TROPEZAR CON LA MISMA PIEDRA

Santi Ontañón Villar

España

Viernes, 30 de enero de 1903. 2 del mediodía.


Sir Howard A. Leonard era un adinerado burgués de muy buena casta y que había tenido la oportunidad de asistir a las mejores academias de todo el país. Su familia le había dejado un negocio que funcionaba prácticamente solo, y gracias a eso había podido dedicarse a lo que a él más le gustaba: la ciencia.

Aquel viernes hacía un día verdaderamente espléndido para ser enero y Howard había aprovechado para salir a leer tranquilamente a su jardín, que tenía vistas a un parque donde un gran número de familias llevaba a sus hijos a jugar. Tras unas cuantas páginas decidió dejar la lectura para más tarde, pues su cabeza hacía rato que estaba concentrada en otros asuntos, diferentes del texto que tenía delante de los ojos. Llevaba varios días fascinado con la última carta que había recibido de su viejo amigo Hermann Minkowski, compañero suyo en la universidad. En dicha carta, Hermann le explicaba que finalmente creía tener una buena explicación del experimento Michelson-Morley, llevado a cabo hacía unos trece años (y que habían discutido en cartas anteriores). Dicho experimento había dejado perplejos a los físicos de medio mundo, porque había demostrado que cualquiera que sea la velocidad a la que viaja un observador, si se mide la velocidad de las partículas de luz que se trasladan por el espacio, dicha velocidad es constante (nada más lejos del propósito original del experimento). Tal descubrimiento era del todo sorprendente, y rompía del todo las ecuaciones que Sir Isaac Newton había genialmente diseñado. Dicha carta decía así:


Estimado Howard,


Te escribo esta carta porque necesito explicarle a alguien mis últimos descubrimientos acerca del experimento Michelson-Morley. Recientemente he empezado a pensar que el universo donde vivimos no está limitado a las tres dimensiones que podemos observar. En realidad vivimos en un universo constituido por cuatro dimensiones: altura, profundidad, anchura y tiempo. Estoy convencido de que la dimensión temporal es una dimensión más como las otras tres, y que cuando medimos el tiempo en segundos, minutos y horas, en realidad dichas medidas son medidas de distancia, pero dentro de esta cuarta dimensión temporal. Resulta, además, que he encontrado la ecuación para convertir metros a segundos y viceversa: en realidad, un segundo es la distancia temporal equivalente a 300.000.000 de metros en cualquiera de las otras tres dimensiones. Fíjate que el valor es muy próximo a la velocidad de la luz (sino igual), y la relación es más que evidente. El experimento de Michelson-Morley se puede explicar así en un universo de cuatro dimensiones: de la misma manera que cuando proyectamos un objeto de tres dimensiones sobre un plano bidimensional las distancias medidas en la proyección de dos dimensiones varían en función de la posición y orientación de dicho objeto, al observar un objeto de cuatro dimensiones proyectado en un espacio de tres dimensiones, las medidas de dicho objeto variarán en función de la cuarta dimensión (no observable). Creo que eso puede explicar los recientes experimentos que están realizando algunos otros científicos por todo el mundo acerca de la deformación de las mediciones de cuerpos que se mueven a velocidades muy altas. Me gustaría que me dieses tu opinión sobre el tema, ya que estoy ultimando un conjunto de experimentos para corroborar mi teoría y presentarla ante la comunidad científica.


Sinceramente,
Hermann.


Howard estaba fascinado ¡Una cuarta dimensión! Pero lo que más le fascinaba era la equivalencia que su amigo Hermann había encontrado entre las unidades temporales y las unidades espaciales. ¡Aquello tenía muchas implicaciones! Si el tiempo era una dimensión más, Howard no podía evitar imaginarse que, al igual que nos podemos mover libremente en cualquiera de las otras tres dimensiones, tenía que haber alguna manera de movernos libremente en la cuarta dimensión. Sin embargo, todo parecía apuntar a que ésta contenía una inercia constante que nos empujaba hacia el futuro sin poder remediarlo. Era como si uno estuviese atrapado en una corriente que empujara hacia delante, y contra la que no se podía luchar.

Howard dejó el libro que tenía en la mano en su mesita de jardín, se levantó de la silla donde estaba sentado y caminó hacia una pequeña barandilla. Se apoyó, encendió su pipa y se quedó hipnotizado mirando cómo jugaban los niños del parque con sus balones, y cómo dichos balones trazaban trayectorias en el espacio. Los niños podían empujar los balones en cualquier dirección, pero únicamente en las tres dimensiones observables. Eso era así por un motivo muy simple: para cambiar la velocidad de un objeto en una determinada dimensión había que aplicar una fuerza en dicha dimensión; si no era posible aplicar una fuerza en la dimensión temporal, no habría manera de desplazarse a voluntad en dicha dimensión. Pero si la teoría de su amigo Hermann Minkowski era cierta, y la dimensión temporal tenía un paralelismo tan grande con las dimensiones espaciales, tenía que existir algo que pudiese ser llamado "fuerza temporal".

Siguió observando a los niños y vio que uno de ellos chutaba un balón con tanta fuerza que se salió fuera del espacio donde estaba jugando y fue a caer sobre una loma. Mientras el niño corría tras el balón que rodaba sin parar pendiente abajo, Howard sonrió pensando que posiblemente el mundo entero estuviese en una "pendiente temporal" y que por eso no podíamos cambiar de velocidad temporal y nos precipitábamos sin remedio por dicha pendiente... Cuando el balón se encontraba a mitad de la pendiente, el niño tuvo la suerte de que se topase con un árbol. Cuando lo hizo, Howard observó el detalle de que, como efecto del choque, el balón había ascendido por la pendiente durante unos segundos, antes de volver a caer. Aquello le dio una idea: quizás se podía provocar un "choque temporal" entre dos objetos, y así conseguir que ambos modificasen su "velocidad temporal". ¡Era una idea interesante! Inmediatamente pensó en comentarla con Hermann, pero antes de ello debía elaborarla un poco más. Quizás podría escribirle alguna sugerencia interesante a Hermann. Recogió su libro, y decidió que ya había disfrutado suficiente del día y era un buen momento para ir a su laboratorio a pensar algo más sobre el asunto.


* * *


Sábado, 14 de febrero de 1903. 11 de la noche.


Mensualmente, Jeremiah Brown, un reconocido profesor universitario ya retirado, organizaba un grupo de lectura sobre temas científicos en su biblioteca privada. Aquella noche Howard había asistido (como casi cada mes) para intentar comentar con alguien sus últimas ideas acerca de la alteración de la velocidad temporal. El profesor Brown había sido una persona brillante. Sin embargo, con la edad mucha gente se vuelve reacia a aceptar nuevos conceptos (¡principalmente porque ello implicaría reconocer que han estado equivocadas durante toda la vida!), y a su edad el profesor no era muy amigo de aceptar nuevas doctrinas ni nuevas ideas revolucionarias; prefería aquellos trabajos científicos que sólo profundizaban sobre conocimientos ya considerados como verdades absolutas por la comunidad científica. Brown había mostrado su disgusto más de una vez cuando salía a la luz algún comentario sobre el experimento Michelson-Morley, pero Howard pensó que esta vez tenía una teoría irrefutable y que incluso Jeremiah Brown tendría que aceptarla. No fue así. No sólo no aceptó la idea, sino que la rechazó de tal manera que le hizo quedar en ridículo delante de todos los invitados, tratándolo de "aficionado sabelotodo" y "ricachón ignorante que cree que puede jugar a ser científico".

Después de tal humillación, Howard abandonó inmediatamente la casa sin despedirse de nadie y dando portazos en todas la puertas que tuvo que atravesar hasta salir a la calle. De hecho, se enfureció tanto que no reparó en que estaba lloviendo. Y no fue hasta haber recorrido casi la mitad de la distancia entre la casa de Jeremiah Brown y la suya propia cuando cayó en la cuenta. Y no por estar mojado, sino por un tremendo estruendo causado por un rayo que cayó sobre un árbol a unos doscientos metros de él. Aquello le hizo volver al mundo real. Se percató de la lluvia y abrió el paraguas que había llevado consigo todo el tiempo (aunque cerrado). Cuando empezó a caminar de nuevo, vio que el rayo había causado que una de las ramas se encendiese en llamas y cayese. No pudo ver dónde había caído, pues desde su posición sólo alcanzaba a ver la copa del árbol, que se encontraba tras una valla. Pero bueno, pensó que no había peligro de incendio pues era uno de los plantados a la orilla del río que cruzaba la ciudad, y además la lluvia apagaría las llamas enseguida. Inspiró fuerte y reemprendió el camino a su casa. Además, el rayo había conseguido "despertarlo" de su enfado. De hecho, durante el resto del camino su estado de animó mejoró, pues se le empezó a hacer la boca agua sólo de pensar en el momento en que podría humillar a Jeremiah Brown de la misma manera que Jeremiah lo había humillado a él. Y para eso podría no faltar mucho.

