DAMOCLES

Eduardo Ariel Sánchez

Argentina

—Lo que tenemos acá es un extraterrestre maníaco depresivo, Orlan, ¿OK? Eso es lo que tenemos acá, un maldito extraterrestre bipolar. Salió de la depre. Y está entrando en fase maníaca, tenías razón —exclamaba mi asistente, exaltado.

Aunque todavía no podía decírselo a Galimar, era una gran noticia. Y una noticia al mismo tiempo aterradora. Nos quedaban entonces menos de seis meses.

Yo estaba en la trayectoria, casi completamente integrado, así que ya podía hablar con mi asistente. De paso leía los informes en mi virtualita. Pero me ardían un poco los ojos al pasar páginas en el display prefrontal. Un extraterrestre con trastorno bipolar. Excelente. ¡Lo sabía! Ahora todo cerraba.

En los cuatro años y medio que llevaba la guerra no habíamos podido capturar ni un solo enemigo vivo. Hasta ahora. Pero éste parecía estar jodido. O eso pensaba Galimar. Yo tenía otra idea, y eso podía salvar a la especie humana de la aniquilación. Iba a ser un largo jueves.

Sentí la picazón en el cuerpo cuando mi epidermis empezó a restaurarse sobre los músculos y al abrir los ojos me hirió la luz y ya estaba en el Consejo. Mis vacaciones en Venecia no habían durado nada y mis articulaciones croaron al levantarme de la tabula rasa. Y siguieron haciéndolo mientras me encaminaba a Reclusión.

—Vi los datos —dije, abriendo la puerta.

—Entonces estamos en problemas, Orlan; un extraterrestre vivo y resulta que es bipolar. No sirve para nada.

—¿Habló?

—Está entrando en fase maníaca, habla hasta por los codos.

—Preparame el traje.


Habían llegado en 2666. Sí, cuando se cumplía el milenio del annus mirabilis de Sir Isaac Newton. Pero nos aguaron el festejo, aunque la verdad es que casi nadie sabía muy bien qué se celebraba. En todo caso, era una suerte que descendieran sobre nosotros ahora y no en los tiempos del buen Isaac.

Tecnológicamente, estaban muy adelantados. No teníamos ni la más remota posibilidad. Pero de un día para el otro desaparecieron. Pasó un año y medio y volvieron. Otra vez lo mismo. No habíamos terminado de limpiar y reconstruir cuando las grandes torres de color gris acero de 300 metros de altura se asentaron sobre muchas de nuestras ciudades aplastando veinte manzanas por vez. Un escándalo. Tenía incluso algo de teatral, algo de Wells. Destruían sin ton ni son.

No, no teníamos posibilidades, pero nos las arreglábamos para resistir. Hacíamos algún daño a una de cada veinte torres, y un buen día se esfumaron, adiós, nada, levantaron campamento.

Obtuvimos unos 40 cadáveres de los invasores en la tercera oleada. Resultaron tipos normales, para ser de otro mundo. La cabeza bifronte resultaba perturbadora, pero, por lo demás, eran bastante simétricos, con pulgares oponibles aunque con un número de dedos diferente de cada lado, genitales expuestos aunque incomprensibles, dos ojos multifacéticos (quiero decir, cuatro) y algo parecido a un tercer ojo (dos en total, si me siguen), dos bocas (una en cada cara), dientes a montones pero pequeños y romos, cabezas rapadas o directamente calvas, piel cetrina con pecas violáceas, ropa como de combate, botas como de combate, casco como de combate. Daban la impresión, al primer vistazo, de ser una mezcla de mercenario con sacerdote Angélico o Cismático. Muchos llevaban anillos, insignias, fotos familiares, prendedores. Concluimos que para mandarse a invadir un planeta, los tipos debían estar en el horno. Pero no pudimos averiguar nada de nada. Si venían de picnic, eran conquistadores diplomados o si se les estaban acabando los víveres allá por casa, no lo sabíamos.

Después de más o menos otro año y medio regresaron. Estuvieron seis semanas en el aire, sin bajar las torres, y se fueron. Pero esta vez capturamos al extraterrestre vivo e hicimos contacto con un vocero de los invasores, y esas fueron nuestras primeras victorias. En realidad, las únicas.

El vocero extraterrestre hablaba 36 de nuestros idiomas. Él o una máquina, no lo sabíamos en ese momento. Lo averiguaríamos después. Conocía las palabras pero, como verán enseguida, hablaba de una forma bastante extravagante. Quiso entablar diálogo con "aquellos que deciden" y obviamente pusieron frente a la pantalla al Presidente. Lo conectaron a quince asesores (incluyéndome) y para el funcionario era como saber todo lo que nosotros sabíamos. Al igual que todos los demás presidentes de los últimos tres siglos, Dlío era poco más que un sistema nervioso flotando en un líquido transparente dentro de un frasco de cuarmita del que salían un par de cables y ciento dieciséis antenas. Pero era un sistema nervioso excepcional, eso sí.

Transcribo la conversación:

—¡Buenas noches, amigos! —dijo el vocero extraterrestre, sonando como un animador de HGTV.

El Presidente respondió con un "buenas noches" seco y formal y no supo qué más decir. Nosotros, los asesores, tampoco.

—¡Bienvenidos a la aniquilación! —añadió, amigable y efusivo.

El Presidente mantuvo un silencio tenso. No podía carraspear, pero produjo algo parecido usando la interfaz humana.

—Poseen un hermoso mundo —continuó el invasor—; y sois una bella especie con cuatro extremidades, un cerebro, un estómago, un hígado, dos ojos, un sistema linfático, dos riñones —y siguió enumerando nuestros órganos, glándulas, sistemas, aparatos, enzimas, neurotransmisores, hormonas y mil cosas más hasta que pareció sentirse satisfecho; le llevó algo así como cuarenta y cinco minutos—. Habéis realizado grandes obras, a saber... —y, naturalmente, siguió un exhaustivo desglose de casi todo lo que nuestra civilización había logrado desde el bronce y las tablillas iblaítas y sumerias hasta la teletransportación, incluyendo, previsiblemente, las obras de la literatura, la pintura, la música (ahí se oyeron breves fragmentos de Mozart, Bizet, Lady Ella, Joplin, Jethro, Gorniath, Albadén, Iromi8 y Sutukowsky), la arquitectura, la fotografía, la alfarería... —el tipo llegó a aburrirnos, la verdad. A continuación mencionó varias guerras y genocidios y se alegró, al parecer sinceramente, de que nos hubiéramos pacificado en 2301 con el Horizonte Lejano.

Nuestro respetado Presidente lanzó ondas de estupor por toda la red neuronal y sudó un poco, virtualmente.

—Lamentablemente —opuso el invasor—, las circunstancias nos han forzado recientemente a considerar vuestra aniquilación, dado que nos viene haciendo falta un planeta en este sector. Entendemos que luego de una tan nutrida y rica historia, no habrán de sentirse deprimidos por esta noticia. ¡Habéis hecho un gran trabajo, mierda! ¡No muchos logran bajar de los árboles, por así decir! ¡Los felicitamos, de corazón!

¿Deprimidos? Revisé desesperadamente el árbol semántico y definitivamente algo no encajaba. Las especies no se sienten deprimidas "en general", ¿o sí? Anoté todo esto en mis registros internos y seguí oyendo. Tenía que ampliar mi memoria cuanto antes. Mandé todo atrás y puse uno de los implantes (un procesador , como les dicen ahora) a trabajar sobre los vectores. Le envié un privado a la Lingüista y le pedí que fuera verificando mis conclusiones. Malbar bufó, pero accedió; el trabajo adicional iba a recalentar sus implantes y eso le daría resaca por la mañana. No obstante, dijo: "Tu pálpito parece cierto, Orlan, al menos a primera vista". Le debía una copa, claro que sí.

—De hecho —continuó el vocero—, vosotros habéis realizado idéntica devastación con numerosas especies que, al menos desde un punto de vista estrictamente racional, intelectual e incluso espiritual, habéis juzgado inferiores a la vuestra, tal ha sido el caso de... —e hizo la asombrosamente extensa lista de animales, plantas e insectos que habíamos borrado, innecesariamente, de la faz de la Tierra. Touché. Luego añadió:

—Y de seguro habéis hecho esto por los mismos motivos que ahora nos fuerzan, por así decir, a eliminaros.

Parecía tan razonable...

El Presidente emitió algunas frases prefabricadas donde abundaban los conceptos de "tregua", "convivencia" y "mutuo entendimiento". Estaba ganando tiempo, mientras nosotros intentábamos analizar un discurso que no era, por cierto, lo que habíamos esperado. El vocero del invasor respondió:

—¡Absolutamente! Podemos acordar una tregua, entablar relaciones de mutuo entendimiento y alcanzar una convivencia pacífica. Pero de todos modos van a ser aniquilados. No será doloroso, esto es menester aclararlo.

Se hizo un largo silencio. Le sugerí al Presidente que hiciera una movida audaz. Tenía que decirles que nos deprimía profundamente la posibilidad de ser erradicados. Sin dudarlo, el mandatario pronunció las palabras claramente.

Otro silencio.

—Y bueno..., ¡mala leche! —opinó resignadamente el invasor. La Lingüista saltó revelando que ese uso era muy muy viejo. El vocero agregó:

—En fin, no importa, esta comunicación tenía por objeto llevarles calma y tranquilidad. Podéis seguir con vuestras vidas sin ninguna preocupación hasta el momento en que sean quitados del planeta al que llaman "Tierra". ¡Bonito nombre, dicho sea de paso! ¿Por qué no le han puesto "Agua"? Lógicamente, porque viven ustedes sobre tierra firme. Tan egocéntricos... ¡Magnífico! ¡Nos alegrará terminar con vuestra Historia! ¡De veras!

—¿Podría darnos una fecha estimada de la aniquilación? —preguntó, sin conmoverse, el Presidente. Un capo.

—En algún momento del próximo año, creemos. O tal vez del otro.

—¿Por qué necesitan este planeta? —indagó el Presidente.

Silencio. Luego el vocero dijo:

—¡Porque está buenísimo!

—Luego de vuestra última visita —empezó el Presidente, tratando de forma oblicua de conocer mejor a nuestros letales pero campechanos amigos— hemos recolectado una cantidad de cuerpos de sus filas. Desearíamos devolvérselos.

—No los necesitamos, gracias, podemos fabricar tantos como nos hagan falta y esos posiblemente están ya bastante averiados. Pero, de nuevo, ¡gracias!

—¿Por qué está buenísimo nuestro planeta?

Silencio, sólo unos tres o cuatro segundos.

—¡Hombre, ahora que lo pregunta, no lo sé! Es bonito, todo azul. Y verde. ¡Muy vivaz!

Está mintiendo —aseguró por privado la Lingüista, mirando sus pantallas. No sé cómo Malbar podía averiguar esas cosas.

—¿Alguna otra sugerencia para nuestra aniquilación?

—No... ¡Sólo disfrútenla!

—¿Cómo haremos eso?

Silencio.

—¡Será un gran espectáculo!

Silencio. El vocero extraterrestre añadió:

—En todo caso, tranquilos, quizás... —se hizo una larga pausa—. Quizá nunca regresemos. No lo toméis a mal, no será que vuestro planeta no tiene lo que hay que tener, ni mucho menos. Estamos todavía debatiendo algunos detalles. ¡Gracias por todo, amigos, y hasta la vista!

La comunicación se cortó en ese instante


Damocles (así le puso Galimar, férreo lector de los clásicos) era el primer extraterrestre vivo que capturábamos. Fue poco después de la comunicación con el vocero. Lo encontramos durmiendo, más bien despatarrado, sobre el banco de una plaza, a las dos semanas de que las torres desaparecieran. No ofreció resistencia, no dijo nada, casi no abrió el tercer ojo y sólo la cara posterior parecía más o menos activa. La frontal estaba por completo ausente. En el traje quedaban, supusimos, sólo unas horas de soporte vital.

No sabíamos ni su edad ni su sexo ni su jerarquía. Todos se parecían, es la verdad. Éste, sin embargo, todavía respiraba y parecía estable, aunque no se movía y no aceptó comida ni bebida.

Le preparamos una cámara con la misma atmósfera que había en su traje y el tipo no cambió en absoluto de actitud. Estuvo tumbado sobre la colchoneta gravitatoria todo el tiempo, hasta que unos trece meses después se levantó, y, más o menos de la noche a la mañana, empezó a hablarnos. Dominaba varios idiomas terrestres y se mostró contento y entusiasta y tan pronto le ofrecimos algunos instrumentos, dio la impresión de estar todo el tiempo ocupado. Le entró un hambre de lobo, comía a dos manos y le encantó el vino tinto. Lo mismo que los jueguitos de video. Fue de lo más amigable y no le preocupó en absoluto el encierro ni el ser un prisionero de guerra.

—Está entrando en fase maníaca, no podemos tomar nada de lo que diga demasiado en serio —me dijo, innecesariamente, Galimar.

—Ya lo sé, Gal, voy a entrar.


Al principio no quisieron prestarme atención. Pero para mí nuestra única posibilidad estaba ligada a la palabra "depresión". Tras la conferencia con el vocero extraterrestre hicimos una evaluación. Sólo los Siete Locos, como decía el Presidente. Esta suma, naturalmente, no incluía a Maqo.

—No sabemos más que antes —concluyó el Presidente, cuando los ocho asesores externos se desconectaron.

—Ni ellos menos —se quejó el asesor de Bioquímica.

—Sí, sabemos algo —intercedí. Era el más joven de los asesores y se suponía que no podía contradecir tan abiertamente al Presidente.

—Sí, que piensan erradicarnos en algún momento del '67 o el '68— se quejó el Bioquímico.

—Lo oímos, Orlan —cortó el Presidente.

—Sabemos que conocen la depresión —dije, y sonó un poco ridículo, ahora que lo oía en voz alta.

—Interesante —me auxilió el Presidente, que siempre había tenido cierta debilidad por mí. —Nosotros también conocemos la depresión, ¿se refiere a eso, Orlan?

—Raro que sus armas no disparen fluoxetinas —murmuró sarcásticamente el asesor Bioquímico.

—¡Silencio, Ugo! —gritó el Presidente—. Hable, Orlan.

