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ALIEN: EL EXTRAÑO SER QUE HABITA EN NOSOTROS
por Jesús Ademir Morales Rojas

  
Título:
Alien, el octavo pasajero
Ficha técnica:
Dirección: Ridley Scott
Producción: Gordon Carroll, David Giler, Walter Hill, Ivor Powell, Ronald Shusett
Guión: Dan O"Bannon
Música: Jerry Goldsmith
Reparto:
Tom Skerritt
John Hurt
Sigourney Weaver
Ian Holm
Veronica Cartwright
Yaphet Kotto
Harry Dean Stanton
Helen Horton
Bolaji Badejo
Datos y cifras:
Año: 1979
Género: Terror, Ciencia ficción
Duración: 117 min.
Quizá el éxito de esta cinta, su trascendencia, su permanente fascinación, no se deba sólo a la excelente dirección llevada a cabo por el cineasta Ridley Scott, como siempre atento al aspecto visual hasta en el más mínimo detalle, ni al selecto talento artístico que colaboró en su realización, desde la base inicial en los amenos relatos del entrañable A. E. Van Vogt, contenidos en su obra El Viaje del Beagle Espacial, a los diseños proporcionados por el genial dibujante francés Moebius, o hasta en los magistrales trabajos del enorme artista suizo H.R. Giger, vitales para el eco que ha conservado este título a lo largo ya de décadas.

Ni siquiera en el sólido reparto, con un sobrio Tom Skerritt, o un eficaz Harry Dean Stanton; o los inigualables y magistrales John Hurt y Ian Holm; o la sorprendente Sigourney Weaver, heroína singular que enamora, e impone respeto a la vez.

La composición entera de la cinta rebosa talento: el guión de Dan O'Bannon o la música de Jerry Goldsmith, por mencionar sólo a dos creativos únicamente, ya es decir bastante de la clave de esta persistencia exitosa en el imaginario de los aficionados al séptimo arte.

Aquí proponemos, sin embargo, que más allá de la forma eficiente de armarse de todo este conjunto cinematográfico espléndido, tal vez una alternativa posible y efectiva para comprender el núcleo temático de Alien podamos hallarla en la noción de lo desconocido propio.

Nuestro ser más profundo, lo más auténtico con respecto a nuestra persona, nuestro corazón vivo en sus ínferos, es un misterio inextricable. Un secreto propio, que nos apropia. Freud, Jung o Lacan, por ejemplo, han tratado de explorar y hacer senderos en aquel territorio de sombras desde fuera: a través del estudio de los sueños relatados, los símbolos y las estructuras lingüísticas, tal es decir, de lo expresivo. Pero como siempre (y en cierto modo como es preciso), de un modo insuficiente y tentativo. Quizá los artistas y poetas han logrado, con más suerte, traernos panoramas extraños de aquellas regiones vírgenes del ser, nuestro ser, para llenarnos el espíritu de pasmo ante las profundidades impensables, las honduras siniestras que nos "cimentan" (aunque lo que las comillas resguarden, lo que contengan, no sea sino un vacío matizado).

Entonces, de esta suerte, el viaje increíble de la nave Nostromo no sea sino un trayecto hacia la negra lejanía de nuestros infiernos, una travesía al espacio interior, más que al exterior.

(Obsérvese que acuden por obra de una señal de auxilio: la voz cavernosa del Ello, ominosa, es insilenciable y demandante, siempre menesterosa de satisfacer un deseo)

Es posible que el dantesco mundo gigeriano en el que encuentran los restos de una civilización de viajeros del espacio, parasitados por los peligrosos alienígenas, no sea sino un prodigioso espejo en donde podemos entrever lo humano sin matices, sin palabras, ya que en esas elevadas bóvedas biomecánicas de la ajena astronave abandonada se puede ver como una matriz grotesca; o en aquel "jockey" del espacio, desventurado cadáver momificado de uno de esos misteriosos viajeros con el cráneo estallado por obra de las criaturas de ácido al nacer, es factible pensarlo como si fuera un feto malogrado en el interior materno de huesos y metal.

Porque es posible que el enigmático alienígena, asesino furtivo que se llevan a bordo los tripulantes de la Nostromo, ya estuviera allí desde un inicio. Y lo que emerge del estomago de Kane, en la sangrienta escena cumbre de la cinta, lo que poco a poco va creciendo y exterminando a cada uno de los astronautas, no sea sino la encarnación de este desconocido que nos fundamenta, ese silencio divino y silvestre que aquí asume la figura de una esfinge de metal y fluidos alcalinos.

El carácter engañoso y traicionero del androide Ash, meras cenizas de un humano que nunca fue, da a entender esta incertidumbre particular del ser-ahí, que desconoce qué es y dónde es. A final de cuentas: ¿quién es el androide? (oh, gran Philip Dick, sueñan las ovejas ciertamente...) ¿Quién es el alien?... Somos nosotros, somos esos aterrados personajes apresados en el laberinto de sus propios impulsos vitales, desconocidos e incontenibles: el extraterrestre no es sino un mero catalizador, la suma de todos los miedos. En cierta manera es un ángel exterminador, el más inocente y transparente de todos los pasajeros, por lo mismo de su salvaje naturaleza explayada sin menoscabo.

Es por eso que tiene que ser Ripley, aquella singular oficial de navegación, fémina hermosa pero ambigua a la vez, con un cierto toque masculino, poseedora de dos naturalezas, cual si fuese una reencarnación del adivino Tiresias, una Manto rediviva con las facultades bicambiantes del padre, un ser incierto, un ser límite, en fín, quien tiene la inteligencia y el carácter de reconocerse en ese enigma letal, que deambula oculto y al acecho por el laberinto cretense que es la nave Nostromo, y derrotar a este novedoso y sorprendente trasunto de minotauro que ya no es lo animal reconocido en lo humano sino lo inerte, lo material, lo cosificado inserto en lo humano(ide).

(Como un Teseo triunfante, que un instante después de su gloria se percatara de que jamás saldrá ya del laberinto al descubrir bajo su taurina faz su propio acero traspasándole el corazón)

Alien, el octavo pasajero, es nuestro yo, nuestro maldito yo, diría Cioran, visto en un espejo; y su reacción ante tal descubrimiento es el mundo que nos res-guarda ¿el lenguaje? La salvación: la aceptación y empatía con la alteridad que nos es afín: el gatito, y tal vez esa cápsula lanzada a lo incierto no sea sino el arte mismo, la facultad divina ganada y manifestada por los héroes que sólo lo son por haberse atrevido a verse, a reencontrarse en el monstruo, en su monstruo, y a pesar de ello ser aptos a superarse, y a escribir su propio destino sobre la blanca hoja de la existencia, tan nívea como vacía, como una botella lanzada a los mares siderales...

(¿O una nueva y engañosa señal de auxilio?)

(¿O el minotauro eras tú-Ripley-Ariadna, y yo lo vi justamente cuando ya no podía verlo?)

Jesús Ademir Morales Rojas es mexicano. Vive en la ciudad de México. Artículo ilustrado por Valeria Uccelli.


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