LA PEQUEÑA DIOSA

Ian McDonald

Novela corta nominada al Hugo y
al Theodore Sturgeon Memorial

Gran Bretaña

Recuerdo la noche en que me convertí en diosa.

Los hombres me vinieron a buscar al hotel a la caída del sol. Estaba aturdida de hambre, pues los evaluadores de niñas me dijeron que no debía comer durante el día del examen. Me había levantado al amanecer; lavarme, vestirme y maquillarme había sido una tarea larga y cansadora. Mis padres me lavaron los pies en el bidet. Nunca habíamos visto semejante cosa y esa parecía ser su utilidad natural. Ninguno de nosotros nos habíamos hospedado jamás en un hotel. Lo considerábamos muy distinguido, aunque ahora sé que pertenecía a una cadena para turistas de bajo presupuesto. Recuerdo el aroma de las cebollas dorándose en ghee cuando salí del ascensor. Olía como la mejor comida del mundo.

Sé que los hombres debían ser sacerdotes, pero no recuerdo si llevaban ropajes formales. Mi madre lloró en el vestíbulo; la boca de mi padre estaba fruncida y sus ojos siempre bien abiertos, de la manera en que los abren los adultos cuando quieren llorar pero no pueden permitir que se les noten las lágrimas. En el mismo hotel había otras dos niñas para el examen. No las conocía; provenían de otras aldeas donde era posible que viviera la devi. Sus padres lloraban descaradamente. Yo no lo entendía: sus hijas podían llegar a ser diosas.

En la calle, los conductores de carros y los peatones silbaban y nos saludaban; nosotras llevábamos una túnica roja y un tercer ojo en la frente. ¡Las devi, las devi, miren! ¡La mejor de las suertes! Las otras niñas se tomaban fuertemente de las manos de los hombres. Yo levanté mis faldas y entré en el coche con ventanillas polarizadas.

Nos llevaron al Hanumandhoka. La policía y las máquinas mantenían a la gente fuera de la Plaza Durbar. Recuerdo que me quedé mirando largo rato las máquinas, con esas patas de acero como de gallina y con las espadas desenvainadas en las manos. Las máquinas de batalla, Propiedad del Rey. Luego vi el templo y sus grandes tejados elevándose altos, altos, más altos, hacia el crepúsculo rojo, y pensé por un instante que los respingados aleros estaban sangrando.

El salón era largo, oscuro y caluroso al punto de la sofocación. La luz baja del ocaso se filtraba en rayos polvorientos a través de las rajaduras y hendeduras de la madera tallada, tan brillante que casi quemaba. Afuera se podía oír el tráfico y el alboroto de los turistas. Las paredes parecían delgadas, pero al mismo tiempo de kilómetros de espesor. La Plaza Durbar estaba a un mundo de distancia. El salón olía a metal barato. Entonces no lo reconocí, pero ahora sé que era olor a sangre. Por debajo de la sangre había otro olor, olor a tiempo acumulado como si fuera polvo. Una de las dos mujeres que serían mis guardianas si pasaba el examen me dijeron que el templo tenía quinientos años de edad. Era una mujer redonda, de baja estatura, con una cara que siempre parecía estar sonriendo, pero que cuando uno la miraba detalladamente se daba cuenta de que no era así. Nos hizo sentar en el suelo, sobre almohadones rojos, mientras los hombres traían al resto de las niñas. Algunas ya estaban llorando. Cuando ya éramos diez, las dos mujeres se fueron y se cerró la puerta. Nos quedamos sentadas un largo rato, sufriendo el calor del salón alargado. Algunas de las niñas se movían nerviosamente y charlaban, pero yo fijé toda mi atención en las tallas de las paredes y pronto me perdí en ellas. Siempre me ha resultado fácil perderme; en Shakya podía desaparecer durante horas contemplando el movimiento de las nubes por encima de las montañas, el ondear del río gris allá abajo y el flamear de las banderas de oración con el viento. Mis padres lo veían como una señal de mi divinidad innata, una de las treinta y dos que marcan a las niñas en las que puede habitar la diosa.

Bajo la luz cada vez más débil, leí la historia de Jayaprakash Malla jugando a los dados con la devi Taleju Bhawani, que se le presentó bajo la forma de una serpiente roja y que se marchó con la promesa de que solamente regresaría a los Reyes de Katmandú bajo la forma de una niña virgen de casta baja, en señal de desprecio por su arrogancia. No pude leer el final por la oscuridad, pero no necesité hacerlo. El final era yo, o una de las otras niñas de casta baja que estaban en la casa divina de la devi.

Entonces las puertas se abrieron de golpe, de par en par; explotaron petardos y, a través del barullo y del humo, unos dragones rojos entraron brincando al salón. Detrás de ellos, hombres vestidos de carmesí golpeaban ollas, matracas y campanas. De inmediato, dos de las niñas empezaron a llorar y entonces entraron las dos mujeres y se las llevaron. Pero yo sabía que esos monstruos no eran más que unos hombres tontos. Con máscaras. Ni siquiera se parecían a demonios. Yo he visto demonios después de las nubes de lluvia, cuando en el valle baja la luz y todas las montañas se elevan como si fueran una sola. Demonios de piedra, de kilómetros de altura. He oído sus voces y su aliento no huele a cebolla. Los tontos danzaron cerca de mí, sacudiendo sus melenas rojas y sus lenguas rojas, pero yo veía sus ojos detrás de los agujeros pintados y eran ellos los que me tenían miedo a mí.

Después la puerta se abrió de golpe otra vez, con otro estallido de petardos, y aparecieron más hombres entre el humo. Llevaban canastas envueltas en telas rojas. Las colocaron frente a nosotras y les arrancaron las cubiertas. Cabezas de búfalo, tan recientemente cercenadas que la sangre seguía brillante y reluciente. Los ojos en blanco, las lenguas colgantes todavía tibias, las narices todavía húmedas. Y las moscas, formando enjambres alrededor de los cogotes cortados.

Un hombre empujó una canasta hacia mí y mi almohadón como si fuera un plato de comida sagrada. El estrépito y los golpes de afuera se volvieron un rugido tan estridente y metálico que dolía. La niña que también era de Shakya, mi aldea, comenzó a gemir; el llanto se contagió a otra, y luego a otra, y a una cuarta. La otra mujer, la que era alta y arrugada como un monedero viejo, entró para llevárselas, levantando cuidadosamente su túnica para no arrastrarla sobre la sangre. Los bailarines remolineaban por todas partes como lenguas de fuego y el hombre arrodillado levantó la cabeza de búfalo y la sacó de la canasta. Me la puso en la cara, los ojos a la altura de mis ojos, pero lo único que pensé es que debía de ser muy pesada; los músculos del hombre se destacaban como ramas de viña, le temblaba el brazo. Las moscas parecían joyas negras. Entonces se oyó un único batir de palmas desde afuera y los hombres bajaron las cabezas de búfalo, las taparon con las telas y se fueron, con los demonios tontos remolineando y brincando tras ellos.

Ahora sólo quedaba otra niña más en su almohadón. Yo no la conocía. Era de una familia Vajryana de Niwar, valle abajo. Nos quedamos sentadas largo rato, deseando hablar pero sin saber si el silencio formaba parte del examen. Después se abrió la puerta por tercera vez y entraron dos hombres en el salón de las devi, trayendo una cabra blanca. La pusieron entre la niña de Niwar y yo. Observé que su ojo maligno, con forma de ranura, se ponía en blanco. Uno la sostenía de la soga con que estaba amarrada; el otro extrajo un gran kukri ceremonial de un estuche de cuero. Lo bendijo y, con un golpe rápido y fuerte, hizo que la cabeza de la cabra saliera despedida del cuerpo.

Casi me eché a reír, porque la cabra me parecía muy graciosa: el cuerpo sin saber dónde estaba la cabeza, la cabeza mirando a todos lados buscando al cuerpo, y luego el cuerpo dándose cuenta de que ya no tenía cabeza y desplomándose con una coz. ¿Y por qué estaba gritando la niña de Niwar? ¿No se daba cuenta de lo divertido que era, o gritaba porque yo entendía el chiste y estaba celosa? Cualquiera que fuese la razón, la mujer sonriente y la mujer arrugada entraron y se la llevaron con mucha delicadeza, y los dos hombres cayeron de rodillas en medio de la sangre desparramada y besaron el piso de madera. Alzaron las dos partes de la cabra y se las llevaron. Ojalá no lo hubieran hecho. Me habría gustado que alguien se quedara conmigo en ese enorme salón de madera. Pero me quedé sola con el calor y la oscuridad, y entonces, por encima del ruido del tránsito, escuché que las campanas de tono profundo de Katmandú comenzaban a balancearse y repicar. Se abrieron las puertas por última vez y eran las mujeres, bajo la luz.

—¿Por qué me dejaron sola? —grité—. ¿Qué fue lo que hice mal?

—¿Cómo podrías hacer algo mal, diosa? —dijo la vieja arrugada que, junto con su colega, se convertiría en mi padre y mi madre y mi maestra y mi hermana—. Ahora ven con nosotras y apúrate. El Rey te espera.

La Kumarima Sonriente y la Kumarima Alta (como tendría que pensar en ellas desde ahora) me tomaron de las manos y me llevaron, a los saltos, fuera del enorme y amenazador templo de Hanuman. Habían tendido un camino de seda blanca desde el pie de la escalinata del templo hasta un palacio de madera cercano. Habían llevado a la gente a la plaza y la muchedumbre se apretujaba a ambos lados del trayecto procesional, contenida por la policía y los robots del Rey. Las máquinas blandían antorchas encendidas en sus fuertes manos. El fuego se reflejaba en sus espadas asesinas. Había un gran silencio en la plaza oscura.

—Tu hogar, diosa —dijo la Kumarima Sonriente, inclinándose mucho para susurrar en mi oído—. Camina sobre la seda, devi. No pises fuera de ella. Te llevo de la mano; conmigo estarás a salvo.

Caminé entre mis Kumarimas, tarareando una melodía pop que había escuchado en la radio del hotel. Cuando miré hacia atrás, vi que había dejado dos hileras de pisadas ensangrentadas.


No tienes casta, ni aldea, ni hogar. Este palacio es tu casa... ¿y quién querría cualquier otra? La hemos puesto hermosa para ti, porque sólo la abandonarás seis veces por año. Todo lo que necesitas está aquí, dentro de estos muros.

No tienes madre ni padre. ¿Cómo puede tener padres una diosa? Ni tienes hermanos ni hermanas. El Rey es tu hermano, la nación es tu hermana. Los sacerdotes que te atienden no son nada. Nosotras, tus Kumarimas, somos menos que nada. Polvo, suciedad, una herramienta. Puedes decir cualquier cosa y nosotras debemos obedecerte.

Como hemos dicho, saldrás del palacio sólo seis veces por año. Te llevarán en un palanquín. Oh, es una cosa hermosa, de madera tallada y seda. Fuera de este palacio no debes tocar el suelo. En el momento en que tocas el suelo dejas de ser divina.

Te vestirás de rojo, con el cabello atado en un rodete alto y las uñas de los pies y las manos pintadas. Llevarás el tilak rojo de Shiva en la frente. Te ayudaremos con la preparación hasta que se vuelva tu segunda naturaleza.

Hablarás únicamente dentro de los confines de tu palacio e, incluso entonces, muy poco. El silencio le sienta bien a la Kumari. No sonreirás ni demostrarás ninguna emoción.

No sangrarás. Ni una raspadura, ni un rasguño. El poder está en la sangre y cuando la sangre te abandona, la devi te abandona. El día de tu primera menstruación, aunque sea una sola gota, se lo comunicaremos al sacerdote y él le informará al Rey que la diosa se ha marchado. Ya no serás divina y te irás de este palacio y regresarás con tu familia. No sangrarás.

No tienes nombre. Eres Taleju, eres Kumari. Eres la diosa.

Éstas fueron las instrucciones que mis dos Kumarimas me susurraron mientras caminábamos, entre sacerdotes arrodillados, hacia el Rey y su corona adornada con diamantes, esmeraldas y perlas. El Rey me hizo un namaste y nos sentamos lado a lado en tronos con forma de león; el largo salón latía al ritmo de las campanas y los tambores de la Plaza Durbar. Recuerdo que pensé que un Rey debía inclinarse ante mí, pero las reglas existen hasta para las diosas.

La Kumarima Sonriente y la Kumarima Alta. Me viene a la memoria primero la Kumarima Alta, porque está bien dar preeminencia a la mayor edad. Era casi tan alta como un occidental y delgada como una ramita en la sequía. Al principio le tenía miedo. Después escuché su voz y nunca más pude tenerle miedo: era dulce como el canto de un pájaro. Cuando ella hablaba, sentías que lo sabías todo. La Kumarima Alta vivía en un pequeño apartamento sobre una tienda para turistas, al costado de la Plaza Durbar. Desde su ventana veía mi Kumasi Ghar, entre las torres escalonadas de los dhokas. Su esposo había muerto de cáncer de pulmón a causa de la contaminación y los cigarrillos hindúes baratos. Tenía dos hijos altos, ya adultos, casados y con hijos propios, mayores que yo. Para entonces, ella ya había hecho de madre de las cinco Kumari Devis anteriores a mí.

A continuación recuerdo a la Kumarima Sonriente. Era redonda, de baja estatura y tenía problemas respiratorios, por lo que usaba inhaladores azules y marrones. Yo escuchaba el siseo de serpiente que éstos emitían los días en que la Plaza Durbar estaba dorada de smog. Ella vivía lejos, en los nuevos suburbios, subiendo las colinas del oeste: un viaje largo, incluso en el coche real a su servicio. Sus hijos tenían doce, diez, nueve y siete años. Era alegre y me trataba como si yo fuera su quinto bebé, la menor y la preferida, pero yo sentía, ya entonces, que ella, como los hombres-demonio bailarines, me tenía miedo. Oh, era el honor más alto que cualquier mujer podía desear, ser la madre de la diosa, por así decirlo, aunque uno podía imaginar a sus vecinos de la unidad diciendo Encerrarse en esa horrenda caja de madera, y toda esa sangre... es medieval, medieval, pero esa gente no entendía. Alguien tenía que proteger al Rey de los que querían convertirnos en otra India, o peor aún, en otra China; alguien tenía que preservar las viejas tradiciones del reino divino. Yo entendí muy pronto la diferencia entre ellas. La Kumarima Sonriente era mi madre por obligación. La Kumarima Alta lo era por amor.

Nunca me enteré de sus verdaderos nombres. Sus ritmos y ciclos de turnos avanzaban y menguaban a través de días y noches como las fases de la luna. La Kumarima Sonriente una vez me encontró mirando a la luna gorda a través del enrejado de una persiana jali, una noche poco común en la que el cielo se veía despejado y saludable, y me gritó que me apartara: No estés mirando esa cosa; le dirá a la sangre que salga de ti, pequeña devi, y ya no serás devi.

