Revista Axxón » «Efecto bagna cauda», Laura Nuñez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

I

—No, Tuni, esto no puede haber vuelto a pasar.

—Sí, sí, Comisario. Otra vez, casi lo mismo que el año pasado. —El Sargento Primero Santiago Gómez desvió su mirada hacia la ventana. Por la plaza del pueblo la gente caminaba tranquila, disfrutando del día soleado. Doña Elisa llevaba a su nietito, el Claudio, colgando de una mano. Con la otra arrastraba el changuito de compras. En pocos momentos la noticia de la muerte de Yessica Balaguer se conocería en todo el pueblo. El Comisario hacía bien en estar nervioso… el segundo año que esto pasaba. O quizás, el tercero.

—Pero Tuni, este año las estábamos vigilando a todas. ¿Qué pasó con el Pancho? ¿No le dije veinte veces que no la dejara sola ni para ir al baño? Después de lo del año pasado… Pero no entendieron.

 

Jacinto Suárez, el Comisario de Humberto Primo, Provincia de Santa Fe, se dedicó a mirar por la ventana, esperando que los acontecimientos tomaran el control. No tuvo que esperar demasiado. De la juguetería salió corriendo el Cholo Balaguer, gesto desencajado y movimientos irregulares. Pudo abrir la puerta de su Ranchera y arrancó el motor, a los bocinazos. El único auto que cruzaba la calle central se desvió, al ver que la camioneta daba marcha atrás con el motor rugiendo y salía disparada en contramano. Hacia la casa de la Yessica, pensaron el Comisario y el Sargento al mismo tiempo, cruzando sus miradas y asintiendo en silencio.

Doña Elisa soltó el changuito y cruzó la calle para el lado de la juguetería con el Claudito a rastras. Mirta, la madre de Yessica, estaba en la vereda llorando a los gritos. En pocos segundos la noticia se esparciría como reguero de pólvora. Yessica Balaguer, la reina de la Bagna Cauda 2007 en Humberto Primo, había sido asesinada.

 

El Comisario cerró los ojos un momento y se cubrió la cara con las manos. Esto no podía estar sucediendo. ¿No habían sido tomados todos los recaudos necesarios? Desde la muerte de la chica Martínez, la Reina 2006, el pueblo entero se había movilizado. Todos los sospechosos habían sido interrogados, cabos atados, coartadas verificadas una y otra vez. En fin, no se había encontrado al asesino no porque no se hubiera intentado, sino porque… Porque seguramente no era nadie de Humberto Primo. Se hablaba de un motoquero de paso, o de una camioneta desconocida. No había explicaciones convincentes, pero todos se habían convencido. El asesino no estaba en Humberto Primo. Aun así, la policía no tomaba las cosas a la ligera. Y el Intendente había insistido. Sobre todo porque todos recordaban a Estercita Capussotto, la Reina 2005, y su extraño accidente en el arroyo La Tranquera, a la entrada del pueblo. Estercita volvía de Sunchales para pasar el cetro a su prima, Sandra Martínez, la nueva Reina del 2006.

Pero nunca llegó a Humberto Primo. La encontraron a la madrugada los del camión de reparto de los diarios, el auto desbarrancado abajo del puente de la entrada, incendiándose. Ella parecía haber sobrevivido al choque, pero aparentemente se había desmayado por el shock y el frío al salir del vehículo. Se había ahogado en el escaso medio metro de profundidad del arroyito. El cuerpo no presentaba ningún golpe, además de las marcas del cinturón de seguridad y un raspón en la cara. Tan bonita como siempre, era lo que repetía su abuela, entre sollozos, en el funeral.

En cambio, la muerte de la chica Martínez había sido sin lugar a dudas un asesinato. Uno con tintes macabros nunca antes vistos en Humberto Primo. Y las fechas eran demasiado cercanas… El pueblo decidió no tomar ningún riesgo y custodiar a la actual Reina y a las demás participantes del concurso anual.

 

—El Pancho, Comisario… —Santiago no sabía cómo seguir. Volvió a empezar. —Se ve que la estaba cuidando bien, el Pancho. A él también lo encontramos. —Se sacó la gorra y se la quedó mirando. Tenía un par de manchas de sangre en la mano. —O por lo menos, estaba con ella cuando la mataron. Porque la mitad del Pancho, que es lo único que encontramos del Pancho hasta ahora, estaba en el patio de atrás de la casa. Algo lo tiró por la ventana del baño de los Balaguer.

 

El Comisario repitió en silencio la palabra. Algo. ‘Algo’. Una, dos veces. Finalmente abrió el cajón donde guardaba el arma y, mirando a Santiago, le dijo:

 

—Andá yendo vos, Tuni, y arreglá con Gladis para que vayan los muchachos del Hospital a sacar muestras a la casa. Que llame a los de la Provincial también, para que vengan a ayudarnos con la investigación. Yo voy a hacer unos llamados y en diez minutos nos encontramos abajo. Vamos a necesitar mucha ayuda con esto.

 

Mientras salía, Santiago lo escuchó levantar el teléfono y empezar a marcar. Diez minutos más tarde, mientras arreglaba con Gladis el resto del procedimiento, escuchó el tiro viniendo de la oficina del Comisario y supo lo que había pasado. Había sido demasiado para el pobre Jacinto.

 

 

II

Y acá es donde entro yo. No, no podía ser que Jacinto me invitara a la Fiesta Anual para comer bagna cauda. No, nunca en su vida lo iba a hacer el muy jodido. Me tenía que invitar para venir a investigar lo de las muertes de estas chicas. Lindo paisaje, ya que estamos. Unas pampitas y arboledas de lo más campestres. Tuve que esperar media hora en la ruta que termine de pasar un hato de vacas y después, en el arroyito ese, se me cruzó una bandada de patos que casi me tira a la banquina. Ah-la-paz-del-campo. Prefiero el microcentro, con eso lo digo todo.

No, señor, la vida del campo no es para mí. Ya Pablito me tiene curado de espanto con la cosa de estos viajes, pero esa es otra historia. Bueno, no demasiado, porque si no hubiera andado de bocafloja con las historias de nuestros viajecitos con Pablo, encontrando bichos raros, evaporando extraterrestres poco amistosos y saliendo disparados de algún que otro poblado de batracios hiperdesarrollados que le habían tomado el gusto a comer carne humana, a Jacinto nunca se le hubiera ocurrido que yo podría llegar a ayudar con este tema. Es decir, no se le hubiera ocurrido llamarme después de no vernos por casi ocho años. Y debe haber pasado algo fulero para que mis historias le hayan parecido medianamente creíbles.

