Artículo Don Isaac Stanislaw Casares: Una voz lúcida en la literatura fantástica hispanoamericana - Revista Axxón #180

COMISIÓN PERMANENTE DE HOMENAJE
A DON ISAAC STANISLAW CASARES

Una voz lúcida en la literatura fantástica hispanoamericana

Retrato a vuelapluma que Fraga realizó en una conferencia que Don Isaac dio en México D.F. (1984)

Al cumplirse seis meses del aniversario de la desaparición física de Don Isaac Stanislaw Casares, Axxón ha decidido recordarlo a través de su pensamiento y la palabra viva de quienes lo han conocido. A ellos hemos acudido para cristalizar este homenaje: el ensayista y filósofo Pablo Capanna, la escritora Ana María Shua, el experto en literatura de ciencia ficción española Julián Díez, el presidente de la Fundación Ciudad de Arena Gabriel Guralnik, los editores argentinos Luis Pestarini y Eduardo Carletti, y el periodista y escritor Alejandro Alonso. Además, han decidido sumar su aporte gráfico en este homenaje los artistas Fraga (de México) y Néstor Luis Martin (de la Argentina).

Don Isaac irrumpió en el fandom argentino allá por la década de 1980, y dejó huella a través de sus obras literarias, sus reflexiones y su polémica personalidad. Es de ese tiempo que muchos de nosotros lo conocimos y aprendimos a valorarlo.

Sus orígenes son ciertamente controvertidos. De hecho, algunos que dicen haber seguido la pista de Don Isaac a través de la historia, proponen versiones alternativas: algunas pintorescas, otras muy oscuras. No creemos oportuno ni responsable dar crédito a ninguna de ellas.

La mayoría de los biógrafos (de los que han trabajado con seriedad) concuerdan en que Don Isaac había nacido en algún lugar de Europa del Este, y llegó a estas tierras junto a su madre cuando era muy pequeño (o tal vez incluso nonato, él mismo no lo recuerda). Adoptó el apellido de quien fuera su padre adoptivo en estas tierras (Casares), si bien jamás castellanizó su segundo nombre (Stanislaw).

La familia Casares tenía una muy buena posición económica que le permitió al joven Isaac vivir en España, México y los Estados Unidos, entre otros destinos. Hizo un amplio recorrido por varios países de América Latina y allí conoció a su gente. Fue precisamente en los Estados Unidos donde tomó contacto con un género por entonces emergente, la Ficción Científica, y se enamoró de él.

Dicen sus biógrafos que los primeros aforismos sobre la naturaleza humana fueron registrados en los cuadernos de viaje del vate. Al igual que otros grandes, el análisis de estos pensamientos revela incoherencias, contradicciones y un militante escepticismo, que lo acompañaría hasta los últimos días. Con el tiempo, emplearía ese mismo recurso y esa misma distancia analítica con el mundo de la literatura fantástica y la ciencia ficción.

Al volver a la Argentina, colaboró en varias revistas literarias y suplementos culturales con sus lúcidos análisis literarios y sus bien confeccionados relatos de ficción, dejando siempre una marca indeleble en sus lectores.

La personalidad de Don Isaac era controvertida. Amaba la provocación y la polémica, con la misma intensidad que manifestaba (acaso inconscientemente) sus deseos de figuración. Como bien lo describe el filósofo y ensayista Pablo Capanna, refiriéndose a un período tardío en la vida de Don Isaac, "cultivaba un aspecto que hubiera podido describirse más como extravagante que como enigmático".

Por su parte, el editor de la revista Cuasar y experto en el género fantástico, Luis Pestarini —quien lo conoció en la década de 1980—, señala que "su lengua era contundente e incluso podía ser destructiva"

De su paso por España, Julián Díez recuerda: "En líneas generales, Casares nunca acabó de encontrarse a gusto en España y terminó por venderle por un precio más que razonable su piso a Paco Porrúa, que entonces había decidido trasladar su editorial a Barcelona. Con ello esperaba, sobre todo, abrirse las puertas de Minotauro, cosa que nunca consiguió".

