«La anomalÃa», Francisco José Ubau Gutiérrez
Agregado en 30 septiembre 2010 por admin in 210, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
I
El chiringuito donde nos encontrábamos estaba, como era habitual en aquel periodo del año, repleto de lugareños y turistas que saciaban su sed con cerveza, refrescos y creativos cócteles multicolor.
Marcus y yo nos habÃamos reunido aquel dÃa en particular, en el que se jugaba un interesante partido de fútbol. Mucha gente acudió a verlo. El sitio en cuestión disponÃa de un enorme televisor de plasma que proporcionaba una imagen nÃtida y un sonido espectacular, y conforme se acercaba la hora del inicio, los aficionados se iban acumulando dentro de aquel oasis de madera hasta llenarlo por completo.
Todo transcurrÃa dentro de los márgenes de la normalidad y nada parecÃa que pudiera enturbiar nuestro único dÃa de descanso, pero a los pocos minutos de iniciarse el partido y cuando la gente parecÃa estar más animada y distraÃda en triviales conversaciones, de una forma repentina y sutil la imagen de aquel televisor comenzó a parpadear…
Es posible que este hecho pudiera parecer irrelevante en la vida diaria de nuestra sociedad, sin embargo, aquella inofensiva distorsión en la pantalla iba a tener una repercusión difÃcil de imaginar en ese momento.
Rápidamente se formó un enorme revuelo, la gente protestaba medio en broma; otros más en serio y en distintos idiomas. Un joven camarero, instigado por el animado público, revisaba el caótico enjambre de cables tras el televisor, pero por su gesto, todo parecÃa estar correctamente enchufado y conectado. Mientras tanto, el dueño del establecimiento cambiaba de canal con manos nerviosas, alargando el brazo por encima de la barra con su mando a distancia, pero aquella vibración continuaba, aparecÃa en todos los canales, sin distinción.
En un principio aquello podÃa haber pasado desapercibido, como ya he dicho, o parecer algo muy normal, si no fuese porque entonces todos los canales de televisión que se emitÃan eran digitales, y por lo tanto, no podÃan existir interferencias. La era analógica habÃa pasado a la historia. Según los entendidos, la imagen debÃa verse perfecta, o simplemente no verse por falta de señal. De todas formas continuamos viendo el partido de esa manera hasta su terminación, pues aquella sutil vibración no era tan molesta como los gritos del embriagado público, y la imagen se podÃa ver y escuchar casi con claridad. Tras la terminación del encuentro seguimos disfrutando de aquel dÃa soleado sin más altercado.
Al dÃa siguiente y después de tomar café en el bar de Nick, me dirigà andando a la oficina, que se encuentra a dos manzanas de mi casa, una vez allà saludé a mis compañeros y tomé asiento delante del ordenador.
Dos meses antes habÃa redactado una noticia sobre un posible ataque a las computadoras del aeropuerto de la ciudad, pero como de costumbre en los informativos nacionales simplemente lo habÃan denominado «problema en el sistema informático». Mi periódico, en cambio, publicó una noticia mucho más comprometedora basándose en ciertas informaciones a las que yo tenÃa acceso y que merecieron el reconocimiento de todo el periódico, y desde entonces, mi jefe me alentaba a que investigase en esa dirección.
—¡Eh, muchachos! ¿Habéis notado la extraña vibración de la tele? —dijo un joven becario en un tono jovial que contrastaba con la infernal melodÃa de los teclados.
—Ahora que lo dices, yo creÃa que sólo me ocurrÃa a mà —respondió otro de ellos a lo lejos.
—SÃ, a mà también me ha pasado, y eso que prometÃan que en la era digital no habrÃa sitio para interferencias. Pero ya sabéis cómo son estas cosas, nos venden la piel del oso antes de cazarlo.
Yo me dediqué a oÃr los comentarios sin decir nada. Uno a uno afirmaban que ellos también eran vÃctimas de aquella molesta vibración en sus televisores. Al parecer era algo que les ocurrÃa a todos y no sólo un fallo aislado de la televisión del chiringuito como habÃa creÃdo en un principio. Aún asÃ, no dejaba de ser un hecho curioso.
Al cabo de un rato de risas y comentarios sin sentido y de haberle quitado importancia, me olvidé de ello y continuamos con el trabajo. Pensé que si era un problema que nos atañÃa a todos, alguien más instruido en el tema que nosotros se ocuparÃa de solucionarlo. Nunca imaginé ni por un momento que aquella leve interferencia no iba a quedar en una simple anécdota, ni muchÃsimo menos.