Dentro de los límites de los muros de madera y las reglas de hierro del Kumari Ghar, los años se vuelven indistinguibles, indistintos. Ahora pienso que tenía cinco años cuando me convertí en Taleju Devi. El año, creo, era 2034. Pero algunos recuerdos salen a la superficie como flores que atraviesan la nieve:

Las lluvias del monzón sobre los techos empinados, el agua rugiendo y gorgoteando en las alcantarillas, y la persiana que todos los años se soltaba con el viento y se golpeaba. Teníamos monzones en aquel entonces. Demonios de trueno en las montañas que rodeaban la ciudad y mi habitación iluminándose de golpe con los rayos. Cuando la Kumarima Alta vino a ver si necesitaba que me cantara para dormirme, pero yo no tenía miedo. Una diosa no puede asustarse de una tormenta.

El día en que estaba paseando por el pequeño jardín y la Kumarima Sonriente soltó un grito y cayó a mis pies, sobre el césped, y las palabras que le decían que se levantara, que no me adorara, sin salir de mis labios al ver que ella sostenía algo entre el pulgar y el índice, algo que se retorcía y culebreaba y trataba de encontrar un lugar de donde aferrarse con la boca: una sanguijuela verde.

La mañana en que la Kumarima Alta vino a decirme que el pueblo había solicitado que me mostrara. Al principio pensaba que era maravilloso que el pueblo quisiera venir a verme, parada en mi pequeño balcón jharoka, con mis ropajes y maquillaje y joyas. Ahora ya me resultaba cansador... todos esos ojos redondos y bocas abiertas. Había pasado una semana de mi décimo cumpleaños. Recuerdo que la Kumarima Alta sonrió, pero trató de que yo no la viera. Me llevó al jharoka para que saludara a la gente de la plaza y vi un centenar de rostros chinos vueltos hacia mí. Luego las voces agudas, excitadas. Esperé y esperé, pero había dos turistas que no se querían ir. Era una pareja común y corriente, oscuros rostros locales, ropas de campo.

—¿Por qué nos hacen esperar? —pregunté.

—Salúdalos —me apremió la Kumarima Alta—. Es lo único que quieren. —La mujer fue la primera en ver mi mano levantada. Le fallaron las piernas y se tomó del brazo de su esposo. El hombre se inclinó hacia ella; después, me miró. Leí muchas emociones en ese rostro: conmoción, confusión, reconocimiento, repulsión, maravilla, esperanza. Miedo. Saludé y el hombre tironeó de su mujer: Mira, mira hacia arriba. Recuerdo que, contra todas las reglas, sonreí. La mujer rompió a llorar. El hombre intentó gritarme algo, pero la Kumarima Alta me obligó a alejarme rápidamente.

—¿Quiénes eran esas personas tan raras? —pregunté—. Los dos tenían zapatos muy blancos.

—Tu madre y tu padre —dijo la Kumarima Alta. Mientras me llevaba por el pasillo Durga, con la habitual orden de no arrastrar mi mano libre por las paredes de madera por miedo a las astillas, sentí que le temblaba la mano.

Esa noche soñé el sueño de mi vida, que no es un sueño sino una de mis primeras experiencias, que golpea y golpea y golpea las puertas de mi memoria. Era un recuerdo que yo no admitía a la luz del día, así que tenía que venir de noche a golpear la puerta secreta.

Estoy en una jaula sobre un precipicio. Un río corre muy abajo, lechoso de barro y cieno, formando cremosos espumarajos sobre las rocas y las piedras caídas de las laderas de las montañas. El cable cruza el río, desde mi casa a los terrenos de pastoreo de verano, y yo estoy sentada en la jaula de alambre que se usa para llevar a las cabras al otro lado del río. A mis espaldas está la carretera principal, siempre ruidosa por los camiones; a la vera del camino, las banderas de oración y el letrero de agua embotellada Kinley de la casa de té de mi familia. Mi jaula sigue balanceándose a causa del último puntapié de mi tío. Lo veo, con los brazos y piernas rodeando la jaula, sonriendo con su sonrisa sin dientes. Tiene la cara marrón por el sol, las manos agrietadas y manchadas por los camiones que repara. Grasa incrustada en las grietas. Arruga la nariz al mirarme y desengancha una pierna para patear mi jaula, que cuelga de una polea, hacia delante. Polea balancea cable balancea montañas; cielo y río se balancean, pero yo estoy a salvo dentro de mi jaulita para cabras. Me han hecho cruzar este precipicio a fuerza de puntapiés muchas veces. Mi tío avanza unos centímetros. Así cruzamos el río: a patadas y de a centímetros.

No veo lo que le ocurre... algo del cerebro quizás, como la enfermedad que contraen los de las tierras bajas cuando suben a las regiones altas. Pero cuando vuelvo a mirar, mi tío está colgando del alambre, sujeto del brazo y la pierna derechos. El brazo y la pierna izquierdos cuelgan hacia abajo, sacudiéndose como una vaca cuando le cortan el cuello, sacudiendo el alambre y mi jaulita. Tengo tres años y pienso que esto es divertido, una gracia que mi tío está haciendo solamente para mí, así que yo también me sacudo, rebotando en la jaula, haciendo rebotar a mi tío arriba y abajo, arriba y abajo. La mitad de su cuerpo no le responde y trata de moverse hacia delante deslizando la pierna, así, moviendo espasmódicamente la mano hacia delante, rápido, para no perder el agarre del alambre, y todo el tiempo rebotando arriba y abajo, arriba y abajo. Ahora mi tío trata de gritar, pero sus palabras son ruidos y baboseos porque la mitad de su cara está paralizada. Ahora veo que sus dedos se sueltan del alambre. Ahora lo veo girar sobre sí mismo, y veo que la pierna enganchada se suelta. Ahora se cae: la mitad de su cuerpo tratando de aferrarse, la mitad de su boca gritando. Lo veo caer, lo veo rebotar sobre las rocas y rodar, una cosa que yo siempre había deseado hacer. Lo veo entrar en el río y veo que el agua marrón se lo traga.

Mi hermano mayor salió con un gancho y una soga y me remolcó de vuelta. Cuando mis padres descubrieron que yo no estaba chillando, que no me brotaba ni un sollozo ni una lágrima, que ni siquiera hacía un puchero, supieron que estaba destinada a convertirme en diosa. En mi jaula de alambre, yo sonreía.



Ilustración: Guillermo Vidal

Lo que más recuerdo son los festivales, porque era solamente entonces cuando salía del Kumari Ghar. Dasain, al final del verano, era el más importante. Durante ocho días, la ciudad se volvía roja. La noche de cierre me quedé acostada despierta, escuchando las voces de la plaza uniéndose en un solo rugido de la manera en que me imaginaba que debía de sonar el mar, las voces de los hombres apostando por la suerte de Lakshmi, el devi de la riqueza. Mi padre y mis tíos jugaban por dinero la última noche de Dasain. Recuerdo que una vez bajé y exigí saber a qué se debía tanta risa y ellos apartaron la vista de las cartas y entonces se rieron en serio. No se me había ocurrido que podía haber tantas monedas en el mundo como las que había sobre esa mesa, pero nada se comparaba a Katmandú, el octavo día de Dasain. La Kumarima Sonriente me dijo que algunos sacerdotes necesitaban todo un año para recuperar el dinero que habían perdido. Luego llegó el noveno día, el gran día, y entonces salí de mi palacio para que la ciudad me adorara.

Me trasladé en una litera llevada por cuarenta hombres amarrados a postes de bambú gruesos como mi cuerpo. Avanzaban cautelosamente, verificando cada paso, porque las calles estaban resbaladizas. Rodeada de dioses, sacerdotes y saddhus enloquecidos de santidad, paseé en mi trono de oro. Más cerca de mí que cualquiera estaban mis Kumarimas, mis dos Madres, tan espléndidas y adornadas con sus túnicas rojas y sus peinados y maquillaje que no parecían humanas. Pero la voz de la Kumarima Alta y la sonrisa de la Kumarima Sonriente me daban confianza mientras avanzaba con Hanuman y Taleju, entre los vítores, la música, los estandartes brillantes contra el cielo azul y el olor que ya reconocía de la noche en que me convertí en diosa, el olor a sangre.

En aquel Dasain, la ciudad me recibió como nunca antes. El rugido de la noche de Lakshmi continuó hasta que se hizo de día. Se suponía que yo, como Taleju Devi, no debía reparar en la presencia de algo tan bajo como los humanos, pero por el rabillo de mis ojos pintados veía que, más allá de los robots de seguridad que marchaban al mismo ritmo que mis portadores, las calles que salían del stupa de Chhetrapati estaban atiborradas de cuerpos. Usando botellas de plástico, lanzaban al aire chorros y manantiales de agua que resplandecía y se quebraba formando pequeños arco iris, que les llovía encima, empapándolos, pero no les importaba. Sus rostros estaban locos de devoción.

La Kumarima Alta vio mi perplejidad y se inclinó para susurrar:

—Hacen puja para que llueva. El monzón no vino por segunda vez, devi.

Mientras yo hablaba, la Kumarima Sonriente me abanicaba para que nadie viera que movía los labios:

—No nos gusta la lluvia —dije con firmeza.

—Una diosa no puede hacer sólo lo que a ella le gusta —dijo la Kumarima Alta—. Es un asunto serio. La gente no tiene agua. Los ríos se están secando.

Pensé en el río que corría allá abajo, cerca de la casa donde yo había nacido, con sus aguas cremosas y torrentosas y con pecas de espuma amarilla. Lo vi tragándose a mi tío y no me pude imaginar que alguna vez se volviera estrecho, débil, hambriento.

—¿Entonces por qué arrojan el agua al aire? —pregunté.

—Para que la devi les dé más —explicó la Kumarima Sonriente. Pero yo no le veía el sentido, ni siquiera para las diosas, y fruncí el ceño, tratando de entender cómo eran los humanos, y por lo tanto estaba mirándolo directamente cuando se acercó a mí.

Tenía una piel pálida de ciudad y el cabello peinado con raya a la izquierda, que se le caía hacia delante mientras se abría paso para separarse de la multitud. Llevó los puños hacia el cuello de su camisa a rayas diagonales y la gente se apartó de él. Lo vi enganchar los pulgares en dos vueltas de cuerda negra. Vi que su boca se abría y exhalaba un fuerte grito. Entonces la máquina se abatió sobre él y vi un relámpago plateado. La cabeza del joven voló por los aires. Su boca y sus ojos se volvieron redondos: del grito pasó a un "¡oh!". La máquina del Rey envainó la espada, como un niño cierra una navaja, antes de que el cuerpo, igual que había ocurrido con aquella graciosa cabra del Hanumandhoka, se diera cuenta de que estaba muerto y cayera al suelo. El gentío gritó y trató de alejarse de la cosa sin cabeza. Mis portadores se sacudieron, se balancearon, inseguros de adónde ir, qué hacer. Por un momento, pensé que tal vez me dejarían caer.

La Kumarima Sonriente lanzó chillidos de horror, ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!. Mi cara estaba manchada de sangre.

—No es de ella —gritó la Kumarima Alta—. ¡No es de ella! —Humedeció un pañuelo con un poco de saliva. Estaba limpiándome suavemente la sangre del joven de la cara cuando llegó la seguridad Real, con sus trajes negros y gafas negras, avanzando entre la gente a fuerza de golpes. Me alzaron, pasaron por arriba del cuerpo y me llevaron hasta un coche que esperaba.

—Me has corrido el maquillaje —le dije al guardia Real cuando el automóvil se alejaba rápidamente. Mis adoradores apenas lograban apartarse de nuestro camino en esas estrechas callejas.

Esa noche, la Kumarima Alta subió a mi habitación. El aire se ensordecía de helicópteros que inspeccionaban la ciudad en busca de conspiradores. Helicópteros y máquinas como los robots del Rey, que podían volar y mirar a Katmandú desde arriba con ojos de halcón. La Kumarima se sentó en mi cama y colocó una cajita azul transparente sobre el edredón bordado en dorado y rojo. Allí dentro había dos píldoras de color pálido.

—Para ayudarte a dormir.

Negué con la cabeza. La Kumarima Alta introdujo la caja azul en la manga de su túnica.

—¿Quién era él?

—Un fundamentalista. Un karsevak. Un joven tonto y triste.

—Un hindú, pero quería lastimarnos.

—Allí reside la locura de todo esto, devi. Él y los de su clase piensan que nuestro reino se ha vuelto demasiado occidental, muy alejado de sus raíces y verdades religiosas.

—Y nos ataca a nosotras, la Taleju Devi. Habría hecho explotar a su propia diosa, pero la máquina le sacó la cabeza. Es casi tan extraño como esa gente que arrojaba agua para que lloviera.

La Kumarima Alta inclinó la cabeza. Metió la mano en la faja de la túnica y extrajo un segundo objeto que puso sobre mi pesado cubrecama, con el mismo cuidado y precisión con que lo había hecho con las píldoras. Era un guante ligero, sin dedos, para la mano derecha; colgado de la parte trasera había un rulo de plástico con la forma de un feto de cabra muy diminuto.

—¿Sabes qué es esto?

Asentí. Todos los devotos que hacían puja en la calle parecían tener una: levantaban la mano derecha para arrebatar mi imagen. Una palmer.

—Envía mensajes a tu cabeza —susurré.

—Eso es lo mínimo que puede hacer, devi. Considérala tu jharoka, pero esta ventana se abre hacia un mundo que está más allá de la Plaza Durbar, más allá de Katmandú y Nepal. Es una aeia, una inteligencia artificial, una cosa que piensa, como las máquinas de allá arriba, pero mucho más inteligente que ellas, que son inteligentes como para volar y cazar y no mucho más, pero esta aeia te puede decir todo lo que quieres saber. Lo único que debes hacer es preguntar. Y hay cosas que te hace falta saber, devi. No serás Kumari para siempre. Llegará el día en que abandonarás el palacio y volverás al mundo. He visto a tus antecesoras. —Estiró las manos y tomó mi rostro entre ellas, luego las retiró—. Tú eres especial, mi devi, pero la calidad de especial que se necesita tener para ser Kumari significa que te resultará difícil estar en el mundo. La gente lo llamará enfermedad. Peor aún, incluso...

Desterró la emoción colocando el receptor con forma de feto detrás de mi oreja, con suavidad. Sentí que el plástico se movía contra mi piel; luego la Kumarima Alta se puso el guante, movió la mano formando un mudra y escuché su voz dentro de mi cabeza. Unas palabras fulgurantes aparecieron en el aire que nos separaba, palabras que la Kumarima Alta me había enseñado meticulosamente a leer.

No permitas que nadie lo descubra, dijo su mano danzarina. No se lo digas a nadie, ni siquiera a la Kumarima Sonriente. Sé que la llamas así, pero ella no lo entendería. Pensaría que es sucio, una contaminación. En ciertos aspectos, ella no es tan distinta de ese hombre que trató de hacerte daño. Que este sea nuestro secreto, sólo tuyo y mío.