Se sabe que en la década del 1990 frecuentó el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía, con suerte dispar. De esa época son también sus obras tardías, como la novela Paradoja en Betelgeuse. "Supe que fue un éxito en Bolivia y en Chile. Pronto no quedaron ejemplares en las librerías porteñas (o tal vez jamás los hubo), y ya no lo tenía a Don Isaac para pedirle uno a precio de amigo", asegura Alejandro Alonso.

Nada de lo que se diga sobre él, sin embargo, expresa mejor su forma de ser que esos aforismos que el fandom y los críticos leían con avidez y, a menudo, con perplejidad. Sean pues sus irreverentes palabras las que cierren este homenaje.

  1. Sobre la ciencia ficción:
    • En épocas de oscuridad e incertidumbre como la que vivimos, la ciencia ficción dura debe ser esgrimida como arma... contundente.
    • Especular es sólo una cara de la ciencia ficción. La otra es simétrica, o sea, especular.
    • El cuento de ciencia ficción es una estructura sólidamente construida, pero basta con que se desintegren completamente los cimientos para que todo el edificio se desmorone.
    • Muchas veces se me ha preguntado si existe la ciencia ficción argentina. Y yo les respondo que sí, que existe, pero que como todos los argentinos trabaja de otra cosa.
    • La poesía de ciencia ficción es un oxímoron. Y si no se ha desarrollado tanto como quisiéramos, es por lo difícil de rimar de esa palabrita.
    • Esta novela incluye elementos del Space Opera, como los espacios entre capítulos y una mención a Turandot.
    • La TV y el cine en español han tenido sagas de ciencia ficción memorables, como Star Trek y Star Wars en sus versiones dobladas al español.
    • ¿Con qué derecho me hablan de "nanotecnología" esas bestias verborrágicas que escriben novelas de seiscientas páginas?
    • Si de mí dependiera el resurgimiento del género, que sea algodón o poliéster.
  2. Sobre la fantasía:
    • Los cuentos de fantasía son castillos férreamente cimentados a una nube que flota a dos metros del piso.
    • Se me ha acusado de discriminar los relatos de Sword & Sorcery, y no es verdad. Incluso tengo un amigo elfo.
    • Los mapas, la etimología de los nombres de ciudades y pueblitos, las descripciones del territorio, las costumbres típicas de los elfos y los enanos… Más que fantasía épica parece una guía de turismo.
  3. Sobre los escritores y los lectores:

    Don Isaac, según Néstor Luis Martin. (1997)

    • Como buen visionario, decidió aguardar el juicio de la Posteridad. Y la Posteridad lo condenó a muerte.
    • Nos hizo viajar en submarino, en globo, en cohete… Julio Verne, ¡el gran calesitero!
    • No llegó a ser Tolkien, ni Asimov, ni Dick, pero tenía un extraordinario talento para hacer dinero plagiando sus ideas.
    • Los escritores solemos ver a los críticos como una masa refunfuñante e inarticulada. Cuando ellos hablan de "generación literaria", es probable que nos vean de la misma forma.
    • La ciencia ficción es tan racional, que cuando algún escritor encuentre motivos para suicidarse, será inevitable que otros compartan esa idea.
    • El problema con los personajes de ciencia ficción no es que sean esquemáticos, sino que muchos lectores del género se sientan identificados.
    • Los escritores somos como arrieros. Si llegamos al final de la excursión con menos lectores que los que partieron, probablemente algo haya salido mal.
    • A los lectores de ciencia ficción hay que atraparlos de entrada nomás, y llevarlos de la mano hasta el fondo de la librería para que compren nuestros libros. Sino se escapan.
    • En el mercado, como en el tiro al disco, salvarse de los disparos de la crítica especializada es apenas el comienzo de la caída en la indiferencia y el olvido.
  4. Sobre las ciencias, y otras reflexiones:
    • Si yo tuviera un planeta más allá de las estrellas, armaría un buen negocio inmobiliario.
    • En las profundidades del espacio, el Tiempo se encoge, se estira, se despereza, pero gusta de viajar en primera clase sobre las espaldas de los pobres seres humanos.
    • Se han escrito muchas estupideces sobre la inmortalidad, pero lo cierto es que nadie ha vivido lo suficiente como para contarla.
    • Los astrónomos discuten la expansión de nuestro universo físico, pero nadie habla de esos universos literarios que se estiran hasta lo indecible, generando saga, tras saga, tras saga…
    • Soñé con verdosos monstruos de grandes ojos bulbosos que me llevaban a su planeta, y tenían una cerveza estupenda.

