sin luna, tu impaciente deseo vuelva a tu osadía sorda a lógicas razones, y lo arriesgues todo para acercarte a mí, envuelto en pieles como un krodo más, cabalgando a pelo sobre un negro corcel. La suerte de los locos y los enamorados velará por ti cuando atravieses las líneas de centinelas, repitiendo con tu acento extranjero contraseñas mal arrancadas por la tortura a los krodos prisioneros, para al fin, siempre fingiéndote mensajero de mi ausente señor, irrumpir en mis propios aposentos y arrancar la barba postiza para mostrarme tu verdadero rostro debajo, poniéndote así a mi merced.

Si gritara, mis cinco guardianes se encargarían de ti y la guerra terminaría así como terminó la alianza, para bien de mi pueblo, pero también significaría tu fin, tu horrible muerte, hombre loco de las tierras cálidas. Por eso callaré, aunque temblando, y despediré a mis ciegos y castrados centinelas y a mis seniles sirvientas, imponiendo mi derecho de oír a solas el mensaje que me envía mi esposo... porque mi pueblo, a diferencia del tuyo, no conoce la magia de las palabras detenidas en el tiempo, la escritura.

Y tú, cortés, me evitarás el embarazo de mentir, porque antes de que pueda siquiera decir "no quiero" ya tus dedos estarán desanudando uno a uno todos los cordones de mi atavío, soltando todas las hebillas y broches, mientras los míos arrancan la piel mal curtida con la que te ciñes para descubrir debajo el metal de la coraza a la que, imprudente o inconsciente, no has querido renunciar aún sabiendo que te señalaría al instante como no krodo, extranjero y enemigo. Y descubriré en ese instante que nunca antes había conocido el amor, que siempre he odiado al tuerto Aurak y su tosca lascivia, y que mi vida sólo ha tenido el sentido de esperarte.

Caerán a nuestros pies las finas pieles de castor, armiño, glotón, y zorro plateado, confundiéndose en un solo montón con la tuya enorme de oso blanco, con tu coraza y tus grebas negras como élitros de escarabajo; mis gasas más mínimas y secretas entrelazándose con la seda casi igual de fina de tu túnica interior.

Entonces bailaré como hoy bailo, a la luz del hogar y las antorchas, para ti, pero ya desnuda, hechizando tu vista con los reflejos del fuego persiguiéndose sobre mis flancos de mármol para concentrarse en el inerte metal del cepo de mi lujuria. Y beberé tu imagen toda: tu piel tan distinta al blanco de hueso de los hombres krodos, tostada por el sol de latitudes más bajas que las que me han visto nacer y crecer; tu delgadez esbelta y sin vello más que allí donde mi mano despertará la caliente hinchazón de tu sexo, mientras las tuyas, de dedos finos, más de músico que de guerrero, se cebarán en la turgencia enjoyada de mis pezones, como embajadores de tu boca, que acto seguido lamerá y morderá el oro y la plata con las que mi tía bruja me los atravesó a los doce años, diciendo "Ilka, los pechos de una mujer son siempre sus más preciadas joyas...pero ninguna mujer del norte los tendrá mejores que los tuyos"

Por lo que yo, agradecida, no podré menos que postrarme de hinojos ante el altar de tu vientre, esforzándome para pagar mi deuda enardeciendo a tu serpiente a fuerza de besos, hasta hacerla alzarse mirándome con su único ojo, que sin embargo no me hará siquiera pensar en Aurak El Tuerto. Porque lameré el suave manjar de tu masculinidad enhiesta y la acogeré en mi boca, como ni en sueños me atreví a pensar en hacerle a él. Y me sentiré sucia y lasciva y servil, pero también satisfecha como nunca antes.

Tus manos, engarfiadas en la maraña de mis cabellos, modularán el ritmo de mi plegaria silenciosa y succionante, que durará infinitos instantes... hasta que al fin logre arrancarte el espasmo final y absorba golosa hasta la última gota de tu simiente, para tragármela sin dudar, como quien oculta la prueba de un delicioso sacrilegio. Consumado el cual tendrás que marcharte, para no romper la ilusión de mensajero de mi esposo que milagrosamente te ha protegido.

Pero sabiendo los dos que volverás la noche siguiente, y la otra, y mil más si hiciera falta.

