Desde hacia siete largos años, la orgullosa tierra de Buenos Aires conformaba una isla en sí misma. Al proclamar su secesión había dado la espalda a la organización de un Estado nacional encarada por sus hermanas, más misérrimas. En contrario de la escasez de metálico del flamante Soberano, ella prosperaba económicamente. Cimentada con solidez en los ingresos que le reportaban el puerto y sus rollizos ganados, la provincia no desdeñaba ostensiblemente la empresa común de sus consanguíneas, aunque no apresuraba los pasos para sumarse a la misma. Aquéllas, como tantas otras veces, habían rechazado su liderazgo; y la que era considerada hostil y mezquina adoptó el rol de víctima, declamando el desconocimiento por sus pares de sus soberanas prerrogativas. Por supuesto, la secesión porteña había encendido un nueva guerra civil. Tras un ignominioso sitio impuesto a la rebelde ciudad para forzarle a transigir, el epílogo de la hazaña militar había sido más ignominioso aún: el oro de los honorables sitiados había comprado al almirante (no un natural del país, sino un extranjero) de la escuadra sitiadora, y el asedio, terminado.
El casco urbano se manifestó retirado, tras la interminable sucesión chata. Su anticipación arreboló de alegría a Facundo porque ¡hacía seis meses que andaban! Una sucesión de herméticos y rectangulares recintos (así habría descrito a los vagones del ferrocarril) avanzaba sobre dos largos y metálicos brazos dispuestos en tierra, unidos por leños de madera. A animal alguno avistó arrastrando los cofres. Por el contrario, éstos parecían impulsados por otro, metálico, que iba a su frente, y que exhalaba grisáceas bocanadas de humo.
Permaneció en el vacilante carruaje durante un interminable instante; escrutó el novedoso aparato y no le apartó los ojos verdes cuando aquél abandonó el paraje, alejándose hacia el oeste. Porque la arcaica y parsimoniosa carreta, cuya marcha era profusamente anunciada por el metálico sonar de los cencerros de sus bueyes, se había encontrado con quien venía para reemplazarla en travesías tan prolongadas, y para epilogar la época de la primera.
Con esta mera exhibición de tecnología, podía entenderse el abismo que distanciaba a la próspera Buenos Aires de sus hermanas, y que regodeaba de orgullo el corazón de los habitantes de la primera, como hinchaba de recalcitrante aversión los ánimos de los pobladores de las segundas. Y tal bonanza Facundo la atestiguaría con engrosados fundamentos tan pronto como arribara a la ciudad, y tomara contacto, por vez primera, con el recién instalado alumbrado a gas; con otros cofres similares, tirados por caballos que deambulaban por las calles; con el novedoso y colosal edificio de la Aduana; y con el primigenio teatro Colón.
Resueltamente para algunos, tímidamente para otros, Buenos Aires se había desentendido de la suerte de los trece pueblos (conforme el conteo de las demás provincias) o los “trece ranchos”, según una opinión más despectiva. Las gentes del interior tronaban: “los de Buenos Aires se desentendieron de lo que ocurre por acá, en el fondo”, y los porteños más opulentos les respondían: “ustedes, los trece pueblos están llenos de envidia y prevención contra nosotros”. El encono de los aldeanos contra la provincia separada les hacía prorrumpir lapidarios juicios, que hallaban otros análogos en la satisfecha ciudad. “Algunos ranchos para comandancia, seis vaporcitos, cuatro escuelas, dos iglesias decía un diario porteño hablando de “ellos”. En cambio, nosotros tenemos nuestro muelle, nuestros ferrocarriles, nuestras aduanas, nuestros cientos de escuelas, nuestros grandes molinos, además del estado moral y de la educación del pueblo”. ¿Qué era de la anticipada bonanza de las trece provincias reunidas en la Confederación? Poco menos que nada. El desarrollo económico de ambas regiones era bien diferente: la una se enriquecía, mientras la otra se arruinaba.
Sin embargo, a pesar de la segregación, la actitud de Buenos Aires podía juzgarse como contradictoria y confusa. Y no era la primera ocasión en que esto era así. Su póstuma catalogación suscitaría ardientes discusiones entre los biógrafos. Se movía autónomamente, aunque no se declaraba un Estado independiente; juraba integrar la República Argentina, pero no respondía al gobierno nacional establecido en la ciudad de Paraná, ni al orden convenido por las restantes provincias. Aunque cierto era, escudriñando su voluntad, que el ideario final de una unión imperecedera subyacía a pesar de los actos externos en contrario.
A primera vista, Buenos Aires, a pesar de su vanidad, era una ciudad roma que repetía cierta monotonía por donde se la repasara. Dicha uniformidad era sólo interrumpida por las torres, las cúpulas y las agujas que cortaban, aquí y allá, el horizonte chato. Sus cien mil almas se apiñaban, fundamentalmente, en unas cuantas manzanas que rodeaban la Plaza Mayor (sobre la que se levantaban los edificios gubernamentales).
A poco de andar por las suburbanas y mugrientas calles, la carreta arribó a un sitio conocido como Hueco de Lorea, un enclave en medio de la edificación. La plaza era un cotidiano desorden. Otras tantas carretas y otras tantas yuntas de animales se repartían el espacio; los mugidos de fastidio de las bestias ascendían sonoramente desde todos los rincones. Con tantos animales reunidos, el oscilar de un sinnúmero de colas, tras las ancas, espantando a las molestas moscas, se tornó una imagen repetida. En derredor, las carretas, ya desprendidos los brutos, estaban inclinadas, en su mayoría, hacia delante, apoyadas sobre el pértigo.