—Primero, sí, es verdad —dije—, parece que tenemos eso en común. Al menos, según mi análisis preliminar, el vocero quiso decir exactamente eso, depresión. No fue una metáfora.

—¿Cómo lo sabe? —consultó el asesor Programador, que detestaba el lenguaje humano y todas esas porquerías blandas de los poetas.

—Bueno —intercedió la asesora Lingüista—, Orlan podría estar en lo cierto, el extraterrestre no usó metáforas en ningún momento. De hecho, la única forma que encontró para describirnos fue una lista taxativa de nuestros componentes, e hizo énfasis en el número de tales componentes. Sólo le faltó enumerar los elementos de la Tabla.

—Ni falta que hacía, son comunes a ambas especies —coincidí.

—Eso, y la depresión —se mofó el asesor Bioquímico.

—Por ahora, así parece —contestó el Presidente, mirándolo enfurecido en la zona de los láser azules—. Prosiga, Orlan.

—Hay otro motivo por el que no fue una metáfora.

—¿Cuál?

—La depresión clínica no es una reacción estadísticamente normal ante la aniquilación, al menos para nosotros.

—La depresión es un exceso de ego —objetó el asesor Budista.

—Prosiga, Orlan.

—Estoy parcialmente de acuerdo con Fudán (el Budista), pero lo que digo es que frente a la aniquilación pueden devenir la tristeza, la rebelión, la catatonia, pero no exactamente la depresión clínica.

—O sea que usó la palabra sin saber lo que significaba —intervino el Programador.

—¿Qué opina, Malbar? —quiso saber el Presidente.

—Usó trescientos veintidós conceptos sin el más mínimo error; los tensores semánticos se mantuvieron en menos de 0,1% durante todo el discurso. Sabía bien lo que estaba diciendo.

—¿También cuando dijo "¡Bienvenidos a la aniquilación!"? —preguntó el Bioquímico, disgustado.

—También en esa instancia, Ugo, sí —respondió la Lingüista, imperturbable—. En muchas culturas la aniquilación era un honor. Los tensores no variaron por esto tampoco.

—Prosiga, Malbar.

—Las posibilidades de que no haya usado la palabra depresión en un sentido estrictamente clínico son prácticamente nulas.

—¿Y a dónde nos lleva esto? —indagó el Programador, impaciente.

—Me temo que cometió un desliz —dije.

Silencio en la virtualita.

—¿Usted cree? —preguntó el Presidente.

—Sí, lo creo.

—No respondió a mi pregunta, asesor Psicólogo —insistió el Programador.

—No hemos encontrado ninguna pista sobre su sociedad, excepto que pueden "fabricar cuerpos". No tenemos ni idea de sus puntos militares débiles.

—Eso es tristemente cierto —ratificó el asesor Militar, amigo personal del Presidente.

—No sabemos siquiera por qué nos invaden —añadí—. Se han ocupado prolija, metódicamente de no soltar ninguna información sobre ellos.

—Ciento por ciento de fog of war —murmuró el Militar.

—Noventa y nueve por ciento, Maqo —dije—. Ahora al menos sabemos que sufren depresión.

—¡No quiero oír ninguna frase sarcástica al respecto! —rugió el Presidente cuando notó que algunas líneas se empezaban a encender—. Orlan está en lo cierto. No sabemos nada. Todos ustedes han fallado una y otra vez en una tarea de la que depende nuestra supervivencia, excepto nuestro asesor Psicólogo. Es muy poco, y esto lo sé. Pero es lo único que tenemos. Los tipos se pueden deprimir.

—¡Señor Presidente, cómo llega a la conclusión de que se pueden deprimir! —exclamó el asesor Programador, frustrado.

—¿No pueden simplemente haber malinterpretado nuestros textos y creer que la reacción lógica frente a la aniquilación sería la depresión? —agregó el Bioquímico.

—¿Orlan? —los ojitos láser del Presidente me miraban fijamente.

—Pero yo no dije que el hecho de que conocieran la depresión fuera lo más significativo. De hecho, no fue lo que me llamó la atención.

Silencio con bandas de asombro grises en todas las líneas, excepto la de Malbar, obviamente.

—Lo oímos, Orlan.

—Lo que el vocero sugirió fue algo diferente de la depresión que aqueja al individuo con un trastorno mental o con un profundo drama personal. Es incluso posible que ellos supongan que la aniquilación podría deprimirnos, aunque esto no sea clínicamente cierto. Lo que el extraterrestre dijo fue, parafraseando: "No quisiéramos que la especie en su conjunto se deprima a causa de que van a ser aniquilados".

—Eso es correcto —opinó la Lingüista, mostrando curvas de coincidencia a toda la virtualita.

—¿Y qué? —gruñó el Bioquímico.

—Que nuestra especie no se deprime en masa, Ugo. Frente a una misma catástrofe, algunos saldrán adelante, otros se deprimirán, otros se paralizarán, otros actuarán sin pensar y precipitarán sus muertes... Salvo en casos muy específicos y con números muy pequeños de individuos, no hay procesos mentales comunes y mucho menos sincrónicos. Somos psicológicamente diversos.

—Y usted dice que ellos, no —dedujo el Presidente.

—Háblenos de las psicosis colectivas, Psicólogo —me atacó el Programador, con ese característico tinte violeta de victoria inminente en su voz.

—¿Usted dice —pregunté conciliador— que si hay estados de psicosis colectivas, podría haber o podrían ellos suponer que hay estados de depresión colectiva?

—Eso es bastante obvio —contestó, triunfante.

—Es lo que pensé —concedí, amigable—. Pero las psicosis colectivas son un mito, una frase coloquial. Una psicosis no puede transmitirse más que entre dos individuos, exclusivamente en situaciones extraordinarias y sólo si el segundo sujeto es altamente vulnerable. Los estados mentales, al revés que las emociones como el pánico o la euforia, no pueden proyectarse, no al menos sin dispositivos como el IntrinSic. E incluso con un IntrinSic sólo se podrían intervenir cien o doscientas mentes durante unos veinte o veinticinco segundos. Pero aquí hablamos de miles de millones de personas. Los extraterrestres creen que nosotros nos deprimimos en masa. Esto es un error, no ocurre así, pero el vocero dio por supuesto que sí. Y hasta demostró cierta preocupación al respecto.

—Por lo tanto usted sugiere, Orlan, que esto es algo que les ocurre a ellos —insistió el Presidente.

—Es lo que sugiero, señor.

—¿Y entonces? —preguntó con interés el asesor Cuántico, que hasta entonces había permanecido callado. A Korda le gustaban también las cosas concretas, como al nanoIngeniero, al Programador y al Bioquímico, pero como buen físico se sentía atraído por los fenómenos sutiles donde reinaba cierto grado de incertidumbre.

—Le ruego, Orlan, que no proponga una guerra psicológica, esto ya es un desastre como está —solicitó respetuosamente el Militar—. Podrían simplemente exterminarnos antes del almuerzo los hijos de puta.

—Y por algún motivo no lo han hecho —completé.

—¿Perdón? —interrogó el Presidente.

—No nos han aniquilado. Ya han venido tres veces. ¿Qué esperan? ¿Y qué fue esta absurda comunicación? —pregunté, retóricamente.

—¿Cree que están blufeando? —quiso saber el Cuántico.

—No exactamente.

—Me irrita su estilo, asesor Psicólogo —silbó el Programador.

Lo sé, Möt, lo sé —sonreí sólo en la línea del Programador, y dije a toda la virtualita—: No creo que estén blufeando, y sinceramente no tengo ni la menor idea de lo que está pasando. Pero no están blufeando.

—Usted tiene algo en mente, Orlan —adivinó el Presidente—. Le ordeno que lo comparta.

—Creo que no se deciden.

—Ah, buenísimo —lanzó el Bioquímico con repugnancia mal disimulada.

—Asesor Psicólogo, por favor —urgió el nanoIngeniero—, está en juego el destino de nuestra especie. Seamos serios.

—Orlan lo dice en serio —interpretó (correctamente) el Presidente. Malbar asintió, sin dejar de analizar nuestros discursos.

—Sí, lo digo en serio, pero sólo porque el señor Presidente me ordenó una respuesta. Tengo un pálpito, eso es todo. Y creo que la indecisión y la depresión colectiva podrían estar relacionadas.

—Pueden retirarse —soltó inesperadamente el Presidente, y por privado me dijo: —Orlan, quédese un minuto.


La virtualita se despejó rápidamente. El silencio digital era horrible, siempre me daba un poco de vértigo. El silencio está bien. El silencio absoluto es desesperante.

—Ahora quiero que me diga todo lo que piensa, Orlan.

—Son especulaciones, señor Presidente.

—Llámelas como más le guste, pero sus intuiciones ya han demostrado ser muy certeras en el pasado.

Se refería a La Brecha. Pero, bueno... esto era bien diferente.

—Esto es bien diferente, señor.

—No se le ocurra hacerse rogar, asesor —rugió.

—Creo que los invasores no tienen ningún interés en nosotros ni en el planeta. No en particular, quiero decir.

—Han venido hasta aquí, posiblemente desde muy lejos, el pasaje debe ser bastante caro, Orlan, han causado mucho daño y centenares de miles de muertos, tenemos el peor ciclo económico de los últimos tres siglos, ellos mismos han sufrido bajas, y de remate nos prometen la aniquilación... ¿le parece que no están interesados?

—Sólo por un tiempo, luego pierden el interés. Lo que digo es que en este momento han perdido el interés, las torres están ahí colgadas, y seguramente los tipos se encuentran confusos, lejos de casa y endeudados hasta las orejas. Seguramente se irán en unos días y regresen en un año o dos, o nunca.

—¿Endeudados?

—Usted lo dijo, señor, viajar por el espacio y destruir una especie es algo costoso.

—Usted no cree que nos vayan a aniquilar.

—No, no lo creo, pero si mi teoría es cierta, puede ocurrir cualquier cosa.

—¿Piensa que no le voy a preguntar cuál es esa teoría?

—Es demasiado absurda.

—Pero puede ser cierta.

—Todo puede ser cierto, si hablamos de extraterrestres. Lo único que siempre supimos es que existían ahí afuera y luego Ana Yna teorizó que se pondrían en contacto con nosotros tan pronto desarrolláramos la teletransportación, cosa que efectivamente ocurrió, y tuvimos el evento de La Brecha. Por lo demás, estamos en la niebla.

—Va a decirme esa teoría, Orlan, porque es una orden, porque para eso le pagamos y porque si no lo hace pienso convertir su existencia en algo muy desagradable durante, digamos, un ciclo entero.

—Quizás no haya tanto tiempo, señor.

—Lo escucho.

—Creo que es una raza de maníacos depresivos. Creo que toda la especie sufre de enfermedad bipolar. En realidad, no es una enfermedad para ellos, desde luego, es su condición natural. No nos destruyeron simplemente porque tenemos la extraña fortuna de estar justo a una distancia que nos pone al final de la fase maníaca. A poco de llegar, vuelven a la lucidez, luego quizás empiezan a caer en una depresión colectiva, y vuelven apresuradamente a casa. Observe que esta vez tardaron un poco más en aparecer y ni siquiera llegaron a bajar las torres. No han dejado nunca una cabeza de playa, un grupo adelantado, nada, se llevan todo, excepto los muertos.

Los ojitos láser del Presidente me miraban fijos. Había cerrado el mensajero de procesos emocionales, así que no podía saber si me estaba tomando por un loco o si estaba considerando seriamente mi teoría. Una descortesía que el Presidente podía darse el lujo de cometer.

—¿Nosotros no tenemos enfermos bipolares desde cuándo, Orlan?

—Tenemos, señor, y muchos. Es una de las pocas enfermedades mentales que el Concilio de 2180 decidió no eliminar del Genoma. Es curable genéticamente, claro, pero muchos prefieren el tratamiento tradicional. La enfermedad bipolar es una experiencia terrible, si no se la trata, pero también nos ha dado algunos de los más grandes genios de la historia.

—¿Usted quiere decir que se la cura igual que antes?

—No. Se la puede curar genéticamente.

—Me refiero a los que deciden seguir con la enfermedad.

—Ah. Básicamente, sí, se la trata como antes. Se suavizan los trastornos afectivos de cada fase y se evitan por completo los ataques psicóticos.

El Presidente estaba buscando en la Euni (la enciclopedia universal), tardó unos segundos, y preguntó:

—¿Litio y psiquiatría?

—Litio, así es. La medicación hoy se combina con terapias genéticas que hacen que la cantidad de litio terapéutico sea ínfima, sin efectos secundarios. Un buen acompañamiento psiquiátrico es fundamental, en efecto.

—Si se van a tratar, ¿por qué no se curan genéticamente y asunto terminado?

—Oh, no es lo mismo, señor, no es lo mismo.

—Es absurdo. ¿Me dice que hay personas que sufren una enfermedad psiquiátrica grave y deciden no curarse?

—Así es, señor.

—No tiene sentido.

—Señor, si estoy en lo cierto, esa condición ha hecho que una especie viaje Dios sabe cuántos años luz para destruir a otra, ¿le parece que no tiene sentido? En la fase maníaca las personas con enfermedad bipolar se sienten capaces de grandes hazañas, necesitan dormir menos, desarrollan una capacidad de trabajo inusitada...

—¿Y por eso el Concilio no la prohibió? —me interrumpió.

—El Concilio existió gracias a la doctora Emilse Kiroga, que era maníaco depresiva.

—Se vieron enfrentados a una paradoja.

—No sé si conoce la historia del Concilio, pero sólo un súper hombre o una súper mujer podrían haber logrado, en aquellos tiempos, semejante avance.

—En la fase maníaca se sienten súper hombres.

—Algo así.

—¿Y la depresión?

—Horrorosa. Verdaderamente horrorosa. Muchos suicidios.

—¿Perdón? ¿Tenemos suicidios hoy?

—No hoy, señor, no al menos por este motivo, sino antes. Bueno, quizás haya algunas excepciones.

—¿El Concilio permitió una enfermedad que puede conducir al suicidio?

—Un amor frustrado puede conducir al suicidio, señor, y estoy seguro de que no prohibiría los amores frustrados.

—No juegue con las palabras, Psicólogo, no estoy de humor.

—En todo caso, sí, se la autorizó.

—No lo entiendo.

