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LA ESCENA CONTINENTAL
(versión revisada 2007)

por Sergio Gaut vel Hartman

 

Cuando Augusto Uribe nos involucró en su proyecto de Latinoamérica Fantástica, la antología que publicó Ultramar en 1985, la Argentina vivía un momento de gran efervescencia cultural, hija del retorno a la democracia tras ocho años de "Proceso" militar. En nuestro campo, la literatura fantástica, esa ebullición había sido motorizada por El Péndulo, la revista de Marcial Souto y sostenida por Minotauro, que en esos años lanzó al mercado una colección de libros que le dio una oportunidad a aquellos que veníamos trabajando dentro del género desde hacía unos cuantos años. Al mismo tiempo, en el lapso que El Péndulo dejó de aparecer por motivos estrictamente "comerciales", Marcial Souto estuvo al frente de la segunda época de la revista Minotauro, una experiencia peculiar que, sin continuarla, recuperó algo de aquel sabor a "buena ciencia ficción" que había tenido la publicación de Francisco Porrúa en los años sesenta.

Podemos decir que ese era el panorama, por lo menos en la Argentina. Gorodischer, Shua, Gardini, Gandolfo, Levrero, Mouján Otaño, y algunos otros escritores servían de faro a los que, menos fogueados, empezaron a hacer sus primeras armas en los fanzines o venían desde fuera del campo. Los nombres que se sumaron, Ramos Signes, Gimenez, De Bella, De Giovanni, Moledo, Viti, Carletti, Carson, Alzogaray, Parini, Morales, Barbieri, Sayegh, Oviedo, Eduardo Sánchez, habitarían las páginas de la ya citada antología de Uribe y otras publicaciones. No obstante, encaramados a la euforia del momento, apenas si tuvimos en cuenta que lo de "latinoamericana" se limitaba a un brasilero y tres uruguayos, tal vez cuatro, contándolo a Jaime Poniachick como tal (no estoy seguro de qué lado del río de la Plata nació) y así y todo Latinoamérica Fantástica lucía como una antología argentina con "invitados". ¿Qué sabíamos entonces de lo que se producía más allá de las fronteras de nuestro país? Apenas nos sonaban los nombres de un puñado de autores, de la mayoría de los cuales sólo habíamos leído uno o dos cuentos. En Chile estaban Hugo Correa, a quien Nueva Dimensión le había dedicado un especial, Elena Aldunate, Antonio Montero (que firmó sus trabajos como Antoine Montagne) y Miguel Arteche, cuya novela El Cristo hueco se había publicado en España. Los uruguayos, Mario Levrero y Tarik Carson eran "de la casa", porque vivían y publicaban en la Argentina, y también de alguna manera lo eran Carlos María Federici y W. Gabriel Mainero, ya que las comunicaciones con los de la otra orilla del río de la Plata siempre fueron estrechas. El cubano Ángel Arango nos envió por entonces algunos libros propios y ajenos que se editaban en su país, y así supimos que existían Bruno Henríquez, Daína Chaviano, Félix Lizárraga, Gregorio Ortega, Eduardo Frank, y algún otro. La Primera Antología de Ciencia Ficción Latino-Americana (1970) y otra, bastante más extraña aún, con cuentos recopilados por Bernard Goorden y A.E.Van Vogt, Lo mejor de la ciencia ficción Latinoamericana (1980) habían estimulado en su momento nuestra imaginación, acercando lo que se producía en el resto de América. Pero Latinoamérica Fantástica, mayoritariamente argentina, fue un fuerte llamado de atención. ¿Dónde estaban esos "otros" que habían aparecido en aquellos libros y de los que no habíamos vuelto a tener noticias? Luis Britto García, José B. Adolph, René Rebetez, Álvaro Menén Desleal, René Avilés Fábila, Eugenio Alarco. Venezuela, Perú, México, El Salvador. ¿Debíamos suponer que sus apariciones eran producto de incursiones aisladas en el campo de la literatura fantástica? Hoy es fácil responder que sí. Eran escritores que, en la mayoría de los casos, habían desarrollado sus carreras en la corriente principal y nada tenían que ver con el género. La imposibilidad de consolidar un mercado atraía y repelía al mismo tiempo. Y el apego de los textos de esa época a los tópicos y las formas de la ciencia ficción anglosajona denotaban una cierta fragilidad temática, algún espíritu mimético y el escaso interés de los autores por comprometerse en construcciones de largo aliento o sentar las bases de una voz propia.

En ese sentido son paradigmáticas las obras de dos escritores argentinos. Eduardo Goligorsky utilizó la ciencia ficción como recurso para indagar los aspectos sociales y políticos de la realidad desde una perspectiva fantástica, y H.G.Oesterheld, en el guión de la historieta "El Eternauta", propuso una lectura ideológica de las relaciones Norte-Sur. Estos dos autores podrían marcar el punto de partida de una búsqueda de identidad que, por fuerza, obligaba a dejar de lado los estereotipos.

Sin embargo, no todos veían esa exploración como el método idóneo para recomponer una idiosincrasia quebrada. Emilio Serra, en un artículo aparecido en el boletín Gigamesh N° 4, Marzo/Abril de 1986, argumentaba que, si bien "no estoy en absoluto en contra de reivindicar los rasgos autóctonos en los que uno crea reconocerse (...) me parece absurdo y triste llegar a extremos de chauvinismo acérrimo, de nacionalismo cerril y de cerrazón a cualquier detalle innovador que pueda llegar a venir de afuera".

No niego que en una primera fase de recuperación de lo propio se hayan cometido excesos "chauvinistas". Pero eso jamás fue una norma y mucho menos un rasgo autoimpuesto. Tampoco debe leerse como que los escritores argentinos abrazamos la ficción política y una ciencia ficción de sesgo "nacional", abandonando cualquier forma que nos vinculara a lo "foráneo". Pero es posible detectar una serie de indicios que pautaban la búsqueda de una identidad. Tal vez tuvo bastante que ver que por aquellos años emergíamos de una noche muy oscura y necesitábamos exorcizar algunos demonios. La piedra de toque fue el cuento de Carlos Gardini "Primera línea", premiado en un concurso muy importante que contó a Jorge Luis Borges entre los jurados, y otros cuentos del mismo autor que aparecieron en sus dos primeros libros de relatos. La predisposición de El Péndulo para asimilar ficciones nativas, el marco teórico que ofrecían las reflexiones del profesor Pablo Capanna y las pulsiones derivadas de que habíamos sido capaces de crear una serie de medios de expresión propios, los fanzines, nos habían permitido soltar amarras y casi sin determinar el rumbo nos habían lanzado a la conquista de territorios inexplorados.