Al llegar a casa, por la tarde, después del trabajo, me di una ducha, preparé algo de comer y me senté en mi cómodo sofá. Encendà la televisión, e instantáneamente me di cuenta de que algo no marchaba bien: ahora se habÃa hecho más notable, abandonando sutilezas, podÃa percibirse con nitidez; la pantalla vibraba claramente.
Puse las noticias, pero no decÃan nada relevante, al menos no sobre aquello. Miré en Internet. Me introduje en algunos foros especializados con la esperanza de que en alguno de los infinitos recovecos del ciberespacio hablaran sobre esa cosa, y asà era, al parecer era algo general que le sucedÃa a todo el que tuviera un televisor o un aparato receptor de la señal, aunque nadie sabÃa exactamente de qué se trataba, cuál era el motivo o su significado. Como solÃa ocurrir, cada uno de los internautas tenÃa su propia teorÃa, pero la mayorÃa de ellas elaborada sin una base técnica apropiada.
De todas las diversas y atrevidas opiniones que se exponÃan la que parecÃa más acertada aunque incompleta, era la que afirmaba que el problema estaba en la señal misma, que por algún motivo que aún se desconocÃa venÃa corrupta. Sin embargo aquella suposición era absurda para cualquier mente mÃnimamente instruida, pues como ya he dicho con anterioridad, en una imagen digital no podÃan existir interferencias.
Otra cosa que llamó mi atención fue cuando leà en un mensaje que aquello no se limitaba a los canales de televisión del paÃs, sino que estaba ocurriendo a nivel global. Eso me sorprendió muchÃsimo, y empezó a preocuparme seriamente. Pensé que lo mejor serÃa llamar a mi amigo Ronie.
Ronie era la persona más informada que yo conocÃa, estaba al tanto de prácticamente todo lo importante que pasaba, y cuando digo todo no me refiero a lo que decÃan los periódicos, las noticias o cualquier otro medio de comunicación, sino a lo que realmente ocurrÃa en el mundo y que, según él, era ajeno al noventa y nueve por ciento de la población, que se limitaba a pagar facturas e impuestos sin cuestionarse absolutamente nada. En ocasiones me habÃa ayudado en mi trabajo dándome alguna que otra información exclusiva, como en el caso del aeropuerto. Para ser honesto diré que en mi empresa llegué a ser lo que era y estar donde estaba en parte gracias a él y a sus informaciones tan valiosas a la par que increÃbles.
Ronie se movÃa en algunos ámbitos muy ocultos y de difÃcil acceso, «underground» como se solÃa decir en su argot. Y estaba seguro de que él sabrÃa de qué se trataba, o al menos tendrÃa algún tipo de información privilegiada.
Decidà llamarle por teléfono:
—¿Qué tal, Ronie?
—Hola, Paul —respondió con una voz susurrante, casi inaudible.
—Sabes por qué te he llamado ¿no es cierto?
—SÃ, cómo no. Ahora mismo tengo el asunto aquà delante.
—¿Y qué opinas? ¿Qué crees que puede s…?
—¿Puedes venir a mi casa? —dijo, sin dejarme terminar la frase.
—¡Cómo! ¿Ahora mismo?
—SÃ, ahora mismo. Creo que he descubierto algo interesante.
Un escalofrÃo me recorrió el cuerpo de arriba abajo como un relámpago, no por lo que me dijo, sino por el timbre de su voz. Pude sentir cierto temor a través de la lÃnea telefónica. No dudé un segundo y me dirigà hacia su casa con rapidez. Una mezcla de nerviosa intriga se apoderó de mà en ese momento, intuyendo alguna otra noticia exclusiva para mi periódico.
Fui andando a paso ligero. La casa de Ronie está a dos manzanas de la mÃa, asà que no tardé mucho en plantarme en su puerta. Cuando llegué, toqué en el portero y la puerta se abrió. Aunque habÃa un ascensor, subà las escaleras de dos en dos hasta el cuarto, toqué el timbre y Ronie me abrió la puerta. TenÃa un aspecto horrible, el pelo alborotado, sin cortar desde hacÃa unos cuantos meses, y unos ojos venosos que intentaban no cerrarse, expresaban su cansancio. Se podÃa ver que no habÃa dormido nada o casi nada en toda la noche. O conociéndolo, tal vez en varias noches.
—Tienes mala cara —le dije.
—Entra, vamos, no te quedes ahà —dijo agarrándome de un brazo y empujándome literalmente hacia dentro.
La luz estaba apagada, tan sólo la pantalla de su ordenador iluminaba el pequeño apartamento levemente.