Volverás, y la segunda vez te estaré aguardando, desnuda ya bajo las toscas sábanas de lana, tan desesperada por el hierro que te veta el acceso a mis entrañas hambrientas como un potro que tasca incómodo su primer freno. Te tenderé mis manos con las mismas ansias con las que un hambriento las tendería a un pan recién horneado, y murmurándote palabras de amor y de lujuria ¿porque no son acaso la misma cosa? Me frotaré contra ti como gata en celo, gimiendo de frustración, maldiciendo a Aurak y a su herrero, y al hierro mismo...

Pero de golpe callaré, porque tu mente astuta ya habrá discurrido una manera de satisfacernos ambos, y comprenderé cuál es cuando tus manos sabias me hagan darme la vuelta y separen las colinas gemelas entre mordiscos y besos que erizarán mi grupa, para abrirme aún más y dejarle el campo libre a tu lengua serpenteante, que preparará el sendero húmedo lamiendo justo en el centro del terremoto que ya estremecerá mis nalgas de potranca impaciente. Un sendero por el que tu duro cetro de carne se deslizará acto seguido, lento pero inexorable, burlando así la muralla de metal. Y bendeciré la estrechez de miras de mi odiado amo del ojo solitario, que como nunca me dedicó atención por tal vía, considerándola impropia de hombres viriles, tampoco le ordenó cubrirla a su obtuso herrero.

Así al fin, aunque por indebido vaso, podré sentir tu volumen llenando mi vacío, tu fuego carnal erizándome por dentro, el peso de tu cuerpo cuando me cabalgues a la vez con dulzura y con rabia, como un semental a su yegua, y no como guerrero enloquecido que masacra a un enemigo, como hacía siempre Aurak... Y mi placer será tanto que tendré que morderme los labios para contener relinchos y ganas de cocear cuando tu ariete vulnere hasta la última resistencia de mi nunca antes invadida ciudadela oculta, cuando inundes mis galerías de escape con el licor sagrado de la vida... que aún goteará lento y untuoso de entre mis nalgas horas después, cuando salga de la cama a despedirte, porque de nuevo tendrás que marcharte, sudoroso de rabia pese al frío, pero ahora ya jurando que la próxima vez vendré contigo.

Y sí, a la tercera vez, loca sin remedio, apóstata a todo, cortaré mis trenzas de años para aceptar las ropas de joven guerrero, la barba postiza, la hedionda piel bajo cuya cobertura huiremos juntos del castillo y de Aurak, de los krodos y de las tierras heladas que han sido por tantos años mi patria y toda mi vida. Pero yo no sentiré la renuncia, ni pensaré en todo lo que dejo atrás, porque tendré mil mundos por delante. Y en todos estarás tú, hombre de ojos de hierba, haciéndome soñar mientras me raptas cabalgando a la grupa de tu potro, adherida a tu espalda, tratando de sentir tu calor a través de pieles y coraza, feliz en mi traición y mi fuga, besando y mordiendo tus cabellos negros que el viento gélido hará azotar mis mejillas como en norteña, ruda despedida.

Ah, hombre del sur, que bien poco me importará que no seas rey ni príncipe ni duque, ni me importaría siquiera que no poseyeras tierras ni vasallos, porque te he elegido dueño total de mi destino. Harás que tu artesano de confianza corte el hierro que nos mutilaba los deseos, para luego cargarlo con una pesada bolsa de oro y exiliarlo para siempre por el crimen imperdonable de haberme visto y tocado, y confirmaré lo que ya intuía, que estás hecho de otra pasta que los crueles, celosos krodos... porque ni Aurak El Tuerto ni ninguno de ellos en tu caso habría dudado un segundo en decapitar al sacrílego. Pero luego olvidaré tal reflexión en el placer infinito del inédito festín de los sentidos con los que me darás la bienvenida a mi nueva vida, en el frenesí de caricias y gozo que nos consumirá esa noche, y la siguiente, y la otra...

Cabalgaré sobre tu vientre ciñéndote los flancos con el dulce cepo de mis muslos, como deseé hacer desde que te vi, y gritaré como endemoniada cuando sienta tu calor inflamando mis entrañas, lacerándome hasta el dolor y la sangre, pero sin quitarme las ganas de que me sigas desgarrando, y presionaré con todo mi peso sobre tu lanza, hasta que me estalle dentro en erupción de lava viva.