En cuanto llegó a casa, y después de cambiarse para ponerse ropa seca, lo primero que hizo fue ir a su laboratorio. No tenía la cabeza para ponerse a trabajar, pero decidió recrearse releyendo las notas que ya tenía escritas y viendo el progreso de la segunda versión de su "máquina". Howard había estado trabajando en sus ideas algo más de dos semanas, y en aquel tiempo había generado una cantidad de notas más que notable. Aunque sin duda, sus notas favoritas eran "el diario de la máquina", donde había ido anotando los progresos en la construcción de la máquina que le permitiría corroborar su teoría. Tras recibir la carta de Minkowski, Howard se interesó por la cuestión e indagó en la biblioteca del club de ciencias buscando los artículos y notas recién aparecidos. Se sorprendió gratamente al saber que el tema del experimento Michelson-Morley estaba despertando un interés cada vez mayor en la comunidad científica. Y más que nada debido a las ideas revolucionarias de un recién llegado llamado Albert Einstein, que defendía conceptos casi tan radicales como la teoría de Howard. Aquello le dio ánimos, porque era la confirmación que necesitaba de que había algo más por descubrir detrás del experimento Michelson-Morley que lo que ya se sabía. Por eso decidió construir su propia máquina. Una máquina capaz de generar una fuerza en la dimensión temporal, y empezó a anotar en su diario todos los progresos hechos en relación a ella.

La idea original detrás de la primera versión de su máquina era realmente sencilla y se le había ocurrido viendo a aquel grupo de niños jugando a pelota. Aquel día se dio cuenta de que una manera de generar una fuerza en una determinada dimensión era provocando un choque. Algunas de las notas escritas por Einstein o su amigo Minkowski predecían cambios en la velocidad temporal de los objetos al alcanzar grandes velocidades espaciales, por lo que se le ocurrió construir una máquina que poseyese un gran disco que girara a la mayor velocidad que pudiese alcanzar, mucho más rápido de lo que cualquier máquina de su tiempo pudiera hacer girar a un disco (debía llegar a velocidades no despreciables respecto a la de la luz). Además, dicho disco debía ser bastante másico, de manera que al acelerar variase su velocidad temporal y consiguiese modificar la velocidad temporal del resto de la máquina mediante pequeños choques entre el disco y la máquina.

Sin embargo, rápidamente encontró un problema básico en el planteamiento de su máquina: lo que él quería era invertir la velocidad temporal (o sea, hacer que la máquina viajase durante unos instantes al pasado) y la máquina que planteó aceleraría hacia el futuro (puesto que al acelerar el disco, éste se desplazaría más rápido en su dimensión temporal, según recientes resultados que había leído en una nota escrita por un físico llamado Lorentz). Sin embargo, decidió que aunque no pudiese invertir o frenar la velocidad temporal, una máquina que pudiese acelerarla era, aunque no tanto, algo excitante. Así que construyó su máquina. El problema de acelerar el disco no fue muy difícil de solucionar, se trató simplemente de reducir la fricción al mínimo y de construir un ingenioso sistema de engranajes que le permitía incrementar exponencialmente el par entre el motor y el disco cada vez que insertaba un nuevo engranaje; el proceso de aceleración del disco se reducía a: a) acelerar el disco al máximo con un conjunto dado de engranajes, b) desconectar el motor del engranaje (que giraba por inercia), c) insertar un nuevo engranaje, y d) reconectar el motor para acelerar el disco al doble de velocidad que en la iteración anterior. Sin embargo, una vez que tuvo la máquina construida, descubrió (con gran desilusión) que no funcionaba. Un reloj colocado sobre la máquina y otro colocado fuera de ella no llegaban a desincronizarse nunca. Aquel experimento fallido (según su diario) había tenido lugar el 9 de febrero.

En el diario no constaba ninguna entrada correspondiente al 10 de febrero. Aquello se debía a que aquel día se lo había pasado íntegramente encerrado en su habitación, estirado en la cama reflexionando sobre qué podía estar equivocado en la máquina.

La única entrada (enorme) del 11 de febrero explicaba su nueva teoría de por qué la máquina no funcionaba. Mientras reflexionaba sobre ella se le ocurrió pensar en qué pasaría si aceleraba temporalmente ¿avanzaría a dicha velocidad para siempre? ¿O habría alguna manera de frenarla? Intentando responder a dichas preguntas, releyó todas las cartas recibidas de su ex-compañero Minkowski y en particular una donde hablaba de la teoría del "universo bloque". Minkowski le decía que si el universo se consideraba como un espacio de cuatro dimensiones en lugar de tres, podía verse como un hipercubo (el "bloque") estático. Howard encontró una bonita analogía para explicar la idea del universo bloque. Hacia pocos años había presenciado algo que le impactó: el cinematógrafo. Una máquina que proyectaba una serie de imágenes en secuencia sobre una pantalla y daba la sensación de animación. Si se apilaban uno a uno todos los fotogramas de una de las películas del cinematógrafo, se obtenía el "universo bloque" de dicha película. Dicho montón de fotogramas era estático; sin embargo, si lo recorríamos de abajo a arriba, obteníamos la "sensación de tiempo". La idea de Minkowski era lo mismo, pero cada fotograma del universo tenía tres dimensiones. Si pudiésemos verlo desde "fuera", veríamos un montón de fotogramas tridimensionales apilados en la dimensión temporal. La idea del universo bloque tenía una consecuencia muy importante: el pasado, el presente y el futuro coexistían "a la vez", y nada podía cambiar; el universo bloque implicaba un universo estático. Dicho de otra manera, si Howard no recordaba haberse encontrado consigo mismo en el pasado, era imposible que viajase al pasado y se encontrase consigo mismo, ya que si, por ejemplo, Howard en 1900 viajaba diez años al pasado y se encontraba con el Howard del año 1890, el Howard de 1900 debería recordar que diez años antes se había encontrado consigo mismo. O bien el Howard de 1900 se encontraba con el Howard de 1890, o no. Pero no podía ser que los dos Howard hubiesen tenido una experiencia diferente en 1890 ya que en el universo bloque sólo hay un único fotograma del universo en 1890.

Por lo tanto, no pudo más que concluir que si su máquina estaba realmente intentando cambiar de velocidad temporal (y lo creía con firmeza) tendría que haber algún error en su razonamiento y ella debía estar intentando invertir su velocidad temporal (en lugar de acelerar). Debido a que al intentar invertir la velocidad "chocaba" temporalmente con las otras instancias de ella misma en los "fotogramas" previos del universo, la máquina no podía invertir su velocidad. Cuando se le ocurrió esta idea, Howard supo de inmediato lo que estaba pasando. ¡No había lugar a duda! De manera que se le ocurrió la siguiente solución: instalaría la máquina sobre unos raíles, y una vez que el disco empezase a girar, la desplazaría bruscamente sobre los raíles de manera que al moverla en el espacio no chocase con las otras instancias que pudiese haber en el pasado, puesto que estaban situadas en otras coordenadas espaciales.

La construcción de los raíles ya estaba terminada (había comprado un tramo de raíles reales y había instalado la máquina sobre un carrito que se podía mover sobre ellos). Sólo le quedaban por ultimar algunos detalles y la máquina estaría acabada.

Howard cerró el diario y observó su máquina por última vez, antes de dirigirse a su dormitorio. "Mañana será el gran día", pensó.


* * *


Domingo, 15 de febrero de 1903. 6 de la tarde.


Aquel tenía que ser el gran día para Howard, y él así lo sospechaba. Así que de buena mañana, y tras un generoso desayuno preparado por su sirvienta (en el transcurso del cual ella le comentó que creía que había entrado algún animal en la casa porque la noche anterior había oído ruidos extraños en el sótano), decidió pasar el día encerrado en su laboratorio, con órdenes de que nadie le molestase. Y el momento llegó. La máquina estaba acabada y lista para el primer experimento.