—Omar —me acuerdo que me decía, con su tonadita santafesina, cuando nos juntábamos después de mis clases en la Facultad—, vos me hacés acordar a los pescadores del cuento de Landriscina… uno más mentiroso que el otro y, cuando le atan las manos al tipo para que no pueda seguir exagerando el tamaño de las piezas, él las separa lo más que puede y les dice «con decirte que el ojo era así».

 

Pero se ve que algo me creyó. Omar Páez y su bocota. Jacinto es un tipo reservado, nada que ver conmigo. En aquella época yo pensaba que me invitaba a cenar cuando venía a Buenos Aires a rendir los exámenes sólo para que lo entretuviera con la charla. Siempre me decía lo mismo.

—Humberto Primo es un lugar donde nunca pasa nada nuevo. Por eso me gusta.

 

Y ahora, si lo que me había contado era cierto, algo fulero rondaba el pueblo despachándose a las reinas del concurso local de belleza. Y yo solo, sin el cordobés… Pablo, ¿dónde se habría metido el pendejo? Bueno, igual había cargado el baúl del auto con todo el ‘kit’. Algo para defenderme iba a tener.

 

Así que llegué al pueblo y busqué algún hotelito donde quedarme unos días. Estaba todo ocupado por la Fiesta Nacional de la Bagna Cauda, que parecía ser un poco más grande de lo que yo había supuesto. Finalmente caí en un hotelito familiar, habitación normal, sin tele, baño mínimo, cama simple y una ventana que daba al parque de atrás. Al final del parque se veía un arroyito. A dos casas de distancia había un operativo policial bastante notorio, así que supuse que estaba en el lugar correcto, en el momento menos indicado. Lo que uno hace por los amigos. Dejé las cosas y salí a buscar la Comisaría, por el sencillo método de seguir la calle principal hasta la Iglesia. En la mesa de entradas me recibió una mujer bastante atractiva, de unos cuarenta y tantos años. Pensé que sería personal civil de la Comisaría, pero después vi la sobaquera bajo el brazo derecho y decidí hacer mis preguntas con cuidado. La oficial tenía los ojos enrojecidos y me pregunté si no sería pariente de la chica asesinada.

—Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo? —me preguntó mientras acomodaba unos papeles.

—Sí, necesitaría ver a Jacinto Suárez, me está esperando.

La mujer se me quedó mirando un rato, mientras dejaba muy despacio los papeles sobre el escritorio. Empalideció, lo cual no era buena señal, y lo siguiente me lo dijo con un hilo de voz.

—El Comisario murió.

Nos quedamos en silencio. No podía creerlo y balbuceé lo primero que me salió.

—¿Jacinto muerto? Ayer me llamó por teléfono a la mañana… ¿Cuándo pasó? ¿Cómo murió? —me apoyé en el escritorio para sostenerme. No estaba en el lugar adecuado y el momento era aún peor de lo que me había imaginado. La oficial dio la vuelta al escritorio y se me acercó.

—Antes voy a necesitar que me responda unas preguntas. Acompáñeme por acá —me agarró del brazo y me llevó a una oficina vacía.

—¿Quiere un café?

—Sí, por favor. Es una muy mala noticia la que me da. Jacinto era un amigo.

Cerró la puerta al salir y me quedé solo en la habitación. Un almanaque de panadería colgaba de una de las paredes y había un par de sillas delante de una mesa de fórmica. Despacho estatal del piso al techo. Estaba en problemas. ¿Qué había pasado con Jacinto? Lo último que me había dicho era que algo muy fulero estaba atrás de los asesinatos y que tenía miedo por algunas cosas que había escuchado durante las investigaciones del año pasado. Que había visto cosas muy extrañas estos últimos meses que le habían recordado a mis ‘cuentos’. Y ahora esto; una chica había sido asesinada. ¿Qué demonios estaba pasando? La mujer policía interrumpió mis pensamientos con un café y una hoja impresa.

—¿Éste es su teléfono? —Miré la hoja y, maldito sea, era el número de teléfono de mi casa. Con mi nombre al lado, hora de llamado, duración de la llamada… La miré a ella. Se ve que lo había querido a Jacinto, tengo ojo para esas cosas. Además, el nombre en la insignia que llevaba sobre el trajecito me lo recordó. Gladis. La novia de Jacinto.

—Sí, es el teléfono de mi casa. Ayer a la mañana me llamó Jacinto, somos amigos. ¿Me puede explicar qué pasó? —’Somos amigos’, más bien éramos, pensé. Qué desastre de noticia.

—Primero necesito que me cuente por qué lo llamó y de dónde lo conocía.

A ver… ¿Por dónde empezar? ¿Por los batracios antropofágicos o los extraterrestres cabrones? ¿Cómo le explicaba a esta mujer por qué me había llamado Jacinto? Soy un tipo con un sentido incorrecto de la oportunidad y una atracción fatal hacia los asuntos paranormales, no un detective privado. Opté por la salida más fácil: decirle la verdad hasta donde pudiera.

—Me invitó al pueblo, nos conocíamos desde que él estuvo estudiando en Buenos Aires. Se quedaba en mi casa cuando viajaba a rendir finales.

 

La mujer me miró, miró el papel con mi número de teléfono y se arregló el pelo. No sé si fue desilusión o alivio, pero me miró distinto cuando me preguntó:

—¿Usted es el de las ranas asesinas?

Dioses. Ranas asesinas… espero que no me conozcan en todo el pueblo de esa manera. Y mi bocota, de nuevo, incontenible.

—¿Se lo contó a todo el mundo?

—No, no. Me lo contó a mí. Éramos muy cercanos. —Eso confirmaba mi teoría.

—Usted es esa Gladis, entonces. Jacinto me hablaba mucho de usted. Me extrañó que no me dijera nada ayer, ahora que lo dice. Pero se lo escuchaba muy preocupado. Me pidió que viniera en cuanto pudiera, que quizás pudiera ayudarlo con una investigación.

—Eso lo hace todavía más extraño… —ella desvió la mirada un momento y se llevó una mano a la cara, como para componerse. —Jacinto se suicidó unos minutos después de cortar con usted. Un tiro en la cabeza.

Lo dijo como tratando de convencerse. Me acordé de Jacinto, estudiando para los exámenes. El policía filósofo, me decía que iba a ser. O el filósofo policía, no se terminaba de decidir. Y estos asesinatos habían sido demasiado para él. Me resultaba increíble. Tenía que haber algún tipo de explicación para esto. Gladis volvió a hablar.

—Pero después de hablar con usted, alguien más lo llamó a él. Desde un celular en el pueblo.