"Confieso que lo he conocido"

por Pablo Capanna

Si dijera que he frecuentado la amistad de Don Isaac estaría mintiendo, como hacen todos esos que antes le negaban el saludo y ahora se jactan de haber sido depositarios de sus confidencias más íntimas. Lejos de querer figurar en el documental de la BBC, apenas puedo dar el modesto testimonio de quien lo conoció de manera casi accidental.

Fue hace muchos años, en un tumultuoso simposio convocado por la sociedad de fomento del barrio, fiel a su lema "Piensa global, actúa local". Me consta que nadie antes de ese día había anunciado su presencia.

Pablo Capanna, Alberto Vanasco y Eduardo Goligorsky (1967). Quien se asoma por la izquierda probablemente sea Don Isaac.

Era una tarde pringosa y húmeda. Como luego supe que era costumbre suya, Don Isaac llegó tarde. Hubo que suspender un acalorado debate para presentarlo a la audiencia, que lo recibió con corteses pero tibios aplausos. Dicen que siempre hacía eso: llegaba tarde para que todos lo vieran, pero al rato se retiraba sigilosamente, a tiempo para que pudiera vérselo en otro evento. Se dice que llegó a hacer hasta tres presentaciones en una sola tarde y todavía llegaba a tiempo para cenar.

El gran aforista fue directamente a ocupar un asiento en la primera fila, dando por supuesto que estaba reservado para él. Una vez calmadas las turbulencias que produjo, nadie pudo negar que lo hubiera visto y reconocido.

Don Isaac cultivaba un aspecto que hubiera podido describirse más como extravagante que como enigmático, y solía farfullar en algún dialecto centroeuropeo que nadie entendía. Eso provocaba murmullos de admiración entre sus adictos, pero a mí no me movía un pelo, y no por prejuicio.

De ese día, que para algunos habrá sido memorable, recuerdo apenas algunas de sus frases, que algunos vacilarán en calificar como geniales o quizás propias de una persona con capacidades diferentes. De cualquier modo, no mejores que las comunes.

Esa tarde hizo varias intervenciones (o mejor, interrupciones) dirigidas a un erudito que disertaba sobre las distintas maneras que imaginaron los escritores para llegar a la Luna. Julio Verne, el más célebre, había recurrido a un cañón gigante (¡Un balazo!, dijo Don Isaac), mientras que Wells empleaba la cavorita (¡Así cualquiera!, fue el comentario del aforista); en cambio, Heinlein recurrió a la retropropulsión (¡Al cuete!, observó el vate).

Temo quedar como irreverente, o quizás envidioso, pero sus contribuciones no me parecieron tan relevantes como decían. Mi paciencia llegó a colmarse cuando otro disertante se puso a hablar sobre Philip K. Dick. En el silencio de la sala se escuchó claramente el rezongo del maestro. ¡Ese era un loquito…! Ahí fue cuando me levanté y me fui, sin pegar siquiera un portazo. Pero al irme me pareció ver un resplandor rosado que rondaba por la sala, como buscando a alguien. Aunque al parecer Don Isaac también logró zafar ese día…

 

