La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XXV - GENEALOGÍA

La vasta y rigurosa Tierra Adentro había sido habitada en tiempo inmemorial. En ella se destacaba un trozo de esa inconmensurable región, el Mamil Mapu, o País del Monte, que se extendía en su centro, más allá de las pasturas bonaerenses, y al este de la Huincul Mapu o la Tierra de las Altas Colinas. Al sur de este polo se extendían más tierras en una ancha franja que flotaba entre las dos Aguas Grandes, u océanos; región fría y ventosa que los blancos bautizaran Patagonia, y que sus primitivos habitantes llamaban Hueont, Gueot o Gueon. Y ésta y la anterior, y los campos inmediatos al murallón de piedra, lindantes al Mamil Mapu, formaban la Puel Mapu, o “Tierra del Este”[36], nombre con que los araucanos denominaban a las tierras al saliente del cordón de montañas, hablando de puelches o “gente del este” cuando se referían a sus habitantes.

El mundo mapuche se concebía como el encuentro de las Cuatro Tierras: la Tierra del Este, la Puel Mapu, formada por las heredades próximas al saliente de la Cordillera Nevada, reino perpetuo del señorial cóndor que anidaba al filo de los riscos, y de la nieve; la Pikun Mapu, la Tierra del Norte, región árida donde escaseaba el agua y se erguían colinas erosionadas, desgaste que había relevado a los bosques de antaño; la Lafken Mapu, la Tierra del mar o de la Costa, al poniente; y la Willi Mapu, la Tierra del Sur, dominio de los williches o huiliches (gente del sur), donde el territorio se fragmentaba en archipiélagos: a ningún mortal le era conveniente internarse en ella si no encomendaba su persona a los espíritus benignos. Esta confluencia formaba la Nag Mapu, o “la tierra que andamos”, su hábitat dividido en regiones.

Para la segunda mitad del siglo XIX la Puel Mapu estaba habitada por cuatro razas principales. En el Centro vivían los pueblos más aguerridos, los pampas (según el nombre que les dio el español, un derivado del quechua que quería decir “llanura”), en constante lucha contra el hombre blanco. Aquellos eran hombres indómitos, ahora nómades, descendientes de los antiguos tehuelches septentrionales o gününa këna cuyo linaje había sido transformado por los invasores mapuches llegados del otro lado de la Cordillera de los Vientos. Era el corazón de la Tierra del Este y en él sobrevivía la inextinguible rebelión indígena contra el español y sus sucesores; en la metamorfosis que había alterado a los antiguos señores tehuelches, los araucanos habían grabado su bravura y su indocilidad en aquellos príncipes.

Los pampas eran una generalidad que estaba dividida en un enjambre de comunidades. Los ranqueles y los cohuenches habitaban el seno de la región, en el ya referido Mamil Mapu, lugar de bosques y serranías, y compartían la primacía con los muluches. Estos moraban en el sur y en el este, y tenían por jefe al Gran Cacique Calfucurá, cuyo liderazgo superaba a su pueblo para tener influencia en los otros clanes. En el oriente estaban los restos del pueblo borogano que Calfucurá había prácticamente destruido, y los sobrevivientes de los antiguos gününa këna. Ambos grupos, los primeros por el daño causado por el cacique y los segundos por la influencia de los mapuches, estaban en decadencia. Calfucurá pensaba que la supervivencia de los habitantes de Tierra Adentro dependía de la unidad de todas las tribus en torno de un líder que encarase la guerra contra el huinka, el enemigo común.

En el Oeste, las tierras linderas a la Cordillera Nevada a la altura del río Limay formaban el reino de los pehuenches, en araucano “gente de las araucarias” o “de los pinos” quienes también se afincaban del otro lado del cordón, y estaban estrechamente vinculados con los belicosos reches, o “los hombres”, ocupantes de la flamígera Araucanía.

En el Sur, después del río Negro se dilataba un territorio casi deshabitado que recorrían los gününa këna que restaban. Trasponiendo el río Chubut empezaba la tierra de los tehuelches chónik, escasos en número y que por su ubicación geográfica habían tenido poco contacto con la civilización, siquiera por la guerra. Más allá, moraban los aonikenk o tsonekas o chonkes, de gran difusión, y los selk´nam (u onas) afincados en la isla Grande de la Tierra del Fuego, y los hausch, recluidos en una porción de este atolón y que los españoles hallaron en extinción.

