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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

No fue tan terrible la tarde en la que conocí a Rolando Rivas como la noche en la que caí en cuenta del verdadero significado de ese encuentro.

Detuve al taxi a media tarde, cuando las puertas de los bancos dejan de girar y el trajín monetario de las cajas se convierte en meticuloso arqueo. Como estaba muy apurado, ni el modelo del auto ni el rostro ajado del chofer, oculto en parte por unas enormes gafas oscuras de armazón plástico, me llamaron mayormente la atención. Los asientos tapizados en cuerina color guinda despedían un aroma particular que me retrajo a mi más tierna infancia. Recordé el primer Peugeot 404 en el que viajé, propiedad de un amigo de mi padre. Olía idéntico.

Cuando quise darle explicaciones al conductor de cómo llegar a mi destino, el hombre, de abundante cabellera crespa, levantó una mano, la derecha, invistiéndose de repente de una autoridad excelsa.

—Usted dígame a dónde va, yo le garantizo que lo llevo por el camino más corto y rápido —afirmó en tono imperativo. Me encogí de hombros, normalmente habría reaccionado de mal modo ante la coacción, pero ese había sido un día excepcional para mis negocios y con una sonrisa autosuficiente, decidí aceptar el juego que proponía el peculiar taxista.

—Voy a la calle Dublín al 4100, Parque Chas —respondí y agregué, seguro de ser insidioso—. ¿Sabe cómo llegar?

El conductor me miró a través del espejo retrovisor, sus labios grises, apretados, delataban su disgusto.

—Por lo visto, joven, usted desconoce la identidad de quien conduce este taxi —repuso envarado.

—Así es, señor. Ignoro quién es usted, su nombre y su procedencia.

—Mi nombre es Rolando Rivas… taxista —anunció, solemne. Rolando Rivas, Rolando Rivas, me suena… pensé, pero no pude ubicarlo en ese momento. Aunque lo merecía, no deslicé ningún comentario relacionado a su teatral presentación. Por su parte, el taximetrero continuó conduciendo el vehículo con parsimonia. En la radio, Julio Sosa despuntaba un tango.

—Está lindo el autito. No entiendo cómo se lo habilitaron —opiné unos minutos después, observando en detalle el estado del vehículo.

—¿Y por qué motivo no me lo iban a habilitar?

—Por el modelo, jefe ¡Este auto tiene más de treinta años! —respondí, elocuente.

—¡Ya han pasado más de treinta años! —exclamó. Luego guardó un significativo silencio. La situación comenzó a parecerme extraña, me removí en el asiento, de pronto incómodo.

—¿Ya pasaron más de treinta años de qué? —me sorprendí preguntando.

—De la última vez que yiré por estas calles.

—¿Entonces ni usted ni su unidad están habilitadas por SACTA? —reaccioné.

—¿SACTA? ¿Qué es eso? —interrogó con fastidio. Chasqueé la lengua amohinado. Me desagradaba sobremanera exponerme viajando a bordo de un taxi trucho, máxime con el contenido que transportaba en el maletín.

Reparé en que el reloj taxímetro era una antigüedad. El contador que marcaba el importe a pagar no era electrónico sino mecánico. Del lateral metálico del dispositivo sobresalía una llave cromada, evidentemente el aparato funcionaba a cuerda. La banderola era sostenida por una palanca también cromada. Las letras blancas que conforman la palabra #Libre# estaban estampadas en relieve sobre el plástico rojo en un tipo antiguo, similar a la tipografía de los carteles del Viejo Oeste estadounidense. La belleza del instrumento logró disipar mi enojo. Miré por la ventanilla, por un instante me pareció que las calles lucían diferentes. El rugido de una moto que nos sobrepasó hirió mis oídos.

—¡Te vas a matar! ¡Loco! —exclamó el conductor. La forma en que se expresó me deleitó. Había algo en la entonación que me produjo cierta melancolía. El común de la gente ya no habla así, con esa candidez. Entonces caí en cuenta de que Rolando Rivas era el personaje central de un teleteatro en mi infancia.

—Disculpe, señor, ¿usted es Claudio García Satur? —pregunté.

—No, pibe —contestó entre risas—. Yo soy el auténtico Rolando Rivas. García Satur, el actor, hacía de mí en la televisión. Buen muchacho.

—¿Lo conoció?

—¡Claro! Lo conocí a él y a Alberto Migré, el autor de la telenovela.

—¿Así que se inspiraron en usted? Debe estar orgulloso. La telenovela fue un gran éxito.

—Y… sí. Pero yo, siempre igual. Nunca me bajé del tacho.