Poco después vino la Kumarima Sonriente para echarme un vistazo y revisar que no hubiera pulgas, pero yo fingí estar dormida. El guante y la cosa-feto estaban ocultos bajo mi almohada. Los imaginé hablándome a través de las plumas de ganso y el suavísimo algodón, enviándome sueños mientras revoloteaban los helicópteros y cazadores robots, atravesando la noche encima de mi cabeza. Cuando oí el clic del cerrojo de su puerta, me puse el guante y el auricular y busqué la lluvia perdida. La encontré a ciento cincuenta kilómetros de altura, gracias al ojo de una aeia meteorológica que giraba en órbita fija sobre el este de la India. Vi el monzón, una espiral de nubes como las garras de un gato clavándose en el mar. En la aldea había gatos, seres sospechosos afectos a los ratones y la cebada. En Kumari Ghar no se permitían los gatos. Miré hacia abajo, a mi reino, pero no pude ver ni la ciudad, ni el palacio, ni a mí. Vi montañas, montañas blancas bordeadas de hielo gris y azul. Yo era la diosa de todo esto. Y el corazón se me salió del cuerpo, porque mi reino no era nada: una ínfima costra de piedra sobre ese inmenso mundo que flotaba como las ubres llenas de una vaca, repleto y pesado de gente y de ciudades luminosas y naciones radiantes. La India, donde nacían nuestros dioses y nuestros nombres.

En el lapso de tres días, la policía había capturado a los conspiradores y estaba lloviendo. Había nubes bajas sobre Katmandú. El color se esfumó de los templos de la Plaza Durbar, pero la gente golpeaba latas y tazas de metal en las calles lodosas, en señal de alabanza a la Taleju Devi.

—¿Qué les sucederá? —le pregunté a la Kumarima Alta—. A los hombres malos.

—Lo más probable es que los ahorquen —dijo ella.

El otoño posterior a las ejecuciones de los traidores, la insatisfacción finalmente se volcó a las calles como la sangre de los sacrificios. Ambos bandos clamaban por mí: policía y manifestantes. Otros me ensalzaban, tanto como símbolo de todo lo que estaba bien en nuestro Reino como de todo lo que estaba mal. La Kumarima Alta trató de explicármelo, pero en mi mundo revolucionado y lleno de peligros mi atención se fijaba en otra parte, en la enorme y antigua región del sur, que se extendía como una falda enjoyada. En épocas semejantes era fácil dejarse seducir por la aterradora profundidad de su historia, por los dioses y guerreros que la habían arrasado, imperio tras imperio tras imperio. Mi reino siempre había sido indomable y libre, pero conocí a los hombres que habían liberado a la India del Último Imperio —hombres como dioses— y vi esa libertad destrozada por la rivalidad, la intriga y la corrupción hasta quedar convertida en estados feudales: Awadh y Bharat, los Estados Unidos de Bengala, Maratha, Karnataka.

Nombres y lugares legendarios. Ciudades relucientes, viejas como la historia. Allí las aeias invadían las calles atestadas como gandhavas. Allí los hombres superaban en número a las mujeres en una proporción de cuatro a uno. Allí las antiguas diferencias se habían dejado atrás y las mujeres se casaban con lo más alto del árbol de las castas que podían, y los hombres con mujeres de algunos niveles más abajo. Quedé tan embelesada por sus líderes y partidos y política como lo estaban cualquiera de sus ciudadanos por los culebrones generados por aeia que tanto les gustaban. Mi espíritu estaba allá, en la India, a comienzos de aquel duro invierno en que la policía y las máquinas del Rey restauraron el viejo orden en la ciudad que estaba más allá de la Plaza Durbar. Turbulencia en la tierra y en el cielo. Un día me levanté y descubrí nieve en el patio de madera; los tejados del templo de la Plaza Durbar abrumados por ella como ancianos ceñudos y congelados. Ahora sabía que el clima extraño no era obra mía, sino el resultado de unos lentos y gigantescos cambios climáticos. La Kumarima Sonriente vino a mi jharoka mientras yo miraba los copos gruesos y suaves como cenizas que caían del cielo blanco. Se arrodilló frente a mí, se frotó las manos sin sacarlas de los puños de sus amplias mangas. Sufría mucho el frío y la humedad.

—¿Devi, acaso no eres para mí como una hija más?

Sacudí la cabeza, sin querer decirle que sí.

—¿Devi, alguna vez, alguna, te he dado algo que no fuera lo mejor de mí?

Como su contraparte una temporada antes, extrajo una caja de píldoras plástica de la manga y la apoyó en la palma de su mano. Yo me recliné en la silla, temerosa del objeto como nunca lo había estado de algo que me ofreciera la Kumarima Alta.

—Sé lo felices que somos todas aquí, pero siempre tiene que haber un cambio. Un cambio en el mundo, igual que esta nieve antinatural, devi, fuera de lugar, representa un cambio para nuestra ciudad. Y aquí dentro no somos inmunes al cambio, mi flor. El cambio también te llegará a ti, devi. A ti, a tu cuerpo. Te transformarás en mujer. Si pudiera, impediría que te ocurriera, devi. Pero no puedo. Nadie puede. Lo que puedo ofrecerte es... una prórroga. Un quedarte como estás. Toma estas píldoras. Retrasarán los cambios. Durante años, espero. Entonces podremos seguir siendo felices aquí, devi, todas juntas. —Levantó la vista desde su posición de media reverencia respetuosa para mirarme a los ojos. Sonrió—. ¿Alguna vez quise algo que no fuera lo mejor para ti?

Estiré la mano. La Kumarima Sonriente volcó las píldoras en mi palma. Cerré el puño y me bajé del trono tallado. Cuando me dirigía a mi cuarto, escuché que la Kumarima Sonriente cantaba plegarias de agradecimiento a las diosas de las tallas. Miré las píldoras que tenía en la mano. El azul parecía un color tan equivocado... Luego llené la copa que tenía en mi pequeño lavabo y las apuré en dos tragos, abajo, abajo.

Después de eso las recibí todos los días: dos píldoras, azules como el Señor Krishna, que aparecían milagrosamente en mi mesa de noche. Por algún motivo, nunca se lo conté a la Kumarima Alta, ni siquiera cuando ella comentó qué irritable me estaba poniendo, qué extrañamente desconcentrada y distraída estaba en las ceremonias. Le dije que era por las devis de las paredes, que me susurraban cosas. Yo sabía lo suficiente sobre mi calidad de especial, lo que otros han llamado mi desorden, como para estar segura de que no me cuestionaría eso. Aquel invierno me sentía cansada y letárgica. Mi sentido del olfato se agudizó hasta percibir el menor aroma y la gente de mi Plaza, con sus rostros estúpidos y sonrientes vueltos hacia arriba, me exasperaba. Pasé semanas sin mostrarme. Los corredores de madera se pusieron ásperos y hediondos por la sangre vieja. Con el perspicacia de los demonios, ahora me doy cuenta de que mi cuerpo era un campo de batalla químico donde luchaban mis hormonas y los supresores de la pubertad de la Kumarima Sonriente. Ese año tuvimos una primavera pesada y húmeda, y yo me sentía enorme e hinchada por el calor, un bulbo de fluidos que caminaba como un pato bajo las túnicas y el maquillaje aceitoso. Comencé a arrojar las pildoritas azules bajo la cómoda. Era Kumari desde hacía siete Dasains.

Pensaba que me sentiría como antes, pero no fue así. No estaba mal como cuando tomaba las píldoras; estaba sensible, agudamente consciente de mi cuerpo. Me echaba en mi cama de madera y sentía que me crecían las piernas. Me volví muy consciente de mis pequeños pezones. El calor y la humedad empeoraron, o eso me pareció.

En cualquier momento podría haber abierto mi palmer para preguntarle qué me estaba pasando, pero no lo hice. Tenía miedo de que pudiera decirme que se acercaba el fin de mi divinidad.

La Kumarima Alta seguramente se dio cuenta de que el orillo de mi túnica ya no rozaba el suelo, pero fue la Kumarima Sonriente la que se quedó atrás en el corredor cuando nos dirigíamos apresuradamente al salón darshan, la que vaciló por un momento, la que dijo con suavidad, sonriendo como siempre:

—¡Cómo estás creciendo, devi ! ¿Todavía estás...? No, discúlpame, claro... Debe ser por este clima cálido que tenemos... hace que los niños crezcan como malezas. Los míos están rompiendo toda la ropa que tienen, todo les queda chico.

A la mañana siguiente, mientras me vestía, escuché un sonido en mi puerta, como un ratón rascando o un golpecito de insecto.

—¿Devi ?

Ningún insecto, ningún ratón. Quedé paralizada, palmer en mano, con el auricular parloteando en mi cabeza sobre las primeras noticias del día sobre Awadh y Bharat.

—Nos estamos vistiendo.

—Sí, devi, por eso me agradaría pasar.

Apenas logré quitarme la palmer y meterla bajo el colchón antes de que la pesada puerta se abriera de golpe sobre sus goznes.

—Podemos vestirnos solas desde los seis años —retruqué.

—Sí, por cierto —dijo la Kumarima Sonriente, sonriendo—. Pero algunos de los sacerdotes me han mencionado que observan un poco de laxitud en la vestimenta ritual.

Yo estaban ahí parada, vestida con mi ropa de dormir roja y dorada; estiré los brazos y me di vuelta, como uno de los bailarines en trance que veía en las calles desde mi litera. La Kumarima Sonriente suspiró.

Devi, sabes tan bien como yo...

Me quité el camisón por arriba de la cabeza y me quedé sin ropa, desafiándola a mirarme, a revisar mi cuerpo en busca de signos de madurez femenina.

—¿Lo ves? —la desafié.

—Sí —dijo la Kumarima Sonriente—, ¿pero qué es eso que tienes detrás de la oreja?

Estiró la mano y arrancó el auricular. Que en un santiamén estaba en mi puño cerrado.

—¿Es lo que yo creo que es? —dijo la Kumarima Sonriente, con su suave sonrisa llenando el espacio que me separaba de la puerta—. ¿Quién te lo dio?

—Es nuestro —declaré con mi voz más autoritaria, pero no era más que una niña de doce años desnuda a quien habían descubierto en falta, y con semejante autoridad no se puede impresionar ni al polvo.

—Dámelo.

Apreté el puño con más fuerza.

—Somos una diosa, no puedes darnos órdenes.

—Una diosa lo es si se comporta como una diosa, y en este momento te estás comportando como una niña malcriada. Muéstramelo.

Ella era una madre y yo era su hija. Abrí los dedos. La Kumarima Sonriente retrocedió como si yo tuviera en la mano una serpiente venenosa. A los ojos de su fe, eso era.

—Contaminación —dijo débilmente—. Se echó a perder, todo se echó a perder. —Levantó la voz—. ¡Ya sé quién te dio esto! —Antes de que yo pudiera cerrar de golpe los dedos, me arrebató la espiral de plástico de la palma. Arrojó el auricular al suelo como si quemara. Vi que el borde de su falda se levantaba, vi que el tacón descendía, pero ese objeto era mi mundo, mi oráculo, mi ventana hacia lo hermoso. Me lancé de cabeza para rescatar al diminuto feto de plástico. No recuerdo haber sentido dolor ni conmoción, ni siquiera recuerdo el chillido de horror y miedo de la Kumarima Sonriente cuando su tacón llegó abajo, pero siempre veré la punta de mi dedo índice derecho, explotando en medio de un chorro de sangre roja.


El pallav de mi sari amarillo flameaba con el viento mientras avanzaba rápidamente en la hora pico de la tarde de Delhi. Apagando la alarma con el talón de la mano, el conductor del pequeño phatphat color avispa se metió entre un camión-tren cargado de madera, con dioses y apsaras pintados en colores chillones, y un Maruti del gobierno de color crema y se introdujo en el enorme chakra de tránsito que rodeaba Connaught Place. En Awadh se conduce con los oídos. El rugido de las bocinas, cornetas y timbres de los ciclocarros me asaltaba de todos los lados al mismo tiempo. Comenzaba antes que los pájaros del amanecer y sólo se acallaba bien entrada la medianoche. El conductor esquivó un saddhu que caminaba entre el tránsito con la calma de quien vadea el Santo Yamuna. Su cuerpo estaba blanco de ceniza sagrada; era un fantasma doliente, pero su tridente de Shiva brillaba de rojo sangre bajo el sol poniente. Yo pensaba que Katmandú era sucia, pero la luz dorada y los increíbles crepúsculos de Delhi hablaban de una contaminación mucho más intensa que aquella. Acurrucada en el asiento trasero del autocarro con Deepti, yo llevaba máscara y antiparras antismog para proteger el delicado maquillaje de mis ojos. Pero el pliegue del sari flameaba por encima de mi hombro con el viento del ocaso y las campanillas de plata tintineaban.

Había seis en nuestra flotilla. Aceleramos por las anchas avenidas del Raj Británico, pasando los edificios rojos de la vieja India que se extendían sin control, hacia las ahusadas torres de cristal de Awadh. Unos barriletes negros circundaban las torres: carroñeros, picoteadores de muertos. Giramos debajo de los frescos árboles neem para introducirnos en el sendero de entrada de un chalet del gobierno. Las antorchas encendidas nos iluminaron el trayecto hacia el porche flanqueado por pilares. El personal doméstico, vestido con uniformes Rajput, nos escoltó al entoldado shaadi.

Mamaji había llegado antes que cualquiera. Aleteaba y se inquietaba entre sus pupilas: una relamida, una caricia, un enderézate, una admonición.

—De pie, de pie. Nada de depresiones aquí. Mis chicas serían las más bonitas de este shaadi, ¿me oyen? —Shweta, su asistente huesudo y boca sucia, recolectó nuestras máscaras antismog—. Ahora, chicas, palmers listas. —Conocíamos el ejercicio con elegancia casi militar. Mano arriba, ponerse el guante sin quitarse los anillos, gancho detrás de las joyas de la oreja, decorosamente oculto por los dupattas con flecos que nos envolvían la cabeza—. Esta noche nos honra la presencia de lo más granado de Awadh. La crème de la crème. —Apenas pestañé al ver los curriculums que corrían por mi visor interno—. Muy bien chicas, contando desde la izquierda, las primeras doce, dos minutos cada una, después las siguientes doce de la lista. ¡Rápido y bien! —Mamaji golpeó las manos y nos formamos en fila. Una banda arrancó con un popurrí de temas musicales de Ciudad y Campo, la telenovela que era la obsesión nacional de la sofisticada Awadh. Allí estábamos, doce pequeñas futuras esposas, mientras los sirvientes Rajput levantaban la parte trasera del pabellón.

Los aplausos estallaron a nuestro alrededor como una lluvia. Había un centenar de hombres parados, formando un burdo semicírculo, batiendo las palmas con entusiasmo, con los rostros brillantes bajo la luz de las lámparas de carnaval.

Cuando llegué a Awadh, lo primero que me llamó la atención fue la gente. Gente que empujaba gente, gente que mendigaba, gente que hablaba, gente pasando velozmente junto a otra sin una mirada ni una palabra ni un gesto de reconocimiento. Creía que Katmandú contenía más gente de la que se podía imaginar. No había visto la Vieja Delhi. El ruido constante, la insensibilidad de todos los días, la falta de cualquier tipo de respeto, me abrumaron. Uno podía desaparecer en esa muchedumbre de rostros como una gota de agua dentro de una cisterna. Lo segundo que advertí fue que los rostros eran todos masculinos. Era tal como mi palmer me lo había susurrado, por cierto. Había cuatro hombres por cada mujer.

