Revista Axxón » «Robo hormiga», Hernán Domínguez Nimo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 


Ilustración: Tut

El último ataque de las hormigas había sido devastador. De las dos invasoras, una había logrado escapar, cojeando en tres patas. El cuerpo de la otra aún estaba allí, la cabeza seccionada, un par de metros separada del resto. Y como siempre, a él le tocaba limpiar los destrozos.

Un vigilante, encaramado en el boquete que las atacantes habían abierto en un costado, giró con el arma lista cuando lo escuchó venir. Enseguida se relajó.

—Vázquez.

Vázquez saludó con la cabeza (tenía ambas manos ocupadas) y apoyó el compresor y las herramientas en el piso.

—Lindo desparramo hicieron los bichos.

—Ni hablar —el vigilante se agachó para que su voz no se perdiera en el exterior.

El tipo masticaba con la boca abierta y el olor a coca llegaba hasta Vázquez, mezclado con el tufo caliente y húmedo de la selva. Algunas hojas pugnaban por entrar, por conquistar ese último espacio virgen de vegetación. Costaba creer que esos árboles no existían antes de su llegada.

—Este planeta no nos quiere —dijo el vigilante, y escupió por el boquete—. Más que hormigas bien comidas, estos bichos parecen salidos de una película de extraterrestres. Si no hubiéramos logrado repelerlos, la sección completa se habría perdido.

Que la batalla había sido violenta, no había dudas. Y eso significaba más trabajo para él, como siempre. La hemolinfa blancuzca salpicaba todo el lugar, mezclada aquí y allá con sangre humana. Pedazos de quitina, dura como el metal (más dura, bastaba con ver las paredes), regados por todos lados. Y si alguien le hubiera preguntado, Vázquez habría dicho que los vigilantes habían logrado detenerlas luego de perder esa sección completa de la base. Más de la mitad de la pared y el techo metálicos había desaparecido, cortada y arrancada de cuajo. No había forma de reparar eso.

Por suerte, el depósito de la sección estaba vacío. Algo raro al mismo tiempo, porque el espacio ocioso no abundaba allí en Base Ararat.

—Yo jugaría plata a que van a aislar las dos secciones contiguas y a sacrificar la del medio —con la mirada buscó un enchufe para el compresor. Al parecer había desaparecido con la pared. Y de todas maneras la energía debía estar desconectada por seguridad. Sacó el cable y caminó hasta la sección contigua para enchufarlo. El dolor de muela, que no lo había dejado dormir bien, tampoco contribuía a su buen humor. Volvió refunfuñando—: La verdad, no entiendo por qué me hacen perder el tiempo limpiando…

—¡Bueno, che! —lo amonestó el vigilante—. Menos lloriqueo y más trabajo. Que cada uno tiene su tarea y a mí nadie me ve quejándome por ahí.

Vázquez murmuró su respuesta para que el otro no pudiera escucharlo:

—Como si apretar el botón de un rifle pudiera llamarse trabajo…

Antes de limpiar el «jugo de bicho», Vázquez juntó los pedazos de quitina. Cuando intentó levantar la cabeza de la hormiga, fue imposible. La quijada seguía sujeta al metal. De la caja de herramientas sacó la amoladora y seccionó el pedazo de pared. Siempre era mucho más rápido que intentarlo con la quitina. Además, no quería dañarla. Terminó y la puso con el resto en la bolsa de flexikevlar.

Cuando todo estuvo despejado, nada suelto que pudiera volar y rebotar por ahí, apuntó la boca del compresor hacia la hemolinfa, en dirección al boquete de la pared. Sin previo aviso encendió el compresor y el chorro de aire lanzó parte del jugo blancuzco hacia la espalda del vigilante. Inmediatamente Vázquez apagó el compresor y se deshizo en disculpas:

—Mil perdones… Lo que pasa es que estaba tan concentrado en mi laburo que me olvidé de vos, haciendo el tuyo…

El vigilante lo miró un momento, decidiendo si las disculpas eran sinceras o simple burla. Escupió la hoja de coca en el piso, dio media vuelta y salió por el boquete, encaramándose al techo de la sección. Vázquez retomó su labor, silbando, mientras el jugo de bicho era despedido hacia el boquete.

Lo que no entendía, nadie en la base parecía saberlo, era por qué las hormigas los atacaban. El planeta era casi tan grande como había sido la Tierra originaria. Es decir: había lugar de sobra para que hicieran sus hormigueros y sus cosas sin tener que toparse con ellos o su base. Y sin embargo ahí estaban, una y otra vez, chocando contra el perímetro exterior, destruyendo el metal, dejando sus patas, la vida a veces. Los humanos y los bichos parecían dos hermanos que no podían vivir sin buscarse para pelear entre ellos. ¿Y todo para qué? ¿Qué buscaban? Era algo que intrigaba a Vázquez.

A pesar de las apariencias, le llevó menos de diez minutos limpiar toda la sección. Y cuando terminó estaba de buen humor. Desconectó el compresor, guardó las herramientas y se cargó al hombro la bolsa con los restos de bicho. Normalmente hubiera tirado lo que no le servía por el boquete, para evitar cargarlos hasta la sección principal. Pero la prohibición de arrojar basura «para no dañar el ecosistema autóctono» seguía vigente, como si los científicos no hubieran hecho ya bastante soltando baobabs y hormigas mastodonte y todo lo demás, y no quería arriesgarse a una lección de moralidad de ese vigilante mojigato.

Así que saludó en voz alta (sin respuesta, claro) y se alejó por la sección norte, silbando otra vez.

La compactadora estaba cinco secciones después de la principal, una antes de los dormitorios masculinos. Al pasar por el SUM, Vázquez reprimió las ganas de sentarse en la barra del bar a tomar un mojito rápido. Era temprano, así que no había mucha gente, pero si alguien lo veía con la bolsa llena de pedazos de bicho no tendría manera de disimular que estaba haraganeando. Así que siguió atravesando compuertas entre secciones, agachando la cabeza en señal de saludo mudo cada vez que se cruzaba con algún oficial e ignorando a los que no lo eran. Nadie hablaba mucho con un ordenanza, a menos que necesitara algo. Y Vázquez había aprendido a no hablar ni saludar de más, porque los demás interpretaban sus palabras como ruegos. El silencio era la manera de defender su lugar y su orgullo en esa base perdida en el culo de la galaxia.

En la sección compactadora, un vigilante revisó los restos que Vázquez desparramó sobre una chata.

—Los restos del último ataque, ¿no?

—No, a estos bichos los estaba criando en mi terrario y se portaron mal anoche —contestó Vázquez, que no quería iniciar una charla.