"Una lengua contundente"

por Luis Pestarini

Conocí a Casares a comienzos de los "80, cuando yo era un adolescente que comenzaba sus estudios universitarios. Ya había quedado encandilado por la ciencia-ficción pero apenas si conocía a otros lectores, y menos aún personalidades del género. Entonces un compañero de la facultad me dijo que en un cine club exhibían una película de ciencia-ficción de los "50 y la presentaba un escritor conocido, pero no recordaba quién era. Recuerdo que el cine club resultó ser una mugrosa aula en una sociedad de fomento, con una pantalla colgante más gris que blanca, y un desvencijado proyector. Pero poco me importó: allí estaba Casares. La película era The Wild Women of Wongo, una cinta de 1958 sobre una isla tropical habitada por una tribu de mujeres que descubren que al otro lado de la isla habita una tribu de hombres, y luego ambas descubren que hay una tercera tribu pero de hombres-mono. El análisis de Casares fue lúcido e iluminador: no era un bodrio sexista brutalmente filmado sino una mirada lúcida sobre las diferencias de género y, en otro nivel, sobre la Guerra Fría y el equilibrio de poder en el mundo, entonces dividido en dos bloques. Tal vez no me gané su simpatía cuando, con candidez, le pregunté si el director o el guionista estaban realmente pensando en eso mientras filmaban la cinta.

A lo largo de los años siguientes tuve numerosas oportunidades de charlar con él y, aunque no puedo decir que fuimos amigos, llegué a conocerlo bastante bien. Su lengua era contundente e incluso podía ser destructiva. Recuerdo una vez, años después, en la que se cruzó con un autor que había escrito la continuación de una de sus novelas (piadosamente, no voy a mencionar su nombre), un libro que con justicia fue bastante maltratado por la crítica. Lo encaró y le dijo: "Te entregué una calesita funcionando y la chocaste". Algunos tal vez sepan de qué autor hablo, entonces podrán encontrar en estas palabras el motivo de su silencio literario, que ya lleva más de una década.

Con otros miembros del CACyF junto al editor norteamericano Charles Brown (Locus), de visita a fines de 1989.

En los últimos años, Casares se pareció cada vez más a Zadok Allen, ese personaje que tan bien retrató Lovecraft en "La sombra sobre Innsmouth": un viejo borracho que decía incoherencias. Pero la herencia de Casares está en sus libros, en su capacidad para transformar a esos monstruos babeantes que persiguen mujeres en metáforas jungianas, y a los valientes héroes que las salvan en arquetipos de una estirpe conflictuada pero optimista.

 

"Nunca acabó de encontrarse a gusto en España"

por Julián Díez

El paso de Casares por España coincide con una época de transición dentro del fandom local. Según distintas fuentes, Casares prometió financiación para la resurrección de Nueva Dimensión, que finalmente sólo tuvo un número —el 148—. Cuando se le pidió que formalizara su contribución monetaria, el maestro se limitó a responder: "El dinero puede aportarlo cualquiera, es algo que hasta un mendigo puede conseguir. Mi talento y conocimientos, en cambio, son referentes únicos".

Tras el cierre definitivo de la revista, aportó su punto de vista sobre la publicación: "Los lectores afirman que la ciencia ficción española ha llegado hasta donde está a causa de ND. Pero yo creo que ese juicio es cruel; ND no ha sido la única responsable de ese camino tan corto, y además sus editores pusieron la mejor voluntad. Otra cosa es que, como les ocurre a los volantes de creación uruguayos, pusieran bastante más voluntad que acierto".

Los modos y maneras de Casares encontraron eco en el entusiasmo de un joven tendero, a la sazón responsable por entonces de un comercio de macetas y otros productos de alfarería. Primero con timidez, luego con progresiva convicción, Alejo Cuervo siguió las directrices del erudito, hasta llegar a convertirse, según propia confesión, en un "papanatas casariano". La ruptura entre ambos se produjo, años después, en una discusión por un bote de wasabi, el condimento japonés en cuyo consumo abusivo Casares introdujo a Cuervo.

En líneas generales, Casares nunca acabó de encontrarse a gusto en España y terminó por venderle por un precio más que razonable su piso a Paco Porrúa, que entonces había decidido trasladar su editorial a Barcelona. Con ello esperaba, sobre todo, abrirse las puertas de Minotauro, cosa que nunca consiguió.