Se detuvo a contemplar con admiración lo que había construido. La máquina estaba constituida por una pequeña silla (con un cinturón de cuero para fijar a un "pasajero") colocada sobre un pequeño carrito y mirando hacia dos enormes discos de piedra situados uno delante del otro, tan cerca que parecía que hubiese un solo disco más grueso. El carrito descansaba sobre unos raíles y los discos estaban conectados a un motor de vapor mediante su ingenioso sistema de engranajes. Al alcance de la silla tenía un pedal y tres manivelas. Una de ellas servía para iniciar el motor de vapor, la segunda conectaba y desconectaba los discos al motor, y la tercera accionaba un mecanismo que bruscamente (por eso el cinturón en la silla) lanzaba la máquina un par de metros hacia atrás por los raíles. El pedal servía para frenar los discos. Los raíles eran bastante largos como para que la máquina pudiese realizar dos de esos bruscos movimientos, que Howard bautizó "saltos". Harían falta dos saltos si la máquina funcionaba. El primero permitiría invertir la velocidad la primera vez, y el segundo permitiría volver a invertirla para regresar al cauce normal de tiempo. Así pues, Howard cogió su diario y anotó:


15 de febrero de 1903. 6:00 pm. - La máquina del tiempo está acabada y me dispongo a realizar el primer experimento. Un viaje de unos pocos minutos al pasado. Si el experimento funciona me convertiré en el primer viajero temporal de la historia.


Al releer la nota que acababa de escribir, Howard se percató de que había utilizado el nombre "máquina del tiempo" para referirse a su obra. Puso una mueca de enfado, pero decidió no cambiar nada. Howard no había querido utilizar el nombre "máquina del tiempo" pues le daba la sensación de que no era formal y de que si la presentaba como una "máquina del tiempo" nadie la tomaría en serio, por eso había intentado evitar llamarla de ese modo. Pero bueno, eran detalles. Howard dejó el diario sobre la mesa y se encaminó hacia la silla. Estaba preparado para iniciar la máquina.

Tan tranquilo como pudo, se subió al carrito y se abrochó el cinturón. Encendió el carbón del pequeño motor de vapor, y mientras esperaba que alcanzase el calor apropiado, comprobó que los veinte engranajes necesarios para el proceso de aceleración estuvieran en el cajón destinado a ellos. Cuando el motor estuvo a punto, accionó la manivela que lo puso en marcha y conectó el disco utilizando la segunda manivela. Los discos empezaron a girar lentamente en direcciones opuestas. Tras unos segundos, los discos estabilizaron su velocidad. Howard desconectó los discos del motor e insertó un nuevo engranaje en el mecanismo lo más rápido que pudo (para minimizar la pérdida de velocidad de los discos). Acto seguido volvió a conectar los discos al motor, que los aceleró a una velocidad algo mayor. Repitió la operación con todos los engranajes restantes. A medida que los discos ganaban velocidad, y aunque Howard había reducido la fricción al mínimo, el sonido producido por la máquina se incrementaba y se generaba una corriente de aire bastante fuerte que hacía bailar su pelo, hasta tal punto que en los últimos engranajes Howard tuvo que taparse los oídos con unos tapones improvisados. Los discos estaban girando a tal velocidad que a los ojos de Howard parecía que estuviesen quietos. Sus ojos no alcanzaban a percibir el movimiento. Cuando hubo colocado el último engranaje y los discos se habían acelerado hasta la máxima velocidad que podían alcanzar dada la fuerza del motor que estaba utilizando, Howard se armó de valor. Se aseguró de tener el cinturón bien sujeto, y accionó la manivela de "salto" que lo lanzaría por los raíles... ¡y por el tiempo!

Cuando accionó la manivela, el carrito salió despedido hacia delante con mucha más brusquedad que lo que Howard había esperado, mucho más que cuando había sido lanzado en sus pruebas anteriores (con los discos detenidos). De hecho, no descarriló casi de milagro, aunque Howard no pudo percibir nada de eso, ya que de repente todo cambió a su alrededor. La percepción de los colores le fue tan extraña que no pudo reconocer nada de lo que veía; un fuerte chasquido lo había dejado casi sordo por un momento y el brusco movimiento lo había desorientado, pues le había sacudido la cabeza con bastante violencia. A la vista de lo que sucedía, Howard pisó sin pensarlo el pedal de frenado de los discos; aparecieron unas pequeñas aletas en ellos que ofrecían cierta resistencia al aire y así se frenaban de a poco. Howard no pudo evitar taparse los ojos con la mano, ya que la extraña visión que tenía delante lo mareaba aún más. Pero tenía que aguantar el tiempo suficiente pisando el pedal para que los discos bajaran a una velocidad "normal" y pudiese detener la máquina. Cuando calculó que la velocidad debía ser bastante baja, volvió a accionar la manivela de salto. Esta vez se sujetó con fuerza a la silla, aunque el estruendo y la brusquedad fueron similares. Sin embargo, algo había cambiado. Esta vez volvía a ver correctamente, aunque con un pitido en los oídos que le impedía oír bien.

Miró a su alrededor, desorientado e intentando reenfocar la vista, y reconoció su laboratorio sin problemas. Rápidamente se desabrochó el cinturón y salió de la máquina, cayendo al suelo debido al fuerte mareo. Todo le daba vueltas y su visión era borrosa, sin embargo intentó mirar el reloj colgado en la pared para ver la hora y confirmar que había viajado en el tiempo. Distinguir las agujas del reloj le resultó imposible, sin embargo le embargó la emoción cuando pudo observar una visión inequívoca. Una imagen borrosa aunque definitiva. Estaba viendo dos máquinas a la vez. Una, de la que había salido él, y otra en el otro extremo del raíl con los discos girando a toda velocidad. No pudo alcanzar a verse a sí mismo ya que los discos lo ocultaban, pero sin duda era él cuando estaba iniciando la máquina. En efecto, había viajado a través del tiempo.

Inmediatamente después se desmayó.


* * *


Domingo, 15 de febrero de 1903. 6 y 5 minutos de la tarde.


Como cualquier adinerado caballero, Sir Howard A. Leonard vivía rodeado de servidumbre. La señorita Willson (de nombre Catherine) era una joven sirvienta encargada de servir la mesa durante desayunos, comida y cenas. Aunque el señor Howard había ordenado que no lo molestasen, a ella le pagaban por servir y fue lo que hizo aquella tarde, como todas las tardes.

A Sir Howard le gustaba cenar alrededor de las seis, y a esa hora exacta la señorita Willson tenía la mesa preparada. Entonces oyó un golpe en el piso superior. Supuso que el señor estaría haciendo alguno de sus experimentos y siguió con lo suyo. Apenas minutos más tarde volvió a oír otro golpe y comenzó a preocuparse. Tras meditar un rato decidió que, con la excusa de los ruidos, podía llamar a la puerta del laboratorio de Sir Howard y de paso decirle que la cena estaba servida (aunque él había dicho que quizás no cenara).

La señorita Willson subió las escaleras en silencio por si podía oír algo. Pero no hubo ningún ruido más. Cuando llegó a la puerta del laboratorio se detuvo unos instantes para intentar de nuevo escuchar algo. No oyó nada y decidió llamar a la puerta. Golpeó tímidamente tres veces y esperó. No obtuvo respuesta. Transcurrido un tiempo prudencial, volvió a golpear, esta vez más fuerte. Tampoco hubo respuesta. Al fin aporreó la puerta con toda su fuerza y llamó en voz alta a Sir Howard.

Esta vez oyó la voz de Howard diciéndole que esperase un momento. A los pocos segundos oyó que el cerrojo de la puerta se abría y finalmente vio la cara de Sir Howard. Estaba pálido y se apretaba la cabeza con una mano, como si tuviese jaqueca.

—¿Se encuentra bien, señor Howard? Oí unos golpes y decidí subir por si acaso.

—Sí, sí, no te preocupes, señorita Willson, estoy bien.

—¿Seguro? Tiene mala cara, parece usted mareado.

—No, no —mintió descaradamente Howard—. Sólo estoy algo cansado, nada más, no te preocupes...

—Bueno, también subía para informarle que la mesa está lista, por si quiere cenar.

—Ah... sí, claro... Prepárame un vaso de agua que ahora bajo.

—Sí, señor.

Aún no convencida del todo, la señorita Willson bajó, llenó una copa de agua, la colocó en la mesa, justo delante de la silla de Howard, y esperó con calma a que bajase.

Al cabo de pocos minutos el señor Howard apareció bajando las escaleras, y sin mediar palabra y totalmente distraído se sentó en su silla. Se bebió el vaso de agua y se quedó callado, quieto y con la mirada perdida. La señorita Willson se dio cuenta enseguida de que algo no andaba bien, pero no osó preguntar nada directo por no ser indiscreta. Normalmente el señor Howard era una persona afable y conversaba con ella casi cada día, así que decidió romper el hielo.