El vigilante chasqueó la lengua con fastidio y apretó el botón. La chata se elevó en un chirrido y dejó caer el contenido en la boca de la compactadora hidráulica. Cuando estuviera llena con la basura del día sería el momento de masticarla.

Vázquez retrocedió, la bolsa hecha un ovillo en una mano, las herramientas y el compresor en la otra. Siguió su camino repiqueteando los pies por las rejas de metal de las secciones. Atravesó el murmullo del dormitorio masculino evitando cruzar miradas con nadie y dos secciones después estuvo en su guarida, la sección del ordenanza de la base. El hacetuti. El único laburador de todo el puto planeta.

Sin perder tiempo, dejó el compresor pero se llevó las herramientas y la bolsa. Una punzada en la muela le recordó que en algún momento tendría que ir al dentista. Escupió en un costado, como si así pudiera librarse del dolor, y siguió caminando. Dos secciones más allá, un vigilante lo detuvo en la entrada del pasillo que llevaba a los laboratorios.

—Soy Vázquez. Voy a arreglar un desperfecto en el biolaboratorio. Pregúntele al doc.

El vigilante miraba su credencial azul mientras preguntaba por el intercomunicador. Se pudo escuchar como del otro lado confirmaban su historia. El hombre le dio paso y Vázquez avanzó por el pasillo.

El diseño de la base giraba sobre sí mismo, como una serpiente que mordía su cola, para proteger las secciones de laboratorio y agricultura que estaban en el centro. Vázquez le decía a los científicos (cada vez que se pasaba de la raya con los mojitos) que eran como las diligencias del oeste yanqui, cuidando a las mujeres de los indios. Claro que los pieles rojas de aquí tenían la piel mucho pero mucho más dura.

Un segundo vigilante lo sometió al mismo interrogatorio al final del pasillo.

—¿Y cuánto le va a llevar arreglar ese desperfecto?

—No más de una hora…

El vigilante deslizó un ionizador sobre su credencial, que pasó del azul al rojo.

—Tiene media hora —le dijo y le abrió la puerta.

Vázquez se deslizó mascullando bajito. Las secciones centrales eran mucho más espaciosas, aunque también tenían más subdivisiones, que creaban una especie de laberinto. Él lo conocía de memoria. Él más que nadie. Como a todo el resto de esa puta base.

No obstante, para las cámaras simuló perderse y dar un largo rodeo antes de llegar al biolab. Dando vueltas aparentemente contradictorias y tomando pasillos muertos, su trayecto «casual» lo llevó primero a las secciones de agricultura. Allí se asomó a un par de laboratorios, preguntando casualmente por el biolab. En todos lo echaron gentilmente. En todos vio lo mismo: una preocupante ausencia de plantas. Eran agrolabs y ni una mísera hojita verde crecía en ellos.

Finalmente desembocó en el biolab. Morón estaba trabajando de pie en una computadora, arrastrando cálculos de un extremo de la pantalla al otro con la mano. No se dio vuelta para saludarlo.

—Hola, doc.

—Parece que otra vez te perdiste —dijo Morón—. Me llamaron de siete laboratorios de agricultura diciéndome que vagabas por ahí. —Ahora sí se dio vuelta para mirarlo. Se alzó a la frente los extraños lentes que llevaba, en un gesto insoportable de suficiencia que Vázquez conocía de memoria—. Cualquiera diría que después de tanto ir y venir ya tendrías que conocerte los pasillos de memoria.

—Qué sé yo… —Vázquez hizo un gesto vago mientras apoyaba las herramientas en el piso—. A mí todos me resultan iguales. Lo que me llamó la atención es la falta de verde que vi mientras intentaba encontrar el camino…

—Ah… —Morón sonrió—, así que por eso fue. Querías comprobar el rumor…

—¿Rumor? ¿Qué rumor?

—Vamos, Vázquez… que somos pocos y nos conocemos mucho. —El doc lo medía, como él lo medía al doc; siempre que se encontraban se estudiaban mutuamente, como al inicio de un partido de ajedrez—. En toda la base se habla de lo mismo: que se están cerrando los laboratorios y las granjas hidropónicas. Que los agrocientíficos abandonan todo intento de cultivo para alimento.

—Ah, eso… Sí, claro que lo escuché, doc. En toda la base no se habla de otra cosa —Vázquez sonrió—. Pero yo creo que hay cosas mucho más preocupantes en este planeta que la falta de lechuga.

—¡Jaja! ¡Sí, falta de lechuga; buena forma de describirlo! —Morón parecía divertido por la ocurrencia—. Y de zanahorias. Y de tomates. Y de soja. Y de papas. Nada crece bien. O mejor dicho, todo crece demasiado. Nada mantiene una estructura molecular que se adecue a nuestro metabolismo. Muchos de estos vegetales se convierten en veneno. Otros, como los radiculares, simplemente brotan o se pudren antes de ser cosechados. Todo el crecimiento está exacerbado. ¿Y sabés por qué es eso, Vázquez?

—¿Demasiado fertilizante en la tierra de este planeta? ¿Algo en el aire o en el agua?

—¿Eso es lo que piensan? ¿Que es culpa del planeta? La ignorancia toma caminos insospechados a veces. Aunque no me extraña. Hacia algo tienen que dirigir su descontento. Pero no. No es algo en el aire o en el agua. No es nada de lo que hay aquí. Fue algo que sucedió en el viaje, algo que afectó los bancos de células madre del arca. Radiación cósmica probablemente. Imposible saberlo. No había nada allí para medirlo. Tampoco sabemos por qué algunos organismos crecen a ritmos diferentes. O por qué algunos parecen afectados y otros no. No sabemos nada. Sólo que nos enfrentamos a una especie de cáncer planetario. Y nos contentamos con tabular sus efectos en cada espécimen que se desarrolla a partir de las células afectadas…

—¿Incluso en nosotros? —interrumpió Vázquez; Morón lo miró sin comprender—. ¿Es verdad que también los bebés crecen mal?

Morón lo miró un momento, como si dudara en hablar.

—La clase se acabó. Nos queda poco tiempo —señaló su pecho—. ¿Por qué viniste, Vázquez? Imagino que me trajiste algo…

Vázquez se miró el pecho. La credencial estaba de color rosa. Aún tenía tiempo pero sabía que Morón no iba a decir nada más, así que rebuscó en la bolsa kevlar hasta sacar la cabeza de hormiga.

—Sí, traje esto —y se la alcanzó a Morón.

