Revista Axxón » «El holocausto del bárbaro», Juan Manuel Valitutti - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Todo voló, todo acabó

Por tanto levantadme sobre la pira

El festín ha terminado

Y la lámpara ha expirado

 

 

¿Pensar?

¡Oh, vamos, muchachos!

Cerró la puerta del auto, apoyó una mano en el volante y con la otra hurgó en la guantera. Extrajo su revólver Colt y lo aplicó a su sien.

¿Pensar? ¿Pensar en qué? ¿En que su madre se estaba muriendo en la sala de un hospital y él no podía hacer nada al respecto? ¿Eh? ¿No? ¡Pues no otra cosa le había dicho la enfermera cuando la había consultado por la mañana, muchachos!

¿Pensar? ¡Bah! «Los asientos de mi Chevy se empaparán de sangre, tan pronto oprima el gatillo», había concluido, mientras armaba el Colt. Es estúpido lo que uno piensa cuando va a matarse, ¿saben? ¡Uno no debería pensar cuando va a matarse!

¿Testamento? ¿Y qué podía dejarle a su padre, salvo los cheques que le fraccionaban los contadores de las revistas, y que no habían sido suficientes para financiar el tratamiento de su madre? No, no había testamento; sólo las líneas que había escrito en las paredes de su cuarto: All fled, all done / So lift me on the pyre / The feast is over / And the lamps expire.

¿Y bien, muchachos? ¿Algo más en qué pensar? De más está decir que esta muerte no tiene nada de heroico, ¿no es cierto? ¡Un burdo baño de sangre, ni más ni menos!

Pero Robert Ervin Howard pensó…

¿Saben, muchachos? Sí hay alguien… Alguien sobre quien he pensado mucho todos estos años, y al que aprendí a querer como a un hijo…

Su nombre es…

Una gota de sudor resbaló por el caño del Colt.

«¡Qué calor hace en Texas!», se dijo. «¡Qué estúpido, qué estúpido lo que uno piensa cuando va a matarse!»

Y soltó una salvaje carcajada.

Y gatilló…

 

***

 

Un trueno estalló en el cielo de Aquilonia.

El gigante cayó de su montura.

—¡Capitán! —Dos kushitas se acercaron presurosos a auxiliar a su señor.

—¡Apártense, perros! —El cimmerio se incorporó, inmenso y broncíneo como la columna milenaria de un palacio de Set—. ¿Creen que soy una anciana que necesita transporte, como si mi cuerpo no me perteneciera? ¡A sus puestos! —Los ojos azules del bárbaro buscaron los de su lugarteniente—. Y tú, Enarus, ¿no sabes mantener a raya a tus hombres? ¡Parecen mujerzuelas desesperadas por ganarse la clientela!

Enarus estudió el semblante del capitán desde lo alto de su montura. El rostro surcado por infinitas cicatrices presentaba una expresión abismada.

—¿Ocurrió otra vez, mi señor? ¿Nuevamente la imagen del hombre oscuro que asalta tu espíritu? —Enarus advirtió el temor supersticioso que atenazaba los miembros del gigante—. ¡Por Mitra! Luces tan pálido como los muertos que remontan el Styx rumbo a su morada final…

—¿Sabes, Enarus? —dijo el cimmerio, ignorando el comentario de su lugarteniente—. Son muchos los que piensan que la muerte es mi compañera habitual. Osan decir que cabalga a mi lado por los valles sinuosos o que está presente en cada jarra de vino que me llevo a la boca o que se cierne sobre mí, cual mortaja, mientras duermo… ¡Bah! ¡A la muerte le otorgo la atención que un rey le destinaría a su copero! No, Enarus; no es la muerte la que me ha secundado en este valle de desolación, sino alguien de carne y hueso, como tú o yo…

Enarus observaba absorto a su capitán. Sabía de sobra que la dura vida del mercenario había trabajado los nervios de su naturaleza indómita hasta el punto de tornarlo invulnerable ante cualquier peligro; sin embargo, había algo más: el cimmerio hablaba con un tono inusualmente confidencial cuando, en otras ocasiones, su rugido casi bestial hubiera deshecho la faz mesurada de los más aguerridos generales hiborios. ¡Y sus ojos! ¿Dónde estaba la expresión del tigre al acecho, dispuesto a atacar a la menor provocación, o a precaverse estratégicamente, entre las hordas enemigas, con sus garras preparadas?

Pero Enarus desvió la vista de su capitán y de sus propias cavilaciones, atento a los acontecimientos que se libraban en la lejanía.