—¿Y en todos estos años no se le ocurrió renovar la unidad? —pregunté, por simple curiosidad.

—No. Yo nunca me bajé de este auto. —Esa afirmación-negación me desconcertó.

—¿Nunca?

—Nunca —confirmó, observándome a través del espejo retrovisor. La expresión de su rostro me aterrorizó. Un escalofrío serpenteó por mi médula espinal provocándome un sobresalto involuntario. La conmoción disparó un pensamiento que impactó en la fuente de mi terror. #Si hace más de treinta años que no yira por estas calles y nunca se bajó del auto significa que…#

Un terrible estruendo sacudió el vehículo. Rolando, con pericia profesional, giró en la primera bocacalle sin disminuir la velocidad, como huyendo del fragor. El ruido volvió a retumbar, lacerándome el aparato auditivo. Sintiéndome amenazado, miré a través de la luneta buscando la procedencia del clamor asesino. Provenía de un enorme leviatán amarillo y negro que nos perseguía con las fauces abiertas. Mi corazón brincó en su nido de costillas. Cuando la bestia cerró las mandíbulas descubrí que se trataba de un colectivo Mercedes Benz 1114. El conductor del transporte arremetía contra el taxi abriendo y cerrando el capot neumático. Rolando extendió su brazo izquierdo por afuera de la ventanilla y, asomándose apenas, comenzó a gritar:

Ilustración: Ferrán Clavero

—¡Pará, Juan! ¡Pará! ¡Estoy con un pasajero! ¡Lo vas a asustar! —El colectivero giró el enorme volante, abriéndose hacia su izquierda. Aceleró hasta colocar la enorme masa rodante junto al auto. Abrió la puerta plegadiza.

—¡Disculpe, señor! —voceó, amistoso. Bajé el vidrio de la ventanilla aliviado. Asomé mi cabeza con la intención de saludarlo y apaciguarlo. Al verlo experimenté el impacto más grande de mi vida hasta entonces. Quise chillar, pero no pude, me quedé sin voz. Un horrible gorgoteo reverberaba en el interior de mi garganta.

—Ahora sí que la hiciste buena, Juan —refunfuñó Rolando en tanto aminoraba la velocidad.

Detuvo el taxi una cuadra y media más adelante. El colectivo estacionó unos metros más allá. El pánico causado por la visión me paralizó. No podía mover casi ninguno de los músculos de mi cuerpo. Sólo los párpados y los globos oculares respondían a mi volición. Rolando giró por entero, encarándome.

—Tranquilo, pibe. Respirá profundo —intentó serenarme.

En ese estado de shock, el sentido de la audición se había agudizado tanto que escuché las pisadas del colectivero sobre los escalones de metal de la escalerilla de ascenso y descenso del transporte. Comencé a temblar de sólo recordar su aspecto.

—Esperá, Juan. No bajés del bondi, que lo vas a matar del susto —gritó Rolando sacando la cabeza por la ventanilla. De inmediato, volvió su atención a mí—. No tengas miedo. Juan es un buen tipo, un poco brutazo, nada más — continuó sosegándome—. Es un buen amigo.

Poco a poco fui recuperando la posesión de mis facultades. Pero lo que percibía, lejos de calmarme, me alarmaba más y más. La calle estaba vacía, no había peatones ni otros vehículos transitando. Las casas parecían de cartón pintado, como si todo fuera una gran escenografía. La luz, espectral, provenía de unas luminarias indistinguibles. Observé con detalle el rostro de Rolando. No tenía vida. Era como una máscara. Estos tipos no están vivos, cavilé. Él, como leyéndome el pensamiento, apoyó una mano sobre mi hombro izquierdo y me sacudió apenas.

—No empecés de nuevo o te va a dar otro ataque.

—¿Qué le pasó a Juan? —pude preguntar al fin.

—Una historia triste. El actor que lo representaba se voló la cabeza de un balazo unos años después de que se bajó la tira. De inmediato él perdió parte de la suya, quedando como lo viste. —La respuesta no tenía ningún sentido para mí. Si bien era verdad que al colectivero le faltaba gran parte del cráneo, quedando sólo las mandíbulas, media nariz, un ojo inyectado en sangre, una oreja colgando y parte del encéfalo, sólo lo contenido por un temporal, medio parietal y el occipital, era imposible que continuara con vida en ese estado.

—¿Y por qué no está muerto entonces? —indagué.

—Aquí no estamos ni muertos ni vivos —respondió, enigmático, el taxista.

—¿Dónde estamos?

—Este sitio no tiene nombre. Lo único que puedo decirte es que una vez que aparecemos por aquí, sabemos que pertenecemos a este lugar y no a otro.

