EL DUEÑO DEL BARRIO

Hernán Domínguez Nimo

Argentina

El sol daba de lleno en el frente de la casa. Hugo estaba acostado, desparramado en los escalones de mármol percudido, ocupando todo el ancho de la entrada. Tenía los ojos cerrados, una sonrisa perenne, los brazos abiertos al costado del cuerpo para recibir la mayor cantidad de rayos solares sobre su enorme cuerpo.

Cualquiera pensaría que aquello era realmente envidiable.

Sólo él podía sentir las gotas de sudor resbalando desde los sobacos por toda la panza, pegoteándole la camisa al cuerpo. La despegó en un gesto casual, y limpió con la mano la transpiración que se le acumulaba entre los pliegues de piel de la barriga. Secó la mano en el pantalón corto.

El calor era insoportable.

Pero si alguien en el barrio le hubiera preguntado —si quedara alguien para hacerlo— Hugo contestaría que era la gloria. En verdad disfrutaba el sol. Era gratis. También el aire. Nadie podía cobrárselo. Tal vez en las colonias de la Luna, pero no aquí. Al menos por ahora.

Una caricia caliente y suave en la espalda.

—¿Te despertaste, Gali? ¡Qué cosa, che, cómo dormís cuando hace calor, ¿eh?! ¡Parecés lagarto en vez de gato!

Galilea siguió restregándole el lomo contra el brazo pero se separó de golpe, sacudiendo un poco el cuerpo, como si así pudiera sacarse el sudor que le había empapado el pelo.

—¿Qué pasó? ¿Te mojaste un poco? ¡No seas maricona, che!

La gata protestó con un maullido, áspero como la risa de Hugo, y se acostó al pie de los escalones, para que el sol la secara. Hugo cerró los ojos otra vez, la sonrisa más grande que antes.

Hasta que escuchó el ruido. Antes de abrir los ojos ya sabía qué era.

A través de las ondas distorsionadas de aire caliente que subían desde el cemento vio —lo adivinó en realidad; nunca tomaba sol con los anteojos puestos— el camión que se acercaba, lentamente, traqueteando. A veces se maravillaba de que aún pudieran transitar por aquella calle llena de escombros y cráteres.

Tardó diez minutos en recorrer las tres cuadras. Se detuvo justo frente a Hugo, con un escape de aire de los frenos. Era un camión de los grandes. Seguro venía con un cargamento completo.

—¡Buenos días! —gritó Hugo—. Una mañana bárbara, ¿no le parece?

El conductor del camión se volvió, sorprendido por el grito, y luego rehuyó la mirada.

Aquello hizo volver la sonrisa de Hugo. Se acercó aún más al borde de la vereda, hasta quedar apenas a un par de metros del camión.

Detrás de la ventanilla cerrada, el conductor se peleaba con los controles. El apuro lo volvía torpe. Por fin logró encender la maquinaria de la parte trasera. Con un zumbido hidráulico, la caja del camión comenzó a elevarse, inclinándose. Al llegar a un ángulo de cuarenta y cinco grados se detuvo en un chasquido.

—¿Qué me trajiste hoy? ¿Hay mercadería de sobra? ¿Tengo para revolver un rato largo? Mirá que la vez pasada me trajeron tres cositas locas y así la cosa no funciona, ¿eh? O me traen un camión completo o ni se molesten en venir, che, que sino me dejan con las ganas.

La puerta trasera se abrió y el cargamento se desparramó encima de los escombros de la calle. La mayor parte de las bolsas estaba rota y el hedor impregnó el aire en un segundo, golpeándolo en la nariz.

Cuando la avalancha se detuvo, la maquinaria volvió a ponerse en funcionamiento y más bolsas de basura rodaron por encima de las anteriores en una catarata de desperdicios. Finalmente, el camión estuvo vacío. Todo el ancho de la calle estaba cubierto de bolsas y porquería.

—¡Así me gusta, che! ¡Hoy sí que se portaron! ¡Decí que me dejé la billetera en el otro pantalón, pero si no, flor de propina te daba! —de repente, Hugo se llevó la mano a la frente, en un gesto exagerado—. ¿Pero qué pavada estoy diciendo? ¡Si ya no hay monedas para propina! Qué macana, che...

La caja trasera del camión comenzó a bajar. El conductor no esperó a que estuviera en su lugar: inmediatamente arrancó para alejarse. Un estruendo lo frenó apenas recorridos unos metros. Una rueda se había metido en un cráter más profundo que los demás, haciendo que el fondo del camión chocara con alguna piedra. El conductor intentó la marcha atrás y también fue inútil.

"Jodete" pensó Hugo. "Tus jefes mandan a romper la calle y después quieren que alguien transite".

Hamacándose hacia adelante y atrás, el camión salió del pozo y se alejó hasta el final de la cuadra. Pasada la esquina, la calle mejoraba de a poco.

Hugo sonrió ante la idea de bajar a revolver en la montaña de basura. Difícilmente hubiera algo de utilidad. Las primeras veces las había revisado. Después de todo, la gente siempre tira cosas útiles. Ahora sospechaba que las peinaban, bolsa por bolsa, para que sólo le llegaran restos orgánicos putrefactos.

Esos embarques arreciaban en épocas de calor. En un día como ése, en apenas un par de horas, el olor sería insoportable allí en la calle. Lo peor era el juguito de la basura, como él lo llamaba. Se escurría por debajo de las bolsas y corría hasta el borde de la vereda, donde se espesaba y formaba meandros pantanosos. Reprimió el gesto de asco y dio la vuelta. Galilea lo esperaba de pie en los escalones de la casa.

Su casa.

Mucho más que lo que nadie podía decir.

Sonrió, se sacó la camisa y se la colgó del hombro mientras caminaba hacia la puerta, con el paso esforzado de quien avanza dentro de una ciénaga.


Apoyó la pava y se llevó la bombilla a la boca. Por la mitad del mate, intentó acomodar el culo encima del banquito. Imposible.


Ilustración: Verónica Delacroix

Le encantaba tomar mate ahí, en la cocina, aunque el lugar no tuviera más que un par de metros de lado. Suficiente para el anafe, el banquito y la mesa con pintura gris descascarada. Tantas capas de pintura gris que los bordes rectos de la madera estaban redondeados.

El mate se quejó, vacío. La yerba estaba un poco lavada pero tenía ganas de uno más, como siempre que se quedaba sin agua. Agarró la pava marcada por el sarro y abrió la canilla para llenarla. Un chorro de agua oxidada surgió de golpe, salpicándolo todo.

—¡Qué mierda...! —exclamó y se arrepintió al instante. No le gustaba que lo sorprendieran y menos que lo vieran de mal humor. Estaba seguro de que había cámaras y micrófonos por la casa pero ya no se molestaba en buscarlos. Siempre podían instalar otros. Era parte del juego. La parte de ellos.

La suya era estar siempre de buen humor.

El hilillo parduzco adelgazó hasta desaparecer, barbotó un par de veces y se ahogó en un soplido afónico. Chau mate.

Y no sólo eso. El corte de agua podía llegar a durar días. No era la primera vez.