 

III

Tuni Gómez estaba metido en el arroyo y el agua le llegaba hasta las rodillas. Ni los pantalones de pesca podían evitar que el frío de julio le calara en los huesos. Ya casi no sentía las piernas. Pero estaba rastrillando una zona del arroyo buscando el resto del cuerpo del Pancho y quería terminar su sección lo más rápido posible. Además, los pantalones de neopreno no habían alcanzado para todos, así que Tuni tenía puesto su jardinero de goma, el que usaba para pescar, y las botas altas. El rastro de sangre salía por la puerta de atrás de los Balaguer, y terminaba en el arroyo, donde esperaban encontrar lo que quedara del cuerpo del Pancho. No había sangre en el agua y eso era raro. Los cuatro policías de la Provincial ya estaban arroyo arriba, no se los veía muy interesados en la búsqueda. Tuni siguió rastrillando, el barro del fondo le chupaba las botas y le costaba caminar. Cada tanto el rastrillo chocaba contra algo y tenía que agacharse para tocar lo que fuera con las manos. Ya casi no sentía las manos tampoco.

En general eran piedras o algún resto de basura. Un trapo. Esperaba que no fuera él quien encontrara el cuerpo. Había estado vomitando un buen rato después de encontrar el torso del Pancho, unido a un pedazo de la cabeza por una masa informe de tendones y venas. El otro pedazo de la cabeza había sido arrancado y los huesos del cráneo estaban marcados con lo que, según el viejo Serraiocco, parecía la mordida de algún animal.

 

Ahora se le ocurría que el animal bien podía ser acuático. No era el tipo de ideas que convenía tener mientras uno estaba metiendo los brazos en el agua buscando el resto de un cadáver. Se le ocurrió que los yacarés no suelen subir escaleras ni tirar gente por ventanas y empezó a recordar algunas historias que escuchaba de chico, sobre ganado que aparecía destrozado en las márgenes del arroyo. Se sobresaltaba cada vez que el rastrillo chocaba contra algo.

Ilustración: Valeria Uccelli

El agua turbia no lo dejaba ver nada y ahora estaba metido en un totoral que lo cubría hasta los hombros. Así que, cada vez que se agachaba, desaparecía de la vista de los dos policías que custodiaban la casa. Se agachó de nuevo, el rastrillo marcaba algo. Una zapatilla. Estaba toda embarrada. Iba a tirarla a la costa, pero el peso de la zapatilla le pareció extraño. Metió la mano para sacarle el barro y chocó contra algo. Carne y hueso, un pie. Sacó la mano, toda ensangrentada, y se la limpió contra la campera. El corazón le galopaba en el pecho y buscó al Miguel para avisarle que iba a salir. Ya no estaba a la vista. Decidió retroceder. Los pies se le enredaban en las totoras, así que empezó a sacudir el rastrillo para cortarlas mientras salía. Ya estaba perdiendo el equilibrio cuando sintió que algo se enroscaba alrededor de su pierna y lo tiraba para abajo.

Quiso soltarse pero le era imposible. Lo que fuera, apretaba con fuerza. Terminó soltando el rastrillo y agarrándose a las totoras, intentando mantenerse a flote. Pero terminó cayéndose al agua, y agua, barro, y algo más le entraron por la boca, asfixiándolo. Sintió un aguijonazo en el brazo derecho y ya no pudo usarlo. Arremetió a las patadas y a los puñetazos, mientras respiraba y tosía el agua embarrada del arroyo. Pero no había nada a qué pegarle. Lo que fuera que lo había tirado al agua, se había ido. Se levantó corriendo, y salió como pudo del arroyo. Se miró la mano derecha. Era una masa informe, la piel estaba desgarrada en jirones y sangraba a raudales.

Lo extraño era que no le dolía, pensó mientras se desmayaba en la orilla.

 

IV

Ya son varios. Pero faltan más. Miles de cuerpos nadando como peces en un mar oscuro se acercan. Los siento más cerca a cada momento, con cada muerte. Y ahora estoy afuera y camino y respiro y ustedes todavía no lo saben.

 

V

Gladis me dejó salir de la comisaría. Quedamos en que me pasaba a buscar por el hotel para ir a cenar y discutir todo este asunto. Sospecho que no tendría nada más interesante para hacer y querría hablar sobre Jacinto. Igual, no me iba a quedar de brazos cruzados, y le pedí que me dejara revisar la casa de la chica. Pasé por el hotel a buscar la mochila de Pablo con parte del ‘kit’, pero una de las recepcionistas me demoró media hora, mientras apilaba en el mostrador de la recepción todos los folletos sobre los pioneros locales (piamonteses), la Fiesta Nacional de la Bagna Cauda (que vendría a ser una especie de fondue de anchoas, crema y ajo), y hasta la receta oficial del pueblo para preparar «una bagna cauda digna de Humberto Primo» cuando volviera a Buenos Aires. Pude escabullirme sólo cuando logró comprometerme a comprar un frasco de conserva casera de anchoas en el almacén de su concuñada.

Finalmente pude escaparme del hotel. Caminé hasta la casa de la chica asesinada, donde me encontré a los de la Provincial, llevándose a uno de los policías locales en estado de shock. Se veía mal el tipo, algún bicho fulero casi le había arrancado el brazo mientras hacían el rastrillaje en el arroyo.

Di la vuelta por el costado derecho de la casa, siguiendo una entrada de autos que desembocaba en un patio trasero, desde donde también se veía el arroyo. Me acerqué a la orilla. Había un juncal con un rastrillo semi-hundido. El viento empezó a aumentar de intensidad y el movimiento del juncal zarandeaba el rastrillo para todos lados. Maldije una vez más mi idea de venir hasta acá y me puse a caminar por el costado de la orilla, para ver si encontraba algo.

El patio del fondo de la casa se continuaba con el de la casa vecina, hacia la mano derecha del arroyo, apenas delimitado por una ligustrina baja y tupida, que se detenía un par de metros antes de la orilla. Del otro lado había un alambrado, que terminaba metiéndose en el agua y perdiéndose entre los juncos. Me asusté un poco cuando vi algo flotar sobre la superficie del agua, algo que parecía una película densa, semitransparente. No es que me haya agarrado el espíritu ambientalista, pero tenía la impresión de que no estaba en ese lugar al principio y me pareció difícil que el viento la hubiese llevado hasta ahí sin que yo me diera cuenta.

Me alejé de la orilla hacia la salida de autos por la que había entrado, intentando sacar uno de los cubos de la mochila sin dejar de mirar para el arroyo. El agua comenzó a moverse en oleadas en contra del viento, que pronto se convirtieron en ondas concéntricas. El centro parecía estar bajo la película plástica. Me llegó del arroyo un olor a podredumbre tan pesado que prácticamente no me dejaba respirar. Lo que estaba en la superficie se sumergió en un segundo y algo se movió en la orilla. Me quedé paralizado por lo extraño del movimiento. El agua barrosa del arroyo parecía transparentarse y extenderse por la orilla, hacia tierra. No era un desborde azaroso, tenía un sentido: se movía hacia mí. Intenté activar el cubo, pero no podía coordinar mis manos. Una nueva oleada fétida empezó a asfixiarme y me caí al piso boqueando como un pez fuera del agua.