Ya dijimos que a las espaldas de la Tierra de Oriente se levantaba el murallón de piedra de la Cordillera de los Vientos, con sus picos inaccesibles rojizos y azulados, divisoria que determinaba el nombre de quienes vivían de un lado o del otro. Detrás se aglomeraba un gentío tumultuoso cuyo ímpetu guerrero había cruzado el macizo y se había instalado en el corazón de los hombres que habitaban en el Este. Porque trasponiendo las montañas se dilataba la guerrera Araucanía, país habitado por tribus belicosas y díscolas, donde reverberaba la aukan (rebelión) contra la invasión de los europeos. Y no existía en la América del Sur, después del incaico, pueblo más heroico y más temerario que ése. Allí sostenía una lucha de tres centurias contra el hombre blanco o huinka, una puja que había saltado a la Puel Mapu, donde refulgía sostenidamente liderada por jefes como Calfucurá y Pincén. Al final se eclipsaría, en uno y en otro lado, a manos del enemigo común. Los mapuches (o “gente de la tierra”), según se llamaban a sí mismos, o aucas (“libres”), o muluches (“gente de guerra”) eran proclives a identificar a los hermanos que se hallaban a uno y otro lado de la Cordillera Nevada como “gentes del este” o “gentes del oeste”. Lo cierto fue que la muralla natural no irrogó un obstáculo, durante milenios, para que los situados en unas y otras tierras estrecharan vínculos, o los del Oeste pasaran al Este, y viceversa.

Los orígenes y los antecedentes de las tribus que habitaban las inconmensurables tierras al este del macizo se perdían en la lejana noche de los tiempos. Sin embargo, todos tenían un antepasado común: los tehuelches. Para la fecha del encuentro de los mundos casi toda la Puel Mapu, de un extremo al otro, estaba habitada por aquellos (salvo las excepciones que constituían los yamaná y aukalaf, y los pobladores de la Tierra de las Altas Colinas, a la altura del Neuquén). El nombre (que significaba “gente bravía”, en una mezcla del idioma mapuche y el het) evocaba la resistencia que los aucas habían encontrado cuando sus incursiones a la Puel Mapu en su afán de arrebatarles tierras y mujeres a sus moradores. Estas eran las antiguas guerras ocurridas en el sur de las que hablaba Huincalef, (quien también retenía algunas palabras del antiguo dialecto het, y por ello al referirse a esa raza hablaba de tehuelhet, o “gente del sur”) cuando las diferentes tribus de la Puel Mapu opusieron su intransigencia a los invasores muluches. Incluso, otros pueblos eran desprendimientos de los tehuelches, como era el caso de los onas, en la isla de la Tierra del Fuego, o el clan de los querandíes (o “gente que come grasa”, en tupí-guaraní), en las inmediaciones de la ciudad de Buenos Aires.

En esos orígenes la extensa planicie era una profusión de dialectos: en el Mamil Mapu se hablaba el het, y sus habitantes se llamaban a sí mismos los het, que en su lengua quería decir “la gente”; el kuni era utilizado por los cazadores en el norte de las tierras del Sur, mientras que en su extremo sonaba el shon o tshon, y un derivado de éste, en la Tierra del Fuego.

En esos primeros días, toda la Puel Mapu era una tierra de caza, y todos los pueblos extraían su sustento de los abundantes grupos de guanacos, pumas y avestruces, primordialmente. En razón de esto, y de los sitios donde se los encontraba, el territorio se hallaba demarcado de manera que cada tribu señoreaba un extenso pedazo. Para su trazado se habían previsto las migraciones estacionales de las manadas, de modo que cada región incluía los sitios de origen y de destino de aquellas, y aseguraba una provisión continuada durante todo el año. A veces la Puel Mapu había presenciado luchas encarnizadas entre las tribus (las que testimoniaba el indio-blanco), cuando una se había adentrado obstinadamente en el territorio de la otra. Pero memoradas también eran las colaboraciones entre pueblos, cuando la escasez afectaba a uno de ellos: entonces, solo bastaba que el necesitado recurriere a su vecino. Ambos emprendían una cacería conjunta que les reportaba un botín que repartirse.

Y siendo la Puel Mapu tan vasta, y ubicados sus habitantes en diferentes puntos (algunos próximos a la costa, otros en el norte, otros a los pies de la Cordillera de los Vientos), cada región reportaba frutos o recursos que no era dable hallar en los otros. El intercambio posibilitó su provecho en todo el territorio, y esto vinculó e integró a los diferentes pueblos, incluso con los aucas. Un lugar, entonces, se constituyó en sitio de confluencia obligatoria (excepto mediando guerra) para ese comercio cuando la estación de la cosecha: la isla de Choele Choel.

