La Conquista de América dio origen a las más disímiles leyendas. El descubrimiento de un ancho y extenso territorio habitado, colmado de riquezas, alimentó el imaginario de colonizadores y expedicionarios hasta el paroxismo de aventurar la existencia de yacimientos de plata en lugares donde nunca hubo. La evocación de este metal precioso obró como inspiración, en tiempo inmemorial, para el bautizo de lugares, como Río de la Plata o Argentina, nombres que se perpetuaron en el tiempo y que los Estados adoptaron y tornaron oficiales. O el uso corriente del término “plata” para hacer alusión al dinero. Porque la fiebre por hallar los metales preciosos había sobrevolado el flamante Continente y plantado sus estandartes en la paupérrima llanura ante el Mar Dulce para extraviar a los espíritus anhelosos de fortuna pecuniaria y enceguecerlos. Vislumbraron argento donde no lo había. La frustración y el desencanto vinieron después de estas primigenias ilusiones, y la llanura que antes fuera venerada, terminó repudiada por quienes sólo habían padecido sufrimientos en ella.
Así se gestaron los mitos de el Dorado, del Amazonas, de Trapalanda y del Rey Blanco, entre otros, y hasta algunos aseguraron haber encontrado, en la inhóspita y rigurosa Patagonia, una riquísima plaza, enclavada en la Cordillera Nevada, a la vera de un amplio lago, a la que llamaron Ciudad de los Césares. La historia arrancó alrededor del año 1527 cuando Sebastián Gaboto despachó tres expediciones desde la confluencia de sendos ríos. Dos nunca regresaron, y la tercera, al mando de Francisco César, tornó después de rebullir por parajes nunca esclarecidos, y aseguró haber “visto grandes riquezas de oro y plata y piedras preciosas”. La ciudad (según los partes) estaba habitada por europeos rubios, de larga cabellera y ojos azules, que no conocían la enfermedad y sólo expiraban a una edad avanzada. Detrás del perímetro amurallado que cien vigías armados con alabardas protegían, el oro y la plata refulgían en las paredes y en las techumbres de las casas de estilo español. Porque tales metales eran tan abundantes que de esos materiales eran los arados y las ollas, los cuchillos y el pavimento, y hasta los asientos en la intimidad de los hogares.
Las voces que alimentarían la leyenda se multiplicaron. Explicaron el origen de esos habitantes arguyendo que eran huidos del antiguo y derrumbado Imperio Inca; o escapados venidos de la guerrera Araucanía, cuando el asedio a las Siete Ciudades y la destrucción de Osorno en el año de 1599 por los indios mapuches. También los explicaron como los sobrevivientes de tres infaustas excursiones encabezadas por Simón Alcazaba, por el Obispo de Plasencia, Gutiérrez Vargas de Carvajal, o por Sarmiento de Gamboa. Al parecer, los sobrevivientes se habían aventurado en Tierra Adentro y enlazado amistad con las naciones indígenas. Y hasta se hablaba y se testimoniaba de varios asentamientos, con uno y otro origen.
Los biógrafos, que la llamaron En-Lil, Lin Lin, lo de César o Los Césares, y hasta hablaron no de una ciudad sino de tres, la localizaron en puntos disímiles. Porque aunque la expedición del tal César había ocurrido en una franja que iba desde la llanura oriental hasta el centro, el eje de la leyenda se trasladó hacia el sur, al territorio que recibía el nombre de Patagonia. Poco probable era que el capitán, en una travesía que para la ida y el regreso había insumido sólo cuatro meses, hubiese alcanzado esa región. Sin embargo, pocas mentes parecieron detenerse en esta imposibilidad ostensible.