En 1985 hubo más de una validación. Por entonces la colección de libros editada por Minotauro y también dirigida por Souto nos dio la posibilidad de pasar de los cuentos en revistas y fanzines al libro propio. En rápida sucesión: Gardini, Gorodischer, Levrero, Ramos Signes, Giménez, Shua, Axpe y yo mismo. Ocho autores, diez libros. Al mismo tiempo, la Editorial Universitaria de Buenos Aires publicaba La ciencia ficción en la Argentina, Antología crítica, compilada por Marcial Souto, repitiendo a varios de esos nombres y agregando a Elvio Gandolfo y tres consagrados de la generación anterior: Alberto Vanasco, Eduardo Goligorsky y Juan Jacobo Bajarlía.

¿Qué estaba ocurriendo en ese mismo momento en otros lugares de América Latina? En un artículo denominado "Breve historia de la Ciencia-Ficción mexicana", Miguel Angel Fernández señala que los autores más prolíficos de su país entre 1950 y 1983 fueron Marcela del Río, René Avilés Fabila, René Rebetez, y Alfredo Cardona Peña y que "con novelas como Mejicanos en el espacio, de Carlos Olvera, comienzan los intentos, aún poco convincentes, por darle un cariz particular a la ciencia ficción hecha en México". Por cierto que, a los ojos de Fernández, y yo coincido absolutamente con esa apreciación, la ausencia de mexicanos en la antología de Goorden y van Vogt y en la de Augusto Uribe de 1985 remarca el más simple y elemental de los problemas: no se puede seleccionar lo que no se conoce. Eso no va en demérito del compilador; éramos islas y sólo se navega hacia aquellas sobre las cuales poseemos cartografía confiable...

No es menor el dato de que en 1979, en la primera edición de The Encyclopedia of Science Fiction, Peter Nicholls le dedica exactamente 75 palabras (Fernández las contó) a la ciencia ficción en Latinoamérica. Nosotros nos sentíamos reales, pero no era suficiente para que los demás nos percibieran...

Es por esa misma época que empiezan a aparecer algunos de los escritores más genuinos y originales de México. El Primer Concurso Nacional de Cuento de Ciencia Ficción Puebla fue ganado por "La pequeña guerra" de Mauricio-José Schwarz. Las siguientes ediciones del concurso buscaron darle una identidad propia al género en el país, eligiendo textos que al mismo tiempo fueran dignos de ser publicados por sus méritos literarios y que incorporaran aspectos singulares de la nacionalidad. Así fueron revelándose escritores como Héctor Chavarría, Federico Schaffler, Gabriel Trujillo, Gerardo Horacio Porcayo y José Luis Zárate, entre otros.

Señala Raúl Aguiar en su artículo "La ciencia ficción en Cuba" que la década de 1980 fue el período de oro del género en su país. Se reeditaron libros clásicos y aparecieron nuevos autores: Roberto Estrada, Julián Pérez, Félix Mondejar, Juan Carlos Reloba, Rodolfo Pérez Valero, Eduardo Barredo (chileno, pero radicado en Cuba desde 1974), Arnoldo Águila y en 1988 el último premio "David" que se convocó fue compartido por dos jóvenes promesas: María Felicia Vera y José Miguel Sánchez (Yoss). Este último, como veremos a continuación, ha dejado de ser una promesa para convertirse en un creador sólido y maduro, uno de los más importantes de América Latina.

Deteniéndose en este punto, sería posible pasar revista a los libros y autores que asoman a la consideración de los lectores del continente entre 1980 y 1990 como punto de partida para un posterior análisis de qué sigue y qué quedó en el camino. En Chile, por ejemplo, aparecía por entonces el último libro de Hugo Correa, El nido de las furias, pero el puñado de nombres y libros que podemos listar y que pertenecen al mismo período no se repiten en la actualidad: Carlos Sepúlveda, Bernardo Weber, Edward Grove, Juan Ricardo Muñoz. Es todo un signo.

Tal vez sea adecuado trazar líneas para unir género y lectores a partir de la capacidad de las obras publicadas para crear núcleos de interés específico. En Colombia, por ejemplo, se destaca la obra de Antonio Mora Vélez. Sus libros de cuentos Glitza (1979), El juicio de los dioses (1982) y Lorna es una mujer (1986) han sido suficientes para prestigiarlo, pero no para estimular el interés por la ciencia ficción en su país. No hubo entonces y no hay hoy una actividad que trascienda el arresto individual. En Venezuela, ante un cuadro semejante, el efecto fue, sin embargo, diferente. Ya hemos citado a Luis Britto García. Los minicuentos de Rajatabla (1970) y los relatos de La orgía imaginaria (1984) pueden considerarse como obras del género. La profesora Andrea Bell, en su artículo "El cuento breve venezolano contemporáneo", refiriéndose a este escritor, señala: "...demuestra una predilección por la creación de mundos imaginativos y por insertar elementos fantásticos e inquietantes en una realidad familiar y cómoda". Esto no significa que Britto García sea un autor "del" género, pero nunca ha rehuido estar "en" el género, frecuentarlo, aunque esta permanencia parezca limitarse a un puñado de textos. Aunque es muy difícil, a la distancia y sin más referencia que algunos cuentos dispersos, explicar las diferencias entre un núcleo de "activistas", pequeño pero resistente, y la ausencia total de actividad, voy a apelar a lo que un escritor venezolano, Jorge De Abreu, que por fortuna sigue muy activo, escribía en 1984, en un artículo titulado "Una Veta sin Explotar": "La ciencia ficción admite infinita variedad de temas, es una veta que ha sido menospreciada en nuestro entorno por ignorancia. Sólo imaginen una nueva generación de escritores que revolucionen la ciencia ficción (...) que exprese con profundidad y complejidad el mundo de ahora, de ayer y de siempre". El mismo Jorge, desde Cygnus entonces y en publicaciones electrónicas ahora, tanto como ensayista, editor y escritor de ficciones, ha trabajado para que la nueva generación de escritores exista...

Pero volvamos unos pasos atrás y cerremos la década de 1980 antes de internarnos en la de 1990 y más allá (o más acá).

En Argentina, la euforia del primer lustro dio lugar a una progresiva saturación de los actores o su alejamiento del género para internarse en otros territorios. Las revistas y fanzines como Sinergia y Nuevomundo, e incluso experimentos profesionales como mi propia revista, Parsec, desaparecieron —con la honrosa excepción de Cuasar, que sigue su andadura, más poderosa y regular que nunca— y los grupos y asociaciones de aficionados se resquebrajaron. Pero si queda claro que Angélica Gorodischer, Ana María Shua, Elvio Gandolfo y Eduardo A. Gimenez dejaron de estar presentes, no es menos cierto que un puñado de escritores, con altas y bajas, se empeñaron en dar continuidad a su propia obra. El canto del cisne del período fue el concurso que organizaron Ultramar y El Péndulo, que dio origen a Historia de la fragua, y otros inventos, una colección de relatos en la que se reunieron autores consagrados (Gorodischer, Gardini), conocidos no asiduos (Boido, Figueras, Suchowolski) y desconocidos absolutos (López Ocón, Schapira, Segovia). La señal más efectiva de lo que estaba a punto de ocurrir es, justamente, que nunca volvimos a tener noticias de los "desconocidos" y que no hubo segundo concurso. ¿Sucedía lo mismo en otros sitios?