Pero el mundo circundante al Mamil Mapu comenzó a resquebrajarse cuando el arribo, primero, de los colonizadores europeos y después de los habitantes de la Araucanía. Una de las primeras consecuencias de la llegada del español, además de la bélica, fue la introducción de un nuevo recurso alimenticio: la vaca. Prontamente los indios la incorporaron a su dieta, junto con la carne de otro desconocido animal, el caballo. Ambos también reportaron un nuevo bien de cambio. En razón de esto, principiaron a cazarlos. Las manadas originariamente liberadas no habían demorado —en estado salvaje— en formar nutridos grupos que pastaban (para el tiempo de las cacerías) descuidadamente por la pampa, por lo que esa riqueza se encontraba a campo abierto, sin dueño.

La entrada del huinka en la Puel Mapu implicó para el indio algo más que el contacto con gentes de fisonomía y atavíos diferentes, a los que primero miraron con curiosidad, luego con desconfianza y, finalmente, con ardiente hostilidad. Cuando el huinka principió su unilateral tarea de desposeerlo de tierras, comenzó el retroceso del hábitat indígena y de la Puel Mapu. Y con ese cercenamiento se iban recursos y cotos de caza, además del vital espacio. La dicotomía empeoró cuando el blanco —movido por similares motivaciones—, comenzó a disputarle el ganado cimarrón y a decretar su propiedad sobre ese recurso que había aflorado naturalmente y que nada le debía al huinka por su multiplicación.

Podría aseverarse que fue la puja por esos recursos lo que descerrajó la lucha perpetua del blanco contra el indio, pues las crecientes necesidades de crianza y pastoreo —dadas las excepcionales condiciones naturales que la llanura ofrecía para el desarrollo de una actividad ganadera extendida—, llevaron al primero a requerir cada vez más tierras, reduciendo la Puel Mapu del indio, y a los segundos a arrojarse sobre esos ganados a fin de procurarse el alimento que el recorte de tierras le denegaba. La avanzada mayor principió por el Este, donde desembarcaron los huinkas que cruzaron el Agua Grande. Sus primigenios habitantes perdieron esa porción de la llanura inmediata al mar, en la que los queleuches (o europeos) entronizaron a Buenos Aires como puerta de entrada y salida del territorio. Por ello, para referirse a ese trozo que les despojaran en los primeros días, la hermandad indígena hablaba de Hue-mu, que quería decir algo así como “dónde antes estábamos”.

En esta etapa de derramamiento del huinka recalaron en la vecina Araucanía los grandes reyes o gulmenes, eximios guerreros todos ellos, hábiles oradores, los que implantaron sus linajes y dinastías. Mas, después de cierto tiempo de beligerancia, la casta de los gülmenes del Oeste pactó con el invasor. Entonces comenzó la migración de los descontentos, quienes traspusieron la Pire Mapu (la Tierra de las Nieves o Cordillera Nevada), hacia el Mamil Mapu. Este, alejado del foco del conflicto araucano y que se mantenía libre de la presencia del blanco, se ofreció como un territorio prometedor en el que la aukan podía sobrevivir. Por otra parte su ubicación geográfica era conveniente porque estaba próximo a la llanura bonaerense, colmada de riquezas y de ganados. Así empezó la lenta invasión de la Tierra Oriental por los araucanos y la estirpe de los tehuelches inició su retroceso.

En esas circunstancias, dícese que a una irrelevante tribu de la Lelfun Mapu (Tierra de los Llanos) llegó un guerrero audaz y valeroso, cuyo verdadero nombre, en realidad, se desconocía pero al que los cohuenches llamaron Huenchuman, para referirse a él. Hubo, muchos tiempo después de su paso terrenal, acuerdo tácito en denominarlo de esta forma, pues era el primer indio, y el padre de los cohuenches postreros.

