Revista Axxón » «El Trapial», Damián Alejandro Cés - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Hoy es el día esperado, con ansias, con temor, con esperanzas. Es la noche de la luna azul, la del rito final.

Me he preparado para ese momento durante los últimos dos años, con cada luna llena. Coloco las vituallas necesarias en la descolorida mochila: una botella con agua recogida de la aguada de Doña Julia, algo para comer, unas ramas de canelo y los desgarrados trozos de tela azul y tela blanca. Beso a la bella Yumbrel antes de partir, y abrazo al anciano. La esencia de mi vida cambió desde que los conocí.

Empuño la vara metálica que he convertido en bastón, una rémora de los tiempos de la petrolera. Ajusto la mochila a mi espalda y comienzo a recorrer el árido sendero, pero luego de andar unos pocos pasos, giro la cabeza y echo una mirada al viejo campamento que, al final de cuentas, resultó más duradero de lo esperado. Lleva años sin mantenimiento y, salvo el deterioro de la pintura, aguanta estoico las inclemencias del tiempo, en especial el fuerte viento patagónico.

Quién iba a decir que mi lugar en el mundo fuese éste. Era muy joven cuando llegué para trabajar en el Servicio de Emergencias Médicas de El Trapial,el nombre en mapudungunde este lugar, que significa el puma o el león. El mapudungun, el idioma de los mapuches, el «habla de la tierra», es ágrafo, por lo que cada lingüista interpreta los vocablos según su conveniencia o su humor.

Mis compañeros petroleros imaginaron que yo, un médico porteño, no duraría demasiado en un lugar así; por qué habría de ser de otro modo si ellos mismos, hombres más acostumbrados a lugares como éste, renegaban de la lejanía y privaciones que obsequiaba. De hecho, había tomado el trabajo sólo por unos meses con la intención de juntar algo de dinero, y sin embargo la gente fue pasando y desvaneciéndose con el tiempo, y sólo quedé yo. Cuando la corporación decidió abandonar la explotación del yacimiento, me había convertido en el empleado más viejo; para muchos yo era una reliquia, lo que no impidió el estupor de mis compañeros y la gerencia cuando solicité quedarme; creyeron que el lugar me había trastornado. Y cuando les expliqué que era feliz permaneciendo allí, en soledad, pensaron que se trataba de una impostura. Por cierto, cabe aclarar, yo no tenía adónde ir ni quién me añorase, y me fascinaba la idea de ser el único lobo del lugar, cómodo en la soledad, amigo de los pequeños zorros, los ñandúes, los guanacos, las maras y las escasas aves de la zona, si exceptuamos a las ruidosas bandadas de loros que aparecen a finales de la primavera, arrasando los escasos brotes verdes de la estepa.

Cada tanto, mientras asciendo la montaña, giro la cabeza para contemplar una vez más mi casita, el pequeño chalet prefabricado traído de Canadá, donde funcionaba el servicio médico. A su alrededor, aún se mantienen en pie los pabellones del personal y las casas de los jefes; al fondo, la cantina, el único edificio que sufrió la caída del techo, y a un costado, la cancha de fútbol, con su césped sintético cubierto de arena y los laterales flanqueados por lomas rocosas, tan pegadas al campo de juego que parecen extrañas tribunas paleolíticas. Más allá, abarcando el paisaje de un modo que pone de relieve mi pequeñez, se yergue el cerro Bayo, que contiene una rara formación rocosa que asemeja a una Virgen y su procesión.

Está amaneciendo, y los amaneceres aquí son hermosos. El sol aparece en el horizonte tras la planicie esteparia que se extiende hacia el este y sureste del campamento; poco a poco todo se tiñe de ocres y amarillos y, mientras avanzo, diviso la silueta del volcán Auca Mahuida, la montaña rebelde, según los mapuches, antigua cuna de dinosaurios. Hacia allí me dirijo, allí será el combate final.