Dice Miguel Ángel Fernández en el artículo ya citado: "Ya descubriendo su propio lenguaje, la ciencia ficción mexicana comienza a autoanalizarse y a encontrar comunes denominadores con el resto de la producción latinoamericana del género, con la que también entra en contacto". Es cierto. Y también coincido con lo que sigue: "...los autores nacionales, como muchos latinoamericanos y tercermundistas, toman la ciencia ficción como fondo para presentar historias de reacción humana ante la tecnología y lo inexplicable". México pudo asistir, a lo largo de la década, al nacimiento y desarrollo de una serie de escritores talentosos, aunque corresponde observar que en muchos de ellos las tramas que pretendían explorar las respuestas del hombre a los cambios forzados por la ciencia y la tecnología, sufrían, tal vez en exceso, la influencia del "cyberpunk" norteamericano. Puedo estar equivocado en el grado de ese ascendiente, aunque José Luis Ramírez, en un artículo llamado "El movimiento", habla del "giro dado por la ciencia ficción mexicana en los noventa". Gerardo H. Porcayo, José Luis Zárate y Federico Shaffler habrían sido los abanderados inconscientes del cambio, que se habría hecho manifiesto en 1995, cuando Juan Hernández Luna gana el premio Puebla con un cuento claramente inscripto en la tendencia, Gerardo Sifuentes y José Luis Ramírez crean un fanzine especializado en esa variante y son estos mismos escritores, a los que habría que añadir a Rodrigo Pardo, Bernardo Fernández y Pepe Rojo, quienes acapararían los premios de los años siguientes con cuentos de corte cyberpunk. Ramírez, en el artículo ya citado, justifica la tendencia diciendo que "nosotros abordamos el presente del México de los noventa —crisis económica, globalización, revolución, violencia urbana, narcotráfico, internet, apertura comercial, la estúpida creencia de que habíamos dejado el tercer mundo y estábamos a punto de pertenecer al primero— y ese presente, es el mismo que los escritores etiquetados cyberpunk en los Estados Unidos, vivieron diez años antes. A falta de una etiqueta mejor, también en México se denominó a la nueva corriente: cyberpunk". Tal vez fue esta simbiosis extravagante, que permitía reaccionar contra el "enemigo" mediante una metamorfosis que te convertía en un análogo de él, lo que permitió sobrevivir a la ciencia ficción mexicana cuando las de los demás países se debatía entre el estado de coma y la nada... Porcayo, en una cita que aparece en la antología Visiones periféricas, afirma: "El cyberpunk mexicano no parte en lo absoluto de una reivindicación del llamado imitatio, del plagio o del abordaje a movimientos prestigiosos. Es sólo otro recurso, otra manera de hacer resaltar la voz en medio del desierto de la sobreinformación, de los miles de mass media que han creado la impensada estática de realidad. Es la actitud insoslayable de respuesta ante un medio urbano que se vicia en sus propias complacencias y patologías. En su propia mierda."

No hubo un cyberpunk muy visible en la Argentina, por lo pronto, o si lo hubo fue más que nada una petición de principios que no se vio reflejada en un corpus de obras que pudieran ser clasificadas como tales; en ninguno de los otros países de América Latina adquirió el relieve y el carácter que tuvo en México.

En su artículo "La ciencia ficción en la literatura argentina: Un género en las orillas", Luis Pestarini resalta "un intento de llevar adelante una publicación con distribución comercial, Neuromante Inc., realizado por un grupo encabezado por Horacio Moreno, que permitió la aparición esporádica de algunos escritores jóvenes fuertemente influenciados por el cyberpunk". Pero el intento no prosperó o por lo menos corrió la misma suerte de otros: no logró sostenerse por sí mismo. Tal vez sea la literatura general quien aporte las señales más definidas de que, por lo menos en Argentina, el género se estaba debilitando. Marcelo Cohen, Insomnio (1985), El fin de lo mismo (1992), Inolvidables veladas (1996) y Hombres amables (1998); Carlos Chernov, Anatomía humana (1993); Eduardo Blaustein, Cruz diablo (1997); Daniel Sorín, Error de cálculo (1998); Sergio Bizzio En esa época, (2001), demuestran justamente eso: los autores del género, con la excepción de Gardini con El Libro de la Tierra Negra (1993) y Capanna con sus ensayos sobre Philip Dick, Ballard y la reedición de El sentido de la ciencia ficción, estaban en remisión. Gorodischer, Shua y Gandolfo, decididamente al margen del género.

La situación en Cuba, donde las dificultades originadas por la caída del comunismo terminarían golpeando la producción local e intensificando los efectos de una caída natural, especialmente notoria cuando se parte de una posición muy activa, el advenimiento de una forma local y tardía de cyberpunk demoraría aún varios años. Ángel Arango, que venía publicando desde 1964 (¿A dónde van los cefalomos?) y que presentó tres libros durante la década de 1980, quedará en silencio hasta 1994, cuando apareció Síder. Las jóvenes promesas, como Yoss, Timshel, (1988) o Daína Chaviano, Fábulas de una abuela extraterrestre (1988), no volverían a publicar durante la primera mitad de la década de 1990. Pero ya hablaremos de las nuevas tendencias y autores que aparecerían en la isla del Caribe al iniciarse el nuevo milenio.

Hemos adelantado que el panorama en el resto de Latinoamérica no era auspicioso. Los programas políticos de ajuste, la necesidad de sobrevivir en actividades extra-literarias, el desaliento a las actividades culturales y cierto agotamiento derivado de las frustraciones, fueron minando la voluntad de muchos creadores. España, que había sido durante el tiempo que duró la andadura de Nueva Dimensión una especie de faro en las tinieblas, no alumbraba desde 1983, y las editoriales, obedeciendo al mandato de la supervivencia no podían permitirse siquiera aventuras como la de Latinoamérica Fantástica.