—He tenido seis pacientes bipolares. Le aseguro que luego de eso entiendo la decisión del Concilio. La enfermedad bipolar tal vez no sea sino la naturaleza humana llevada al extremo. ¿Usted curaría la naturaleza humana, señor?

—Está bien, déjelo, usted y su filosofía son útiles, de modo que no lo discutiré. Pero no entiendo por qué erradicamos el autismo y las esquizofrenias.

—Porque nadie las defendió. El Concilio usó ese mecanismo. Los enfermos bipolares defendieron su condición. De poder elegir, la mayoría, no todos, pero sí la mayoría, sentía que volvería a elegir ser maníacos depresivos, si tuvieran la opción.

—¿Acaso los autistas y los esquizofrénicos estaban en condiciones de defender algo, Orlan?

—Por eso fue un buen mecanismo, señor.

—Entiendo. ¿Así que usted cree que estamos en el borde de su área de destrucción?

—Es lo que pienso. Pero no es garantía de nada. Aunque no van a poder desarrollar formas más rápidas de viajar, podrían quizás detener la llegada de la depresión por más tiempo, y en ese caso no parecen dispuestos a negociar.

—El que nos acaba de hablar no parecía deprimido.

—No tiene por qué estarlo. De hecho, tampoco parecía ni muy coherente ni muy bélico.

—"Bienvenidos a la aniquilación" —rememoró, incrédulo, el Presidente.

—Toda la comunicación tuvo poco sentido, excepto como excusa.

—¿Excusa?

—Frente a sí mismos, se me ocurre. ¿No sonó como alguien que le habla a su público? A mí me lo pareció. Señor, nos consoló y nos dio explicaciones. Vagas, pero nos las ofreció gentilmente. Creo que en este momento están en un período de lucidez y se dan cuenta de que el haber comprado un zorro embalsamado es realmente absurdo.

—¿Un qué?

—Un zorro embalsamado, una frase que ha quedado en la jerga de los bipolares.

—No la entiendo.

—Viene de una obra histórica sobre el tema. Su autora, Kay Redfield Jamison, era una psiquiatra bipolar, y en una de sus crisis maníacas compró un zorro embalsamado.

—¡Para qué!

—Nadie lo supo nunca, ni siquiera ella misma. Simplemente, en plena fase maníaca encontró que "necesitaba desesperadamente aquél zorro embalsamado".

—Entiendo. Usted dice que a estos extraterrestres se les ha metido en la cabeza destruirnos, quedarse con la Tierra y todo eso. Y ahora, cuando se dan cuenta de que es absurdo, se vuelve a casa.

—No lo sé. Es una teoría. No lo sé. Dicho así, suena descabellado.

—Pero se ajusta a los hechos.

—Eso no significa mucho.

—Lo sé, pero se ajusta. Soy un hombre en un frasco, pero soy un hombre práctico, Orlan. ¿Qué sigue? ¿Qué se le ocurre que podemos hacer con esta teoría?

—Nada, hasta que no podamos capturar uno de estos tipos con vida.

—Ajáh. ¿Y luego?

—Confirmar si mi teoría es cierta, si podemos hacerlo y mientras tanto no tengamos algo mejor.

—Ajáh, ¿y luego?

—Conseguir mucho litio.


Por supuesto, no sólo no sabíamos si los extraterrestres eran realmente bipolares, ni si lo eran en masa, sino que era virtualmente imposible que el litio tuviera el mismo efecto sobre ellos que sobre nosotros, pero el Presidente había entendido el mensaje: el demente de Orlan aseguraba que la única salida era curar al enemigo. Fudán estaría feliz.


—¿No pensás decirle al Presidente que vas a entrar a la jaula?

—El Presidente está en línea, Gal. Dame una mano con esto, por favor.

El traje era para garantizar mi protección; ya habíamos establecido que la atmósfera del extraterrestre y la nuestra eran compatibles. Como fuere, no me habría atrevido a entrar a la jaula sin el pesado e incómodo atuendo diseñado para soportar casi todas las formas de energía que conocíamos. Damocles miraba la operación interesadísimo a través de los cristales de cuarmita, y descubrió de inmediato que yo iba a meterme en su encierro. Le encantaba hablar, pero por razones de seguridad no le dábamos mucha charla. Igualmente, y como había dicho Maqo en su momento, daba exactamente lo mismo lo que le dijéramos. Los extraterrestres estaban muy por encima de nosotros y parecían conocernos a la perfección. El Presidente, sin embargo, prefirió que restringiéramos las comunicaciones a lo estrictamente necesario. A mí también me pareció lo mejor.

—¿No convendría que entraran los demás asesores, Orlan? —me preguntó el Presidente.

—Están siendo convocados, señor, no tardarán más de cinco minutos. ¿Autoriza la operación?

—Sí, sí, adelante —respondió distraídamente. Seguramente, estaba hablando por privado con Maqo, y Maqo estaba en línea con los noventa y seis tropistas en las inmediaciones.

Galimar operó los controles y la puerta externa se abrió suavemente. Entré. Se cerró detrás de mí. Luego se compensó la atmósfera con la del interior de la jaula y se abrió la segunda puerta. Pasé, la puerta se cerró y Damocles me recibió con un fuerte apretón de manos, una sonrisa y un "¡Doctor Orlan, gracias, gracias por la visita, encantado de estar aquí con usted esta tarde, bienvenido a mi pequeño departamento!"

Sonaba como el vocero.

—Gracias, igualmente —le dije, pueril. Me sentí un verdadero estúpido.

—Llámeme Damocles, si quiere. Mi nombre es algo complicado de pronunciar en su lengua, y, por otro lado, ya me he habituado. —Sonrió, o algo así.

—Damocles, entonces. Venga, sentémonos.

Me di cuenta de que le costaba estarse quieto. Era algo que quería comprobar. Pero al final se sentó.

—Supongo que no está dispuesto a darnos información sobre su especie —pregunté.

—No tengo inconveniente. ¿Qué quiere saber?

Esto está siendo demasiado fácil, pensé. Dije:

—¿Por qué estuvo inmóvil tanto tiempo, desde que lo capturamos? Ahora está mucho mejor, pero nos tenía preocupados.

—Oh, eso...

—¿Se sentía mal?

—Bastante.

—¿Por haber sido capturado?

—Oh, no, en absoluto.

—¿Entonces?

—Me sentía deprimido.

—Caramba, ¿por algún motivo en especial?

—¿Motivo? ¿En qué sentido?

—¿Por qué se sentía deprimido?

—Bueno, es lo normal, ¿no?

—¿Le parece normal?

—Sí, claro, es lo normal. Un ciclo sigue al otro. "La primavera sigue al invierno", como dicen ustedes, es igual que en mi mundo.

—No estoy seguro de entender —mentí, mientras mis pulsaciones me reventaban el pecho.—¿Todos ustedes se deprimen periódicamente?

—¡Claro! ¿Acaso ustedes no?

—Ni se le ocurra decirle la verdad, Orlan —emitió el Presidente por privado.

—Imposible mentirle, señor, él ya debe saber que no es así.

—No puede estar seguro de eso, asesor.

—¿Orlan, me está oyendo? —preguntó Damocles.

—Desde luego, discúlpeme, este traje me incomoda bastante. —Por privado: —Señor Presidente, si no me gano su confianza no lograremos nada.

—El chico tiene razón —intercedió Maqo. Cincuenta y un años y Maqo me decía "el chico". Maldito viejo reciclado.

—Adelante, Orlan.

—No, nosotros no nos deprimimos periódicamente, Damocles.

—Ah, ¿no? —Parecía confundido.

—No, para nada.

—Fue una pregunta capciosa, Orlan —sonrió—. Ya sabía que no. Los veo siempre tan activos. Al principio pensé que sus ciclos eran más largos, pero luego averigüé que tales ciclos no son normales para ustedes. Bueno, ¡se lo pierden! —dijo lo más contento.

Maqo suspiró aliviado. Le gustaba tener razón.

—Me imagino que sí, Damocles. Y dígame, ¿esos períodos, esos ciclos, son sincrónicos?

—Oh, por supuesto. No podría ser de otra forma.

—Y supongo que esos períodos duran más o menos siempre lo mismo.

—Si se refiere a lo que ustedes llaman "tiempo", sí, así es. Es lo normal. ¿No tienen acaso ustedes animales que hibernan?

—Está bien informado, Damocles.

—Es la misma situación —despachó con un gesto.

Así que eran bipolares por adaptación al medio ambiente. Interesante.

—Hablemos de la fase maníaca. —Ups, eso fue un error. Pero ya era tarde.

—¿Fase maníaca?

—¿Qué pasa cuando salen de la depresión?

—Bueno, no le decimos depresión, sólo estaba traduciendo.

—Pero se sienten mal.

—Bastante.

—Una buena traducción, entonces. ¿Y les ocurre a todos ustedes? —insistí.

—Sí, claro. Pero no hay mucho para hacer de todas formas.

—¿Por qué?

—Es largo de explicar, Orlan, ¿no le gustaría jugar un poco con la virtualita? He descubierto un símil de la guerra entre ustedes y nosotros... ¡Es genial! ¡Son realmente la especie más divertida que hemos conocido! ¡Incluso es posible ganarnos en el jueguito! ¿No le parece re tierno?

—Ese uso lingüístico tiene más de 600 años —observó la Lingüista.

—Nos observan desde hace mucho, es obvio —cortó el Presidente.

Quizás sólo han mirado textos antiguos —opinó Malbar.

—Lamento no poder jugar en este momento, Damocles. ¿Qué quiere decir con que no hay mucho para hacer?

—Todo es muy triste, muy frío, muy negro, muy deprimente, se nos quitan las ganas de vivir. Muchos destruyen sus cuerpos y algunos incluso se suicidan.

—¿No es lo mismo?

—No, no, claro que no. Ustedes tienen un solo cuerpo; nosotros, no.

—¿Siempre fue así?

—¿Tener cuerpos de recambio?

—Sí.

—Oh, bueno, eso nos llevaría por terreno resbaladizo, Orlan. Pero digamos que sí, de algún modo.

—Pregúntele cómo se suicidan, Orlan —quiso saber el Militar.

—¿Y cómo es que se quitan la vida, entonces?

—Eso es difícil de explicar, a decir verdad. Debería entender algunos conceptos... hablemos de eso más adelante, ¿quiere?

—Lo sabía —murmuró Maqo.

—Claro, no hay inconveniente. Y dígame, ¿qué pasa luego, cuando las condiciones cambian?

—Bueno, imagínese, nos dan muchas ganas de hacer cosas.

—Aniquilar civilizaciones, por ejemplo —gruñó el Presidente.

—¿Por ejemplo?

—Oh, bueno, toda clase de cosas.

—¿Y usted se siente así ahora?

—Bastante.

—¿Qué significa "bastante", hay grados?

—Bueno, sí, más o menos. Ahora mi conciencia, para usar la palabra de ustedes, está cambiando, me estoy recuperando de la tristeza, del invierno. Pronto tendré muchas más energías.

—Damocles, usted no ha dormido para nada en seis días.

—No, claro. ¡Tengo que recuperar el tiempo perdido! Cuando se nos va la tristeza ya no dormimos para nada. ¡Es todo fiesta, sexo, conquista, grandes planes!

—¿No duermen en absoluto?

—¡Claro que no!

—Estamos jodidos, los tipos ni siquiera duermen —predijo Maqo.

—Entiendo. ¿Y en cuánto tiempo piensa que se sentirá así?

—¿Así, cómo?

En fase maníaca, pedazo de basura alienígena, pensé, liberando mi agresividad y, con esto, calmándome.

—Preparado para "grandes cosas", "grandes hazañas".

—¡Grandes hazañas, sí, hermosa frase! —exclamó, levantándose de la colchoneta gravitatoria. Dijo: —No lo sé, no tengo cómo medir el tiempo. Cuando estamos... activos, no medimos el tiempo. ¡No importa eso, Orlan!

—Siéntese, por favor. Trate de calcularlo. Cuántas veces el tiempo que hemos estado conversando, por ejemplo.

Damocles lo pensó un rato.

—Digamos... 10.000 veces.

—Son muy buenos para el cálculo o tienen cosas metidas en el cuerpo, como nosotros —opinó el Programador, que acababa de conectarse a la virtualita.

—Eso sería algo así como un mes.

—Un mes, treinta días, 720 horas, más de 43.000 minutos, sí.

—¿Y ya tiene alguna idea de lo que hará cuando se sienta completamente recuperado?

—Oh, por supuesto. Lo primero, salir de aquí. ¡Quiero ver su mundo!

—El tipo está seguro de que puede salir de la jaula —dijo Maqo.

—Yo no haría apuestas —contestó el Presidente.

—¿Cree que podrá salir de aquí, Damocles?

—¡Sin duda!

—¿Cómo es eso?

—¿Cómo saldré?

—Exacto.

—Bueno, seguramente tendré que romper algunas cosas —rió sonoramente, imitando nuestra risa, o tal vez no—, pero así somos nosotros. No pediré permiso, si es lo que me pregunta.

—Comprendo. ¿Cuánto tardan en llegar desde su mundo a la Tierra?

—La Tierra, bello nombre. ¿Cuánto? Mmmmh... algo así como seis o siete... Déjeme pensar, no entiendo muy bien esto de medir el tiempo, sí, unos seis meses, es decir alrededor de 260.000 minutos.

—Tenemos seis meses —dijo el Militar.

—¿Por qué mide en minutos?

—Oh, bueno —rió de nuevo—, en realidad, no medimos más que en, a ver cómo se dice, en invierno y primavera, ¿me sigue? En primavera —en la fase maníaca, pensé— no nos ocupamos del tiempo. ¡No hay tiempo de eso! Y luego nos sentimos muy mal para prestarle atención al asunto.

—Pero por qué mide todo en minutos.

—Porque tiene sentido para mí.

—¿Por qué?

—Por eso —respondió, señalando el viejo reloj que Galimar había colgado, nostálgico, en la pared, al otro lado de la doble plancha de cuarmita transparente—. Cuando la aguja rápida completa un ciclo, eso es un minuto.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo leí en la enciclopedia. No sabíamos que dependían tanto de esos instrumentos. Muy curioso. Era una gran laguna en nuestro manejo de los idiomas terrestres. Tiempo aquí, tiempo allá, horas, minutos, segundos... ¡qué obsesión! Mi gente estará feliz de escuchar mis relatos, cuando regrese.