Con movimientos lentos, pero decididos, una sustancia gelatinosa se despegaba del agua embarrada del arroyo. Sentí un empuje irresistible que me llevaba a acercarme al bicho, fuera lo que fuese. Me vi como una gota de líquido, pujando para unirse a otra gota. Me agaché y empecé a arrastrarme por el pasto hacia la orilla. Una parte mía quería salir corriendo, pero evidentemente no era la que estaba al mando en ese momento. Intenté moverme en otro sentido, seguir el camino de huída que había planificado, pero nada. Todo iba desapareciendo poco a poco, y solamente quedaba el perfume de esa sustancia cristalina a la que tenía que acercarme.

En el preciso segundo que dejé de luchar y me quedé esperando que el bicho me cubriera, algo me agarró del pie, y me tiró para atrás, arrastrándome con fuerza sobre el pasto. Como en las películas, pensé.

Alguien gritaba algo con fuerza. Los gritos empezaban a sonar más coherentes a medida que la cabeza me golpeaba contra las piedras del jardín. Empezaban a parecerse a la voz de Pablo gritando. Todo tuvo sentido en menos de un segundo. Pablo me arrastraba del pie por todo el jardín.

—Omar, ¡pedazo de pelotudo! ¡Levantate y corré!

Ah, qué aliviado se siente uno cuando lo insultan en cordobés de esa manera. Sobre todo si un bicho repugnante está a punto de comérselo. Todo eso se me ocurrió después, claro. En el momento en que me respondieron las piernas, me levanté y traté de llegar al lado de la mochila, donde se había caído el cubo. Lo activé y lo tiré para atrás, casi sin mirar.

Pablo me ayudó en la escapada, evitando que me tropezara demasiado. No sirvió de mucho, la onda expansiva del cubo nos arrastró a los dos y nos tiró del otro lado de la ligustrina. El brazo me empezó a doler terriblemente.

Desde la orilla, se escuchó un aullido, y luego otros. Parecían gritos humanos, pero se iban haciendo más agudos cada vez. Cuando pude levantarme y mirar hacia el arroyo, los gritos habían terminado. La onda expansiva había destrozado el jardín y el juncal, pero no se veían rastros del bicho en ningún lado. El olor era nauseabundo.

El cordobés miró el destrozo y me dijo, con su sonrisa torcida:

—Hicimos enojar al bicho. Este pueblo está en problemas.

 

VI

Cientos de cuerpos sacudidos por nuestro dolor, revolviéndose en las profundidades. Retrocedemos y volvemos a la oscuridad primordial. Las sombras serán nuestro refugio hasta que ella regrese a buscarnos.

 

VII

Algo le faltaba, pensó el Tuni mientras abría los ojos. Lo habían traído al hospital del pueblo y estaba solo en la habitación. Por la ventana se veían ramas y hojas, estaría en una de las salas del primer piso. Se sentó en la cama, mareado y perdido. Y solo. Tenía un zumbido dentro de los oídos, que crecía con cada uno de sus movimientos. Gritó y gritó para acallar ese ruido que ahora tenía dentro del pecho, cada vez que respiraba. Algo lo estaba comiendo por dentro, pero no sentía dolor. Solamente la sensación del estruendo que retumbaba en cada parte de su cuerpo y lo destruía centímetro a centímetro. Intentó pararse, pero solamente logró caerse de la cama. Necesitaba encontrar a alguien, se estaba muriendo. No podía morirse solo. Tenía que encontrarla. A quién, no sabía, pero la idea empezó a martillarle la cabeza, pasando a través de sus aullidos, cegándolo como una linterna que se prende en medio de la noche. Alguien abrió la puerta. Hubiera querido desmayarse, pero no podía, sentía cada uno de los movimientos de lo que fuera que lo estaba carcomiendo por dentro y no podía hacer nada más que retorcerse.

Ya no podía controlar sus piernas. Se retorcía en el piso, mientras sentía que, a su alrededor, algunas personas intentaban subirlo a la cama. Tampoco podía controlar las manos, y pronto dejó de sentirlas. Algo le estalló en el estómago y un aguijón salió disparado hacia alguno de los que lo estaban tratando de ayudar. Sus manos se movieron solas hasta otro, y lo acercaron hasta que tuvo el cuello cerca de su boca. Era Marta, la enfermera jefe. Ya no podía pensar, solamente hundir sus dientes hasta el fondo, y tirar. Y así siguió un buen rato, tirando y mordiendo y aguijoneando.

Cuando todo estuvo quieto en la habitación, se acercó a la puerta y la cerró con llave para que no entrara nadie más. La luz le molestaba. Se acercó como pudo a la ventana y cerró la cortina. A media luz estaba más cómodo. Un par de aguijones le colgaban del abdomen, pero eso no pareció molestarle. Había dos cuerpos tirados en el piso de la habitación, que ahora se retorcían como él lo había hecho un rato antes. No tardarían en calmarse.

Tenían que encontrar a Estercita Capussotto. Pero Estercita estaba muerta. Algo sonrió en la cara del que había sido Santiago Gómez, más conocido como el Tuni por la gente de Humberto Primo. La respuesta al problema era simple: si Estercita estaba muerta, tenía que estar en el cementerio. Esperaría que los otros se despertaran y marcharían hacia el cementerio. De noche, el sol no iba a molestarlos.

Se sentó y soñó con un mar de cuerpos oscuros que se acercaban respondiendo a un llamado.

 

VIII

—Bea me avisó de tu mensaje, vine en cuanto pude.

El cordobés estaba cambiado. Se lo veía más tranquilo, aunque cansado. Y más callado que nunca. Habíamos pasado por el hotel a cambiarme (había quedado un poco embarrado después del encuentro con el bicho) y dejar sus cosas. Mientras caminábamos a encontrarnos con Gladis en la plaza nos poníamos al día, después de no vernos por casi un año. Me contó de los chicos, el más grande había empezado la primaria este año, y al más chico todavía estaban tratando de convencerlo de que el jardín de infantes era una buena idea.

—¿Cómo está Bea?

—Bien, este año empezó Astronomía en La Plata.

—¿Eh? ¿Se mudaron? —algo no me cerraba. Ñorquinco está a unos dos mil kilómetros de La Plata y para viajar en avión dos o tres veces por semana, queda un poco a trasmano. Pablo me miró y señaló a Gladis, que venía caminando por la vereda de la plaza.

