F i c c i o n e s

EL MAYOR PODER (II)

Guillerno Rothsche

Argentina

—Tus historias apestan, anciano. Sólo has mostrado un cadí cruel y sanguinario, un guerrero atropellado y la joven enamorada muere en todos los casos. ¿Ése es tu mayor poder? ¿Ser testigo del horror y de la futilidad del esfuerzo? No vale, entonces, la pena...

El anciano sonríe con su boca desdentada, manchada de jugo de durazno. En derredor de la hoguera, los hombres de la caravana se pasan el odre de vino de palma. El viejo mira, esperando su turno, y dice:

—Lo que es, es. ¿Qué culpa tengo si los guerreros no piensan antes de actuar? ¿Acaso conoces algún cadí bondadoso? Hay tantas historias como gotas de agua en el pozo. —Y arroja al aire el carozo. Lo atrapa, y vuelve a arrojarlo, lo hace saltar en la mano, palma y dorso. Los hombres sonríen.

El hombre nota un cierto tono de desafío, algo como "si no te gusta, hazlo tú mismo".

Y comienza: —Tres, cinco, siete salpicaduras. Diez, ¿quién sabe? Cada gota un universo, ¿Cuántos universos hay? Tres corren hacia abajo, al fondo fresco y oscuro; dos quedan en una grieta, una se desliza sobre una piedra saliente y queda allí, colgando, brillando como una gema multicolor con la luz de un fino rayo de sol que se filtra. La plaza, antes animada de mercado, ahora concentra su atención en la guardia del cadí que custodia a la joven. La muchedumbre se empuja, vocifera, anticipando la deliciosa violencia impune, la violación, la sangre, el regalo del poder a la brutalidad.

»La plaza se extiende extramuros del palacio. Desde las almenas interiores, otros soldados miran el espectáculo, se gritan, ríen bromas crueles y obscenas, apuestan si llegarán a violarla o la matarán antes a golpes y tirones.

»En la plaza, la joven aterrada ni siquiera llora. Se sabe inocente. Sabe que no tiene ayuda, se encomienda al dios que todo lo sabe. No sabe que el mismo cadí mira desde la torre hacia la plaza, la muchedumbre, el círculo de lanzas que todavía la protegen mientras cae el sol. Él también la sabe inocente, pero la Corte es la Corte, el Ministro de Finanzas es importante y ella no debió contrariarlo, esposas hay muchas pero ministros hábiles pocos. Prefiere tener contento al ministro, que quizá también esté mirando.

»Deja correr su mirada por la plaza, los bancos vacíos, todos menos uno donde un hombre ensimismado parece ajeno al tumulto. La multitud, en su movimiento, hace un claro, el hombre del banco se vuelve y mira al círculo de lanzas. El cadí nota que su actitud cambia, ahora está alerta como un ave de presa, su mirada clavada en la joven.

»En un solo movimiento se levanta y desenvaina su sable, en un solo grito salta hacia el centro de la muchedumbre, la enfrenta, gira y salta con maravillosa agilidad y gracia. El cadí está pasmado. ¿Qué pretende? ¿Hacerse despedazar él también?

»El joven guerrero amenaza con el sable; no hiere a nadie, pero en su movimiento el sable toca un cinturón aquí, y la ropa de uno cae, roza un hombro y una alforja se desparrama, un hombre grita con un mechón de pelo menos en su cabeza, otro ve volar la mitad de su barba. Es una danza incansable, precisa, maravillosa, y cada uno siente que el sable le tocará a él, con maravillosa precisión, y retrocede. Todos retroceden. Mientras el sol sigue cayendo, el guerrero completa un semicírculo entre las lanzas y la multitud, ha ganado un espacio y respeto... casi. Se detiene, sable en ristre, apenas transpira, su respiración es calma, como si sólo hubiera caminado hasta allí.

»Un movimiento, vuela una piedra. La mano del guerrero, más rápida que la vista, la atrapa en el aire y la muestra. Con exclamaciones de asombro, la multitud retrocede más. Ahora sí, con respeto.

»Desde su almenar, el cadí da órdenes. Quiere a ese extraordinario joven en su guardia personal, quiere que entrene a sus tropas especiales, imagina una escuadra de guerreros bailando una danza de destrucción aterrorizando a sus enemigos, está maravillado y quiere adueñarse de toda maravilla. Un capitán corre escaleras abajo, llamando a sus hombres, ruidos de armas y pasos precipitados, alguna maldición. Hay que salir y traer a ese hombre.


Ilustración: M. C. Carper

»El guerrero se vuelve, enfrenta al capitán de la guardia, hace un saludo con su sable. Camina hacia el centro del círculo de lanzas. Dos lanzas cruzadas lo detienen: aunque las hogueras y antorchas doran la plaza, el sol aún enrojece las torres del palacio. No es hora todavía.

»Las toca apenas con la punta del sable. El capitán hace un gesto, las lanzas se separan, el guerrero camina hacia la joven; ahora sí, sólo ve sus ojos.

»Ella siente el fuego de las hogueras en su pecho y en su vientre. Sus piernas se aflojan. El guerrero, con gesto desmañado que contrasta con toda su gracia, la sostiene. Así unidos, ojos para los ojos, caminan saliendo de la plaza.

»La guardia personal del cadí corre, han salido de la torre pero aún hay que cruzar el patio de armas, se gritan órdenes para abrir las enormes puertas de madera aherrojada, se pierde el tiempo, precioso tiempo mientras el guerrero y la joven cruzan la multitud que se ha abierto a ambos lados, entre gritos de admiración y aliento, ganados por el coraje, la habilidad y —aunque no quieran reconocerlo— el amor.

»La guardia personal, por fin, alcanza la plaza, La multitud se ha cerrado, y sobre sus espaldas llueven maldiciones, porrazos de pomos de espada y puntazos de lanzas, pero es reacia a apartarse. Trabajosamente llegan a abrirse paso casi hasta la puerta de la ciudadela, por la que ven salir un caballo negro en rápido galope hacia el desierto...


Los hombres de la caravana están sonriendo, alguno exclama su aprobación. Esta historia es más a su gusto, el héroe burla al poderoso y se lleva la recompensa. El anciano parece contrariado.

—Sólo otra historia de guerreros invencibles. Bien contada —reconoce— pero poco original.

—Todas las gotas de agua se parecen —dice el que contó la historia, levantándose del círculo. A la luz de la hoguera, el sable es un brillo fugaz: sorprendido, el anciano mira las dos mitades del carozo de durazno en la palma de su mano.



Platense (de La Plata, Argentina), nacido a fines de 1948, Guillerno Rothsche se ha radicado en Uruguay, donde vive con su familia. Según él mismo dice, ha escrito toneladas de prosa en lenguajes de programación, a los que considera "lenguas no-vivas". No es esta su primera colaboración en Axxón, aunque hace mucho que no lo teníamos por aquí. Sus anteriores colaboraciones son "El diablo en la burbuja" (119) y "Quemar al demonio", seleccionado como uno de los cuentos elegidos de Axxón.


No es la primera vez que parecen cuentos relacionados entre sí por el mismo universo, pero sí que un cuento desciende tan directamente de otro. Este cuento se relaciona con "El mayor poder" de Alexis Winer (112).


Axxón 177 - septiembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Literatura Fantástica : Ciencia ficción : Mundos paralelos : Argentina : argentino).

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