Me tenderé a morder la almohada de fina seda dejando que me mastiques la nuca huérfana de mis trenzas, sacudiendo mis ancas gozosas de sentir tu peso, y entre ellas la estocada de tu estilete hinchado perforándome, trasmitiéndome tu emoción en cada espasmo.

Así una y otra vez, sin más descanso que el del sueño. Y cuando al tercer día el vigor parezca abandonar hasta tu miembro que parecía infatigable, interpretaré para ti la seductora tragicomedia de mi lascivia, bailando desnuda entre las colgaduras de seda y damasco de tu gran lecho, y por toda la alcoba alfombrada, sacudiendo las caderas y tomándome los senos sólo para regocijar tus pupilas y devolverle a tu piel las ansias de la mía.

Oh, y eso será apenas el principio, hombre de las tierras cálidas. Día tras día inventaré y haré nuevas locuras para no dejar aburrirse a tu placer.

Sacaré tu espada de su vaina, y tu enjoyada daga de misericordia, y lameré sus empuñaduras entorchadas de acero y piel de pez pero como si fueran parte de tu propia carne, hasta humedecerlas lo bastante para insertarlas sin gran esfuerzo en mis dos túneles de placer y así pasearme ante ti, parodia de guerrero-abeja, ambos aguijones de acero lustroso colgando entre mis muslos y temblando a cada paso, hasta desmayarme entre tus risas trepidantes y mi excitado placer.

Semanas enteras estaremos sin abandonar tu cuarto; tu fiel senescal regirá tus dominios como en tu ausencia, y tus vasallos, comprensivos, serán tan gentiles de no intentar sublevarse mientras dure la luna de miel de su señor, que tan bien los ha tratado siempre.

Seré tu perra y tu esclava, y será por propia voluntad que no tendré límites, pero no como con Aurak, que en sus monumentales borracheras me hacía beber con él su fortísimo hidromiel, para luego obligarme a fustazos y patadas a frotar mi vientre desnudo con el de sus perras de caza en celo, para que luego los babeantes mastines me penetraran con sus rojos y quemantes aguijones, mientras él, totalmente ebrio, se reía hasta faltarle el aliento de mis contorsiones tratando de evitar que las filosas uñas caninas me desgarraran la espalda.

Pero a ti Ilka se te entregará sin reservas ni fronteras ni pudores, hombre de ojos de hierba. Cuando al fin tus tareas de señor feudal te reclamen fuera de la cama, de la alcoba, del castillo, esperaré tu regreso imaginando nuevas locuras con las que agasajar tu vista, tu tacto, tu olfato, tu lascivia toda, que será también la mía.

Un día te esperaré desnuda como casi siempre, pero con una guirnalda de rosas minúsculas entretejidas en mi vello secreto, ya crecido, para rogarte que me las arranques una a una con la lengua, sin que me importe que las punzantes espinas mezclen tu sangre con la mía, porque así se mezclarán también nuestros placeres.

Otra vez robaré atuendos de paje, para de tal guisa travestida deslizarme fuera del castillo y cabalgar frenética hasta salirle al paso a tu corcel de guerra, e insultarte hasta obligarte a cruzar tu espada conmigo, hasta que me reconozcas y dejes caer tu arma para subirme de un tirón y riendo a tu alta silla de montar, para desgarrar mis ropas masculinas y hacerme gozar de nuevo de tu acceso viril, perdiéndonos a campo traviesa en la más loca cabalgata que nunca hayan visto tus campesinos y siervos, que nos sonreirán y saludarán al vernos pasar, unos escandalizados y otros alegres del gozo de sus señores, todos envidiándonos.

Unas semanas después yo misma, aguantando el dolor, a punta de aguja entintada me tatuaré tu nombre en el muslo derecho, bien alto. Y esa noche lameré por enésima vez tu carne durísima y erguida en silente, respetuoso homenaje a mi nueva marca, para hacer brotar tu licor agridulce y untarme el cabello con él, una y otra vez, hasta que tú yazcas agotado y feliz y mi pelo, que habré conservado corto para que no olvides que soy tu esclava por propia elección, huela a ti y se erice, tan duro como las cerdas de un imposible jabalí rubio.