—No, después te cuento, ahí está la oficial que me dijo dónde encontrarte.

Del otro lado de la plaza ya estaba armado el escenario y había unos técnicos probando sonido. Cuando llegó a nosotros, Gladis me dio un folleto con lo que parecía la programación de la fiesta. Se la veía alterada.

—Es de no creer. Con todo lo que pasó y siguen con los planes para hacer la cena esta noche. Todavía no sabemos qué fue lo que lo atacó al Tuni, el Intendente está loco.

No supe qué contestarle, así que me dediqué a mirar el programa. El recital empezaba media hora más tarde. Me quedé mirando la hoja.

—¿Qué tienen que ver los tambores japoneses con una fiesta piamontesa?

Antes de que Pablo me dijera nada, le pasé la hoja de la programación. Los dos miramos a Gladis, que se sacudió el pelo que el viento le había tirado sobre la cara antes de responder.

—Fue el chiste del pueblo las dos últimas semanas. ¿Les parece que nos crucemos a la pizzería? —Señaló la esquina del hospital y la seguimos. —Resulta que Matilde Capussotto, la directora de la Casa de la Cultura del pueblo, está más sorda que una tapia. Su cuñada me dijo el otro día que la pobre sigue pensando que la fiesta la van a abrir un grupo de tambores piamonteses. —Nos miró y se cruzó de brazos para protegerse del viento. —Nadie se animó a explicárselo, la señora tiene bastante mal carácter y, desde que perdió a su nieta en aquel accidente en el río, ya no es la misma. Y ahora, se le muere la otra nieta. —Debe de haberse acordado que no éramos del pueblo, porque agregó mientras entrábamos: —En pueblos chicos como este, la mitad del pueblo es primo o está casado con la otra mitad. Yessica Balaguer era hija de Mirta Capussotto, una de las hijas de Matilde y Don Justiniano, que en paz descanse.

A medida que caía la tarde el frío aumentaba. En la pizzería la temperatura era agradable, pero en las caras de los parroquianos podía ver la tensión que se estaba juntando en el pueblo. Algo iba a pasar en cualquier momento, y yo hubiera preferido estar sentado en casa, al lado de la estufa, leyendo algo interesante. Entre el frío, los bichos lacustres y el olor a ajo y anchoa que se sentía por todos lados, Humberto Primo no estaba en mi lista de lugares para ir de vacaciones. Pedimos unos cafés.

Le conté brevemente a Gladis nuestro encuentro con el bicho en el arroyo. Me sorprendió su respuesta.

—Algo parecido ya había pasado en el pueblo, allá por 1920. Jacinto descubrió lo del bicho durante la investigación del año pasado, él lo llamaba «la avispa del agua», pero no lo habíamos relacionado con las muertes de las chicas.

Entonces, el bicho no era un factor nuevo. Lo miré a Pablo, pero él estaba mirando por la ventana y no parecía estar escuchando nuestra conversación.

—Pero, Gladis, yo no veo ningún cartel advirtiendo de un bicho acuático asesino en ningún lado. Si ustedes sabían que estaba este bicho dando vueltas ¿por qué no dijeron nada?

—No lo sabíamos, Omar. Ahora que me describís lo que viste, es bastante parecido a lo que había declarado uno de los capataces de la estancia Las Moras, sobre un animal gelatinoso que salió del río y se llevó a uno de sus caballos, pero imaginate que nadie le iba a creer eso. Cada tanto hay noticias sobre hacienda que aparece mutilada en el costado de alguno de los arroyos que hay en esta zona. En general buscamos cuatreros, no bichos de gelatina.

Bajó la voz, que se le había descontrolado un poco, y mientras se calmaba el mozo trajo nuestros cafés. Pablo no le quitaba la vista de encima al Hospital. Cuando el cordobés está tan callado, yo empiezo a preocuparme en serio. ¿Qué había en el Hospital? Torció la sonrisa y me miró de costado:

—¿No les parece raro que el Hospital tenga todas las luces apagadas?

Miré y era cierto, todas las luces estaban apagadas. Ya era bastante entrada la noche como para que no hubiera ni una sola lamparita prendida en el edificio. En contraste, la plaza estaba totalmente iluminada, lo cual le daba al edificio un aire más abandonado. Alguien estaba hablando por los altoparlantes del escenario.

—Omar, no parece haber nada vivo en el hospital. —Miró a Gladis. —¿Cuánta gente habría internada en el hospital hoy? ¿Y personal trabajando?

Gladis pensó un momento, girando su taza entre las manos. Me entró un frío gélido en los huesos como hacía rato que no sentía. Me aferré a mi café, buscando un poco de calor. Nada vivo, había dicho el cordobés. Y él tenía un sensor especial para esas cosas.

—Supongo que no más de cinco o seis personas internadas. Y el equipo permanente es de dos o tres enfermeros, algún médico, algún administrativo… Hoy lo internaron al Tuni, parecía que estaba bastante mal, tuvo un accidente en el río…

En el mismo río donde, apenas un rato más tarde, me había atacado a mí el bicho. Nos quedamos los tres mirando el hospital, esperando ver alguna señal de movimiento. Pero no. Una mujer se apartó de la multitud de la plaza y caminó, lentamente, hacia el edificio.

—Es la doctora, la hija del viejo Serraiocco —nos dijo Gladis. —También le debe parecer raro ver todo apagado.

Pablo se levantó apurado y me arrastró hacia la puerta.

—Vamos, no tiene que entrar.

 

A las corridas, nos pusimos las camperas y salimos. De reojo lo vi a Pablo preparando una de las pistolas, así que saqué la mía y me la puse en el bolsillo, mientras Gladis llamaba a la mujer.

—¡Moira! ¡Moira!

Por suerte, Moira la escuchó justo cuando estaba a punto de cruzar la puerta de entrada y se detuvo a esperarnos. Y en ese momento, mientras la veía a Moira Serraiocco recortada contra la oscuridad de la puerta del hospital, desde la plaza a nuestras espaldas estalló una descarga de golpes. El estruendo me dejó congelado en el lugar, esperando que una estampida de bichos lacustres se me tirara encima y me destrozara.

Nos miramos con Gladis y Pablo, y todos sacamos nuestras armas; Gladis su reglamentaria y nosotros las pseudo pistolitas de juguete. Moira empezó a caminar hacia nosotros, algo sobresaltada por nuestra reacción. Me costaba pensar con ese batifondo infernal viniendo de la plaza. Hasta que todo quedó en silencio y se empezó a escuchar una flauta.