En 1994, una editorial argentina, Huemul, encomendó a José María Ferrero la compilación de dos antologías: Fantasía y Ciencia Ficción, Cuentos hispanoamericanos y Fantasía y Ciencia Ficción, Cuentos argentinos. No era novedoso que una recopilación de relatos viniera acompañada por un estudio y la correspondiente bibliografía —ya lo habían hecho Souto y Uribe—, pero sí que la antología hubiera sido encargada a un profesor universitario al que no conocíamos. Era un buen signo, y dio como resultado una curiosa mezcla de escritores, entre los que predominaban nombres conocidos en otros campos, como Enrique Anderson Imbert, Luis Britto García, Cristina Peri-Rossi, Eduardo Stilman, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Marco Denevi... La pregunta, como en casos anteriores, se planteaba desde un terreno pantanoso: ¿la ciencia ficción debía configurarse a partir del buen hacer literario, recorriendo el camino que lleva de la forma a la idea o era deseable que los paridos por el género aprendieran las delicias del estilo y el trazo fino y elegante?

Pocos meses después, Ediciones Nuevo Siglo le encomendó a Pablo Capanna una antología destinada a poner las cosas en su lugar, equilibrando pasado y presente, ideas y formas. En El cuento argentino de ciencia ficción estaban Lugones, Borges, Adolfo Bioy Casares, Oesterheld, Goligorsky, Vanasco, Gorodischer, Mouján Otaño, Gandolfo, Souto, Gardini, Moledo, Segovia, Gaut vel Hartman y Carletti. ¿Todos? Seguramente no. Pero recorriendo las páginas de ese libro es posible encontrar los hilos conductores hacia el presente. A partir de allí, aunque no inmediatamente, tras ese "permiso" concedido por la coexistencia en una misma antología de los precursores, los constructores y los renovadores (aunque el término resulte presuntuoso), empezamos a transitar el presente. Más aún: el presente, con toda su carga de primicias tecnológicas, estaba a punto de lograr la síntesis perfecta. En septiembre de 1989, silenciosamente, había nacido Axxón, una revista electrónica que, en un primer momento, se distribuía en discos floppy. A lo largo de los siguientes diecisiete años que alcanzan nuestro presente, junto con la evolución intrínseca generada por Eduardo Carletti en cuanto al soporte y la forma de presentar una revista, empezó a crearse un espacio novedoso, abierto a los que no podían acceder a las publicaciones convencionales. Axxón no ha dejado de mutar durante todo este lapso y esa mutación se manifiesta en la forma, ya que desde algunos años Axxón es un site de noticias y artículos de divulgación científica y al mismo tiempo una "revista", con ficciones y secciones fijas, como en los contenidos. La apertura irrestricta a todo lo que se produjera en idioma castellano, ya fuera en España o América, fue construyendo una inclinación de los escritores a enviar su material y no fueron pocas las veces que, inaugurando una práctica que se repetiría en más de una oportunidad, la publicación electrónica precedía a la de papel. Mi propio cuento "Náufrago de sí mismo", incluido por Capanna en la antología de 1995 ya citada, pasó por Axxón antes de sentarse a la mesa con Borges y Bioy Casares en ese libro.

Pero mientras Axxón evolucionaba, ¿qué ocurría en el resto de América Latina? Puede notarse que varios países de la región no han sido nombrados en absoluto. ¿No hay ciencia ficción en Bolivia, por ejemplo? ¿Podría haberla? Trataré de responder a esto sin necesidad de recaer en una discusión bizantina acerca de qué es ciencia ficción. Pero será inevitable acotar que los límites del género se han expandido y muchos creadores han sabido plantear las reacciones, miedos y estímulos que generan los cambios en el mundo y la sociedad sin necesidad de vivir en el epicentro de esos cambios. Podrá argumentarse que no es lo mismo imaginar a un científico trabajando en un laboratorio de Pasadena que transportar la acción al Beni o Bariloche, pero no es poca la ciencia ficción que redescubre el Tercer Mundo y si Greg Eggan puede situar "Yeyuka" en Uganda, Don D'Ammassa "Agente curador" en Marruecos y Lucius Sheppard varios de sus relatos en Centroamérica —por citar sólo los que me vienen a la mente, sin buscar—, no hay razones para que un escritor ecuatoriano o salvadoreño no sitúe sus historias o refleje la problemática de su región.

En busca de ejemplos que validen esa postura, recorrí todos los panoramas producidos por estudiosos locales que pude para descubrir las luces y las sombras del género en cada uno de nuestros países. Y al hacerlo, me atrevo a unir el panorama retrospectivo con mis propias vivencias actuales, por lo que dejaré Argentina para el final y empezaré mi recorrido hacia el norte, por Chile.

Del otro lado de la cordillera de los Andes, un puñado de valientes escritores y editores tratan de mantener viva la llama de la ciencia ficción chilena. Luis Saavedra, cabeza visible de un movimiento pequeño pero entusiasta, dirigió durante varios años el fanzine Fobos, en el que tuvieron oportunidad de hacer sus primeras armas un puñado de escritores. Fobos se editó entre 1998 y 2004. Se publicaron 22 números en formato papel y 23 en formato electrónico y en un principio se distribuyó gratuitamente en Chile. En tres concursos sucesivos se premiaron relatos que pasaron a integrar Púlsares, una colección de libros. En febrero de 2003 apareció un segundo fanzine, en este caso exclusivamente electrónico, TauZero, dirigido por Rodrigo Mundaca Contreras, y un tercero, El Calabozo del Androide, dirigido por Sergio Alejandro Amira. Los nombres, tanto de editores como de escritores, se repiten en unos y otros. A los citados hay que sumar a Pablo Castro Hermosilla, Jorge Baradit, Marcelo Quinteros Muñoz... ¿Qué escriben los chilenos? Es muy difícil extender una opinión en general a partir de un puñado de cuentos y habrá que esperar a que estos autores escriban novelas. Una primera aproximación, condicional, permite descubrir que la tecnología no ocupa el centro de la escena y que el tema, cuándo no, es el hombre, sus sentimientos y temores. Sin embargo, la publicación de la novela Ygdrasil de Baradit por ediciones B de Chile y una antología llamada Años luz que compiló Marcelo Novoa, sumado al reciente premio obtenido por el mismo Baradit en el U.P.C. permiten ser optimistas y suponer que tras la consolidación vendrán nuevas aventuras.

En Perú la situación es bastante similar. Grupos de entusiastas que se reúnen, comentan sus cuentos, sostienen un par de sitios en Internet (Ciencia Ficción Perú, dirigida por Daniel Salvo y Velero 25, a cargo de Luis Antonio Bolaños) no impide que unos colaboren con otros y todos juntos apunten a crear una ciencia ficción peruana que se conozca en el mundo. La figura más visible es el ya citado Salvo, escritor de ficciones y asiduo colaborador de publicaciones fuera de su país. Pero ya despuntan varios jóvenes (y no tan jóvenes) creadores, como José de Piérola, Carlos Bancayán Llontop, Pedro Félix Novoa Castillo, Adriana Alarco de Zadra (hija del pionero de la ciencia ficción peruana, Eugenio Alarco), Paul Muro Lozada, Manuel Antonio Cuba, Yelinna Pulliti Carrasco y varios otros. La particularidad, a medida que nos adentramos en lo que fue el Imperio Inca, es que existe una genuina preocupación por el pasado y el análisis y reelaboración de los mitos autóctonos. Hemos tenido noticias, para coronar estos logros, que acaba de salir a la luz una revista en papel llamada Argonautas...

