COCHES AZULES

Magnus Dagon (Miguel Ángel López Muñoz)

España

Desde la terraza de mi casa se apreciaba la sombra proyectada por el edificio de enfrente. Era nítida, de bordes perfectos y avance contundente, un cuchillo que cortaba la tarde hasta que no quedaba nada y la noche lo ocupaba todo.

Llegado ese momento dejé de mirar por la ventana y miré la casa como si echara un vistazo a mi propio interior. Había otro tipo de sombras, más dominables, más controlables, pero no por ello menos peligrosas. Pertenecían a aquellas en las cuales a menudo uno desea perderse, fundirse hasta olvidar el propio nombre y regresar a la mañana siguiente como un ser nuevo sin pasado y sin planes de futuro, sin esperanza y por lo tanto sin posibilidad de sufrir dolor. Cogí la foto enmarcada en la que ellos salían de jóvenes, la examiné sin buscar nada concreto y la puse boca abajo. Todo por su culpa. Ellos tenían la culpa. Lo que no comprendía era por qué había tardado tanto en darme cuenta.

El timbre sonó como si se tratase de un mantra. Suponía que se trataba de Diana, era una de las pocas personas con la que aún mantenía cierto contacto, aunque no porque me esforzara para ello. Abrí sin preguntar y esperé. Efectivamente era ella. Pasó sin una palabra y se sentó en el sofá del comedor. No se trataba de mala educación, sino que había confianza suficiente para ello.

—¿Qué te trae por aquí? —pregunté.

—Salía ahora del trabajo y vine a verte —respondió, sacando la cajetilla de Fortuna del bolso—. ¿Te importa?

—En absoluto.

—¿Qué tal estás? —disparó.

—¿A qué te refieres?

—Vamos, sabes a qué me refiero. Me refiero a lo de tu padre.

—Mejor.

—Me cuesta creerlo, Axel —dijo ásperamente—. Sé que perder a un padre es duro, pero han pasado ya seis meses. No puedes frenar en seco tu vida. Lo que te ha ocurrido le ocurre a la mayoría de la gente.

—Sigues sin comprenderlo —reproché—. No estoy triste por la muerte de mi padre. Le odiaba. Le odiaba... —miré la foto vuelta boca abajo—... les odiaba más que a nada en el mundo.

—¿Pero por qué ahora, Axel? ¿Por qué sales con todo esto ahora, justo cuando ya no importa?

—Es ahora que no están que me doy cuenta de cómo me amargaban la vida. No eran conscientes de ello; ellos se comportaban como estatuas, no hablaban conmigo y por supuesto no hablaban entre sí. Nunca me enseñaron nada, todo lo aprendí yo solo, como un huérfano.

—No podían ser así, Axel. Algo bueno tenían que tener.

—Eran así, créeme. Yo no era más que el paño de lágrimas de ambos, siempre llegaban diciéndome "cada día aguanto menos a tu padre" o "tu madre es idiota". Cuando era adolescente llegaba a casa al mediodía suplicando para que alguno de los dos perdiera los estribos y pidiera el divorcio, pero nunca lo hicieron. Tuve que soportarlo hasta que mi madre murió.

—Entonces fue cuando te mudaste y entraste a trabajar en la oficina, ¿no es así?

—Sí, así es.

—¿Y desde entonces no has sido feliz?

—Aquella época fue como un espejismo —continué—. Veía a mi padre de vez en cuando, casi por obligación. No hacía más que llenarme la cabeza de opiniones absurdas. Llegué a pensar que la culpable de todo era mi madre, pero no era así. Los dos tenían la culpa.

—Todo eso ha terminado, Axel —dijo Diana mientras aspiraba el humo del cigarrillo—. Quita el freno de mano y vuelve a conducir tu vida.

—Ya lo estoy haciendo.

—¿Cuándo vas a volver a trabajar? —preguntó repentinamente—. El jefe de sección no hace más que preguntar por ti.

—Aún no. Quisiera estar solo.