Otra noche vestiré, aunque demore horas en hacerlo, los complicadísimos ajuares de seda y pedrería de las damas de tu tierra, pero permaneciendo pícaramente desnuda y descalza bajo las anchas faldas acampanadas por el engorroso miriñaque... sólo para poder sentarme frente a ti en el banquete y cosquillear tu hinchada bragueta con los ágiles dedos de mis pies, y capturar tu zapato cortesano de afilada puntera y obligarlo a hurgar en mi caverna siempre húmeda y expectante, mientras en derredor los cortesanos ríen y los juglares cantan y bailan, ajenos a nuestra pasión.

Yo posaré desnuda ante un pintor vagabundo, varias veces y en distintas posturas, y te regalaré los cuadros como ofrenda de nuestro primer aniversario, para que adornes con ellos nuestro nido de amor. Pero no podré convencerte esta vez de que respetes la vida del desgraciado artista... aunque sí de que envíes una principesca compensación a su viuda y sus hijos.

Entretanto tú habrás dado orden a tus orfebres de que fundan en el preciado metal una réplica exacta de tu virilidad crecida en su mayor gloria, y tal será tu presente de aniversario, que me aficionaré a llevar bien insertada en mis entrañas hasta cuando camine por los pasillos de tu fortaleza-palacio... y no siempre en el canal por el que cada luna brota la sangre de la fertilidad, sino también detrás, en el sitio que primero tuvo conocimiento de ti, y cuya estrechez nos habremos aficionado cada vez más con el pasar del tiempo.


Ilustración: wkowalsky

Pero nuestras locuras no terminarán con ese año. Otra vez me dejaré para que me embrides y sujetes una silla de montar sobre mis lomos, para cabalgarme por toda la alcoba, haciéndome caminar sobre manos y rodillas y azotándome la grupa hasta hacerme gemir de dolor y ansiedad por un nuevo fustazo. Y más tarde, para salir, ceñiré mis carnes castigadas con cuerdas y correas tan apretadas que me harán suspirar, casi desmayarme a cada paso, colmada por esa indefinible sensación que nace en la frontera del placer y el dolor, cuando el cáñamo empapado de los jugos de mi velluda almeja roce la perla rosada que la corona, cuando el cuero áspero raspe mis pezones, pero acariciándolos rudamente.

Y como me habré aficionado al juego del dolor, a veces dejaré que insertes réplicas de hielo de tu masculinidad en mis orificios, para estremecerme con su frío, otras que cuelgues pesados anillos de las joyas de mis pezones, y las menos, que laceres mis pechos y mis nalgas con hierros calentados al fuego.

Un día, decididos a pasar toda barrera, me vestiré de hombre mientras tú endosas ropas femeninas, trocando así los papeles, y te besaré agresiva y azotaré tus nalgas escuetas con duras palmadas como tanto te gusta hacerme, para al fin hacerte sentir como yo misma cuando me posees, poseyéndote yo con la réplica dorada de tu miembro sujeta a mi cintura con correas, y tu espasmo será feroz cuando te derrames en el vacío, pero me harás jurar que nunca más intentaremos tal trasgresión.

Nos habituaremos a desayunar en la cama, y el inicio el día será fiesta del amor y de los sentidos. Yo insertaré en el sitio donde mis muslos se hacen vértigo los delicados pasteles de hojaldre salidos del horno de tu repostero para que tú los comas hasta mi desmayo; tú bañarás tu estoque en dulce miel para que yo lama hasta que en mi boca su sabor se confunda con el tuyo en un derroche de simiente.

Yo no te pediré nada y tú me lo darás todo. Matrimonio formal bajo la bendición de los amables dioses de tu tierra cálida, que me otorgará condición reconocida de señora de tu castillo y tus tierras y me hará merecer la envidia de todas las damas de tu país por haberles arrebatado a uno de los mejores partidos del país.

Tú no me exigirás nada y yo te lo daré todo y más aún. Tañeré el rabel y el arpa, haré sonar el pandero para regalo de tus oídos, bailaré como sólo una hija del norte sabe hacerlo para homenajear tus ojos. Aprenderé largas baladas sobre leales, puros caballeros vestidos de hierro y tímidas damas de virtud más fuerte que el hierro mismo, tan distintas de nosotros mismos, y te las recitaré burlona, para que riamos juntos antes de volver a amarnos sin más pureza ni virtud que las que el deseo sin freno otorga.