 

"Sobre Paradoja en Betelgeuse"

por Alejandro Alonso

Corría 1994 ó 95, probablemente invierno. El CACyF se reunía en el café de San José y Rivadavia, y yo había llegado temprano. Me habían dicho que Don Isaac mostraba cierto esnobismo, pero nunca supe cuánto hasta que lo vi armarse un cigarrillo con las hebras del té Taragüí. Cuando le pregunté qué hacía (había despanzurrado varios saquitos de té que le había acercado Beto, el mozo), dijo que los chinos le habían enseñado a fumar té verde, pero que acá no se conseguía.

En aquella época fuliginosa, la gente fumaba casi en cualquier parte. Los he visto fumando en el baño, incluso.

Se había instalado en una mesa del rincón, fuera del alcance del espejo panorámico que reinaba en la pared posterior del bar. Decía que Borges le copiaba los aforismos, que él (Don Isaac) había escrito algo acerca de las superficies reflectantes y las relaciones sexuales con fines reproductivos, y el otro se lo había afanado. Sobre la mesa había tallado en letra gótica (quién sabe cuántas horas llevaba allí fumando): "Los espejos son abominables por poner delante lo que está detrás".

Estaba vendiendo ejemplares autografiados de su novela Paradoja en Betelgeuse (la portada tenía una bajada: "Singularidad en Alfa Orionis"). Según entendí, los editores había hecho traducir la obra al inglés y luego, con otros traductores, la habían pasado nuevamente al español. "Es para lograr pureza en la neutralidad idiomática", me aclaró Don Isaac.

Le di una ojeada al libro, pregunté precio y me excusé diciendo que no había cobrado. Con el tiempo me arrepentí. Supe que fue un éxito en Bolivia y en Chile. Pronto no quedaron ejemplares en las librerías porteñas (o tal vez jamás los hubo), y ya no lo tenía a Don Isaac para pedirle uno a precio de amigo.

Recuerdo que Carlos Ferro, entusiasmado por las referencias borgeanas, compró un ejemplar y se lo hizo dedicar. Poco después me dijo: "Ya no creo que te venda como fanático de la primera hora. Se ofende de nada". Rápidamente vinieron épocas de penurias y Ferro tuvo que vender ese ejemplar así que nunca pude pedírselo prestado.

La anécdota que mejor describe a Don Isaac, sin embargo, sucedió en una mesa de debate de la ConSur I. Pero no estuve presente.

 

"Mis experiencias con Don Isaac"

por Eduardo J. Carletti

Le pregunté qué era lo que escribía. Fue en un pasillo en la Convención del Cono Sur de 1991, no recuerdo en cuál de las cuatro subsedes. Yo pensaba en esa época —y sigo pensando— que no es obligatorio conocer la obra de todo el mundo, aun cuando sea un escritor famoso. El gesto me indicó, de inmediato, que él no pensaba igual y que la pregunta no le había gustado.

—Muchacho —me dijo Isaac—, no escribo para cualquiera, si entiendes...
—¿Sí, y qué escribe? —insistí con inocencia.
—Cosas destacadas —dijo secamente—. Disculpa...

Se dio vuelta y se alejó de mí.

Un segundo después, alguien lo estaba palmeando y él sonreía. Se sentó en primera fila de aquella conferencia.

Interrumpió varias alocuciones, y no para preguntar, sino para insertar su texto. Largamente. De lo que dijo, coincidí en muy pocas cosas.

Me llamó la atención que él no tuviese una disertación propia. Quizás hubiese sido una buena idea que los organizadores lo hubiesen puesto al principio de todo, para que se descargase un poco de su necesidad de participar.

Sí, ya sé; la idea era relatar las anécdotas de mis cruces con él.

Volvimos a coincidir a la hora de la cena. Cuando quisimos reaccionar estábamos sentados uno al lado del otro. Cosas del azar... y a causa de una multitud acomodándose en tropel porque se acababan los espacios. No sé si le gustó verme. No lo demostró.

Don Isaac con peluquín, entre el público de la Consur I. A su lado se ve al mexicano José Luis Zárate

Me contó que estaba escribiendo unos cuentos.