Se acercó hasta el teléfono que estaba en el pasillo y marcó "memoria 7". Era el teléfono de EatīnDrinCo, la grande que administraba agua y alimentos —y golosinas, y gaseosas, y comida chatarra, y etcétera—. Dejaría su reclamo, como de costumbre, y la empresa se tomaría dos o tres días en reanudar el suministro que, era obvio, nunca había tenido un desperfecto.

Cuando los números terminaron de sonar, la línea quedó en silencio. No había tono. Colgó de golpe, a riesgo de romper al aparato, y contuvo la bronca.

Después explotó en una carcajada.

Ya no les alcanzaba con uno por vez. ¡Estaban combinando los desperfectos!

Lástima. La llamada en sí no era más que una rutina burocrática. Lo que le gustaba era volver locos a los operadores preguntando boludeces, sacándolos del libreto prefabricado que les inculcaban y que ellos mismos no sabían más que repetir.

Se alejó por el pasillo, los pasos retumbando sobre el piso de madera, y trepó por la escalera de cemento pelado hasta la terracita. Caminó despacio sobre las chapas, cuidando de pisar justo donde corrían las vigas. Siguió el borde de la canaleta hasta el extremo, donde empezaba el tubo de desagüe vertical y metió la mano. La bolsa estaba llena de agua de lluvia. También algunas hojas y bichos, pero nada terrible. Alzó la bolsa y la mostró a los cuatro puntos cardinales, como si fuera un trofeo deportivo. Después se le ocurrió algo mejor: abrió la bolsa y le pegó un trago ahí mismo, como si fuera una bota.

Otra vez estaba de buen humor. Bajó la escalera con la bolsa y en la cocina la vació en un par de ollas ennegrecidas por el uso. Dejó la bolsa, recordándose mentalmente de volver a ponerla en el desagüe, y se puso a sacar las hojas del agua.

Siempre estaba preparado para lo peor. Y lo peor iba cambiando constantemente. Tenía que reconocer que a veces eran ingeniosos.

Como la vez de las termitas. El piso se había hundido bajo su peso. Al principio había pensado que las maderas estaban podridas, pero no tardó en encontrar el aserrín y los agujeros en cada tabla. Les había descargado un par de aerosoles pesticidas y desde entonces no había tenido más problemas. Si no mencionaba el agujero de medio metro de diámetro en el centro de su living —y Hugo se cuidaba mucho de no hacerlo—. Estaba seguro de que ellos las habían plantado. Los de HomeCo, claro.

A veces dejaban caer objetos pesados sobre el techo, desde helicópteros de TripCo, rezando —imaginaba— para que atravesaran la chapa. No habían tenido mucha suerte hasta ahora. Un par de goteras a la altura del pasillo. Cuando llamaba para reclamar, recibía miles de disculpas por el "desafortunado accidente".

Otras, los helicópteros se limitaban a sobrevolar la casa toda la noche —con amplificadores de sonido, suponía— sin dejarle pegar un ojo. Pero él se quedaba inmóvil en la cama, simulando dormir. Si se quejaba, por la mañana, le decían que se trataba de patrullajes de seguridad, que vigilaban para que nadie entrara en su casa.

Lo mejor, lo que realmente lo desconcertó, fue cuando efectivamente tres ladrones forzaron la entrada.

¡Ladrones en la zona no procesada!

Hugo se moría de risa mientras ellos ponían todo patas para arriba y llenaban sus sacos de porquerías. ¡Como si en su casa hubiera algo de valor! Cuando se fueron, los despidió con saludos para las madres de todos los empleados de HomeCo.

Listo. El agua no tenía más bichos ni hojas flotando. Seguía estando algo turbia, pero era mejor que nada. Estuvo a punto de servirse un vaso o —mejor aún— mojarse la cabeza para fanfarronear, pero realmente tenía que cuidar el agua. No era mucha y no sabía cuando volvería a llover.

Aquello le recordó que no había podido hacer su reclamo. Aunque seguramente el teléfono seguía muerto.

En ese instante sonó. Pero no era el teléfono. Tardó varios segundos en reconocer el origen del sonido.<9>

El timbre de la puerta.

Mientras caminaba hacia el frente, imaginó las variantes posibles. Un empleado de NewsCo disculpándose por la falla telefónica. O —y la sonrisa casi se convierte en carcajada ante la idea— uno de TripCo que le anunciaba que había ganado un viaje de vacaciones, gratis, al Caribe. Así aprovechaban a tomar la casa cuando él no estaba.

Era una buena idea. Tan ridícula como las anteriores pero más original. Si no se les ocurría, podía contársela.

Abrió la puerta y vio que no había acertado con ninguna de las opciones. Era un tipo bastante flaco, apenas más bajo que Hugo, que no usaba el uniforme de ninguna compañía. A decir verdad, estaba peor vestido que él: una camiseta, unas bermudas y unas chinelas de cuero. La ropa estaba limpia pero tenía tantos remiendos y retazos que costaba determinar el color original.

—¿Y vos quién sos? —preguntó Hugo.

—¡Hola! ¡Soy su nuevo vecino!

—¡Qué vecino ni ocho cuartos! ¿De qué agujero saliste?

Hugo se puso en guardia. Aquello no estaba en los libretos de HomeCo. Y el tipo realmente estaba vestido como si hubiera salido a pasear a la vereda de su casa. Sólo que nadie más que Hugo vivía en esa vereda, o en veinte manzanas a la redonda. Nadie que no fuera de una de las compañías se había acercado en los últimos meses.

—No me entendió. Yo rento la casa de al lado. Soy su vecino... mientras dure. Usted debe ser quien retrasa a la HomeCo —se le acercó, tomó su mano entre las suyas y la sacudió efusivamente—. ¡Muchas gracias!

—¿Una renta? ¿Acá? ¡No digas pavadas! —Hugo nunca había oído hablar de gente rentando en zonas no procesadas.

—¡Claro! ¡Es lo más barato que hay! Sabe... —se acercó, aún sosteniendo su mano, y le habló en voz baja, a modo de confesión—, mi sueldo es menos del mínimo, y con esos pocos créditos no puedo rentar en un monoblock. ¡Gracias a usted tengo un lugar que puedo pagar!

El sujeto le soltó la mano y miró alrededor, abarcando la calle destruida con un gesto.

—Aunque usted no lo crea, esto no está tan mal. He estado en lugares mucho peores. Lástima que todo sea temporal...

Hugo tardó un rato en digerir las últimas palabras, y cuando lo hizo no le gustaron. El tipo debió ver el disgusto en su cara, e intentó algo parecido a una disculpa.

—Digo, porque en algún momento va a terminar firmando. —La expresión de Hugo empeoraba y el tipo quiso explicarse—. Quiero decir... tarde o temprano todos terminan firmando.

—¡Yo no!

Hugo se metió y le cerró la puerta en la cara.

Temblaba de ira y no sabía por qué.


Esa noche no pudo dormir. Giraba en la cama una y otra vez. No podía aguantar ninguna posición por más de un minuto. Sus músculos se agarrotaban como si hubiera corrido todo el día. Los elásticos de acero se quejaban cada vez que se daba vuelta. Estaban un poco oxidados y Hugo esperaba el momento en que se cortaran como una cuerda de guitarra y lo dejaran caer al piso.