—Ah, sÃ, perdona. Sabes que me gusta estar a oscuras —dijo esbozando una leve sonrisa y encendiendo una pequeña bombilla que colgaba del techo por dos cables.
Gran parte del apartamento de Ronie lo ocupaban montones de libros de muy diversa temática que estaban diseminados por todas partes. Recortes de periódico con diversas noticias importantes adornaban las paredes. Y rematando aquel cuadro, una mesa sobre la que descansaba la pantalla de su ordenador y en la que se amontonaban cables, placas de circuitos y aparatos electrónicos de difÃcil clasificación. A muchos de ellos los fabricaba él mismo, a otros los modificaba dándole nuevas y extrañas utilidades que sólo él parecÃa comprender
—Ven —dijo, indicándome que me acercara al monitor—, observa. He podido descubrir un patrón en la señal de televisión, y aplicando esta función matemática —me enseñó una serie de extrañas letras y números apuntados en un sucio papel, que en algún momento parecÃa haber sido blanco— he encontrado esto —pulsó la tecla Enter con suavidad.
En ese momento en la pantalla podÃa verse la imagen de televisión, en la que se mostraba claramente aquella incesante interferencia. Hasta ese instante todo parecÃa «normal». Sin embargo, después de haber pulsado aquella tecla, la anomalÃa fue concentrándose lentamente justo en el centro de la pantalla hasta convertirse en una pequeña pero perceptible imagen en la que podÃan apreciarse unos minúsculos números que se movÃan… y lo peor de todo… avanzaban.
Después de un momento en el que permanecimos en silencio, continuó:
—Es una cuenta regresiva.
—¿Una… qué? ¿Qué quieres decir?
—Que es un cronómetro y se mueve hacia atrás, o sea, que es una cuenta atrás y faltan justo seis dÃas para que llegue a su fin.
—¿Y bien? —pregunté, sin saber qué decir.
—Pues que no me gusta —dijo con un gesto como dando a entender la evidencia de aquel asunto.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—No me gusta que una interferencia que oculta un código con una cuenta atrás que no augura nada bueno se me cuele en el televisor de mi casa, sin saber lo que significa, ni quién la ha puesto ahÃ, pero lo más preocupante no es quién, sino cómo ha llegado esa cosa donde está. Las cadenas de televisión y la policÃa no saben nada, aunque seguramente pronto dirán alguna chorrada para no alarmar a la población. Está claro que el código está insertado en la señal que se emite, pero aún no han encontrado nada, ninguna fuente. Al parecer la señal sale limpia desde la central de televisión pero llega a las casas con esta interferencia. Ahora mismo las investigaciones de la policÃa se centran en un posible ataque hacker de nivel avanzado… muy avanzado. Están investigando, pero todo lo que han logrado hasta ahora no son más que conjeturas. Nada está claro. Y sobre todo, lo que me pone la carne de gallina es ese contador, y lo que pueda ocurrir cuando termine su cuenta atrás.
HacÃa tiempo que dejé de preguntarle de dónde sacaba toda esa información, pero todo lo que me decÃa podÃa darlo por cierto, más que si la información proviniese de cualquier otra fuente.
—¿Qué crees que puede pasar, Ronie?
—¿Qué es lo que creo? Pues que el que haya sido capaz de hacer esto, de insertar ese código en la señal… No voy a explicarte el por qué es difÃcil por no decir imposible, pero créeme, lo es. ¿Qué piensas que podrÃa hacer? Hoy por hoy todo el maldito mundo está informatizado, interconectado, todo es una enorme red. Estamos rodeados de cables, de ondas que no vemos, por las que circulan millones de bits de información de un lado para otro y que lo controlan todo. Y no digo que cualquiera con unos cuantos conocimientos sobre ordenadores pueda hacerlo. Esto, aunque no lo creas, sobrepasa todos los niveles de pirateo que conozco… A mà me ha sobrepasado.
Lo que Ronie acababa de decir hizo que la sangre se me helara de nuevo. Yo, que con mis propios ojos habÃa visto lo que era capaz de hacer con una simple computadora, lo veÃa ahora tan perdido en un tema como éste… Era algo inquietante y muy preocupante, que me dejó totalmente desconcertado.
—¿De verdad que no sabes nada de esto?
—Asà es.
—¿Y qué piensas hacer?
—Lo mismo que tú y que todos, supongo. Esperaré a ver qué ocurre, pero seguiré indagando por ahà a ver si encuentro algo.
—¿Piensas que deberÃa publicar esto?