—¿Unos cuentos? —pregunté. Sí, no puedo con mi inocencia.
—Unos cuentos, muchacho. Exactamente treinta y tres.

No dije nada. ¿Estaba escribiendo treinta y tres cuentos al mismo tiempo? La verdad, yo no lo podía creer. Pero hay gente para todo, ¿no?

—Qué bueno —dije.

Eso le gustó.

Habló sin parar. Hablaba tanto que se le juntaba saliva en las comisuras de los labios y de tanto en tanto escupía. Me salvé dos o tres veces de milagro. Vi que la persona de enfrente recibía varios proyectiles, pero creo que estaba encantada. Ni se los limpió ni se inmutó cuando le cayó uno en la mejilla. Sonreía.

Entre las cosas que Don Isaac dijo esa noche, durante y después de la cena, moviendo las manos aparatosamente en todas direcciones y pisando las intervenciones de quienes se atrevieron a interrumpirlo, recuerdo:

  • "Ya no estoy para perder tiempo con esos párvulos que vienen muy atrás, creyéndose que porque ganaron un premio de miles de pesetas son más que uno y pueden meterse con lo que uno hace."
  • "A mí, si no me pagan, que no me inviten. Tenemos bastante historia detrás para venir a darles placer y cultura gratuitamente."
  • "¿No te parece que hay demasiada gente aquí con pretensiones de opacar a los que realmente brillan?"
  • "Es un alelado sin neuronas, escribió lo mismo que ya escribieron antes miles de escritores y quiere que lo aplaudan. Se nota lo que busca. A mí no me va a pasar, ya los conozco a todos."

Luego de algunos vasos de vino, con faz rubicunda y ojos brillantes:

  • "Los editores están buscando escritoras tetonas que les sorban..." un segundo de silencio "... el ego. Por eso ya no publican a gente mayor, como yo."
  • "A vos, pibe, te va a ir bien. Aprendé un poco más y te presento a xxx, que te va a publicar seguro" (al joven de enfrente que poco antes había estado un rato alabando el gran empuje de Don Isaac y la enormidad de cosas que había hecho en su vida).
  • "¿Sabés cuántos cuentos publiqué, sabés cuántos cuentos publiqué?" En tono más agudo: "¿Sabés cuántos cuentos publiqué?"

Ahora, con la intención de completar un poco lo que oí, doy una lista de algunas palabras o frases que repitió muchas veces: "Lacayo", "Chiquero de mentes infantiles", "Toda esta basura", "Trillado", "Hedor", "Descerebrado", "Mancillados", "Que se vayan a "#%#"%# su madre".

Se fue sin pagar.

 

"No basta ser un gran ignorado…"

por Ana María Shua

Lamento no compartir la admiración por la obra de Stanislaw Casares que muestran muchos de mis colegas. Como el mismo Stanislaw lo hubiera dicho en uno de sus aforismos, no basta ser un gran ignorado para ser un gran escritor. Stanislaw, a mi juicio, fue justamente ignorado por su época y puedo vaticinar que lo será también por la posteridad.

Su obra más fascinante fue, por supuesto, su propia vida, que supo recrear con una capacidad artística que siempre se le negó a la hora de la literatura. José Luis Fernández Pichinini (ese era su verdadero nombre) era hijo de un mayorista de productos de granja de Carlos Casares. Su padre, un actor fracasado, no pudo dar a su hijo el nombre oficial de Stanislaw, como hubiera querido hacerlo (en ésa época se prohibían los nombres extranjeros) en honor a Stanislawsky y su método, pero siempre lo llamó así. En cambio "Isaac" fue un agregado posterior de Fernández Pichinini, que eligió reforzar de ese modo su supuesta identidad como inmigrante de Europa Oriental. Supe la verdad a través de uno de sus vecinos de Carlos Casares y me tomé el trabajo de rastrear a la familia Fernández Pichinini, que me aseveró la veracidad de esta versión.