—Señor Howard. Tiene la comida servida en la mesa. Si no empieza se le va a enfriar.

—Ah, sí, claro, claro. Pero es que no tengo mucha hambre.

—Intente comer algo, por lo menos. No tiene muy buena cara.

El señor Howard ni siquiera contestó. Simplemente suspiró, cogió la cuchara con una mano, la metió en el plato de comida y se quedó mirando el plato embobado. Sin embargo, de repente, suspiró de nuevo, levantó la cabeza para mirar a la señorita Willson, sonrió y le dijo.

—¿Sabes qué? Pues tienes razón.

Y acto seguido se puso a engullir la comida, sin poder quitarse la sonrisa de la boca. De repente se le veía realmente contento y excitado. Como si de pronto hubiese recordado algo que le había alegrado la tarde.

Aquello animó a la señorita Willson, que empezó a hablar con tranquilidad, como hacía cada día. Normalmente le repetía al señor Howard todos los chismes que había oído en la calle sobre los vecinos. Al señor Howard, aunque era evidente que no le interesaban, le distraían y la escuchaba con atención. En particular aquel día la señorita Willson estaba deseando que llegase este momento, pues tenía una historia bastante buena que contar y que seguro interesaría al señor Howard. Así que, después de haberle referido varios chismes sin importancia, le relató la historia.

—¡Ah!, y por cierto, ¿se ha enterado de lo de la señora Olmann?

—¿La señora Olmann? ¡No sé quién es!

—La señora Olmann, que se llama Margarett, es la dueña de la verdulería donde Preston encarga la verdura. —Preston era el cocinero que Howard tenía contratado.

—¿Y qué le ha pasado?

—Sí, verá. Esta mañana Preston me ha encargado que fuese a la verdulería de la señora Olmann porque necesitaba un manojo de puerros y unas cebollas. Yo he salido a la calle y me he dirigido a la tienda, pero justo antes de llegar, he empezado a ver una masa de gente que se amontonaba alrededor de la entrada de la tienda. Me he acercado, de casualidad he visto a mi amiga Jelena, y le he preguntado si sabía qué había pasado. Entonces ella me ha dicho que creía que habían asesinado a alguien en la tienda. Como supondrá, me he quedado helada al enterarme ¡Un asesinato! ¡Y en nuestro barrio! ¡A dónde iremos a parar!

—¿Y a quién han asesinado?

—Pues verá, al principio nadie lo sabía. Algunos decían que habían asesinado a Margarett, otros decían que habían asesinado a su marido, el señor Olmann, y otros incluso decían que no, que habían matado a un ladrón. Pero este mediodía, en el mercado, me he enterado de que la víctima ha sido la pobre Margarett... ¡Quién puede ser capaz de asesinar a una pobre anciana! Y además a Margarett, ¡que nunca le ha hecho daño a nadie!

La señorita Willson continuó explicándole todo lo que había oído, incluyendo quién se lo había contado y dónde, mientras el señor Howard hacía ver que le interesaba. De hecho, la señorita Willson estaba bastante sorprendida de que al señor Howard la historia no le pareciese interesante (de hecho se veía a millas que estaba sólo fingiendo interés). Pero de repente, igual que le había pasado diez minutos antes con la comida, se le iluminó la cara y empezó a hacer preguntas sobre el asesinato.

—¿Y se sabe exactamente a qué hora ocurrió el asesinato?

—¿A qué hora? Bueno, he estado hablando con Jillian en la frutería hace un rato, y dice que ha oído que el asesinato tuvo lugar dos horas después de la medianoche, ya que la señora Olmann tuvo que llegar a casa a esa hora, porque había salido a las dos menos cuarto de casa del señor Ferguson, el médico, y al paso de la señora Olmann se debe tardar unos veinte minutos en llegar. Dicen que encontraron el cadáver en la entrada de la casa, o sea que la tuvieron que matar justo cuando llegó. El pobre señor Olmann estaba dormido y nunca llegó a ver entrar a su mujer. Dicen que está destrozado.

—Entonces, debió ser unos cinco minutos después de las dos de la mañana... ¿Dónde está exactamente la casa de los Olmann?

—Viven en la misma verdulería, en la trastienda. Está justo delante del parque. Tiene que haberla visto más de mil veces.

—¡Ah! Sí, sí, ya sé cuál es. Y por cierto, ¿cómo saben que fue un asesinato?

—Verá, al principio pensaban que había sido un accidente. Pues la señora Olmann tenía un golpe en la cabeza. Pero la policía encontró más manchas de sangre en el suelo que no parecían ser de la señora Olmann. Por lo cual dedujeron que había alguien en la tienda. Creen que un ladrón.

—Un ladrón, eh...

Acto seguido, el señor Howard se levantó de golpe de la mesa sin haber acabado la comida y, con bastante excitación, se despidió de la señorita Willson, diciéndole que saldría un rato y que podía tomarse el resto del día libre, que no hacía falta ni que recogiese la mesa. De hecho, esto último lo dijo ya subiendo la escalera al piso de arriba, sin darle tiempo a la señorita Willson para contestar.

Ella se quedó perpleja, y durante unos segundos no supo ni cómo reaccionar. Por lo normal, su turno acababa a las diez de la noche, ¡o sea que acababa de ganarse cuatro horas de tiempo libre! Realmente el señor Howard estaba muy raro aquel día. Y todas esas preguntas sobre los detalles del asesinato también le habían parecido raras. Por un momento llegó a sospechar del señor Howard como posible asesino. Pero rápidamente lo descartó, pues Preston le había dicho que el señor Howard había llegado anoche una media hora antes de la medianoche (justo cuando paró la lluvia), y no había vuelto a salir de casa. O sea que tenía una coartada perfecta.

Bueno, ya se enteraría al día siguiente qué le pasaba al señor Howard. Era probable que hubiese conocido a alguna joven que lo tenía excitado, o que no le correspondía, o algo así. Ahora mismo ella se iría y aprovecharía para ir a ver a su amiga Jillian y charlar con tranquilidad, no como en la frutería, donde siempre las interrumpía algo.

Justo cuando se disponía a salir de la casa, la cabeza del señor Howard se asomó por la escalera y le preguntó:

—Por cierto, señorita Willson, ¿verdad que Alison entra cada mañana en mi laboratorio para fregar el suelo?

—Sí, señor.

—Claro, claro... ¿Sabes cuándo fue la última vez que limpió la habitación de mi madre?

—Como no entra nadie, sólo se limpia una vez a la semana, señor, cada miércoles.

—Entonces nadie ha entrado ahí hoy, ni ayer, ¿verdad?

—Que yo sepa, no.

—¡Perfecto! ¡Gracias, Catherine!

¿Catherine? Ésta debía ser la primera vez en los dos años que llevaba trabajando para el señor Howard que la había llamado por su nombre de pila. Estaba claro que al señor le estaba pasando algo... ¡o simplemente estaba contento por algo! ¡Catherine! ¡La había llamado Catherine! Le había gustado, y además, el señor Howard era bastante bien parecido y a Catherine siempre le había gustado un poco... Quién sabe... ¡quizás todavía tendría alguna oportunidad con él! ¡Ya tenía algo de qué hablar con Jillian! Con ese pensamiento, cerró la puerta y se encaminó hacia casa de su amiga con una sonrisa en la boca.


* * *


Domingo, 15 de febrero de 1903, 6 y 5 minutos de la tarde.


Justo después de salir de la máquina, Howard se había desmayado de emoción. De hecho, si no hubiera sido porque su sirvienta Catherine aporreó la puerta de su laboratorio, quién sabe cuándo hubiese despertado. Cuando oyó llamar a la puerta, se levantó desorientado y sin saber muy bien qué había pasado. Instintivamente le pidió un vaso de agua y dijo que enseguida bajaría. Cuando volvió a cerrar la puerta, apoyó la espalda contra ella y vio de nuevo su máquina. De repente recordó lo que había pasado ¡Su máquina había funcionado! Recordó que al salir de ella, y antes de perder el sentido, había podido ver las dos instancias de la máquina. Una que justo estaba encendiéndose, y la otra, de la que había salido él. No había llegado a verse a sí mismo, pero había visto dos máquinas. ¡Aquello era la prueba definitiva de que había viajado en el tiempo! Comprobó que su reloj de bolsillo estaba varios minutos adelantado con respecto al reloj de la pared, y eso volvía a corroborar el éxito del experimento. Por lo tanto, su intuición había sido correcta y era capaz de viajar al pasado en lugar de al futuro como predecían las ecuaciones propuestas por varios miembros de la comunidad científica.