¡Quién hubiese dicho que iba a andar por aquí después de tanto tiempo! Vi el volcán por primera vez asomado a la ventanilla de un viejo Twin Otter, en otro milenio…

Las horas han ido pasando y al fin llegué a los pies del Auca. Espero a que la noche se imponga y aprovecho para recuperar el aliento. La luna azul ya está aquí. Retiro algunas rocas y ramas que el viento patagónico arrimó al sector donde habitualmente realizo el ritual. Levanto y clavo las antorchas en el piso; aún sirven para una vez más. Las enciendo. Marco un círculo con la vara de acero y, dentro de él, dibujo un kultrum, la cruz sagrada que encierra los secretos de la cosmogonía de los mapuches.

Luego clavo las ramas de canelo y marco los cuatro puntos cardinales; las banderas armadas con trozos de género blanco y azul ondean al viento. Me siento en el centro; justo en la intersección entre la línea vertical, que representa al cosmos, y la horizontal, que simboliza la tierra. Inspiro profundo y comienzo a recitar el conjuro:

Traeltu vucha-futa. Nguenchen vucha-futa. NgenWinkul incheneu. Ñuque Cuyen. Chem Wekufe-austral cheichuquin tain carelhue tainmapu tainco…

No, no soy mapuche ni aborigen patagónico, al menos no nací como tal. Mi renacer comenzó una noche estival, durante el quinto verano que pasé como único habitante de El Trapial. Recorría sin fin alguno el gran médano del cerro Bayo, bajo el ojo vigilante de la Virgen de piedra, mientras la Luna iluminaba mis pasos como un gran reflector. Al llegar a la cima del empinado médano, me senté, jadeante, y apoyé la espalda contra la roca colosal. De pronto, un ardor subió por mi mano derecha. Alcancé a ver la sombra de una artera viuda negra alejándose de mis dedos. Me levanté de un salto, aterrado, sabiendo que Rincón de los Sauces, la población más cercana donde podría conseguir el antídoto, distaba unos cincuenta kilómetros que debían recorrerse a través de cortadas y caminos sinuosos. Jamás llegaría, no a pie. Comencé a descender el médano, desesperanzado, con el corazón golpeando en mi pecho, aturdido, quizás por el veneno, quizás por el miedo; tropecé y rodé. Mi cabeza, tras chocar contra una roca, detuvo la caída.

 

Recuerdo el sopor del despertar y las mullidas pieles sobre las que estaba recostado, dentro de lo que parecía una caverna iluminada por un fogón. Las irregulares paredes estaban pintadas de un azul claro con manchones blancos como nubes que, no sé si a causa de mi mente turbada o por efecto de la luz mortecina y titilante, parecían desplazarse. Una serie de dibujos multicolores que recordaban a la simbología andina, completaban el decorado. Mi torso estaba desnudo. Sobre mi pecho yacía delineada una figura antropomorfa con los brazos extendidos, de color verde; en el centro de lo que sería una enorme cabeza, lucía una cruz roja, aún sangrante. A mi lado, un anciano de rostro oscuro y acanalado por las arrugas recitaba un dulce cántico. Su cuerpo parecía despedir efluvios luminosos que fluctuaban al compás de una brisa. Al rato, habló:

—Viejo espíritu de estas tierras que regresas a nosotros transformado en machi huinca,el chamán blanco. Soy el renüQuimpeny seré el encargado de mostrarte el camino para que liberes la energía de tu espíritu benigno, el gran pillanque te habita.

El viejo hablaba en forma pausada y calma, intercalando palabras en mapudungunsin significado alguno para mí, mientras yo trataba de definir si estaba despierto o no. ¿Acaso aquello no era más que un delirio, producto de la ponzoña? Quimpen era un renü mapuche, o gran sacerdote, y afirmó conocer mi origen. Según sus palabras, yo era descendiente de una poderosa wangulen, un espíritu benigno. Dijo que la mujer, transformada ahora en pillan, había encarnado en mí.La anciana, que se llamaba Cullen Mailen,dejó a los suyos enamorada de un huincavenido del sur de Francia, un vasco francés. Aparentemente, Cullen Mailenintentó explicarle a los suyos, con poco éxito, que este hombre poseía un viejo espíritu benigno aún más antiguo que el suyo, proveniente de tierras hoy sumergidas bajo el gran mar. Aunque incomprendida, prometió volver fortalecida a través de sus frutos a rescatarlos.

