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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de octubre 2009

ESPAÑA

«I’m in you,
You are in me,
I can’t tell»
Queens of the Stone Age, First It Giveth.
«¿Recuerdas que dije el viento?
¿Recuerdas que dije las calles subterráneas?
¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía
Roberto Bolaño, Putas asesinas.

 

 

Fuimos al mismo lugar, pensando que ya no había posibilidades de encontrarla. Había dejado las marcas de su presencia en forma de tiras en los árboles, unas tiras que hacían táctiles las cuencas de los ojos. Los que vimos el lugar no supimos qué pensar, puesto que las tiras quedaban colgando de las ramas como si no pudieran ser balanceadas ni por el viento más fuerte, y cuando Néstor se acercó a uno de los árboles para palpar el tronco y rozó una de las tiras y gritó, comprendimos que Ella no se había ido. Los gritos de Néstor eran un grito, un cuenco en la entrada de una cueva que esperaba a que lo recogiesen para derramarse, un grito que se unía al follaje, a los troncos y a las tiras, provocando una unidad que lo enloquecía, que empezaba a considerar la ajenidad de su voz y, consecutivamente, la de su alma, hálito o aquello que hacía de él Néstor y no piel y hueso. A decir verdad, las tiras rozaban el aire acústicamente, tan firmemente que la voz de Néstor se solidificó cuando dijo que la veía, que Ella estaba allí mismo, delante suyo. Yo miré por mirar, pero el resto cuchicheaba y, sin tomar en consideración la actitud de Néstor, deliberaba sobre qué hacer con él. Raúl era quien menos dudaba y adoptó el papel de líder, liderazgo sin trabas que lo condujo a lo que habría formulado sin necesidad de deliberación: matar a Néstor. Lo dijo como si le estuviera condonando una deuda, y aquél, con gritos paulatinamente racionales, planteaba que por qué ella era Ella y nosotros nosotros y no al revés (esto lo repetía como forzando el aire y acercándose al árbol y a las tiras). Raúl miró al resto, o me contempló a mí, y se acercó con su arma a Néstor. Ni por asomo quería fallar: los gritos de Néstor crecían, continuos como el ramaje, y nada en su garganta parecía augurar el disparo.

Raúl disparó y yo me limité a mirar a los demás, que cruzaban expresiones de un inmenso, como lomo de dragón, pánico. Raúl había decidido con su disparo que era improbable escapar. Ella, las tiras, los árboles, el cielo como boquete o fauces monstruosas, aplacaban la razón convirtiéndonos en pequeños huesos de roedor. Raúl golpeó el cadáver, y con furia pidió a los dos más cercanos que lo apartasen. Después, como si ya no hubiera vuelta atrás, gritó: «¡Quien toque un árbol, quien roce una de las tiras, está muerto!» Eso era algo que todos sabíamos. Con cara de lobo estaba volviendo atrás, negando la misión, negándonos. No identifiqué en los rostros de los demás ninguna duda, pero las palabras de Raúl nos desubicaban. Estábamos en la extensión arbolada, las tiras colgando como ideas, para descubrir a Ella. Las tiras la conformaban de alguna manera, al igual que los árboles (si bien éstos, al tener una realidad ajena al bosque, los árboles romanos, los árboles neoyorquinos, no eran tan puramente Ella como lo eran esas tiras sin equivalentes, como de sierpe marina, matronas de sal, oscuras como ojos cegados).