Aquel capitán se instaló en el seno de una pequeña tribu tehuelche y le enseñó la manera de resistir al huinka, convirtió a sus miembros en pastores y les enseñó la aukan. Su fama se extendió. Unió a otros toldos del Mamil Mapu. Los encabezó cuando algunas huestes de la Araucanía, enviadas por los gobernantes blancos y lideradas por caciques adictos, se adentraron armadas con macanas, con largas lanzas, arcos y flechas, y hasta protegidas por relucientes cascos y coletos, y amenazaron la región. El aspecto de sus integrantes era amenazante: petos y yelmos aportados por los españoles protegían los cuerpos; una larga tela les envolvía ambas piernas, pieza que recibía el nombre de chiripa (pantalón); rígidos ponchos tejidos por las mujeres se encaramaban en los cuerpos, y largas crenchas ceñidas con una gruesa vincha enmarcaban rostros de facciones rectangulares y duras. Memorables luchas se produjeron, y los bisoños cohuenches, apenas enlazados, hicieron que diluviaran proyectiles desde los montes hacia la planicie por donde avanzaban las filas de gentes del Gulu Mapu, o del Oeste. Los dueños del Mamil Mapu, al mando de Huenchuman, repelieron el ataque, y la hazaña les valió nuevas adhesiones y alianzas.

Mas los vencidos no cejaron, y tornaron años más tarde con un ejército más nutrido integrado por pehuenches (con sustento en rivalidades tribales), españoles y reches. Todos estos diezmaron a los guerreros cohuenches en atroz matanza, cogieron y ejecutaron al jefe extranjero, y se adentraron en las tolderías para arrebatar a las mujeres.

Pero el castigado pueblo restregó sus heridas y se alzó de la reducida cifra a la que había sido disminuida. Al tiempo los cohuenches conformaban otra vez una tribu numerosa y próspera. Sus lazos con los rangkülches (ranqueles) o “gente de los carrizos”, una tribu resultado de la araucanización de algunos tehuelches y de la sumatoria de emigrados pehuenches, se reforzaron y compartieron con ellos los destinos del Mamil Mapu, lugar de residencia común.

Pero la suerte de la vecina y revoltosa Araucanía no les iba a ser indiferente. Cuando ya los cohuenches estaban repuestos, el ñancú (aguilucho) y el mañke (cóndor) desperdigaron a todo lo largo de la Puel Mapu noticias sobre inquietantes sucesos ocurridos en el Oeste. Los huinkas guerreaban entre sí, unos por el afán de independizarse de un rey europeo al que ya no reconocían como autoridad, otros por el afán de mantener el antiguo orden. En sus enfrentamientos arrastraron a los reches. Pero algunas tribus eligieron cruzar la Cordillera Nevada e instalarse en el Este, espacio libre de tales romerías. Entonces empezó el éxodo hacia las tierras del saliente donde la aukan podría latir un tiempo más, junto a los riscos y los volcanes de la Cordillera de los Vientos. Cuando la gran invasión de los pobladores de la Araucanía a partir de 1820, las tribus que habitaban la Puel Mapu, y las que se asentaban en el sur del Neuquén, pretendieron oponer una vana resistencia a la inundación. Fue una invasión larga, sostenida, en oleajes, y para la segunda mitad del siglo XIX toda la Puel Mapu había sido araucanizada: los dialectos arcaicos, como el het, se extinguieron, o quedaron recluidos; los diferentes credos se amalgamaron en torno a uno principal. La marejada trajo a un nuevo linaje, el de los boroganos quienes se deslizaron hasta colocarse entre los ranqueles y los gününa këna. Pronto se convirtieron en enemigos de todos los restantes pueblos.

Un borogano (o boroga, o voroga), Atreuco, hostilizó a los cohuenches y luego lanzó una ofensiva sobre el Mamil Mapu. Los locales resistieron. Los torsos desnudos o recamados de pieles de guanaco o de zorrillo; los arcos y las lanzas en cuyas puntas reflectaba el sol, rematados con ostentosos penachos de plumas; cientos de guerreros a pie o a caballo, destacaron en el campo. La batalla que enfrentaría a extranjeros y nativos, principió. El paisaje se trocó en una marejada furibunda de hombres rústicos luchando encarnizadamente, que elevaba un rugido estremecedor. Cayeron los cohuenches completamente vencidos, y Atreuco devino en su gulmen e impuso su linaje: aún cuarenta años después, un descendiente de aquél, Calfumil [37] (“Azul brillante”), lideraría la tribu.