Para colmo, a mitad de la noche, cuando su cansancio era tan grande que parecía capaz de vencer a su ansiedad, aparecieron los dichosos helicópteros. Hacia varias semanas que no venían y justo habían elegido esa noche para volver.

Apenas comenzó a clarear del otro lado de la persiana apolillada, se levantó. Prefería estar despierto a seguir sufriendo sin poder dormir.

Se fue a grandes zancadas hasta la cocina. Galilea lo vio venir y presintiendo su mal humor se escabulló entre sus piernas hacia la penumbra de la habitación. Hugo abrió la canilla para llenar la pava. El agua salió turbia otra vez, casi marrón. Esperó vanamente a que se limpiara —más por inercia del sueño que por otra cosa— pero no mejoró. Con un gesto de fastidio, llenó la pava y la puso a calentar. Hervida no le iba a hacer nada y prefería guardar el agua de lluvia para cocinar. Algo le decía que esta vez iba a tardar mucho más que de costumbre en volver.

Llenó el mate con yerba y lo sacudió, quizá demasiado enérgicamente, para acomodar el polvillo. Dejó hervir el agua un buen rato y luego fue a sentarse en la banqueta de paja, la pava apoyada sin misericordia sobre la mesa gris, junto a otras dos o tres aureolas marrones.

Chupó de la bombilla y pasó por alto el regusto a óxido. En noches parecidas, mientras intentaba conciliar el sueño por encima del ruido de taladros neumáticos y de helicópteros que sobrevolaban la casa, siempre había sonreído en silencio. Pensaba en los empleados de HomeCo, todos instruidos para razonar y funcionar igual, entrenados para seguir el manual de desalojo al pie de la letra. En sus delirios de eterno insomnio imaginaba capítulos enteros de este manual, los pasos que debían ejecutar para lograr que los ocupantes se rindieran y se sometieran a las leyes de la compañía.

Si había un estándar, incluso para los casos extremos, él lo había superado hacía rato. Su máximo consuelo era imaginar a los directivos de la compañía rompiéndose la cabeza contra la pared, incapaces de pensar en otro paso más allá del indicado por el manual. Ya no tenían quién les diera letra y eran incapaces de escribirla ellos mismos.

Suponía que el "caso Delmonte" los obligaría a reescribir ese manual, a delinear nuevos pasos, nuevas estrategias para someter al próximo rebelde. Sabía que, en cierto modo, estaba generando nuevos anticuerpos para la compañía, dándole mayor capacidad de reacción. Pero no sentía culpa. Ni siquiera se le había ocurrido que el siguiente rebelde tendría que superar su límite de resistencia. Para Hugo, toda la situación se resumía en una cosa: él estaba solo. Nadie lo ayudaba, así que solamente pensaba en sí mismo.

Además, íntimamente, tenía la certeza de que ese capítulo del manual nunca se escribiría, porque él nunca se iría, y en los manuales sólo figuran los casos exitosos. De otra manera, se puede desanimar a los empleados.

Por alguna razón, esa certeza se le antojaba ridícula aquella mañana. Más bien una pálida esperanza.

Hacía rato que el gusto a mate había dejado de tapar el del óxido. Renunció a la idea de cambiar la yerba. Tenía ganas de un cigarrillo. Como el mate hervido le había dado calor, decidió fumarlo en la puerta de la casa.

El escalón de mármol, gastado por el paso de cientos de pies, parecía moldeado para su enorme trasero. Con la punta amarillenta de los dedos sacó el paquete ajado y arrugado, que rellenaba día a día con los cigarrillos que él mismo armaba, y encendió uno. Se limpió los lentes con el borde de su camisa. Largó el humo en una larga bocanada y por primera vez en varios meses admiró el paisaje de su barrio, sacudiendo la rutina de su mirada.

Las veredas estaban tan deshechas como la calle, con pilas de baldosas rotas y bolsas rellenas con la tierra de pozos sin tapar. Era como estar sentado en medio de una zona de guerra, al día siguiente de un bombardeo que, milagrosamente, ha dejado tu casa intacta. El olor de la pila de desperdicios que venía del centro de la calle era peor —si es posible— que el día anterior. El zumbido de las moscas llenaba el ambiente.

Una carcajada hizo temblar su panza al recordar la primera época, cuando ingenuamente llamaba para reclamar por el estado de la calle y la vereda. Cada vez que lo había hecho, había recibido una atención gentil y escueta. El empleado asentaba su queja, le asignaba un número de reclamo y eso era todo. Si volvía a llamar, le decían que su reclamo estaba siendo procesado.

—¡No, salame! ¿No entendés lo que te digo? ¡Tenés que arreglarme la calle, no procesar mi reclamo! ¡Si dejo de pagar los impuestos va a ser culpa tuya! ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

La mayoría de las veces ni aparecían. Otras, una escuadrilla llegaba, descargaba palas y picos, simulando que estaban por arreglar algo, hasta que rompían la calle en algún lugar sano y se iban.

Por eso ya no llamaba. No quería que pensaran que todavía le importaba.

Y tampoco podía dejar de pagar los impuestos, claro. A eso apuntaban: a que les diera una excusa legal para el desalojo. No lo iba a hacer.

Nada se movía en la calle. Por lo que Hugo sabía, él era el único en esta zona en particular. Todos los demás habían vendido. Sólo él retrasaba el reciclamiento de aquel barrio. Estaban esperando su firma para demoler todo —aunque ya habían empezado, sobre todo de noche— y construir otro de esos espantosos conglomerados de monoblocks, donde los obreros y empleados de bajos recursos canjeaban sus escasos créditos para alquilar un departamento de dos por dos.

Que esperaran sentados —y en un inodoro, así les saldrían hemorroides— porque él no pensaba vender. Su casa podía estar cayéndose a pedazos, pero tenía espacio de sobra. Y lo que era más importante y no se cansaba de repetir: era su casa. Tenía un título de propiedad. Probablemente el último que existía.

Todos los demás seres humanos tenían que gastar en alquileres los créditos que ganaban trabajando. Alquiler del auto, del departamento, de los muebles, de los electrodomésticos, de las computadoras, de los juegos electrónicos, de los equipos de música, de los teléfonos, de los juguetes, de los vestidos de fiesta, de las mascotas, de los baños públicos. ¡Hasta para limpiarse el culo había que pagar alquiler!

Lo que no se alquilaba se consumía —como los servicios y los alimentos— o se descartaba, por desgaste o por moda. Él era el único propietario que quedaba en la ciudad —sin contar a las Siete Grandes, claro—. La casa era suya. De nadie más. Y eso nadie se lo iba a quitar.

La caricia cálida contra el cuello apenas lo sorprendió. Como siempre, Galilea sabía elegir el momento justo para aparecer.

—Sí, Gali. Vos también. Vos sos tu dueña, porque nadie te obliga a irte o a quedarte. Si te quedás conmigo es porque tenés ganas.

La sonrisa volvió a instalarse en su cara mientras ella se acomodaba entre sus pies. Cerró los ojos y dejó que el sol lo calentara un buen rato.

