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AMOR CARNALRubén Barrientos |
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«Tirao por la vida de errante bohemio,
estoy Buenos Aires, acá en Helitón.
Cubierto de malas, bandeado de apremios,
te evoco desde este lejano rincón...»
Barbieri/Cadícamo/Golan
No me queda casi cuerpo.
No me ha dejado casi cuerpo.
Sin embargo, lejos de odiarla: la amo.
Mi escasa carne la presiente, la anuncia con sofocones y taquicardia. Cuando ella esté cerca y merodee como una depredadora, la modorra me dejará más inmóvil todavía. Inmóvil pero gozoso. Ahí radica lo terrible. Cuando mis tendones parezcan gelatina y sus dientes me desgarren, estaré feliz. Si esta vez elige una parte del tronco o secciona algún órgano vital...
Así y todo la espero ansioso.
¡Ojo! No siempre fue así.
Difícil saber cuándo... como recordar mi primera sonrisa, mis primeros pasos.
Yo entonaba al estilo Goyeneche «Ya no sos el mismo, ventarrón de aquellos tiempos. Sos cartón para el amigo, y para el maula, un pobre cristo», en forma aceptable. Acaso raspando la voz más de la cuenta, reconozco.
Y en eso estaba cuando tuve aquella extraña sensación: me vigilaban.
Callé.
Estiré el cuello como un tero y miré alrededor. Nada.
Mejor dicho, lo de siempre: rocas, rocas, y más rocas ¡Si parecía no haber otra cosa en este planeta de mierda! Las rocas, la nieve y el viento. Siempre viento. Helitón no sólo es una heladera; tiene un período de rotación tan rápido dieciséis horas terrestres que su superficie es lijada por tormentas constantes. Conclusión: siempre viento.
Había sido el viento entonces. ¿Qué otra cosa?
Sin embargo una saliva espesa se acomodó en el fondo de mi garganta. Tragué con dificultad y bastante ruido.
Giré la cabeza como un búho y vi la nave, medio cubierta por la nieve, treinta metros a mi espalda.
Bueno, nave: los hierros retorcidos que alguna vez fueron mi nave; y que por una lluvia de meteoritos terminó de hacerse pedazos en un descenso de emergencia. Como sucede en estas ocasiones, energía, sistema de navegación y radio, inservibles. Ahora es un chaperío que sirve de refugio ¿Cuánto hace de esto? Puede que diez años.
Irónico. Hubiera sido mi último viaje; la edad me obsequiaría una jubilación lastimosa.
Cuando choqué viajaba por una ruta poco transitada y con los permisos vencidos. Hace tiempo dejé de esperar a la flota de rescate. Nadie vendrá a buscarme. Ni siquiera saben que existo ¿O mi ausencia les ahorra la pensión?
Ahora importa bien poco...
Ahora, cada vez soy menos.
Las partes que me va dejando la aman... con locura.
Había sido el viento entonces ¿Qué otra cosa?
Me vigilaban. Me cagué de risa. ¿Vigilado por quién? ¿Por los copos de nieve?
¡Que pelotudez grité, Helitón está desierto! Y como está desierto, mejor busco piedritas para mantener el fuego antes de que se apague.
Las piedritas, así las llamo, son como unas ciruelas incandescentes. Inflamables. Escasean, dispersas por ahí.
En realidad Helitón no está desierto. Últimamente rondan la zona unos animalitos de pelo negro, no más grandes que un gato, con inquietantes rostros humanoides y larga cola bífida: los Cíopes. Mansitos. Se hacen querer.
Maté varios. No tienen mal sabor.
Y andaba buscando piedritas cuando la sensación se hizo más fuerte: alguien o algo merodeaba.
Miré para el lado de Los Monjes (una formación rocosa, a unos veinte metros adelante, que parece una procesión de religiosos semi-agachados); no había sido el viento, entonces.
"Regreso a la nave y me calzo la protónica", pensé. Uno está más seguro con una de ésas. Así somos los humanos. Pero, ¡mierda, después de diez años pasaba algo fuera de lo común y la iba cagar yendo a buscar un arma!