—Este lugar parece desierto. ¿Vive alguien?

—Claro, Juan, yo… y todos los personajes que alguna vez han deambulado por Buenos Aires. No importa que hayan sido personajes centrales o secundarios, que hayan aparecido en libros, revistas, en la televisión o el cine. Acá podés filosofar con Adán Buenosayres y Samuel Tesler, tomar un café con Minguito Tinguitella o jugar al billar con el jorobadito Rigoletto.

—No puede ser —repliqué.

—¡Juan! —llamó al colectivero— ¡Vení, que el pibe ya está bien!

—¿Quién se subió ayer a tu bondi, sólo para conversar con vos toda la tarde?

—Milagros, la #Cholito#.

—¿Natalia Oreiro está aquí? —pregunté sorprendido.

—Ella, no —respondió Rolando y agregó, enfatizando—. Es el personaje el que está aquí.

—Pero… ¿es igual a Nati?

—No, no es exactamente igual. Los personajes somos resultado, entre otros factores, de la mente del autor, del actor, del dibujante, del fotógrafo, del director, de la maquilladora, del peinador, de la prensa y de la percepción del público.

—¿Todas esas variables intervienen para que sean como son?

—Para que seamos, pibe. —El plural no me pasó desapercibido.

—¿Seamos? —interrogué entornando mis ojos. Rolando asintió. Juan asintió— ¡¿Quieren hacerme creer que yo soy un personaje?! —Rolando sonrió y volvió a asentir. Juan, por algún impedimento de los músculos faciales mutilados, intentó sonreír pero apenas logró esbozar una mueca, asintiendo también— ¡Ustedes son dos desquiciados! —estallé.

—No te pongas así, pibe —canturreó el taxista—. ¿Cómo creés si no que pudiste interceptarme? —La pregunta me forzó a reflexionar.

No encontré explicación alguna al evento. Me pregunté a mí mismo cómo no noté nada extraño cuando de pronto, girando por la esquina, apareció el antiguo Peugeot, justo cuando estaba necesitando un taxi que me sacara urgente de la zona bancaria. Rolando levantó varias veces las cejas, sonriéndome con complicidad. Su chabacanería me ofendió. Yo, Piero Tramposso, poeta urbano por las noches y el mejor cuentista del tío de la ciudad en las horas del día, me consideraba real, no un invento de algún autor fracasado. La furia acabó de invadirme cuando me percaté de que las fichas del taxímetro seguían cayendo.

—¡Lléveme a la calle Dublín al 4100! —exigí, casi gritando—. No pienso pagarle un centavo más de lo que me cuesta a diario este viaje —culminé, entre dientes.

—Como quiera, jefe —respondió el taxista, amilanado. Juan volvió al colectivo, cabizbajo. Hicimos el resto del trayecto en silencio.

El vehículo se detuvo en la esquina de la avenida Victorica y la calle Dublín. Del bolsillo de mi pantalón saqué quince pesos, se los entregué al chofer y me bajé del auto sin saludar. Caminé hasta la puerta de mi casa ensimismado. Abrí la puerta y el fiel Zenón me recibió con la misma alegría de siempre, saltando y agitando la cola. Me desplomé en el sofá. El sueño me hizo suyo en minutos. Desperté a medianoche. Zenón me sacudía.

—Dale, dormilón. Despertate que tenemos que repartir la guita —decía, nunca se había dirigido a mí en esos términos.

—¿Qué querés, Zenón? —pregunté medio dormido.

—No te hagas el gil, Piero. ¿Cuánto recaudaste hoy?

—Un montón. Como cinco mil pesos —respondí. ¿Pero qué está pasando?, me pregunté al instante. El perro me estaba hablando. Salté del sofá alarmado. El chucho me miró con displicencia.

—¡No me digas que hasta ahora no te habías dado cuenta! —soltó, incrédulo.

—¿Es verdad que soy un personaje? —gimoteé, rasgándome las vestiduras. Zenón asintió con las orejas caídas.

—Y de los más mediocres —acotó.

 

 

Luis Mazzarello nació en La Plata en el año 1963. Vive en la ciudad de Buenos Aires desde el año 1966. Nómade dentro de la urbe, además de escribir, realiza cortos en vídeo y ocasionalmente experimenta en diferentes expresiones de artes visuales.

 


Este cuento se vincula temáticamente con HISTORIA DE GALLINA, de Edgar Omar Avilés, EL MONSTRUO Y LA DAMISELA DE CHRYSALE, de Pierre Jean Brouillaud, LOBO, de Carlos Almira Picazo

 

Axxón 202 – noviembre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres Fantásticos : Argentina : Argentino).