—Ni hablar, Paul —respondió súbitamente—. Sabes que soy partidario de divulgar todo tipo de información y que la gente esté lo más informada posible, y desde esa información puedan decidir por sà mismos sobre su vida o su futuro, sin embargo no creo que sea buena idea ahora mismo llevar esto a la luz. Piénsalo, esto podrÃa provocar una alarma de grandes proporciones en toda la población, y seguidamente los gobiernos, al verse sobrepasados, lo más probable es que actuaran de una forma irresponsable.
—Pero la gente debe conocer esto —le dije.
—Creo que no deberÃas decir nada, Paul. Te lo digo en serio. Más que nada por nuestra seguridad. Si publicas esta imagen y se enteran de la fuente que la ha publicado, irán a por ti y por tu periódico, y lo sabes.
—Tal vez tengas razón. No obstante, tú podrÃas colgarla en la red sin que te descubran, ¿no es cierto?
—SÃ, podrÃa, pero no voy a hacerlo. Aún no. No voy a ser yo el responsable de provocar un caos en la población. Y tampoco dejaré que tú lo seas.
En ese momento Ronie fue al baño dejándome delante de aquella inquietante cuenta regresiva. Y de pronto, inconscientemente, mi cuerpo actuó por instinto y de una forma de la que no tardarÃa en arrepentirme. Saqué el teléfono móvil de mi bolsillo y en menos de lo que se tarda en pestañear hice una foto a la pantalla y otra a la especie de servilleta donde tenÃa escrita la función matemática que habÃa usado para descifrar la interferencia. SabÃa que por voluntad propia no me las iba a facilitar. Pudiera ser que se moviese un poco al margen de la ley en algunos aspectos de su vida, pero estaba claro que no era un loco irresponsable.
II
A la mañana siguiente, después de casi no pegar ojo en toda la noche, me levanté a las 7:30, justo media hora antes de que sonara la alarma del despertador. Me giré hacia la cómoda y me quedé mirando por un momento mi teléfono móvil. SabÃa lo que habÃa atrapado dentro de ese pequeño aparato y lo importante que era para mà y para toda la sociedad. Pensé que no era una buena idea seguir manteniendo aquel valioso secreto en el interior de mi teléfono como único lugar de almacenaje. No lo veÃa lo suficientemente seguro, el miedo a que se borrara accidentalmente, o pasara algo que provocara que aquellas complejas operaciones matemáticas tan valiosas se esfumaran, hizo que me decidiera a pasar la imagen al ordenador, para después grabarla en un Cd, el cual guardarÃa en la cartera que llevaba habitualmente al trabajo.
Estaba bastante impresionado por lo que habÃa visto, y el no saber qué iba a ocurrir me mantuvo desde aquel dÃa en un cierto estado de nerviosismo e inquietud. Movido por la incertidumbre, fui al salón y encendà la televisión con la esperanza de que aquello se hubiese esfumado y todo hubiese vuelto a la normalidad, pero como era de esperar la «anomalÃa» aún estaba allÃ; como una temible pesadilla.
En mis pensamientos sólo flotaba una pregunta: ¿Qué significarÃa todo esto? El asunto se tornaba complejo a la vez que inquietante. No sabÃa lo que debÃa hacer, si publicar aquellas ecuaciones junto con la imagen de la cuenta atrás, o tal vez esperar un poco más para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Aunque, por otro lado, no habÃa tanto tiempo, tan sólo seis… ahora cinco dÃas, y mi lado de periodista, que en aquella época parecÃa ser más fuerte que los otros aspectos de mi persona, instigaba de manera contundente a que aquella noticia viera la luz. Sin embargo debÃa ser prudente, no sabÃa el impacto que aquello podrÃa causar en la población. También barajé la posibilidad de que algún experto hubiese descubierto al igual que Ronie lo que se ocultaba tras aquella vibración. Asà que me conecté a Internet, y estuve buscando un buen rato. Los foros de charla sobre el tema habÃan aumentado considerablemente en colaboradores, y las páginas que hablaban sobre ello habÃan aumentado en número, sin embargo, no encontré nada parecido a lo que yo tenÃa en mi teléfono móvil. Si alguien habÃa colgado aquella ecuación en la red, o habÃa descubierto lo que se escondÃa tras la vibración, como lo habÃa logrado Ronie, yo no conseguÃa encontrarlo. Eso aumentó mi inquietud, por la valiosa información privilegiada que poseÃa unida a la responsabilidad que conllevaba el poseerla.
Después de vestirme, bajé al bar de la esquina a tomar café. Casi entrando por la puerta, ya tenÃa el café puesto en la barra; un cortado doble, con muy poca leche.