Cullen Mailenprovenía de los litucheo pueblo primordial; se había ganado el respeto de su gente cuando logró encerrar a uno de los espíritus malignos, enviados por Wekufe Curi,el Gran Mal, a asolar esta región de la Tierra.

Pero yo continuaba mareado y no me sentía mejor, a lo que contribuía, por cierto, el extraño relato y la profusión de palabras pronunciadas en un idioma desconocido; a pesar de todo, logré preguntar por el último personaje nombrado.

—¿Quién es Wekufe… Curi?

—Wekufe Curi—dijo Quimpen—, tiene un propósito y no va a ceder hasta corromper a mapu,la tierra,como le decimos los mapuches, y hacerla habitable para sus huestes. Para ello envió a distintas regiones del planeta a diversos wekufesmenores. A la Patagonia le tocó sufrir al WekufeAustral. Hubo entonces una lucha prehistórica, una lucha colosal recordada por los pueblos guardianes. Una lucha que deberá ser librada nuevamente porque los tiempos corrieron y el mismo hombre, en su inconsciencia, se encargó de fortalecer a quienes no debía. Sí, hermano, estos demonios vencidos y contenidos en la tierra por tantos siglos, se están liberando de sus ataduras.

—Eso me recuerda los vaticinios desoladores de los ecologistas —dije, sin poder evitar el tono sarcástico.

—El planeta está sufriendo —replicó el anciano—; ya lo sabes. Los hombres modernos viven día a día la proximidad de la muerte; bocanadas de fuego consumen sus vidas y generan pestes, vientos devastadores crean desesperanza, aguas envenenadas ponen en peligro a plantas y animales y los llevan a la extinción; su martirio es un vano intento por mostrar el camino erróneo que ha tomado la civilización humana.

La ambigüedad emocional que provenía de la voz melodiosa del renü, en contraste con sus funestas palabras, me embargaba. Sin embargo, hasta allí no parecía más que el recitado de viejas leyendas aborígenes.

—¿Por qué me estás contando esto?

—Hace años que percibo la presencia en estas tierras del viejo espíritu de Cullen Mailen—contestó Quimpen,y agregó— Un espíritu aún no maduro, pero con renovada un potencia.

—¿Y yo soy ese espíritu?

—Ya lo he dicho.

Resultaba halagador que el anciano renüme considerase el salvador de su pueblo, aunque la inmensidad de la tarea me aturdía y desconcertaba. ¿Eso estaba ocurriendo realmente? No tenía idea de cómo había operado Quimpenpara neutralizar el efecto de la ponzoña; era demasiado para mí. El viejo pareció advertir mi malestar porque acercó un cuenco de cerámica a mi boca y dijo:

—Bebe esto y descansa, pronto nos reuniremos con el consejo.

Ignoro cuánto tiempo pasó, supongo que horas, o tal vez muchos días, pero finalmente salí de aquel recinto caminado detrás del renü. Sólo vestía mi pantalón, tenía el torso desnudo y los pies descalzos. Luego de atravesar unos largos y angostos pasadizos, desembocamos en otra caverna, mucho más grande que la anterior. Un grupo de hombres y mujeres indígenas se hallaban sentados en media luna. Fumaban en una especie de pipa ceremonial, pasándola de uno a otro. Por indicación del renü, me mantuve de pie en el medio del recinto. Las teas estaban ubicadas en la pared, por lo que sus luces oscilantes llegaban hasta mí con menor intensidad, haciendo el lugar donde me encontraba un poco más oscuro que el resto de la estancia.

Me observaron sin emitir sonido alguno; el ruido más notorio era el que hacían al aspirar la pipa y los aislados chisporroteos de las antorchas. Me sentí incómodo y estuve a punto de protestar, pero Quimpenhabló antes.