A pesar de que Bolivia parece cerrada al contacto con el mundo exterior y no se ve a sus autores alternando con otros de América Latina, hemos podido constatar una preocupación semejante a la detectada en Perú. Cito al ensayista boliviano Miguel Esquirol: "¿Cómo puede haber ciencia ficción en un país en que apenas tenemos ciencia? Pero en Bolivia todo predispone para aceptar este género literario como algo propio: la mezcla de culturas precolombinas con ordenadores de última tecnología, monolitos ancestrales y Boing 747 que llevan a bolivianos a países que si parecen futuristas, cafés Internet al lado de qhatus de papa, centros de alta tecnología ubicados en medio del altiplano. Las contradicciones que se pueden encontrar dentro de las fronteras del país nos permiten creer que cualquier cosa es posible y la ciencia ficción no es más que eso". Esquirol se queja de que a pesar de existir un caldo de cultivo apropiado, los libros que se han escrito son pocos y desconocidos. Lo curioso es que los impulsores parecen ser extranjeros. Werner Pless, un alemán, Harry Marcus, otro alemán y el caso más curioso de todos, la antropóloga inglesa Alison Spedding, radicada en Bolivia desde comienzos de los noventa, autora de la novela De cuando en cuando Saturnina, obra que fusiona elementos indigenistas y alta tecnología en el año 2086 y se sirve de la ciencia ficción para imaginar qué ocurriría si el pueblo aymará fuera la fuerza dominante en la región.

Lo precedente no implica una nula participación de bolivianos en el campo. Alvaro Montenegro, Roberto Leiton, Marcela Gutierrez y especialmente Edmundo Paz Soldán con su novela El delirio de Turing, (2003), demuestran que, si bien no existe noción y conciencia de género, las ideas del choque del universo ancestral y la modernidad están presentes. Muy recientemente, en el 2004, se publicó El Huésped, de Gary Daher. He leído la novela y no sólo me ha parecido notable el modo en que sortea el obstáculo de la credibilidad tecnológica, sino que la forma en que soslaya la necesidad de apelar a las consignas de la ciencia ficción clásica creando otras, que tal vez evocan la forma en que los Stugatski o Lem resolvían ciertas cuestiones. El Huésped no contrae deudas y se interna en los laberintos de la ficción especulativa sin pudores ni complejos. Sólo es de lamentar que la condición marginal de Bolivia impida la difusión de un libro, que sin lugar a dudas merece ser leído.

Mi esperanza es vulnerar la desconfianza que parecen tener los bolivianos hacia los demás latinoamericanos. Es extrañísimo contar con los cuentos ganadores de un concurso organizado por las Naciones Unidas en Bolivia y no poder publicarlos porque no hay modo de llegar a los autores...

Como dato curioso añadiré que existe una novela de ciencia ficción escrita por un boliviano que se ofrece en versión digital. Se trata de Latinoamérica 2025 y su autor es el cochabambino Fernando Aracena.

De cualquier modo es menos penoso afrontar la situación de Bolivia, que podría destrabarse en cualquier momento, que la de Ecuador y Colombia. En el primer caso no ha sido posible detectar escritores, ni aficionados, excepto un par de vagas referencias: en 1975 una escritora de cierto renombre en su país, Alicia Yáñez Cossío, publicó el libro El beso y otras ficciones, que contenía varios cuentos encuadrables en el género. Mucho más auspiciosa y alentadora es la referencia que lleva al joven Guillermo Andrés Romero, quien acaba de publicar su primer libro titulado Proyecto Akitania, una novela de ciencia ficción, pero aquí termina el camino y nada más he podido averiguar...

El primer libro colombiano que se reconoce deliberadamente como de ciencia ficción es La nueva prehistoria y otros cuentos, de René Rebetez. Habíamos mencionado a este escritor, nacido en 1933 y fallecido en 1999, al hacer referencia a lo publicado en México entre 1950 y 1983 y porque formó parte de los seleccionados en la Primera Antología de Ciencia Ficción Latino-Americana de 1970. Lo cierto es que mal puede llamarse "escritor colombiano" a este trotamundos irreductible, que como señaló Juan Carlos Moyano Ortiz, "viajó por territorios inesperados del mundo y del conocimiento, y fue leal con su espíritu independiente y sus proclamas de pirata y de poeta". Queda en la historia, claro, por formación y pasaporte, como colombiano, pero su influencia en la formación de una ciencia ficción nacional en su país es más bien débil. No lo es, en cambio, la de Antonio Mora Vélez. Este escritor, nacido en 1942 en Barranquilla, se ha mantenido continuamente en el género desde la publicación de su primer libro de cuentos, Glitza, en 1979, al que siguieron El juicio de los dioses en 1982 y Lorna es una mujer en 1986. Es frecuente ver a Mora Vélez aportando cuentos, ficción breve y poemas en las más diversas publicaciones, ya que por fortuna se mantiene activo. Sin embargo, la obra de Rebetez y Mora Vélez, sumadas a una serie de libros aislados que se fueron desgranando a lo largo de los años, no alcanzan para formar una ciencia ficción colombiana frondosa y próspera. Los dioses descienden al amanecer (1990), de Rafael de J. Henríquez y El cero absoluto (1995), de Jaime Restrepo Cuartas son ejemplos aislados que confirman lo dicho, habida cuenta de que para tener otro libro de ciencia ficción en las librerías habrá que esperar a que Rebetez produzca una ampliación de La nueva prehistoria y otros cuentos. El libro se llamó Ellos lo llaman amanecer y otros cuentos y contenía 10 de los anteriores y 13 nuevos. En un estudio crítico sobre la ciencia ficción colombiana, el profesor Campo Ricardo Burgos López se lamenta de que "la ciencia ficción (en Colombia) constituye un intento por llenar tres huecos que se manifiestan en nuestras letras: nuestra pobreza en el campo de la literatura de tesis o ideas; nuestra pobreza en materia épica y de aventuras; nuestra indigencia en literatura fantástica". A su vez, en una entrevista a Burgos López, Dixon Moya y Orlando Mejía Rivera, se lamentan de que Colombia "es un país que a pesar (o por esa causa) del garciamarquismo macondiano es mucho más afín al realismo que a la ciencia ficción". Por ese motivo aguardo con impaciencia tener tiempo para leer dos libros que Orlando Mejía Rivera acaba de enviarme. Se trata de El asunto García y otros cuentos (el cuento que da título al volumen puede leerse en Axxón) y Pensamientos de guerra. Quizá mis ideas acerca del espacio ficcional colombiano empiecen a cambiar...