Hombres excelentes, hombres buenos, hombres inteligentes, hombres ricos, hombres de ambición y carrera y propiedad, hombres de poder y perspectivas. Hombres sin esperanza de casarse con alguien de su propia clase y casta. Hombres con pocas posibilidades de casarse, punto. Shaadi era la palabra que alguna vez se había referido a las festividades de boda: el novio sobre su hermoso caballo blanco, tan noble; la novia, tímida y encantadora detrás de su velo dorado. Luego se convirtió en el nombre de las agencias de citas: El simpático Agarwal, trigueño, con Maestría de una universidad de EE.UU. busca civil/militar del mismo nivel con fines matrimoniales. Ahora era un desfile de novias, un mercado del casamiento para hombres solos con enormes dotes. Dotes que significaban una suculenta comisión para la Agencia Shaadi Chicas Adorables.

Las Chicas Adorables se alineaban del lado izquierdo de la Pared de Seda que abarcaba toda la longitud del jardín del chalet. Los primeros doce hombres se formaron a la derecha. Ellos se enorgullecían de sus finos atuendos y de sus plumas acicaladas, pero yo advertí que estaban nerviosos. La partición no era más que una ristra de saris, sujetos con alfileres a una soga extendida entre unos postes de plástico, que flameaban con el viento nocturno cada vez más fuerte. Un gesto de decoro, Purdah. Ni siquiera eran de seda.

Reshmi fue la primera en avanzar y hablarle a la Pared de Seda. Era una chica Yadav, campesina de Uttaranchal, de manos y rostro grandes. La hija de un pastor. Sabía cocinar, coser y cantar, llevar las cuentas de la casa, manejar aeias domésticas y personal humano. Su primer candidato era un hombre con cara de comadreja, de mandíbula débil, vestido con ropa gubernamental blanca y un gorro Nehru. Tenía los dientes en malas condiciones. Eso nunca es bueno. Cualquiera de nosotras le podría haber dicho que estaban malgastando la tarifa del shaadi, pero ellos se saludaron con un namaste y se alejaron juntos, a tres pasos de distancia como indicaba la regla. Al final de la caminata, Reshmi regresaría para reincorporarse en la cola de la fila y conocer a su próximo candidato. En shaadis grandes como éste, al final de la noche mis pies comenzaban a sangrar. Pisadas rojas sobre los pisos de mármol del haveli del patio de Mamaji.

Yo me fui con Ashok, un globo enorme de treinta y dos años que resollaba un poco mientras caminaba. Vestía un kurta blanco y voluminoso, la moda de esta temporada, aunque él era Punjabi de cuarta generación. Su arreglo personal no incluía más que una barba incontrolable y un cabello grasoso que olía a demasiada pomada Dapper Deepak. Incluso antes de que hiciera el namaste, me di cuenta de que era su primer shaadi. Veía que sus globos oculares se movían mientras leía mis antecedentes, que al parecer flotaban frente a él. Yo no necesité leer el suyo para saber que era un dataraja, ya que no hablaba de nada salvo de sí mismo y de las cosas brillantes que estaba haciendo: las especificaciones de un nuevo conjunto de procesadores de proteína, el ware que estaba criando, las aeias que estaba alimentando en sus establos, sus viajes a Europa y Estados Unidos, donde todo el mundo conocía su nombre y personas de gran importancia se alegraban de recibirlo.

—Claro que Awadh nunca va a ratificar el Acta de Hamilton, sin importar lo íntimos que sean el Ministro Shrivastava y el Presidente McAuley, pero si eso ocurriera, si nos permitimos ese pequeñísimo razonamiento contrario a los hechos... bueno, será el fin de la economía: Awadh es IT, en Mehrauli hay más graduados que en toda California. Los norteamericanos pueden quejarse de que es una parodia del alma humana, pero necesitan de nuestras Nivel 2.8... ¿sabes lo que es eso? Son aeias que pueden pasar por humanas el 99 por ciento del tiempo, porque todos saben que nadie hace cripto cuántica como nosotros, así que no me preocupa tener que cerrar los paraísos de datos, y aunque lo hagan, bueno, siempre queda Bharat... no puedo imaginarme a los Ranas inclinándose ante Washington, menos cuando el 25 por ciento de su Forex proviene de las licencias de emisión de Ciudad y Campo... que está cien por ciento generada por aeias.

Era un payaso enorme y afable, con una fortuna que habría podido comprar mi Palacio de la Plaza Durbar y a todos los sacerdotes que allí vivían, y me descubrí rezándole a Taleju para que me salvara de casarme con semejante pelmazo. Se detuvo en medio de un paso, tan abruptamente que casi resbalé.

—Debes seguir caminando —le susurré—. Lo dice el reglamento.

—Vaya —dijo, parado como un estúpido, con los ojos redondos de sorpresa. Las parejas comenzaron a amontonarse detrás de nosotros. Con mi visión periférica, vi que Mamaji hacía unos gestos urgentes, amenazantes. Que avance—. Oh, vaya. Eres una ex-Kumari.

—Por favor, estás llamando la atención. —Lo habría remolcado del brazo, pero ése era un error aún más mortal.

—¿Cómo era ser una diosa?

—Ahora no soy más que una mujer, como cualquier otra —respondí. Ashok lanzó un suave carraspeo, como si hubiera logrado una iluminación muy pequeñita, y siguió caminando con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

Antes de llegar al final de la Pared de Seda y separarnos, debe de haberme hablado una, dos veces: no lo escuchaba, no escuchaba la música, ni siquiera escuchaba el tronar eterno del tránsito del Delhi. El único sonido que resonaba en mi cabeza era el ruido agudo entre mis ojos que indicaba mi necesidad de llorar, sabiendo que no podía. El gordo, egoísta y farfullante Ashok me había hecho recordar la noche en que dejé de ser diosa.


Pies descalzos golpeando la madera lustrada de los corredores del Kumari Ghar. Pies que corrían, gritos acallados que sonaban cada vez más distantes mientras yo me arrodillaba, aún desvestida por la inspección de mi Kumarima, mirando la sangre que goteaba de la punta de mi dedo reventado sobre el suelo de madera pintada. No recuerdo que me doliera; por el contrario, miraba al dolor desde un lugar aparte, como si la niña que lo sentía fuese otra persona. Muy, muy lejos, la Kumarima Sonriente estaba de pie, detenida en el tiempo, tapándose la boca con las manos por el horror y la culpa. Las voces se desvanecieron y las campanas de la Plaza Durbar comenzaron a balancearse y repicar, convocando a sus hermanas de toda la ciudad de Katmandú hasta que comenzaron a sonar en todo el valle, desde Bhaktapur al Bazar de Trisuli, anunciando la caída de la Kumari Devi.

En el transcurso de una sola noche, me convertí otra vez en humana. Me llevaron al Hanumandhoka —esta vez caminando, como cualquier persona, sobre las piedras del pavimento— donde los sacerdotes pronunciaron un puja final. Devolví mis túnicas rojas, mis joyas y cajas de maquillaje, todo pulcramente doblado y plegado. La Kumarima Alta me había conseguido unas ropas humanas. Creo que las tenía guardadas desde hacía tiempo. El Rey no vino a despedirme. Ya no era su hermana. Pero sus cirujanos me habían reconstruido el dedo, aunque me advirtieron que siempre lo sentiría algo entumecido y poco flexible.

Partí al alba, a bordo de un Mercedes Real de suave andar y ventanillas polarizadas, mientras los barrenderos lavaban las piedras de la Plaza Durbar bajo el cielo color damasco. Mis Kumarimas se despidieron a las puertas del palacio. La Kumarima Alta me abrazó brevemente.

—¡Oh!, había tantas cosas más que necesitaba hacer. Bueno, esto tendrá que alcanzar.

Sentí su temblor contra mi cuerpo, como un pájaro sujeto por una mano que lo aprieta demasiado. La Kumarima Sonriente no podía mirarme. Yo no quería que me mirara.

Al tiempo que el coche me llevaba por la ciudad que se iba despertando, traté de comprender cómo se sentía ser humana. Había sido diosa tanto tiempo que apenas me acordaba cómo era ser de otra forma, pero parecía haber tan poca diferencia que comencé a sospechar que uno es divino porque la gente lo dice. La carretera ascendía, atravesando suburbios verdes; luego se hacía sinuosa y más angosta, repleta de ómnibus y camiones con adornos chillones. Las casas se fueron haciendo cada vez más pequeñas y feas, hasta convertirse en casuchas y puestos de chai a la vera del camino, y luego ya estábamos fuera de la ciudad... la primera vez desde mi llegada, hacía siete años. Apreté las manos y la cara contra el cristal y miré a Katmandú allá abajo, cubierta con su manto de smog ocre. El auto se incorporó a una larga hilera de tránsito que circulaba por un camino angosto e irregular que se hundía hacia el costado del valle. Por encima de mí, las montañas moteadas de refugios para cabras y templos de piedra donde flameaban unas banderas de oración hechas harapos. Debajo, el torrente de agua de cremosa, amarronada. Estaba por llegar. Me pregunté a qué distancia, sobre este mismo camino, se encontraban esos otros autos del gobierno que llevaban a los sacerdotes a buscar más niñitas portadoras de las treinta y dos señales de la perfección. Después el auto giró la curva del valle y llegué a casa: Shayka, sus paradores para camiones y estación de combustible, las tiendas y el templo de Padma Narteswara. Los árboles polvorientos con anillos blancos pintados alrededor de los troncos y, entre ellos, el muro y el arco de piedra donde los escalones descendían a través de las terrazas hacia mi casa y, en ese rectángulo de cielo enmarcado de piedra, mis padres, parados uno al lado del otro, apretados con fuerza, tímidamente, uno contra el otro, como yo los había visto por última vez en el patio del Kumari Ghar de donde no querían marcharse.


Mamaji era demasiado respetable para demostrar nada que se pareciera al enojo irrestricto, pero tenía otras maneras de expresar su disgusto. En la cena, la corteza de roti más pequeña, la porción más escasa de dhal. Vienen las chicas nuevas, haz espacio, haz espacio... Yo, a la habitación más alta, menos ventilada, más alejada de la frescura del estanque del patio.

—Me pidió mi dirección de palmer —le dije.

—Si tuviera una rupia por cada dirección de palmer... —dijo Mamaji—. Sólo le interesabas como objeto novedoso, querida. Antropología. Nunca te iba a proponer nada. No, olvídate de él.

Pero mi destierro a la torre era un castigo insignificante, porque me elevaba por encima del ruido y los gases de escape de la ciudad vieja. Si las porciones de comida se reducían, poco se perdía: la comida había sido horrible todos los días de los casi dos años en que había vivido en el haveli. A través del enrejado de madera, más allá de los tanques de agua y las antenas satelitales y los niños jugando al cricket en los techos, veía las murallas del Fuerte Rojo, los minaretes y cúpulas del Jami Masjid y, detrás de ellos, el reluciente cristal y las agujas de titanio de Nueva Delhi. Y más alto que todos ellos, las bandadas de palomas de los lofts de los kabooter, con tubos de arcilla atados a las patas para que silbaran y cantaran cuando las aves remolineaban sobre Chandni Chowk. Y esta vez la sabiduría mundana de Mamaji la hizo quedar como una tonta, porque Ashok me estaba enviando mensajes subrepticios, a veces preguntas sobre la época en que era diosa, la mayoría sobre él mismo y sus grandes planes e ideas. Sus palabras de color lila, flotando en mi visión interna contra las intrincadas siluetas de mis pantallas jali, eran un brillante placer en aquellos días de pleno verano. Descubrí el deleite de la discusión política; contra el animado optimismo de Ashok, yo hablaba de lo que leía en los canales de noticias. Según las columnas de opinión, me parecía inevitable que Awadh, a cambio de obtener el status de Nación Favorecida por los Estados Unidos de América, ratificaría el Acta de Hamilton, dejando fuera de la ley a todas las aeias más inteligentes que un mono langur. No le dije nada a Mamaji de nuestra relación. Ella me lo habría prohibido, a menos que él me propusiera matrimonio.

Una noche de calor pre-monzón, cuando los niños estaban muy cansados hasta para el cricket y el cielo era un cuenco de bronce invertido, Mamaji se presentó en mi torreta, en la cima del viejo haveli de los mercaderes. Contra todo decoro, las jalis se abrieron de golpe y mis cortinas de gasa se agitaron con los remolinos de calor que se elevaron desde los callejones de abajo.

—Sigues comiendo de mi pan. —Puso un pie sobre mi thali. Hacía demasiado calor para comer, demasiado calor para cualquier cosa que no fuera estar acostada y esperando la lluvia y el fresco, si es que este año llegaban a venir. Oía las voces de las chicas que pataleaban en la piscina del patio de abajo. Ese día me habría encantado sentarme en el borde azulejado con ellas, pero era dolorosamente consciente de que había vivido en el haveli de la Agencia Shaadi Chicas Adorables mucho más tiempo que cualquiera de ellas. No quería ser su Kumarima. Y cuando los rumores corrían por los frescos pasillos de mármol y se enteraban de mi niñez, me pedían pequeños pujas, pequeños milagros, que las ayudaran a encontrar al hombre indicado. Yo ya no se los concedía, no porque temiera no disponer más del poder —algo que nunca había tenido— sino porque eso salía de mí y entraba en ellas y por eso ellas conseguían a los banqueros y ejecutivos de televisión y vendedores de Mercedes.

—Tendría que haberte abandonado en esa cloaca nepalí. ¡Diosa! ¡Ja! Y yo engañada, pensando que eras un trofeo. ¡Hombres! Pueden tener acciones y apartamentos en la Playa de Chowpatty, pero en el fondo son tan supersticiosos como cualquier campesino yadav.

—Lo siento, Mamaji —dije, apartando la mirada.

—¿Puedes evitarlo? Naciste perfecta en apenas treinta y dos modos diferentes. Ahora, escúchame, cho chweet. Vino a visitarme un hombre.

Los hombres siempre venían de visita, echando vistazos a las risitas y movimientos de las Chicas Adorables que los espiaban a través de las jalis, mientras esperaban en el fresco del patio a que Shweta se los presentara a Mamaji. Hombres con ofertas de matrimonio, hombres con contratos prenupciales, hombres que depositaban adelantos de la dote. Hombres solicitando entrevistas especiales y privadas. Este hombre que había visitado a Mamaji había acudido en busca de una.

—Un joven fantástico, un joven encantador, de apenas veinte años. El padre es importante en el negocio del agua. Ha solicitado un encuentro privado contigo.

Sospeché de inmediato, pero había aprendido entre las Chicas Adorables de Delhi, y mucho más entre los sacerdotes y Kumarimas de Katmandú, a no dejar entrever nada en la expresión de mi rostro maquillado.

—¿Conmigo? Qué honor... y tiene sólo veinte años... y también una buena familia, tan bien conectada.

—Es un Brahmin.

—Sé que yo soy solamente una chica de Shakya...

—No entiendes. Es un Brahmin.


Ilustración: Guillermo Vidal

Había tantas cosas más que necesitaba hacer, me había dicho la Kumarima Alta cuando el coche real se alejaba de los portones de madera tallada del Kumari Ghar. Un susurro a través de una ventana me habría explicado todo: la maldición de la Kumari.