Para algunos la plaza se situaba en las montañas, alrededor de la latitud 45°; otros la entronizaban entre el lago Nahuel Huapi y el lago Viedma; en una isla, en el lago Puyequé, junto al volcán Osorno; hubo quienes la ubicaron en el Atlántico, a sesenta o setenta leguas de Buenos Aires, y hasta en el norte árido en las proximidades de la quebrada de Humahuaca o de la puna de Atacama[6]. La impostura embelesó la mente de los aventureros, y arrojó expedición tras expedición de eruditos, capitanes y frailes, durante tres siglos, ya en la alta Tierra del Norte (Pikun Mapu[7]), morada de los atacamas y de los omaguacas, ya en las inconmensurables Tierras del Sur (Willi Mapu), reino de los tehuelches, o en los dominios de los pehuenches lindantes las Altas Colinas.
En definitiva, la Tierra del Este o Puel Mapu[8], cuando aún la habitaba el indio y el español la conquistaba y la fraccionaba, fue recorrida en todo su largo y su ancho por columnas de exploradores que buscaron la fantástica Ciudad. Y aunque puede pensarse que la fábula sólo sojuzgó a los viajeros de segunda o tercera línea, por el contrario encantó la mente de los capitanes más célebres. Tampoco se ciñó la búsqueda a las tierras presumiblemente recorridas por el tal César (una franja que iba del río Paraná a Córdoba) sino que la coherencia fue desalojada de las mentes y no quedó lugar sin rastrillar. Extrañamente, todos los indios, del norte y del sur, del este y del oeste, siempre informaron a los visitantes que “la ciudad está por aquí”, o “está andando un poco más”, es decir, en todos lados, y en ninguno. Ora para extraviarlos en el interior de un mundo que desconocían, ora para perderlos en el océano de la codicia, los naturales de todos los sitios confundieron a los españoles y esparcieron voces contradictorias.
Algo era cierto: sólo era posible alcanzar el alcázar después de trasponer un territorio sin comunicaciones, rebosante de tribus bárbaras, realidad que explicaba por qué sus habitantes se habían preservado aislados. No obstante, esa reclusión también era explicada como voluntaria pues la vida en los Césares era tan agradable que nadie quería abandonar la plaza. Incluso, creyeron a la ciudad con una pequeña monarquía, leyes civiles y regímenes municipales.
La primera expedición, la de Francisco César (que dio origen a la entelequia), desprendimiento del viaje de Sebastián Gaboto, en realidad iba detrás de la leyenda del Rey Blanco. Presumiblemente César habría traspuesto las sierras de Córdoba, encontrado indios hospitalarios (tal vez, diaguitas) y recogido muestras de plata labrada provenientes de un imperio situado en el norte, donde moraba un Rey cuyos vestidos eran de argento y de oro. Tras reportar a su jefe Gaboto sobre el hallazgo, éste buscó las tierras del monarca durante un tiempo más, pero la hostilidad de los indios y la pérdida de hombres lo devolvieron a España. La empresa lo había arruinado: debió pagar indemnizaciones a todos los que le habían prestado el dinero para el viaje y perder sus títulos. Seis años más tarde, en 1536, otro adelantado, Pedro de Mendoza, primer fundador de Buenos Aires, influenciado por el alguacil mayor, Juan de Ayolas, encontró a un sobreviviente de la expedición de Gaboto y ex compañero de César, Jerónimo Romero, que vagaba perdido por el territorio y relataba sobre el imperio del Rey Blanco. Mendoza, con su salud debilitada, despachó a Ayolas y a Domingo Martínez de Irala para que subieran por el río Paraná mientras él se replegaba hasta Buenos Aires. En curso la expedición de Ayolas, Mendoza fue anoticiado de que su enviado seguía la ruta equivocada y que si se internaba a pie en el Chaco iba a ser aniquilado por los indios payaguás. Envió al capitán Juan de Salazar para que alcanzase a Ayolas y lo hiciera regresar. Pero cuando aquel llegó a una fortificación que Ayolas había levantado, en la que Irala aguardaba su regreso, el remitido conoció que el primero había salido precisamente para el Chaco que debía evitar.