—¡Capitán, observe! —advirtió—. ¡Adelantados de Nemedia!

El cimmerio emergió lentamente de su letargo y estudió el horizonte. Dos puntos se acercaban a través del paisaje tembloroso del desierto.

—¡Así es! —rugió, más repuesto ya de su extraño ensimismamiento—. ¡Mercenarios aesires, de seguro!

—¡Vienen a parlamentar! —dictaminó Enarus, pero se silenció, sorprendido por el proceder de su señor—. ¡Capitán! ¿Qué es lo que haces? La primera falange enemiga no tardará en alistarse.

—¡Cierra la boca! —El gigante se desarmaba, esparciendo aquí y allá las placas y espolones de su armadura—. Aplastaré a esos miserables esbirros a su debido tiempo, pero antes hay algo que debo hacer… —El cimmerio se retiró el casco y deslizó por último la fina cota de malla que cubría su cabeza. Entonces se arrodilló y clavó los ojos en lo alto de un pico montañoso—. ¡Oh, Crom, escúchame! No te he pedido nada, ni en tiempos de guerra ni en los de bonanza. ¡Sin embargo hay algo ahora que te suplico me concedas!

La voz de Enarus le llegó opacada como el susurro de un demonio moribundo.

—¡Señor, los adelantados están prestos y esperan una señal!

El capitán miró por sobre su hombro.

Dos jinetes se acercaban al galope, con blasones de parlamento.

—¡Dales a conocer mi posición al respecto, Enarus! —dijo, y volvió a concentrar su atención en la cima de la montaña.

—¡Bien, mi señor! —Enarus extrajo un par de saetas de su aljaba de piel y alistó su arco. Disparó con la precisión de un shemita, y los dos jinetes cayeron pesadamente al suelo—. ¡Está hecho!

El postrado, absorto en sus pensamientos, mantenía la vista clavada en las alturas.

—¡Muéstrate, Crom, por todos los diablos! —escupió—. ¿Acaso crees que dos veces me verás de hinojos con el ramo de los suplicantes? Sé que te importan un bledo las faenas y sufrimientos de los mortales bajo el sol, pero hay un hombre por el cual quiero que veles. Se llamaba… —La mente sencilla del cimmerio repasó infructuosamente el nombre del desconocido para sus adentros—. ¡Es probable que su nombre no haya sido pronunciado por boca de este mundo! —concluyó—. Pero sé que me conocía, porque antes de partir, fulminado en el interior del más extraño sarcófago que los sacerdotes de Ishtar jamás soñaran, pronunció mi nombre. No sé más, salvo que cuando él reía yo lo hacía también, y cuando soñaba yo recorría los infatigables pasillos de la muerte, y él era mi escolta. ¡Juntos nos reíamos buenamente sobre una montaña de cadáveres! Es posible que fuera un esclavo o un ladrón, como yo mismo lo fui alguna vez…

—¡Capitán! —La voz imperiosa de Enarus. La primera avanzada nemedia trazaba una línea pujante en el horizonte trémulo de la frontera—. ¡Los arqueros nemedios se preparan!

—¡Crom, escúchame! Si ignoras mi súplica y descuidas a este hombre, te aseguro que cuando me llegue la hora me levantaré de los infiernos, entre vahos de azufre y rechinar de dientes, y te aplastaré la cabeza con tu propia maza. ¡Y ten por seguro que ni todas las sombras de Estigia podrán salvarte entonces de la furia de mi brazo! ¿Me has oído, Crom, maldito montañés?

—¡Capitán! —Enarus esperaba la orden de ataque al borde de su montura—. ¡Conan, por todos los demonios de los abismos primordiales!

—¡Crom! —bramaba el bárbaro de Cimmeria—. ¡Crom!

En ese momento, las saetas nemedias cruzaban el cielo con horrísono zumbido, devorando como una peste negra el círculo del sol.

Enarus lanzó una imprecación e instó a sus hombres a levantar los escudos.

Rápidamente, en respuesta a su orden, una muralla de bronce cerró filas ocultando los cuerpos armados.

Las flechas, como íncubos hambrientos, cayeron sobre los soldados atravesando escudos y cotas de malla, y desgarrando la piel y sembrando el informe grito en las bocas desmesuradamente abiertas.

Los estertores de la primera embestida pasaban, y las bajas se contaban por decenas, cuando Enarus, que se abocaba a redistribuir fuerzas a diestra y siniestra, reparó en el cuerpo de Conan, yaciente sobre tierra.

—¡Capitán! —Se arrojó sobre el caído, al tiempo que pedía apoyo a los gritos.