Pensando en cuál podría ser el fallo que había en las ecuaciones, abrió la puerta y bajó las escaleras. Allí encontró a Catherine esperando pacientemente.

Howard se sentó a la mesa casi por instinto y siguió dándole vueltas en la cabeza a qué podía estar mal en las ecuaciones.

Al fin se le ocurrió que debía escribir una carta a su amigo Minkowski, mucho más versado que él en las matemáticas: seguro que al explicarle los resultados logrados con su máquina se presentaría en su casa en pocos días. Sí, eso haría. Con la ayuda de Minkowski podría dejar en ridículo a ese sabelotodo de Jeremiah Brown. ¡Se iba a enterar!

Catherine le estaba hablando en aquel momento y de alguna manera él le había contestado sin pensar ¡Pero de repente se dio cuenta de que aquel era el día más feliz de su vida! ¡Había viajado por el tiempo! Así que miró a Catherine (a la que él llamaba "señorita Willson", por respeto, aunque tenía bastante confianza con ella), que acababa de pedirle que por favor comiese la comida para que no se enfriara, y le dijo:

—¿Sabe qué? Pues, tiene usted razón.

Acto seguido, Catherine empezó a explicarle sus acostumbrados chismes sobre lo que pasaba en la ciudad. Howard estaba prestando poca atención, y lo único en que pensaba era en qué tipo de experimento o prueba podía realizar con su máquina. ¡Tenía una máquina del tiempo! ¡Tenía que haber un millón de cosas interesantes que hacer con ella! Sin embargo tenía que ser cuidadoso, ya que con la máquina podía viajar al pasado, pero no podía regresar. Si viajaba un año al pasado, tendría que esperar un año de tiempo real para poder volver al presente... o sea que las primeras ideas de retroceder en el tiempo para ver la historia quedaron descartadas.

Pero aún así, debía haber algo interesante que pudiese hacer.

Justo en aquel momento, Catherine le estaba explicando algo acerca de un asesinato que había ocurrido la noche anterior. Y a mitad de la explicación de repente Howard vio la luz ¡Claro! ¡Eso era lo que podía hacer! ¡Si podía viajar un día al pasado y evitar el asesinato sería algo increíble! De repente estaba muy excitado y preguntó a Catherine todos los detalles del asesinato para poder presentarse allí sin problemas. Según la teoría del universo bloque, evitar el asesinato era imposible, pero ¡qué mejor experimento para verificar o descartar el universo bloque que ése!

Cuando supo lugar y hora exacta, decidió que no esperaría más. Se levantó de la mesa y corrió a su laboratorio.

Justo antes de cerrar la puerta se le ocurrió que si quería viajar un día al pasado, tendría que pasarse un día entero en la máquina viajando hacia el pasado, y además tendría que estar en una habitación donde no hubiese nadie ese día, y creía recordar que una de las sirvientas, Alison, entraba de vez en cuando en su laboratorio, así que volvió al pasillo, se asomó por la escalera e hizo un par de preguntas a Catherine para encontrar una habitación de la casa donde no hubiese nadie en las últimas veinticuatro horas. Cuando volvía hacia el laboratorio, se dio cuenta de que con los nervios había tratado a Catherine por su nombre de pila en lugar de por su apellido. Deseó que no se hubiese molestado y no pensó más en ello.

Cerró la puerta de su laboratorio y esperó a oír el portazo de Catherine al salir a la calle para asegurarse de que no había nadie en la casa mientras movía la máquina. Por algún motivo irracional, Howard sentía la necesidad de mantenerla en secreto hasta que su amigo Minkowski la viese.

Mover la máquina requirió de bastante esfuerzo, pero nada que no pudiese hacerse con la motivación de Howard. El carrito era fácil de mover una vez sacado de los raíles, ya que tenía ruedas. Pero le costó arrastrar los raíles...

Cuando lo tuvo todo montado en la habitación de su madre (tras apartar la cama de una manera brusca y poco respetuosa, para hacer sitio), empezó a pensar. Sabía que la máquina podía viajar al pasado, pero no sabía a qué velocidad exacta se desplazaba. Por la diferencia de hora que había entre su reloj de pulsera y el de la pared, tenía que ser entre una y dos veces la velocidad "normal" del tiempo (no podía ser más preciso, pues no sabía cuánto tiempo había estado sobre la máquina la primera vez). Es decir, si quería viajar una hora al pasado, tendría que permanecer en la máquina entre treinta y sesenta minutos. En aquel momento eran las siete de la tarde. O sea que si quería estar en la tienda de la señora Olmann a las dos de la mañana, tenía que viajar unas dieciocho horas al pasado (para darse una hora de tiempo para encontrar la tienda). Eso implicaba entre nueve y dieciocho horas en la máquina, de modo que debía cargarla con carbón suficiente para que el motor durase todo ese tiempo encendido.

Se le ocurrió que podía colocar un reloj en la pared a la vista de la máquina, y él podía esperar sentado en ella hasta que viese la hora deseada. Pero enseguida se dio cuenta de que eso no funcionaría porque si ponía el reloj ahora, cuando empezase a viajar al pasado el reloj dejaría de estar donde lo acababa de poner y pasaría a estar en el lugar donde estaba anteriormente. ¿Cómo podía hacerlo? Aunque... ¡no podía ser! Se acababa de dar cuenta de que él no viajaría al pasado en aquella habitación aquel día. Era imposible. Si ahora mismo eran las siete de la noche y si él tenía pensado entrar en la máquina a las siete y cinco para viajar al pasado dieciocho horas, tendría que estar viéndose a sí mismo viajando al pasado. Y no lo estaba haciendo. ¡Maldición! Pero entonces se le ocurrió. ¡En el sótano! Acababa de recordar que el sótano de su casa conectaba a una pequeña gruta donde su padre escondía sus objetos de valor. Y también recordaba que su padre tenía instalado un pequeño carrito para entrar en la gruta. No necesitaba ni siquiera los raíles, sólo debía bajar el carrito y ponerlo allí. Porque, además, en el sótano había un montón de relojes de pared de la colección de su padre, que cada semana se ponían en hora para asegurar su funcionamiento. O sea que ésa era la solución para controlar el tiempo que viajaba al pasado. ¡Al sótano!

Lo que sucedió a continuación fue una de las experiencias más fuertes que Howard había vivido en toda su vida. Después de haber sudado lo inimaginable arrastrando el carrito por la rampa que llegaba al sótano, abrió la puerta. Y allí estaba. La máquina en marcha con él mismo subido a ella, mirándole fijamente y saludando con la mano. Se le soltó la risa, y casi le caían lágrimas de emoción. Cuando se hubo recuperado, devolvió el saludo y caminó alrededor de la máquina (que estaba viajando al pasado en aquel momento). No pudo evitar lanzar carcajadas de satisfacción, intercaladas con gritos de "¡Sí, señor!". No podía salir de su asombro, ahí estaba él, contemplándose a sí mismo. En aquella habitación había dos instancias de sí mismo, y dos máquinas. Una viajando al pasado, y la otra esperando en la puerta del sótano a ser colocada sobre unas muescas que había en el suelo del sótano que harían las veces de raíles (sobre las que la otra máquina ya estaba colocada).

Bueno, pensó que aquello sólo era el principio comparado con las cosas que pasarían a partir de aquel día, ahora que tenía una máquina del tiempo. A medida que fuese comprendiendo su funcionamiento y las implicaciones de poseer aquella máquina, pensaba que experimentaría situaciones aún más chocantes que la que estaba experimentando en aquel momento, así que se armó de valor, volvió a la puerta y empezó a arrastrar de nuevo el carrito hasta colocarlo justo delante del otro. Se miró a sí mismo por última vez, miró la hora, las ocho, e inició la máquina.