Pero disímil suerte tuvieron los borohué-ches o boroganos que se habían instalado en la baja llanura, quienes perecieron a manos de otro extranjero, también llegado de Chile, como ellos. Para el tiempo del arribo de Facundo a Relmu-leufú, las diferentes etnias de Tierra Adentro no tenían un jefe común, pero era reconocido el reinado del Gran Gülmen, Calfucurá (“Piedra Azul”), un aucache puro venido de Chile que se había instalado en una tribu boroga en rencillas con el gobernador Juan Manuel de Rosas. Desde antes de su aparición, sonaba en Tierra Adentro (y todas los clanes primitivos repetían la voz) una leyenda que auguraba que quien portara la Piedra Azul dominaría a todos. No estaba bien claro cómo el extranjero se había alzado con el control de la tribu, y las voces que corrían eran contradictorias. Al parecer, en los días en que, tras el derrocamiento del gobierno español, las marcas argentinas estaban divididas y enfrentadas, y enviaban rachas de ejércitos unas contra las otras para definir la organización del nuevo Estado, a oídos de los indios chilenos llegaron partes despachados por los ranqueles que decían: “aquí los huinkas están en guerra unos contra otros”. Lo cierto fue que Calfucurá pisó el Este, emboscó a los borohué-ches o boroganos que vivían en Masayé, mató a buen número de ellos y proclamó su reinado.

Hábil político, a continuación mandó embajadas a los ranqueles, picunches y a otros clanes para unirlos y formar un imperio; algunos, los naturales de la llanura (como Catriel, Cachul y Maciel, entonces, jefe de los cohuenches), rechazaron el ofrecimiento pero se avinieron los boroganos dispersos y las gentes “de los pinares” y “de los carrizales”. El centro de su reino lo fijó en los toldos de Salinas Grandes; el punto se volvió célebre, en sitio de afluencia constante de guerreros y de altos jefes y en enclave de la rebelión indígena en la Tierra del Oriente.

La resistencia, extensión de la que centelleaba del otro lado de la Cordillera Nevada, podía hallarse apagada en la superficie (como en los tiempos de la dictadura rosista) pero latente en las sombras. Y la llama adquirió vigor tras la caída del tirano; desguarnecida la frontera por el constante drenaje de defensores, Calfucurá encendió los recelos de los caciques, reunió a los clanes y despachó malón tras malón, todos nutridos, todos superiores en número de guerreros a los de cualquier ejército regular que la República podía oponer. Batió a las legiones que dirigieron ministros doctos y comandantes, asoló el sur de la provincia de Buenos Aires y extrajo de sus estancias abultados ganados los que remitió, racha tras racha, a Chile, hacia donde se filtraba gran parte de la riqueza ganadera nacional.

Esta era la situación en 1861.


Cuando Facundo reaccionó tras su convalecencia, no avistó un rostro indio, ni mestizo. La primera faz que descubrió fue la del hombre entrado en años, de larga cabellera blanca que llevaba sujeta con un trapo que le rodeaba la frente, piel lampiña y benignos ojos verdes. Vestía unos atuendos diferentes a los del resto, pues sus ropajes eran una maraña de telas celestes y blancas, colores estimados buenos. A veces, cuando el anciano asistía al lecho, se mostraba enfundado en un poncho. Aferraba un cayado hecho de una rama sinuosa. Ante la cama, miraba al mocoso detenidamente, pues había probado brebajes e infusiones en él.

—Ya estás repuesto —dijo Huincalef, con ojos tiernos—. Las plantas de Las Manzanas y las que hay aquí fueron efectivas.

Facundo se encontraba en un toldo, y a pesar de que exteriormente la choza daba una apariencia de mendicidad, en verdad era muy acogedora en su interior. Estaba dividida en compartimientos y pulcramente aseada. Facundo se encontraba en uno de los mismos. Conocía que, trasponiendo el parapeto que oficiaba de puerta, surgía otro ambiente más. No era la tienda del blanco, sino de una mujer de edad madura de nombre Lanquimay. Así se lo hizo conocer el personaje.

—Es una mujer entrada en años que no ha tenido hijos propios —le comentó el hombre—, pues no la ha casado hombre alguno, y por ello es mal vista en la comunidad... Pero estimo que tú podrás convertirte en la descendencia que no ha procreado naturalmente.

¿Quién era la mujer? Porque el sujeto hablaba de un ser cuyo rostro no conocía.

—Huincalef —dijo el chicuelo.

—Sí —dijo el viejo, paciente.

—Nunca me dijo el significado de su nombre.

—En mapuche significaba " blanco veloz" .

—Sus facciones no son de indio pero ellos le respetan.