Yo lo conocí en el año 74, en una de las reuniones de El Ornitorrinco (la revista de Abelardo Castillo y Liliana Heker) en el Tortoni. Era un hombre joven, pero tan impostado y pomposo como lo fue el resto de su vida. Su calvicie era todavía incipiente, su abdomen no, y ya se hacía llamar Stanislaw Casares. Fingía un acento extranjero cuya procedencia exacta resultaba difícil determinar. Creo recordar que leyó un mal cuento que tuvo la virtud de provocar una discusión sobre límites entre la fantasía y la ciencia ficción.

Me imagino que mis breves líneas no interesarán a los editores de este homenaje y me resigno a que no sean publicadas. A los lamentables admiradores de Fernández Pichinini les interesa más contribuir a su leyenda que esclarecer la verdad.

 

"La historia negra"

por Gabriel Guralnik (investigación de Febrero de 2002)

Lamento empañar los numerosos homenajes que la comunidad organizada de la ciencia-ficción intenta, en estos días, realizar a favor del así llamado Isaac Stanislaw Casares.

El homenaje no es, desde luego, el mejor espacio para la denuncia. Pero la verdad se impone por sobre el juvenil entusiasmo de los aficionados locales, y cuesta creer que hasta la fecha se haya mantenido un manto de silencio sobre el ominoso personaje objeto que se intenta convertir en motivo de celebración.

Para desnudar el equívoco es menester abrevar en las fuentes de la historia. No de la historia oficial, que nada menciona del citado señor, de apellido próximo al Club de Campo La Martona. Debemos, en cambio, recordar ciertos documentos que, ocultos durante el gobierno del General Perón por el siniestro Jorge Alejandro Apold, fueran brevemente desvelados por cierto señor perteneciente a la asonada de 1955, cuyo destino prefirió el anonimato. Con gusto daremos los datos del citado señor a quienes deseen conocerlo por vía privada, pero su viuda nos encarece la reserva pública. No es de caballeros ignorar tal petición.

Entre los criminales que buscaron, terminada la Segunda Guerra Mundial, refugio en América del Sur, figura en los registros de Bolivia un sujeto ingresado como Dalmacio Llorente. El mediocre trabajo fotográfico del pasaporte no logra disimular que se trataba, en realidad, de alguien que ingresó a Bolivia, desde Paraguay, con el (también falso) nombre de Kurt Ortendorff, nacido en Ansbach, Baviera, en 1923. No es de extrañar que el falso bávaro haya elegido el nombre de Isaac Stanislaw para ingresar a la República Argentina, cuya Oficina de Migraciones lo registra como llegado a finales de 1947. Como tantas veces, el intento de quedar libre de toda sospecha no hace más que confirmar la sospecha.

En sus ratos libres, investigadores como Alan Bullock, Joachim Fest, Ian Kershaw y Marlis Steinert han buscado personajes vinculados al III Reich que, sin tener directa incidencia en crimen alguno, fueron sin embargo ideólogos de oscuras maniobras en la Europa ocupada. Cuesta imaginar que tales estudiosos hayan omitido el nombre de Paulus Ortic, un joven de nacionalidad croata que intentó, desde los primeros tiempos, formar parte de los tristemente célebres ustachi comandados por Ante Pavelic.

En vísperas de la invasión alemana a Yugoslavia, a comienzos de abril de 1941, el destino de Paulus Ortic (a la sazón, un joven de dieciocho años) se perfilaba entre los más promisorios del futuro régimen del Poglavnik. Católico ferviente, no debaja por ello de admirar a los mejores autores de la ciencia-ficción, aún cuando se tratara de masones, y aún de circuncisos. Eso fue, tal vez, el comienzo de su ruina. Un testigo ocular relata que, en ocasión de proyectarse (con cierta demora) el filme "Frankestein", de James Whale, en la ciudad de Zagreb, el citado Paulus Ortic abandonó fascinado la sala, y comentó en la vereda que Boris Karloff, así caracterizado, guardaba cierto parecido con la suegra de Ante Pavelic, futuro Poglavnik de Croacia. Estando presente uno de los hijos de la señora en cuestión, el asunto estuvo a punto de llegar a las manos, y sólo pudo evitarse una mayor violencia gracias a una manifestación demócrata que pasaba casualmente por allí, lo que permitió que las energías de los ustachi se dirigieran hacia su objetivo primario.