—Hace ya seis meses de lo de tu padre, deberías pensar en ir volviendo.

—Necesito más tiempo.

—¿Y qué hay de Michelle?

Miré otra foto enmarcada colocada cerca de la de mis padres. Salíamos Michelle y yo en el centro de la ciudad, frente a un escaparate, contemplando algún artículo excesivamente caro. Tuvimos que parar a un desconocido para que nos hiciera la foto. No entendía por qué queríamos salir de espaldas. Lo importante no era eso, lo importante era que salíamos juntos.

—Eso se acabó —dije.

—Creo que ella no piensa lo mismo —objetó Diana.

—Dos no salen si uno no quiere.

—Necesito que me lo expliques, Axel, por favor, explícamelo. ¿Por qué? ¿Por qué la has dejado?

—Te lo he dicho. Necesito estar solo.

—Eso me parece muy bien, Axel, todo el mundo necesita reflexionar y un poco de soledad, pero todo el mundo tiene responsabilidades para con los que le rodean, no puedes desecharlos como muñecos de trapo, como juguetes pasados de moda.

—No quiero que nadie cargue con mis problemas. Son cosa mía.

—Deja que sean los demás quienes decidan eso. Michelle no es Dios, no puede solucionar tus problemas, lo único que puede hacer es apoyarte en un momento difícil, de hecho es lo que quiere hacer, pero tú la has abandonado. ¿Cómo crees que se siente?

—No lo sé.

—Mal, Axel. Se siente rechazada y frustrada. La has hundido contigo. Ya no sale casi nunca, se pasa todo el día chateando en Internet. Últimamente me dice que ya no está a gusto con nadie, que nadie tiene nada interesante que decirle, que no encuentra a nadie con quien discutir y charlar de ningún tema, que todos los que la rodean le parecen iguales. Está sola.

—Lo siento mucho, de verdad, pero no puedo hacer nada.

—Michelle también tiene sus problemas. Ser muda no es fácil, sin embargo no por eso dejó de estar contigo. Confiaba en ti.

—Lo sé. Pero esto es distinto.

—Sólo es distinto porque tú quieres que lo sea. No te pido que la veas, te exijo que la veas. Se lo debes. Te lo debes a ti mismo. Tengo que irme ya, es tarde. Espero que me llames dentro de poco y me digas lo que quiero oír.

Acompañé a Diana hasta el portal de la calle y allí me despedí. Subí a casa, me tumbé en el sofá y contemplé largo rato la foto del escaparate. Analicé el encuadre, el enfoque y concluí que era una foto realmente mala. Sin embargo no era por su calidad por lo que estaba enmarcada.


Hacía mucho tiempo que no iba a aquella terraza, casi no recordaba la última vez. Llegaba demasiado puntual, lo cual era una señal inequívoca de que el encuentro me incomodaba, me ponía nervioso. Tiempo atrás aquél había sido un lugar habitual para mí. Iba con Michelle muy a menudo, a media tarde, cuando no solía haber nadie. Nos sentábamos en una mesa del borde, apartados de los demás escasos clientes, tratando de camuflarnos en el ambiente como un elemento más, perpetuo, imperecedero. Volví a la realidad con el ruido de un coche que se saltó un semáforo. El bar estaba abarrotado, hasta los topes, y tenía la mesa más cercana a la calle, más alejada de la intimidad. Nunca lo había visto así, aunque dado mi largo periodo de desconexión con el mundo, me sorprendió que no hubiera cambiado más.

Michelle no tardó mucho en venir, llegó también demasiado pronto. Se sentó lentamente, ausente, como si algo la tuviera absorbida en sus propios pensamientos. Era distinta. Pero igual. Seguía manteniendo la misma tranquilidad de movimientos y acciones, inhumana en el mejor sentido de la palabra. Su manera de comunicarse, suave, elegante, carente de palabras, sólo con delicados gestos, le proporcionaba una actitud felina, diluida en el silencio. Aquella tarde, incluso, vestía una sudadera gris y blanca, similar a la piel de un gato persa. Si sabía esto último era porque no era la primera vez que se la veía puesta.