Ayolas debía retornar en cuatro meses, pero el plazo pasó holgadamente. Irala lo esperó casi un año hasta que marchó a Asunción, poblado que había fundado Salazar. No obstante, el demorado retornó y halló instrucciones de su teniente mediante las cuales lo guiaba hasta esa ciudad del Paraguay. Pero en el viaje fue asesinado junto con otros por los payaguás, presuntamente instigados por Romero.
En 1543 el gobernador del Perú, creyendo que la Ciudad de los Césares se encontraba en el camino desde el alto Chile al Río de la Plata, despachó al capitán Diego de Rojas para encontrarla. Rojas escudriñó cada lugar que pisó: partió de Cuzco, cruzó Bolivia, alcanzó Tucumán y pasó a Santiago del Estero, pero allí murió por la infección con una flecha envenenada. Su sucesor, Francisco de Mendoza, bajó hasta Córdoba rastreando los pasos de Francisco César y alcanzó el río Paraná; luego giró hacia el oeste para tornar a las sierras cordobesas, donde fue asesinado. Varios años después, en 1581, Juan de Garay, un ex miembro de la expedición de Rojas, y que había fundado por segunda vez Buenos Aires el año anterior, siguió un indicio de que la plaza estaba a la vera del mar, en la llanura que dominaba la ciudad que había edificado. Con treinta hombres recorrió sesenta o setenta leguas españolas[9], y aunque los indios le aseguraron que poco faltaba para la ciudad, Garay no terminó su misión: las recurrentes desobediencias de Santa Fe y de Asunción reclamaban su presencia. Volvió la espalda al páramo para tornar cuando tuviese ocasión. No regresaría (moriría dos años después), pero el viaje había dejado huella en un mocete integrante de la excursión, Hernando Arias de Saavedra, o Hernandarias. Veintitrés años después, devenido en gobernador de la ciudad fundada por Garay, este conquistador buscó la ciudad en el sudoeste donde los nativos le aseguraron que estaba. “El año que viene escribió en 1603 al rey Felipe III con el Divino favor... procuraré el descubrimiento y dominio de los Césares, que como Vuestra Alteza habrá entendido, es la noticia de más nombre y la cosa más importante de cuantas hay al presente en estos reinos, y de donde se tienen grandes esperanzas”. Pero aunque su expedición fue la más prolija no dio con la ciudad.
Les tocó el turno a los frailes. Estos no dieron con la plaza y algunos perecieron violentamente buscándola.
Tantos expedicionarios abonaron con su vida el tributo de escrutar las tierras vírgenes buscando la Dorada Ciudad. Mas, nunca fue hallada. Y tras varios fallidos intentos, el sueño se extinguió en 1794, año de la última campaña, aunque no su remembranza, que se prolongó durante las décadas posteriores.
A criterio, por tanto, de Gabriel Casavalle, el móvil de la campaña que integraba era anacrónico. Asiduamente descubría a Haliford encaramado en la cubierta, revisando antiguos documentos y analizando atestaciones de indios ímprobos y de españoles eruditos recogidas durante los años 1700. El marino tenía la ínclita convicción de que era dable que los evadidos de Chile (cuando un ataque de los mapuches a siete poblaciones) o que los sobrevivientes de expediciones naufragadas en el Estrecho de Magallanes, se hubieren establecido a lo largo de la Cordillera Nevada, en diferentes sitios. Abonaba este ideario el hecho de que versare sobre un territorio escasamente conocido, habitado por bárbaros que habrían tornado imposible tanto entrar como salir de los reductos.
El bergantín Famaillá era una embarcación ligera de treinta metros de eslora y tres mástiles. Los antecedentes que se tenían de su capitán, Fausto Haliford, eran los de un aventurero: en 1840 cruzó el río de la Plata incontable veces trasladando exiliados unitarios a Montevideo; en 1845, sirviendo para la dictadura de Rosas, burló el bloqueo anglo-francés; luego viajó a California, en 1848, cuando la búsqueda del oro y de allí (de donde salió con las manos vacías) pasó para América Central; volvió a Buenos Aires para servir a la causa porteña tras su secesión de la Confederación Argentina y eludir un nuevo sitio. Y la historia estaba sazonada con efemérides en las que había omisión de pormenores: riñas en pulperías con matones pendencieros y envalentonados, algún homicidio y la inquina de un juez de paz de la campaña.