Por lo pronto, tal vez sea válido un intento reciente de llenar esos huecos con Contemporáneos del porvenir, primera antología colombiana de ciencia ficción, una obra con selección y prólogo de Rebetez, quien desgraciadamente falleció unos días antes de la publicación del libro. Con 18 cuentos y 3 poemas, la antología trata de abarcar setenta años de ciencia ficción colombiana, desde "La tragedia del hombre que oía pensar" (1936), de María Castello hasta jóvenes promesas como Pedro Badrán, y los ya citados Orlando Mejía y Burgos López, aquí en calidad de narrador. No faltan, por supuesto, Rebetez y Mora Vélez, y otros escritores colombianos de vasta trayectoria, como Jaime Lopera, Juan Camargo Gonzalez, Julio Cesar Londono, Juan Carlos Moyano y Germán Espinosa. En una entrevista, Antonio Mora Vélez consideró que Rebetez "tomó como base de esa antología los cuentos que a él le gustaron del concurso en el que fuimos jurados y otros de amigos suyos, estos últimos con el argumento de que, por tratarse de escritores conocidos de la corriente principal, le elevarían el nivel al libro con su figuración". Más allá de esta afirmación, el libro no parece haber circulado fuera de Colombia, y a cinco años de publicado no se ha visto fuera de ese país.

Por último permítaseme señalar que hace muy poco me he enterado de la existencia de una novela de... Campo Ricardo Burgos López, a quien he citado más de una vez en este trabajo. La novela se llama José Antonio Ramírez y un zapato (2003) y gracias a ella el autor pasa a ocupar un sitial de privilegio en el escenario de la ciencia ficción colombiana. La postura de Burgos con respecto al género es por demás elocuente. "En Colombia, si usted es aficionado a la ciencia ficción o la literatura fantástica usted se siente todo el tiempo como si perteneciera a una secta satánica". Son sus palabras. Pero Mora Vélez considera que el libro no puede ser clasificado como ciencia ficción, por lo que nos hallamos de nuevo en el punto de partida.

Venezuela es otra historia. Al margen de que Luis Britto García ha permanecido más o menos fiel al género, la tarea de un grupo de entusiastas reunidos en torno a Jorge De Abreu sigue bregando para consolidar una ciencia ficción nacional. Actualmente, existe Ubik-l, un sitio virtual en el que se puede acceder a una gran cantidad de información de todos los niveles, conserva los archivos de un fanzine aparecido en marzo de 1986, que se llamó Cygnus, duró hasta octubre de 1994 y publicó cinco números. Por sus páginas desfilaron Jorge De Abreu, José Parés, Manuel McLure, Rafael Escalona, Víctor Pineda, Wilfredo Puignau y Juan Aguilar, entre otros. A finales de los años noventa, prácticamente la misma gente produjo Desde el lado obscuro y ya en el nuevo milenio, Necronomicón, una revista digital orientada hacia el cuento corto que va por su sexta entrega. La diferencia más apreciable entre Cygnus y las otras publicaciones es la apertura a colaboraciones de escritores extranjeros, españoles y argentinos en su mayoría. Pero en Venezuela, al igual que casi todos los otros países de América Latina, se echa en falta la existencia de una editorial que publique con regularidad a los nuevos escritores, ya que es evidente que con arrestos esporádicos y discontinuos no hay proceso que arranque.

Es natural, por lo tanto, que en América Central, formada por un puñado de países pequeños que, en conjunto reúnen cuarenta millones de habitantes, pero que se mantienen aislados artificialmente por intereses económicos, no se articule una política cultural y editorial unificada. Costa Rica, a todas luces el que manifiesta aspiraciones más audaces en ese plano, sostiene un nivel de publicaciones insólito, aunque puede decirse que aún no se ha producido el derrame hacia la ciencia ficción. Ha llegado a mis manos, no obstante, un libro de cuentos del género escrito por Iván Molina Jiménez, La miel de los mudos y otros cuentos ticos de ciencia ficción (2003). Vale aclarar que "tico" es el gentilicio popular con que los costarricenses se designan a sí mismos. Y también vale señalar que, para mi sorpresa, los cuentos no sólo son de un nivel más que aceptable, sino que se atreven a enfocar desde una perspectiva propia una serie de temas que otras naciones, con mayores recursos económicos y humanos, no suelen abordar.

En los demás países de la región apenas he podido detectar aficionados y escritores entusiastas, a quienes las posibilidades que brinda Internet en nuestros días los ubican en una posición algo más favorable que en el pasado. En definitiva, hoy por hoy sólo se necesita producir un texto de calidad para ser aceptado...

Nos quedan México y Cuba, antes de regresar a la cuenca del río de la Plata. Es obvio que analizar en profundidad la actividad que han desplegado estos dos países en los últimos años en el campo específico de la ciencia ficción excede largamente los límites propuestos para este artículo. Ya hemos visto, someramente, la actividad de las dos décadas pasadas. México, si bien sin una política editorial efectiva, ha asistido al crecimiento de un puñado de autores, a la mayoría de los cuales he nombrado en párrafos anteriores. Entre ellos se destacan Gerardo H. Porcayo, quien ha publicado La Primera Calle de la Soledad (1993), Ciudad espejo, ciudad niebla (1997), Las sentencias de la oscuridad (por entregas en 1997), Sombras sin tiempo (1999), Dolorosa (1999), Cuando las sirenas cantan (2003) y José Luis Zárate, con Xanto, novelucha libre (1994), La Ruta del Hielo y la Sal (1998) e Hyperia (1999), pero no se pueden pasar por alto los aportes de Gerardo Sifuentes, Bernardo Fernández, José Luis Ramírez y Pepe Rojo. Una antología del 2002, Visiones periféricas, que compiló el especialista Miguel Ángel Fernández Delgado, reúne esos nombres y algunos otros, que hemos dejado en el camino. En este libro, tal vez más que en ninguna expresión de la ciencia ficción mexicana, es posible observar la yuxtaposición de estilos y tendencias. Hay, claro, cyberpunk, la forma que los mexicanos se obstinan en cultivar, pero también enfoques de corte social, sátiras y obras encastradas en los mitos aborígenes. Esa dirección múltiple ha sido una constante y no sorprende en absoluto que autores provenientes del fantástico a secas se aproximen al género con trabajos fronterizos, en los que no resulta sencillo acertar con una clasificación. Alberto Chimal, Ricardo Bernal, Lorenzo León, Édgar Omar Avilés... Pero hay más. En 1994, Federico Schaffler había compilado una antología en tres tomos llamada Más allá de lo imaginado en la que reunió a 42 autores, muchos de ellos, diez años después, afirmados en el género, están publicando asiduamente y sirven de guía a los que los siguen. La visita a la Argentina hace muy poco de la escritora Angélica Santa Olaya me ha permitido conocer una antología que reúne trabajos producidos en los cinco años del taller de cuento de Chimal. La antología reúne veinticinco ficciones elegidas por Edgar Omar Avilés y si bien no puede decirse que se trate de un libro "del género", como el de Fernández Delgado o el de Schaffler, hay suficientes cuentos fantásticos como para que merezca ser considerado un aporte interesante.