—Hola —dije pausadamente.

—(Hola) —gesticuló.

—¿Siempre hay tanta gente ahora? —pregunté tratando de distender el ambiente.

—(Últimamente sí. Esta hora se ha puesto de moda.)

—Es extraño.

—(Eso creo yo) —añadió con mirada de preocupación.

Silencio. Dos cabezas miraron al suelo.

—Has tenido mucho éxito con tu último trabajo, con esa serie dramática. Felicidades.

—(Tengo en qué inspirarme. Pero el éxito nos ha cogido por sorpresa.)

—¿Por qué lo dices?

—(Sólo era el guión de un episodio piloto para una serie minoritaria.)

—Pues ya ves. La gente no hace más que hablar de ello.

—(Me alegro. Simplemente no puedo creerlo aún. Da la sensación de que les gusta tanto como a mí misma.)

El camarero vino por fin a la mesa, tras zafarse de un turista que no quería hacerse entender y una pareja indecisa. Nos hizo ver que no tenía mucho tiempo libre para atendernos con sus modales directos. Ametralló unas cuantas frases trilladas y preguntó qué íbamos a tomar.

—(Yo voy a tomar un batido de vainilla) —me dijo Michelle.

—Entonces serán dos batidos de vainilla —solicité al camarero, el cual se fue raudo como alma que lleva el Diablo. Michelle torció el gesto.

—(¿Cómo es que tomas batido de vainilla?) —preguntó.

—Por tomar algo —contesté.

—(Pero odiabas el batido de vainilla. Puedes tomarlo de fresa o chocolate. ¿Desde cuándo te gusta?)

—Pues... no lo sé. Simplemente me apetecía.

Otro silencio. Una cabeza, la mía, miraba de nuevo al suelo, la otra miraba nerviosa a todos lados.

—¿Qué estas leyendo ahora? —dije cortando la tensión.

—(Rebeldes) —respondió—. (Es un libro muy interesante.)

—¿Sabes que se han disparado las ventas de libros de Julio Verne?

—(Sí, algo he oído.)

Otra vez la mirada de consternación.

—(¿Cómo te encuentras?) —argumentó aparatosamente, como para salir del paso.

—Bien —dije escuetamente.

—(Diana me ha dicho que aún no trabajas. Tienes que trabajar ya. Por lo menos si es cierto que te encuentras bien.)

—Estoy bien —insistí—. Ya trabajaré. ¿Tú cómo te encuentras?

—(No lo sé. Realmente no lo sé. No puedo decirte que todo es igual porque no es cierto. Sigo sin entenderlo, Axel.)

—Yo tampoco. Pero sé que no puedo pensar en todo esto como si nada hubiera pasado.

—(Te estás torturando, Axel. Quieres hacerte merecedor del trato que te daban tus padres, sentir que ellos te hacían daño no por lo que eras sino por lo que sabían que llegarías a ser.)

—No lo creo así, lo que ocurre es que he cambiado. Mi padre ha muerto y éste es su legado.

—(Odiabas a tu padre.)

—No es fácil de explicar.

—(Él ha muerto y tú estás vivo. Olvídalo todo, no dejes que siga atacándote, ni él ni tu madre. Eso se acabó. Eres libre.)

—Ahora estoy más atado que nunca.

—(Libérate. Esos nudos se pueden desatar.)

—Hay demasiados.

—(Tienes otros motivos, Axel, otros motivos para vivir.)

—¿Cuáles?

Giró la cabeza levemente hasta que no pude ver su rostro. La conocía lo suficiente como para saber que evitaba llorar.

De repente se sobresaltó. Fue algo brusco, grotesco en ella, no esperaba que hiciera algo así. Se volvió hacia mí nerviosa. Parecía otra persona.

—(¿Te has... te has fijado?)

Miré a mi alrededor, no noté nada especial.

—No —dije.

—(Mira las consumiciones de los demás) —insistió.