Esta vez estaba más preparado cuando dio el primer salto, para todo y la brusquedad del mismo, ya esperaba la distorsión de la visión y la casi sordera. De hecho, esta vez se dio cuenta de que lo único que cambiaba en su visión eran los colores. De seguro porque los fotones estaban incidiendo en su retina exactamente al revés de lo normal (ya que él viajaba al pasado, pero los fotones no). Por lo que debía haber alguna deformación en la percepción del color. Pero se acostumbró en seguida. En cuanto pudo mirar alrededor se vio a sí mismo arrastrando el carrito (aunque ahora parecía que tirase de él en lugar de empujar, porque lo veía todo marcha atrás). Enseguida llegó al punto en el que se saludó a sí mismo, es decir, cuando el Howard que acababa de abrir la puerta saludó al Howard que viajaba al pasado. Así que decidió responder el saludo (es decir ahora el Howard de la máquina saludaba al Howard de la puerta), y mientras seguía saludando, la puerta se cerró y se quedó solo y viajando al pasado. Comprobó que tenía los relojes al alcance de su vista y se tranquilizó. Miró alrededor y se dio cuenta de lo divertido que era verlo todo con una gama de colores distinta.

Mientras esperaba pacientemente a que fuera la hora deseada, Howard reflexionó sobre la curiosa escena del saludo. Cuando había entrado por la puerta, había visto cómo el Howard de la máquina lo saludaba y él había contestado. Sin embargo, cuando se subió en la máquina lo que percibió fue que el Howard que estaba en la puerta había iniciado el saludo, y él (el de la máquina) había contestado. Era divertido, pensó. Dado que el Howard de la puerta y el de la máquina viajaban en direcciones opuestas en la dimensión temporal, ambos veían los eventos en orden opuesto. ¡Por lo tanto, ambos Howards habían pensado que el otro Howard era el que había iniciado el saludo! Curioso... pero ¿quién lo había iniciado en realidad? La respuesta correcta, pensó, pasaba por ver de nuevo el universo como el "universo bloque"; con esa visión, ninguno de los dos Howards había iniciado el saludo, simplemente en aquella secuencia de "fotogramas" del universo la trayectoria de Howard en el espacio-tiempo había hecho un "lazo" y se había cruzado consigo mismo. En el momento del cruce, los dos Howards se habían saludado, pero no había sido ninguno de los dos en particular el que había iniciado el saludo. En aquellos "fotogramas" del "universo bloque", ambos Howards se saludaban. Y ya está, no había más respuesta. No valía la pena intentar razonar sobre ello. Sobre todo intentar buscarle una explicación con "sentido", porque el "sentido común" de Howard (como el de todo el mundo) había sido educado en un mundo donde nadie viaja en el tiempo, o sea que no había manera de que su sentido común encontrase una lógica a lo que acababa de pasar. Simplemente estaba por encima de su capacidad de entendimiento.

Pensó que sería un detalle más a explicarle a su amigo Minkowski. Seguro que a él le apasionaría el sencillo episodio de los saludos.

Un rato más "tarde" (según su propia percepción temporal) recordó también un comentario que le había hecho su sirvienta sobre los ruidos en el sótano la noche anterior. No pudo evitar soltar una pequeña carcajada. Pues de repente entendió qué había causado los ruidos que una de sus sirvientas había atribuido a "un animal".


* * *


Domingo, 15 de febrero de 1903, 2 de la madrugada.


Encontrar la tienda de la señora Olmann había sido fácil y le había sobrado bastante tiempo, había salido de la máquina alrededor de la una de la mañana. Sólo había necesitado unos minutos para recuperarse de la impresión que causaba el salto necesario para detener la máquina. cinco minutos más para subir a su habitación (donde se vio a sí mismo durmiendo) y coger una pistola que tenía guardada en un cajón; y unos veinte minutos más para encontrar la tienda de la señora Olmann. De manera que llevaba ya casi una media hora esperando a que llegase el asesino.

Por fortuna había encontrado la puerta de la tienda abierta (probablemente debido a un descuido del señor o de la señora Olmann) y estaba escondido en su interior, alerta para cuando llegara el asesino. Dado que había luna llena, y bastante luz entraba por las ventanas, mientras esperaba pudo observar una fotografía que los señores Olmann tenían en una estantería donde se los veía a los dos. Sólo con pensar que alguien podía haber matado a una pobre anciana como aquella se le ponía la piel de gallina, y además, imaginaba el infierno que tendría que pasar el señor Olmann. Y por el aspecto que tenía la tienda (no tenía ni siquiera suelo de baldosas, sino que la "tienda", y de hecho toda la casa, era simplemente una caseta de madera y el suelo era sólo tierra y piedras), los señores Olmann no tenían pinta de haber pasado una vida agradable. No se merecían que les pasase algo así. ¡Maldito asesino! Había pensado en detenerlo o espantarlo, pero cada minuto que pasaba acumulaba más rabia en su interior. Hasta que llegó a pensar que no le daría ninguna oportunidad. Lo mataría. Además, nadie podría sospechar de él, tenía una coartada perfecta, pues ahora mismo estaba durmiendo tranquilamente en su casa y Preston podía corroborarlo. Además, el mundo no perdería nada si eliminaba a un individuo capaz de tal crimen. Sí, lo mataría.

De repente escuchó un ruido en el exterior. Howard se puso tenso y cogió la pistola con su mano. La sacó de la funda y quitó el seguro. Se agachó y se acercó caminando de rodillas hasta la puerta, que se abrió lentamente. Howard no disparó de inmediato por si se trataba de la señora Olmann, pero no era una mujer mayor, sino un hombre vestido de negro y con la cara tapada que entró muy decidido, como si ya conociese el lugar, y mirando al suelo como buscando algo. Sin duda era un ladrón. Howard se levantó con la pistola cogida con las dos manos y apuntó al asesino. Puso un dedo en el gatillo y apretó los dientes tratando de contener la rabia.

—¡Hoy no vas a matar a nadie, maldito desgraciado!

—¿Pero cómo...? —empezó a decir el ladrón, que padecía claramente de afonía, pues apenas tenía voz.

Pero no llegó a acabar la frase que hubiese querido decir. Howard no quiso darle la oportunidad de engañarle. Le atravesó la cabeza con una bala. Y el maldito asesino se desplomó en el acto. Durante el tiempo que había estado esperando había planeado lo que haría: como la señora Olmann tendría que estar al caer, intentaría llevar el cuerpo del asesino al río y abandonarlo allí, para que para la señora Olmann nada hubiese sucedido. Así que se agachó, cogió el cuerpo por los pies y empezó a arrastrarlo. No le había dado tiempo de sacarlo cuando oyó una voz a sus espaldas.

—¡Hey!, vosotros, ¿que hacéis ahí? ¡Fuera de mi tienda!

Se giró y vio que era la señora Olmann, quien al ver la pistola de Howard y la sangre en el suelo se quedó helada y comenzó a temblar. Empezó a dar pasos hacia atrás, intentando alejarse. Howard quiso explicarle lo que había pasado, pero no supo por dónde empezar, pues ni siquiera él mismo sabía cómo explicar lo que había hecho sin que le tomasen por loco. Y justo cuando iba a empezar a hablar, la señora Olmann se tropezó con una pequeña piedra que había en el suelo y cayó de espaldas con un apagado grito, con tanta mala suerte que se golpeó la cabeza contra el canto del mostrador de la tienda. Howard corrió rápido para ver si le había pasado algo. Fue inútil. La señora Olmann estaba muerta.

¡Maldición! No lo podía creer ¡Volver al pasado no había servido para nada! Aunque había matado al ladrón, la pobre señora Olmann había muerto y no había sido capaz de evitarlo. Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared, dejó caer la pistola y cerró los ojos. Todo por una maldita piedrecilla.

Pasados unos minutos. Cuando se calmó un poco, decidió que debía salir de allí. Y además pensó que no quería dejar rastros de que él había estado ahí. Si se podía deshacer del cuerpo del ladrón, parecería que la señora Olmann había muerto en un accidente y no lo relacionarían a él con la muerte. Recogió la pistola. Miró por la ventana para asegurarse de que la calle estaba vacía y que nadie que hubiese oído el disparo estaba curioseando. No había nadie. Cogió al ladrón, se lo cargó al hombro y se encaminó al río para deshacerse del cuerpo.

Al llegar a la orilla, dejó caer el cuerpo, que se hundió enseguida. Se sentó en la orilla, justo donde había tirado el cadáver y suspiró. Sus intenciones habían sido buenas. Había intentado salvar la vida de la señora Olmann. Se palpó el bolsillo y notó la pistola. La sacó y la arrojó al río con rabia. ¡No le había servido para nada! Había querido salvar una vida y lo que había conseguido era matar a un pobre ladrón, que quizás únicamente entraba a robar alguna zanahoria o lechuga para comer. En fin, esperaría un tiempo prudencial (ya que si se dirigía ahora a su casa, se encontraría consigo mismo) y volvería a reflexionar sobre lo que había pasado y sobre su máquina del tiempo, que indiscutiblemente funcionaba.