—Hermanos, tenemos ante nosotros al espíritu de nuestra amada Cullen Mailen, presente en el cuerpo del machi huinca. Aportemos nuestra buena energía para que la fuerza del Pu-Am,el ánima universal, lo ayude.

Hubo un largo silencio tras estas palabras de presentación, hasta que habló un anciano muy ornamentado, que parecía ostentar la más alta jerarquía del grupo.

—Respetado renü Quimpen, sagrada y vital es esta elección. Un error sería fatal, no sólo para nosotros sino para esta región de nuestra amada Mapu. Confiamos en tu sabiduría, renü Quimpen, pero sabes que durante generaciones renegamos de la unión de Cullen Mailencon el huincay la dimos por perdida. Ahora su espíritu regresa en forma huinca. Podemos ver que está acompañado de una buena aura, pero de todas formas, deberá pasar la prueba para ser aceptado.

—Lo sé, y así se hará, lonko Concón—respondió Quimpen—, porque la prueba no sólo validará a este espíritu, sino que será su sustento.

Al escuchar este diálogo estuve a punto de protestar una vez más, pero a pesar de percibir una tensión en el ambiente, la cercanía del renüme proporcionaba calma y paciencia. Decidí esperar un poco, pero de ninguna manera me sometería a una extraña prueba aborigen, el rito demente de esos salvajes… aunque pensándolo bien, nada era más loco que la vida que había elegido vivir al permanecer en El Trapial.

Una india anciana se levantó y tomó una de las antorchas. Se acercó a mí y tomándome del brazo suavemente, me hizo girar un poco, dejándome frente a una abertura que daba a un oscuro pasillo y que hasta entonces no había visto. La mujer dio dos pasos, acercó la tea al suelo y encendió un sendero de brasas que se internó por el pasillo. Si los indios pensaban que iba a caminar sobre las ascuas, los decepcionaría, pero entonces el renüme habló.

—Antiguo espíritu hermano: tu alma complementaria vendrá por el camino de fuego; ella despertará tus poderes chamánicos, tu fuerza interior. Ella sabrá si eres o no el portador del espíritu, capaz de contener al WekufeAustral. Si no lo eres, simplemente serás rechazado —Hizo una pausa, miró fijo a mis ojos y agregó llenándome de confianza—: No temas, sé que eres tú.

Primero fue una sombra que se acercaba desde el otro extremo del ardiente pasadizo. Luego los reflejos anaranjados de las brasas comenzaron a delinear una inconfundible silueta femenina, transitando por el incandescente sendero con notable parsimonia. A medida que se acercaba, pude ver a una bella y joven mujer desnuda, con los pechos cubiertos por una cabellera larga, lacia y oscura como noche de luna nueva. Sus rasgos trasmitían serenidad; sus ojos, dos poderosos ópalos, veían sin mirar. La esperé paralizado mientras ella se acercaba a mí; se detuvo a centímetros y me sorprendió al abrazarme, apretando su cuerpo contra el mío sin ningún pudor. Sentí su afiebrada piel y nos fundimos en uno; por unos minutos perdí toda noción de tiempo y lugar. Luego, cuando me soltó, mis piernas flaquearon. Me tomó de la mano y me condujo por el pasillo que antes había transitado con el renü. A medida que nos íbamos alejando oí un cántico que inundó el gran recinto y la galería.

Al llegar a la pequeña caverna donde había despertado, la mujer me recostó sobre las pieles; nos amamos como si nos conociésemos desde siempre, un conocimiento que trascendía los tiempos. Quedé impregnado de su dulzura, de su olor a leño y tierra húmeda. No sé por cuánto tiempo hicimos el amor, días, supongo, aunque mi noción del tiempo estaba distorsionada por todos aquellos sucesos, que permanecían más allá de mi entendimiento. Tampoco sé en qué momento me quedé dormido, pero al despertar, ella estaba sentada a mi lado. Vestía una túnica verde oscura y un gran collar argento adornaba su cuello. Tenía el pelo sujeto por una especie de cofia de distintos azules que, como supe más tarde, se llamabatapahue, sujeta conenormes prendedores del mismo metal que el collar.