Efectué un nuevo zoom general y averigué a qué se refería Michelle.

—Es una casualidad —comenté.

—(Hay más de cuarenta personas en el bar) —continuó ignorando mi comentario— (y todas están tomando batido de vainilla.)

—Es la bebida de moda, nada más.

—(No hay ninguna otra. Ni un zumo, ni una horchata, ni siquiera una Coca-cola. Siempre hay alguien bebiendo Coca-cola.)

—Coincidencia, y ya está. Cálmate.

—(Eso intento.)

En aquel momento me asusté por Michelle. El comentario me resultó paranoico, extravagante. Tal vez no le habría dado mucha importancia de no ser por las circunstancias, porque sabía que ella pasaba por un mal momento emocional; no como yo, en otro sentido. Continuamos hablando el resto de la tarde, no volvió a haber sucesos curiosos ni casualidades felices, ella trató de convencerme reiteradamente para que volviera al trabajo. Eso me extrañó un poco; esperaba un numerito, un gran llanto, súplicas o algo parecido, pero no hubo nada de eso. Ignoraba el motivo por completo, tampoco lo supe cuando llegué a casa.

Aquella noche no dormí casi nada. Había estado toda la mañana muy tenso pensando en el encuentro con Michelle, y una vez llegó y pasó me sentía aplastado, con los músculos en punto muerto. Por otro lado trataba de pensar qué dirían Diana y el resto de los compañeros cuando me viesen llegar al día siguiente a la oficina.


Los primeros días de mi reinserción laboral no fueron fáciles. Tardé en acostumbrarme al ritmo frenético de los faxes, la hora punta, la máquina del café estropeada, los constantes fallos del ordenador y mil y un problemas más, aunque me encontraba mejor. No sabía si estaba dejando atrás mis tinieblas o sencillamente no tenía mucho tiempo para ocuparme de ellas, pero el hecho es que me encontraba mejor. Por lo menos, para conmigo mismo. No había vuelto a ver a Michelle y por lo tanto no sabía cómo se encontraba, pero una punzada de pesimismo me decía que no muy bien. Tampoco había visto a Diana demasiado. Había mucho trabajo atrasado y ajetreo, estaba envuelto en tareas continuas. Conseguí, por fin, estar con ella un rato una mañana, en un momento de descanso. No podía ocultar su semblante de preocupación, por muy artificiosamente que le diera la calada al cigarrillo.

—¿Qué tal estos días? —preguntó.

—Ajetreado. Mucho que hacer.

—Pero veo que te vas readaptando.

—Poco a poco. Hay algo que me preocupa aún. Se trata de Michelle.

—¿No has vuelto a verla?

—No.

Torció el gesto.

—Creo —proseguí— que le ocurre algo grave. Un ataque de ansiedad, o algo así. El caso es que no era ella. Se comportaba de un modo neurótico. Temo que sea por mi culpa, que lo que me ha ocurrido la ha desequilibrado emocionalmente.

Diana apagó el cigarrillo y se dispuso a sacar otro. Solía fumar un paquete diario.

—No lo tengo tan claro, Axel —replicó—. Hay algo más, no sólo lo ocurrido entre vosotros dos. Las pocas veces que he estado con ella se ha comportado de manera irracional, sorprendiéndose de sucesos, que si bien son curiosos, no son más que casualidades.

—¿Cómo cuáles? —pregunté interesado.

—El otro día, por ejemplo, me hizo fijarme en los coches que pasaban por la calle. Era de noche y pasaban pocos, todos azules. Aquello le daba grima. Le contesté que era muy tarde, que no es algo tan increíble, y que podía ocurrir que no distinguiéramos bien el color. La iluminación de las farolas no es muy buena. Podía ser alguno gris, o negro, y parecernos azul desde donde nos encontrábamos.

—Y no te hizo caso.

—En absoluto.

—Es lo que te decía. Se trata de alguna crisis mental, o peor.

—No sé lo que es, ignoro si es por tu causa o, como creo yo, por algo más, pero necesita apoyo, Axel. Te necesita. Al margen de tus sentimientos y de tu postura te necesita a ti.