Ahora emprendía una nueva aventura hacia vastos inhóspitos, ubicados casi en las antípodas del mundo, los que pasaban gran parte del año cubiertos de nieve. Los hombres civilizados se interrogaban sobre las tierras que se extendían al sur de su hogar, un vasto de más de un millón de kilómetros cuadrados, que duplicaba el espacio que efectivamente ocupaban. Y de este universo, particular interés les despertaba una ancha franja encajonada entre los océanos a la que llamaban Patagonia, habitada por tribus bárbaras cuando no nómades, con credos, dialectos y costumbres arcaicos. Tan inconmensurable era la región que después de trescientos cincuenta años de exploraciones y de visitas se conocían muchas cosas pero el caudal de lo que se ignoraba era muy superior. La costa había arrojado más información que el interior, y hasta posibilitado algunos asentamientos humanos. Restaba multiplicar las empresas de adentrarse en el vasto y recorrer hasta donde el macizo de los Andes cortase el paso. Tales afanes requerían hombres poco menos que titánicos con resistencia de la soledad, las inclemencias del clima, la poquedad de alimentos y el desaliento. Esto era, un temple de acero que Fausto Haliford (según su historial) parecía personificar.
Corría la voz de que el capitán Haliford era uno de los mejores pilotos del país. Para sacar los frutos de la provincia hegemónica y morigerar los efectos de ruina en su economía cuando los bloqueos, se había movido con velocidad y destreza en el río de la Plata, gracias a los conocimientos que tenía de la costa. Tales escurridizas actividades (ligadas con su excluyente habilidad, pues no había otro que se comparara) le habían reportado una posición negociadora preeminente y, por consiguiente, un abultado dinero. Esto le posibilitó el metálico para comprar el Famaillá y resto para cimentar una fortuna personal.
Sin embargo, a pesar de sus remunerados servicios, no comulgaba con credo político alguno. Tanto habría colaborado con Buenos Aires como con la Confederación, de ésta habérselo requerido; tanto ayudó a los unitarios en los tiempos de las persecuciones como a los federales rosistas en los días del asedio de las potencias extranjeras. Pero tenía aspecto de adherir al localismo porteño (por ello, se manifestaba a favor de la segregación), sin tomarse la molestia de ocultarlo.
En su haber faltaba el hallazgo de una ciudad oculta, de un tesoro perdido o de una veta riquísima. Lo había intentado, pues tras el oro había corrido cuando su estadía en California. Paraba pendiente de noticias o rumores, aunque fueran descabellados, sobre hallazgos de metales preciosos en tal o cual lugar, aunque se tratare de un sitio cuyo nombre, por su difícil pronunciación, ya anticipaba su distante ubicación en el globo. Entonces, tomaba las cartas y calculaba cuanto le costaría (en tiempo y dinero) viajar hasta el punto, aunque para llegar a él tuviere que circunvalar el mundo. Fue en esos años de expectativa que conoció sobre la leyenda de la Ciudad de los Césares, la cual los biógrafos la situaban en alguna parte de la autóctona Patagonia. Si arrastrado por el deseo de hallar vetas de oro, había volado hasta sitios tan distantes como Estados Unidos o Haití, ¿cómo no iba intentarlo en la lindante franja austral?
Para conocer sobre el mito se hizo de un bagaje literario copioso: la ficción homónima de 1764 de James Burgh, la antiquísima crónica de Ruy Díaz de Guzmán, Descripción de la Patagonia, de William Faulkner, el compendio de Pedro de Angelis de 1836, y otros relatos. Antes bien lo que abonó su mente y lo determinó para aprestar la expedición fue un libro atribuido a Miguel Zaldívar, de finales del siglo XVII, que llegó a sus manos tras un azaroso periplo.