Avancé.
Aquel.... gemido. Otra vez. Clarito, ¡al otro lado de Los Monjes!
¿Rodear la formación rocosa? No. Mejor escalar sus cuatro metros. Fuera lo que hubiera del otro lado le llegaría por arriba y de sorpresa. Buen plan.
Apoyé la mano derecha sobre un borde. Afirmé el pie izquierdo en un hueco y tomé envión. Después un saliente tras otro hasta que conseguí aplastar el pecho en la cima amesetada.
Nada. Nadie.
«No estás, te busco, y ya no estás; qué largas son las horas..., ahora que no estás»
"¿Qué esperabas, boludo?" me dije. "¿La comparsa de Gualeguaychú?"
Bajé con una calentura injustificada. Más que eso, descargué mi furia contra Los Monjes, a cascotazos. Pobres, como si hubieran tenido la culpa de algo.
Quedé agotado pero más tranquilo. Regresé. Cada tres o cuatro pasos me daba vuelta, agarraba una piedra y ¡Paaff!, contra Los Monjes.
Si hubiera estado más atento, hubiera visto las huellas...
Cuando me acercaba, salió entre los despojos de la nave y se quedó mirándome.
Yo también miré, era una mujer.
¿Hermosa?
Más.
La mina tenía ojos verdes, hipnóticos, los ojos verdes. El pelo negro, sucio y desaliñado. Vestía un abrigo de piel, castaño, que le llegaba hasta las rodillas, surcado por un cinto de cuero del cual colgaban varias herramientas o acaso armas. Una parecía un sacacorchos. El mismo material del cinto para manos y pies. Respiraba agitada.
Se preparó, como un lince, para saltarme encima.
Quise dar un paso hacia atrás, alejarme, pero la sorpresa me tenía como estatua ¿O eran sus ojos? Sólo separé un poco los labios. Mi voz no salió.
Entreabrió su boca de donde escaparon finas hebras de vapor y donde me pareció ver una dentadura despareja. Después movió la cabeza como los perros cuando uno les habla. Y se fue acercando, estudiándome.
Sentí mi rigidez, placentera. Sin voluntad para moverme. Mi cabeza era lo único que parecía seguir funcionando. ¿Qué hacía una mina así en Helitón? ¿Vivía en el planeta o habría hecho mierda su nave contra el suelo, como yo? ¿Estaba sola o pertenecía a alguna tribu? ¿Me la podría coger?
Fue cuando sentí un relajo y un paulatino recupero de mis movimientos.
Se me metió en la cabeza la estúpida idea de que si pensaba atacarme ya lo hubiera hecho.
"A lo mejor es inteligente", pensé.Inteligente.
¿Sos... inteligente?
Con esfuerzo levanté una mano. Despacio. Las palmas hacia delante.
La criatura repitió el movimiento.
¡Podía entenderme!
Me señalé el pecho y dije:
Golan... Yo... soy Golan al mejor estilo Tarzán.
La mujer siguió con atención el recorrido de mi mano y llevó las suyas a su pecho. Su pecho. Sus pechos; a esas alturas los imaginaba enormes, como los de la Coca Sarli. Gimió. Fue un gemido modulado. Lo repitió un par de veces ¿Sería su nombre? Sonaba como un orgasmo.
Golan repetí.
Ella repitió lo que fuera que repetía.
Convencido, sin explicación lógica, de que había recuperado el mando de mi cuerpo realicé un movimiento tan espontáneo como irresponsable: giré sobre mis pies y le di la espalda.
En efecto: podía moverme lo más bien. Caminé unos metros hasta el fuego moribundo. Busqué una de las piedritas y se la mostré; la tiré sobre la llama. El fueguito no aumentó demasiado su intensidad.
Acercáte dije con voz reestablecida.
Sucedió la primera cosa increíble: con rápidos movimientos, como una pantera, estuvo junto a la fogata. Sacó de un bolsillo unos cuadraditos de colores, agarró uno y lo arrojó a las llamas. Éstas se avivaron y dieron un calor como no gozaba en años.