En este intento por cobijar bajo un mismo techo lo que se escribe en un espacio vasto y complejo, salvando las diferencias pero hallando las similitudes, debo detenerme forzosamente en Cuba, un país pequeño, poblado por apenas diez millones de habitantes, que se ha embarcado en un experimento político (y en consecuencia cultural) que parece ir a contrapelo de la historia. Ya hemos dicho que a pesar de las dificultades la generación del recambio hizo su aparición al iniciarse la década de 1990. José Miguel Sánchez Gómez (Yoss), autor de Los pecios y los náufragos (1999) y Al final de la senda (2003); Vladimir Hernández, Nova de Cuarzo (1999); Daína Chaviano, Gata encerrada (1995), Casa de juegos (1996), El hombre, la hembra y el hambre (1998), premio Azorín de novela; Michel Encinosa Fú, Sol Negro (2000), Niños de neón (2002) transitan desde la ciencia ficción clásica, la alegoría, la fantasía épica y el cyberpunk. Y ya está otra en el horno: Ariel Cruz, Juan Pablo Noroña, Juan Alexander Padrón, Duchy Man, Erick Mota... Es cierto que la ciencia ficción cubana tiene ribetes especiales. Desde el hecho de que muchos de sus representantes viven en el exterior o publican con mayor facilidad en España que en Cuba, hasta el peculiar detalle de que muchas veces existen versiones "cubanas" de los cuentos que se publican en otros sitios, como he podido comprobar en la antología Polvo en el viento (1998) que compiló Bruno Henríquez para Ediciones Desde la Gente de Buenos Aires.

No obstante, la vitalidad de la ciencia ficción cubana se manifiesta en el dinamismo de sus escritores, en la amplia formación de la mayoría de ellos y en su fecundidad. Cierto es que no siempre es posible aceptar tal manifestación simplemente porque viene escrita en un artículo como éste, pero no es casual que en las premiaciones de los concurso de los últimos años algunos de los nombres arriba citados hayan aparecido con frecuencia: Yoss y Vladimir Hernández, en particular, han habitado el palmarés del premio U.P.C. y esa distinción a latinoamericanos sólo ha sido compartida por mexicanos, chilenos y argentinos, hasta donde me alcanza la memoria.

No hice mención a Puerto Rico en ninguna entrada anterior. Un caso particular, el de esta isla caribeña, culturalmente ligada a los Estados Unidos y en cierto modo, burda generalización, más inclinada a entrar al área lingüística anglosajona y borrar la letra Ñ de los teclados que a cualquier otra cosa. La ciencia ficción norteamericana, como mercado, es mucho más atractiva que cualquier cosa que podamos ofrecer en América Hispana. Y sin embargo... y sin embargo he descubierto indicios de que la marea fluye y refluye. Si una generación, subyugada por el atractivo de cobrar en dólares, abandonó el castellano, parece estar apareciendo una cierta renovación del interés por la lengua de Cervantes. Es prematuro abrir juicios en base a meros indicios. Pero muchas veces me pregunto si el gran mapa de nuestro idioma debe cerrarse en torno a Ushuaia, Mexicali, El Ferrol, Irún, Las Palmas, La Habana, Santo Domingo, Ciudad Guayana y Rivera o si puntos externos a esa cartografía, como Phoenix, Tucson, Tampa, Malabo, Manila y San Juan de Puerto Rico no deberían ser considerados internos al mismo...

Pido disculpas por la digresión geográfica.

Puesto a considerar el conjunto y las corrientes, y de regreso en mi ciudad tras tan largo viaje, me detengo un momento para hablar dos palabras de Paraguay y Uruguay, nuestros vecinos del Mercosur (el otro, Brasil, no cuenta a los efectos de este artículo, aunque espero poder meterme de lleno en su exuberante producción en el futuro próximo). En Paraguay no he podido detectar ninguna actividad reconocible como ciencia ficción. He leído algún cuento de Melissa Ballasch, que vive en Asunción y tiene sólo 19 años y tengo en carpeta trabajos de Jorge González, pero es insuficiente para abrir el boceto de un juicio.

Uruguay es otra cosa. Una larga tradición en el campo fantástico que bien puede reconocer como antecedentes válidos a Horacio Quiroga (aunque haya vivido la mayor parte de su vida en la Argentina) y Felisberto Hernández, se prolonga en la obra inclasificable de Mario Levrero (Jorge Varlotta), recientemente fallecido, Cristina Peri-Rossi, Armonía Summers y Tarik Carson. Pero la cosa no termina ahí. Hay ciencia ficción en el Uruguay como la hubo, casi como un eco leve, pero reconocible e individual, de lo que ocurría en Argentina, y casi con la misma frecuencia e irregularidad. Carlos María Federici, Félix Obes, W.Gabriel Mainero son los nombres que nos acostumbramos a ver en las revistas argentinas y españolas. Roberto Bayeto, en cambio, presente desde hace muchos años, parece estar en franco crecimiento y sus últimas obras así lo atestiguan.

¿Hay futuro independiente para la ciencia ficción uruguaya? Acaban de editarse un puñado de libros de jóvenes escritores, entre ellos Guía para un universo (2004), de Natalia Mardero, suerte de diario de viaje de una muchacha del futuro que puede desplazarse por el espacio y crea una especie de mixtura entre Hacedor de estrellas, El principito y Alicia en el país de las maravillas. Por su parte, Juan Grompone, en Rosa del tercer milenio y otros cuentos (1999), propone una excursión a través de diecisiete trabajos que, al decir de Pablo Dobrinin, el mayor estudioso uruguayo del tema en nuestros días, "Con un lenguaje preciso y muy ágil, el autor construye sólidos relatos, que en la mayoría de los casos se hallan más cercanos a la ciencia ficción dura que a la fantasía". Lo sorprendente es que ésta sea la primera noticia que tenemos del autor, que va por su sexto libro. Una vez más, como ocurriera con casi todos los países que hemos ido "visitando", el problema es más de difusión que de generación. El propio Dobrinin, como escritor de ficciones, me sorprende con cada trabajo que me acerca. Es obvio que ya le estoy abriendo un crédito como la voz más promisoria del Uruguay, en lo que a literatura fantástica se refiere. Hay trabajos de él publicados en Axxón que me eximen de abundar en detalles porque hablan por sí mismos.