Cuenta la historia que dos barcos provenientes de España, cargados con anticuados libros escritos por desconocidas plumas, arribaron a las orillas del Río de la Plata hacia principios del siglo XVIII. La edificación de la flamante ciudad que se levantaba en su ribera, y que recibía el nombre de Buenos Aires, era tan pobre que los libros permanecieron durante años en la bodega de las naves. Presuntuoso sería calificar de “ciudad” a aquella aldea paupérrima ubicada en los confines de las colonias y que en modo alguno poseía el brillo y el esplendor de sus hermanas del norte. En modo alguno los aventureros encontraron oro en aquella desolación y bien pronto la idea de perdurar en el territorio se asimiló a una desgracia personal a modo de un Prometeo moderno encadenado.
De resultas, al cabo de unos años, sólo una nave restaba, olvidada y abandonada por la compañía propietaria. En ella se había acumulado el cargamento de la restante. La compañía perdió todo interés en la expedición, en el navío que había quedado encallado en la costa y hasta en su carga. Los vientos, a veces impetuosos, a veces brisas, agitaron el barco enclavado en la arena hasta ladearlo.
En 1786 un español culto e ilustrado, Pedro Pereira, penetró en el antiguo navío y descubrió el contenido de sus bodegas. Temeroso de que el destinatario del envío lo reclamara, no comunicó su hallazgo a nadie, vació el barco por las noches mediante el uso de un desvencijado carruaje, y trasladó los volúmenes a su casa, a escasos metros del edificio del Cabildo, en pleno orbe. Días, semanas, y quizá meses invirtió Pereira en esta tarea, propia de las hormigas: su transporte osciló tambaleante bajo la arcada principal de la Recova y cruzó la Plaza Mayor, a veces polvorienta, a veces encharcada. Las torres y las cúpulas de los templos, los únicos que rompían con la uniformidad chata de la arquitectura dominante, fueron silenciosos testigos de aquella perseverante y paciente labor.
Los volúmenes, en la morada de Pereira, se elevaron, altos e inaccesibles; encumbradas torres se irguieron y oscilaron peligrosamente en la oscuridad, y los códices fueron acomodados en polvorientos estantes. Dícese que colocó libros y papiros debajo de la cama, en los armarios y en todo hueco libre que encontró; y que permaneció largos años sentado a una mesa rústica, a la luz de una candela, analizando y leyendo cada uno de los textos, hasta que los cabellos negros se tornaron plateados y luego la calvicie desalojó a las hebras. No se inmutó apenas se difundió la noticia de que un ejército inglés se había apoderado de la ciudad, ni se inquietó cuando el hecho se repitió por segunda vez, en el año siguiente.
De qué trataban los libros, nadie lo supo con precisión aunque todos los que conocieron a Pereira fueron contestes en decir que el hombre nunca fue el mismo después del hallazgo.
Hubo, al tiempo, en Buenos Aires una revolución que desalojó a los padres españoles y entregó los destinos del territorio a sus hijos. No era la primera revolución en el mundo; tampoco sería la última. Pero inevitablemente sobrevino la guerra. El resentimiento hacia el español afloró en los corazones de los miembros de la prole, y Pedro Pereira resolvió tornar a España hasta que los ánimos revoltosos se apaciguaran. Pero no retornó jamás de su viaje.