—Ya lo hemos hablado —insistí—. No puedo hacer más. Llegará un día en que me pedirá volver, diré que no y eso la afectará aún más.

—No estás siendo justo con ella ni franco contigo mismo, pero sólo tú puedes darte cuenta de ello, poco importa las veces que te lo repita.

—Tengo que irme ya y seguir con los informes, pero podemos vernos esta noche.

—De acuerdo. Podemos ir a ese restaurante al que fuimos toda la plantilla hace varios años.

—Me parece bien. Podemos vernos allí a las diez. El primero que llegue que coja mesa.

—Allí nos veremos.


No cabía duda de que empezaba a encontrarme mejor. Miré al reloj, tenía media hora para cambiarme y llegar, volvía a ser impuntual. Miré en el armario, cavilé un poco y me puse un pantalón beige y una camiseta azul, sin dibujo. Era un restaurante bastante informal. Salí corriendo de casa, cogí el coche y recé para que no hubiera mucho tráfico. En un semáforo que tardaba en ponerse en verde más de lo que hubiera deseado caí en la cuenta de que mi coche era azul, como los que Michelle y Diana habían visto o creído ver. De hecho, todos los coches con que me cruzaba eran azules. Traté de no pensar en ello dado que debía estar atento al volante, lo cual no me supuso demasiado esfuerzo.

Llegué unos quince minutos tarde, no tuve suerte al buscar hueco y acabé cinco manzanas más arriba. Mientras entraba buscaba con la vista a Diana. Lo que encontré fue muy distinto. Salí del restaurante, saqué el móvil del bolsillo y efectué una llamada.

—¿Sí?

—Me has engañado. ¿Por qué lo has hecho?

—Era el único modo de hacer que os vierais de nuevo. Eres muy terco.

—Voy a irme, Diana. Aún no me ha visto.

—Sabe que vas. Además, no necesito hacer esto. No quieres irte. Lo sabes. Estás deseando quedarte, pero tu orgullo estúpido te lo impide.

—Deja de juzgarme.

—Todos necesitamos compañía, alguien con quien compartir buenos y malos momentos. Si lo que pretendes es vivir solo estás tomando el camino equivocado.

—Ésa es tu opinión.

—De acuerdo, Axel, es mi opinión. Vuelve a casa y pásate dos horas mirando la foto de tus padres, hasta que se te ennegrezca la mirada y te duela el cuello de adoptar una postura fija. Machácate el cerebro recordando cuando eras un crío. Pero sé consciente de que eso será lo que ocurra si decides irte.

Colgó.

Me guardé el móvil y permanecí indeciso. No por mucho tiempo. Diana tenía razón, me moría de ganas por entrar, lo deseaba profundamente. Si no lo hacía era porque me hacía sentir débil. Vulnerable. Pequeño. Como cuando llegaba a casa al mediodía. Como cuando se ponían a discutir. Como cuando él murió. Me sentía en una encerrona, incapaz de escoger. Supongo que fue por eso por lo que me costó menos volver a entrar.

Michelle estaba en la zona del fondo, dándome la espalda. Mientras avanzaba hacia la mesa noté que algo iba mal. No sabía muy bien qué era, pero algo iba terriblemente mal. Michelle se dio cuenta de que alguien se acercaba y se dio la vuelta, me miró de arriba abajo y... se estremeció. Nunca había visto a Michelle estremecerse por nada, tal vez por eso me impresionó tanto. Era la mueca del pánico en persona, y no sabía por qué.

—(Por qué... por qué llevas esa ropa...)


Ilustración: Endriago

No entendía a qué se refería, pero de pronto me fijé en ella y lo comprendí. Iba vestida igual que yo. De hecho, miré a mi alrededor y toda la gente del restaurante llevaba pantalón beige y camiseta azul. Era asfixiante. Todos parecían mecánicos, indistinguibles, monigotes, como nosotros. Nunca me he sentido más carente de personalidad que en ese momento.