—¿Y piensa romper estas paredes sin ayuda de ningún instrumento?

—¡Ya me las arreglaré, Orlan, no se preocupe tanto!

Parecía estar tomándome el pelo, pero de ninguna manera se trataba de eso, lamentablemente. El extraterrestre estaba avanzando hacia la fase maníaca a paso rápido.

—Muy bien, Damocles, me alegra oír eso. Me alegra verlo de nuevo activo, contento y lleno de planes —contesté.

—Gracias, Orlan, usted también me cae bien.

—Hablamos con el vocero de su especie, hace algún tiempo.

—¿De veras? ¡Qué bien!

—Nos dijo que quizás abandonaran la idea de exterminarnos y ya nunca volvieran.

—Bueno, claro, es posible.

—¿No le perturba ya no regresar a su mundo?

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, si los suyos no vuelven, deberá quedarse aquí.

—¡Pero si este sitio es magnífico!

—Lo es, en efecto, nos gusta mucho.

—¡Lo pasaremos bien! —exclamó, palmeándome la pierna—. Pero, de todos modos, si me aburro o quiero volver, simplemente cortaré el vínculo y me darán un cuerpo nuevo allá en casa.

—No entiendo.

—¿Qué no entiende?

—¿Qué es ese vínculo?

—Bueno, Orlan, no creerá que yo estoy realmente aquí, ¿no?

—Me cago en su madre —gruñó Maqo.

—¿Quiere decir que sólo está su cuerpo?

—Puede decirlo así, y para mí es como estar realmente aquí, a los fines prácticos, pero no estoy condenado a estar aquí.

—¿Qué ocurrirá con los recuerdos de esta conversación, si decide cortar el vínculo?

—Se perderán, desde luego.

—Eso sería una lástima.

—Para nada, porque ya habremos perdido el interés en este mundo. Sin ofender.

Maldito alienígena sabiondo.

—¿Han eliminado muchas especies?

—Unas sesenta. El vuestro es el mundo más lejano que hemos visitado, realmente nos encanta venir aquí, es algo que no habíamos hecho antes. Tan lejos... ¡Un gran desafío!

—¿Cuál es el problema de la distancia?

—Bueno, usted lo sabe tan bien como yo, Orlan.

Sí, lo sabía.

—Claro que sí, Damocles, sólo fue una pregunta algo capciosa. Bien, me alegra verlo tan entusiasmado. Nos veremos pronto, ¿sí?

—¿Ya se va?

—Me temo que sí.

—Disfruté mucho de esta charla, ¿sabe?

—Yo también, Damocles, yo también.

Me levanté para irme mientras le decía por privado a Galimar que no abriera todavía la puerta. Darle la espalda al invasor me daba muchísimo miedo. Pero quería hacer una última pregunta. Me di vuelta, teatralmente. Damocles estaba todavía sonriendo pero se había puesto a jugar con los controles de su virtualita (obviamente le habíamos hecho algo manual, no sabíamos nada de su SNC).

—Una última consulta, Damocles.

—Claro, Orlan, con gusto —respondió, dejando la máquina.

—¿Nunca han sido vencidos por ninguna civilización?

—Algunas veces, pero ya regresaremos.

—¿Cómo fueron vencidos?

—Ah, nada, tonterías. Al mejor cazador se le escapa la presa, ¿no?

—Huyeron, ¿no es cierto?

—Usted es muy perspicaz. Claro que sí. Pero sólo unas pocas civilizaciones disponen de esa tecnología; son tan poco industriosos, en general...

—Comprendo. Gracias, Damocles.

—¡Regrese cuando guste, Doctor Orlan!


Salí temblando y descompuesto. Uno no habla con un extraterrestre todos los días, esa es la verdad. Mucho menos con uno que está entrando en fase maníaca. Y que tiene planes de arrasar con la Humanidad. No terminaban de sacarme el traje cuando la virtualita se llenó de mensajes cruzados, todos hablando a la vez.

—¿Podrían darme un minuto, por favor? —me quejé. Me lamenté de haber usado la palabra "minuto" e instintivamente miré el viejo reloj de pared.

El diálogo no se detuvo. Iríamos a otra interminable reunión. Le dije a Galimar que me inyectara un par de cosas. Las iba a necesitar. Iba a ser un largo jueves.


—Señores, tenemos seis meses —dijo el Presidente.

—Y no podemos escaparnos a ningún lado —agregó Maqo.

—Y es posible que nunca regresen y que al final este maldito monstruo se vaya a hacer turismo aventura por ahí hasta que se canse —rumió el Bioquímico.

—Orlan, tenía usted razón —concedió el Presidente—. Así que seguiremos su consejo.

—No sé qué más podemos hacer, señor —dije—. Los tipos ni siquiera están del todo acá. Para cuando Damocles esté en plena fase maníaca y podamos sacar algunas conclusiones, ya será bastante tarde.

—¿Conclusiones, como qué? —preguntó mi buen amigo el Programador.

—Como si realmente puede salir solo de esa jaula, Möt. Si puede hacer algo así, y además tiene un cuerpo de repuesto en casa... ¿qué nos queda? Lo único que se me ocurre es examinar la biología de Damocles y ver si responde a tratamientos contra la manía. Pero, si acaso encontramos algo que funcione, ¿qué haremos? ¿Lanzarles jeringas?

De mala gana, Maqo se rió. El Presidente estaba pensativo, con la pantalla en blanco tiza cruzada de estática. Malbar me dijo por privado, jocosamente: —¿Jeringas?

—¿Qué dice el Bioquímico? —consultó el Presidente.

—Tenemos ya bastante data, pero el asesor Psicólogo tiene razón. Es lo mismo. No podemos curar a una civilización entera. Aparte de que curarla sería destruirla. Ellos están adaptados, no están enfermos.

—Me encantaría curarlos —gruñó Maqo.

—Eso lo sé, Ugo. Pregunto si disponemos de las herramientas para entender la fisiología de estos tipos.

—Sí, señor.

—Pónganse a trabajar, entonces. Full time. Ellos no duermen, nosotros tampoco.

El Presidente parecía tener una idea, un plan, pero tal como estaban las cosas, no parecía verosímil. Quizá simplemente nos estaba dando algo para hacer. Se lo estuve por preguntar en privado, pero no tenía tanta confianza con él.


Ugo logró muchas cosas, hay que reconocerle eso. Así, avinagrado y todo, era un tipo muy dedicado y en unos veintiséis días nos presentó la fisiología completa de Damocles. Había invertido como medio siglo de poder de cómputo en la tarea, pero no estábamos para mirar gastos.

—No hay una forma simple de decir esto, así que ahí va —le dijo a toda la virtualita—. Estos tipos no tienen ADN, no tienen nada ni remotamente parecido al ADN o cualquier otra forma de transmisión de información genética. En lo básico, en lo funcional, se parecen mucho a los organismos que conocemos, metabólicamente y demás, pero son esencialmente otra cosa. Estamos en un callejón sin salida, no hay ningún Genoma para desentrañar. Vamos a tratar de desarrollar algún estabilizador, pero ya les adelanto que estamos a ciegas.

—¡Cómo a ciegas! —ladró el Presidente—. ¡A esta altura, ustedes saben más de ellos que de nosotros, asesor!

—A ciegas, señor Presidente. Tenemos la maquinaria, pero nos faltan los planos. Así que nos hemos concentrado, como podrán ver, en su dinámica neurológica. Otra cosa. El pequeño detalle que descubrimos en el primer examen fue que esto de tener un cerebro no es la costumbre de nuestros amigos bipolares.

—Prosiga, asesor.

—Dos caras, dos cerebros, dos sistemas nerviosos independientes. Algo —estamos tratando de determinar qué— activa uno y desactiva el otro. Para que tengan una idea, es como cuando nosotros dormimos. No se puede estar despierto y estar dormido. A lo sumo el tipo anda caminando por ahí, si sufre sonambulismo.

—¿Qué es eso? —quiso saber el Programador.

—Una parasomnia, algo del pasado. Puede haber un duermevela de transición, pero ambos estados se excluyen mutuamente. Al parecer, el extraterrestre entraría en un tal estado de transición entre la fase depresiva y la maníaca, y viceversa. Ahora, observen el mecanismo de sus neurotransmisores...

—¿Podemos inducirles el estado depresivo o estabilizarlos? —cortó el Presidente.

—En eso estamos, señor.


Y en eso se quedaron, durante varias semanas. Damocles se ponía cada vez más inquieto y charlatán y una mañana nos dijo:

—Están llegando.

Veinticuatro horas después el anillo exterior dio la alarma y efectivamente, una semana más tarde, teníamos las torres instaladas por todo el planeta.

Peor aún, la mañana previa a que bajaran las torres Damocles se fue de la jaula. La virtualita lo registró todo. No necesitó romper nada. Abrió la puerta conectándose (no supimos cómo) a la red neuronal y escribiendo la contraseña que, ahora era obvio, conocía desde hacía mucho. Por qué nos había dado esos meses de tregua, no lo sabíamos. Pudo haberse ido en cualquier momento, quedaba claro. Los dos tropistas de guardia no recibieron ningún aviso de que algo andaba mal (Damocles se encargó también de eso) y salió tranquilamente por la puerta de calle, enfundado en el traje que encontró exactamente donde lo habíamos guardado. Restauró los tanques de su traje con la atmósfera de la jaula y los dos guardias de la entrada recibieron un aviso (de Damocles) de que se presentaran con urgencia en Reclusión. Eran las cuatro menos cuarto de la madrugada.

La cuarta oleada fue catastrófica. Estábamos listos para enfrentarlos y eso pareció enfurecerlos. Hubo unos 300.000 muertos, la mayoría civiles, y Maqo estuvo muy ocupado ofreciendo resistencia. Éramos buenos en ese negocio. Cincuenta mil años de hacer la guerra nos precedían. Esta vez la visita les costó a los visitantes mucho más caro, al menos en materiales, ya que los cuerpos, según aseguraban, eran reemplazables. Ugo había dicho algo así, en un momento. "Tienen todo el aspecto de ser cosas fabricadas en serie." Esto, sumado al hecho de que carecían de ADN, cuadraba perfectamente con el asunto de los cuerpos de repuesto.

Podía ser. Nosotros ya hacía rato que reciclábamos nuestros organismos, así que los extraterrestres bien podían estar, como en todo lo demás, varios pasos más adelante.

—Pero —había objetado Ugo en otra de las muchas reuniones que teníamos en esos días—, ¡nuestros órganos de reemplazo tienen ADN! —La ausencia de información genética lo tenía estupefacto.


En todo caso, Maqo y su legendario arte le costaron a los extraterrestres ocho torres, que quedaron de recuerdo cuando, un mes y medio después, los invasores se fueron de nuevo a casa.

Contamos casi 1000 cuerpos, le dimos los menos averiados a Bioquímica, y ahora disponíamos de sus equipos y un año y medio o tal vez dos hasta la próxima visita.

A Damocles lo encontramos durmiendo en el mismo banco de la misma plaza. De nuevo, estaba deprimido y no ofreció ninguna resistencia. No obstante, antes de apagarse del todo, dijo:

—Muy mal, Orlan, muy mal.

—Qué cosa está muy mal, Damocles.

—Lo que hicieron, resistir, no se dan cuenta de que es peor. Cuanto más se resisten, más se ceban.

—No vamos a dejarnos destruir sin resistir, Damocles, no está en nuestra naturaleza —respondí, meditando sobre el hecho de que el extraterrestre se refería a sus congéneres como ellos , como si no fueran su propia gente.

—Pueden destruir el planeta en cualquier momento —observó.

—Está bien, pero no vamos a dejar que nos masacren sin resistir, es imposible, cualquiera sea el costo. Cuando nos hayan exterminado, que hagan lo que quieran con la Tierra, pero mientras podamos vamos a hacerles pagar cara la excursión.

—¿Quedarse con la Tierra? —sonrió incrédulo, aunque sin fuerzas—. ¿De dónde sacó que quieren quedarse con este planeta?

—El vocero dijo que "andaban necesitando un planeta en este sector".

—Sí, claro.

—¿Y entonces?

—Pero no para quedárselo.

—Bueno, lo querrán vender, no sé... —me mofé, angustiado.

—No, Orlan, no lo quieren vender. Lo que quieren es destruirlo.

—Es lo que están haciendo, Damocles.

—Destruirlo por completo, Orlan. Hacerlo estallar. ¿Vio alguna vez estallar un planeta del tamaño de la Tierra?

No pude responder. Estaba empezando a aterrarme.

—Es un gran espectáculo, Orlan. Los míos pagan lo que sea por asistir. Un negocio fabuloso.

Traté de serenarme. Así que éramos un show de fuegos artificiales de 12.750 kilómetros de diámetro. Tenía que averiguar más, aunque de poco parecía servir y aunque estuviera completamente ciego de furia.

—¿Y para qué todas estas visitas, toda la destrucción, esta carnicería absurda?

—Un aperitivo, Orlan.

—Es monstruoso, Damocles —no pude callarme. Estábamos condenados, y el tipo lo decía con tanta calma.

—Creo que su especie no puede ni siquiera empezar a juzgarnos, Orlan. Corridas de toros, el Coliseo romano, campos de concentración, los sacrificios de los druidas, los nórdicos, los egipcios y los aztecas... ¿Va a darme alguna clase de lección de compasión?

Tenía tanta razón que sentí vergüenza. Hubiera querido que Fib, el asesor Sociólogo, estuviera en línea. Pero estaba solo con Damocles. Bueno, rodeado de tropistas y técnicos que estaban preparando el traslado.

—Ya no hacemos esas cosas, Damocles, ¿qué culpa tenemos?

—¿Qué culpa tenían los toros, Orlan?

—Está bien. ¿Cómo destruyen un planeta?

—Depende del planeta.

—En el caso de la Tierra, ¿cómo lo hacen?

—La Tierra, como le dicen ustedes, es una bomba de tiempo, un núcleo activo, mucha agua, una gran corteza, una atmósfera muy liviana... odio hablar de esto ahora, es tan... tan...

—Efímero —dije, sabiendo cómo se sentía el enfermo bipolar cuando se recuperaba de la fase maníaca.

—Efímero y sin sentido.