No los abrió cuando escuchó los pasos. Permaneció quieto, desparramado encima de los escalones, el cigarrillo agónico entre los labios. Los pasos se detuvieron justo enfrente pero sin taparle el sol. Pasaron un par de minutos hasta que el tipo se animó a hablar, en voz muy queda, casi un susurro:

—Veciinoo... —pasaron unos segundos—. Veciinoo...

Hugo reprimió la sonrisa que pugnaba por curvarle los labios. Una pelea que perdió cuando escuchó que el vecino volvía por donde había venido, casi en puntas de pie.

—¡Hola vecino! —gritó y el otro se sobresaltó—. ¡Eh! ¿Qué pasa? ¡A ver si se me muere de un infarto!

El vecino se dio vuelta, casi como disculpándose.

—Es que pensé que estaba durmiendo...

—¿Y por eso se iba? ¡Si recién llegó!

—Es que... pensé que estaba durmiendo...

—¡Sí, hombre, eso ya me lo dijo! Venga. Siéntese en mi escalera. ¿Ve este escalón?

El hombre lo miró sin decir nada, sin saber qué esperaba Hugo de él, ya que era obvio que veía el escalón.

Hugo examinó al tipo, que era todavía más flaco de lo que le había parecido el primer día. Y usaba una barbita bastante ridícula, casi rala, como si quisiera parecer más viejo de lo que era. Como si una mayor edad justificara su precoz caída en desgracia.

—¿Lo ve o no lo ve?

—¡Sí, sí, lo veo!


Ilustración: Verónica Delacroix

—Bueno —hizo una pausa dramática—, es mío. Y éste también. Todos los escalones son míos. Así que puedo hacer lo que se me cante con los escalones. Y ahora se me ocurre invitarlo a sentarse conmigo, así que venga y no se haga rogar porque nunca se le dice que no a la invitación de un dueño —Hugo se incorporó apenas, como para decir algo que requería mayor secreto—. A menos que quiera quedar mal conmigo...

—¡No, claro que no!

El tipo se sentó, en un costado del escalón más bajo, las rodillas muy juntas y mirando hacia el frente, sin saber bien en qué consistía aquella invitación. Esperó a que Hugo le hablara o le ofreciera algo para tomar, pero el dueño de casa sólo permaneció acostado, los ojos cerrados otra vez, ocupando casi toda la extensión de la escalera. La sonrisa instalada en sus labios animó al otro a hablar.

—Pensé que se había enojado conmigo...—dejó de hablar apenas Hugo abrió los ojos.

—¿Yo? ¿Enojado? ¿Qué pavada está diciendo, hombre? ¡Si soy el tipo con mejor humor del mundo!

—Sí, pero dije tantas... barbaridades el otro día. No me alcanzaría la tarde entera para disculparme.

Toda esa formalidad para hablar resultaba hilarante. Hugo apretó los dientes para evitar la carcajada. El tipo interpretó eso como una sonrisa que lo animaba a seguir.

—La verdad es que... cuando hablamos ayer... parecía que me moría de ganas de que usted firmara y... —Dejó la frase inconclusa, como si sólo por decirlo estuviera insultándolo.

—¿Y yo me fuera? ¡Hombre: bienvenido al club! ¡Es lo que está esperando toda la ciudad!

—¡Pero es que no es así! —El hombre volvió a callarse, como temiendo ofender con su exabrupto. Luego habló otra vez en su tono culposo—: Imagínese. Lo que yo más quisiera es que usted nunca firme. Sólo así yo podría seguir alquilando esta casa y evitar que vuelvan a mudarme a otra zona en proceso.

Hugo sonrió. No la sonrisa sarcástica que solía vestir, como una máscara, sino una verdadera sonrisa, que le produjo una sensación muy extraña. Casi como si una cara nueva asomara por debajo de la vieja, reseca y retorcida por el tiempo.

El tipo la interpretó como una disculpa aceptada. Y sin embargo preguntó:

—¿Quiere decir que me disculpa?

Tanta inocencia volvió a convocar la sonrisa de Hugo. Ese sujeto parecía un chico que necesita la aprobación constante de un mayor:

—¡Claro hombre! ¡Disculpa aceptada! Aunque pensándolo bien...

El hombre perdió su propia sonrisa y lo miró, preocupado:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Mmmm... para sellar todo deberíamos tomarnos unos mates de la paz. ¿Hay agua potable en la casa que alquilás?

—Claro. El alquiler incluye todos los servicios. ¿Aquí no hay agua?

El hombre parecía realmente asombrado por esa posibilidad.

—Y, la verdad es que sale bastante sucia. Esperá que agarro el mate y la yerba.

—¿Y no hizo el reclamo?

Hugo no pudo más. Su carcajada retumbó en toda la calle.


***


Mientras tomaba su primer mate gustoso en meses, Hugo se enteró de que Carlos —así se llamaba aquel nuevo y único vecino— era cadete, que llevaba los paquetes que enviaban de una oficina a otra. El sueldo que ganaba era una miseria en créditos y, aunque era más que la jubilación de Hugo, la mayor parte —chocolate por la noticia— se le iba en los alquileres.

Era extraño estar allí. A pesar de los años que llevaba viviendo en esa cuadra, Hugo no había entrado nunca a la casa que alquilaba el hombre. Había pertenecido a Don Mario, uno de los primeros en firmar, alguien que —justamente por eso— no merecía el más mínimo respeto. Para él, Don Mario estaba muerto y enterrado, así que esa bien podía ser la casa de Carlos. Si hubiera sido el dueño, claro.

Aquello era una verdadera pocilga, bastante peor que su propia casa. Por lo menos la planta baja, porque cuando quiso subir a ver las habitaciones del piso superior Carlos rogó y suplicó que no subiera porque allá arriba la casa era un desastre. Cuando parecía a punto de llorar, Hugo dejó de insistir y se instaló en la cocina.

A pesar de todo, la casa tenía gas, luz, teléfono y agua potable. Para Carlos eran comodidades. Para Hugo, la manera que tenían las Siete de sacarle los pocos créditos que Carlos ganaba. Ésa era la quinta casa en zonas en proceso que Carlos alquilaba y volvió a jurarle y recontrajurarle que rogaba a Dios que fuera la última, que Hugo nunca firmara.

—El dueño de la última zona en la que estuve aguantó más de tres meses antes de firmar. Vivía con su mujer y un hijo. Realmente parecía que nunca iba a hacerlo. Pero claro, tantos helicópteros dando vueltas todas las noches... Hasta a mí me ponían los pelos de punta. Yo creo que la mujer fue quien lo convenció.

Hugo intentó que el comentario no lo afectara. "Para no tener que volver a oír las disculpas otra vez" se dijo. Llenó el mate por enésima vez y apoyó la pava sobre la mesa, ya sin demasiado cuidado después de ver las manchas en la madera, más oscuras que las de su casa. Lo vació de un sorbo. Se iba a lavar rápido, pero bueno, aquel tipo tenía bastante yerba.

—Y bué... —dijo—. En ocasiones como ésta a veces es bueno estar solo. Además, está visto que no todos tenemos el mismo aguante, ¿no?

—Y se ve que el suyo es mucho. ¿Cuánto tiempo hace que el último de sus vecinos se fue?

—Ocho meses y veintitrés días. Y acá, lo de los helicópteros es lo de menos...

—Claro. Nunca había oído hablar de que cortaran los servicios. Es poco humanitario.