De alguna manera quería pensar que debía sentirse afortunado. Después de todo, por un lado había construido una máquina del tiempo, y por otro tenía la evidencia que necesitaba para dejar en ridículo a Jeremiah Brown. No sólo eso, sino que probablemente se haría famoso y ganaría cantidades ingentes de dinero si patentaba la máquina. Todos aquellos pensamientos deberían alegrarle. Sin embargo, el haber presenciado dos muertes había hecho que su lado más humano se despertase y, por algún motivo, ya no veía la máquina del tiempo como algo impresionante. En ese momento estaba tan angustiado por haber visto morir a una pobre anciana y por haber llevado a un muerto a hombros, que la parte científica de su personalidad estaba totalmente apagada. Su parte sensible estaba monopolizando toda su atención. ¡Por una maldita piedra!

Se echó hacia atrás, tumbándose en el césped y siguió lamentándose durante largo rato (sin apenas molestarle el hecho de que el césped estuviese completamente empapado por la lluvia que había parado hacía pocas horas). Hasta que se quedó dormido.


* * *


Domingo, 15 de febrero de 1903, 7 de la mañana.


El frío y la luz del amanecer lo despertaron. Estaba empapado, pero el cansancio acumulado por haber pasado más de veinticuatro horas sin dormir (mientras viajaba en la máquina apenas había echado alguna cabezada) había podido con él. Se levantó tiritando y decidió alejarse del río para que nadie pudiese relacionarlo con el cuerpo que había tirado (si es que alguien lo llegaba a encontrar). Decidió arriesgarse e ir a su casa. Dado que sabía que nadie había bajado al sótano a aquella hora, se las arregló para entrar en silencio sin que nadie le viese, sin llegar hasta la sala de la máquina. Se quedó sentado y encogido en una esquina oscura donde nadie pudiese verlo, y envuelto en una manta para secarse y protegerse del frío del sótano.

Mientras esperaba, decidió que debería quedarse allí por lo menos hasta las siete de la tarde, en el momento que se vería a sí mismo bajar con la máquina. En aquel momento ya podría salir del sótano sin problemas y reemprender su vida normal.

Había sido una experiencia curiosa, y sin duda tendría que anotarla con todo el detalle posible (omitiendo los pormenores del accidente con el ladrón y de que había presenciado la muerte de la señora Olmann en la versión real). Aquello era algo para los libros de historia ¡El primer viaje en el tiempo!

Un poco liberado ya de las emociones que había sufrido unas horas atrás, empezó a pensar de nuevo con la parte científica de su mente. Había viajado al pasado para intentar cambiarlo y parecía que no lo había conseguido por los pelos. Pero de hecho, sí que lo había cambiado, pensó. Había matado al ladrón. Aunque, ¿lo había cambiado de verdad? Recordaba que Catherine le había dicho que la policía creía que era un asesinato porque habían encontrado una mancha de sangre en el suelo. O sea que, probablemente, no había cambiado nada. La primera vez sucedió tal como la segunda, y la sangre que encontraron era la del ladrón. Que en ambas ocasiones él mismo había matado. Una vez más, la teoría del "universo bloque" quedaba confirmada. No se podía cambiar el pasado ni el futuro, sólo existía una instancia, un solo fotograma del universo en cada instante de tiempo. De hecho, pensando fríamente, el resultado era esperable. Después de todo, él había decidido añadir los raíles a su máquina dado que los principios que la regían presuponían el universo bloque. Pero era una idea muy difícil de aceptar. Él había estado ahí, en el momento en que la señora Olmann había muerto. ¡Podría haberlo evitado! Incluso contradiciendo la teoría del universo bloque, su intuición se lo decía.

Así que se decidió. Sólo había una manera de comprobarlo. Volvería a viajar al pasado. Esta vez unas horas antes, para darse más tiempo. Y esta vez esperaría al ladrón afuera. Lo mataría afuera de la tienda.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación que contenía la máquina, aunque en aquel momento debía contener dos máquinas. Una consigo mismo encima viajando al pasado, y otra vacía, esperándole. Abrió la puerta y para su sorpresa vio que eran... ¡tres máquinas! La primera de la fila, con él mismo viajando al pasado (y justo echando una cabezada), la segunda vacía, y la otra consigo mismo de nuevo. Se quedó petrificado al principio, pero luego lo pensó mejor y entendió que era precisamente lo que debía haber, ya que en breve él estaría viajando al pasado, y era la tercera máquina que estaba viendo. De hecho, se extrañó de no haber visto la tercera cuando salió de la máquina unas horas atrás. Aunque viendo la disposición de ellas, enseguida se dio cuenta de que había tenido la tercera a su espalda al salir; se había distraído mirando la primera y al salir con prisas para detener el asesinato no había prestado suficiente atención.

Se paró unos segundos a contemplar la escena de las máquinas, se mordió el labio, cerró los ojos y sonrió ¡Madre mía! Todavía no se acababa de creer lo que había creado. Un escalofrío de emoción le recorrió el cuerpo. Inspiró fuerte y se dirigió a la máquina del medio, esta vez dispuesto a viajar hasta las diez de la noche del día anterior. Quería tener tiempo suficiente para planificarlo todo.


* * *


Sábado, 14 de febrero de 1903, 10 de la noche.



Ilustración: Aradano

Llovía a raudales, pero eso no importaba. Howard tenía otras cosas en la cabeza. Estaba agazapado tras unos arbustos, inspeccionando el terreno para ser lo más rápido posible. Recordaba que la señora Olmann había llegado apenas instantes después que el ladrón, o sea que si lo quería matar afuera y llevárselo rápido, tenía que decidir de antemano cuál sería su secuencia de acción. Además, tenía que encontrar un buen escondite y un lugar desde donde sorprender al ladrón, ya que esta vez no tenía pistola. La había tirado al río, y era inútil que fuese al río a buscarla ahora, porque la había tirado al río el domingo por la mañana y todavía era sábado por la noche, por lo que la pistola todavía no estaba ahí. En aquel instante la pistola debería estar en el cajón de su habitación (aunque era arriesgado volver ahora a su casa, ya que él debía estar a punto de volver de la reunión con Jeremiah Brown). La única arma que tenía era un cuchillo que había cogido de su casa sin que le viesen. No era el mejor cuchillo, pero sería suficiente; no quiso arriesgarse a entrar en su cocina (por si lo veía Preston) a coger uno mejor.

De repente algo no sucedió como él esperaba. No había pasado suficiente tiempo, apenas llevaba unos veinte minutos escondido (por lo que deberían ser apenas las diez y media) cuando vio aparecer al ladrón. Era él, no había posibilidad de error. Aunque la lluvia no le permitía tener una visión perfecta, reconocía el jersey con aquella capucha integral que le tapaba completamente la cara ¡Aquello no se lo esperaba! ¿Las cosas estaban sucediendo de manera diferente esta vez? Bueno, no le importaba de momento, ya reflexionaría más tarde, cuando hubiese escrito todos los eventos en su diario y pudiese analizarlos.

Sigilosamente, se acercó por detrás al ladrón (que no parecía mucho ladrón, pues no había estado muy alerta). Sin mucho esfuerzo le rodeó el cuello con el brazo. La adrenalina le inundó el cuerpo y le clavó el cuchillo en el cuello. Lo sujetó mientras agonizaba, para que no escapase, y luego arrancó el arma del cuerpo. Era la segunda vez que mataba al ladrón. Aunque no quería admitirlo, esta segunda vez, más cruda, le resultó más fácil emocionalmente que la primera.

Siguió la misma rutina que la primera vez. Se cargó el cuerpo al hombro y, aprovechando que no había nadie por las calles debido a la lluvia, lo llevó hasta la orilla del río. Una vez allí, lo pensó dos veces y decidió que antes de tirarlo al río le gustaría ver la cara de aquel ladrón que tan difícil le había sido de detener, así que lo apoyó contra uno de los árboles plantados a la orilla del río. Se quedó plantado delante de él, bajo la fuerte lluvia, mirándolo. Con satisfacción por la victoria que acababa de obtener. Finalmente había evitado la muerte de la señora Olmann. Sin embargo, de repente, algo acabó con su satisfacción.

Por mala suerte, un tremendo rayo cayó justo en el árbol en el que había apoyado el cadáver, incendió una rama que fue a caer justo sobre Howard. Afortunadamente no sufrió ninguna herida grave, y no sin dificultad pudo quitarse la rama en llamas de encima (que se había enganchado en su ropa en varios sitios). Pese a la lluvia, las llamas de la rama consiguieron encender su camisa y chaqueta por varios sitios, así que Howard tuvo que quitárselas. ¡Ya era mala suerte!