Tres escuderos de cofias empenachadas acudieron con sus adargas prestas.

—¡Conan! —Enarus ayudó a incorporare al coloso, al tiempo que estudiaba la herida de su costado: una flecha había atravesado ferozmente su fina cota de malla y la sangre manaba a raudales. Enarus, perdida ya las esperanzas, entrevió el triste final que se avecinaba—. ¡Capitán!

El gigante, de rodillas, alzó nuevamente los ojos al cielo.

—¡Ya lo ves, Montañés! —escupió, apretando los dientes ensangrentados—: ¡Dos veces de hinojos! —Conan arrancó con brutalidad la punta de flecha de su costado y la presentó—. ¡Y mi sangre como holocausto! —Se deshizo de la flecha con una maldición, sin desviar los ojos de fuego de las alturas—. ¡Pero no te atrevas a pedirme más!

Los pregones atravesaron la hondonada como la letanía mortuoria de un nigromante.

—¡Segunda arremetida de arqueros nemedios!

—¡Señor! —Enarus estudiaba la situación con ojos desesperados.

—¿Qué harás, dime, Montañés? —Conan trató de ponerse en pie, afirmándose en el hombro de su lugarteniente, pero trastabilló y se desplomó con la fuerza de un alud—. ¿Te atreverás a volverme el rostro? —La furia volcánica que emergió entonces de su garganta recorrió la totalidad del negro valle—. ¡Mírame, Montañés! ¿O sólo tendré la sombra de tu ingrata espalda?

Detrás de las altas cadenas montañosas, sobre el tapiz del pálido cielo, un relámpago trazó el dibujo de un fénix que se abismó sobre el fragor de la batalla en ciernes.

¡La oración del bárbaro recibía una respuesta!


Ilustración: Valeria Uccelli

¡Al mismo tiempo un resplandor enceguecedor cerraba la herida del costado del cimmerio!

Conan se incorporó, los brazos en cruz.

—¿Qué esperan, hombres? —tronó—. ¡Armadme!

Los soldados se abalanzaron sobre su líder. Muy pronto la gorguera, el escarpe, la coraza, el espaldar, la rodillera, la celada, y demás implementos que componían la armadura de un caballero, cubrían la poderosa musculatura del guerrero.

—¡Enarus! —El cimmerio sopesó sus aparejos—. ¿Dónde estás, bravo arquero?

—¡A tu diestra, Conan! ¿Dónde más?

—Dime, mi buen Enarus, ¿estás dispuesto a oscurecer los cielos con tus saetas?

Los ojos del lugarteniente destellaron con ferocidad.

—¡Por supuesto, mi señor!

Conan demandó su caballo, y montó.

—¡Así sea, Enarus! —El cimmerio enristró el escudo y desenvainó la espada, al tiempo que los estandartes con el símbolo del Fénix se desplegaban en torno a sus huestes, con alegre altivez—. ¡Tendremos un magnífico baño de sangre, después de todo!

La enorme masa de su cuerpo armado se irguió sobre la montura de su palafrén.

—¡Eh, mis valientes! —llamó—. ¡Alzad las picas y alabardas!

—¡Ya oyeron al capitán! —lo secundó Enarus—. ¡Formen filas!

Entonces Conan alzó la vista a lo alto del cielo.

—¿Y tú, anónimo y magnífico desconocido? —dijo—. ¿Me acompañarás una vez más, o te quedarás holgazaneando con el Montañés? ¡El pobre de Enarus está viejo y no podrá con todo! —El cimmerio soltó una salvaje carcajada y apuntaló su espada—. ¡Botín o infierno, hombres! —bramó—. ¡Adelante!

Las columnas militares marcharon a paso redoblado.

 

 

In Memoriam: Robert Ervin Howard

1906-1936

¡Salve, Rey Pulp!

 

 

Juan Manuel Valitutti nació el 16 de junio de 1971. Es egresado de la carrera de Letras por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como profesor de Lengua en colegios secundarios. Colabora como evaluador en la revista AXXÓN. Hemos publicado en Axxón: LA SOMBRA (184), EL SALUDO (192)

 


Este cuento se vincula temáticamente con MÁS ALLÁ DEL RÍO NEGRO, de Robert E. Howard, EN EL UMBRAL ENTRE LUGARES Y TIEMPOS, de María Eugenia Pereyra, EL PRECIO DE LA VENGANZA, de Nazarethe Fonseca, PRINCIPE DE LOS ESPIRITUS, de Juan Pablo Noroña

 

Axxón 205 – febrero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Escritores : Universo de autor clásico : Argentina : Argentino).