—Esos deben ser los ‘tambores piamonteses’ de Matilde… —explicó Moira, supongo que tratando de tranquilizarnos. —Gladis, ¿sabés qué pasó en el Hospital, que está todo apagado?

El susto que nos habíamos pegado nos había hecho bajar la guardia. Mal hecho, porque en ese preciso instante algo salió desde la oscuridad de la puerta del Hospital y agarró a Moira por la espalda, arrastrándola hacia adentro. Pablo se tiró sobre la chica y llegó a agarrarla del brazo. Vi algo de movimiento un poco más atrás y disparé. La onda llegó a iluminar un par de tentáculos que se movían en el aire y un tercero, el que estaba arrastrando a Moira. Finalmente llegó a iluminar a un grupo de personas —una de ellas claramente sin cabeza, lo cual no parecía evitar que se mantuviera parada— e impactó en la que estaba más adelante, tirándola al piso. Pablo logró zafar a Moira del abrazo y empezamos a retroceder. Gladis estaba horrorizada.

—No disparen más; es la gente del Hospital, ¡ése era el Tuni!

Iba a guardar su arma cuando uno de los de adentro se lanzó corriendo hacia donde estábamos. Era el que no tenía cabeza, probablemente parte del personal del hospital, por el ambo. Donde antes estaba la cabeza, ahora salían varios manojos de tentáculos que tiró contra nosotros. Pablo apartó a Moira y disparó contra el cuerpo del monstruo. Uno de los tentáculos se clavó en el piso frente a Gladis, que retrocedió asustada y también abrió fuego.

Por suerte el ruido de los disparos quedó ahogado por una nueva andanada de los tambores. Estaban empezando a gustarme, ya teníamos bastantes problemas con este enjambre de zombis con tentáculos como para tener que empezar a explicarle a la policía local qué era lo que estaba pasando.

El cuerpo se derrumbó y se quedó tieso en el hall de entrada, apenas cruzando la puerta. Desde adentro se escuchaban gritos inarticulados y, luego de un par de disparos al bulto de los nuestros, los movimientos indicaron una retirada apurada del bando de los zombis.

—Seguramente van a salir por la otra entrada. Mejor, no debe haber nadie en la calle a esta hora, todo el mundo debe estar en la plaza —dijo Gladis, mientras recargaba el arma.

Con cuidado, entramos. Pablo sacó su linterna y Moira le indicó desde dónde se podían prender las luces del hall. Solamente quedaban dos cuerpos en el piso. Uno era el de la mujer sin cabeza, el otro era de un hombre. También tenía puesto un ambo. Dos tentáculos le salían a la altura de la espalda, atravesándole las costillas y la casaca.

—Ese era Pedro, uno de los enfermeros. Y esta parece Marta, la jefa de enfermería. —Moira se acercó a la mujer y la revisó. —Está muerta. —Se quedó pensando un momento, mientras la tocaba, buscando señales de vida. —Esto es extraño, el cuerpo está demasiado frío para haberse muerto recién.

—Se debe haber muerto cuando le cortaron la cabeza. —Ahí vamos de vuelta, yo no podía quedarme callado. Pablo me miró con cara de ‘el tema del cinismo ya lo habíamos hablado, negro’. Y sí, tenía razón. Así que agregué alguna explicación, tratando de disculparme.

—Esto parece ser obra de un parásito que infectó a esta gente. Gladis sospecha que está relacionado con un animal lacustre que tienen ustedes por acá y que nos atacó hoy más temprano.

Ah, qué lindo decir estas cosas.

 

—Acá está la cabeza. —Se escuchó la voz atenuada de Gladis, viniendo desde un costado.

La cabeza parecía estar viva todavía. Parpadeaba y gesticulaba, en una mueca de terror. Los ojos nos miraban sin vernos. Parecía gritar sin voz, espasmódicamente. Pablo se le acercó y se quedó un rato con la mirada perdida, en lo que supuse que sería una versión bastante macabra de su truco de cumpleaños ‘a que adivino lo que estás pensando’. Una de las pocas veces que no le envidié lo de la telepatía. Mientras tanto, Gladis y yo vigilábamos que no apareciera nadie más. En la plaza, los tambores seguían retumbando. Cuando la cabeza dejó de moverse, Pablo nos miró y dijo en voz baja.

—Se fueron al cementerio. Algo los está llamando allá.

 

IX

El agua retumba, la tierra retumba, el aire retumba. Nuestra promesa está a punto de cumplirse. Pronto cubriremos la tierra, y el agua y el cielo serán nuestros. Despacio, nado, me arrastro sobre el barro, la tierra, el asfalto áspero. Voy rumbo al lugar de reunión.

 

X

Al fin, Estercita querida. Luego de dos años de espera, nos volveremos a ver. Mi nietita, la luz de mis ojos. Yo te decía que no te fueras de Humberto, pero no, no quisiste escucharme. Tenías que irte a la ciudad, tenías que irte lejos. Siempre orgullosa. Cabezadura, como yo. Eras tan bella, mi nietita querida. No puedo ni pensar en tu cuerpo sin vida, ahí abajo. Dentro del ataúd.

Los muertos cavan para sacarte. Pobre Tuni, Santiaguito. Lo lamento mucho, pero recuperar a mi nieta es lo más importante, inclusive si Dios nunca me perdona tu muerte, o la de Marta y los otros. Pero ahora, la Vespa vendrá y estarás conmigo de nuevo, para siempre. Dios no puede condenar el amor de esta nona. Siempre quise lo mejor para vos, mi nieta preferida.

De a poco, con cuidado, entre todos levantan el ataúd y lo sacan de la fosa. Santiaguito abre la tapa y ahí estás, yaciendo como cuando te dejamos.

Esta noche, te veo igual de bella que aquel día que te enterramos, como si el tiempo no hubiera pasado.

La sombra que es la Vespa se acerca despacio y te cubre, como cuando yo te abrigaba en las noches de invierno. Tus brazos se alzan, como en una danza, apuntando al cielo. Quizás le estés pidiendo al Señor que tu nona sea perdonada.

A cada momento más bella, y me arrodillo en el suelo frío, junto a vos, sostengo tu cuerpo y lloro, mientras la Vespa entra en vos y te renueva. Los demás están parados alrededor de nosotras, meciéndose en el viento como árboles.

Y abrís tus ojos, tan azules que parece que de nuevo fuera de día. Y me mirás. Y tu dulcísima voz, que me ha hablado cada día en estos dos años de ausencia, vuelve a llamarme ‘nona’, en un suspiro cansado.