No es que fuese un lujo de cafeterÃa, pues tenÃa un aspecto un tanto descuidado y antiguo. El tÃpico bar de barriada, en el que los rutinarios espÃritus que vivÃan en los alrededores llegaban atraÃdos por el excelente café que hacÃa Nick, sin duda, el mejor que habÃa probado. Entre toda la gente que se acumulaba en la barra, habÃa un pequeño hueco, Nick me hizo una señal con la mano y me dirigà hacia allÃ.
—Buenos dÃas, Nick.
—¿Qué tal, Paul? Ayer no te vi por aquÃ.
—Se me hizo tarde —respondÃ.
Después de darle un pequeño sorbo al café y cuando mis ojos se acostumbraron a la intensa humareda de cigarros y algún que otro puro, pude ver que en la televisión del bar, como no podÃa ser de otra manera, se exhibÃa amenazante aquella vibración.
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—Por casualidad no sabrás nada de eso ¿verdad, Paul? —preguntó, señalando hacia la enorme pantalla—. Tú siempre estás muy bien informado. Estaba hablando con estos dos caballeros —añadió haciendo un gesto con la cabeza señalando a dos hombres de unos cuarenta años, que reconocÃa por ser clientes asiduos—. Y pensé que tal vez podrÃas aclararnos algo, ya que en las noticias parece que no dicen o no saben nada.
—Ya te he dicho que no te creas todo lo que dicen en la televisión y piensa en lo que no cuentan, que suele ser más importante, Nick —dije después de darle un segundo sorbo al café—. Pero en este caso, créeme, estoy igual que vosotros —añadÃ.
Justo a mi lado habÃa otros dos tipos que estaban hablando sobre lo mismo. Agudicé el oÃdo y pude oÃr algo.
—Mi cuñado que entiende de esto dice que no hay por qué alarmarse, que sólo es un problema técnico, que la señal está corrupta y que tiene algo de ruido, nada más. Asà que no hay por qué preocuparse. No entiendo a la gente que por cosas como ésta ya ni duerme.
«¡Qué ilusos!», pensé. Tuve que contenerme para no decirles todo lo que sabÃa y verlos temblar como crÃos. Qué bueno era a veces para la salud no conocer la verdad y permanecer en la ignorancia. Lo tranquilo que puede dormir uno.
Después del café, me dirigà hasta el trabajo. Durante el trayecto continué pensando en lo que iba a hacer. En esos momentos en mis pensamientos se barajaban dos opciones: por un lado, la sociedad tenÃa derecho a conocer la verdad, aunque, por otro lado, si esa imagen veÃa la luz junto con las ecuaciones que la descifraban, podrÃa provocar una alarma de grandes proporciones, como Ronie habÃa augurado. También tenÃa que discurrir sobre el asunto de que, si se enteraban que habÃa sido yo la fuente de la noticia, lo más probable serÃa que la policÃa viniera a buscarme, a preguntarme cómo sé las cosas que sé y cómo las habÃa llegado a saber, poniendo a Ronie en un aprieto.
Tras meditar un rato y dejar que mis pensamientos se moviesen en esa dicotomÃa se me ocurrió un método menos directo para llevar a cabo mi propósito y que hizo que me decidiera finalmente por dar a conocer lo que sabÃa. Pensé que tal vez habÃa otra manera. Una idea comenzó a germinar en mi cabeza que me harÃa matar dos pájaros de un tiro, mantener mi anonimato y a la vez publicar la noticia. PodÃa enviar a mi periódico la información de forma anónima vÃa e-mail. Asà mantendrÃa al emisor en el anonimato, y dejarÃa en manos de mi jefe el publicarlo o no. Al menos también él estarÃa informado y me sentirÃa en cierta forma liberado de esa responsabilidad. Estaba claro que no sabÃa hacer las cosas que hacÃa Ronie con una computadora y aún asà seguir manteniendo el anonimato; sin embargo, se me habÃa ocurrido una idea genial para llevar a cabo mi labor.