La expresión del científico se relajó visiblemente, los ojos le brillaron mientras le daba vueltas al trofeo, observando la mandíbula de frente, golpeando la quitina en diferentes sectores de la cabeza y acercando el oído para escuchar.

Vázquez enrolló la bolsa dentro de la valija de herramientas.

—Yo pensaba que la ontomología estaba lejos de su especialidad, doc.

Morón reprimió una risita.

—Entomología, Vázquez. Entomología —Morón llevó la cabeza de hormiga hasta un costado del laboratorio, donde una pared de cristal traslúcido impedía ver más allá—. Digamos que es una especie de hobby, Vázquez. Y sí, se puede decir que está afuera de mi área de investigación permitida. Por eso tengo que recurrir a vos para obtener muestras. Y por eso te llevás una buena tajada, ¿no es así?

—Bendita sea la entomología, sí, señor.

—Claro —el doc apoyó la muestra en una repisa de metal—. Sucede que mi área de investigación… se puede decir que llegó a un punto muerto. Necesito demostrar que puedo trabajar en otra área. Y nosotros los científicos demostramos las cosas con pruebas y hechos. Y éstas son mis pruebas.

Morón tocó la pared y el cristal se volvió transparente. Vázquez dio un salto atrás. Dentro de la pecera, separados entre sí por otras divisiones de cristal, había cuatro insectos monstruosos, a mitad de camino entre hormigas y abejas.

—¿Qué… qué son?

Prorhinotermes inopinatus —dijo Morón, con el tono de orgullo de un padre baboso. Ante la mirada en blanco de Vázquez, aclaró, algo molesto—: Termitas, Vázquez. Son termitas.

—¿Y para qué carajo queremos termitas en Ararat? ¿No nos alcanza con tener hormigas gigantes? ¿Ahora van a soltar termitas gigantes?

El ordenanza las miraba de tan cerca como su asco se lo permitía. Eran de color anaranjado y debían tener casi un metro de largo.

—La razón por la que trajimos termitas en el banco de células del arca es muy simple, Vázquez: queríamos crear un ecosistema cerrado y en equilibrio. Podríamos haber traído nanorobots, pero a la larga los nanos siempre fallan. Y queremos un ecosistema autosuficiente.

—¿Pero qué tienen de bueno las termitas? ¿No se comen toda la madera?

—Exactamente. Mirá, Vázquez —Morón adoptaba su tono de maestro otra vez—, si no hubiera bacterias, nada se degradaría. Los cadáveres quedarían bajo tierra indefinidamente.

—Me encantaría eso…

Morón bufó.

—Si eso sucediera, los recursos se perderían, la energía no se reutilizaría. Ya destruimos un planeta. Necesitábamos empezar con el pie derecho aquí…

—Y metimos el izquierdo hasta la rodilla…

—…Crearun ecosistema eficiente. Y si íbamos a sembrar los bosques de hierba autóctona con árboles, necesitábamos a las termitas para degradar la madera.

—Pensaba que la creación de nuevos especímenes estaba prohibida…

—No bajo situaciones controladas —lo interrumpió Morón—. No dentro de un laboratorio. Lo que está prohibido es soltar nuevos sujetos…

—Pero ahora que sabemos que crecen demasiado no las vamos a soltar, ¿verdad? ¿Qué pasaría si además de comer madera ahora comen metal? ¿Como el de la base, por ejemplo?

—No, no las vamos a soltar. Vos me preguntaste para qué necesitaba los restos de hormigas, Vázquez. Estas termitas fabrican veneno para defenderse de las hormigas. Y yo estoy intentando extraerlo y sintetizarlo. Eso podría mantener la base a salvo en el futuro. Eso es lo que quiero demostrar. Y esto —palmeó la cabeza de hormiga que aún mordía un pedazo de la base— me va a ayudar.

—Bueno… — Vázquez extendió su credencial, donde el rosa se estaba poniendo violáceo—. Suerte entonces. Tengo que irme.

Morón se acercó, puso su credencial contra la de Vázquez, tecleó algo en el dorso y esperó a que sonara el pip. El ordenanza controló el importe que le había trasladado.

—Listo, Vázquez. Ya podés irte. Te recomiendo que no te pierdas, porque te queda poco tiempo, y de mi laboratorio saliste a las… —miró su reloj—… 1200. Ah, y ya que la compactadora te queda de paso, ¿te llevás ese container de ahí?

—Sí, claro… —dijo Vázquez, de mal humor. Por momentos, la soberbia de Morón era demasiada hasta para él. Ése hubiera sido el momento de dar media vuelta sin saludar e irse. Pero los créditos que le había dado (y que Vázquez medía mentalmente en mojitos) eran muchos. Así que manoteó el cubo de plástico que le señalaba y lo cargó rumbo a la puerta. A medio camino volvió sobre sus pasos y recogió sus herramientas. Luego se apresuró por los pasillos para llegar al puesto de vigilancia antes de que el violeta fuera azul.

Cuando ya había traspasado ambos puestos, se detuvo para tomar aire y, sin que ninguna cámara pudiera tomarlo (sabía dónde estaba cada una), revisar el container que el doc le había dado. Abrió la tapa. Un olor nauseabundo, mezcla de remedios y podredumbre, le perforó la nariz hasta el cerebro. A pesar de ello, se calzó un guante y metió la mano para sacar lo que flotaba dentro. Lo que sostuvo enfrente de sus ojos, chorreando líquido verdoso, tenía las proporciones erradas en todo: cabeza desmedida y sin ojos, orejas y nariz casi tan grandes como la cabeza, manos gigantes, una pierna de más, torso casi inexistente. La luz tenue del pasillo no ayudaba, pero incluso en esa condición, Vázquez no tenía problemas para reconocer un feto humano cuando lo tenía enfrente. En el container contó seis más.

 

Con créditos frescos encima, el lugar para encontrar a Vázquez era la barra del SUM. En ese momento, alineaba su octavo mojito con la sombra de los siete anteriores. La barra táctil ordenaba las simulaciones de los tragos consumidos en una línea perfecta (y los clasificaba y agrupaba, si Vázquez hubiera tomado otra cosa que mojitos) y él intentaba lo propio con el que tenía en la mano.

Cuando asumió que lo había conseguido, imaginó hasta dónde lograría continuar esa línea de mojitos. En un extremo de la barra descubrió que alguien había quemado la pantalla con un puntero láser. Era un dibujo infantil de la nave que los había llevado hasta Ararat. De la nave partía una flecha que conducía hasta una montaña, sobre la que las líneas simulaban una explosión. No había montañas en el mundo selvático de Ararat, pero la idea quedaba clara.