Así, conocí a Yumbrel, el arco iris en todo su esplendor, tal es el significado de su nombre, y recuerdo con exactitud las primeras palabras que me dirigió.

—Ven, espíritu amado, Mapunos espera y confía en nosotros.

Salimos de la montaña. En ese momento no podía explicar por qué, pero me sentía muy diferente. Por unos instantes el sol nos deslumbró y un fuerte viento castigó nuestros rostros. Nos esperaba el consejo de ancianos reunidos en una especie anfiteatro de piedra limitado por una docena de araucarias. Se sucedieron cánticos y danzas hasta que el sol descendió tras las montañas y los ancianos se retiraron a las grutas. Sólo quedamos el renü, Yumbrel y yo. En silencio y a paso lento emprendimos camino hacia el Auca Mahuida. En algún momento, Quimpendijo:


Ilustración: SBA

—Hoy, hermano, habrá luna llena, momento en que podrás invocar por primera vez el poder de tu alma.

Continuó adoctrinándome durante el resto del trayecto. Se iniciaba un período de preparación que debería cumplir cada vez que hubiera Luna llena, hasta la llegada de la Luna azul. WakufeAustral saldría de su encierro en esa ocasión y si no era detenido, según las palabras delrenü, las sombras caerían sobre las tierras de los mapuches, los volcanes vomitarían su ira, las aguas quedarían contaminadas, los glaciares se derretirían y la desolación se apoderaría de la región.

Cuando llegamos a la montaña sagrada me ayudaron a realizar el rito que hoy, con esta bella Luna azul en lo alto, estoy repitiendo. En las primeras ocasiones, Yumbrel tomaba mis manos y me transmitía la energía necesaria para conectarme con mi Am,mi alma; luegopude hacerlo solo. El renüme enseñó muchos secretos, pero sobre todo, aprendí a conocer, y hacer surgir de mí, la fuerza ancestral que me acompañaba. Cuando Quimpenhablaba del poder de mi alma, pensé que lo hacía en sentido figurado, pero no, era algo literal. Desde el primer rito, al comenzar el cántico mi cuerpo quedaba nimbado por una pálida aura verde. En aquella primera sesión oímos un retumbar de rocas que caían desde lo alto de la montaña y pasaron cerca de donde nos encontrábamos. El renü dijo queWakufe-Austral había percibido nuestra presencia, en especial la mía.

A partir del quinto ritual, tanto Yumbrelcomo Quimpenme dejaron solo y regresaron a la madrugada. En contacto con los elementos primordiales, sin el apoyo de otros seres humanos, sentí que mis fuerzas se recargaban y percibí las primeras manifestaciones de fenómenos ajenos a mi experiencia previa, nada que hubiera visto o sentido mientras era huinca. Una humareda naranja se elevó desde el cráter del volcán y precedió a otras pruebas de poder que se manifestaron en las siguientes ocasiones. Durante el noveno ritual, en medio de las volutas apareció un titánico saurópodo del cretácico que comenzó a avanzar hacia mí. Estuve a punto de huir, pero la incongruencia entre las descomunales dimensiones del saurio y el silencio que acompañaba sus pasos me permitió comprender que la imagen era ilusoria. El dinosaurio se detuvo a pocos metros de donde yo estaba, y aunque parecía que estaba aplastándome, se veía con claridad su inconsistencia; sus carnes eran transparentes y un vapor, como si fuese hielo seco, brillaba a su alrededor. El gigante arrimó la cabeza, pequeña para su cuerpo, pero enorme para mis dimensiones humanas y sus narinas expelieron un humo blanquecino. Me habló, sin hablar.

«SoyNgen-winkul, dueño de este volcán. ¿Qué pretendes, antiguo espíritu de la tierra?»

—Respetado Ngen-Winkul—dije en voz alta—, tienes en tu interior a un peligroso wekufey estoy aquí para evitar su salida, te pido me ayudes en esta tarea.