—¡Ja, ja! ¡Poco humanitario! ¡Eso sí que está bueno, che! Igual, ellos dicen que se interrumpen momentáneamente, no que los cortan. Pero ya ves, que así y todo estoy como pancho por mi casa. Pasame otra vez la pava, que voy a calentar más agua. Che, ¿y al truco? ¿Sabés jugar? ¿No? ¿Cómo que no? Yo te voy a enseñar. Vos sí que tenés suerte, ¿eh? Caíste en el lugar justo. Tengo un mazo bastante enterito en la cajonera de casa. Vos esperame sentadito acá.


—¡Quiero vale cuatro!

Había miedo en los ojos de Carlos. Hugo supo que le iba a querer a pesar de todo. Siempre se acariciaba la barbita cuando quería fingir un aplomo que no tenía.

—Mmm...quiero.

—¡Ay amigo! A vos no te trajo la HomeCo...

—Ah, ¿no?

—A vos fue Dios el que te puso en mi camino —Hugo apoyó el ancho de espadas y largó la carcajada.

Ganarle al truco a Carlos era más fácil que encontrar casas vacías en el barrio. Hugo no recordaba ningún partido peleado. Una sola vez, en más de cien que llevaban jugados, había salido de las malas antes que él. Pero si al principio se había regodeado, ahora empezaba a darle lástima. Sobre todo por el tema de las apuestas.

Hacía ya tres meses que Carlos se había mudado a lo de Don Mario. Tiempo más que suficiente como para que cualquier cristiano aprenda a jugar al truco. Pero aunque entendía las reglas y hasta la importancia de la mentira para el juego, Carlos simplemente no servía. No sabía mentir. Se notaba a la legua cada vez que lo hacía. Y lo peor era que, a las dos semanas y media de estar aprendiendo, a él mismo se le había ocurrido apostar para hacerlo interesante.

—Por lo que usted dice, este juego está hecho para apostar —había argumentado Carlos—. Quizá es eso lo que me falta, sentir que hay algo más que un poroto en juego.

Claro que en definitiva era eso lo que terminaban jugando. Apostaban créditos, pero el pago terminaba siendo en porotos, fideos y hasta agua. Todo lo que Carlos tenía y que Hugo necesitaba.

—Bueno, me voy... —dijo Hugo. Ya había ganado suficiente para una semana.

Barrió con la mano para juntar las cartas y por alguna razón se quedó mirando la mesa. Supuso que porque aún le fascinaba lo bien que se deslizaban los naipes sobre la superficie de fórmica. Era la mesa ideal para el juego. Un poco chueca, una pata algo más corta que las otras pero nada que un pedacito de cartón no hubiera remediado ya.

Y sin embargo, tenía la sensación de que había algo más...

—Espere a que le pague, Don Hugo.

Lo despabiló la salida presurosa de Carlos hacia la despensa que había en el fondo de la casa. Volvió unos momentos después. Apoyó un paquete de fucciles secos, una lata de salsa napolitana y otra de dulce de batata ¿Está bien así? ¿Serán treinta créditos? Estoy un poco desactualizado...

Hugo guardó las cartas de manera mecánica y se olvidó de la mesa.

—Está perfecto, che, dejate de joder.

Agarró las cosas. Al principio hasta le había regateado un poco en los trueques. Ahora le daba un poco de vergüenza. Y aunque no se lo quisiera reconocer a sí mismo, le costaba sacar ventaja de alguien a quien había empezado a apreciar como a un amigo.

Todas las tardes, Hugo esperaba a que Carlos volviera del trabajo y entonces agarraba el mate y el mazo de cartas y se iba, con Galilea pegada a los talones, hasta la casa de su vecino.

Hugo imaginaba que lo más importante —más importante que el mate y las cartas— que él le llevaba era alegría. Daba lástima ver a alguien tan sometido por la vida. Quizá su padre lo había golpeado mucho de niño. O sus compañeros. Fuera lo que fuera, el pobre necesitaba ayuda, que lo animaran. Y para eso, él era mandado a hacer.

—Dame un mate y un mazo de cartas y yo te armo una fiesta —decía. Y lo hacía, todas las tardes. Él ponía la animación y Carlos los víveres. Porque hacía rato que Hugo no se preocupaba más por aprovisionarse.

Y se reía en voz alta, pero sin decir por qué —para que no lo escucharan con sus micrófonos— porque se maravillaba de la estupidez de la maquinaria burocrática, un monstruo de cuerpo tan sobredimensionado que nunca podía saber qué hacían todas sus cabezas al mismo tiempo. Mientras una intentaba agotarlo y someterlo a través de un asedio feroz, la otra le suministraba una fuente inagotable de recursos. Agua, comida, herramientas. Hasta baterías para iluminarse. Tenía todo lo que necesitaba a su alcance. No tenía más que pedirlo.

"Ni siquiera eso" pensó mientras guardaba el mazo en el bolsillo.

—Bueno, che. Ya se hizo un poco tarde. Y mañana tenés que madrugar para ir al trabajo, ¿no? Así que yo voy a ir rumbeando para ir a mi casa... ¡Ahhhhh! ¡Qué bien suena eso! ¿Sabés qué estaba pensando?

—¿Qué?

—Que tendrías que abandonar el juego. Así ahorrás un poco y te comprás esta casa. ¿Cuánto puede salir esta pocilga?

Carlos lo miraba, serio, sin saber qué decir. Pasaron unos segundos y Hugo estalló en carcajadas, palmeando exageradamente el hombro de su vecino.

—¡Es una broma, che! ¡Ya te enseñé a jugar el truco, pero el buen humor me está costando en serio!

Hugo agarró los víveres y enfiló hacia la entrada. El vecino se apuró para abrir y sostenerle la puerta.

—Bueno, che. Nos vemos mañana... —se despidió Hugo una vez afuera, pero no se decidía a irse. Tenía los brazos repletos de cosas pero persistía la sensación de que le faltaba algo.

Entonces la vio, debajo de la mesa de la cocina, donde habían estado jugando al truco.

—¡Eh, Gali! —La gata levantó apenas la cabeza y lo miró—. ¿Qué hacés ahí? ¡Vamos! —Y amagó a caminar.

Pero la gata no se movió.

Hugo volvió sobre sus pasos.

—¡Eh, Galilea! ¡Vamos, che, que no tengo toda la noche!

—Parece que está cansada... —dijo Carlos.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Lo que menos necesitaba era que cualquier salame inventara excusas para que él no se sintiera mal. Apoyó las latas —las dejó caer sin cuidado— y se metió en la casa, empujando a Carlos contra la pared. Llegó a la cocina en un par de zancadas, asombrosamente ágiles para su corpulencia, se agachó y metió la mano debajo de la mesa para agarrar a la gata y darle un abrazo de oso.

—Se hace lo que yo digo y se acabó, ¿entendiste, Galilea?

Hugo volvió a la entrada con la gata en brazos.

—¿Viste cómo es el asunto, che? —le dijo a Carlos—. Igualito que con las mujeres...

Parecía que todo terminaba ahí, pero cuando liberó un brazo para recoger las latas del piso, la gata se retorció con un maullido penetrante y se liberó.