—No soy indio según la naturaleza —confesó—, pero sí por opción. Conozco el idioma, así como muchos indios hablan el español aquí. Te asombraría el número de los que lo saben. Un poco fue obra mía. Llegué siendo un mozo, por elección. El nombre de mi antigua vida ya no lo uso. Mi piel es clara como la tuya pero, igual que a mí, los indios te acogieron. Ahora eres uno de ellos.

—¿Qué sitio es éste?

—Es la tierra de Relmu-leufú —dijo el viejo, cordial— que en lengua mapudungun[38] significa " río del arco iris" , en el Mamil Mapu, o “País del Monte” en español... Calfumil, el longko o jefe de la tribu sabe de tu presencia y le ha agradado. Aunque —y aquí hizo un gesto de fastidio— quizá, igual satisfacción no originó en su hijo, Cutralcum.

—¿Hay otros blancos aquí?

—Suficientes —afirmó Huincalef—. Los hay cautivos, pero también quienes arribaron por sí mismos y se quedaron.

—Pero —prosiguió el muchacho—, ¿cómo fue que usted, un hombre blanco, se convirtió en curandero?

Huincalef esbozó una leve sonrisa por la precoz curiosidad de Facundo.

—Es una larga historia —dijo—. Y también es algo que yo mismo me interrogo, pues no hallarás un europeo que practique este oficio en Salinas, en Leubucó, o en otra toldería. Incluso, tampoco encontrarás muchos hombres, porque en estos tiempos, por lo general, el título recae en mujeres. Todo se debió a que, a poco de llegado, había un indio enfermo con el que las machis tradicionales habían ensayado sus sanaciones sin éxito. En realidad, el pobrecito no estaba muy enfermo. Entonces probé en él una medicina para caballos que había traído conmigo de la ciudad. Al día siguiente el enfermo estuvo recuperado, y todos adjudicaron a dotes personales lo que yo atribuí a un remedio oportuno que me había vendido un boticario tiempo ha. Así empecé.

Se incorporó.

—Te quedarás aquí, un tiempo, hasta que sanes del todo. Después intentaremos devolverte a los tuyos. La lengua representará algún impedimento en lo inmediato. La mujer que te recibió por mi pedido, Lanquimay, te enseñará algunas cosas. El toldo es limpio, como puedes ver, a diferencia del toldo de Epumari.

El mocoso dio giros con la vista, escudriñando la precaria construcción de postes y de cueros que lo cobijaba; el indio-blanco interpretó su desazón pues el niño entendía los toldos demasiado endebles y primitivos y misérrimos. ¿Cómo alguien podía vivir, todos los días del año, y ciclo tras ciclo, debajo de unas lonas?

—No somos tan primitivos como parece —aclaró Huincalef—. Te asombraría saber que Calfumil, el cacique, lee asiduamente los diarios de Buenos Aires que le llegan, y así conoce los planes del hombre blanco, lo que piensa sobre los indios y sobre la política nacional. Y no es el único jefe que lo hace, porque algunos dicen que también los lee Calfucurá en Salinas Grandes, que escribe, cierra sus epístolas con un sello y se ha titulado “general”. Pero hay también quienes afirman que se vale de escribas. Incluso yo poseo una pequeña biblioteca que integré con libros traídos cuando mi fuga y otros que troqué por baratijas y algunas platerías que me procuré en las lagunas de Trapal y El Cuero, donde es posible conseguir objetos áureos. Los cohuenches (este es el nombre de estos nativos) muestran una creciente inclinación hacia el bienestar. Calfumil siempre repite: “Antes de la llegada del huinka[39], el indio era sumamente pobre, porque no había caballos, ni vacas, ni yeguas…” Y los caballos como las reses fueron importantes en la vida del indio, tanto que la transformó; el natural suplantó su alimento para procurarse esos animales ligados al extranjero que se esconde detrás de la línea de fortines. Hasta los terribles aucaches (según se cuenta) cruzaron la Cordillera de los Vientos para apoderarse de las tropillas que galopaban de éste lado.

Facundo le mostró una cara de asombro; no entendía (ni podía retener mentalmente) los términos que el indio-blanco pronunciaba, términos todos difíciles, entreverados para su escucha, pero a los que iba a tener que acostumbrarse.

sigue...


[36] Puede encontrársela también como “pwelmapu”, “la tierra del oriente”, siempre en referencia a la Argentina. [↑volver]

[37] El nombre está castellanizado; en mapuche, se escribiría Kallfümil. [↑volver]

[38] Mapuche. [↑volver]

[39] Es probable que se refiera al tiempo anterior a la Conquista. [↑volver]