Habían dejado atrás el sistema solar. Habían viajado eones a través del vacío, durmiendo la criogenia y despertando, turnándose para conducir y mantener la maldita nave. La promesa había sido el paraíso. El primer planeta habitable fuera del espacio conocido. La única condición, al menos la única que había hecho dudar a Vázquez, había sido la esterilización.

«La radiación interestelar puede hacerle cosas raras a los huevos de tus huevos», le había explicado el doc, como si le hablara a un nene, con la jeringa en la mano.

«¿Y cómo vamos a llenar el planeta?», había preguntado él como un mocoso, con sus huevos en la mano.

«Por eso lo llamamos el arca. En ella llevamos células madre de todos los especímenes necesarios para crear un ecosistema estable. Incluso humanos».

El calor volvía a su rostro al recordar el final de la charla, vergüenza en aquel momento, rabia ahora. Vázquez había frenado la jeringa un instante más, para preguntar si no necesitaban llevar una muestra de su semen, para ayudar a poblar…

«No es necesario», le había dicho el doc, con esa maldita sonrisa blanca y profesional. «Ya tenemos las muestras más idóneas».

—»Lasmuestras más idóneas» —repitió dentro del vaso. Por lo menos ahora sabía que ningún hijo suyo estaba yendo a parar al tacho de basura.

Apuró el contenido del vaso y lo apoyó cuidadosamente en la barra. Volvió a mirar el dibujo y algo llamó su atención. Debajo de la nave había cuatro palabras con trazos torcidos de borracho:

—»ElArca del Eón» —leyó en voz alta. Y cuando entendió el acrónimo se rió en voz alta.

La diferencia era que el Arca de Noé había servido para que animales y humanos procrearan y volvieran a poblar la Tierra. Allí, ningún animal (además de las hormigas) poblaría la selva. Y por lo que había visto, nadie en la base tendría descendencia. Ésa era la primera y última generación humana de Ararat.

Supuso que esa idea tenía que haberlo asustado un poco. O entristecido, al menos. Pero nada de eso le sucedió. Tomó otro sorbo, aunque sólo quedaba hielo derretido. Alguien solucionaría el problema cuando llegara el momento. Él sólo tenía que encargarse, día tras día, de su trabajo: sobrevivir.

Goñi se le sentó al lado.

—¡Qué bueno que alguien en este puto lugar esté de buen humor! —Goñi era uno de los dos electronicistas de la base. Marras, que lo acompañaba como una sombra, era el otro. Su saludo fue apenas un gruñido.

—¡Muchachos! —exclamó Vázquez con el vaso en alto, sin recordar que estaba vacío—. ¡Qué alegría verlos!

—¡Qué raro verte por acá! —Goñi miraba la hilera de vasos representados en la barra—. ¿Qué pasó? ¿Vendiste a tu hermana hoy?

—¡Jaja! No sabía que tenías una hermana, Vázquez —dijo Marras, cuyo cerebro rivalizaba con el de una puerta sin cerrojo. Algunos tenían la teoría de que algo había fallado en el criosueño, durante el viaje. La otra teoría era que el padre había sido algún congresista influyente de la Luna y había pagado para mandarlo lejos. Vázquez había apostado unos cuantos créditos por la segunda—. ¡Y menos que fueras capaz de venderla!

—¡Callate, tonto! —Goñi le dio un codazo—. Supongo que nunca nos vas a decir… Pero sí nos vas a invitar una cerveza, ¿no?

—¡Claro que sí! —Vázquez apuró el aire del vaso y le hizo una seña al barman, que estaba atento siguiendo la charla, por si se volvía poco amistosa. Enseguida dejó dos vasos de cerveza y otro mojito, y se llevó el anterior. Otra sombra de mojito apareció en la barra. Después de comprobar que estuviera perfectamente alineado, Vázquez levantó su vaso con aire solemne y los otros dos lo imitaron, chocando en un brindis—: ¡Por los únicos tres boludos que laburan en todo este puto planeta!

Apuraron un trago. A Marras la risa le burbujeó cerveza por la nariz.

—Venimos de acoplar las dos secciones contiguas a la del ataque —dijo Goñi después de su trago.

—¡Lo sabía! —La indignación subió fácil, alivianada por el alcohol—. ¡Sabía que no se podía arreglar, que me hacían perder el tiempo limpiándola!

—No creo que sea porque sí —dijo el electronicista, dando vueltas al vaso de cerveza—. Las secciones dañadas se reciclan, por el metal. No es fácil conseguir metal en este planeta. Y además, a nosotros nos toca desmantelar toda la instalación eléctrica, por el cobre. Doble laburo para nosotros, ¿no, Marras?

—Sí, pero somos dos, así que es la mitad de laburo, ¿no?

—Como sea… —Goñi levantó el vaso, tan largo como su rostro, y se lo pasó por la frente sin inclinarlo ni derramar una gota. Y eso constituía toda una proeza ya que su mandíbula era tan prominente que Vázquez siempre decía que si Goñi salía a la intemperie un día de lluvia, iba a morir ahogado.

Como era de esperar, las hormigas se convirtieron en el tema de conversación:

—Lo que no entiendo es por qué nos atacan —dijo Marras.

—Porque algún cráneo de guardapolvos las dejó sueltas… —dijo Vázquez.

—Sí, claro. Pero, ¿por qué no se van más lejos? —Marras apuró su cerveza hasta el fondo, como si eso fuera a aclararle la mente. Como si algo pudiera.

—Hay algo aquí que las atrae —dijo Goñi—. Algo que los científicos nos esconden.

Vázquez pensó en las termitas. Sabía que las hormigas comían termitas, o sus huevos. Quizá eso era lo que las atraía. Pero, ¿todo eso era por cuatro termitas? No lo creía posible. Y si era así, era información para comerciar, no para compartir alegremente.

—Los containers de la sección que limpié, la que atacaron hoy, estaban vacíos cuando llegué —dijo, para alejar la charla de sus pensamientos.

—Vacíos cuando llegaste —dijo Goñi, con el tono sagaz de cuando se hacía el espía—. Pero quizá no cuando ellas atacaron. Quizá allí había algo que atrae a las hormigas. Algo que los científicos sacaron para guardar en otro lado.

Los tres quedaron un buen rato en silencio, un poco porque pensaban qué habría en los containers, otro poco porque tenían las bocas ocupadas en una nueva ronda de tragos.

—¿Y qué se supone que estamos festejando, entonces? —dijo Goñi con su tercer vaso de cerveza en la mano, como si de pronto recordara algo—. ¿Nos vas a decir de dónde sacaste la plata o no?

Vázquez, que observaba la alineación entre los vasos de cerveza y los mojitos, bufó entre dientes sin contestar.