Argentina. Año 2007. De Carlos Gardini se publicó Fábulas invernales en el 2005 (fue finalista del Minotauro 2003) y también han aparecido las dos novelas ganadoras del U.P.C. de este autor bajo el nombre común de El libro de las voces conteniendo "Los ojos de un Dios en celo" (1996) y la que da título al volumen, del 2001. Alejandro Alonso, tal vez la figura más promisoria del género de Argentina, publicó en España Postales desde Oniris (2004) y en nuestro país La ruta a Trascendencia, que contiene la novela corta del mismo nombre, ganadora del U.P.C. del 2002 y siete relatos. Rafael Pinedo, ganador del premio Casa de las Américas de Cuba, con su novela de ciencia ficción Plop (una novela de ciencia ficción que gana un premio mainstream importante), vio publicada una edición revisada por una editorial, Interzona, que se lanzó este año al ruedo con libros de género, su llamada "línea C", que dirige Marcelo Cohen. Lamentablemente, la prematura y sorpresiva muerte de Rafa a fines del 2006 ha dejado un hueco terrible, como escritor y como amigo...

En esta síntesis más que apretada tendremos que soslayar proyectos y propósitos, pero no se puede dejar de mencionar que tras veinte años de faneditor, Luis Pestarini se ha lanzado a la edición profesional. Es de esperarse que tras hacer base con algunas firmas anglosajonas (Egan y Budrys, tal vez Sturgeon) se anime a publicar autores hispanoamericanos. Hubo dos antologías compiladas por Gabriel Guralnik, en el 2004 Antología del cuento fantástico argentino contemporáneo, en el 2006, Buenos Aires 2033. Y en el 2005 Ediciones Desde la gente publicó Mañanas en sombras, una antología temática (distopías o antiutopias) a cargo de quien redacta estas líneas. Los nombres que habitan esas páginas son, en muchos casos, los mismos que he ido desgranando a lo largo de este artículo. Pero hay nuevos nombres, los nombres de los próximos años; nuevos nombres en Axxón, casi todos los meses. Fabio Ferreras, Ricardo Castrilli, Juan Diego Incardona, Andrés Diplotti, Hernán Domínguez Nimo, Martín Cagliani, Sebastián Barrasa, Adrián Ferrero, Víctor Coviello, Olga Appiani, Leonardo Killian, Saurio, Germán Amatto, Paula Ruggeri, Fabián Casas, Marcelo Difranco, Claudio Biondino, Ricardo Germán Giorno, Claudio Amodeo, Alejandro Ferreyra, Gustavo Fernández Riva, Néstor Darío Figueiras, Laura Ponce... que se suman a los nombres de viejos conocidos que permanecen activos: Claudia De Bella, José Altamirano, Jorge Claudio Morhain, Carlos Daniel J. Vázquez, Rogelio Ramos Signes, Luisa Axpe, Eduardo Abel Giménez —afortunadamente recuperado—, Fernando J. Cots y, a veces, Gardini, Alonso, Carletti...

¿Demasiados nombres?

Tal vez me he excedido en ese aspecto, pero no se puede hablar de qué escriben si no nombro a quienes escriben. Bien, entonces se impone la pregunta: ¿qué escriben?

En el mismo momento de formularla se nota que es una pregunta retórica y la respuesta sólo puede ser: "de todo un poco". Cambiemos el ángulo, entonces. ¿Qué se proponen, qué los motiva, qué los impulsa? Regresando sin dificultad al comienzo, podemos decir que estamos saliendo de una larga noche que contenía otras largas noches con períodos de claridad. Nunca en el pasado, más allá de arrestos individuales y tozudeces irreductibles, estuvieron dadas las condiciones para que los escritores proyectaran una obra en el tiempo, pudieran organizar sus etapas y construir los planos de una carrera. Si tales condiciones se dan, los escritores exploran y al cabo de cierto tiempo abandonan los modelos de importación y se animan a plantar sus propias marcas, condición básica para que aparezca el "estilo". Nadie puede discutir que la "ley Capanna" (los argentinos no escriben ciencia ficción desde la ciencia sino desde la ciencia ficción) ha seguido ejerciendo su influencia en el género, más por imperio de la naturaleza de las cosas y las personas que por una voluntad deliberada de los actores, pero así es. Hay poca ciencia ficción "hard", poco cyberpunk. Es bastante natural que Borges, Bioy Casares y Cortázar, aunque no sean escritores "típicos" de ciencia ficción, impregnen la prosa de los autores locales y sus temas y formas terminen abrazando un cómodo sincretismo. No deben desdeñarse, no obstante, otros evidentes imperativos: el lenguaje coloquial de Gorodischer y Gandolfo, la construcción de universos con reglas y personajes a la medida de cada ficción, como en Gardini y más recientemente en Alonso, la preocupación por desentrañar las claves de la decadencia, la inoperancia y la anomia política del país, como en casi todos, ya sea en clave metafórica, figurada o sin claves. Por cierto que parece más sencillo apuntar a la desintegración, como visualiza Pinedo en Plop, Chernov en Anatomía humana, y muchos otros, gracias a lo cual pude compilar Mañanas en sombras, pero las pesadillas apocalípticas dejan exhausto al lector, por lo que no está nada mal darle un espacio a lo lúdico (las ucronías no son otra cosa que juegos intelectuales, partidas de ajedrez reconstruidas en la historia) y a lo leve. Ocasionalmente veremos manifestaciones próximas al cyberpunk de Porcayo y Vladimir Hernández y otras veces nos sentiremos emparentados con el nuevo space opera de Yoss. Pero seguiremos siendo, por lo menos en los próximos años, la periferia, por lo que no debe sorprender que, en algún sentido, elijamos la máscara que sea, tendremos corazones y brazos de eternauta, lo que nos mantendrá más cerca de la épica de Oesterheld que de cualquier hazaña tecnológica que manotea un Hugo y huye a la carrera.

Mientras tanto... mientras tanto nos anima un fuerte espíritu de apertura. En Axxón se plasma, día a día, una voluntad de mostrar lo que se hace en todos los países e idiomas del planeta. No sólo es importante comparar, sino que cobra vida una sana competencia, un sentido de la emulación y de la autocrítica que se disparan a partir del conocimiento de formas hasta ahora ignoradas. ¿Quién iba a decir, cuando publicábamos Sinergia, que junto a un autor nacido en Palermo o Monte Grande, íbamos a tener expresiones generadas en Lituania, Senegal o India? Eso está sucediendo. La escena continental se prepara para convertirse en escena planetaria... mientras el primer libro de Axxón se está imprimiendo y su tinta fresca nos mancha los dedos.

Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 170 - enero de 2007

 
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