—Pero...

Hugo manoteó, intentando retenerla, y la gata trepó por su brazo, rasguñando ropa y piel antes de soltarse, caer al piso y desaparecer en el interior de la casa como una sombra.

—¡Hija de puta! —Hugo se agarraba la mano, donde cuatro rayones pasaban del blanco al rojo—. ¡La agarro y la mato!

Y amagó a correr detrás de la gata. Carlos lo frenó, casi tímido.

—Imposible encontrarla. La casa es un laberinto y ni yo conozco todos los recovecos. Debe haber mil pasadizos abiertos por las ratas. Pero no se preocupe, Don Hugo. Apenas la encuentre se la llevo.

Hugo dudó apenas un segundo. La ira se transformó en desdén.

—¡Má sí! ¡Dejala donde está! ¿Te jode que te la deje? ¿No? Entonces te la regalo, che. Si se quiere quedar, que se quede. —Agarró las latas y el paquete de fideos—. Yo me voy tranquilito para mi casa.

—Vaya tranquilo, Don Hugo. Que yo la voy a cuidar como si fuera mía. Y de última, usted pasa tanto tiempo acá, que la va a ver tan seguido como siempre.

Cuando Hugo llegó a su casa, dejó los víveres en la cocina. Había pensado abrir el dulce de batata pero ya no tenía ganas de nada. Por primera vez en mucho tiempo tenía la impresión de estar solo.

Era ridículo que se sintiera así, casi deprimido. Lo único que había cambiado era que la maldita gata estaba a un par de casas. Nada más. ¿Hacía cuánto que no le daba ni bola a Galilea? No podía echarla tan en falta ahora.

Y sin embargo, parecía como si todo el equilibrio de su vida se hubiera roto por el simple hecho de que la gata se había ido. Como si al pasar de una casa a la otra hubiera desnivelado el peso de los platos, inclinando la balanza peligrosamente.

Pavadas. La gata no pesaba más de cinco kilos. Como mucho. No podía desnivelar nada.

¿Qué era entonces lo que tanto le molestaba?

De última, usted pasa tanto tiempo acá, que la va a ver tan seguido como siempre.

Las palabras de Carlos resonaban en su cabeza. Y se dio cuenta de que era la pura verdad: pasaba más tiempo en la casa de su vecino que en la suya.

En cierta forma era lógico: ahí tenía de todo. Yerba, agua, azúcar, tabaco —aunque Carlos no fumaba—, luz sin cortes constantes. Hasta teléfono había. Si estaban jugando y mateando, lo lógico era hacerlo donde estaban bien aprovisionados, ¿no? Claro que sí. Eso era lo lógico.

Pero la verdad era que él mismo había contribuido a que las cosas estuvieran así. Hacía ya varios meses que no se preocupaba por reaprovisionar su despensa. ¿Para qué enfrentar un panorama de pedidos por teléfono que nunca llegaban antes del octavo reclamo —siempre y cuando anduviera el teléfono— si tenía todo a mano?

A un par de manos che, no exageremos.

Miró las cartas y se rió solo, festejando el juego de palabras.

Volvió a la cocina y agarró la lata de dulce. La abrió haciendo palanca con un cuchillo y cortó una porción que le costó despegar del resto. El primer bocado le abrió el apetito. Cuando iba por la mitad de la lata de 5 kilos comenzó a sentirse un poco mejor.

Después de todo, sólo se había ido un maldito gato.


El día siguiente transcurrió muy lento. Hugo intentaba recuperar el estado de ánimo de antes de acostarse pero ni el resto del dulce de batata ni una lata de paté lograron quitarle una indefinida sensación de vacío en el pecho. Era como si hubiera poco aire en la casa o estuviera enrarecido, escaso de sustancia, y aunque inspirara hasta hacer reventar los botones de la camisa, nunca alcanzaba para saciar el hambre de sus pulmones.

Sentado en la vereda, simuló disfrutar el sol como todas las mañanas, indolente, pero no podía evitar mirar hacia la casa de Don Mario, esperando que una sombra negra al fin se deslizara entre los escombros de la vereda. No la veía, cerraba los ojos, y entonces imaginaba el cálido ronroneo enroscándose en su cuello.

Al mediodía sirvió un poco de leche —que le había ganado dos días antes a Carlos— en el platito de Galilea y comenzó a llamarla. No apareció. Se decía que estaba preocupado, aunque sabía que seguramente Carlos le había dejado comida. Hambre no iba a pasar en esa casa.

Se quedó otra vez en los escalones, resignado. La vería durante el truco de la tarde.

Sentado allí, inquieto e impaciente por primera vez en su vida, Hugo se dio cuenta de algo que sería evidente para cualquier observador externo, de haber alguno. En los últimos meses, su vida se había transformado.

Había perdido su autosuficiencia.

No se trataba sólo de la comida o la electricidad. Su día rutinario —gran parte de él— consistía sólo en matar el tiempo hasta que Carlos volvía de trabajar. Los partidos de truco, el mate, eso era lo que le importaba. Los esperaba con avidez, como si su compañía lo alimentara aún más que los víveres que le robaba con guante blanco.


Ilustración: Verónica Delacroix

Se había acostumbrado a no estar solo.

Él, que tanto se jactaba de bastarse a sí mismo, necesitaba de su vecino tanto como de su despensa.

Si había tardado tanto en notarlo era porque siempre se había sentido superior a Carlos. Siempre lo había considerado como un pobre diablo, en situación más baja que la suya. Le hacía un favor regalándole su compañía. Recibir víveres a cambio de su presencia diaria era casi un pago compensatorio.

¿Pero qué le daba él, Hugo Delmonte, en realidad?

Nada. La cháchara de un perdedor. Un mazo de cartas y un mate que perdía agua por una picadura de sarro.

¿Y eso lo hacía imprescindible para Carlos?

De pronto imaginó un mazo de cartas. No el suyo, uno nuevo, impecable. Y un equipo de mate, más grande, de calabaza. Ambos en la despensa de Carlos. Ocultos para que Hugo, el pobre diablo de su vecino, mantuviera esa estúpida sensación de creerse necesitado.

¿Quién le hacía un favor a quién?

Esa pregunta rebotó de un lado al otro de su cerebro durante toda la tarde, cada vez más profunda, como una piedra cayendo en un pozo cloacal a cielo abierto. No podía despegar su mirada del cartel de HomeCo que estaba en el otro lado de la calle. El que decía que aquello era una Zona en Proceso. Tan extraño se sentía con su estado de ánimo que recién cuando la oscuridad y el cansancio de su vista no le permitieron ver bien el cartel se dio cuenta que era de noche.

Y Carlos no había vuelto.


Por primera vez en dos años se levantó antes de las ocho de la mañana. La hora en que Carlos salía a trabajar.

En realidad, no había tenido que hacer esfuerzo. Había dormido muy mal, incómodo en cualquier posición, la cabeza corriendo atropellada de un pensamiento a otro, todos igualmente oscuros y pesados.

Mientras llegaba hasta la puerta de Carlos, Hugo se decía poco convencido que probablemente había llegado durante la noche. También se decía que era lógico estar preocupado, que era de buen vecino estar pendiente del otro. Que se preocupaba por Carlos, no por él mismo.

