No volvería a haber, durante su paso terrenal, otra noche tan terrible. O, al menos, durante muchos años.
El atroz magnicidio había encendido los ánimos en el pueblo y en las provincias vecinas, las que no demoraron una reacción: dos ejércitos, el uno proveniente del norte, de La Rioja, y el otro del sur, de Mendoza, encabezados por sus gobernadores, invadieron San Juan. Pero a las semanas, el gobierno nacional impuso su autoridad: le arrebató a los caudillos la intervención, invadió la provincia con ejército propio, encarceló a los complotados e impuso el estado de sitio.
La noche de la llegada de las tropas leales, cuando éstas recorrían los alrededores de la agitada ciudad en búsqueda de ingobernables y renuentes, el desvencijado carruaje abandonó la aldea. Con su inoportuna carga de críos se encontraba cuando el miserable conductor debió apartar el transporte del camino, ante la sonora proximidad de un destacamento de soldados invasores. Y al amparo de un estrecho soto de árboles debió el evadido grupo permanecer mientras la tropa de caballería recorría el sendero, a veloz marcha, en dirección a la ciudad.
El indigno Funes había forzado a Facundo a descender de la protección del carruaje, poner pie en tierra y mantener sujetos a los bueyes, a fin de que no se espantaran ante el ruidoso paso de los combatientes. Con sus escasos diez años aferraba dos bestias que lo superaban, ampliamente, en altura y en porte (cuando el adulto podía realizar la faena sin esfuerzo). Tal visión parecía haber compadecido a los animales, que se comportaban dóciles y tranquilos, sin emitir mugidos, a pesar del estrépito y de la proximidad de las otras bestias.
La carreta era un rudimentario y vetusto transporte de pesada madera, techo levantado con apolillados cueros de vaca y únicas dos gruesas ruedas. El cobarde Funes permanecía sentado en el pescante: la espalda inclinada hacia las piernas y la cabeza oculta bajo las manos. Era indubitable que, de haber sido descubierta su presencia, habría entregado al ajeno infante y revelado sin titubeos su ascendencia antes de quedar prendido en cualquier ligazón con los complotados.
El niño viajaba en una carreta robada que Funes, desprovisto de medios para realizar tamaña travesía desde el Cuyo a Buenos Aires, había sustraído durante la noche anterior. Y en el despojo se explicaba que el transporte estuviere provisto de sólo dos bueyes, cuando para un viaje semejante era usual el empleo de hasta seis brutos. ¡Dos únicos animales para un viaje de 319 leguas! Con esa dotación, el éxodo, que ya requería de varios meses con seis reses, se prolongaría mucho más.
El acoso de las tropas en San Juan, y el temor de ser prendidos por el robo de la carreta había forzado a los viajeros a dirigirse hacia el sur. Durante varios días, el traqueteante carruaje atravesó la árida tierra mendocina, bajo un sol abrasador. La picana con que Funes azuzaba a los bueyes oscilaba en la atmósfera, sostenida por la mano trémula del hombre. Descendía de tanto en tanto.
¿Por qué Funes se había adentrado en aquella vastedad, volviendo la espalda a la lógica? Esto era algo que sólo su confundida e intranquila mente podía explicar. El miedo, el desconocimiento del terreno y un pésimo cálculo lo habían apartado del camino principal para sumergirse en la desolación que ahora recorría, en la que no encontraba nada que comer. Encaramado en el pescante, deplorando el minuto en que había accedido al ruego del niño, y hasta anhelando ahora, tras tantos días de marcha, que una tropa atravesara el territorio a fin de hacerle entrega del crío, azotaba por momentos a los bueyes. Estos avanzaban dificultosamente, jadeando y vacilando sobre los peñascos.
Su propio hijo clamaba por alimento desde el descanso: un alimento que el careciente medio no sólo le denegaba a él sino también a su hambriento padre. Éste oteaba con asiduidad en derredor, en busca de rancho, animal salvaje o chivos que satisficieran su voraz apetito. Pero nada caminaba.
Papá dijo el chicuelo: ¡estamos perdidos! Y tengo hambre.