No podía quedarse desnudo bajo la lluvia. Así que dado que quería quitarle la capucha al ladrón para ver quién era, decidió quitarle el jersey (que llevaba la capucha incorporada) y ponérselo él mismo. Al quitarle el jersey al ladrón confirmó algo que ya había notado cuando lo transportaba a hombros. Era un hombre mayor, casi sin pelo, y el poco que le quedaba era blanco. Y además, por algún motivo el rostro le parecía familiar, pero no podía ser. No conocía a aquel hombre. Seguro que era una coincidencia. Así que cogió el jersey, se lo puso, ajustándose la capucha y tiró el cuerpo al río. Esta vez decidió no quedarse en el río, y se alejó.

Mientras se alejaba del río, se palpó el bolsillo en busca del cuchillo porque quería arrancar la capucha del jersey, que le molestaba horrores. Pero justo cuando iba a hacerlo pasó por delante suyo Jelena, la amiga de su sirvienta. No podía dejarse ver, no quería problemas ni preguntas. Así que decidió que aguantaría un poco con la capucha. Al fin y al cabo, sólo tendría que aguantarla hasta llegar a su casa, y además le protegía de la lluvia. El haber estado tanto rato bajo la lluvia, y el haber dormido en el húmedo césped la noche "anterior" no podía ser bueno para su salud, y de hecho empezaba a dolerle la garganta. Aunque, ¡qué era un dolor de garganta para un viajero del tiempo! No sólo eso, ¡sino un viajero en el tiempo que acababa de salvar la vida de una inocente anciana! Aquello sí que era un triunfo.

Antes de que Howard llegase a casa, paró de llover. Así que decidió sentarse en la calle a disfrutar de nuevo de la noche del sábado. De aquella noche que recordaría toda su vida. Sin importarle la capucha que le cubría la cabeza, se sentó en un banco y repasó mentalmente todo lo que le había sucedido en los últimos días. Los más emocionantes de su vida. También pensó en qué demostración pública podía hacer con la máquina, y en cómo escribiría el artículo que la presentase a la comunidad científica.

Pasadas unas horas decidió levantarse y volver a casa. Miró su reloj de bolsillo, pocos minutos antes de la una de la mañana, la hora perfecta para llegar, esconderse en algún rincón a dormir y esperar, esta vez sí, a que fuesen las siete de la tarde y reemprender su vida. Pero de camino a casa lo pensó dos veces, todavía faltaba más de una hora para que la señora Olmann volviese a casa. ¿Por qué no iba a la tienda y apartaba aquella piedrecilla del suelo? Sólo por si acaso. Para asegurarse de que nada le pasase por un simple descuido. Sí, no le costaba nada, y quizás serviría para prevenir un accidente.

Llegó a la tienda, miró su reloj de bolsillo de nuevo, y todavía faltaba una hora para la llegada de la señora Olmann. Así que abrió la puerta sin pensar, y entró mirando al suelo, buscando la fatídica piedrecita, pero de repente una voz lo sobresaltó. Su propia voz:

—¡Hoy no vas a matar a nadie, maldito desgraciado!

—¿Pero cómo...? —empezó a decir Howard, aunque la voz no le salía de la garganta por la combinación de sorpresa, rabia, frustración y afonía. De repente un ruido fuerte y la vista en blanco.

No podía ver, y no sabía qué estaba pasando, pero todavía podía percibir algún sonido. Escuchó una voz lejana y que se alejaba cada vez más, que decía:

—¡Hey! Vosotros, ¿que hacéis ahí? ¡Fuera de mi tienda!

En los pocos segundos que le quedaron de vida, Howard lo entendió todo. Todo había pasado exactamente igual. Y la primera vez, de hecho, se había matado a sí mismo. Nunca pudo evitar la muerte de la señora Olmann, y nunca nadie podría. El universo era un bloque y él un burro, ya que su reloj de bolsillo no marcaba la hora correcta. Nunca lo había puesto en hora de nuevo después de los viajes en el tiempo, si sólo estaba una hora atrasado casi era de casualidad, lo entendió todo menos una cosa, ¿quién era el viejo que había matado con el cuchillo?


* * *


Lunes, 16 de febrero de 1903, 8 de la mañana.


Catherine se encontraba preparando la mesa para el desayuno del señor Howard. Aquella mañana estaba especialmente contenta, y no veía la hora de ver al señor Howard de nuevo. ¡A ver si volvía a llamarla Catherine! Se había pasado la noche hablando con su amiga Jelena y ésta le había llenado la cabeza de ideas sobre sus posibilidades con el señor Howard. Catherine no era tan optimista como Jelena, pero en fin, ¡nunca se podía saber! De un momento a otro el señor bajaría (siempre bajaba a las ocho) y ella se mostraría lo más simpática que pudiese.

Llamaron a la puerta. Y Catherine abrió.

—¿La casa del señor Howard A. Leonard?

—Sí, aquí es, pero todavía no se ha despertado.

—¿Cómo? ¡¿Está el señor Howard en casa?!

—Bueno, supongo, todavía no le hemos visto esta mañana, pero se levanta a las ocho. Tiene que estar a punto de bajar.

—Entiendo, bueno, me presento. Yo soy el señor Lenn A. Larson, y mi compañero es el señor Marvin J. Gardens. Ambos somos amigos del señor Howard.

—Encantada. Yo me llamo Catherine.

—Me temo que le traemos malas noticias, señorita.

—¿Malas noticias?

—Hemos pensado que sería mejor que nosotros diésemos la noticia en lugar de esperar a la policía.

—Pero díganme, ¿cuáles son esas malas noticias?

—Esta mañana han encontrado dos cuerpos sin vida en el río. Uno de un anciano sin identificación y el otro era el del señor Howard.

—¡Qué!

Catherine no pudo decir nada más. Se le llenaron los ojos de lágrimas y no pudo más que salir corriendo escaleras arriba, convencida de que el señor Howard estaría en su habitación. No estaba.

Viendo que ya no tenían nada que hacer allí, Lenn y Marvin decidieron cerrar la puerta y abandonar la casa. No creyeron que su presencia ayudase en nada a la pobre sirvienta desconsolada.

Mientras se alejaban, Marvin le dijo a Lenn:

—¿Crees que tuvo algo que ver con la muerte de la tendera, la señora Olmann?

—No estoy seguro, todo es muy raro. Tres muertes la misma noche, manchas de sangre en la tienda...

—Tienes razón, todo es muy extraño, ¿y sabes qué?, sinceramente es una lástima lo de Howard. La verdad es que aparte de ser una gran persona, yo siempre he creído que era un gran científico.

—Sin duda.

—Y además, aquello que explicó en casa del señor Brown tenía mucho sentido. Estoy convencido de que algo de verdad había en las teorías de Howard.

—No sé qué decir. Las ideas eran originales, pero Howard nunca ha sido muy bueno con las matemáticas. Es probable que hubiese algún error en sus cálculos. Pero de estar en lo cierto, quizás tenía en sus manos la clave para desplazarse a través del tiempo.

—Eso precisamente quería decir. Yo creo que sus ideas eran correctas. ¿Te lo imaginas? ¡Viajar a través del tiempo! ¿Sabes qué es lo primero que haría yo si gracias a las teorías de Howard pudiésemos construir una máquina del tiempo?

—No, ¿qué?

—Volvería al 15 de febrero de 1903 a la tienda de la señora Olmann para saber cómo murió Howard. ¿Te lo imaginas? El mundo del pasado lleno de "reporteros del tiempo", todos camuflados para no ser vistos, informando cómo sucedieron los hechos...



Santi Ontañón Villar nació en 1977 en Barcelona, España. Actualmente vive en Atlanta, Estados Unidos, donde trabaja como investigador en inteligencia artificial en el Georgia Institute of Technology. Desde bien pequeñito, el sueño de su vida ha sido ver realizada la inteligencia artificial, probablemente debido a leer demasiadas novelas de ciencia ficción. Sus escritores favoritos son Asimov y Clarke, y su novela favorita El fin de la eternidad.


Este cuento se vincula temáticamente con ESTIMADO DESCONOCIDO, de Carlos López Hernando (187), EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, de Víctor Conde (160) y LA TAQUIPORTA, UNA DEMOSTRACIÓN MATEMÁTICA, de Edward Page Mitchell (189)


Axxón 194 - febrero de 2009
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Viaje en el tiempo : España : Español).