Shakya me la ocultó. La gente cruzaba la calle con la excusa de ir a ver o a hacer cosas. Los viejos amigos de la familia asentían nerviosamente antes de recordar que tenían otras ocupaciones importantes que atender. Los chai-dhabas me servían té gratis, por lo que yo me sentía incómoda y me marchaba. Los choferes de camión eran amigos míos; los conductores de ómnibus y los transportistas de larga distancia se detenían en las estaciones de biodiesel. Deben de haberse preguntado quién era esa extraña niña de doce años que mataba el tiempo en los paradores de camiones. No dudo que algunos se imaginaban algo más. Aldea por aldea, ciudad por ciudad, la leyenda se esparció, y también por la carretera del norte. Ex-Kumari.

Luego comenzaron los accidentes. Un muchacho perdió la mitad de la mano cuando le quedó atrapada en la correa del ventilador de un motor Nissan. Un adolescente bebió rakshi en mal estado y murió por intoxicación alcohólica. Un hombre resbaló entre dos camiones que pasaban y lo aplastaron. Las habladurías en los chai-dhabas y en los talleres de reparación trataban, una vez más, sobre mi tío, que había muerto por la caída mientras la pequeña diosa, rebotando en su cuna de alambre, reía y reía y reía.

Dejé de salir. A medida que el invierno se apoderaba del valle de Katmandú, pasaron semanas enteras en las que no salí de mi cuarto. Mis días transcurrían mirando al aguanieve abatiéndose contra mi ventana, las banderas de oración flameando casi horizontalmente por el viento y el rebotar del cable de la jaula para cruzar el río. Abajo, el río furioso, desbordado. Aquella temporada, las voces de los demonios me hablaron con estridencia desde la montaña, diciéndome las cosas más odiosas acerca de las Kumaris sin fe que traicionaban la herencia sagrada de su devi.

El día más corto del año, pasó por Shakya el comprador de esposas. Escuché una voz y no la reconocí por encima del televisor que parloteaba día y noche en la habitación principal. Abrí la puerta apenas lo suficiente para que entrara esa voz y el resplandor de la fogata.

—Yo no les sacaría dinero. Están perdiendo el tiempo aquí en Nepal. Todos conocen la historia, y aunque finjan que no la creen, nadie se comporta como si fuera así.

Escuché la voz de mi padre pero no logré distinguir las palabras. El comprador de esposas dijo:

—Podría funcionar en el sur, en Bharat o Awadh. En Delhi están tan desesperados que hasta aceptan Intocables. Son raros esos hindúes; a algunos hasta podría gustarles la idea de casarse con una diosa, como símbolo de status. Pero no puedo llevármela, es muy joven; la enviarían de vuelta directamente al llegar a la frontera. Hay reglas. En la India, ¿pueden creerlo? Avísenme cuando cumpla catorce.

Dos días después de mi cumpleaños número catorce, el comprador de esposas regresó a Shakya y yo me fui con él en su camioneta utilitaria japonesa. No me gustaba su compañía ni confiaba en sus manos, así que dormí o hice que dormía mientras él conducía hacia las tierras bajas del Terai. Cuando desperté ya estábamos bien lejos de la frontera, en el país de las maravillas de mi niñez. Había pensado que el comprador de esposas me llevaría a la antigua y sagrada Varanasi, la nueva capital de la deslumbrante dinastía Rana de Bharat, pero los ciudadanos de Awadh, aparentemente, eran menos respetuosos de las supersticiones hindúes. Por ende, llegamos a la vasta, incoherente y estruendosa expansión que abarcaba a las dos Delhis, como dos hemisferios de un mismo cerebro, y a la Agencia Shaadi Chicas Adorables. Donde los hombres casaderos no tenían la sofisticación del 2040, al menos en materia de ex-devis. Donde los únicos que estaban muy por encima de la maldición de la Kumari eran los que cobijaban un respeto por supersticiones mucho mayores: los niños diseñados genéticamente conocidos como Brahmines.

La sabiduría era suya, la salud era suya, la belleza y el éxito y el status estaban asegurados, lo mismo que la fortuna que nunca se podía devaluar ni malgastar ni perder en las apuestas, porque residía en el entramado de cada curva de su ADN. Los niños Brahmines de la súper elite de la India disfrutaban de una larga vida —dos veces más larga que la de sus padres— pero pagaban un precio. Eran, en verdad, los nacidos dos veces, una casta superior a cualquier otra, tan alta como para convertirse en los nuevos Intocables. Un compañero adecuado para una ex-diosa: un nuevo dios.


Las llamaradas de gas de las industrias pesadas de Tughluq encendían el horizonte occidental. Desde la cima de la alta torre, leía las geometrías ocultas de Nueva Delhi, los collares de luz que rodeaban Connaught Place, la grandiosa red fulgurante de la capital monumental del Raj muerto, el resplandor incoherente de la ciudad vieja hacia el norte. El penthouse del último piso de la majestuosa Torre Narayan era de cristal: paredes de cristal, techo de cristal; debajo de mí, obsidiana pulida que reflejaba el cielo nocturno. Caminé con las estrellas en mi cabeza y mis pies. Era un recinto diseñado para sobrecoger e intimidar. No era nada para alguien que había visto con sus propios ojos cómo los demonios cercenaban cabezas de cabra, que había caminado sobre seda ensangrentada hacia su propio palacio. No era nada para la que estaba ataviada, como lo había solicitado el mensajero, con toda la panoplia de la diosa. Túnica roja, uñas rojas, labios rojos, ojo rojo de Shiva pintado encima de mis ojos delineados de negro con kohl, corona de falso oro con perlas falsas colgando, mis dedos salpicados de anillos vulgares obtenidos de los vendedores de joyas baratas del Bazar de Kinari, una delgada cadena de oro genuino que unía el costado de mi nariz con mi arete. Una vez más, era la Kumari Devi. Los demonios se revolvían dentro de mí.

Mamaji me había adoctrinado mientras viajábamos velozmente de la ciudad vieja a la nueva. Me había envuelto con un ligero chador de voile... para proteger mi maquillaje, dijo; en realidad, para ocultarme de las miradas de la calle. Las chicas habían pronunciado bendiciones y plegarias a mis espaldas mientras el phatphat salía precipitadamente del patio del haveli.

—No digas nada. Si él te habla, inclina la cabeza como una buena chica hindú. Si hay algo que decir, lo diré yo. Puede que hayas sido una diosa, pero él es un Brahmin. Podría comprar tu mugriento palacio diez veces. Sobre todo, no dejes que tus ojos te traicionen. Que los ojos no digan nada. Al menos te enseñaron eso en Katmandú, ¿verdad? Ahora vamos, cho chweet, formemos una pareja.

El penthouse de cristal solamente estaba iluminado por el resplandor de la ciudad y por lámparas escondidas que arrojaban una incómoda luz azul. Ved Prakash Narayan estaban sentado sobre un musnud, una loseta de mármol negro, sin adornos. Su simplicidad era señal de un patrimonio y de un poder que estaban más allá de cualquier joya ornamentada. Mis pies descalzos susurraron en el cristal colmado de estrellas. La luz azul se intensificó a medida que me aproximaba a la plataforma. Ved Prakash Narayan estaba vestido con una chaqueta sherwani larga, bellamente bordada, y el tradicional pijama churidar ajustado. Se inclinó hacia delante para quedar bajo la luz y necesité todas las palabras sobre el control que la Kumarima Alta alguna vez me había dicho al oído para contener un jadeo.

Un niño de diez años, sentado en el trono del Emperador Mughal.

Viven dos veces más, pero envejecen la mitad de rápido. Lo mejor que pudieron lograr los ingenieros en genética de Kolkata con cuatro millones de años de ADN humano. Un esposo-niño para la que alguna vez había sido una niña-diosa. Salvo que éste no era un niño. En cuanto a situación legal, experiencia, educación, gustos y emociones, era un hombre de veinte años en todos los aspectos, a excepción del físico.

Sus pies no llegaban al suelo.

—Muy, muy extraordinario. —Tenía la voz de un niño. Se deslizó de su trono, caminó a mi alrededor, estudiándome como si yo fuera un artefacto de museo. Era una cabeza más bajo que yo—. Sí, esto es verdaderamente especial. ¿Cuál es el arreglo?

La voz de Mamaji, desde la puerta, pronunció un número. Obedecí a mi entrenamiento y traté de no mirarlo a los ojos mientras él me acechaba.

—Aceptable. Mi hombre entregará el prenupcial antes del fin de semana. Una diosa. Mi diosa.

Luego atisbé sus ojos y vi dónde estaban todos los años que faltaban. Eran azules, de un azul extraterreno, y más fríos que cualquiera de las luces de su palacio en la cima de la torre.


Estos Brahmines son peores que cualquiera a la hora de trepar socialmente, decía el mensaje de Ashok en mi aeia, en la cima del shaadi haveli, la prisión convertida en cámara nupcial. Castas dentro de castas dentro de castas. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, sobre las murallas cubiertas por la niebla del Fuerte rojo, antes de disolverse entre los rápidos vuelos de las palomas musicales. Tus hijos serán bendecidos.

Hasta entonces no había pensado en los deberes de una esposa casada con un niño de diez años.

Un día de calor insoportable, me casé con Ved Prakash Narayan en una burbuja de clima controlado instalada en el césped meticulosamente cortado, ante la tumba del Emperador Humayun. Igual que la noche en nos habían presentado, estaba vestida de Kumari. Mi esposo, con velo dorado, llegó montado en un caballo blanco seguido por una banda y una docena de elefantes con dibujos coloridos en las trompas. Los robots de seguridad patrullaban el terreno, mientras los astrólogos proclamaban auspicios favorables y un brahmin de la vieja escuela, ataviado con su cinturón rojo, bendecía nuestra unión. A mi alrededor caían pétalos de rosa, los orgullosos padres distribuían gemas de Hyderabad entre los invitados, mis hermanas de shaadi lloraban de alegría y también por mi partida, Mamaji contenía una lágrima y el rufián del viejo Shweta devoraba como un cerdo la comida gratis y sobreabundante del buffet. Mientras nos aplaudían y recibíamos a la gente formada en hilera, reparé en todos los demás niños de diez años de rostro ensombrecido y en sus esposas extranjeras, altas y hermosas. Me recordé a mí misma quién era la novia-niña aquí. Pero ninguna de ellas era una diosa.

Me acuerdo muy poco del magnífico durbar que siguió, excepto un rostro tras otro tras otro, una boca tras otra tras otra abriéndose, haciendo ruido, tragando copa tras copa tras copa de champaña francesa. Yo no bebí porque no me agrada el alcohol, aunque mi joven esposo, con sus vestiduras de rajá, sí lo hizo, y también fumó enormes cigarros. Cuando subimos al coche —la luna de miel era otra tradición occidental que íbamos a adoptar— pregunté si alguien había recordado informar a mis padres.

Volamos a Mumbai en el jet de despegue vertical de la compañía. Yo jamás había viajado en avión. Apreté las manos, que todavía tenían pintados con henna los dibujos de mi mehndi, contra ambos lados de la ventanilla, como para sujetar cada rápido vistazo de Delhi, alejándose de mí allá abajo. Era como todas las visiones divinas que alguna vez había tenido, mirando hacia abajo desde la cama del Kumari Ghar, mirando hacia la India. Por cierto, este era el vehículo adecuado para una verdadera diosa. Pero, mientras girábamos en el aire sobre las torres de Nueva Delhi, los demonios me susurraban: Cuando seas vieja y arrugada, él todavía estará en la flor de la vida.

Cuando la limusina del aeropuerto dobló por Marine Drive y vi el Mar Arábigo centelleando bajo las luces de la ciudad, le pedí a mi esposo que detuviera el auto para que pudiera contemplarlo y maravillarme. Sentí que las lágrimas aparecían en mis ojos y pensé: la misma agua que está en el mar está dentro de ti. Pero los demonios no me dejaban tranquila: Te casaste con algo que no es humano.

Mi luna de miel era una maravilla tras otra: nuestro penthouse con paredes de cristal que daba al crepúsculo sobre la Playa de Chowpatty. Los nuevos y espléndidos ropajes que usábamos cuando paseábamos en coche por los bulevares, donde las estrellas y dioses del cine nos sonreían y nos bendecían en la pantalla virtual de nuestras palmers. Color, movimiento, ruido, parloteo; gente y gente y más gente. Detrás de todo ello, el oleaje y el susurro y el aroma del mar exótico.

Las criadas me ayudaron a prepararme para la noche de bodas. Trabajaron con baños y bálsamos, aceites y masajes, extendiendo los trazos de henna, ya desvaídos, de mis manos hasta mis brazos y la parte superior de mis pequeños senos erguidos, hasta el chakra manipuraka ubicado sobre el ombligo. Entretejieron adornos dorados en mi cabello, deslizaron brazaletes en mis brazos y anillos en los dedos de mis manos y pies, limpiaron y empolvaron mi oscura piel nepalí. Me purificaron con humo de incienso y pétalos de flores, me envolvieron con velos y sedas finas como rumores. Me alargaron las pestañas y me delinearon los ojos con kohl y les dieron forma a mis uñas pintadas hasta dejarlas puntiagudas.

—¿Qué hago? Jamás me ha tocado un hombre —pregunté, pero ellas hicieron el namaste y se escabulleron sin responder. Pero la más vieja, la Kumarima Alta, como la consideraba yo, dejó una pequeña caja de talco sobre mi diván nupcial. Dentro había dos píldoras blancas.

Eran buenas. No debí esperar nada inferior. En un momento estaba de pie, nerviosa y aterrada, sobre la alfombra de Turkestán, con el suave aire nocturno que olía a mar y hacía volar las cortinas traslúcidas; al momento siguiente, comenzaron a aparecer en mi cerebro, a través de mi auricular dorado, imágenes del Kama Sutra que giraban a mi alrededor como las palomas de Chandni Chowk. Miré los dibujos que mis hermanas shaadi me habían pintado en las palmas de las manos y éstos bailaban y se enroscaban sobre mi piel. Los olores y perfumes de mi cuerpo estaban vivos, eran sofocantes. Era como si me hubiesen arrancado la piel, dejando expuestos todos los nervios. Hasta el contacto del aire que apenas se movía era intolerable. Todas las bocinas de los coches del Marine Drive eran como plata fundida vertida en mis oídos.

Me sentí tremendamente asustada.

Entonces se abrió la puerta doble que daba al vestidor y entró mi esposo. Estaba vestido como un noble Mughal, con turbante enjoyado y una túnica roja tableada de mangas largas, desatada en la parte delantera para consumar el acto masculino.

—Mi diosa —dijo. Luego se abrió la túnica y vi lo que se erguía allí con tanto orgullo.

El arnés era de cuero carmesí, con intrincadas incrustaciones de delicados espejos. Se ajustaba alrededor de la cintura y también sobre los hombros para brindar seguridad adicional. Las hebillas eran de oro. Recuerdo los detalles del arnés tan claramente porque no pude mirar más de una vez esa cosa que tenía. Negra. Enorme como la de un caballo, pero delicadamente curvada hacia arriba. Puntiaguda y con tachas. Recuerdo todo eso y luego que la habitación se desplegó a mi alrededor como los perfumados pétalos de un loto, que mis sentidos se fundieron en uno solo y que salí corriendo por los apartamentos del Hotel Taj Marine.