Últimamente habÃan abierto unos cuantos establecimientos con acceso a Internet no muy lejos de donde vivÃa, y me dirigà hacia uno de ellos en el que habÃa estado en alguna ocasión. Llegué al sitio en cuestión, estaba totalmente vacÃo, aún era muy temprano. Estos lugares solÃan llenarse de estudiantes de instituto que se dedicaban a chatear a la menor ocasión. Decidido a lo que iba a hacer, me senté en un ordenador un poco alejado del recepcionista, e inserté el disco donde llevaba la foto de aquella cosa en el reproductor de CD. Bien… desde luego no era tan estúpido como para enviarlo desde mi cuenta de correo electrónico, asà que en cuestión de segundos me creé una nueva y agregué como archivo adjunto las imágenes que previamente y con el ordenador de mi casa habÃa copiado desde el móvil al CD. Añadà unas cuantas palabras a modo de explicación, diciendo que aquella imagen era una representación estática de otra en movimiento, pues aquellos números eran una cuenta atrás y se movÃan. Y también agregué la foto con aquellas complejas ecuaciones. En primera instancia sólo pensé en enviarla al correo de mi jefe, pero antes de pulsar el botón de «Enviar», decidà que lo mejor serÃa mandarla a todos los que trabajaban en el periódico, asà la divulgación no dependerÃa de la decisión de una sola persona, y asà hice. Puse la dirección de unos veinticinco miembros del periódico (el mÃo incluido) de los que conocÃa sus e-mails y sólo entonces pulsé el botón de «Enviar». Un cosquilleo apareció en mi estómago justo el momento antes de pulsar ese botón. Pensé en lo que debÃa sentir Ronie cuando hacÃa las cosas que hacÃa desde su ordenador y se infiltraba en computadoras de grandes empresas y en lugares que se supone no se podÃa acceder. En cuestión de segundos apareció en la pantalla «mensaje enviado». Luego cerré la ventana del navegador, saqué el disco. Me guardé el CD en la cartera. Me acerqué al mostrador y le pregunté cuánto le debÃa al muchacho que se encargaba de aquel garito. Después salà disparado hacia el trabajo.
El cosquilleo aún seguÃa allÃ. Me peguntaba qué ocurrirÃa cuando abrieran sus correos y vieran lo que se escondÃa realmente tras aquella interferencia tan molesta e incomprensible.
Cuando llegué a la oficina, con quince minutos de retraso, pude notar que el e-mail ya habÃa comenzado a hacer efecto. Ninguno de mis compañeros estaba en su lugar de trabajo. Entonces una idea comenzó a brotarme de algún lugar de la mente. Pensé que no habÃa sido todo lo precavido que yo creÃa, y que cabÃa la posibilidad de que pudieran relacionarme de alguna manera con los e-mails enviados, pues ahora que lo pensaba con más frialdad, si a alguien le daba por relacionar la hora del envÃo de los e-mails, y cayeran en la cuenta de que yo no me encontraba en la oficina en aquel momento, podrÃan sospechar de mÃ. No obstante intenté no pensar en ello y concentrarme en los acontecimientos que tendrÃan lugar a partir de ahora. Para ello tan sólo tenÃa que sentarme y esperar a que la mecha que habÃa encendido se fuera quemando hasta estallar por algún sitio.
Mi compañero Marcus, al verme llegar, se dirigió rápidamente hacia mÃ.
—¿Dónde te habÃas metido, Paul? ¿Es que no has visto tu correo?
—No, Marcus. Aún no lo he abierto ¿Qué ha ocurrido?
—Mira, abre bien los ojos, amigo —dijo enseñándome la imagen impresa en la pantalla de su ordenador—. ¿Lo estás viendo? —dijo, señalando hacia el centro de la pantalla—. Es un reloj.
—¿Un reloj? —pregunté, haciéndome el sorprendido—. ¿Qué quieres decir? ¿De dónde ha salido esa imagen?
—Pensamos que es un contador. Una cuenta atrás. Ahora está parado, porque esto es una fotografÃa de una imagen en movimiento; pues en el e-mail que algún anónimo ha enviado al periódico dice que los números claramente muestran el formato de un reloj, y que se mueven hacia atrás. Como una cuenta atrás o algo parecido.
—¿Y no se sabe quién ha sido?
—No lo sabemos. Pero tampoco se le puede dar mucho crédito ¿no crees? Piénsalo. ¿Cómo sabemos que esa imagen es auténtica, y no ha sido la creación de un aficionado usando un programa de edición de imágenes?
La pregunta que Marcus acababa de hacer era bastante lógica, yo en ese momento no podÃa descubrirme y decir que era total y absolutamente auténtica, asà que me contuve y permanecà callado.
—¿Y si no es asÃ? —añadà súbitamente—. También cabrÃa la posibilidad de que fuese auténtica.
—SÃ, es posible. El jefe la acaba de enviar junto con las ecuaciones que descifran la interferencia a una empresa de seguridad informática para corroborarlo.
—¿Y qué piensa hacer si se confirma que es real?
—¿Tú qué crees? Publicarlo.
—¿Asà sin más? ¿Ni siquiera habéis pensado en el impacto que esto podrÃa ocasionar?