Dejó en la huérfana casa aquel bagaje codiciado. Éste permaneció inmóvil como a la espera del amo que se dirige a otras tierras tras haber perjurado que regresará. El regreso nunca ocurrió porque había emprendido también el inexorable viaje hacia la eternidad. Los volúmenes tornaron a ver la luz en el instante en que un sobrino de su otrora dueño, Jorge Portogalo, que recibió la casa en herencia, penetró en el cuarto donde se apiñaban las obras. Ilustrado como era, tomó uno por uno los escritos, y se extravió entre sus hojas: resignó sueño y alimentos para invertir todo el tiempo posible en el conocimiento de aquellos textos antiquísimos. Maravilló a sus invitados exhibiéndoles libros con caracteres desconocidos, y hasta despertó desconfianzas en muchos de ellos, quienes pensaron que se trataba de un fraude. Todo se estrelló en 1842, cuando el gobernador de la provincia de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas, en guerra permanente con los elementos unitarios, confiscó la propiedad y condenó a su dueño tanto a resignarse a su perdida, como a marcharse del territorio para evitar la prisión.
Los volúmenes fueron extraídos de la morada, previo sucinto inventario, para ser rematados en pública y disgregadora subasta. Pero un grupo de bandoleros y malandras, asaltó a los conductores y se llevó los carruajes.
Grande fue la desilusión de los reos cuando, campo adentro, al revelar el botín, hallaron sólo libros y, en modo alguno, objetos, a su criterio, de cuantía. Siguieron los desgraciados el destino de la mayoría de quienes eran perseguidos por la ley. Recorrieron la desnuda pampa hasta sus confines, donde la noción universalmente aceptada de civilización terminaba y comenzaba la tierra del salvaje-fiera. Comerciaron con los nativos y hasta vivieron en sus tolderías. Un buen día resolvieron sacar provecho de su despojo. Por baratijas, y mediante argucias y maquinaciones, lo cambiaron y, satisfechos por su maniobra, se marcharon.
No se sabe a ciencia cierta por qué los indios pampas conservaron los libros; tampoco por qué encomendaron a los hombres sabios de su pueblo su custodia, pero allí los halló el hombre blanco años después. Hacia 1852, la nación en ciernes reclamó a los nativos sus tierras; aquellos vieron desfilar ejércitos y coroneles que se presentaron a veces como embajadores oficiosos de un príncipe blanco; en otras, como legionarios remitidos por Roma. Resistieron el desalojo; corrieron hacia un combate perdido de antemano, pues por más que batieran a los hombres blancos recién arribados hasta contemplarlos inertes, detrás de éstos otros vendrían para terminar la empresa de los primeros.
Los soldados encontraron en la toldería los rollos, cuadernos y libros, y se percataron de que los indígenas los habían celosamente custodiado. Ya por la obnubilación que los despojadores iniciales habían infiltrado en ellos, ya por un sentimiento de adoración y respeto por las obras que nadie podía explicar, el bagaje se encontró allí, íntegro. Un teniente, Vicente Peñaloza, se apoderó del hallazgo como recompensa a su tarea de extender la frontera, para poder venderlo a un buen postor. Hasta que consiguiese un comprador apiñó los libros en su casa, en una sala de amplias dimensiones, como una excentricidad más, en la época de las excentricidades. A sus visitantes dijo de los textos que habían sido encontrados en excavaciones realizadas en un remoto lugar del Ática. Ninguno le creyó, ni ofertó un cobre.
Fausto Haliford tomó contacto con Peñaloza en una tertulia de Buenos Aires, y el segundo le contó sobre el botín. Viendo el interés del marino (éste siempre estaba atento a conseguir objetos anticuados para trocar por sonantes monedas) Peñaloza convino con Haliford una visita. El capitán pisó la casona, pero (no era un hombre ilustrado) no mostró afán por los libros excepto por uno, de volumen inferior y cuya tapa estaba cubierta de nácar. Su autor era Miguel Zaldívar, quien se llamaba a sí mismo (eso leyó en la primera página) expedicionario de las tierras patagónicas. No se detuvo, a priori, en si sus notas eran contestes con otras, comentadas por postreros y autorizados viajeros en el curso de esos años de ardor. El tema de la obra versaba sobre una ciudad que los hombres de la época habían llamado de los Césares, nombre que le sonó pomposo y que leyendo el libro (después de adquirirlo) logró desmenuzar. Peñaloza lo ilustró brevemente sobre el mito y Haliford entró en el terreno de arreglar el precio. Lo pagó y se marchó con el volumen.