 

XI

Hacía un frío de los mil demonios. Alejándose de las casas el viento todavía pegaba más fuerte. Y yo ya no estaba para estas corridas. Lo veía a Pablo tan campante, y hasta Gladis venía manteniendo bien el ritmo. Yo los seguía a duras penas, tratando de reservar algo de aliento para cuando nos encontráramos con los zombis en el cementerio. Y quizás tuviéramos la mala suerte de encontrarnos también al bicho.

A Moira la habíamos mandado de nuevo a comer bagna cauda a la carpa en la plaza, después de haberle borrado de la memoria de corto plazo lo que había pasado, claro. Ya nos ocuparíamos de los cuerpos a la vuelta. En el ‘kit’ tenemos casi todo lo que se puede necesitar en estos casos.

Lamentablemente, los muertos ya estaban muertos y no había nada que se pudiera hacer al respecto. Esto no era un bucle temporal, como aquella vez en Ñorquinco. Y eso me ponía mal. Las muertes, en casos como este, parecían tan fuera de lugar que contarlo era impensable. Ya se nos ocurriría algún invento, pero quizás sea esa la razón por la cual escribo esto. Alguien tiene que saber como murieron Santiago Gómez, Marta la jefa de enfermería, y toda esta gente. De otra manera, algo quedaría inconcluso. Por lo menos para mí.

 

El portón de entrada del cementerio estaba abierto, así que seguimos nuestra carrera sin detenernos. Se podían ver las parcelas agrupadas en pequeñas manzanas. Sobre las callecitas que conectaban estas manzanas y en los pasillos interiores colgaban algunas lámparas que el viento sacudía, arrojando sombras enloquecidas sobre los nichos y las lápidas de las tumbas.

—¡Ahí están! —Gladis señaló hacia delante, a la derecha, y hacia allí fuimos, tratando de hacer el menor ruido posible.

 

Nos esperaba un espectáculo macabro. Los zombis, unos ocho, estaban reunidos en círculo alrededor de una mujer vieja, moviéndose como si no supieran qué hacer a continuación. Lo cual supongo que puede ser muy bien el resultado de que un parásito te haya comido el cerebro. Nos deslizamos entre los nichos y, cual escuadrón del GEOF tomando posiciones, nos parapetamos atrás de las lápidas más cercanas.

—Necesito saber qué es el bicho —me dijo Pablo en voz baja. Lo miré con cara asesina.

—¿Qué? Después buscás la fotito en la enciclopedia galáctica si querés, cordobés, pero ahora liquidemos el problema desde lejos y lo más seguro que se pueda, ¿estamos?

Él me miró como si no entendiera en qué idioma le hablaba y me empecé a sentir culpable. ¿Qué estaba diciendo yo? ¿Qué los matáramos a todos y ya?

—Si sabemos qué es el bicho, por ahí lo podemos mandar de nuevo al lugar de donde vino. Después de todo, si hace más de cien años que está dando vueltas por acá y esto no había pasado nunca… algo raro tiene que haber pasado, negro. Y la vieja sabe qué fue.

La vieja tenía a una chica joven en los brazos. El bicho estaba detrás de la cabeza de la chica, hilos de gelatina semitransparente la cubrían desde los hombros hasta las piernas. El ataúd cercano y la tumba abierta me dieron mala espina y le pregunté a Gladis quiénes eran. Gladis estaba aturdida, pero se repuso como pudo y me contestó como si no pudiera creer lo que estaba diciendo.

—Son Estercita y Matilde Capussotto.

La miré. La ex-reina 2005, que además no parecía un cadáver putrefacto para nada, estaba vivita y coleando. Bueno, coleando no, pero parecía estar hablando con su abuela, mientras el bicho hacía su trabajo.

—Pero, ¿Estercita no estaba muerta? —sin mirarme, se encogió de hombros y se sentó contra la lápida, cerrando los ojos. Eran los primeros síntomas del shock. Suele pasar cuando uno ve estas cosas por primera vez. Todavía me acuerdo de cuando lo conocí a Pablo y mis vacaciones en Mar Chiquita terminaron conmigo en el hospital, habiéndome salvado de ser el plato del día de una tribu de pseudobatracios asesinos venidos del espacio exterior. Buena gente, no vaya a creer. Solamente se ponen nerviosos cuando no consiguen comida, que es lo que le pasaría a cualquier hijo de vecino, por otro lado.

El caso es que ya no podíamos contar con Gladis. Y Pablo quería una muestra de ADN del bicho. O lo que fuera que el bicho usara como DNI.

No se me ocurría cómo resolver el problema, si no era liquidando a todos, claro. Pero Pablo algún plan debía tener, porque se paró y caminó hasta el grupo. Me hubiera gustado que me lo contara de antemano, pero bueno. Me paré y esperé a que pasara algo.

—Señora Capussotto, venga un momento por favor, que necesito hablarle.

Parecía un enfoque demasiado arriesgado a estas alturas del partido. Pero Pablo en general sabe lo que hace. En general. Me preocupaba que esta no fuera una de esas veces. La señora siguió abrazando a su nieta, olvidada de todo lo que pasaba a su alrededor. Pablo lo intentó de nuevo.

—Señora Matilde, necesitamos hablar con usted. —Los zombis lo miraban mientras se mecían de un lado a otro, en un vaivén inhumano. Pero los segundos pasaban y la vieja no daba señales de haberlo escuchado. Ahí me acordé.

—Pablo, mejor que levantés la voz, acordate que la señora es más sorda que una tapia.

Estercita se rió, creo que por lo que yo había dicho sobre su abuela. El bicho se hizo eco de su risa en un registro más agudo. Inmediatamente, se sumaron los zombis, un coro de risas muertas en contrapunto con la risa clara de arroyo de Estercita. Entre las lápidas, las risas fueron apagándose detrás de la de la joven. Eso me puso la piel de gallina y pareció sacar a Gladis de su estado de shock, porque pasó de taparse la boca con las manos a llevárselas al pecho, como si estuviera por darle un ataque cardíaco. Lo único que nos falta, pensé.

Entonces Pablo debe haber usado alguno de sus trucos, porque Doña Matilde se separó de su nieta, recostándola suavemente contra el bicho, y se levantó con esfuerzo. Los zombis detuvieron sus movimientos vegetales y se nos quedaron mirando.

—Estercita está viva —fue lo primero que dijo. Se movía lentamente hacia Pablo, casi sin dejar de mirar a su nieta.

—Sí, señora Capussotto, Estercita está viva. —Pablo pasó a través de la fila de zombis, pero estos se quedaron quietos. Di un par de pasos adelante pero no me animé a acercarme más por miedo a provocar una reacción. O por miedo, punto.

—Señora Capussotto, ¿qué es lo que está envolviendo a su nieta?

La mujer parecía estar más allá de la realidad de la situación. Su rostro, surcado por arrugas, se transfiguraba cuando miraba a Estercita.