«Tarde se acuerdan de mí, tarde se acuerdan los hombres de lo que le deben a la tierra.¿Por qué te preocupas, espíritu, de los cuerpos de estos hombres desagradecidos?»

—Porque somos uno, y el triunfo de los wekufenos extinguiría a ambos, incluso tú correrías peligro, sabio Ngen. Que el despecho no llene tu energía de odio. —Quizá me excedí al pronunciar esas palabras, y por eso Ngen- Winkul lanzó un latigazo con su formidable cola. En ese instante no pensé en la carne fantasmal del dinosaurio y me arrojé al piso. Al ver mi reacción, el monstruo enseño sus cuadrados dientes en lo que parecía una sarcástica sonrisa.

«Aún debes madurar mucho para enfrentar a este wekufe, no son golpes al cuerpo lo que debes evitar sino los golpes del alma».

Fue, sin duda, un encuentro aleccionador. Los ritos se fueron sucediendo mes a mes, peroNgen-Winkulno volvió a aparecer. Fui visitado por diversos seres, algunos muy pintorescos, como un viejo cacique mapuche que recitaba las penas que el huincahabía causado a su pueblo. Pero ninguno repercutió tanto en mí como la imagen menos espectacular de todas.

Como siempre, una humareda naranja precedió al visitante. Un hombre cercano a los cuarenta y cinco años, moreno y de baja estatura, descendió la ladera del Auca permaneciendo largo tiempo callado delante de mí, mirando fijo sin pestañear.

—¿Te conozco? —pregunté, cediendo al silencio.

—Soy Gregorio Gómez. ¿No se acuerda de mí? —dijo, por fin.

—No.      

—Es lógico, me trató poco tiempo y yo nunca le hablé.

—¿Cuándo? —pregunté asombrado.

—Marzo de 1994. Su primera emergencia grave en El Trapial—dijo con una sonrisa.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Ahora sabía quién era; no sólo mi primera gran emergencia, sino mi primer muerto. El pobre hombre había caído desde más de diez metros de altura durante la construcción de un gran tanque para el petróleo. Según los compañeros, se había mareado y cayó a plomo golpeando con las cervicales y el cráneo el duro piso metálico. Lo trajeron agonizante y expiró al minuto. No pude hacer nada. Pero una sensación de culpa, basada en mi inexperiencia, invadió mi ser en aquel momento.

—No se preocupe. Ya estaba muerto —dijo leyendo mis pensamientos, y sentí que mi alma se aliviaba—. Pero ahora sí que puede hacer una diferencia, todos esperamos que pueda liberarnos. No nos abandone.

—Jamás lo haría, Gregorio, prometo hacer mi mejor esfuerzo.

Sin responder, el hombre trepó la ladera y volvió a perderse en los confines del Auca, en espera de su liberación.

Sabía, por las enseñanzas del renü, que si bien la justa final sería por los hombres presentes y futuros, tendría oportunidad de ayudar a algunas almas de los hombres del pasado.

—Cuando los hombres mueren —contaba Quimpen—, sus almas son pillús, ydeben realizar su viaje a la isla de Ngill-Chenmaiwe, para transformarse en alwe, un estado de alma superior que puede defenderse de los wekufe. Pero los pillússuelen añorar su entorno terrenal y se resisten a hacer el viaje; es aquí donde corren peligro de ser atrapados por algún wekufe.

Sí, todos mis visitantes, salvo Ngen-Winkul,eran pillús.