De todos modos, el oprobio de Ortic resultó inevitable. De candidato a la Guardia Personal del Poglavnik, lo redujeron a simple amanuense del Secretario Deportivo de lo que pronto sería la criminal nación Croata de aquellos tiempos.

En el desempeño de sus funciones, que llevó a cabo entre 1941 y 1944 (hasta que fue despedido por los propios ustachi), Paulus Ortic incurrió en toda suerte de abusos de guerra. Llegó a obligar, en un partido amistoso entre el seleccionado croata y la Francia de Vichy, a que anularan tres goles franceses, por considerarlos de factura no-aria. El escándalo trepó a los mandos de la Armada Francesa: el Almirante Darlan ordenó, en un arranque de furia, hundir toda su flota en Tolón, antes de que los alemanes se apoderasen de ella con las mismas trampas urdidas por Ortic. En otra ocasión, durante un partido de baloncesto femenino entre Croacia y Hungría, huyó con el esférico en momentos en que las húngaras estaban a punto de ganar el encuentro. Eso provocó una desbandada general del Ejército Húngaro, que colaboraba en Stalingrado, con gran disgusto del Regente Horthy. La situación se volvió intolerable cuando, en pleno bombardeo aliado sobre territorio alemán, el señor Paulus Ortic boicoteó un encuentro de fútbol de salón que tenía lugar en un refugio subterráneo, entre empleados de la IG Farben y obreros de la Messerschmitt. Se ha dicho que los jugadores de la IG Farben eran mayoritariamente croatas, y que Oritc acusó a los trabajadores de la Messerschmitt de jugar incentivados por dosis de morfina, lo que, naturalmente, causó el disgusto del Mariscal Hermann Goering, principal proveedor de esa sustancia.

A partir de allí, los días de Paulus Ortic en la jerarquía croata estuvieron contados. Algunos pretenden que, cambiado de bando, aconsejó a Erwin Rommel participar en el atentado al Führer de julio de 1944. La especie es totalmente falsa: Ortic ya preparaba su huída de Europa, a través de contactos que había logrado establecer con la comunidad Colla de la Universidad de Gottinga. El rumor no hizo más que alentar la sospecha de traición, lo que lo privó de toda colaboración por parte de Odessa, y lo arrojó a las puertas de la neutral Embajada Argentina, donde un ordenanza de apellido Casares le proporcionó salvoconducto para tomar un barco hacia Bolivia. El viaje, por supuesto, fue un fracaso. Los puertos bolivianos no estaban abiertos para aquellos sospechados de ser dobles agentes (y, en general, no permanecían abiertos para nadie, al menos desde 1879). En todo caso, el escape de Ortic a través de la selva brasilera, donde tomó el color que luego le permitiría hacerse pasar por Dalmacio Llorente, es rescatable como un acto de cierta valentía.

Instalado en Buenos Aires, el falso Isaac Stanislaw tomó el apellido del ordenanza que lo había ayudado en su ocultamiento. Hay quien vincula un intento de investigación sobre su pasado, que un periodista del diario La Prensa trató de publicar, con la clausura de este medio de comunicación durante el período del General Perón. La versión no pudo ser confirmada.

A partir de 1953, el falso Isaac Stanislaw Casares retomó su viejo amor por la ciencia-ficción. Participó con seudónimos en la revista Más Allá, y se dice que Pablo Capanna, el máximo experto en el género, posee un abundante archivo con la verdadera historia de Paulus Ortic. Hasta su muerte, acaecida mucho tiempo después, Paulus Ortic sostuvo, en las reuniones privadas entre amigos, que el Frankenstein interpretado por Boris Karloff se parecía, en efecto, a la suegra de Ante Pavelic. No contamos con fotos de la señora que nos permitan confirmar la especie.


La Comisión quiere agradecer la inestimable colaboración de Daniel Vázquez para la realización de este homenaje.