Ilustración: Pedro Belushi

Sólo explorando podríamos regresar, pero ¿qué salida había? Iba a plantearlo en voz alta, cuando los dos que habían tocado el cadáver de Néstor se acercaron a un árbol que parecía ulular entre dientes, el tronco doliente, el tronco arqueándose, parecido a la piel. Raúl alzó la pistola y los conminó a detenerse. Aun así, uno se envolvía ya entre las tiras (una le acariciaba el cuello como una serpiente huesuda), mientras que el otro nos espetaba: «Ella se mezcla con lo natural, pero este sitio no lo es. Mirad lo negro de vuestros ojos: Raúl, lobo, ¡atento!». Raúl les disparó y el que hablaba murió como bajando unas escaleras rápidas, unas escaleras fugaces, de puro aire. El que estaba cubierto por las tiras atrajo una hacia sí con tal fuerza que la arrancó del árbol, instante en el que un grito titánico, sólido en nuestro cielo, como un golpe marino en nuestras cabezas, recorrió el firmamento como un ángel que persiguiera su cabeza y sus propias ensangrentadas alas. Después, silencio. La tira se movía frenéticamente: la vida del muerto estaba encerrada en ese pedazo cableado. Contemplándola pasaron nuestros minutos, hasta que la tira cesó de moverse.

Raúl y los otros tres que quedábamos decidimos, no puedo recordar cómo, caminar. Yo no sabía dónde mirar, no sabía por qué hacíamos eso, pero sí podía afirmar que todo sería árboles y tiras. Ella estaría como un objeto enterrado en la superficie del cielo, siempre más arriba; o sería un pozo de agua en los límites profundos, infernales, del fondo de la tierra: Ella podría ser cualquier cosa, porque era lógico que sólo viésemos árboles y tiras. ¿Hasta cuándo? No sabría decirlo.

Raúl, jugando con la pistola, seguía caminando. Más atrás yo les comentaba a los otros dos que él también había tocado el cadáver de Néstor: «No lo toquéis, no toquéis a los que han tocado un árbol o las tiras, a los que tocaron a los que tocaron, a los que tocaron los objetos de los que tocaron».

Los árboles crecían a nuestro alrededor, se agigantaban, algunos de ellos se inclinaban como barcas crepitantes. Las tiras crecían al mismo tiempo; semejaban cortinas, sábanas, velas. Pasaron unas horas, caminábamos sin luz: tan espesas eran las copas que se nos obligaba a la inmediatez, a contemplar casi entre la oscuridad nuestras propias manos para ubicarnos; tan de sótano los troncos; tan de bloque las tiras.

Raúl, atento a nuestro parlamento, se volvió; fue en la penumbra cuando nos encañonó: «Sé lo que estáis pensando. Ella fomenta la transparencia. Pero habría más de un disparo, si vosotros tuvierais que morir». Raúl disparó primero al aire y dando un paso hacia uno de los árboles se voló la cabeza; su cuerpo cayó contra el tronco y se perdió entre las tiras, como un grito al pie de una cueva, como un insecto. Uno de nosotros fue con rapidez a tomar la pistola, que yacía al pie del tronco, pero el que estaba a mi lado, quizá asustado por ese acto, se le abalanzó por detrás, empujándole contra el árbol. El que sostenía la pistola se volvió y encaró a quien lo había empujado, diciéndole: «Ella está más viva que nuestro esqueleto vivo y sin carne», para luego dispararle. Tras esto continuó en la misma posición, recostado entre el tronco y las tiras. Alegre, opaco, alzó la pistola, pero yo me alejé. El ruido de la bala sonó como si ahogasen a un niño. Después, silencio.

Epílogo

Las tiras se alzaron, con blandura; sonaban como si el cosmos tuviera que girar, y el giro se diera en una reducida esquina de un árbol formado por agujeros. Ella rozaba el follaje y el tronco de los incontables árboles; las tiras eran los números, como mariposas claveteadas, de la infinitud. Ella era feliz, perfecta, delegadamente amplia, eterna en su sonrisa. Su sonrisa podría agrietar cada suelo, pero fue indulgente al contemplar los siete cadáveres.

 

 

Escritor y periodista español (Gandía, Valencia; 1981). Reside en Berlín, Alemania. La Universidad Carlos III de Madrid le publicó el relato «El discurso». Textos suyos han sido publicados, además, en Minotauro Digital y Letralia. Su lema es Modifica todo y no tires nada.

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA, de Edgar Allan Poe, EL PERFORMANCE DE LA MUERTE, de Yoss, ESPECIAL CUENTOS MI PROPIA MUERTE (3), Varios autores

 

Axxón 201 – octubre de 2009
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Muerte : Ser Fantástico : Español : España).