—Pero cómo destruyen un planeta como éste.

—Bueno, qué horror, es un planeta tan bello. Estuve en Venecia hace dos días, Orlan, ¿no le parece poéticamente trágico que una ciudad tenga agua en lugar de calles?

—¿Cómo lo hacen, Damocles?

—¿De qué le servirá saberlo? De todos modos no pueden evitarlo.

—Somos una especie curiosa.

—Es algo complejo y sólo conozco los aspectos generales, no estoy en el negocio, sólo soy un espectador, pero básicamente convertimos el núcleo en un reactor de fusión, como dicen ustedes. Sólo es necesario añadir la gravedad suficiente, nosotros sabemos mucho de eso.

—Un espectador...

—Sí, Orlan, y ahora me arrepiento de haber pagado para que asesinen al pobre toro.

—Ya es tarde, Damocles.

—Mi nombre no es Damocles, Orlan —dijo, y cerró los ojos.


Ya no volvió a hablar y se fue quedando catatónico. Los ojos en su cara anterior miraban fijos a la nada. La boca, a veces, balbuceaba de forma inaudible en un idioma que no conocíamos. Lo llevamos a la jaula y establecimos un mecanismo más seguro para la puerta: una vástago de nanotubos de diamantes híper-agregados a modo de candado y aislamos la virtualita con la vieja pero siempre eficiente jaula de Faraday. Hubo una veintena de propuestas para mantener a raya a nuestro turístico alienígena, pero sabíamos, de todos modos, que durante el próximo año apenas iba a moverse. Y que si quería escaparse, lo haría aunque usáramos los métodos más exóticos.


Una vez devuelto Damocles a su cautiverio, convoqué una reunión urgente. Lo que informé causó una tormenta binaria que saturó el sistema durante algunos segundos. El Presidente reinició la pista de datos, lo que siempre es bastante doloroso.

—De a uno, señores —aconsejó—. Orlan, ¿qué sugiere?

—Nada, señor, sinceramente.

—Tenemos un año y medio antes de que regresen, qué sugiere Orlan.

—Señor Presidente —dije, con un nudo en la garganta—, por favor, déjeme reflexionar al menos durante uno o dos días, esto es algo inesperado. Ninguno de nosotros puede sugerir nada en este momento. Los extraterrestres tienen la tecnología para manipular gravedad, sólo deben aplicar suficiente al núcleo terrestre para que arranque espontáneamente un motor de fusión, y luego van a sentarse a disfrutar del espectáculo. Da lo mismo. Podrían lanzarnos un asteroide o arrojarnos al Sol, igualmente estamos como hormigas frente a un niño malvado.

Silencio en la virtualita.

—Tiene usted razón, Orlan. Cuarenta y ocho horas. Quiero sugerencias de todos los asesores dentro de dos días. Sin excepción. Pueden retirarse.

—Señor —dijo Ugo.

—Hable.

—Solicito autorización para hacer una prueba con el extraterrestre cautivo.

—¿Qué piensa hacer?

—Sacarlo de la depresión, si puedo. Estabilizarlo.

—¿Cómo?

—Hay un compuesto, algo así como una hormona, que aparece antes de la fase maníaca y antes de la depresión. Sólo está presente durante un breve lapso. La hemos sintetizado. Hasta ahora creíamos que administrársela era la única forma de tratamiento posible, por así decir. Ahora hemos descubierto otra cosa, mucho más interesante.

—Qué.

—Argón, señor. La atmósfera que respira el extraterrestre carece de argón por completo. Uno de los cultivos neurológicos del extraterrestre quedó expuesto accidentalmente a la atmósfera normal, a la nuestra, y empezó a generar la hormona. Al parecer, nuestro 1% de argón fue la causa.

—¿Usted dice que exponerlo a la atmósfera normal podría estabilizarlo?

—Es lo que querríamos probar, señor, si usted lo autoriza.

—¿Es la única diferencia, el argón? —preguntó Dlío.

—Esencialmente, sí.

—¿Cómo no se dieron cuenta antes?

—Nos dimos cuenta, señor. Sabíamos lo del argón. Ahora, el argón es un gas noble, no reacciona con nada... bueno, con casi nada, y podríamos haber pasado por alto este componente. Pero no podíamos jugar con la biología del único extraterrestre vivo en stock. Hasta saber más sobre su fisiología, decidimos darle exactamente lo que tenía en su traje, hasta el decimosexto decimal. Sólo ahora vemos que las variaciones están dentro del rango de lo aceptable para su sostén vital.

—¿No es posible que un 1% de argón lo envenene?

—No lo creo, señor, a juzgar por las pruebas. Pero, de todos modos, si así fuera, no sería una noticia demasiado mala, ¿no es cierto?

El Presidente asintió, pensativo.

—No entiendo para qué puede servir estabilizarlo ahora —dijo el Programador—, si ya sabemos que los tipos nos van a hacer volar en pedazos mientras observan el espectáculo desde una confortable butaca.

—Adelante, Ugo. Ya quisiera que los programadores estuvieran tratando de entender los sistemas de las torres.

—Señor, Presidente, con todo respeto, la Coalición de Programadores ya está trabajando en eso, pero hemos encontrado ciertas dificultades para ingresar en las estructuras.

—Cállese, Möt. Cuarenta y ocho horas. Ugo, quiero estar presente cuando hagan el experimento. Orlan, usted también.


Al día siguiente, los bioquímicos, el Presidente, Galimar y yo, además de los técnicos de turno, estábamos frente a la jaula. Damocles no había cambiado de posición en la colchoneta gravitatoria. La idea de exponer al extraterrestre al argón no me gustaba ni un poco y toda la escena se parecía a esos documentales sobre condenados a muerte en la sala de ejecuciones. Había llegado a tomarle cariño, aunque parezca mentira. Pero para todos los demás era el rostro de la destrucción. Trescientos mil muertos, qué horror. Por fortuna, lo teníamos a Dlío, que arengaba a la población a apretar los dientes y resistir. Maqo, en segundo plano, trabajaba con el nanoIngeniero y el Cuántico en una idea para resistir el ataque final de los extraterrestres. Al menos sabíamos, o creíamos saber, que iban a usar alguna forma de energía. Nosotros ya teníamos algún control sobre la gravedad, así que quizás había una esperanza.

Luego de llenar la jaula con aire terrestre común aunque esterilizado, Damocles se despertó y se sentó en la colchoneta. Hablamos con él durante un rato por la virtualita, le explicamos lo que estábamos haciendo, y luego volvimos a restaurar su atmósfera. Muy pronto se quedó completamente quieto en la litera.

—Funciona —dijo el Presidente.

—No sé qué podemos hacer con esto, pero sí, funciona —concluyó Ugo.

—Para empezar —respondió el Presidente— quiero a esa cosa despierta durante el próximo año y medio. El nanoIngeniero y el Cuántico pueden sacarle provecho.

Y se desconectó.


Ugo hizo un gran trabajo y Damocles fue muy receptivo respecto del tratamiento, por así decir.

—Aquí no tienen la noche que tenemos allá. Me parece muy divertido estar despierto.

Ocurrieron dos cosas a continuación, una buena y una mala. La mala, que Damocles se volvió a fugar. La buena, que había dejado de ser exactamente lo que era.

La huída de Damocles fue, pese a los nanotubos, tan tranquila como la anterior. Estaba todo filmado. En un momento se lo veía parado dentro de la jaula. Al siguiente, aparecía afuera.


Y se fue. A ver mundo. Sin embargo, se conectaba a diario por la virtualita y seguía ofreciendo consejo al nanoIngeniero y al Cuántico. Sobre todo, le gustaba hablar conmigo. Me llamó una madrugada desde el Partenón, estaba emocionado y hasta recitó algunos versos de Arquíloco en griego presocrático, pero sobre todo quería saber qué eran esos seres pequeños que poblaban el antiguo templo de Atenea en la calva cima de la Acrópolis.

—¿De qué seres habla, Damocles? —pregunté, dormido.

—Le envío video, Orlan, necesito saber qué son estos animales, son demasiado pequeños para nuestras sondas, no necesitan tanta granularidad, siempre nos dejan un poco de factor sorpresa. Usted sabe.

—Sí. A ver el video.

Vi los numerosos gatos que habitan desde hace siglos en el Partenón, a salvo de turistas y perros.

—Son gatos, Damocles, Atenas está repleta de gatos.

Damocles hizo un breve silencio, consultando la Euni.

—¡No debe haber animalito más simpático en todo el Universo, Orlan! ¿Los ha visto moverse? ¡Uno incluso ha venido a restregarse contra mis piernas! Oh... —exclamó—, aguarde...

Lo oí reírse y murmurar en un idioma desconocido.

—Son muy especiales, sí —comenté, mientras mis ojos se cerraban de sueño.

Siguió un largo silencio.

—¿Está ahí? —le pregunté, a punto de quedarme dormido de nuevo.

—Sí, claro, Orlan, aquí estoy.

—¿Ocurre algo?

—Quiero un gato, Orlan.

Adoptó de inmediato al minino que se había restregado contra sus piernas y le puso Ministerio. Al principio no supimos por qué, pero el gato y el extraterrestre iban juntos a todos lados.


Ministerio era un típico gato callejero blanco y negro, más negro que blanco, de cola espumosa y cara de haber franqueado muchos combates. Los ojos, verdes y dorados, miraban todo con esa inusual intensidad de los felinos y, al menos con Damocles, se mostraba particularmente afectuoso y parlanchín.

—No sé cómo va a hacer para llevarse ese gato a su mundo, Damocles —le dije una tarde en que nos vino a visitar a el Consejo. Habíamos decidido ya no volver a encerrarlo, era inútil.

—No entiendo qué quiere decir. —Parecía perplejo.

—¿Cree que Ministerio podrá vivir en su mundo?

—Es verdad, no lo había pensado. Tiene usted mucha razón.

Razonó un rato. Dijo:

—Orlan, tenemos un problema.

—No es mi gato, Damocles, y al parecer no podré cuidárselo mientras usted vuelve a casa.

—Eso es malicia.

Alzó al gato y Ministerio se puso a ronronear, mirándolo con ojos soñadores.

—Tengo un problema —reflexionó Damocles.

—El gato tiene un problema, y el resto de los habitantes de este mundo tienen un problema. Pero no se preocupe, como dijo su vocero, "no será doloroso".

Me miró sin decir nada, y no pude interpretar qué sentía. Dijo:

—Usted no tiene idea de lo doloroso que va a ser, Orlan. Se van a hervir vivos, como los calamares, las langostas, los mejillones —y enumeró todos los animales que los humanos cocinábamos en vida para obtener un plato exótico.

Me sentí muy mal, muy asustado. Tenía razón, ¿no lo habíamos pensado acaso? El núcleo se volvería un horno de fusión y el calor convertiría durante algunas horas la corteza en la mayor loza radiante del sistema solar. Los últimos instantes para la vida en la Tierra, muchos días antes de que las placas continentales se fundieran y los océanos se evaporaran y el mundo finalmente sucumbiera a la estrella en su vientre, serían atroces.

Como si me hubiera estado leyendo la mente, Damocles dijo:

—No puedo hacerle eso a Ministerio.


Pero no me quiso decir más, y los días siguieron pasando. Luego las semanas. Luego los meses. Un día, Damocles me llamó desde Tokio.

—Orlan, ¿es verdad que hay que vacunar a un gato?

No lo había pensado. Los gatos ferales y los animales silvestres no estaban sujetos al Concilio, así que sufrían las mismas enfermedades de antes.

—Bueno, en el caso de Ministerio, sí, no es un animal doméstico.

—Eso me dijo un veterinario aquí. ¡Cómo no me lo advirtió antes, Orlan! — Estaba visiblemente enojado.

—Simplemente, no me di cuenta, Damocles. Tengo problemas más importantes que su gato, ¿sabe?

—¡Más importantes! ¡Usted no entiende nada, Orlan!

Y me cortó.


Volvió como a los quince días, con la cartilla de vacunas de Ministerio atesorada en uno de los extraños bolsillos de su chaqueta. Se le había pasado la ofuscación.

—Tengo que hablar con usted, Orlan —me dijo.

—Por supuesto.

—Sin que nos oigan.

—Eso va a ser un poco difícil, Damocles.

—¿Por qué?

—Porque hasta que esto termine la virtualita está en línea 24 horas al día.

—Desconéctela.

—Puedo tener problemas, si hago eso.

—Si no lo hace, le aseguro que va a tener muchos más problemas.

Adelante, Orlan —me dijo el Presidente sin que le preguntara nada.

—Está bien, Damocles, vamos enfrente, al parque, y desconectaré la virtualita.

—El Presidente acaba de autorizarlo, Orlan. Un hombre astuto.

Salimos del edificio y Damocles alzó a Ministerio para cruzar la calle. Evidentemente, había muchas cosas que yo no entendía.

Nos sentamos en un banco. Desconecté la virtualita.

—El Registro también. Orlan, por favor, no sea infantil.

Me sentí un estúpido, pero no lo había hecho adrede. Siempre me olvidaba del Registro.

—Ya está.

—Muy bien.

—¿Qué es tan importante?

—Ministerio.

—Ajáh —dije, pasmado, pero sin demostrar nada. Damocles había aprendido rápidamente a descifrar nuestras expresiones faciales y el lenguaje corporal. O leía mi mensajero emocional, vaya uno a saber.

—No voy a dejar que le pase nada.

—Si, veo que lo quiere mucho a su gato.

—Se refiere al amor, me imagino.

—Digamos.

—¿Qué es el amor, Orlan?

—Damocles, ¡por favor! ¡Estamos al borde de la extinción, nos van a freír en nuestro propio magma, y usted quiere hablar del amor! Está bien, ¿qué quiere saber?

—No quiero saber nada. Fue una pregunta retórica.

—Ah, bueno. ¿Qué es exactamente lo que me quiere decir tan secreto?

—Que no voy a dejar que le pase nada a Ministerio. No lo puedo llevar, no soportaría la noche (le hizo un mimo en la cabeza). Así que voy a cancelar el espectáculo.

Me eché para atrás. ¿Perdón?

—No entiendo.

—Ya sé que no entiende.

—Bueno, ¡explíqueme!

—¿Por qué cree que le pedí que desconectara la virtualita?

—Porque tenía algo importante que decirme.