—Es la Vespa. Mi abuelo la trajo del Po cuando vino de Italia, allá por 1880. Las Vespas son un legado familiar desde hace muchos, muchos años. Pudo devolverle la vida a mi nieta.

Miré a Estercita. La Vespa ya la recubría totalmente. Bajo los hilos semitransparentes del bicho, lo que antes había sido una mano carcomida por los gusanos, ahora se movía llena de vida.

Pablo se le acercó un poco más. Ahora estaba a un par de metros de la mujer.

—¿Pero qué va a pasar con los demás? —señaló a los zombis. —¿También puede la Vespa devolverles sus vidas?

Matilde se echó a llorar. Si no fuera porque la vieja los había matado a todos, hubiera sido desgarrador. Bueno, supongo que a Pablo lo estaría desgarrando. Mi cinismo me protege contra esguinces emocionales.

—No, no puede. Solamente puede hacerlo una vez en su vida. Y solamente cuando se la ha alimentado de cierta manera. —Su mirada se desvió de nosotros hacia el suelo y metió las manos en los bolsillos, buscando un pañuelo con el que secar sus lágrimas.

Ahí se me cerraron algunos cabos. Las dos reinas asesinadas. Lo más parecido que había en Humberto Primo a la nieta que había muerto. Todo el asunto parecía demasiado macabro para este pueblito. Bienvenidos al lugar donde nunca pasa nada. Jacinto, tu paraíso tenía una falla.

Sonó un disparo. O más de una falla.

 

Matilde Capussotto trastabilló. La campera se le empezó a cubrir de sangre y cayó al suelo sobre la Vespa. Enseguida dejó de moverse. Gladis estaba a mi lado, con el revólver todavía apuntando hacia delante. Ni me miró, pero cuando los zombis empezaron a tirarse sobre Pablo, siguió disparando sin que le temblara el pulso.

Pablo sacó su arma y empezó a agujerear a los que estaban más cerca, mientras esquivaba los aguijones como podía. Hice lo propio con los que parecía que se resistían a asimilar el concepto de que estaban muertos y en pocos minutos teníamos a los ocho zombis liquidados.

 

Cuando la Vespa sintió el cuerpo de la vieja, extendió una nueva serie de filamentos para cubrirlo. Me acerqué a mirar el proceso. Al principio, parecía que iba a poder regenerar también a Matilde. Pero, poco a poco, los filamentos que estaban sobre Estercita empezaron a secarse, y el bicho era recorrido por temblores que cada vez se hacían más fuertes. Muy pronto, todo el proceso se detuvo y Estercita cerró los ojos.

Del bicho comenzó a salir un olor nauseabundo que me recordó al del arroyo, pero ahora ya no había movimiento. Pablo se acercó y se quedó un rato mirando la escena. Finalmente, dijo:

—Ya están muertas.

 

En uno de los casos quizás cabría agregar ‘de nuevo’, pensé. Gladis se había alejado a vomitar a un costado. El olor era prácticamente insoportable. Con Pablo, metimos de nuevo el cuerpo de Estercita en el ataúd y lo devolvimos a la fosa, junto con la Vespa. Agarramos un par de las palas que los zombies habían dejado en el suelo y cubrimos de nuevo la tumba con tierra. El cordobés estaba furioso, no hablaba y paleaba la tierra como quien maneja una motosierra en un mal día.

Gladis evitaba la mirada de Pablo cuando me dijo:

—Esto lo arreglo con el viejo Serraiocco. Váyanse del pueblo antes de que los incriminen a ustedes en algo.

Supuse que sería una buena idea irnos de ahí cuanto antes, así que la acompañamos hasta la casa del Doctor y pasamos por el hotel a buscar mis cosas y el auto.

 

No fue hasta un par de horas más tarde, ya bien entrada la madrugada, que Pablo volvió a hablarme. Se ofreció a relevarme en el volante. Aunque se lo notaba enojado, yo sabía que no era conmigo. Así que preparé unos mates y esperé a que se le pasara. Estaba amaneciendo y yo ya iba por el tercer termo cuando finalmente sonrió. Me imaginé que estaría pensando en Bea y los chicos. Mientras tomaba un mate me dijo, sin dejar de mirar la ruta:

—Algún día voy a entender a los humanos.

—No hay mucho para entender, cordobés. ¿Dónde te acerco? ¿Venís para casa unos días?

Miró un rato la agenda holográfica esa que tiene él y me contestó:

—¿Me llevás hasta La Plata? Hoy Bea tiene cursada, así que me vuelvo con ella a Ñorquinco a la tarde. —De Buenos Aires a Río Negro en un rato… Esa me la iba a tener que contar, pero éste no era el momento. —Y hablando de retomar las actividades, Omar… ¿qué te parece un viajecito a la Isla de Pascua este verano? Me dijeron que se están avistando unas luces medio raras en el cielo…

 

Y bueno, allá vamos de nuevo. Las cosas que uno hace por los amigos.

 

 

Laura Nuñez nació en 1974 en Buenos Aires, aunque sus raíces están en Marcos Paz y Villa Gesell. En sus vidas anteriores (y en algunas de las presentes) fué chica scout, docente, experta en seguridad informática y trabajadora voluntaria en granjas orgánicas. Sí, a ella también le parece raro. Le gusta caminar por las montañas (caminar, dice) y practica de manera un tanto despareja tai-chi-chuan y taiko. Sospecha que su vida futura tiene que ver con otro ‘tai’, el del masaje tailandés. Algunas de sus aventuras pueden leerse en su blog, patagonia dreaming. Siempre le gustó la ciencia ficción y, desde que descubrió que podía imaginarse otros mundos, ha intentado (des)escribir(los), quizás en un intento de entender algo de lo que le pasa en este. Laura vive con sus dos gatas en Villa Crespo, Buenos Aires, cuando no está dando vueltas por ahí, cosa que también le gusta bastante.
Hemos publicado en Axxón: LOS GATOS MÁS GRANDES, donde explora la magia y la sensualidad de los grandes felinos, con un hermoso lenguaje y con un clima que recuerda, en algunos momentos, al gran maestro Cordwainer Smith, un gran amante de los gatos. (126), HORIZONTE REFLEJO (157), EL DÍA QUE ÑORQUINCO DESAPARECIÓ DEL MAPA (199)

 


Este cuento se vincula temáticamente con UNA MONEDA DE PLATA EN EL BOLSILLO DE LA NOCHE, de Yoss, ¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN, de Ariel S. Tenorio, SÓLO POR ELLA, de Gabriel Álvarez

 

Axxón 203 – diciembre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Zombi : Resurrección : Argentina : Argentina).