La intempestiva conclusión escupida por el muchacho era cierta. Tras abandonar el camino principal (¡en razón del rescatado niño!) y andar largo tiempo, Funes había perdido la orientación. Hacía horas que no miraban más que incontables y desiertos acres de tierra sucediéndose en todas direcciones. Y toda certeza del padre de llegar a un punto habitado se había esfumado. ¿Por qué aquella travesía, que debía tener como loable colofón el estrecharse con su amada y entregarle su hijo, se había descarriado? ¡El huacho! Por su causa había tenido que resignar el camino y dar un rodeo por campos pelados de vías para los carruajes (y hasta para los caminantes). Por el huacho, el encuentro con su china se postergaría indefinidamente. ¿Por imperio de qué perniciosa debilidad había consentido que el huérfano lo acompañara? Pero no tornaría a imponerse a su voluntad.
¡Cállate! Más allá hay un fuerte militar ordenó Funes, iracundo: allí hallaremos cristianos y comida. Eso si no atacaron los indios: de ser así, sólo encontraremos pilares calcinados y sepulturas… Estamos cerca de la tierra de los salvajes huarpes…
Yo también necesito comer algo reclamó Facundo, con la piel tostada.
Funes se volvió, furioso, hacia la prole ajena.
¡Si halláramos alimento en esta soledad le espetó, no lo habría para ti! ¡Mucho me arrepiento de haberte aceptado, y mucho agradecería avistar una tropa, amiga o enemiga, porque a ella te encomendaría para librarme de este yugo! ¡Que tu suerte sea generosa puesto que no recibirás bocado, excepto que abunde! ¡Y resiste! No desfallezcas. Porque de descubrirte moribundo, te tiraré del carro y nos libraremos de ti.
La premonición de Funes resultó ser más que eso. Nada que se moviera había en el lugar cuando llegaron. La muerte flotaba sobre el paraje. En efecto, los indígenas habían arribado al sitio con anticipación, aprovechando la convulsión que había en la marca por los desafortunados sucesos políticos, y a cada paso había registros de su presencia: lanzas clavadas en los maderos; carros volteados; torbellinos de inextinguible humo; cuerpos yertos y fríos en derredor. Si alguna animosidad había existido en el lugar, ésta era ahora inexistente.
La carreta, vacilante, superó la calcinada entrada al fortín y penetró en el recinto. Transitó por el interior, flanqueada por ruinas humeantes y por cadáveres insepultos. La faz de todos los del carruaje se trastocó en espanto por el macabro panorama que enfrentaba a los viajeros a un nuevo peligro: la proximidad de indios. El fortín era un enclave de la civilización en el remoto límite que separaba la majestad de la primera del salvajismo. Pero los indios habían superado esa línea, demostrando que la barrera no detenía su determinación.
Huarpes dejó escapar Funes, lacónico, en alusión a la raza de los bárbaros.
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La visión del luctuoso sitio impresionó a los mocosos y ensombreció al adulto. Funes había conducido su cansado cuerpo, el de Facundo y el de su hijo hasta aquel lugar; había eludido el camino principal a fin de salvar el pellejo del despreciable chicuelo que traía en la parte trasera. Ahora, hallábase perdido y medroso en un recinto arrasado hasta los cimientos.
Vaciló por un largo espacio de tiempo respecto a lo que debía hacer. Detuvo el carro ante una construcción que, seguramente, había oficiado de comandancia, y se apeó. Facundo lo hizo detrás.
Señor interpuso el infante: si avanzáramos hacia el este, hacia el camino de San Luis, retomaríamos la carretera…
Las palabras del chiquillo, aunque razonables, despertaron en él una ira irrefrenable. Mientras hacía un gran esfuerzo para, al menos, suprimirlo mentalmente, su chillona voz le recordaba su presencia. ¡Sí: lo golpearía! Se volvió, frenético, y le pegó con la vara que le servía para azuzar las reses. El niño le dio la espalda; la rama descendió hasta tres veces sobre ella, y se quebró. Su dueño la arrojó hacia un costado. ¡Hasta aquel rudimentario instrumento parecía obrar en su contra, esto manifestado en su temprana fractura!
No adicionó palabra a la azotina; tampoco escuchó sollozos del mocoso. Éste, en verdad, no había experimentado la necesidad de llorar por el castigo. Incluso se enderezó mostrándole un gesto sereno y hasta displicente, como si la tunda no le hubiere producido dolor alguno. Entonces, resignado, el gaucho caminó hacia el carro; pesadamente, se posicionó en el asiento y giró la carreta.