—No. ¿Por qué cree que vengo a hablar con usted y no acudo al Presidente?

—No lo sé, Damocles, ¿por qué no me dice lo que me tiene que decir? ¿Va a cancelar el exterminio para salvar a su gato? ¿Es eso? ¿Usted puede hacer eso?

—Yo soy el organizador, Orlan.

El entorno pareció opacarse. Me subió un calor furioso por el cuello.

—Usted no va a vengarse, eso lo sé, y por eso quiero hablar con usted.

—No lo encontramos por casualidad.

—No. Tengo ese hábito de recorrer un poco el mundo que voy a destruir.

—Ajáh.

—Pero nunca me había pasado esto antes.

—¿Deprimirse en un banco de plaza?

—No. Encontrar un gato.

—No entiendo.

—Supongo que no. Pero, de todos modos, tenemos que hacer algunos arreglos.

—Espere —la furia iba suavizándose poco a poco—. ¿Qué está tratando de decirme?

—¿Respecto de qué?

—¡Respecto de todo! ¿Va a cancelar el exterminio, sí o no?

—Pero, Orlan, por supuesto, ¿de qué otro modo podría salvar a Ministerio?

—Damocles, hay miles de millones de seres humanos en este planeta y usted decide no destruirlo para salvar a un gato callejero.

—¿Le parece raro?

—Por el amor de Dios.

—Bueno, claro, es verdad, el que hable en su lengua y que más o menos podamos intercambiar algunos conceptos concretos no quiere decir que podamos de verdad entendernos.

—¿Se da cuenta de que hay mucha gente que querría colgarlo, acusado de crímenes de lesa humanidad? ¿Se da cuenta de que es culpable de la muerte de más de 300.000 personas?

—Es lo que tenemos que arreglar, Orlan. De todos modos, le ruego que no se haga el santo conmigo, una vez más. Ustedes carecen por completo de autoridad moral para condenar mi trabajo.

—Quiere que lo encubra, en otras palabras.

—Así es.

—¿Y si no lo hago?

—Entonces, posiblemente, amenacen mi integridad, por así decir.

—Puede cortar el vínculo y volver a casa.

—No, ya no.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Bueno, por Ministerio, naturalmente.

—Esto es nuevo. ¿Qué quiere decir?

—Nada, olvídelo.

—Explíqueme. —Era obvio que Damocles no necesitaba que yo lo encubriera, era obvio que estaba ocultándome algo, y era sobre todo obvio que el bendito gato era la clave de todo el asunto.

—Cuando me expusieron a esta atmósfera, no sólo me estabilizaron.

—Anulamos el vínculo.

—No, de ninguna manera.

—¿Y entonces?

—Me volvieron permeable.

—¿Permeable? ¿Emocionalmente?

—Oh, no. Físicamente.

—¿Orgánicamente?

—No, Orlan. Cuánticamente.


Con el Presidente me reuní media hora después. Lo puse al tanto de las novedades inmediatamente después de restaurar la pista de datos y luego de enviar a Damocles y Ministerio a mi departamento.

—¿Y usted está seguro de que van a cancelar el ataque, Orlan? —preguntó con muchas dudas el Presidente. No conocía a Damocles tanto como yo.

—Absolutamente seguro. Necesito que Korda se conecte.

—Está por llegar, tenga paciencia. ¿Qué habló con el extraterrestre?

—No lo sé. Es lo que voy a averiguar cuando el Cuántico me explique algunas cosas.

—Cómo sabe entonces que va a cancelar el ataque.

—Él me lo dijo.

—¿Cuál es el motivo?

—Si lo digo ahora, señor Presidente, me va a tomar por un loco o por un ingenuo.

—Usted es ambas cosas, Orlan, y así queremos que siga. Hable. ¿Cuál es el motivo?

—El gato, señor.

Silencio.

Korda entró a la virtualita en ese momento. Había estado leyendo mis preguntas. Sin saludar, con el privilegio que sólo tienen los más viejos, dijo:

—Es verdad, Orlan, el gato de Shrödinger es un antiguo experimento teórico para probar la indeterminación —dijo, respondiendo a un mensaje que le había mandado cinco minutos antes.

—Ajáh —gruñó el Presidente—. Korda, no se abuse. ¿De qué estamos hablando?

—Señor Presidente, mis disculpas, todo esto es demasiado interesante, demasiado interesante... —y se perdió en sus pensamientos. Su pantalla emocional estaba totalmente negra. Sólo él podía abstraerse así. Los físicos son unos capos. De pronto volvió en sí y dijo:

—Tal como lo explicó Damocles, su mundo existe en el horizonte de eventos de un agujero negro. En realidad.... vaya frase... de la realidad se trata, precisamente... En realidad, no creo que exista una especie, ni exactamente un mundo. Me temo que Damocles es toda la especie.

—Ah, sí. ¿Y los 1000 cadáveres que tenemos almacenados? —ladró Maqo.

—Lo sabía —murmuró el Bioquímico—. Algo no me cerraba, algo no me cerraba.

—De a uno, señores, por favor —interceptó Dlío—. Asesor Bioquímico, ¿qué es lo que sabía.

—Demasiado parecidos, señor Presidente. Había variaciones en la ropa y en el sexo, al menos en ciertos casos, pero internamente estaban como hechos en serie, ya se los dije, no tenía sentido. Como son extraterrestres, bueno, uno espera anomalías. Recuerde lo de La Brecha... Pero esto, sumado a la ausencia de algo remotamente semejante al ADN, era insólito.

—Copias —dijo el Presidente.

—Ni por asomo —intervino Korda—. No son copias. Damocles vive en otra realidad, desde un punto de vista cuántico. Por eso no comprende el concepto del tiempo, y por eso también nuestro espacio le resulta fácilmente manejable. Bueno, el espacio del 99% del universo conocido. Él vive en un entorno n-dimensional variable. Euclides nunca podría haber trazado dos líneas paralelas en su planeta. Bueno, claro, tampoco hay exactamente un planeta tal como lo entendemos aquí.

—Y por eso no puede llevarse al gato —dije.

—No sé los demás, pero yo no entiendo nada —dijo Malbar—. Veo que todos están hablando con sinceridad, pero no entiendo nada.

—Korda —urgió el Presidente.

—Señor, nunca pensamos en la posibilidad de que una especie pudiera adaptarse a vivir en un entorno donde ciertas limitaciones de la física no existieran.

—¿Qué limitaciones?

—La indeterminación, principalmente. Y ciertos niveles de energía. Y el hecho de que las leyes de la Relatividad General y la Unificación no aplicaran. No exactamente, para decirlo con más precisión.

—¿Qué significa indeterminación? —preguntó el Presidente, yendo en orden, fiel a su estilo.

—Técnicamente, que si la medición de una variable de una partícula produce una dispersión de valores Delta A, entonces la medición de una segunda variable, producirá una dispersión Delta B que será inversamente proporcional a Delta A.

—¡Y eso qué tiene que ver con los gatos! —exclamó, impotente, el Programador, que tampoco entendía nada, como Malbar y el resto de nosotros, pero no podía aceptar no entender.

—¡Silencio, Möt! —ordenó el Presidente.

—Disculpe, señor Presidente.

—Lo que quiero expresar, señor, es que ahora no tenemos tiempo de hacer un curso sobre Mecánica Cuántica, Relatividad, Unificación, espacios n-dimensionales, el experimento de Ashfar, la demostración de Ugmarián, teletransportación, el principio de complementariedad, ni mucho menos sobre todas las fallas que hemos descubierto en los últimos setecientos años sobre algunas de estas teorías, ni sobre el hecho de que ahora sabemos con más sostén matemático que Einstein tenía razón.

—¿En qué tenía razón?

—En que Dios no juega a los dados con el universo.

—Excelente —murmuró Möt, sin poder contenerse.

—Korda, sabemos que usted puede ser didáctico. Olvídese de los tecnicismos —dijo el Presidente.

—Damocles nunca estuvo aquí de la forma en que estamos nosotros. Su cuántica es diferente. Era diferente. Hasta que apareció el gato. Ministerio. Hubo, por decirlo de una forma simple, casi diría obscenamente simple, una recombinación de tensores en el nivel subvectorial. Subatómico, para los que no están al día.

—Korda, Damocles habló de "amor" —dije.

—No. Usted habló de amor.

—Tenía la virtualita desconectada, cómo lo sabe.

—Porque Damocles nunca usaría una palabra así de motu propio. En su realidad no hay tal indeterminación. No tanta, digamos. No hay posibilidad para el lenguaje figurado.

—Hizo usos figurados algunas veces —señaló Malbar—. Pero es verdad que los semantores se salieron de escala.

—Exacto. Fue toda vez que usó palabras con cierto grado de incertidumbre. Los vectores semánticos también se habrían ido de escala, si hubiera analizado la conversación que nuestro asesor Psicólogo tuvo con el extraterrestre.

—¿Qué pasa con el maldito gato, entonces? —refunfuñó el Programador.

—No podemos estar seguros. En realidad, no podemos estar seguros de nada —contestó Korda—. Lo único que se me ocurre es que el gato pudo establecer... bueno, no voluntariamente, el gato estableció una relación no indeterminada con él.

—¡Ahora todo está más claro! —dijo con sarcasmo Möt.

—¡Basta, Programador! —rugió el Presidente—. ¿Por qué ese gato, Korda, por qué no cualquiera de nosotros u otro gato o mi hermana Penélope, que en paz descanse, o un malvón o una cigüeña?

—No lo sabemos, señor Presidente. No lo podemos saber. Es el problema con la Cuántica. La indeterminación nunca invadió nuestro mundo, salvo en los experimentos. Con el extraterrestre eso cambia. ¿Por qué ese gato y no cualquier otra entidad? Porque es estadísticamente posible.

—¿Estadísticamente posible? —preguntó asombrado el Presidente.

—Exacto.

—¿Usted dice que es estadísticamente posible que un extraterrestre maníaco depresivo que viene de las orillas de un agujero negro sea alterado en su matriz espacio-temporal por un gato callejero?

—Sí, eso digo.

Silencio de blanca con puntillo.

—Podríamos hacer algunos análisis al extraterrestre para establecer qué clase de cambios ha producido el gato en su organismo —propuso el Bioquímico.

—Usted nunca analizó al extraterrestre, Ugo —le respondió Korda con un suspiro paciente—. Usted analizó su representación en esta realidad, pero él está más allá de nuestros instrumentos, de nuestra noción de espacio-tiempo. No hemos visto nunca al extraterrestre, ni nunca estaremos en condiciones de verlo. Ni con un interferómetro, ni con un sincrociclotrón.

El Bioquímico digería esto lentamente, y sabía que el Cuántico estaba en lo cierto. Dijo, no obstante:

—Pero el argón en nuestra atmósfera lo estabilizó.

—No. El argón estabilizó su manifestación en esta realidad. Piénselo de este modo: lo que vemos del extraterrestre es su sombra, la sombra de una entidad cuyo sistema de referencia inercial tiene más dimensiones, y de hecho, a juzgar por lo que sabemos hoy, posiblemente tiene un número variable de dimensiones, y me atrevo a especular que ese número cambia según el ciclo establecido por la órbita que su "mundo" describe en torno a la anomalía cósmica de donde proviene. Es lo que hacemos para teletransportarnos, en cierto modo, jugamos con las dimensiones. Igual que un cubo, un cubo real, es la sombra de un teseracto, un cubo de cuatro dimensiones, lo que vemos del extraterrestre es sólo su sombra, o tal vez la sombra de una representación en otro espacio físico.

—Korda —interrumpí—, Damocles nos habló de cosas muy cercanas a nuestra experiencia sin que los semantores variaran más del 0,1 por ciento. Llegamos a la conclusión de que era un maníaco depresivo. ¿Usted dice que no tiene cuerpo?

—Orlan, nunca dije que no lo tuviera. De hecho, y cito al gran Niels Bohr —Korda adoraba a Bohr—, la función de la Física no es decir cómo es la naturaleza, sino hacer una descripción abstracta de la naturaleza. ¿Qué es un cuerpo cuando se vive en un horizonte de eventos?

—¡Korda! —saltó el Programador, poniéndose de mi lado, lo que demostraba que estaba desesperado—. ¡Usted, por Dios, usted está diciendo que tenemos un ente intangible, que no puede percibirse ni con los instrumentos más avanzados, que existe en un espacio n-dimensional variable fuera de las leyes de la Unificación, y que al mismo tiempo es bipolar!

—Sus fases casi seguramente tienen que ver con algunas cuestiones físicas relacionadas con los ciclos en las cercanías del agujero negro; ahora no tengo tiempo de explicar eso. El efecto de Unruh y esas cosas. El verdadero extraterrestre oscila, no hay duda. La cuestión es que eso no nos dice nada. Orlan dice que el extraterrestre tiene fases maníacas y depresivas. Yo digo que tiene una función de onda.

—Él dijo que se sentía mal cuando se deprimía —presioné, pese a que sabía que Korda había reflexionado muy bien todo lo que decía. Era esa rara clase de hombre que jamás habla en vano.

—Y yo digo que eso es cierto, el extraterrestre se sentía mal, se deprimía, y luego entraba en fase maníaca, pero también digo que nada de eso significa que lo entendamos. No podemos, de hecho, tener ni la menor noción acerca de su realidad. En todo caso, la física no descarta que haya emociones y estados de conciencia en un horizonte de eventos. Simplemente, los cuánticos no pensamos en esas cosas. O sí, bueno, pero en otro sentido. Déjelo. El extraterrestre se deprime, sí, se siente mal y todo eso. Usted se siente mal cuando muere un ser querido, y la verdad es que no sabemos si el occiso no lo está pasando mucho mejor ahora.

—No es un maníaco depresivo, entonces —dije.

—¿Lo sería un bipolar en un mundo de bipolares? ¿O nosotros, los normales, seríamos los enfermos? Orlan, por favor, entiendo que a ninguno de nosotros le guste rendirse ante la evidencia de no comprender nada en absoluto, pero así es.

—Qué ocurriría si el gato muriese —preguntó, práctico y enfocado, el Presidente.

—No lo sé —respondió Korda.

—¿Hay algo que sepa, asesor Cuántico? —cortó el Presidente. Nunca lo había visto tratar así al decano del Consejo.