 

No sé por cuánto tiempo repito el conjuro en esta noche azul. Lo hago hasta que, de pronto, unas volutas violáceas y nacaradas, surgen del cráter, y al oscilar dibujan una cara que interpreto como demoníaca. El renüno me advirtió a qué atenerme en un caso como éste, pero intuyo que se trata de algo diferente. Las espiras desaparecen arrastradas por la brisa y con ellas la fiera figura. No llego a relajarme porque un estruendo precede a una nueva y más densa bocanada de humo violáceo, que casi oculta a la Luna. Entonces diviso unas garras que se aferran al contorno del cráter y luego asoma un bovino y descarnado rostro con las cuencas oculares vacías. Poco a poco emerge un cuerpo contrahecho y oscuro, bañado en lava y enmarcado por un fulgor rojizo que parece nacer de su propia negrura. Desciende con lentitud hasta la mitad del volcán, y desde allí grita a mi mente palabras desconocidas pero cargadas de un odio que no es necesario traducir. Mientras trato de asimilar el torrente de insultos, me sorprende con un sanguíneo haz de luz que brota de sus cuencas vacías. El maléfico destello lame mi cuerpo y el aura que me escuda y se ha ido fortaleciendo a través del tiempo, titila. Siento menguar mis energías; un fuerte mareo y terribles náuseas me invaden. Pero pienso en Yumbrel y el halo protector se fortalece. WekufeAustral parece advertir lo que sucede porque comienza a descender la cuesta a la carrera. Nuevas ondas, rojas de odio, salen de su rostro y sus brazos se estiran para alcanzarme. Junto instintivamente las manos y apoyo el dorso de las mismas sobre mi pecho; las palmas apuntan a la bestia. Siento que el poder del alma me recorre y se concentra en mis manos. Un flujo verde sale de ellas mientras el wekufesigue acercándose, envuelto en mi luz. Una lucha de verdes y rojos estalla entre ambos cuerpos y cuando el monstruo parece próximo a arrollarme y el impacto es inminente, titubeo, el campo verde pierde fuerzas, se desmorona… Sin embargo, el wekufese paraliza ante la energía emitida por la cruz kultrum; el espíritu maligno no puede transponer los límites del círculo, aunque no cesa su rencor, su animosidad hacia los seres del mapua quienes considera invasores.

Veo caer las banderas junto a los mástiles de canelo y durante muchas horas continúa la lucha entre fuerzas energéticas antagónicas hasta que de pronto, cuando asoman los primeros rayos del sol, WekufeAustral comienza a lanzar terribles alaridos, fluctúa, vacila y se volatiliza. Y mientras el sol completa su despertar, los pillunes, atrapados para siempre entre la vida y la no-vida sin poder alcanzar la muerte, surgen del volcán y se acercan a mí. También reaparece el inmenso Ngen-Winkuly nos observa desde la cima.

—Gracias, espíritu de la tierra —salmodian a coro, una y otra vez las almas liberadas.

—¿Viene con nosotros? —preguntó Gregorio.

—No puedo, debo regresar… —Giré sobre mí mismo para señalar mi regreso y quedé petrificado: mi cuerpo caído era abrazado por Yumbrel, y a su lado, el renü Quimpenme miraba y asentía con la cabeza.

Sí, en efecto, morí. O mejor dicho, mi cuerpo murió en el combate con Wekufe-Austral. Sé bien que se trata de una lucha no finalizada, porque Wekufe Curi,el Gran Mal, no cejará en su antojo, cebado por el propio hombre. Por eso me quedaré aquí, con mi amada, junto a mi gente, firme guardián de mapu, mi tierra.

 

Damián A. Cés es argentino, especialista en Medicina Familiar y Preventiva, y en Medicina del Deporte. Hemos publicado en Axxón: VRIKHING (168), LA BOMBA (174), LAS RUINAS DE DARTRUM (175), UNIVERSOS PARALELOS (180), MALA SUERTE (180), TRIPANOSOMA MORTAL (182), EN BUSCA DE LA X PERDIDA (186), ESPERANZA DE RESURRECCIÓN (193). LA RE-EVOLUCIÓN DE LOS CHAMALEO D´OR (193).

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA CONQUISTA MAGICA DE AMERICA, de Jorge Baradit, LA LLANURA DE LAS FICCIONES, LIBRO PRIMERO «EL SUEÑO DE LOS CÉSARES», Norberto Rubén Dias de Sá

 

Axxón 206 – marzo de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Leyendas : Aborígenes : Patagonia : Argentina : Argentino).