Golpeó la puerta.

Según su reloj eran las siete y media. Carlos ya tenía que estar despierto, desayunando para salir a tiempo hacia su trabajo.

Desde adentro no llegaba ningún ruido. Ni siquiera un maullido o el rasgueo de las uñas contra la puerta.

—¡Hola! —gritó—. ¡Carlos!

Más golpes en la puerta, huecos.

—¡Caarloooos!

En algún momento, los golpes dejaron de ser llamados de atención y se convirtieron en descarga de bronca. Se detuvo, sin aliento, y estudió las bisagras. Las dos de arriba estaban completamente oxidadas. La de abajo había desaparecido hace tiempo, dejando el agujero en la madera apolillada del marco. Las que quedaban no iban a resistir mucho.

Cedieron a la segunda embestida. La puerta cayó hacia adentro, levantando una nube de polvo y Hugo cayó encima de la puerta, pesadamente. El golpe pareció resonar en toda la cuadra. El silencio que le siguió le confirmó que no había nadie.

Revisó toda la casa. Recorrió la sala de estar de la planta baja, la cocina y el baño. Luego subió la escalera hacia el primer piso, que aún no conocía.

Arriba había tres cuartos, uno a continuación del otro, y estaban en peor estado que el resto de la casa. El primero tenía el piso levantado. Faltaban tantas tablas que solo se podía transitar pegado a la pared y la habitación terminaba siendo un mero pasillo hasta la puerta de la siguiente.

Allí, el piso de pinotea estaba completo pero rechinaba, furioso bajo sus pies, como si estuviera quejándose de su presencia. En un costado había un escritorio lleno de libros polvorientos. En el piso, dos o tres pilas más de libros. Aquel detalle lo sorprendió: no imaginaba que Carlos fuera lector. Quizá hubieran quedado de Don Mario, pero aquello le parecía más inverosímil aún.

El último cuarto era el dormitorio. Un colchón tirado en el piso, sin sábanas que cubrieran la goma espuma pelada, y un ropero empotrado que ocupaba toda la pared. Hugo se acercó rápido hasta el ropero y sólo tuvo que abrir una puerta para darse cuenta. Vacío. No había una sola prenda.

Bajó casi en cámara lenta, como un zombi, sin prestar atención a los escalones. De alguna manera llegó a la cocina y se dejó caer en una silla.

Se lo habían llevado.

A Carlos, a su ropa, a toda su jugosa despensa. Aunque pareciera imposible, esa casa estaba más vacía que el resto del barrio. La HomeCo se había dado cuenta de su error y lo habían cambiado de sector. Ni siquiera dejaron que se despidiera. Hasta a Galilea se habían llevado.

Imágenes de los partidos de truco, de las mateadas, de sus bromas y la risa de Carlos. De alguna manera, esos dos meses de compañía le parecían más vívidos, más reales que los casi nueve que había pasado solo.

Carlos había ocupado un hueco que Hugo no había querido ver, que ahora no podía dejar de notar. Un hueco enorme.

De repente, Hugo hizo algo que casi no recordaba. Lloró.

Primero, apenas unos sollozos que escapaban del vacío que sentía en el pecho. Fueron creciendo, volviéndose ingobernables, sacudiendo su cuerpo y doblegándolo hasta que su frente golpeó la mesa y ahí se quedó, esperando que la tormenta amainara.

Luego de un par de minutos la vergüenza fue más fuerte —apenas— que la miseria y se incorporó. Con la manga limpió la mesa.

Se quedó mirándola. La habían dejado porque seguramente pertenecía a la casa de Don Mario, antes de que Carlos hubiera llegado.

La mesa ideal para el juego.

Sí, pensó mientras pasaba la mano por la fórmica. Había sido una verdadera suerte que estuviera ahí.

El click dentro de su cabeza al encajar las piezas fue tan fuerte que pensó que lo había escuchado realmente. Porque entonces vino a su mente esa idea tan esquiva que había estado rondándola por los bordes, sin aparecer nunca por el medio.

Aquella mesa nunca había estado en la casa de Don Mario.

Recordó las aureolas oscuras sobre la madera el primer día que había entrado ahí con Carlos. ¡Una mesa de madera, no de fórmica!

¿Pero qué sentido tenía que su vecino hubiera cambiado la mesa?

Porque la mesa de fórmica era ideal para el juego.

¿Y de dónde la había sacado?

¿Qué empresa puede conseguirte una mesa de un día para otro?

Hugo sacudió la cabeza de un lado a otro, como si realmente estuviera contestándole a alguien.

¿Pero para qué? Cualquier mesa era buena para jugar. La suya misma no tenía nada de malo.

Justamente. Con esa mesa, la casa de Carlos era la casa ideal para pasar el día.

Pero él, Hugo, había insistido en ir allí el primer día.

Y la mesa no estaba.

Pero había insistido.

Porque había yerba, sí. Porque había agua y todo lo demás. Pero bien podría haber pasado que luego de un tiempo Hugo se cansara. Después de todo él era el dueño del barrio. Bien podría querer ser anfitrión otra vez.

Pero qué sentido tenía que Carlos se asegurara de que él fuera allí todos los días.

No necesitó que ninguna voz interior le diera la respuesta. Él mismo, estando ahí era la respuesta. La ausencia de Galilea, su despensa vacía eran la respuesta.

HomeCo no se había llevado a Carlos.

Carlos era HomeCo.

Y el muy hijo de puta se había llevado a Galilea.

Se había metido en su barrio y se había ganado su confianza. Se había dejado ganar un partido tras otro para que Hugo dependiera cada vez más de él, de su despensa, para que cuando se fuera, el golpe fuera peor.

Vaya tranquilo, Don Hugo.

Imaginó a Carlos espiándolo desde pantallas de HomeCo —instaladas, claro, allí mismo—, viendo cuando Hugo llegaba a su casa con los víveres ganados en la partida de truco, riendo a carcajadas con la gata en la mano, como si ambos compartieran el secreto.

¿Y dónde estaban las pantallas? Había revisado toda la casa sin encontrar ni una puta pantalla.

No pensarás que las iba a dejar para que vos las encontraras. ¿O sos tan tonto?

Sus uñas rechinaron cuando arañó la superficie de fórmica.

Imágenes de Carlos con cara compungida, soportando sus bromas, pagándole apuestas con tono resignado, aceptando la presencia de Galilea, todas se mezclaron en su cabeza en un torbellino cada vez mayor, donde ya nada era verdadero, todo falso, repugnante, un caldo de cultivo para su ira, que creció para ocupar enseguida ese vacío en el pecho...

Yo la voy a cuidar como si fuera mía.

...hasta que lo desbordó.

Agarró la mesa de fórmica de una pata...

La mesa ideal para el juego.

...y la descargó contra la pared. Dos patas se quebraron y la que tenía en la mano se desprendió. Usándola como machete partió las puertas de madera terciada de las alacenas y la de vidrio templado de la cocina. En la despensa, partió uno a uno los estantes vacíos hasta que la pata de la mesa estuvo astillada.

Cuando no tuvo nada más que romper allí abajo, trepó la escalera y arremetió el escritorio del segundo cuarto. Despedazó los libros y luego pasó al dormitorio. Revoleó el colchón, que rebotó apenas contra la pared. Era obvio que así no iba a romperse.