Me mandé un silbido de los buenos:
¡Epa, eso estuvo de diez! grité, casi llorando de felicidad. Acompañáme adentro de la nave dije, palmeándole la espalda. Otra locura.
Busqué en la bodega los restos del último cíope cazado. Quería agasajarla ¡Era mi invitada! ¡Había llegado a mi mundo, y es de buenos anfitriones agasajar a los huéspedes! Ni qué hablar si el huésped resultaba mujer, y uno encima cargaba abstinencia forzosa.
Nos sentamos alrededor del fuego que, salvo por la falta del muñeco, parecía una fogata de San Juan. Mis poros, después de diez años, dejaron escapar gotas de transpiración. Gordas, las gotas de transpiración.
La charla, mientras asaba los cuartos del cíope, se resumió a mis preguntas y a sus gestos.
Cuando la carne estuvo cocinada, al ver que la mina no había comido nada, le dije:
No probaste bocado. No será un asadito de ternera pero...
Ella respondió con un rugido ahogado. Un susurro doloroso. Siguió mirándome ¿Algo en sus ojos había cambiado?
Sólo nos faltaría un poco de alcohol señalé mi boca con el pulgar ¡Hace siglos que me acabé la ultima botella! Lo dije por decir algo, de excitado nomás.
Segunda cosa increíble: sacó de otro bolsillo unos tubos, largos y finos como pipetas de laboratorio, rellenos de un líquido viscoso. Tenía muchos y de varios colores. Me ofreció uno, púrpura. Cuando lo agarré, una lucecita se encendió en la base. Ella se quedó con otro, ámbar. Lo sostuvo de la parte iluminada y acercó el borde libre a su boca. Chupó. Chupó a modo de bombilla, lo que me produjo una erección.
¡Qué mierda, como tomar mate!
Hice lo mismo:
¡Salud! Al instante mi boca se llenó de una exquisita bebida dulzona parecida al vino terrestre. Vino patero: dulce. Al tragar sentí un calor intenso y transpiré todavía más. Me tenés que pasar la receta dije, y me empiné otro trago. Bebimos un rato largo. ¿Cuánto? ¿A quién le importa?
Ella no me apartaba los ojos.
El líquido del tubito parecía no acabarse. Y yo le di sin asco.
«Un poco de recuerdo y sin sabor, gotea tu r-r-r-rezongo lerdo. Marea tu licor y arrea la tropilla de la zurda al volcar la última curda-a-a-a.»
Seguramente la mina no cazó una, pero siguió el ritmo con la cabeza. Parecía gustarle.
¿Me la podría coger? Sí, que no.
Bailar primero. Tango. Ella al principio no quiso, entonces hice un par de firuletes, solo, para mostrarle, y estiré las manos, invitándola. Aceptó. Hizo una especie de gruñido cuando sujeté su cintura. Gruñido que se fue aplacando a medida que yo le cantaba al oído: Desencuentro. Cortes, quebradas «y enseguida volvemos», dije, muerto de risa. La mina no dejaba de mirarme: yo me imaginé en "El viejo almacén", y picado como estaba, quise besarla.
De repente crack: algo se rompió en mi interior. En el bocho. No pude hablar más. Nunca más. Mis movimientos se hicieron lentos. Tan lentos que dejé de moverme. Con los ojos abiertos, duro como un limado, dejé de moverme.
Ella me dio vueltas alrededor. Sin dejar de mirarme, realizó una extraña danza y la terminó poniéndose en cuatro. En esa posición giró un par de vueltas cerca de la fogata, y avanzó hacia mí meneando las caderas como una pantera en celo.
A medida que se acercaba, sus ojos parecían hundirse en mi cabeza: ahí donde algo se me había roto. Se hundían como un cuchillo. Entreabrió la boca y dejó ver una lengua roja que humedecía sus labios en movimientos circulares. Sujetó con sus dientes el cinturón con las herramientas y se fue sacando los abrigos.