¿Cómo podía haberme imaginado que sería diferente, tratándose de un ser con los apetitos y deseos de un adulto, pero con la forma física de un niño de diez años?

Los sirvientes y criadas me clavaron la vista mientras yo gritaba incoherencias, me aferraba de la túnica, de la chalina, de cualquier cosa que encubriera mi vergüenza. Recuerdo la voz de mi esposo, en un momento tremendo, gritando una y otra vez: ¡Diosa! ¡Mi Diosa!


—Esquizofrenia es una palabra terriblemente fastidiosa —dijo Ashok. Hizo girar el tallo de una rosa roja sin espinas entre sus dedos—. De la vieja escuela. Ahora se llama desorden disociativo. Salvo que no hay desórdenes, sino conductas adaptativas. Era lo que necesitabas desarrollar para poder sobrellevar el ser una diosa. Disociarte. Desconectarte. Volverte tú y otra para mantener la cordura.

Las noches en los jardines del Dataraja Ashok. El agua cantaba en los canales de piedra del charbagh. Podía olerla, dulce y húmeda. Una cortina de presión mantenía a raya al smog; los árboles eran una pantalla contra el tránsito de Delhi. Incluso podía ver algunas estrellas. Nos sentamos en el pabellón chhatri abierto, con el mármol aún tibio por el calor del día. Un robot de seguridad apareció bajo las luces, surgido del bungalow colonial, y se sumió en las sombras. Si no hubiera sido por eso, era como estar viviendo en la época de los rajás.

El tiempo partido en dos, aleteando como alas de kabooter. Conducta disociativa. Mecanismos para soportarlo. Corrí por los bulevares bordeados de palmeras de Mumba, con mis chales que envolvían las finas ropas nupciales que me hacían sentir más desnuda que la piel desnuda. Corrí sin cuidado ni dirección. Los taxis tocaban la bocina, los phatphats maniobraban cuando yo me lanzaba a cruzar las calles repletas. Incluso aunque hubiera tenido dinero para tomar un phatphat —¿qué necesidad tenía la esposa de un Brahmin de llevar dinero encima?— no habría sabido a dónde dirigirme. Sin embargo, ese otro yo demoníaco seguramente lo sabía, porque aparecí en la amplia plataforma de mármol de una estación de tren: un único ácaro de quietud entre decenas de miles de apresurados viajeros y mendigos y vendedores y trabajadores. Envuelta en mis chales y túnicas, miré a la cúpula de roja piedra Raj y me pareció un segundo cráneo, colmado con la horrible comprensión de lo que había hecho.

Una novia fugitiva sin siquiera un paisa a su nombre, sola en la Terminal Chhatrapati Shivaji de Mumbai. Cien trenes partiendo en ese minuto hacia cualquier dirección, pero sin lugar a donde ir. La gente mirándome, mitad cortesana Nautch, mitad Intocable que dormía en las calles. En medio de mi vergüenza, recordé el auricular que tenía detrás de la oreja. Ashok, escribí contra los pilares de arenisca y el remolino de anuncios. ¡Ayúdame!

—No quiero estar partida en dos, no quiero ser yo y otra. ¿Por qué no puedo ser sólo una? —Me golpeé la frente con los talones de las manos con frustración—. ¡Cúrame, sáname! —Retazos de recuerdos. El personal de uniforme blanco que me servía chai caliente en el compartimiento privado de primera clase del expreso shatabdi. Los robots esperando en el andén con el antiguo palanquín cubierto que me llevaría a través del tránsito del amanecer de Delhi, hacia las geometrías de aguas verdes de los jardines de Ashok... pero detrás de todo ello había una imagen perdurable. El puño blanco de mi tío resbalando del cable que rebotaba y él cayendo, con las piernas pedaleando en el aire, hacia las cremosas aguas del río Shakya. Desde entonces estaba partida en dos. Miedo y conmoción. Carcajadas y sonrisas. ¿De qué otra forma se podía sobrevivir al hecho de ser una diosa?

Diosa. Mi Diosa.

Ashok no lo entendía.

—¿Curarías a un cantante de su talento? No existe la locura, sólo existen diferentes maneras de adaptarse. La inteligencia es evolución. Algunos argumentarían que yo exhibo síntomas de un leve síndrome de Asperger.

—No sé lo que significa eso.

Giró la rosa con tanta fuerza que el tallo se partió.

—¿Has pensado en lo que vas a hacer?

Casi no había pensado en nada más. Los Narayans no renunciarían alegremente a su dote. Mamaji me echaría de su puerta. Mi pueblo estaba cerrado para mí.

—Quizás por un tiempo, si pudieras...

—No es un buen momento... ¿A quién va a escuchar el Lok Sabha? ¿A una familia que construye una represa que va a garantizar su provisión de agua durante los próximos cincuenta años o a un empresario de software con un establo de aeias Nivel 2.75 que el gobierno de los Estados Unidos piensa que son el esperma de Shaitan? En Awadh todavía nos importan los valores familiares. Deberías saberlo.

Escuché que mi voz decía, como una niñita:

—¿A dónde puedo ir?

Las historias del comprador de novias sobre las Kumaris que nadie quería desposar y que no podían volver a casa siempre terminaban en las jaulas de mujeres de Varanasi y Kolkata. Los chinos pagaban rollos de rupias por una ex- diosa.

Ashok se humedeció los labios con la lengua.

—Tengo a alguien en Bharat, en Varanasi. Awadh y Bharat rara vez se dirigen la palabra.

—Oh, gracias, gracias... —Me arrodillé frente a Ashok, apreté sus manos entre mis palmas. Él apartó la vista. A pesar del fresco artificial del charbagh, estaba sudando copiosamente.

—No es un regalo. Es... un empleo. Un trabajo.

—Un trabajo, muy bien, puedo hacerlo; soy buena trabajadora, soluciono todo lo que quiero; ¿qué es? No importa, puedo hacerlo...

—Hay que transportar unos productos.

—¿Qué clase de productos? Oh, no importa, puedo cargar con cualquier cosa.

—Aeias, —Enrolló un paan del plato plateado—. No voy a esperar a que los Policías Krishna de Shrivastava aterricen en mi jardín con su software de excomunión.

—El Acta de Hamilton —aventuré, aunque no sabía lo que era, ni lo que significaba la mayor parte de lo que Ashok mascullaba y desvariaba.

—Se dice que todo lo que esté por encima del Nivel 2.5... —Ashtok se mordió el labio inferior. Sus ojos se agrandaron cuando el paan se enrolló en su cráneo.

—Claro, haré cualquier cosa que pueda con tal de ayudar.

—No te he dicho cómo necesito que las transportes. De manera absolutamente segura, protegida, donde ningún Policía Krishna pueda encontrarlas nunca. —Se tocó el Tercer Ojo con el índice derecho—. Uno mismo... y otro.


Fui a Kerala y me hice colocar los procesadores en el cráneo. Lo hicieron dos hombres en un transportador de gas a granel modificado, anclado fuera de las aguas territoriales. Me afeitaron el hermoso pelo largo y negro, me abrieron el cráneo y enviaron a mi cerebro unos robots más pequeños que las más diminutas computadoras-araña. Su ubicación, lejos de los rápidos botes de patrullaje keraleses, les permitía transportar mucho equipo secreto de cirugía, principalmente obtenido de los militares occidentales. Me dieron un bungalow y una chica australiana para que me vigilara mientras cicatrizaban mis suturas y los baños de hormonas me hacían crecer rápidamente el cabello a su largo anterior.

Chips de proteínas, sólo visibles con los escaneos de mas alta resolución; pero nadie te va a mirar dos veces, nadie va a mirar dos veces a otra chica shaadi a la caza de un esposo.

Así que me senté a mirar el mar durante seis semanas y pensé en cómo sería ahogarse en medio de ese mar, sola y perdida, a mil kilómetros de la mano más cercana que pudiera aferrar la tuya. A mil kilómetros al norte, en Delhi, un hombre de traje hindú estrechaba la mano de un hombre de traje norteamericano y anunciaba la Relación Especial que convertiría a Ashok en un delincuente.

¿Sabes lo que son los Policías Krishna? Cazan aeias. Cazan a la gente que las guarda en establos y a la gente que las lleva encima. Les da lo mismo. No son selectivos. Pero a ti no te atraparán. Nunca te atraparán.

Escuchaba a los demonios entre el ir y venir del enorme mar, junto a la costa. Ahora sabía que los demonios eran facetas de mi otro yo. Pero no les tenía miedo. En el hinduismo, los demonios son meros espejos de los dioses. Como pasa con los hombres, pasa con los dioses: son los victoriosos los que escriben la historia. El universo no sería diferente si hubiesen sido Ravana y sus Rakshasas los que hubiesen ganado las guerras cósmicas.

Nadie puede transportarlas, salvo tú. Nadie tiene la arquitectura neurológica, salvo tú. Nadie podría soportar tener otra mente allí dentro, salvo tú.

La chica australiana me dejaba regalitos del lado de afuera de la puerta: pulseras de plástico, zapatos de gel, anillos y broches para el pelo. Se los robaba de las tiendas de la ciudad. Pienso que eran su manera de decirme que quería conocerme, pero que tenía miedo de lo que yo había sido, de lo que sería por culpa de las cosas que tenía en la cabeza. Lo último que robó fue una hermosa dupatta de pura seda para cubrirme el cabello desparejo cuando me llevó al aeropuerto. Desde debajo de ésta, miré a las chicas vestidas con saris de negocios hablando con sus manos en la sala de partidas y escuché a la mujer piloto anunciar el clima de Awadh. Luego miré desde el phatphat a las chicas que se lanzaban confiadamente con sus motonetas a través del tránsito de Delhi y me pregunté por qué mi vida no podía ser como la de ellas.

—El pelo creció bien. —Ashok se arrodilló delante de mí sobre los almohadones del chhatri. Era su lugar sagrado, su templo. Levantó la mano cubierta con el guante de la palmer y tocó con el índice el tilak ubicado sobre mi tercer ojo. Sentí el olor de su aliento. Cebolla, ajo, ghee rancio—. Quizás te sientas algo desorientada...

Emití un jadeo. Los sentidos se borronearon, se fundieron, se derritieron. Vi-oí-palpé-olí-degusté todo como si fuera una sola sensación indiferenciada, como sienten los dioses y los bebés, de manera completa y pura. Los sonidos tenían color, la luz tenía textura, los olores hablaban y tintineaban. Luego me vi a mí misma levantarme de los almohadones y caer hacia el duro mármol blanco. Me oí gritar. Ashok se lanzó hacia mí. Dos Ashoks se lanzaron hacia mí. Pero no era ninguna de las dos cosas. Vi un Ashok con dos visiones, dentro de mi cabeza. No podía distinguir forma ni sentido de ninguna de mis dos percepciones, no podía diferenciar cuál era la real, cuál era la mía, cuál era yo. A universos de distancia, oí una voz que decía Ayúdame. Vi a los criados de Ashok alzándome y llevándome a la cama. El techo pintado con dibujos de viñedos, racimos y flores, ondulaba sobre mí como las nubes de tormenta del monzón; luego floreció de oscuridad.

En el calor de la noche, me quedé completamente despierta, con los ojos extraviados, con todos los sentidos alerta. Sabía la posición y velocidad de cada insecto que volaba en mi aireada habitación, que olía a biodiesel, polvo y pachulí. No estaba sola. Había otra bajo la cúpula de mi cráneo. No era una presencia, una conciencia: era una sensación de disociación, una manifestación de mí misma. Un avatar. Un demonio.

—¿Quién eres? —susurré. Mi voz sonaba estridente y tan llena de campanas como la Plaza Durbar.

No me respondió —no podía responderme, no era un ser consciente— pero me llevó al jardín acuático charbagh. Las estrellas, mugrientas de contaminación, formaban una cúpula sobre mí. La luna en cuarto creciente estaba echada de espaldas. Miré hacia arriba y caí en ella. Chandra. Mangal. Budh. Guru. Shukra. Shani. Rahu. Ketu. Los planetas no eran puntos de luz, esferas de piedra y gas: poseían nombres, personalidades, amores, odios. Los veintisiete Nakshatars giraban alrededor de mi cabeza. Vi sus formas y naturalezas, los patrones de conexión que ligaban las estrellas con relaciones, historias y dramas tan humanos y complejos como Ciudad y Campo. Vi la rueda de las rashis, las Grandes Casas, cruzando el cielo, y vi todas las rotaciones, los motores dentro de motores, las infinitas ruedas de influencia y sutil comunicación que iban desde el borde del universo hasta el centro de la tierra en la que apoyaba mis pies. Planetas, estrellas, constelaciones: la historia de todas las vidas humanas se desplegó sobre mí y pude leerlas a todas. Cada palabra.

Jugué toda la noche entre las estrellas.

Por la mañana, tomando el té en la cama, le pregunté a Ashok:

—¿Qué es?

—Una Nivel 2.6 rudimentaria, una aeia janampatri que hace astrología, hace correr las permutaciones. Piensa que vive allá, como una especie de mono espacial. No es muy inteligente, en realidad. Sabe de horóscopos y nada más. Ahora baja de ahí y recoge tus cosas. Tienes que tomar el tren.

Mi asiento reservado estaba en el bogie para mujeres del expreso shatabdi de alta velocidad. Los maridos reservaban allí los pasajes para sus esposas, para protegerlas de las atenciones de los pasajeros masculinos que suponían que toda mujer estaba soltera y disponible. Las pocas mujeres profesionales que había lo escogían por la misma razón. Mi compañera de viaje, sentada del otro lado de la mesa, era una musulmana vestida con un shalwar formal de negocios. Me miró con desdén mientras acelerábamos por la llanura de Ganga a trescientos cincuenta kilómetros por hora. Pequeña esposa-objeto de sonrisa tonta.

No serías tan ligera en tu juicio si supieras lo que éramos realmente, pensé. Podemos mirar al interior de tu vida y decirte todo lo que alguna vez te pasó, te pasa y te pasará, porque está escrito en los chakras de las estrellas. Aquella noche que pasamos entre las constelaciones, mi demonio y yo habíamos fluido una hacia la otra, hasta no dejar un solo lugar en donde se pudiera diferenciar dónde terminaba la aeia y donde empezaba yo.

Había pensado que la sagrada Varanasi me cantaría como Katmandú: un hogar espiritual, una ciudad de nueve millones de dioses y una diosa, paseando por las calles en phatphat. Lo que vi fue otra capital de la India de otro estado de la India: torres de cristal y domos de diamante y parques industriales para que el gran mundo la tomara en cuenta y a sus pies, como cerdos de cloaca, barrios miserables y bastis. Las calles comenzaban en este milenio y finalizaban tres milenios atrás. El tránsito y el apiñamiento y la gente gente gente, aunque ese humo de diesel que se filtraba a través de los bordes de mi máscara antismog traía consigo un fantasma de incienso.