Bajó entonces y volvió con un cuchillo, que usó para cortar la goma espuma en pedazos cada vez más pequeños. Recién entonces se le ocurrió que aquello no estaba bien. No estaba nada bien.

No estaba destruyendo las posesiones de un tal Carlos —si así se llamaba—. Aquello era propiedad de HomeCo.

Como para corroborar su idea, se oyeron las aspas del helicóptero.

Dejó caer el cuchillo y bajó la escalera a la carrera, casi a riesgo de perder el equilibrio por el peso de su cuerpo. Salió a la vereda y el viento le azotó la cara con violencia. Eran dos, tres, los helicópteros que sobrevolaban la calle.

Se bamboleó hasta su casa mientras algunas sombras se descolgaban desde los helicópteros, deslizándose por sogas hasta la vereda. Trepó los escalones, cerró la puerta y enseguida empezaron los golpes.

Ya estaba hecho, pensó mientras retrocedía, espantado. Él mismo acababa de escribir el último capítulo del manual. Un colchón, una mesa, y les había dado la excusa perfecta para que lo encerraran y le sacaran la casa. Se la expropiarían para pagar el alquiler de su celda. Hasta que se acabaran los créditos y lo obligaran a trabajos forzados.

Los golpes en la puerta ya no eran de puños sino de algo macizo. La madera comenzó a astillarse. Aún resistía —era buena madera, sí señor— pero no por mucho tiempo.

Pero todavía hay una forma.

Se fue por el pasillo, hacia el fondo de la casa.

Si no hay preso, no hay celda. Si no hay celda, no hay alquiler.

Llegó a su habitación y rebuscó en un armario. La escopeta estaba detrás de algunas cajas de zapatos vacías.

Se piensan que ya tienen el manual completo, pero YO voy a escribir el final. Mi casa va a seguir siendo mía. Hugo Delmonte NUNCA va a pagar un alquiler.

Metió el caño en su boca y disparó.


Dos cuadras antes de llegar supo que algo andaba mal. El camión de HomeCo ocupaba todo el ancho de la calle repleta de escombros. Corrió con la gata en brazos.

Los empleados estaban llenando el camión de muebles. Los suyos y los de Hugo.

Dejó la gata y la valija en el suelo y contempló en silencio cómo sacaban su escritorio y lo llevaban por la rampa. Detrás, otros dos empleados, con el mismo uniforme azul, trajeron la cama de dos plazas de Hugo. Por lo abarrotado que se veía el interior del camión, no debían quedar demasiadas cosas por cargar.

Por suerte, en la valija que había llevado en el viaje tenía toda su —escasa— ropa. La de Hugo estaba desparramada entre las patas de una mesa.

En el momento de emprender el viaje, se había extrañado de que le asignaran un envío tan lejano. Había camiones que se encargaban de eso.

"Es un paquete muy delicado", le habían dicho. "No podemos meterlo en una pila con otros cientos de cajas. Hay que entregarlo en mano". Y habían seguido lisonjeándolo, diciéndole que sólo en él confiaban, que sólo él era capaz de llevarlo sano y salvo, etcétera, etcétera. Y les había creído.

Hasta ahora.

Ya no creía ni una palabra de lo que le habían dicho. Probablemente no hubiera nada dentro de esa maldita caja.

Simplemente habían querido apartarlo de su vecino para convencerlo, para que cediera.

Combatió la humedad de sus ojos. Como si percibiera su desazón, Galilea se restregó contra sus piernas.

En ese instante, en la puerta de la casa de Hugo apareció otro sujeto, vestido con un traje en lugar del mono azul de los changarines. Al verlo, el sujeto bajó los escalones de mármol y se acercó a Carlos. Tenía el logo de HomeCo en una solapa.

—Buenos días —dijo radiante y le tendió la mano. Carlos la estrechó a pesar de que no tenía ganas—. Usted debe ser Carlos Galmarini, ¿no es así?

—Sí.

El hombre ensanchó aún más la sonrisa, con la satisfacción de haber cumplido su tarea, y le entregó un sobre azul con el logo HomeCo.

—Esta es la nueva dirección de su alojamiento. En el sobre hay un mapa con indicaciones para llegar a la zona procesada. La tarifa de alquiler es la convenida en el contrato, que sigue vigente a pesar del traslado. Muchas gracias.

El hombre dio media vuelta para irse, sin esperar respuesta, pero Carlos lo retuvo con una mano.

—Firmó, ¿verdad?

—¿Cómo?

El hombre lo miraba, extrañado.

—Hugo, el dueño, ¿firmó? ¿Vendió su casa?

—¿Hugo Delmonte? No, no firmó. Enloqueció. Se pegó un tiro.

Carlos se quedó mirándolo, incapaz de reaccionar.

El hombre interpretó aquella mirada como una pregunta muda.

—La gente que vive sola tanto tiempo siempre termina mal. No es sano. No entienden que HomeCo, cuando ofrece comprar su casa, está velando por su salud. El hombre es un ser social. Y los monoblocks HomeCo socializan a la gente...

—¿Se pegó un tiro? —repitió Carlos, como si no hubiera escuchado nada más. Y no pudo —ni quiso— impedir que lágrimas afloraran.

—Así es. —El hombre miró su planilla un momento, algo molesto porque Carlos había interrumpido su perorata didáctica—. Este sujeto vivió solo casi un año. Es un milagro que haya sobrevivido tanto tiempo.

—No lo entiendo... Hice todo lo que pude, todo lo que estuvo a mi alcance para que estuviera cómodo, para que no le faltara nada... —Carlos miró cómo llevaban la mesa de fórmica que había canjeado por dos meses de créditos. Una de las patas estaba desprendida y en dos pedazos, apoyados en el revés de la mesa, pero Carlos no lo registró—. ¡Hasta tabaco le traía!

El empleado lo miraba ahora en silencio, los labios apretados. Cada tanto miraba atrás, inquieto.

Carlos levantó la gata. Necesitaba abrazarla.

—¡Y era tan orgulloso... tan orgulloso...! ¡Jamás hubiera aceptado un regalo de mi parte! ¡De nadie!

Un empleado metió el último bulto y cerró la puerta trasera del camión. El hombre de traje aprovechó para dar media vuelta y meterse en la cabina. El camión arrancó y se alejó, traqueteando lentamente a causa de los baches.

Carlos se quedó allí, solo, con la gata entre los brazos.



Con "El dueño del barrio", Hernán Domínguez Nimo quedó finalista en el I Concurso Internacional de Cuento Axxón 2006. Como ya hemos hablado sobre él en otras oportunidades, nos limitaremos a actualizar la lista de los cuentos que le fueron publicados en Axxón: "No, gracias" (141), "En punto" (143), "Cambio" (148), "Hasta la siguiente" (150), "Viaje al pasado" (154), "El morador" (155), "El Guasón" (156), "Final incierto" (157), "Motorhome" (160), "Malos pensamientos" (163), "El número uno" (165) y "Caminata lunar" (167). Le preguntamos y respondió que no le preocupa que éste sea el decimotercero...


Axxón 168 - noviembre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: Argentina: Argentino).