Las siguientes noches las pasó leyendo y releyendo el trabajo, embelesado por refranes tales como “había tanta riqueza que era maravilla, de oro e plata e piedras preciosas e otras cosas”. Zaldívar, con precisión geográfica, desautorizaba a otros biógrafos y comentaristas; refutaba las críticas de que el orbe era una entelequia, y situaba la Ciudad en las cercanías del lago Viedma, detrás del cerro Chaltén. Al paraje se llegaba después de subir el río Santa Cruz y varias jornadas a lomo de mula y a pie. Extasiado, Haliford cerró el libro cuando acabó de leer la última hoja, y trazó su plan para alcanzar la Ciudad, convencido (por el estilo literario del relator) de lo verídico del cuento. Pensó que el libro, raramente ignorado por muchos, arrojaba hechos e indicios nuevos.
Pero el hecho lo enfrentó al problema del metálico para realizar la expedición. Decidió unir el afán de las autoridades por rastrear las tierras que se dilataban al sur a fin de consumar la soberanía, con su fervor personal por hallar las mentadas riquezas. Por supuesto, a todos los que se presentó convenció de la supremacía de la motivación científica, patriótica y altruista, antes que del interés pecuniario.
Se entrevistó con las autoridades de Paraná, las que se manifestaron tan pobres para costear la expedición en razón de lo vacías que estaban las arcas de la Confederación, que le negaron su apoyo. Hinchado de orgullo localista (pues una de las razones de esa escasez de dineros era la separación de Buenos Aires) recurrió a sus camaradas porteños. Optó por los que se expresaban a favor de una futura unión nacional, pues la travesía no podía entenderse sino para reportar beneficios ostensibles a la Nación íntegra, y no a una provincia en particular. Algunos corajudos lo patrocinaron (hasta un límite) y el Gobierno de Buenos Aires proveyó los fondos. Haliford puso su bergantín para la navegación por mar, se ocupó de contratar a los hombres, giró el dinero para los enseres y tuvo que aceptar como parte de la tripulación a un joven idealista, de apellido Casavalle, que el Gobierno le impuso.
Una tarde (ésta parte de la historia no la conoció Haliford), un indio oriundo de los toldos que habían sido objeto de la rapiña, se presentó en la morada de Peñaloza. Le dijo a éste que los libros pertenecían a su disgregada tribu y que unos hombres de tez nacarada que residían en las montañas del Oeste habían conocido los textos cuando su guarda en la toldería. Desde hacía años los buscaban y los reclamaban. Peñaloza meditó que la única transacción que podría concretar por los libros ya la había hecho, al venderle el vetusto trabajo a Haliford. Había intentado venderlos en bloque o por separado, sin resultado. Además, en la casa ocupaban un espacio estimable que él necesitaba. Resolvió entregar los volúmenes al indio y puso fin al asunto. En cuanto le preguntó al cobrizo que haría con los códices, el indio le dijo: “Viajarán al Oeste. Allí morarán custodiados por lo que resta de una raza de hombres de claros ropajes”.
[6] En verdad, la Ciudad del Oro fue ubicada en las regiones más disonantes una de la otra: en la Patagonia, en la llanura de Buenos Aires, en la puna y aún en Córdoba. [↑volver]
[7] El significado de “mapu” es tierra, país o lugar, y lo usaremos indistintamente a lo largo de la obra. [↑volver]
[8] Nos referimos a Argentina: esta nominación se repetirá a lo largo de toda la obra. [↑volver]
[9] Según José María Rosa (“Historia Argentina”, T. 1, Ed. Oriente S. A., Bs. As., 1974) Garay habría llegado hasta la actual Mar del Plata. [↑volver]