—Sí, desde luego. Sabemos que ya no va a usar la Tierra como espectáculo pirotécnico.

—Usted y el Psicólogo son los dos únicos que parecen estar seguros de eso, y no entiendo por qué —dijo el Bioquímico.

—¿Korda? —instó el Presidente, que coincidía con Ugo.

—Hemos supuesto que él no va a volar la Tierra porque no quiere matar al gato. Pero el motivo es otro. El extraterrestre ya no está en condiciones de regresar a casa. Un gato, de cualquier clase, incluso Ministerio, sería incapaz de sobrevivir a un horizonte de eventos. Eso es claro, supongo. Lo que no entienden es que el extraterrestre fue alterado por el gato, o más bien por ese fenómeno físico al que llamamos "gato callejero de Atenas". El extraterrestre está ahora infectado de indeterminación. No puede volver. No es que no sobreviviría y nada más. No está capacitado para regresar.

—Ah, caramba, tenemos un huésped inesperado —dijo Möt.

—No necesariamente —contestó el Presidente—. Podría irse a vivir a cualquier otro planeta.

—De ninguna manera. Está atado a la Tierra —afirmó Korda.

—O a cualquier otro mundo con las mismas características —refutó el Presidente.

—Señor Presidente, usted no entiende lo que quiero decir. El extraterrestre jugaba con nuestra realidad, con el espacio, con la gravedad, incluso con el tiempo. ¿Cómo salió de la jaula, la segunda vez? Simplemente, viajó hacia atrás en el tiempo, un fenómeno que la física de las partículas conoce desde hace siglos. ¿Observaron ustedes el reloj durante la filmación?

Korda mostró el video. Antes y después. El reloj de Galimar aparecía con horarios diferentes. Dijo:

—Ahora observen el registro de los qbits. Ahí, un instante antes de escapar de la jaula, miren la fecha. Es el día en que huyó, ¿cierto? Y ahí, cuando aparece afuera, es la fecha, la hora, el minuto y el segundo exactamente anteriores a que lo encerráramos por segunda vez, varios días antes. Está grabado. Todo lo que hizo fue restaurar un estado anterior de nuestra realidad, un estado en el que el extraterrestre todavía estaba afuera de la jaula.

Se hizo un silencio pasmoso.

—El extraterrestre podía manipular todas nuestras variables, del mismo modo que nosotros podemos doblar una hoja de papel —insistió Korda, con paciencia.

—Hasta que se recombinó con el gato... —dijo Ugo.

—¡Ay! —exclamó Korda—; esa fea palabra habrá de popularizarse, ya lo veo —Malbar apuntó, impasible: 86% de posibilidades—. Es tan incorrecta... Pero sí, hasta que Ministerio se le acercó, se refregó por sus piernas, lo volvió indeterminado en un nivel subvectorial, lo clavó al realismo local, para usar una frase más precisa. Desde entonces, sus "poderes" ya no existen, o al menos no de la misma forma.

—¿Lo que usted dice, Korda, es que el extraterrestre ya no tiene la capacidad de iniciar una estrella de fusión en el núcleo terrestre? —preguntó el Presidente.

—Exactamente.

—¡Por qué no empezó por ahí, por los clavos de nuestro señor Jesucristo! —gritó el Programador.

—Calma. Möt, ¿Qué sabemos de las torres? Los socios de este extraterrestre podrían volver mañana, sin preocuparse de su colega y del bendito gato, y convertirnos en neutrones.

—Las torres están vacías, señor Presidente.

—Obvio —sonrió Korda.

—¿Perdón, vacías?

—Son... fachadas, no hay nada dentro. Nada de nada.

—Son de utilería, señor Presidente —interpretó el Cuántico—. Parte del show.

—Un extraterrestre determinístico y bipolar dedicado al negocio del espectáculo —murmuré.

El universo es grande, Orlan —me dijo Korda por privado—, mucho más grande de lo que podemos siquiera imaginar. Dadas las suficientes variables, el tiempo suficiente, dado un número casi infinito de posibilidades, este extraterrestre tenía estadísticamente que existir.

—Sin privados, señores, por favor —demandó el Presidente.

—Hay algo que no entiendo —insistió Möt—. ¿Por qué iba a volar la Tierra, si no tenía espectadores?

—Es evidente que no entiende, asesor Programador —le contestó Korda, resignado—. Usted piensa en términos euclidianos, en números reales, en variables locales, en un espacio fásico a la manera de la mecánica clásica. Pero aquí dos espacios fásicos con el mismo estado físico no medirían igual en nuestros instrumentos, así que si es uno o es muchos no tiene sentido en su mundo. Yo lo diría de este modo: el extraterrestre es uno y es muchos simultáneamente. Y seguramente volaba planetas con tanta frecuencia con la que los restauraba.

—Nunca se lo preguntamos —dije.

—En efecto, nunca se lo preguntamos —asintió el Cuántico. Y dijo: —Es incluso probable que ya nos haya destruido antes y luego simplemente haya vuelto el tiempo atrás.

—Muy bien, basta de cháchara —concluyó el Presidente—. No es demasiado importante si todo esto es cierto o no lo es, sencillamente porque no podemos estar seguros.

—Yo estoy perfectamente seguro, señor Presidente —dijo Korda.

—Coincido —murmuré.

—Usted dice que no podemos estar seguros de nada, Korda.

—Podemos estar seguros de que el extraterrestre no se irá de aquí, y que no volará la Tierra.

—Está bien, como sea, usted no puede demostrarlo empíricamente.

—Oh, sí, puedo.

Silencio.

—¡Siempre se guarda estas cosas para el final, Korda, igual que con La Brecha! ¿Cómo piensa demostrarlo? —gruñó Dlío.

—No pienso hacerlo, pero es teóricamente muy simple, a decir verdad.

—Lo hubiera apostado —se quejó el Programador.

—Korda, lo conozco, usted dice que es simple pero, ¿podemos hacerlo?

—No sin poner al extraterrestre en serio riesgo de aniquilación. O al gato, para el caso. Y, eventualmente, a un cierto número de vidas humanas. Para ponerlo en términos prácticos, si coloca al gato en la Luna y deja al extraterrestre en la Tierra, tendremos como resultado alguna clase de anomalía cósmica, no exactamente igual, pero físicamente equivalente a un agujero negro.

—No queremos hacer eso, Korda.

—Eso es irrelevante. El hecho es que es posible demostrar empíricamente que el extraterrestre está más anclado a este sistema de referencia que cualquiera de nosotros. El día que desarrollemos el viaje interestelar él va a ser el único que no podrá salir de la Tierra.

—Supongo que no nos va a explicar por qué.

—Podría, pero llevaría semanas, tendría que desarrollarlo matemáticamente y sería muy aburrido. Confíe en mí, señor Presidente, le aseguro que el extraterrestre está exactamente igual que un mono agarrando un dulce dentro de una calabaza. La calabaza es nuestro sistema de referencia, el dulce es el gato. No puede soltarlo porque las leyes de la física no se lo permiten.

—¿Qué tan grande es el riesgo de hacer una prueba experimental? —quise saber, preocupado por las líneas de decisión que estaban apareciendo en la pantalla del Presidente.

—Depende de cuánta fuerza ejerzamos para intentar separarlos —respondió Korda—. Si lo hacemos gradualmente, no hay mayor peligro.

—¿Qué se propone, Korda? —preguntó Dlío.

—Nada. Preferiría evitar ese experimento, señor Presidente.

—Korda, responda.

—Es sencillo. Separaríamos al extraterrestre del gato unos cinco metros.

—Por qué cinco metros.

—Es largo de explicar. Hay además muchas cosas que no sabemos con exactitud, quod erat demostrandum —Korda rió para sí por la paradoja—. Doce metros sería más eficiente, pero también mucho más peligroso.

—¿Qué espera que suceda?

—No va a suceder nada. Simplemente no vamos a poder separarlo de ese gato. Es físicamente imposible. Bueno, en realidad, podríamos hacerlo si jalamos con suficiente energía al uno del otro, pero sería considerablemente peligroso.

—¿Peligroso para el extraterrestre?

—Para nosotros, señor Presidente. Puesto que el bendito animal está anclado a la Tierra, si los forzamos a separarse aplicando una fuerza lo suficientemente grande... bueno, cómo explicarlo sin apelar a la geometría... sería bastante catastrófico. Todo lo que estuviera alrededor intentaría compensar la situación. —Korda se quedó pensativo, corriendo procesos en sus implantes, carraspeó, dijo—: Sí, algo así, sí... Teóricamente, el extraterrestre acelerará a velocidades relativistas, a razón de un 5% de C cada cinco metros, aproximadamente. No es una buena idea, especialmente porque no irá a ninguna parte.

—¿Por qué?

—¿Por qué no irá a ninguna parte?

—¿Por qué no es una buena idea?

—Porque la masa se incrementa a medida que aumenta la velocidad, señor. Desde luego, no la masa del disfraz biológico que hemos visto hasta ahora del extraterrestre, sino de la entidad que da vida a ese disfraz.

Se hizo un silencio adamantino. Los que podían, hicieron los cálculos. Definitivamente, no queríamos un extraterrestre con la masa de una enana blanca sobre la superficie de nuestro pequeño planeta azul. Y verde.

—Que traigan al extraterrestre —dijo el Presidente mostrando anchas bandas de duda en su pantalla.


Todo anduvo bien. Fui a buscar a Damocles, lo llevé hasta el Consejo en el trílex (Korda había aconsejado dejar de usar los transceptores con el extraterrestre) y en la planta baja nos recibieron el Bioquímico y el nanoIngeniero, que se dirigían al playón gravitatorio a preparar el experimento.

Arriba, en el piso 90, nos esperaba el Presidente y el resto de los consejeros para una reunión preliminar. Dlío había decidido explicarle a Damocles nuestros planes. Vi tropistas por toda la calle. Damocles, Ministerio y yo fuimos a entrar al amplio ascensor, rumbo a la reunión, pero no contamos con que nunca falta un genio en la línea de comando que decide poner de guardia a un oficial de la división perros, perro incluido.

El soldado se encontraba dentro del ascensor, oculto junto al tablero manual, fuera de nuestra vista, y el primero en meterse fue Damocles. El perro, negro, feo y enorme, nunca había visto un extraterrestre en su corta existencia y, enfurecido o asustado o ambas cosas, se abalanzó, tirando de la correa, sobre Damocles. Ministerio no lo dudó. Apoyándose con sus patas traseras sobre el hombro del extraterrestre saltó instantáneamente fuera de la caja. Damocles estiró un brazo, pero no lo pudo sujetar. Trató de salir a buscarlo, pero el diligente tropista lo empujó contra la pared pensando que se le iba a escapar, le puso un brazo en el cuello y presionó "90" en el tablero. Las puertas se cerraron. Vi los ojos de Damocles observando el lobby, buscando su gato. Sé que es insensato interpretar las emociones de un extraterrestre invisible por la expresión de una cara que ni era de este mundo ni era quizá del todo una cara. Pero su rostro mostraba desesperación, y siguió mirando ansiosamente hacia afuera hasta que las puertas se cerraron.

Yo me quedé mudo y paralizado mientras el ascensor empezaba a subir. Casi instantáneamente la realidad empezó a trastornarse. Hubo un temblor, como un golpe muy grave, subsónico, como si el planeta entero hubiera tropezado. Desde el playón, el Bioquímico y el nanoIngeniero vieron que el estilizado edificio del Consejo se combaba como si fuera un reflejo sobre el agua. Desde donde estaban la mayor parte de los tropistas, frente a la puerta de entrada, la construcción se acortó en el sentido vertical y un gran hoyo oscuro apareció en el centro. Dentro, dijeron algunos, creyeron ver estrellas. Varios satélites captaron las antenas de la gran terraza emergiendo como agujas en la estratosfera.

Dentro del ascensor, tal como lo mostraría luego la virtualita, el tiempo pareció volverse más lento y la pantalla y el tablero se habían estirado hasta tocar el techo y el piso. Damocles, confundido, el tropista y su perro se veían contraídos sobre un gran túnel que se hundía y se estiraba a medida que el pobre ascensor, lidiando agónicamente contra fuerzas incomprensibles pero al mismo tiempo ligado a ellas, seguía elevándose. Bandas de colores tornasolados empezaron a recorrer la escena de izquierda a derecha, y luego en el sentido opuesto. Ministerio se apeó a unos metros de la puerta donde, estimaba, estaba todavía su amigo, pero había dejado de ser un gato normal. Por momentos parecía inmensamente largo. Por momentos, completamente plano. Movía la cola inquieto y miraba la puerta aguardando que Damocles regresara.

Einstein tenía razón, hay que reconocerle eso, y el ascensor subía cada vez más lentamente a medida que Damocles y Ministerio se separaban. Las biG de la terraza, que habrían de fundirse por completo en los siguientes minutos, tironeaban impúdicamente de la caja, mientras un vínculo cuántico sujetaba a Damocles al gato y al gato a la Tierra o, como diría Korda, que desde luego también había tenido razón, a nuestro marco de referencia.

Los objetos más livianos alrededor del edificio empezaron entonces a elevarse hacia Damocles, intentando mantener el dislocado equilibrio del sistema. Monedas, polvo, hojas de árboles, papeles, un gran torbellino se arremolinó alrededor del edificio, cuya imagen seguía doblándose y contorsionándose. Habían pasado quizás diez segundos desde que se cerrara la puerta del ascensor. Adentro las cámaras mostraban una imagen totalmente distorsionada y un tropista y un perro que empezaban a deshacerse como si fueran de cera. Un instante después, desde la calle empezaron a elevarse objetos más pesados, estrellándose contra el edificio; los trílex y los transportes de tropistas estaban alzándose ya a dos o tres centímetros del suelo. El aire, absorbido desde el centro de depresión en el ascensor, rugía como en una súbita tormenta de verano.

Los que estábamos cerca de Ministerio, no sentíamos la tremenda atracción. Pero todo lo demás empezó a colapsar hacia la caja del ascensor, que ahora ya apenas podía seguir elevándose. Damocles parecía estable allí dentro, pero por un instante el video de la virtualita muestra otra cosa, algo así como el escenario de un fenómeno cósmico de proporciones colosales, un gran ojo negro tragando materia y una orilla de energía inconmensurable, un vórtice agónico pero al parecer perpetuo en el centro del ascensor, y tal vez el perfil de algo que observa esa ribera de luz, una sombra viviente pero inenarrable, un ser allí sentado, de cuclillas, de pie, quién sabe, observando las fauces del monstruo gravitacional desde un lugar que posiblemente fuera su hogar antes de llegar a la Tierra y encontrarse con Ministerio.