—Pero, Paul —añadió—, tanto tú como yo sabemos que la gente debe estar informada. Es lo que siempre hemos pensado, ése es uno de los motivos por el que elegimos esta profesión, ¿no es cierto? Además, parece mentira que me digas eso precisamente tú, el que ha provocado los escándalos más sonados en nuestro periódico.
—La verdad es que tienes toda la razón, Marcus. Hay que publicarlo.
De pronto el jefe nos llamó a todos. Al parecer habÃa recibido un telefonema confirmando que aquellas ecuaciones eran auténticas y resolvÃan la interferencia mostrando una cuenta regresiva.
—Bien, muchachos, no sabemos lo que es esto, y sÃ, yo también estoy acojonado como vosotros, si bien antes no mostré el más mÃnimo interés, esta imagen que nos ha llegado ahora cambia las cosas radicalmente, incluso rezo para que no sea cierta y sea tan sólo el montaje de un chaval imberbe jugando con un programa de edición de imágenes. Bien, dicho esto, lo que vamos a hacer ahora es investigar. Tal vez alguien pueda saber algo al respecto. Asà que vamos a sacar una edición especial ahora mismo. Jenny, quita la portada del diario de hoy y pon ésta, y los demás escribid un artÃculo interesante, no hace falta que seáis catastrofistas, pero que impresione. Aunque no hace mucha falta ya que la imagen habla por sà misma.
»Paul, quiero que te luzcas como la última vez, éste es tu campo, asà que no te digo nada.
Realmente vi a mi jefe frotarse las manos por aquella noticia, se le veÃa asustado, como todos, pero también excitado ante la idea de sacar aquello en primera plana en una edición especial.
Finalmente mi artÃculo fue el elegido y salió en primera plana del periódico. Todos mis compañeros me felicitaron, y a mi jefe se le veÃa exultante. Ahora sólo quedaba esperar la reacción de la gente.
III
En un solo dÃa desde que publicamos la imagen del contador, la gente habÃa pasado de la incertidumbre al miedo, que habÃa extendido sus largos e incisivos tentáculos por todas las calles de la ciudad. ¿Quién dijo que manejar la verdad era algo sencillo? Ahora todo el mundo hablaba de la cuenta atrás y lo peor de todo, pensaba en ella. Las cadenas de televisión, en la panaderÃa, en el supermercado, en el trabajo, incluso el indigente que pasaba el dÃa echado en el escalón y que saboreaba las últimas gotas del cartón de vino hacÃan comentarios ininteligibles al respecto. Algunas personas decidieron mantener apagado su televisor con la idea de que si no veÃan la vibración ésta no les afectarÃa, craso error. No tardaron en salir organizaciones y sectas que vaticinaban el fin del mundo. La gente comenzó a comprar grandes cantidades de alimentos y en cuestión de varios dÃas, tiendas y supermercados agotaron todas sus existencias. El gobierno al parecer habÃa decidido aumentar notablemente el número de policÃas que patrullaban las calles por miedo a que se produjera un descontrol, y a que algunas personas presas del pánico o simplemente aprovechado el momento de miedo e incertidumbre, se dedicaran a asaltar establecimientos y sembrar aún más el caos como posteriormente ocurrió.
En la televisión que aún se podÃa apreciar algo de imagen se veÃa como algún rico habÃa comenzado a construirse una especie de bunker a marchas forzadas invirtiendo toda su fortuna, esperando a que ocurriera algo catastrófico… Al parecer en algunas ciudades del mundo empezaron a producirse manifestaciones de todo tipo, grupos antisistema auguraban alegres el fin prematuro de la era tecnológica. Otros simplemente se habÃan echado a la calle exigiendo desesperados a las autoridades y al gobierno que cesaran como fuese aquella vibración… Algunas personas vendieron todas sus propiedades. En cuestión de pocos dÃas la ciudad se convirtió en un absoluto caos. Y por miedo a que el sistema se desmoronara por completo, el gobierno, a falta de un dÃa para la hora cero, como pasó a llamarse al fin de esa cuenta atrás, declaró el estado de excepción, haciendo que el ejército tomara las calles e impidiendo el libre tránsito por la ciudad con el famoso y restrictivo toque de queda.
Aunque podÃa haberlo imaginado, nunca creà que se fuese a producir el desplome y descontrol de la sociedad hasta esos niveles, aunque Ronie me lo hubiese augurado. El caso es que el miedo y el pánico también se apoderaron de mi estado de ánimo, y me fue del todo imposible controlarlo. Los últimos dos dÃas me quedé en casa observando por la ventana el caos producido del que en parte me sentÃa responsable ¿Qué demonios ocurrÃa realmente? ¿Cómo podÃa una interferencia en los aparatos de televisión en la que alguien habÃa ocultado un contador crear tanto revuelo? En realidad nada hacÃa sospechar que fuese a ocurrir algo catastrófico. Sin embargo, la gente corrÃa despavorida a ocultarse en sus casas en un intento de protegerse de no se sabÃa qué. Como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina, y claramente definido por los dÃgitos de un pequeño y siniestro contador.