Michelle salió corriendo del restaurante mientras yo miraba abotargado el panorama. En cuanto me di cuenta que se iba salí tras ella a la calle. Nada más salir cruzó en rojo, y de repente... Dios mío. Un coche azul que pasaba la arrolló. No quiero entrar en detalles, simplemente fue horrible. Me dejó una huella muy profunda, suelo soñar a menudo con ese momento, mirando venir al coche azul a cámara lenta, a Michelle no sabiendo lo que la está a punto de ocurrir, y yo arrodillado en el suelo, suplicando, rogando al mundo sólo cinco segundos más. Aún recuerdo lo último que gesticuló:

—(Cuál es... cuál es tu actor favorito...)

Pensé que deliraba, que no sabía lo que decía. Aún así respondí.

—Humphrey Bogart.

Entonces muy débilmente, casi incapaz ya de moverse, tendida en el suelo como estaba, comunicó por gestos su último pensamiento:

—(Te quiero.)

Y murió.

La cogí entre mis brazos y la llevé a la acera. Un revuelo de gente se agolpó a mi alrededor. No me fijé en ellos, no dejaba de mirar el rostro de Michelle, pero si lo hubiera hecho me temo que hubiera visto que todos vestían como nosotros.


El tiempo transcurrió muy lentamente a partir de entonces. Pensé en volver a hundirme en las sombras, en volver a tocar fondo; tenía más motivos que nunca. Sin embargo no lo hice. Me parecía que de un modo u otro tenía una responsabilidad para con Michelle, que no podía defraudarla. Ya no. Aunque fuera demasiado tarde como para que sirviera de algo.

Una tarde de sábado Diana vino a casa. Traía un montón de libros, casi no podía con ellos. La ayudé a dejarlos en un rincón y nos sentamos en el salón. Eché una ojeada a los títulos de los lomos: Viaje al Centro de la Tierra, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días, Cinco Semanas en Globo, La Esfinge de los Hielos y un largo etcétera. Todos eran de Julio Verne.

—Creo que hubiera querido que los tuvieras tú —comentó con voz trémula.

De repente se echó a llorar. Me acerqué a ella y la abracé para intentar calmarla. Poco a poco se fue recuperando.

—Hay una pregunta que tengo que hacerte, Diana. Va a sonarte raro, pero es importante, créeme. ¿Qué opinión tenía Michelle de Humphrey Bogart?

Diana se secó las lágrimas con la manga. Aún no había fumado ni un solo cigarrillo desde que había llegado.

—Creo... creo que no le gustaba, que le parecía inexpresivo. ¿Por qué lo preguntas?

—He decidido comprarme un coche rojo —dije súbitamente.


(Finalista del I Concurso Vórtice de Fantasía y Terror 2005)



Miguel Ángel López Muñoz nació en España en 1981, vive en Madrid y estudia ciencias matemáticas. Escribe desde hace cinco y ha publicado en NGC3660, ALFA ERIDIANI, GOLWEN y MIASMA. Tiene el ingenuo proyecto de tomar por asalto a las editoriales cuando se sienta preparado. Mientras tanto alienta dos sueños: ser profesor doctorado de matemáticas y escritor profesional. Por ahora, tiene un nombre artístico: Magnus Dagon

Hemos publicado en Axxón: EL LÁNTURA (167), EL BRILLO DEL MAL (168), EL IMPERIO CAOS (173), NUEVO COMIENZO (174)


Este cuento se vincula temáticamente con SIMULADOR BIOLÓGICO, de Aníbal Gómez de la Fuente (155), LA PAZ DEL LADRILLO, de Ángel Ivaldi (183), BRAZO FUERTE, MAGIA PODEROSA, de Ángel Eduardo Milana (143) y NADA, ABSOLUTAMENTE NADA, de Ángel Eduardo Milana

Axxón 197 - mayo de 2009
Cuento de autor europeo (Cuento: Fantástico : Fantasía : Percepción alterada : Español : España).