—¿Vendiste a tu hermana o no? —dijo Marras, riéndose de su propio chiste.

—Si tuviera una hermana para vender —dijo Vázquez, y dio otro sorbo al mojito; le dio la impresión de que el barman los estaba haciendo cada vez más aguados—, apuesto lo que quieras a que el precio sería demasiado caro para ustedes.

Goñi se rió exageradamente.

—¡Me dijeron que con las apuestas te va peor que con las mujeres, Vázquez!

—¡Mentira!

—¡Es verdad!

—¡No!

—¡Sí!

—¡Robo hormiga! —exclamó Marras de repente.

Los otros dos lo miraron como a un loco.

—¿No lo ven? ¡Las hormigas! ¡Están haciendo un robo hormiga!

—Un robo hormiga es cuando alguien roba algo de a poco, Marras —explicó Goñi—, durante mucho tiempo. Como si sacaran granos de maíz de un granero. Sacan tan poco en cada viaje, que uno no se da cuenta de que falta algo hasta que el granero está vacío. Y éste no es el caso: estas hormigas tienen la sutileza de un bulldozer. Además… —Goñi dudó un segundo—… se dice contrabando hormiga, no robo hormiga…

—Pero así y todo, seguimos sin saber qué están robando —dijo Vázquez.

—O queriendo robar —corrigió Goñi.

—Maíz no hay —dijo Marras—. Escuché que se pudre antes de estar maduro…

Goñi sonrió, el rostro iluminado por una idea:

—Vázquez, ¿seguro que te animás a una apuesta? O ya perdiste demasiado…

—¿Otra vez con eso? Ya te dije que…

—Entonces eso es lo que vamos a hacer ahora —dijo Goñi, levantando su vaso para brindar y sellar el pacto.

—¿Qué cosa? —preguntó Vázquez, con miedo de preguntar. Sabía que se estaba metiendo en algo de lo que se iba a arrepentir.

—Vamos a apostar quién averigua primero qué se quieren robar las hormigas.

 

La muela lo llevó al dentista esa tarde, suspendiendo toda posible tarea de investigación. Lo que dos días atrás había comenzado como un simple malestar, se había transformado en un dolor terrible que no lo había dejado conciliar el sueño durante la siesta, a pesar de la sobrecarga de alcohol. Antes de las cuatro, con algo de resaca pastosa aún a cuestas, Vázquez se puso las botas y salió al pasillo, sabiendo que no aguantaría un minuto más con esa muela dentro de su boca.

Utilizando la excusa de la emergencia y el dolor de muela, intentó pasar por el dormitorio de mujeres. Era verdad que acortaba camino, pero además siempre era posible pescar a alguna que iba de acá para allá ligerita de ropas. La presencia masculina en ese sector estaba restringida y era muy rara.

No lo dejaron pasar, claro. Y entre la discusión con el vigilante que no llegó a nada (aunque amenazó con llegar a las manos y con un vigilante eso nunca era bueno; el aspecto desaliñado de Vázquez no los asustaba como a otros) y tener que desandar el camino, tardó casi media hora en llegar a la sección médica.

Había una guardia para emergencias sobre el círculo exterior, y luego un par de quirófanos, salas de terapia intensiva y cuartos con camas ya adentrándose en el radio interior. Los heridos dentro del círculo de diligencias.

El dentista estaba entretenido con una extracción cuando Vázquez llegó. La asistente le tomó una holografía del lugar de la boca que le dolía y a Vázquez no le gustó la expresión de su cara al revelarla. Luego lo dejó esperando. Cinco interminables minutos de dolor.

Quizá porque era normal la espera allí, habían dejado una ventana al exterior. Como la base había sido diseñada previendo una atmósfera no respirable, y así había sido los primeros ocho meses, una ventana era algo que no abundaba. Vázquez pegó la nariz al cristal blindado e intentó distraerse intentando adivinar qué era cada árbol antes de crecer allí, en Ararat, y convertirse en grotescos dinosaurios verdes.

De niño, Vázquez había vivido en el campo, así que conocía unos cuantos tipos de árboles, pero allí le resultaba imposible distinguirlos. Todo era desmesurado, exagerado. Las hojas de los álamos, suponiendo que fueran álamos, parecían sombrillas que apenas dejaban pasar el sol. Las ramas, de un tamaño más normal, apenas lograban sostenerlas. Las agujas de los pinos y casuarinas parecían espadas de acero. Y supuso que los amasijos de troncos retorcidos y hojas verde oscuro serían unos ficus. Al parecer, para acelerar la terraformación habían plantado árboles de crecimiento rápido. Como si allí fuera necesario.

Los docs pensaban que lo sabían todo pero no sabían nada de nada. Lo que habían hecho allí no era terraformación sino terradeformación. Sonrió, pensando que era un chiste digno de Marras, y la sonrisa se transformó en mueca por el dolor, recordándole dónde estaba y por qué.

Un par de minutos después, la asistente lo hizo pasar.

—No importa si no tiene anestesia, doc. Sáquela de una vez —dijo, apenas se sentó.

—Pues sí —contestó el dentista mientras miraba la holografía—, va a haber que sacarla. Pero aún tenemos anestesia por acá. Así que abra la boca… ahhh.

Vázquez abrió la boca y el tipo le aplicó algo que parecía un sacacorchos sobre la muela dolorida. El aparato pinchó alrededor, y succionó con vacío la muela y el sangrado después. Mientras el dentista suturaba, Vázquez se quedó mirando la muela que había quedado sobre una bandeja metálica. El agujero ocupaba casi toda la superficie de la muela.

—¿Eso era mi muela? ¡Pero yo estuve acá para revisión hace una semana nada más! ¡No pueden no haber visto semejante carie!

—Caries.

—¿Cómo?

—Se dice «caries». Aunque sea una sola. Y sí, puede ser que no la hayan visto. Su progresión de crecimiento en Ararat es del ocho mil por ciento en comparación con las tasas conocidas.

Vázquez se hizo un buche y escupió en el lavatorio circular. Se secó el labio insensible con la toalla descartable y se incorporó.

—Este planeta me gusta cada vez menos. ¿Cuándo se van a dar cuenta de que está haciendo crecer las cosas a propósito, para que se vuelvan en nuestra contra?

—Pero no es el planeta…

—Sí, ya sé, las radiaciones, el viaje…

— Sí. Y no sabemos bien aún por qué, pero parece que incluso bacterias y virus están escapando a nuestro control. Lo que sea que alteró las células durante el viaje del arca, debe haber afectado a algunos de los microorganismos que habitan en nuestro cuerpo…

—Como las caries.