A falta de unas horas para el final de la cuenta atrás, escuché unos golpes en la puerta de mi casa. Eran dos soldados del ejército que estaban desalojando todos los edificios de la ciudad. Aquellos tipos iban totalmente armados, como si estuvieran en pleno conflicto bélico. Nos llevaron a Ronie y a mà en un camión militar hasta lo que parecÃa un improvisado campamento dentro de un parking subterráneo repleto de civiles asustados como nosotros. A algunos se les oÃa rezar. Otros lloraban y se podÃa incluso oler el miedo que reinaba en aquel oscuro y húmedo lugar. Nos explicaron que eran órdenes del gobierno el evacuar a toda la población. Asà que nos quedamos allà a esperar nuestro aciago e incierto destino. Tan sólo quedaban unos minutos que se hicieron eternos para que la cuenta atrás finalizara. Nadie hablaba ni decÃa nada. SentÃa cómo el miedo se fue acrecentando en mi organismo no dejando lugar para ninguna otra sensación. A modo de despedida, Ronie y yo nos abrazamos sin decir nada. La hora estaba a punto de llegar. Ése fue el minuto más largo, silencioso y terrorÃfico que hasta entonces habÃa vivido.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno…
La amenazante cuenta atrás habÃa finalizado; pero para nuestra sorpresa y al contrario de lo que cabÃa esperar, no oÃmos ninguna explosión, ni nada que nos llevara a pensar que algo catastrófico hubiese podido suceder. Algunas personas fueron saliendo lentamente y con cautela de aquel oscuro lugar hacia el exterior, y volvÃan afirmando que no habÃa ocurrido nada ahà fuera. Miré a mi alrededor, todas eran caras de sorpresa que mostraban alegrÃa, por seguir aún sanos y salvos. Todos nos abrazamos, unos con los otros, también los militares, antes duros y cumpliendo con su obligación, pero, al fin y al cabo personas de carne y hueso que habÃan sucumbido ante el miedo de aquella incomprensible vibración, ahora se mostraban felices porque al parecer todo habÃa quedado en un susto.
Entonces, mientras todos se fundÃan en abrazos y daban muestras de alegrÃa, un joven, que permanecÃa en silencio y que se encontraba a mi lado, tal vez movido por el oscuro instinto de la curiosidad, se acercó a un pequeño y antiguo televisor que habÃa sobre una mesa y que alguien habÃa apagado minutos antes…
Recuerdo que todos dejamos lo que estábamos haciendo y lo observamos con una mezcla de curioso temor que rápidamente se transformó en sorpresa cuando al encender aquel aparato, apareció ante nosotros la imagen de una conocida chica de las noticias, llorando de alegrÃa por continuar sana y salva. Pero lo más increÃble, aquello que verdaderamente nos llamó la atención y llenó de alegrÃa nuestros temerosos espÃritus, fue que en esa imagen de televisión no habÃa ni rastro de aquella incomprensible interferencia… como si jamás hubiera existido…
EpÃlogo
Dos meses más tarde de lo ocurrido, en una casa abandonada cercana a una pequeña población apartada de la ciudad, que según los vecinos llevaba unos diez años abandonada, tres niños, mientras jugaban, encontraron sobre una mesa una caja negra y metálica con una pequeña luz roja que parpadeaba ligeramente y que estaba conectada a un ordenador portátil que se encontraba encendido y enchufado a un sofisticado sistema de baterÃas. Justo en el centro de la pantalla se mostraban cuatro dÃgitos en el siguiente formato: «00:00» y un poco más abajo escrita la siguiente frase: «Experimento sociológico número uno: finalizado».
Francisco José Ubau Gutiérrez nació en 1975 y reside en Málaga. Tiene varios relatos presentados a concursos pendientes de resolución; todos encuadrables dentro del género de ciencia ficción y fantasÃa. Actualmente está terminando de escribir su primera novela.
Este cuento se vincula temáticamente con LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO de Pablo Dobrinin, EL FIN DEL MUNDO de José Carlos Canalda, RADIO MALDITA de Fernando José Cots
Axxón 210 – septiembre de 2010
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Apocalipsis : Experimentos : Computadoras : España : Español).