Yo seguía inmóvil, como anestesiado. De pie, pero anestesiado.
Cuando quedó desnuda, se cruzó el cinturón sobre la piel, piel trigueña, y se paró frente a mí. Boca con boca. Ronroneo. Me empujó hacia el suelo. Caí como la estatua que era. Se subió a mi pecho y me desgarró el uniforme, irreconocible por las pieles de los cíopes cosidas sobre la tela sintética a modo de abrigo.
Ronroneó más profundo.
Lamió mi cuerpo y nunca desvió su mirada, fija en mis ojos. Su saliva parecía afrodisíaca. Cada roce de su lengua, una embriaguez narcótica. Mi brazo izquierdo pareció excitarla y lo recorrió con pequeños mordiscones. En un veloz movimiento se sentó sobre mi verga envarada y sentí su jugoso orificio.
Se arqueó hasta límites imposibles y abrió y cerró la boca en jadeos que me hicieron acabar hasta el alma. Me hubiera gustado abrazarla. Decirle cosas hermosas, aunque no las entendiera.
De repente, entre el vaho de la borrachera, pude ver cómo asomaban de su boca unos colmillos de buen tamaño y cómo su cuerpo se iba transformando en el de un enorme felino. Su piel se cubrió de gruesos pelos negros: igual que en una película clase B.
Desprendió del cinturón dos torniquetes de metal. Aseguró uno a mi hombro izquierdo, el otro a la altura del codo. Luego agarró el sacacorchos, y en una parábola demasiado rápida para lo que podían captar mis ojos adormilados lo clavó en mi bíceps.
Con pasmosa alegría comprendí que el objeto no sólo se hundía en mi carne, sino que mediante estímulos eléctricos, la estaba cocinando.
Después de algunos minutos, mi brazo había adquirido sólo la parte encerrada entre los torniquetes, es cierto un color dorado de grato aroma.
Sus dientes desgarraron mi carne.
Un placer indescriptible me inundó. Como si en cada mordisco me estuviera regalando un poco más de libertad. Otra dentellada. Otra, y otra más. Mi sangre, todavía líquida, salpicó el suelo. No había dolor. La criatura, entre gemidos entrecortados, disfrutaba masticando tendones y músculos.
¿Yo? No podía: no quería reaccionar.
Cuando mi brazo izquierdo quedó reducido a un húmero rosáceo, un eructo recio escapó de su boca manchada de rojo.
Rió.
Me dormí.
Después: lo acostumbrado.
Despierto. Solo. Necesitándola. Rodeado de los tubitos que me deja después de cada visita. Estoy seguro de que poseen efecto antibiótico y cauterizante, sino ya hubiera muerto desangrado o por alguna infección. A lo mejor son un condimento, un adobe.
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Me ha ido recortando como un bonsái.
Hay amores que desgarran.
«No sabes las ganas que tengo de verte,
acá estoy varado sin plata y sin fe,
Quién sabe una noche me encane la muerte;
y chau Buenos Aires, no te vuelvo a ver...»
Si tuviera manos me peinaría, o me arreglaría la ropa. Si tuviera piernas hubiera bailado otro tango.
Lo último que vi de ella fue su cola bífida.
La extraño.
Rubén César Barrientos es argentino, vive en San Vicente, provincia de Buenos Aires, y nació el 15 de septiembre de 1960. Es Técnico Radiólogo por ocupación y escritor de ciencia ficción por vocación. En 2001 publicó en Dunken una colección de cuentos, Cuestión de tiempos; sus relatos integraron la 4ª antología de Narradores Suburbanos, una de la Editorial Los Cuatro Vientos (2004), y un par máás. Concurrió al taller literario de Roberto Dibenedetto, al de Marcelo Di Marco, y actualmente al Casas de Letras.
Este cuento se vincula temáticamente con "Éste es tu cuerpo", de Claudio Alejandro Amodeo (165), "Simbiótica", de Carlos A. Duarte Cano (163)y "Simulador biológico", de Aníbal Gómez de la Fuente (155)
Axxón 187 - julio de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Argentina : Argentino).