—La caries entre ellos.

—Por eso crece tan rápido —agregó Vázquez, mirando la caverna en su muela.

—Con la ayuda, claro, de una alimentación basada cada vez más en azúcar y seudoglucosa, y menos en verduras o carne.

El doc hablaba mucho, en un extraño desvarío, casi docente. Vázquez tenía la sensación de estar en una clase de botánica. El doc parecía al borde de un ataque de frustración, en ese estado en el que uno confiesa hasta el alma con el mínimo empujón…

Cuando Vázquez vio el capuchón de hashís (sintético, claro) en un costado de los instrumentos, entendió mejor la situación. Y supuso que podría conseguir algo de información útil.

—Y sí, en el comedor ya no sirven muchas verduras que digamos…

—Parecería que se esfuerzan por hacer imposible mi trabajo. No hago más que sacar muelas y dientes… —el tono de rencor había pasado de Vázquez al dentista—. Si por mí fuera, pondría una bomba en las granjas de apicultura…

—¿Apicultura?

—Abejas —el dentista se sacó los guantes y los arrojó al tacho de reciclaje—. De ahí sale la miel que procesan para servir en los comedores.

—¿Quiere decir que toda la comida que sirven está hecha a partir de… —la idea le hizo atragantar la palabra—: miel?

—Azúcar en realidad. Procesan la miel, obtienen azúcar y a partir de allí…

El dentista se calló. Quizá pensaba que había dicho demasiado. Vázquez no podía saber cuánto de aquella información era restringida, el tipo de cosas que sólo se habla en los círculos más altos de la base.

Era el momento ideal para marcharse:

—Bueno doc. No le robo más el tiempo, que bastante trabajo tiene ya.

Le extendió su credencial, el dentista la escaneó en su escritorio y tecleó brevemente. La extracción ya era parte de su historia clínica dental.

Vázquez recuperó su credencial y salió, sonriendo. La tarde había terminado siendo provechosa: el dolor ya no estaba y tenía información que podía servir para ganar la apuesta. Se pasó la lengua por el hueco en la encía. Como siempre, había tenido que dejar algo en parte de pago.

 

El puré de manzanas bien podía ser de glucosa. El supuesto puré de papas, también. Las croquetas fritas, con ese regusto agridulce eran más que sospechosas. Y el arroz con leche se delataba solo: ni siquiera necesitaba que le pusieran azúcar. Todo lo que había en su bandeja de comida podía estar hecho en base a azúcar o algún derivado, sí señor.

—¿Eso es todo? —preguntó cuando pareció que no le servían más—. Las porciones son cada vez más chicas. Supongo que nos van a dejar repetir, ¿no?

—Es lo que hay —dijo la mujer, si es que a la gorda Ema le quedaba alguna hormona femenina; el bigote delataba el tratamiento glandular que se estaba haciendo—. Y agradecé que todavía hay, que dentro de poco se viene el racionamiento en serio. — Vázquez iba a contestar pero Ema se adelantó—: Y si seguís hablando es porque tanta hambre no tenés, así que podés ceder tu comida a otro…

Si algo sabía Vázquez era cuándo había que cerrar el pico. Le tiró un beso al aire y caminó desde el mostrador del comedor hasta uno de los bancos, examinando de paso la vitrina de buffet froid, donde un par de vigilantes se estaba sirviendo guarniciones. En ninguna de las bandejas había algo que mereciera llamarse carne. Ni verdura.

Apoyó la bandeja, se sentó, y comenzó a investigar la comida, usando el cuchillo como un bisturí forense. Estaba diseccionando una croqueta cuando Goñi y Marras se sentaron a su lado. Cada uno llevaba una bandeja.

—Muchachos.

—Vázquez.

Se quedaron en silencio. Goñi lo miró apenas y luego bajó los ojos a su bandeja. Era evidente que habían averiguado algo, pero estaban esperando a que él hablara primero. Pasada la camaradería de la borrachera, todo había vuelto a la normalidad. La información era dinero y nadie quería soltarla sin ver la mercancía de cambio. Marras, ajeno a todo, se puso a comer el puré de manzana, mezclándolo con el arroz con leche.

Vázquez apartó la vista, el estómago revuelto. Se quedó mirando a Goñi, que fingía estudiar la comida. Quizá, si les daba un dato que pareciera importante…

—Para su información —les dijo—, el 90% de lo que tienen en el plato, de lo que hay en el comedor, está hecho en base a azúcar.

Marras dejó de comer. Goñi miró las tres bandejas y luego a Vázquez.

—¿Es un chiste?

—No. Es información de primera mano.

—¿Y el otro 10%? —preguntó Marras.

Vázquez sonrió:

Esazúcar.

Marras escupió lo que comía. Unos científicos, sentados en la mesa contigua, miraron con gesto de desagrado.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Marras, escandalizado, mientras se limpiaba la lengua con una servilleta de papel. La mitad de la servilleta le quedó pegada en la lengua.

—Después les toca a ustedes, ¿eh?

—Sí, sí —dijo Goñi.

—Bueno —Vázquez hizo una breve pausa dramática—: hace rato que las verduras escasean. Y la carne casi ni apareció en los platos de Ararat. Por una razón muy sencilla: no pueden hacer crecer animales sin perder el control. Y las plantas se pudren o germinan. Así que tuvieron que buscar sustitutos. Y lo único que encontraron fue la miel.

—¿Miel? —preguntó Goñi, incrédulo. Marras luchaba con los últimos trocitos de servilleta adheridos a su lengua.

—Miel —estaba diciendo más que lo que se había propuesto, pero Vázquez descubrió que disfrutaba eso de ser el informante; las caras de idiota de esos dos no tenían precio—. Y ayer a última hora descubrí dónde están las granjas de apicultura.

—¿Apicultura? —los dos, al unísono.

Dios, cómo gozaba eso…

—Apicultura. Abejas. Granjas de abejas gigantes (no podía ser de otra manera) para extraer la miel de sus colmenas. Y a partir de la miel, hacen todo lo que comemos. Las granjas están en el sector interno de la base, escondidas de miradas indiscretas. Esos silos gigantescos que creíamos repletos de granos no son otra cosa que colmenas repletas de abejas y miel, o azúcar…

—¡Claro! ¡Y por eso es que las hormigas nos atacan! —exclamó Marras, mirando a uno y a otro; ante el reproche, bajó la voz—: Para robarle la miel a las abejas…

—Puede ser… —dijo Goñi.

—Sí —Vázquez no estaba seguro—. ¿Pero por qué iban a atacar el perímetro exterior? Los silos están a cientos de metros de ese lugar.