La agente de Ashtok en Varanasi me esperó en el Jantar Mantar, el gran observatorio solar de Jai Singh: relojes de sol y esferas estelares y discos de sombra como esculturas modernas. Ella era un poco mayor que yo; llevaba un top de seda y jeans a las caderas, tan bajos que se le veía el valle de las nalgas. Me disgustó apenas la vi, pero me tocó la frente con el guante de la palmer, en medio de la penumbra que rodeaba a los instrumentos astrológicos de Jai Singh, y sentí que las estrellas salían de mí. El cielo murió. Había recuperado mi antigua santidad, pero ahora no era más que carne. La girli de Ashok me puso un rollo de rupias en la mano. Apenas lo miré. Apenas oí sus instrucciones sobre cómo conseguir algo de comer, un kafi, ropa decente. Yo estaba devastada. Me descubrí ascendiendo pesadamente los empinados escalones de piedra del gran Samrat, sin saber dónde estaba, quién era, qué estaba haciendo a mitad de camino de la cima del gigantesco reloj solar. La mitad de mí. Luego mi tercer ojo se abrió y vi el río, ancho y azul, ante mí. Vi las blancas arenas de la playa oriental y los refugios y fogatas de estiércol de los sadhus. Vi los ghats, los escalones de piedra del río, curvándose a la distancia en ambas direcciones, más allá de lo que alcanzaban mis ojos. Y vi gente. Gente lavando y orando, limpiando la ropa y ofreciendo pujas, y comprando y vendiendo y viviendo y muriendo. Gente en botes y gente de rodillas, gente metida en el río hasta la cintura, gente sacando las manos llenas de agua plateada para echársela sobre la cabeza. Gente arrojando puñados de caléndulas a la corriente, gente encendiendo sus lámparas diya de hojas de mango y poniéndolas a flotar, gente trayendo a sus muertos para sumergirlos en las aguas sagradas. Vi las piras de ghat en llamas, percibí el aroma del sándalo, de la carne carbonizada; escuché estallar los cráneos para liberar el alma. Había oído ese sonido antes, en las fogatas de ghat Reales de Pashupatinath, cuando murió la madre del Rey. Un suave crujido y ya eras libre. Era un sonido reconfortante. Me hizo pensar en casa.


Aquella temporada fui muchas veces a la ciudad a orillas del Ganges. Cada vez era una persona diferente. Contadores, consejeros, soldados-máquina, actores de telenovela, controladores de bases de datos: era la diosa de los mil oficios. El día después de que vi a los Policías Krishna de Awadhi patrullando los andenes de la estación de Delhi con sus robots de seguridad y con esas armas capaces de matar tanto a humanos como a aeias, Ashok comenzó a alternar mis medios de transporte. Viajé en avión, en tren, en ómnibus de campo de motor ruidoso que viajaban de noche y atestados de gente, esperé el paso de la frontera entre Awadh y Bharat sentada en un Mercedes con chofer junto a las largas filas de camiones con decoraciones chillonas. Los camiones, como el crujido del cráneo al explotar, me recordaban a mi reino. Pero al final siempre estaba la girli con cara de rata, levantando la mano para tocarme el tilak y partirme en dos otra vez. Aquella temporada fui tejedor de telas, consultor de impuestos, organizadora de bodas, editor de telenovelas, controlador de tránsito aéreo. Ella me los arrebató a todos.

Y Entonces llegó el viaje en que los Policías Krishna también estaban esperando en Bharat. Para entonces, yo ya conocía la política tan bien como Ashok. Los de Bharat nunca firmarían el Acta de Hamilton —su industria del entretenimiento multimillonaria en rupias dependía de las aeias— pero tampoco querían antagonizar con Norteamérica. Entones, una conciliación: todas las aeias superiores al Nivel 2.8 prohibidas, todo lo demás licenciado, y los Policías Krishna patrullando los aeropuertos y estaciones de ferrocarril. Era como tratar de contener al Ganges con los dedos.

Yo había localizado al mensajero durante el vuelo. Estaba dos filas delante de mí; joven, con barba incipiente, vestido a la moda de los jóvenes Star-Asia, todo embolsado y grande. Nervioso nervioso nervioso, tocándose constantemente el bolsillo del pecho, revisando revisando revisando. Un badmash de poca monta, un aspirante a dataraja con un par de 2.85 especializadas en una palmer. No podía imaginarme cómo había logrado atravesar la seguridad del aeropuerto de Delhi.

Era inevitable que los Policías Krishna de Varanasi lo detectaran. Se cerraron sobre él mientras formábamos fila para el control de pasaportes. Se quebró. Salió corriendo. Las mujeres y niños huyeron mientras él corría por la enorme sala de arribos de mármol, tratando de llegar a la luz, a la enorme pared de cristal y las puertas y el tránsito demencial de afuera. Sus puños golpeaban el aire. Escuché los gritos entrecortados de los Policías Krishna. Los vi desenfundar sus armas. Los alaridos crecieron. Me quedé cabizbaja, avancé con paso torpe. El oficial de inmigración revisó mis papeles. Otra novia shaadi a la pesca. Me apresuré a pasar, giré hacia las paradas de taxis. Detrás de mí, escuché que la sala de arribos quedaba sumida en un silencio tan chocante que parecía repicar como la campana de un templo.

Entonces tuve miedo. Cuando regresé a Delhi era como si mi miedo hubiese llegado antes que yo. La ciudad de los djinns era la ciudad de los rumores. El gobierno había firmado el Acta de Hamilton. Los Policías Krishna estaban allanando casa por casa. Había que monitorear los archivos de palmer. Los juguetes aeia para niños ahora eran ilegales. Estaban enviando Marines norteamericanos por vía aérea. El Primer Ministro Shrivastava estaba a punto de anunciar el reemplazo de la rupia por el dólar. Un monzón de miedo y especulaciones, y en el medio de todo eso estaba Ashok.

—Un último viaje, después renuncio a esto. ¿Puedes hacerlo por mí? ¿Un último viaje?

El bungalow ya estaba medio vacío. Los muebles estaban embalados; solamente quedaban los núcleos procesadores. Estaban tapados con sábanas, como fantasmas de las criaturas que habían vivido allí. Los Policías Krishna eran bienvenidos para ellos.

—¿Vamos los dos a Bharat?

—No, sería muy peligroso. Tú ve primero, yo te seguiré cuando sea seguro. —Vaciló. Esta noche, hasta el tránsito del otro lado de los altos muros sonaba distinto—. Necesito que lleves más que lo habitual.

—¿Cuántas?

—Cinco.

Me vio retroceder cuando levantó la mano para tocarme la frente.

—¿Es seguro?

—Es una serie de superposiciones; comparten el mismo código núcleo.

Había pasado mucho tiempo fijando mi vista hacia dentro, mirando las joyas que Ashok había entretejido en mi cráneo. Circuitos. Un cerebro dentro de un cerebro.

—¿Es seguro?

Vi que Ashok tragaba saliva, que después inclinaba la cabeza: el de un occidental. Cerré los ojos. Segundos más tarde sentí el cálido y seco contacto de su dedo con mi ojo interior.

Terminamos cuando la luz broncínea de las primeras horas de la mañana atravesaba el jali. Sabíamos que estábamos profundamente deshidratados. Sabíamos que necesitábamos carbohidratos lentos. El nivel de nuestros inhibidores de serotonina estaba bajo. El arco de la ventana a través de la cual brillaba el sol era un verdadero arco Mughal. Según la DPMA, los circuitos de proteína de mi cabeza eran de uno-ocho-siete-nueve barra omegas, bajo licencia de BioScan de Bangalore.

Todo lo que mirábamos arrojaba un arco iris de interpretaciones. Vi al mundo a través de las extrañas manías de mis nuevos huéspedes: médico, nutricionista, dibujante de arquitectura, diseñador de biochips, aeia de ingeniería que controlaba un host de robots para talleres de reparación. Nasatya. Vaishvanara. Maya. Brihaspati. Tvastri. Mis demonios íntimos. Esto no era ser otra. Era ser una legión. Yo era una devi de muchas cabezas.

Toda esa mañana, toda la tarde, luché para encontrarle el sentido a un mundo que contenía cinco mundos, cinco impresiones. Yo luché. Luché para lograr que nosotros nos convirtiéramos en yo. Ashok estaba inquieto: tironeaba de su barba lanuda, caminaba de aquí para allá, trataba de ver televisión, revisaba los mails. En cualquier instante, los robots de combate de la Policía Krishna podrían tirar abajo las paredes. Ya llegaría la integración. Tenía que llegar. Yo no podía sobrevivir al clamor de mi cráneo, un monzón de interpretaciones. Las sirenas se precipitaban por las calles, lejos, cerca, otra vez lejos. Todas ellas disparaban una reacción diferente de mis yoes.

Encontré a Ashok sentado entre sus procesadores tapados, con las rodillas contra el pecho y los brazos envueltos alrededor de las piernas. Parecía un niño grande, gordo, blando, el preferido de mamá.

Palidez de noradrenalina, leve hipoglucemia, toxinas por fatiga, dijo Nasatya.

Equipos de almacenaje cuántico bevabyte de Yin Systems, dijo Brihaspati simultáneamente.

Lo toqué en el hombro. Se despertó dando un respingo. Afuera estaba totalmente oscuro; el clima, sofocante: el monzón ya se abatía sobre los Estados Unidos de Bengala.

—Estamos listos —dije—. Estoy lista.

El porche donde aguardaba el Mercedes estaba regado de hibiscos de aroma sombrío.

—Te veo en una semana —dijo él—. En Varanasi.

—En Varanasi.

Me tomó de los hombros y me dio un beso ligero en la mejilla. Me cubrí la cabeza con mi dupatta. Tapada con el velo, me llevaron al Servicio para Pernoctadores de las Provincias Unidas. Ya acostada en el compartimiento de primera clase, las aeias parloteaban en mi cabeza, sorprendidas de descubrirse mutuamente, reflejos de reflejos.

Por la mañana, el chowkidar me trajo el té a la cama en bandeja de plata. El alba iluminó los extensos barrios pobres y los parques industriales de Varanasi. Mi servicio de noticias aeia personalizado me informó que Lok Sabha votaría por la ratificación del Acta de Hamilton a las diez AM. A las doce, el Primer Ministro Shrivastava y el Embajador de los Estados Unidos anunciarían un paquete de convenios comerciales con Awadh en su nuevo carácter de Nación Muy Favorecida.

El tren se vació en la plataforma que estaba debajo del toldo entretejido con diamantes que yo conocía tan bien. Parecía que uno de cada dos pasajeros era contrabandista. Si yo podía reconocerlos tan fácilmente, también podían hacerlo los Policías Krishna. Formaban fila en las rampas de salida, más de los que jamás había visto. Había uniformes detrás de ellos y robots detrás de los uniformes. Un maletero llevaba mi bolso sobre la cabeza; yo lo usaba para navegar entre el apretujamiento de gente que salía como un torrente del tren nocturno. Camina derecha, como Mamaji te enseñó. Camina con la cabeza en alto y orgullosa, como si estuvieras avanzando por el Camino de Seda con un hombre rico. Me cubrí la cabeza con la dupatta por modestia. Luego vi que la multitud se apilaba en la rampa. Los Policías Krishna estaban revisando a todos los pasajeros con palmers.

Vi a los badmashs y a los niños contrabandistas rezagándose, desplazándose hacia el fondo del remolino de cuerpos. Pero allí tampoco había escapatoria. Unos policías armados, apoyados por robots de control de disturbios, tomaron posición en el fondo de la plataforma. Paso a paso, el apretado bloque de gente me empujó hacia los Policías Krishna, que agitaban la mano derecha como si estuvieran bendiciendo a los pasajeros. Esas cosas podían desollarme el cuero cabelludo y espiar el interior de mi cráneo. Mi bolso rojo se bamboleaba más adelante, guiándome hacia mi jaula.

Brihaspati me mostró lo que les harían a los circuitos que estaban en mi cabeza.

¡Ayúdenme!, les recé a mis dioses. Y Maya, arquitecta de los demonios, me respondió. Sus recuerdos eran mis recuerdos y recordaba haber elaborado una simulación arquitectónica de esta estación mucho antes de que los robots-araña constructores comenzaran a tejer su red de nano-diamantes. Dos vistas de la estación de Varanasi superpuestas. Con una diferencia que podía salvarme la vida. Maya me mostró el interior de las cosas. El interior de la plataforma. El drenaje que estaba debajo de la compuerta, entre la parte de atrás del puesto de chai y el soporte del techo.

Me abrí paso empujando hombres, rumbo al pequeño espacio muerto del fondo. Vacilé antes de arrodillarme junto a la compuerta. Una repentina estampida de la muchedumbre, un resbalón, una caída, y me aplastarían. La compuerta estaba atascada con tierra. Se me rompieron las uñas mientras la aflojaba a fuerza de escarbar y logré levantarla. El olor que surgió del cuadrado oscuro era tan repugnante que estuve a punto de vomitar. Me obligué a meterme dentro, caí un metro, hasta un lodo que me llegaba a las pantorrillas. El rectángulo de luz me permitió evaluar mi situación. Estaba sumergida en excremento. Lo pequeño del túnel me forzaba a gatear, pero el final era una promesa, el final era un semicírculo de luz solar. Hundí las manos en las aguas servidas. Esta vez vomité el té que había bebido en la cama. Me arrastré hacia delante, tratando de no tener arcadas. Era lo más inmundo que jamás había experimentado. Pero no tan inmundo como que me abrieran el cráneo y que me sacaran tajadas de cerebro con un cuchillo. Avancé en cuatro patas bajo las vías de la Estación de Varanasi, hacia la luz, la luz, la luz, y salí a través de un conducto abierto que daba a la laguna de descarga, donde había cerdos y recolectores de desperdicios revolviendo entre las pilas de estiércol humano seco.

Me lavé lo mejor que pude en el canal casi seco. Las wallahs Dhobi golpeaban la ropa contra las piedras. Traté ignorar las advertencias de Nasatya sobre las horrendas infecciones que podía contraer.

Debía encontrarme con la chica de Ashok en la calle de los gajras. Había niños sentados en los umbrales y en los frentes abiertos de las tiendas, enhebrando caléndulas con una aguja. Era un trabajo demasiado mal pago, incluso para los robots. Había canastos y recipientes de plástico desbordantes de flores. Las ruedas de mi phatphat resbalaban sobre pétalos de rosa húmedos. Pasamos por debajo de un techo de guirnaldas gajra que colgaban de unos postes, por encima de las tiendas. Por todos lados se percibía el olor de las flores muertas, podridas. El phatphat giró hacia un callejón más pequeño y oscuro, y se encontró con una muchedumbre. El conductor tocó bocina. La gente le abrió paso de mala gana. El motor de alcofuel se quejaba. Avanzamos a paso de tortuga. Espacio abierto; luego avanzó un jawan de la policía que nos impidió seguir adelante. Llevaba puesta una armadura de combate completa. Brihaspati leyó los datos que parpadeaban en el visor del policía: despliegue de efectivos, comunicaciones, una orden de arresto. Me cubrí la cabeza y bajé la cara mientras el conductor hablaba con él. ¿Qué sucede? Un badmash. Un dataraja.