Avistó tales cosas Facundo cuando descendió del transporte: adelante y atrás, en los flancos y en diagonal, el movimiento de bestias y de hombres era incesante. Cajones, barriles, sacos, cueros y hasta carne colgando de ganchos eran incesantemente descargados de carretones y de mulas. Los atavíos del paisanaje eran, en su mayoría, uniformes, propios de la vida rural: los hombres usaban calzoncillos anchos con flecos, tirador, chiripá de lino o algodón (según la estación podía ser de lana), sombrero embudo y facón.
Extasiado, se detuvo frente a un carnicero que despachaba su mercancía en uno de los extremos de la plaza. ¡Con qué aseo lo hacía! En el suelo había extendido un cuero: sobre él, apoyado la carne. Ahora la cortaba con un hacha. El pilluelo asomó la cara por entre el gentío cuando uno de los golpes, y su semblante recibió un líquido brillante y sanguinolento que le causó repugnancia. No más aseada era la indumentaria del vendedor: unas ropas ostentaban manchas de sangre, quizá, de varios días; otras, de lodo. Y estaba descalzo. El manjar que vendía, desde su desidioso lugar de faena, iba a parar, directamente, a la mesa de personas adineradas y de alcurnia, selectos comensales que nunca reparaban en las condiciones de higiene que habían rodeado la partición del selecto trozo de carne.
Para la hora del mediodía, todas las señoras y damas de la sociedad se hallaban congregadas en el interior de la Catedral escuchando el oficio religioso. Las cabezas cubiertas oscilaban aquí y allá; en todos los hombros había chales de hilo o de seda; las manos se movían incesantemente batiendo los abanicos; y los suelos del templo eran un alboroto de telas y de cintas, pues, como no había bancos, las mujeres escuchaban la celebración de cuclillas en el suelo, o sentadas en las lozas. El calor era sofocante: a las últimas refulgencias del verano se sumaba la irradiación de un sinnúmero de velas encendidas.
Como solían hacer cada vez que concurrían al oficio, los criados habían cargado con los almohadones y con el tapiz donde reposarían sus amas en el desnudo suelo de la Catedral, y todos se hallaban sentados sobre ellos. Mientras el siseo de las voces implorantes sobrevolaba la nave, en un rincón Hilario Funes carraspeaba y roncaba. Estaba tendido de costado contra el muro; un brazo, en arco, pasaba por encima de su hijo, que dormitaba, boquiabierto, a su lado. Y casi tocando los pies mugrientos y hasta malolientes del primero, Facundo, igual de sucio y de astroso que sus compañeros. El ardor en el interior del oratorio era intenso, aunque la nave del templo atesoraba cierta frescura. La estación invitaba para la siesta, costumbre arraigada en el país.
La luminosidad sustrajo a Funes del sueño; inmediatamente, con grasa en la piel, tuvo signos de hambre. Hilos de sudor caían de su negra y mugrienta cabellera. Despertó a su propio hijo, y luego zamarreó a Facundo para que volviera en sí. Restaba un buen trecho para andar, porque tanto la casa del pariente platudo de Borda como el rancho en que moraba su esposa se encontraban en los suburbios, en el sur. ¿Habría una mesa con puchero, locro y pastelillos en su hogar? Pues, para saberlo debía dejar pasar varias horas, pero su necesidad lo acuciaba en ese instante.
No tenía un real para comprar algo que comer; por otra parte, pronto las calles estarían vacías pues se acercaba la hora de la siesta. Además, igual necesidad apremiaba a su hijo. ¿Qué haría? ¿Pedir? Cualquiera de las damas que lo vieran entero, saludable y tendido en la entrada del templo lo entenderían un vago además de un pésimo progenitor. Por otra parte, le daba vergüenza.
Zarandeó a Facundo; al menos, después del favor de traerlo a la próspera llanura, era esperable que el niño se mostrase agradecido y accediera a su pedido, aunque éste sonara a una orden (y, en realidad, lo fuera).
Levántate dijo: tenemos hambre. Hay numerosos puestos en la Recova; pídele a los puesteros algo para comer.
El pequeño, solícito, se incorporó, y traspuso la entrada.
Afuera, el cielo era de deslumbrante azul; la plaza estaba cortada por la hilera de la Recova Vieja. Facundo se encontraba en la fracción oeste, sobre la cual se levantaba el Cabildo en corredor con otras casas de altos y la Pirámide en su centro. Del otro lado de los arcos estaba lo que iba quedando del antiguo Fuerte, sede de las autoridades. El polvo de la plaza estaba reseco; caballeros de galera, soberbios caballos, transportes lujosos, vendedores ambulantes y carretones rústicos cruzaban el hueco, el mismo donde los ingleses habían entregado sus estandartes en 1806; el mismo donde la multitud se había congregado en 1810 cuando el derrocamiento del gobierno español.
Andaba descalzo, su pelo estaba enmarañado y rígido por la mugre y el sudor, y también sucias tenía las manos y las piernecitas. Mendigó un sustento que le era debido por sus congéneres pues no es de la hermandad universal negarle el pan al que carece de él. También lo obtuvo para el adulto y su progenie.
Tras asir los alimentos, tornó a Funes y el hombre repartió lo conseguido. Exigua fue la ración que recibió, pues el chino se reservó la mayor parte para él y su propio hijo, diciéndole: “Agradece que te hayamos amparado y mantenido”. El niño dio un tímido sí. Escaso sentido tenía oponerse. La travesía expiraría con el día.