—Pues nosotros también hicimos los deberes… —Goñi sonrió.

Vázquez lo miró sin entender.

—Fuimos al sector de reciclaje y revisamos la memoria de los mecanismos electrónicos que desmantelamos hoy a la mañana.

—Pensaba que a esta altura del día ya estaría todo procesado…

—No si alguien los separó y los guardó.

La sonrisa de Goñi creció al leer la comprensión en los ojos de Vázquez. Pero a él no le importaba si después pensaban vender los circuitos en el mercado negro. O que no le hubieran dicho que los tenían en el momento de la apuesta. Simplemente estaba empecinado en descubrir qué había sucedido.

—¿Y ya saben lo que había en el container en el momento del ataque?

—No —dijo Goñi, sosteniendo la sonrisa a pesar de la desilusión de Vázquez—, pero sabemos quién autorizó el llenado y vaciado de los containers. Imagino que alguno de nosotros podría ir a preguntarle qué había adentro, ¿no te parece?

—¿Y quién fue? ¿Quién se llevó la carga?

—Un tal Rogelio Morón. ¿Te suena?

—No, ni idea.

Goñi no se creyó que él no supiera de quién se trataba: los ordenanzas conocían a todos en la base, aunque no todos los conocieran a ellos. Pero la promesa de averiguarlo juntos al día siguiente lo había calmado. Una promesa rubricada con cerveza, que para ellos era inviolable. Claro que eso no impedía que fuera a visitar al doc esa misma noche. Él solo.

 

Esperó al cambio de guardia de las doce para hacer el recorrido desde su cubículo. Al llegar frente al vigilante, volvió a anunciarse para el doc. Como el tipo era el mismo de la mañana anterior, ni siquiera se molestó en avisarle.

—¿Todavía está trabajando el doctor? —le preguntó, apenas extrañado.

—No lo creo —le dijo Vázquez—. Pero me pidió que limpie un poco el desorden que dejó hoy. Y sólo confía en mí, ¿qué te parece?

—Sí, claro —se mofó el vigilante, pero ionizó su credencial y se la devolvió, roja—. Media hora.

El ordenanza hizo la venia con los ojos en blanco y pasó, sacudiendo innecesariamente las herramientas para que hicieran un escándalo. El vigilante chistó, molesto. Una vez fuera de su vista, Vázquez caminó sin hacer ruido. Esta vez fue directo hasta el biolab. No tenía mucho sentido vagar por allí, porque todos los labs debían estar cerrados y la única puerta que abriría su tarjeta roja era la del doc. Además, si el vigilante seguía su paso por las cámaras, quería que viera que se estaba portando bien.

Como había supuesto, el doc no estaba. Había bastante desorden en el laboratorio, aunque nada que justifique llamar al ordenanza, pensó con sorna. Su mirada sobrevoló apenas el lugar hasta quedar clavada en la pared de vidrio templado. A pesar del efecto traslúcido, las sombras se agitaron del otro lado, como si supieran de su presencia. Quizá me huelen, especuló y la sola idea de esos bichos pendientes de él lo sacudió en un escalofrío. Las sombras se removieron aún más.

Caminó hasta la pantalla central, que colgaba del techo. Desde allí el doc debía controlar todo su trabajo y sus bitácoras. Apenas Vázquez se acercó, la pantalla se encendió, solicitando el código de acceso. Y allí se justificaba o se derrumbaba toda su aventura. Porque Vázquez no era un genio de los sistemas ni nada parecido. Pero si el doc, como él suponía, tenía el código memorizado para el acceso (claro, por qué no habría de hacerlo; quién más intentaría entrar desde allí), con sólo aceptarlo tendría acceso a su información. Si no, bueno, todo había sido al divino botón.

La pantalla aceptó el código inmediatamente. Vázquez festejó con un grito silencioso que excitó a las sombras, y comenzó a buscar los últimos movimientos de almacenamiento autorizados por el doc. El tipo tenía su sistema tan desordenado como su laboratorio, y el modo cronológico, por alguna razón no funcionaba. Dos veces Vázquez estuvo a punto de apagar todo para irse. Sólo la idea de que el desorden no era casual lo retenía, rebuscando en diferentes casillas y archivos.

Finalmente lo encontró. Y tuvo que verificar que no se había equivocado.

—Azúcar —dijo en voz alta. Las sombras contestaron en un susurro de patas—. El hijo de puta está llevándose azúcar.

Y era mucha: junto al registro de la mañana anterior, había ocho más, todos de cantidades similares. Morón lo desviaba desde el sector central hasta la periferia, y desde allí lo sacaba de la base. Quizá usaba los vehículos todo terreno; un vigilante bien conectado podía tener uno disponible cuando fuera necesario, y sin que demasiado crédito cambiase de manos; los vigilantes eran corruptos por vocación. Imposible entonces saber hasta dónde lo llevaba luego, pero ya debía tener azúcar como para llenar un par de silos…

Las sombras volvieron a llamar su atención. Se acercó a la pared vidriada y los movimientos recrudecieron. Sin poder controlarse, extendió la palma y el circuito eléctrico trasparentó el cristal. Y dio un salto hacia atrás.

Las termitas parecían estar mirándolo, aunque Vázquez no estaba seguro de dónde estaban los ojos. Las cabezas eran inmensas, desproporcionadas con el resto del cuerpo. Parecían enormes cascos de guerra. Pero lo que él no podía dejar de mirar eran las terribles mandíbulas, más prominentes aún que las cabezas, y de un color oscuro, como de acero quemado al fuego.

—¿Qué carajo estás haciendo acá, Vázquez?

El ordenanza giró de golpe, sobresaltado. Morón estaba en la puerta del laboratorio, vistiendo una bata en lugar de su ropa de trabajo. El vigilante debía haberlo llamado.

Antes de poder contestar, de inventar una mentira, los ojos de Vázquez fueron involuntariamente hacia la pantalla, donde aún titilaban los registros que había revisado. Cuando se dio cuenta, cuando apartó la mirada delatora, Morón ya estaba viendo lo mismo.

—Ni me contestes… —dijo el doc y se acercó a la pantalla. Tecleó un par de datos y apagó todo. Luego se apartó con un suspiro—: ¿Y ahora qué hacemos, Vázquez?

—¿Por qué, qué pasó? ¿Me perdí de algo? ¿Qué había en esa pantalla? Yo vine a ver los animalitos.