Por la calle de gajras, la policía uniformada liderada por Policías Krishna vestidos de civil abrió de golpe una puerta. Sacaron las armas. En el mismo instante, las persianas de la jharoka que estaba inmediatamente arriba se abrieron con estrépito. Una figura saltó al borde de la barandilla de madera. Detrás de mí, la multitud exhaló un enorme y atronador suspiro. ¡Allí está allí el badmash oh miren miren es una chica! Desde detrás de los pliegues de mi dupatta, vi que la girli de Ashok se balanceaba allí un instante, luego saltaba y se agarraba de una cuerda con ropa colgada. La cuerda se rompió y la lanzó violentamente hacia abajo, a través de las guirnaldas de caléndulas, hasta que aterrizó en la calle. La chica quedó un momento en cuclillas, vio a la policía, vio al gentío, me vio a mí y después dio media vuelta y salió corriendo. El jawan se lanzó hacia ella, pero había otro más rápido, más letal. Una mujer gritó cuando el robot saltó del techo al callejón. Las piernas de cromo pistonearon, la cabeza de insecto se balanceó, se trabó en posición. Los pétalos de caléndula volaban alrededor de la chica en fuga, pero todos sabían que no podría escapar de la máquina asesina. Un paso, dos pasos y ya estaba detrás de ella. Vi que ella miraba por encima del hombro al mismo tiempo que el robot desenvainaba la espada.

Yo sabía lo que ocurriría después. Lo había visto antes, en las calles regadas de pétalos de Katmandú, mientras paseaba en la litera entre mis dioses y Kumarimas.

La espada relampagueó. Un gigantesco alarido de la multitud. La cabeza de la chica rebotó por el callejón. Un gran chorro de sangre. Sangre del sacrificio. El cuerpo decapitado avanzó un paso, dos.

Descendí del phatphat y me escabullí entre la atónita muchedumbre.

Vi el desenlace de la historia en un canal de noticias, en un chai-dhaba, junto al tanque, en el ghat de Scindia. Los turistas, los creyentes, los vendedores y los cortejos fúnebres eran mi camuflaje. Bebí chai de un vaso de plástico y miré la pequeña pantalla que estaba sobre el bar. El sonido estaba bajo, pero las imágenes daban a entender lo suficiente. La policía de Delhi había desbaratado un notorio grupo de contrabandistas de aeias. Como gesto de amistad entre Bharati y Awadhi, la Policía Krishna de Varanasi había concretado una serie de arrestos. La cámara cortaba antes del ataque del robot. La imagen final era de Ashok, a quien empujaban al interior de un patrullero de Delhi y que llevaba puestas esposas de plástico.

Fui a sentarme en el ghat más bajo. El río me tranquilizaría, el río me guiaría. Era de la misma sustancia que yo: una divinidad. Las aguas marrones remolinearon alrededor de los dedos de mis pies, llenos de anillos. Esas aguas podían lavar todos los pecados terrenales. Del otro lado del río sagrado, altas chimeneas escupían al cielo un humo amarillo. Se me acercó una niña pequeñita, de rostro redondo, que me preguntó si quería comprarle gajras de caléndula. La alejé con un gesto. Volví a ver a ese río, esos ghats, estos templos y botes, como los había visto cuando estaba acostada en mi habitación de madera del palacio de la Plaza Durbar. Ahora sabía de las mentiras que me había contado la palmer de la Kumarima Alta. Había pensado que la India era una falda enjoyada y extendida, lista para que yo la usara. Pero en realidad era una compradora de esposas a cambio de un sobre de rupias, era caminar por el Camino de Seda hasta que los pies se ajaban y sangraban. Era un marido con cuerpo de niño y apetitos de hombre deformados por la impotencia. Era un sabio que siempre me había querido por mi enfermedad y nada más. Era la cabeza de una joven rodando en una alcantarilla.

Dentro de la cabeza de la que aún era una niña, mis demonios estaban callados. Podían darse cuenta tan bien como yo de que nunca encontraríamos un hogar en Bharat, ni en Awadh, ni en Maratha, ni en ninguna nación de la India.


Al norte de Nayarangadh, la carretera ascendía a través de riscos boscosos, trepando constantemente hasta Mugling, donde giraba y se colgaba de un costado del empinado valle de Trisuli. Era mi tercer ómnibus en tres días. Ahora ya tenía una rutina. Sentarme al fondo, envolverme en mi dupatta, mirar por la ventanilla. Tener la mano siempre apoyada sobre el dinero. No decir nada.

Tomé el primer ómnibus en las afueras de Jaunpur. Después de vaciar la cuenta de Ashok, pensé que lo mejor era marcharme de Varanasi de la manera menos conspicua posible. No necesitaba que Brihaspati me mostrara a las aeias cazadoras aullando detrás de mí. Claro que tendrían vigiladas las estaciones aéreas, de ferrocarril y de ómnibus. Salí de la Ciudad Santa en un taxi sin licencia. El conductor parecía feliz por la longitud del viaje. El segundo ómnibus me llevó de Gorakhpur a Nautanwa, en la frontera, pasando por los campos de dhal y las plantaciones de banana. Había elegido deliberadamente a la pequeña y apartada Nautanwa, pero seguí con la cabeza baja y arrastrando los pies al acercarme al oficial de emigración Sikh, sentado tras un escritorio de hojalata. Contuve la respiración. Me hizo señas de que pasara sin siquiera echar un vistazo a mi tarjeta de identidad.

Ascendí la suave loma y crucé la frontera. Aunque hubiera estado ciega, habría sabido en el acto que había ingresado en mi reino. El enorme rugido que me había perseguido, tan cercano como mi propia piel, calló tan abruptamente que pareció producir un eco. Los vehículos no se abrían paso a través de todos los obstáculos a puro bocinazo. Maniobraban, buscaban maneras de rodear a los peatones y a las vacas sagradas que holgazaneaban en medio del camino, masticando. La gente de la oficina donde cambié mis rupias de Bharati por rupias nepalíes fue muy atenta; la gente de la tienda donde compré una bolsa de samosas grasientas no me empujó, ni me apretujó, ni trató de venderme cosas que yo no quería; la gente del hotel barato donde reservé una habitación para esa noche me sonrió tímidamente . La gente no exigía, exigía, exigía.

Dormí tan profundamente que fue como caer entre infinitas sábanas blancas que olían a cielo. Por la mañana, llegó el tercer ómnibus que me llevaría a Katmandú.

La carretera era un solo y enorme tren de camiones que serpenteaba entre los precipicios, que se enroscaba sobre sí mismo, siempre ascendiendo, ascendiendo. La caja de cambios del viejo ómnibus gemía. El motor se esforzaba. Me encantaba ese sonido, el de los motores luchando contra la gravedad. Era el sonido de mis primeros recuerdos, antes de que los evaluadores de niñas llegaran a Shakya por un camino igual a este. Trenes de camiones y ómnibus en la noche. Mire a los dhabas junto al camino, los templos de rocas apiladas, las deshilachadas banderas de oración torcidas por el viento, los cables que cruzaban el río de color chocolate cremoso de allá abajo, los niños delgados pateando las jaulas que se balanceaban en los altos cables. Tan familiar, tan ajeno para los demonios que compartían mi cráneo.

La beba debe de haber llorado un buen rato antes de que el ruido se oyera por encima del barullo del ómnibus. La madre estaba dos filas delante de mí; hizo callar y hamacó y calmó a la niñita, pero sus gritos se estaban volviendo alaridos.

Fue Nasatya el que me obligó a abandonar mi asiento y acercarme.

—Démela —dije; seguramente, mi voz adquirió un tono de comando proveniente del médico aeia, porque la mujer me pasó a la beba sin pensarlo dos veces. Aparté la sábana con que estaba envuelta. El vientre de la niñita estaba dolorosamente hinchado; sus miembros, fláccidos y cerúleos.

—Ha comenzado a tener cólicos cuando come —dijo la madre, y antes de que pudiera detenerme le quité el pañal a la pequeña. El hedor era abominable; el excremento, voluminoso y pálido.

—¿Qué le da de comer?

La mujer me mostró un pan roti, masticado en los bordes para ablandarlo. Abrí la boca de la beba a la fuerza metiéndole los dedos, aunque Vaishvanara, el nutricionista, ya sabía lo que encontraríamos. La lengua tenía manchas rojas, coronadas por pequeñas úlceras.

—¿Esto comenzó desde que empezó a darle alimento sólido? —pregunté. La madre asintió con la cabeza—. Esta niña es celíaca —dictaminé. La mujer se llevó las manos a la cara, presa del horror, y comenzó a hamacarse y gemir—. Su hija estará bien; solamente deje de darle pan, cualquier cosa hecha de grano, excepto arroz. No puede procesar las proteínas del trigo y la cebada. Déle de comer arroz, arroz y vegetales, y verá que mejora de inmediato.

Cuando regresé a mi asiento, todo el ómnibus tenía la mirada clavada en mí. La mujer y su hija bajaron en Naubise. La beba seguía quejándose, ahora débil por tanto llorar, pero la mujer me hizo un namaste. Una bendición. Yo había venido a Nepal sin destino fijo, sin plan ni esperanza, sólo con la necesidad de volver. Pero ya se estaba formando una idea.

Pasando Naubise, el camino trepaba constantemente, adelantándose y retrocediendo sobre los contrafuertes de las montañas que abrazaban a Katmandú. Se acercaba el atardecer. Mirando hacia atrás, vi el río de luces que se arrastraba por la ladera de la montaña. Cuando el ómnibus tomó otra curva cerrada, observé que el mismo río ascendía delante de mí, esta vez formado por luces rojas. El ómnibus escaló trabajosamente una larga y marcada pendiente. Yo oía, todos oíamos, un ruido en el motor que no era normal. Seguimos trepando con lentitud hacia la elevada cima donde se dividían las aguas, directo hacia el valle de Katmandú, a la izquierda de Pokhara y de los Altos Himalayas. Más lento, cada vez más lento. Sentíamos el olor a quemado del material de aislación; oíamos el traqueteo del motor.

No fui yo la que se lanzó hacia el chofer y su compañero. Fue el demonio Trivasti.

—¡Deténgase, deténgase ahora mismo! —grité—. ¡El alternador se quema! ¡Nos vamos a prender fuego!

El conductor se detuvo en la estrecha banquina, contra la roca viva. Los camiones nos pasaban a milímetros de distancia. Levantamos el capó. Vimos que salía humo del alternador. Los hombres sacudieron la cabeza y sacaron las palmers. Los pasajeros se apiñaron delante del ómnibus para mirar y hablar.

—No, no, no, denme una llave inglesa —ordené.

El chofer se me quedó mirando, pero yo sacudí mi mano extendida, exigente. Quizás el hombre recordó a la beba que lloraba. Quizás pensó en cuánto tardaría en llegar de Katmandú el camión de reparaciones. Quizás pensó en lo bueno que sería estar en casa con su esposa e hijos. Me puso la llave inglesa en la mano. En menos de un minuto, saqué la correa y desconecté el alternador.

—Los rodamientos están fundidos —dije—. Es una falla persistente de los modelos pre-2030. Cien metros más y habría fundido el motor. Puede hacerlo funcionar con la batería. Tiene suficiente carga para llegar a Katmandú.

Miraron fijamente a esta jovencita vestida de sari hindú, con la cabeza cubierta pero con la choli arremangada y los dedos engrasados de biolubricante.

El demonio regresó a su sitio y ahora estaba claro como el cielo del crepúsculo lo que yo iba a hacer desde ahora. El chofer y su compañero me llamaron mientras yo comenzaba a caminar junto a la hilera de vehículos, en dirección a la cabecera del paso. Los ignoramos. Los conductores que pasaban hacían sonar sus múltiples bocinas musicales, me ofrecían llevarme. Seguí caminando. Ahora veía la cima. No estaba lejos del sitio donde se dividían las tres carreteras. La que volvía a la India, la que bajaba a la ciudad y la que subía a las montañas.

En el espacio amplio y manchado de aceite donde giraban los vehículos había un chai-dhaba. Brillaba como algo caído de las estrellas, a causa de los letreros de neón que anunciaban bebidas norteamericanas y agua mineral de Bharati. Generador a motor. Un televisor que escupía borbotones de noticias nepalíes familiares, suaves. El aire olía a ghee caliente y biodiesel.

El dueño no sabía qué pensar de mí, la extraña jovencita vestida con finas ropas hindúes. Finalmente dijo:

—Hermosa noche.

Lo era. Por encima del smog y el hollín del valle, el aire estaba mágicamente claro. Se podía ver hasta la eternidad, en cualquier dirección. Hacia el oeste, el cielo aún conservaba un poco de luz. Los grandes picos de Manaslu y Anapurna refulgían en tonos malva contra el azul.

—Así es —dije—. Ah, sí.

El tránsito incesante pasaba lentamente por esta elevada encrucijada del mundo. Me detuve bajo el parpadeo de neón del dhaba, contemplé las montañas distantes y pensé: Allí viviré. Viviremos en una casa de madera cerca de los árboles, con agua corriente helada de las altas cumbres. Tendremos una chimenea y un televisor para que nos hagan compañía, y banderas de oración volando con el viento, y con el tiempo la gente dejará de tenernos miedo y se acercará por el sendero que lleve a nuestra puerta. Hay muchas maneras de ser divino. Está la gran divinidad, hecha de ritual, magnificencia, sangre y terror. La nuestra será una divinidad pequeña, hecha de pequeños milagros y maravillas de todos los días. Reparar máquinas, desarrollar programas, curar personas, diseñar casas, alimentar las mentes y los cuerpos. Seré una pequeña diosa. Con el tiempo, mi historia se esparcirá y la gente vendrá de todas partes: nepalíes y extranjeros, viajeros y caminantes y monjes. Quizás un día llegará un hombre que no me tendrá miedo. Eso estará bien. Pero si ese hombre no llega, también estará bien, porque nunca estaré sola en una casa llena de demonios.

Entonces me di cuenta de que estaba corriendo, mientras el sorprendido chai-wallah exclamaba "¡Eh, Eh, Eh!" a mis espaldas. Corría junto a la lenta hilera de vehículos, golpeando todas las puertas al grito de "¡Hola! ¡Hola! ¡A Pokhara! ¡A Pokhara!", resbalando y patinando en la tosca gravilla, hacia las brillantes montañas lejanas.


Título original: The little goddess, © Ian McDonald
Traduccíón: Claudia De Bella, © 2007



Ian McDonald, que ha vivido en Irlanda del Norte la mayor parte de su vida, trabaja desarrollando programas para una productora independiente de televisión. Su libro más reciente es River of Gods, editado por Simon and Schuster (Reino Unido) y en español —como El Río de los Dioses— por Bibliópolis Fantástica (2006). Se puede ver aquí el comentario de nuestro colaborador Jorge Korzan. La novela está ambientada en una India caleidoscópica, a cien años de su independencia. El autor nos dice: "Fue mientras investigaba para River, durante una escapada a Nepal, que encontré por primera vez a la Kumari Devi y quedé fascinado". Esta novela corta fue nominada al Hugo y al Theodore Sturgeon Memorial, y fue seleccionada para la antología The Year's Best Science Fiction: Twenty-Third Annual Collection.


Este cuento se vincula temáticamente con "LAS ENTRAÑAS ELASTICAS DEL CONQUISTADOR", de Bernardo Fernández (145), "LÍDER DE LA RED", de Yoss (155) y "PROGRAMA 1014", de Jorge Munnshe


Axxón 180 - diciembre de 2007
Cuento de autor europeo (Fantástico : Ficción Especulativa : Inteligencia Artificial : Tradiciones : India : Inglaterra : Británico).