Yo, perra enamorada, comeré de tu mano lamiéndote los dedos como hacen los fieles sabuesos que te adoran, porque nunca respondes a sus embarazosas carantoñas con un puntapié ni una palabra fuerte, y pocas veces castigas sus torpezas con el rebenque. Y como ellos, a veces me orinaré de puro gusto cuando me acaricies el vientre desnudo, bañando tu mano con mis aguas cálidas, y disfrutaré también cuando seas tú el que alivies la vejiga de su tibio contenido sobre mi cuerpo.

Yo querré bautizar en el túnel húmedo entre mis muslos cada botella de vino de la que tú beberás, y soportaré encantada el ardor de ese mismo vino vertiéndose luego en mi cáliz, la mejor de las copas posibles para tu sed. Yo me disfrazaré mil veces, unas de dama, otras de meretriz, de juglar, de mendiga, de reina y de monja, desdoblándome en mil mujeres, en todas las mujeres que tú podrías nunca desear, para que puedas tenerlas a todas teniéndome a mí.

Yo observaré, enloquecida de amor y relamiéndome de gusto, el esfuerzo de tus servidores para hacer ascender por las tortuosas escaleras a tu potro preferido, y cuando estemos los tres solos en nuestro nido de pecado, no dudaré en acariciar su vientre hasta que emerja, primero apenas terso y como tímidamente, el tremendo poste de carne sonrosada, ni en lamerlo con fruición para que se endurezca bajo mis besos. Ni siquiera temblaré cuando me toque soportar el embate de tal ariete, tendida boca abajo sobre las sedas del estrado especial que habrás hecho fabricar para hacerme menos engorroso el acto, el aroma sudado de la piel equina mezclándose con el olor de mi propia excitación, y de la tuya, que observarás toda la innatural coyunda autocomplaciéndote en el lecho... pero no por mucho tiempo. Porque tu estallido será simultáneo con el mío, y ambos con el del potro, cuyo hirviente surtidor me haría aullar de dolor si no fuese porque mi boca estará demasiado ocupada en beberse cada sorbo del tuyo.

Yo cabalgaré sin descanso, recorriendo la comarca en busca de las mozas más bellas de tus dominios, pero no para desfigurar sus rostros celosa, sino para invitarlas a que compartan el vértigo de tu lecho. Y unas veces observaré, sonriente pero distante, cómo las haces gozar hasta el temblor, con habilidad que ya era grande, y que yo he refinado más aún. Pero otras aceptaré sin dudar la invitación traviesa de tus ojos y me les uniré entre las sábanas de seda y olán: lamiendo y dejándome lamer; penetrando con mi mano y tu dorada réplica o siendo penetrada por ella en sus manos, y por sus dedos mismos; bebiendo su sabor de incultas pero sanas campesinas en sus velludas entrepiernas o haciéndolas beber el mío, del pubis que habré vuelto a rasurar al cero para complacerte. Y unas veces colmaré sus bolsillos del oro que con tanta generosidad me regalarás, y que no sabré en qué más utilizar... pero otras, si te has fijado demasiado en ellas, si tu gusto por sus carnes y sus gemidos es demasiado obvio, las haré matar sin ningún remordimiento... porque ninguna mujer es del todo ajena a los celos.

Yo seré tu yegua y tu dueña y tu reina. Tu dama, tu furcia, tu esclava y tu deseo. Tú serás mi vida y mi muerte, mi locura y mi paz, mi alianza y mi gozo, mi tormento y mi placer. Seremos el uno para la otra como el todo y la nada, como la noche y el día, como la cascada y la hoguera, como el rayo y la espada...

Todo eso veo en tus ojos verdes como las esmeraldas, y en tu sonrisa que rastrea mi danza por entre los corpachones de los rudos compañeros de armas de mi señor Aurak El Tuerto. Por primera vez la temida profecía de mi tía bruja se cumple, y yo Ilka, me encuentro capaz de leer mi futuro y el tuyo, que es el nuestro, en tus ojos, en las volutas de humo que despide el fuego ennegreciendo las paredes de roble del norte de la sala de banquetes, en cada evolución de los cuervos sagrados que revoletean graznando y tratando de arrebatarle una piltrafa de carne a los perros que se afanan alrededor de los huesos del festín.

Comprendo el llanto de la hermana de mi madre cuando supo que mío sería también tal poder, y recordarlo es lo que me decide a hacer lo que hago.