—No te hagas el boludo, Vázquez. Puedo haberme equivocado al dejar mi password en la memoria, pero estoy seguro de que apagué todo al irme. —Rodeó una mesa y metió una mano en el bolsillo de la bata—. Así que ya sabés que tengo mi propia reserva de azúcar…

—Sí, ¿pero para qué —las ganas de saber eran más que su miedo—, para qué robar azúcar si hay azúcar en todos lados? Todo lo que comemos está hecho de azúcar. —Sin saber por qué, la frase le sonó tremendamente infantil en los labios.

—Sí, pero no va a durar demasiado. Incluso las reservas de miel se están agotando. Las abejas tienen un tope de producción que hace rato superamos en nuestro consumo. Y cuando comience a escasear, lo que yo tengo será oro en polvo. Así que decime, Vázquez, ¿cuál es el precio de tu silencio?

—¿Y dónde lo tenés almacenado? ¿A dónde lo llevan los todo terreno?

—Y si te digo dónde están mis silos, ¿lo voy a tener que negociar después? —Morón largó una carcajada y dio un paso más.

Aquello lo dejó helado. ¿Podía ser que el doc tuviera una instalación propia, silos en medio de la selva? ¿Y cómo era que protegía los silos de las hormigas? Si todo el poder de fuego que tenían allí en la base apenas podía contenerlas…

El movimiento en su espalda le recordó las termitas y, como una revelación, lo que Morón le había dicho, lo que investigaba. El veneno para hormigas. Era evidente que ya lo había sintetizado y en lugar de usarlo para la defensa de la base, lo destinaba adonde fuera que sus silos estaban. De pronto se le ocurrió la ridícula idea de que el tipo que tenía delante había superado los límites de la moralidad; ridícula porque nunca había sabido que él mismo los conociera. No era por la especulación del azúcar (había que sacarse el sombrero frente a un plan como ése), sino porque parecía importarle un carajo lo que pasara con la base. Y mucha gente había muerto por los ataques de las hormigas.

—Vamos, Vázquez, ¿cuál es el precio? —Morón estaba a unos pasos.

Vázquez se dijo que podía negociar, que podía llevarse unos créditos extra, y luego denunciar igual al tipo. Pero por alguna razón, quizá la mano oculta en el bolsillo de la bata, retrocedía sin hablar, sin asentir…

—¡La puta madre, Vázquez, cuánto…! —Morón gritó, fastidiado, y sacó la mano del bolsillo.

Vázquez reaccionó instintivamente, empujándolo contra la pared de cristal. La cabeza de Morón golpeó y astilló uno de los módulos; el cristal se derrumbó en miles de fragmentos sobre el científico, junto a la ocupante de la jaula abierta. La termita se sacudió espasmódicamente sobre Morón hasta que su grito de dolor y un manotazo desesperado la ahuyentaron hacia un rincón oscuro.

Vázquez esperó hasta estar seguro de que la termita no volvería, que el cristal de las otras no cedería. Entonces se acercó.

Morón estaba derrumbado en el piso, la cara y las manos salpicadas de cientos de pequeños cortes sangrantes. Se tomaba el costado de la cara. Cuando el ordenanza le apartó la mano, que aún sostenía la credencial roja, observó con pavor dos enormes agujeros violáceos, donde la termita lo había mordido.

—¿Es… es venenoso? ¿Hay algo que pueda hacer?

—No… no es venenoso, pero… —Morón intentó pararse pero las piernas le fallaron. Vázquez observó, extrañado, que a pesar de ser poco profundos, los cortes no dejaban de sangrar. Por el contrario, la cantidad de sangre parecía aumentar.

—Oiga doc… los cortes… se ven feos…

—Sí… mierda… —Morón tosió y escupió sangre; la mordida había atravesado la piel de la mandíbula y era por donde más sangre escapaba—. Es el fluido de la termita… anticoagulante…

—¿Y qué hago? ¡¿Cómo lo paro?!

Vázquez revoleó los ojos por el laboratorio, sin ver, desesperado por encontrar gasas, un botiquín, algo…

—No hay nada… —otra vez esa tos asquerosa, burbujeante—, nada que hacer…

La sangre se derramaba por debajo del científico. Vázquez retrocedió unos pasos, espantado, y lo miró, sin atinar a llamar a nadie. Dos minutos después Morón tosió por última vez y murió. El charco rojo y espeso abarcaba la mitad del piso del laboratorio.

Recién entonces llamó al vigilante, diciéndole que había ocurrido un accidente, que el doctor Morón estaba grave, que lo había atacado un insecto gigante… Y mientras esperaba a que llegaran, se le ocurrió tomar la credencial del doc y revisar otra vez la pantalla.

Ya se había familiarizado con el desorden de la máquina. Así que no le llevó más de dos minutos encontrar el mapa con la localización de los silos. Los vigilantes llegaron un minuto después.

Lo interrogaron dos, tres veces. Después de acribillar la termita que seguía oculta en el rincón, y la pared con las otras tres, lo dejaron ir.

—¿Para qué mierda tenía estos bichos? —preguntaba uno de los vigilantes mientras Vázquez levantaba sus cosas y caminaba hacia la puerta.

—Y viste… el que juega con fuego… —sentenció otro, como si ese día se hubiera despertado generoso, decidido a compartir su profunda sabiduría con los demás.

Mientras se alejaba por el pasillo hacia el eje perimetral, Vázquez se preguntó qué pasaría con el veneno para hormigas. Era necesario para salvar la base. Supuso que si nadie aparecía para continuar con la investigación del doc, bastaría una llamada anónima para alertar a los cráneos de Ararat.

¿Y qué iba a hacer con los silos? ¿Con el azúcar?

Bueno, tenía toda la noche para consultarlo con la almohada. De lo único que estaba seguro era que si decidía quedárselo, tendría que renunciar a cobrar la apuesta que acababa de ganar.

 

 

Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos «cajoneados» que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, Gérmine fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de Espa?a. En 2003, Moneda común fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de Espa?a, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: NO, GRACIAS, CAMBIO, HASTA LA SIGUIENTE, VIAJE AL PASADO, EL MORADOR, EL GUASÓN, FINAL INCIERTO, MOTORHOME, MALOS PENSAMIENTOS, EL NÚMERO UNO, CAMINATA LUNAR, LA PRIMERA VEZ, EL DUEÑO DEL BARRIO, CON UN PIE EN LA TRAMPA, MORIR DE TRISTEZA, RAÚL y EL OTRO.


Este cuento se vincula temáticamente con EL EFECTO TORTUGA, de Ricardo Giorno; ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao; LA INVASION, de Raquel Froilán García y SIRIO 3, de Chinchiya.

Axxón 215 – febrero de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Colonización espacial : Biología : Argentina : Argentino).


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