No sé en qué estaba pensando (yo no soy de hacer esas cosas) pero fue lo único que se me ocurrió. Levanté al gato, salté dentro de ascensor contiguo y marqué el piso diez. Eso, al menos, indicaba la pantalla del que había tomado Damocles. Cuando los árboles y los vehículos de las cercanías estaban a seis o siete metros de altura, listos para estrellarse contra ese punto de atracción ineludible que la naturaleza del extraterrestre, el gato Ministerio y nuestro propio espacio-tiempo habían creado, cuando el huracán se había vuelto abrumador y los edificios de alrededor empezaban a combarse peligrosamente, con estrépito de cristales rotos y gritos de gente herida y asustada, mi ascensor se acercó al de Damocles, la tensión empezó a ceder y finalmente quedamos a un metro y medio, pared de por medio. El biG que jalaba del ascensor de Damocles se encontraba prácticamente fundido. Tironeó un poco más, sin mover la caja ni un centímetro, y se paró con un largo bufido. Todo volvió a la normalidad entonces. Bueno, es una forma de decir. Teníamos a casi todos los tropistas destrozados contra la fachada del edificio y daños muy serios en la infraestructura del Consejo y las construcciones aledañas. Ugo y el nanoIngeniero habían encontrado una forma ingeniosa de salvarse. Al revés que los militares, obligados a permanecer en sus puestos, los dos asesores se montaron a un trílex y escaparon tan lejos como pudieron. Una suerte.

Cuando por fin lograron abrir la puerta del ascensor, Damocles estaba en un rincón, sentado, los brazos caídos a un costado y el mentón apoyado contra el pecho. El interior estaba revestido de la sangre y los tejidos del soldado y su perro. De la ropa, la correa y las armas no había ni rastros.

La escena era perturbadora incluso para los tropistas veteranos. Se hizo un blanco en la realidad. Unos diez segundos de nada. Finalmente, entramos. Damocles no se movía. Tampoco parecía respirar. Eso que creíamos que era el extraterrestre estaba inerte, como apagado. Un traje colgado de una percha. Entonces me habló. Por la virtualita.


Ilustración: Carlos Sánchez

—Acá, Orlan. No tuve más remedio.

—¿Damocles?

—Sí, Orlan. Aunque me temo que de ahora en más sólo podremos conversar por medio de esta pantalla.

—Damocles, ¿dónde está?

—Cómodamente instalado en sus brazos, Orlan.

—¿Cómo...?

—Tuve que transferirme a Ministerio, Orlan. No me quedó más remedio.


No supe qué decir. Obviamente, miré aturdido al felino. Pregunté:

—Y el gato... eh... Ministerio, ¿dónde está ahora?

—Oh, aquí, conmigo.

—Caramba —murmuré.

—Está muy bien, no se preocupe, son espaciosos los gatos, debo decir. Mucho más que... bueno, usted sabe.

—¿Espaciosos?

—Mucho, sí. Notable. Debería usted probarlo. Extrañaré las manos, desde luego, pero no me quejo. Era la única forma en que la anomalía no volvería a producirse. Ahora ya no podrán separarme de Ministerio.

—Claro —dije, entendiendo fragmentariamente—. ¿Y su... bueno, su otro cuerpo, el que está en el ascensor?

—Oh, ya no sirve, puede quedárselo, Orlan.

—¿Está muerto?

—Lo estaría, si alguna vez hubiera estado vivo.

Me quedé pensando. El cuerpo del extraterrestre ahí sentado en el piso del ascensor parecía un muñeco que sonreía leve y estúpidamente rodeado por una horrenda carnicería.

—¿Orlan?

—Espere, Damocles, estoy digiriendo esto...


Y seguí digiriéndolo durante varias horas más, mientras el gato, Ministerio, es decir Damocles, me seguía a todas partes. Lo más extraño de esta situación, al menos en esos primeros días, fue la reunión que el Comité mantuvo conmigo mientras un gato blanco y negro sentado en el centro de la mesa se acicalaba y las palabras del extraterrestre aparecían en mi virtualita. Sólo en mi virtualita.

Se lo ruego, Orlan. Déjelos creer que estoy muerto. Es lo mejor para todos.

No se van a tragar ese cuento, Damocles. No Ugo, ni mucho menos Korda.

No pueden probar nada, Orlan. Tienen un accidente inesperado, tienen el cuerpo. Y definitivamente no van a buscar dentro del gato. E incluso si buscaran, no hallarían nada.

—¡Asesor Psicólogo, le estoy hablando! —rugió el Presidente.

—Dele un minuto, señor. Orlan pasó momentos muy difíciles hoy —me defendió Malbar.

—Por no mencionar el hecho de que es el héroe de la jornada. Se metió con gato y todo en medio de una anomalía espacio-temporal, es un verdadero milagro que esté vivo, y sólo Dios sabe lo que hubiera ocurrido si no lo hacía —opinó Korda.

Ya lo ve —dijo Damocles, mientras Ministerio se echaba de costado sobre la mesa y trataba de alcanzar con la pata uno de los cables del contenedor de cuarmita de Maqo. El del Presidente, desde luego, no estaba a mano.

—Controle ese animal, Orlan —dijo el Militar, riéndose.

—Disculpe, señor Presidente. No estaba prestando atención —me excusé.

—Ya me di cuenta, pero sus colegas tienen razón, ha sido una experiencia dura, y se ha comportado como un valiente.

Sería una pena explicarle a su jefe que si yo no me hubiera transferido a Ministerio, usted se habría convertido en gelatina, aunque Korda ya lo haya descubierto —juzgó Damocles, y añadió—: No fue valiente, fue una verdadera estupidez.

—Gracias, señor, no tuve tiempo de reflexionar, actué por instinto, realmente.

—Le preguntaba, Orlan, por el extraterrestre. Parece evidente que está muerto, pero sabemos que es muy improbable que así sea. Sabemos también que tenía especial afinidad por usted. De hecho, quiso hablarle a solas esta mañana.

Dios, ¿estaba protegiendo a un genocida? ¿O acaso habíamos sido, para Damocles (o como demonios se llamara), tan sólo un montón de bichos insignificantes que él iba a divertirse en aniquilar? ¿Cambiaba algo el que fuera así, o acaso empeoraba las cosas? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se aburriera de Ministerio y decidiera volver a las andadas para terminar sacándonos del mapa celeste? ¿Podía todavía hacerlo o Korda tenía razón y el extraterrestre estaba inevitablemente anclado a la Tierra?

—¿Orlan? —insistió el Presidente.

—¿Cuál es la pregunta, señor?

Esa fue una mala movida, supe enseguida. El Presidente me habló entonces por el privado, y mi pulso, que ya estaba acelerado, llegó a cifras que nunca habían figurado en los manuales de medicina.

Sé que está ocultando algo. Malbar sabe que está ocultando algo.

Tragué saliva. Arrinconado, pregunté:

Señor Presidente, Dlío, ¿cree usted que el extraterrestre es un genocida? Sólo necesito saber qué piensa usted al respecto.

Se hizo un silencio bastante largo. Luego dijo:

Técnicamente, lo es. Damocles —me asombró que lo llamara por su nombre, por ese nombre que le habíamos puesto— intentaba eliminar a toda la especie. En términos cósmicos, equivale a aniquilar un génos. Pero precisamente por esto es inclasificable, nuestras leyes posiblemente no aplican en su mundo. De todos modos, nunca llevó a cabo su amenaza. Si fuera a juicio, posiblemente no podríamos condenarlo por genocidio, su crimen no está tipificado. No, ni siquiera después de La Brecha, antes de que me lo pregunte. A lo sumo, podremos encontrarlo culpable de 300.000 asesinatos, o de crímenes de guerra.

Pero usted cree otra cosa, señor.

Sí, Orlan. Y la respuesta está delante de sus narices.

Pero no la veo, señor. Estoy debatiéndome entre decir la verdad o seguir ocultándola, precisamente porque no veo la respuesta.

Es simple, Orlan. Aún si encontráramos culpable al extraterrestre, ¿cómo lo castigaríamos? ¿Cómo se encierra a una entidad que sólo pertenece parcialmente a nuestro espacio-tiempo? No hay pena capital, gracias a Dios, pero suponga que la hubiera, ¿cómo lo ejecutaríamos? ¿Ahorcaríamos su función de onda?

Damocles estaba siguiendo esta charla con la misma desfachatez con que había seguido todas las otras antes. Conservaba parte de sus poderes, a pesar de las afirmaciones de Korda. Dijo:

—Su jefe es bastante inteligente, Orlan. Pero sólo considere qué le harían a este gato las personas que han perdido seres queridos durante la guerra, si se enterasen que en él reside el responsable. Considere también lo que podría ocurrir, en términos físicos, si alguien le hiciera daño a Ministerio. Por favor, no me delate.

Tiene razón, señor Presidente.

¿Y aún así duda? Le hago esta pregunta, entonces: ¿confía usted en el extraterrestre?

Sí, señor Presidente.

¿Completamente?

Dudé por un instante. Dlío agregó:

—Dígame lo que le dice su instinto, no lo razone.

Sí, señor, completamente.

Confíeme la verdad sólo a mí, entonces. Dígame lo que sabe, y quedará dentro de este frasco.

—Un buen negociador, además —opinó Damocles, mientras Ministerio, aburrido del cablecito de Maqo, se subía a mis piernas y empezaba a ronronear. ¿Controlaba el extraterrestre los movimientos del gato? ¿Era un animal afectuoso o un poco de presión psicológica de parte de Damocles? Bueno, ahí va, me dije:

Señor Presidente, Damocles no está extraviado. Se transfirió a Ministerio. Lo hizo para salvar la Tierra, para evitar que en el futuro pudiera haber otro accidente por el estilo.

Sí, ya sabía eso. Malbar descubrió lo del gato.

¿Malbar...?

—Oh, sí, pero no lo descubrió por medio de sus pantallas, Orlan. Ella sabe que usted miente. No se puede estar casado con una mujer quince años e intentar ocultarle algo. Créame.

Le creo.

No se preocupe, sólo me lo dijo a mí. Y así se queda, salvo por Korda, desde luego; el viejo ya ha estado haciendo números. En fin, va a tener que adoptar ese gato, Orlan.

Luego, sin darme tiempo de reaccionar, dijo a toda la virtualita:

—Señores, la sesión se levanta. El extraterrestre está muerto o se ha ido. Orlan no tiene tampoco noticias de él.

—¿No era que el extraterrestre no podía despegarse de nuestro marco de referencia o como se llame? —interrumpió el Programador, mirando alternativamente a Korda, a Malbar y a mí, dudando de todos.

Ay, qué tipo denso —protestó Damocles. Casi me echo a reír.

—Bueno, no en condiciones normales —respondió Korda—. Pero lo que tuvimos en el ascensor puede haberle abierto una puerta de escape. Hay demasiadas cosas que no sabemos, ya lo dije. Quizás ha quedado atrapado en ese cuerpo que ya no funciona. Quizás esté de vuelta en su casa. No hay modo de averiguarlo, ni de rastrearlo.

—Suficiente por ahora, Möt. Fue un accidente y hemos perdido de vista al extraterrestre. Si vuelve a aparecer, veremos. Por ahora hemos agotado nuestras opciones.

—Asesor Psicólogo, ¿está seguro de que no sabe nada más? —me lanzó el Programador, frente a todos.

—¡Möt, cuando el Presidente de la Tierra dice que se levanta la sesión, se levanta la sesión! —rugió furibundo el Presidente desde su frasco, descargando uno de sus legendarios puñetazos virtuales sobre la mesa intangible de la virtualita. Y se desconectó antes de que el Programador pudiera disculparse.


Unas semanas después, mientras concluía apresuradamente este relato, antes de que los detalles se esfumaran, y Ministerio, sentado en el vano de la ventana, miraba palomas y gorriones, Damocles apareció en la virtualita y me dijo:

—Pensar que iba a destruir este mundo.

—¿Qué quiere decir, Damocles? —no me había habituado todavía a tratarlo más amigablemente.

—Hubiera sido una tontería.

—Sí, claro que sí.

—Sí.

—Damocles, hay algo que le pregunté en nuestra primera entrevista, algo que no quiso responderme en esa ocasión.

El extraterrestre dentro del gato no contestó. Seguía atento a los pájaros.

—¿Me está oyendo, Damocles?

—Perfectamente. Sé a qué se refiere.

—¿Cómo se quitan la vida?

—Así, Orlan.

—¿Así? ¿Así, cómo?

—No importa, no lo entendería.


Luego nos volvimos a quedar en silencio, mientras yo trataba de entender qué me había querido decir. ¿Se quitaban la vida viajando a otros mundos y visitándolos, con la esperanza de encontrar un gato ateniense que los volviera indeterminados? ¿Qué era el extraterrestre? ¿Quién era? Korda tenía razón, estaba más allá, no sólo de nuestra comprensión, sino también de nuestra realidad. De pronto, Damocles dijo:

—Quiero viajar. ¿Me acompañará, verdad?

Sabía que no tenía muchas opciones. Un gato con pasaporte, eso sí que despertaría sospechas.

—Sí, claro —contesté.


Y así comenzó una nueva y extraña etapa de mi vida; la única etapa extraña, a decir verdad. Mis viajes con el gato Ministerio y el extraterrestre Damocles. Tengo mucho para contar sobre esto, pero supongo que será en otra ocasión.



Conocimos a Eduardo Ariel Sánchez en 1986, cuando ganó el concurso de cuentos inéditos Más Allá con "Algo más que cuatro vedas en una sola pecera" (que se publicó en Fase Uno). Luego lo perdimos de vista por un tiempo y lo reencontramos cuando su cuento "El caballo de Dios" salió en Ficciones en los 64 cuadros. Actualmente, Eduardo dirige el suplemento de tecnología del diario La Nación, firmando como Ariel Torres, y parece más dispuesto que nunca a escribir ficciones.


Axxón 170 - enero de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Contactos: Argentina: Argentino).