Los ojos de tus acompañantes se abren asombrados cuando salto, ágil como una pantera, de la mesa vecina a la tuya y danzo acercándome a la silla de altísimo respaldo sobre cuyos brazos te reclinas sin perderte ni uno solo de mis movimientos, como una fiera ahíta pero siempre peligrosa. Me acerco aún más y veo la inquietud brillar al otro lado de la mesa, en el único ojo de Aurak, azul como el cielo y el mar del norte, y sé que bajo la mesa, su manaza velluda se acerca al mango de su hacha de doble filo, como dotada de vida propia.

Lo veo todo, pero igual me acerco tanto que casi siento la caricia de tu aliento en mis piernas, y el inquieto tensarse de tus hombres, que no saben lo que puede ocurrir ni lo que pretendo, y por eso acercan también las manos a sus espadas.

Pero yo, Ilka, soy más rápida que cualquier cosa que puedan intentar.

Porque mi mano se tiende como una serpiente, para arrancarte de la cintura tu larga daga de misericordia y hundirla hasta el pomo en tu ojo verde de hombre venido de tierras cálidas. Es la señal no convenida para que los aceros silben al desnudarse de sus vainas y la ruda camaradería entre las dos naciones se rompa como si fuese frágil carámbano, transformando la sala de banquetes en un infierno de mandobles, saltos, sangre, gritos, hachazos, maldiciones, estocadas y golpes. Y resonando por encima de todo el barullo, el osuno, espantoso rugido de batalla de mi señor Aurak, que tan bien conozco.

Los hombres pelean con rabia, con sorpresa, con ira, con terror, las mujeres huyen chillando, y así quedo yo libre de acercarme a tu cuerpo aún tibio de extranjero gentil, y llorar acunando en mi regazo tu cabeza que aún se estremece en sus últimos estertores, derramándose en escarlata desde tu ojo, en el que el largo, fino puñal permanece clavado como una letal flor de hierro...

El poder late en mí, y latirá siempre a partir de hoy. Por eso sé que al menos moriste sin entender ni enterarte de nada y eso me reconforta algo.

Y ni siquiera mi señor Aurak comprenderá muy bien qué extraño impulso me llevará esta misma noche, cuando ya no quede vivo ni uno solo de los extranjeros venidos del cálido sur, a cortarme las trenzas por mi propia mano, a deshacerme de mi preciado cabello, como en señal de luto, si él y mi pueblo han vencido una vez más.

Borracho de hidromiel, me golpeará para luego hacerme el amor, como siempre, rudo, breve y completamente seguro de mi lealtad, porque, aunque sea a su salvaje manera, él me ama... Y mía es la culpa si antes no fui capaz de comprenderlo.

Lo que no sé es si hoy, como siempre, quedaré insatisfecha... o si esta vez seré capaz de disfrutarlo. Aunque puedo estar segura de que, si tal cosa ocurre, será sólo gracias al mágico recuerdo de lo aún no sucedido y que ya no sucederá jamás, a mi embrujada visión de abismos de bienestar y pasión verdadera contigo, extranjero de ojos color de hierba, cuyo nombre no conocí ni conoceré más, porque yaces ahora sobre mis rodillas, ya exánime, hermoso como una estatua, sacrificado en el altar de mi terror al cambio y a la felicidad, en el banquete de la alianza.



José Miguel Sánchez Gómez, "Yoss", como se lo conoce desde siempre, nació en La Habana, Cuba, en 1969. Lleva publicados veintiún cuentos en Axxon y esta es la lista: "Los meandros de la historia" (51), "Trabajadora social" (56), "La maza y el hacha" (83), "Destrúyenos porque nos amas" (94), "El tiempo de la fe" (97), "El arma" (106), "La performance de la muerte" (110), "Las chimeneas" (113), "Ese día" (128), "El primer viaje de la 'Argonauta'" (132), "Kaishaku" (142), "La cumbre de la respuesta" (150), "Apolvenusina" (153), "Ambrotos" (154), "Líder de la red" (155), "El efecto Cibeles" (156), "La prisión" —con Vladimir Hernández— (158), "Una moneda de plata en el bolsillo de la noche" (160), "Instrucciones secretas para la mision Alfa: Pliego uno" (161) y "El cateto prohibido" (164).


Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Ficción histórica: Cuba: Cubano).