Revista Axxón » «¡De pie, soldado!», Hugo Perrone - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA


 

La tropa avanzaba en hilera bordeando el lecho del río. A su alrededor, la nieve caía en forma compacta, reduciendo la visión a unos pocos metros. Llegaron hasta las ruinas del puente y se detuvieron en seco. El capitán Harper, a la cabeza del grupo, tenía el puño derecho en alto. Esperó algunos segundos, no sin impaciencia, y al fin la voz zumbó en el intercomunicador: «Despejado». Comenzaron a cruzar el puente, un montón de hierros retorcidos, de dos en dos. Finalmente se reunieron en la otra orilla y siguieron marchando por la devastada ciudad.

Los muertos anegaban las calles. Apilados o entre los escombros, despedazados algunos, habían logrado imponer su protagonismo en el paisaje reinante. Y esa ciudad no era más que una muestra a escala, una partícula de la destrucción que se había propagado como un virus por el planeta todo. Obstinados, parecía que los cadáveres se negaban a pudrirse del todo. Y seguían allí, semidescompuestos, amparados quizás por la extraña nieve que no había cesado desde que todo empezó.

—¿Qué ha pasado? —dijo Kriger—. ¿Dónde están los mil hombres y el armamento?

—No lo sé. Deberían estar aquí. Éste es el lugar, las coordenadas… —balbuceó Hiro.

—Las coordenadas están bien, pero ellos no están —dijo Jaric.

El capitán dirigió su vista hacia Kosowski, quien se había adelantado y volvía a la carrera.

—¿Teniente?

—Están, señor —dijo Kosowski señalando en dirección a la plaza—. Muertos, pero están.

El capitán Harper, al frente de esos restos de tropas sobrevivientes, se quitó la máscara de oxígeno y contempló el panorama. El silencio inundaba aquella plaza, ahora desierta tras encarnizadas batallas, sólo roto por el silbar del viento que soplaba en oleadas nauseabundas. La nieve era roja bajo sus botas. Su mirada vagó sin que nada la detuviera por la amplia extensión de terreno cubierta de cuerpos que se prolongaba sin interrupción hasta la costa. Una sombra de abatimiento pareció nublar el rostro curtido de batallas del capitán. El mundo agonizaba. Sus hombres, soldados aguerridos templados en un riguroso código de fuerza y valor, también se veían rendidos. El horror había ocupado el trono de sus emociones, dispuesto a quedarse, y había modelado sus rostros hasta convertirlos en una máscara fúnebre, tensa.

De pronto, un sonido estrepitoso sacudió la tierra y lo sacó del ensimismamiento. Le siguieron dos más. Luego, una explosión. Y finalmente un destello blanco rasgó el horizonte a pocos kilómetros de distancia.

Los soldados se miraron. Conocían bien ese sonido. Y lo que seguía al sonido. Por un momento quedaron así, mirándose, pero cada uno buceando en las tinieblas de sus propias pesadillas y esperando la repetición que no tardó en llegar.

Otra vez tres estampidos. Una explosión. Un ojo blanco abriéndose en el cielo.

—Ya vienen… —dijo alguien.

La frase quedó congelada en el aire congelado. Un terror creciente comenzó a invadir el ánimo de los hombres. El capitán no fue ajeno a ese estremecimiento, la rigidez en los músculos de su rostro lo evidenciaban. Sin embargo, aún cargaba con la responsabilidad de conducir a aquellos hombres y decidió que así lo haría, sean cuales fuesen las circunstancias. Por eso, como buen militar experimentado, se obligó a tragar la pura desesperación. Se trepó sobre un bloque de hormigón y, cual orador mesiánico, su voz tronó desde el improvisado púlpito.

—Muy bien, muchachos, no tenemos mucho tiempo así que escuchen con atención.

En el margen opuesto del río, el Sniper enemigo buscó un punto de apoyo.

—Kriger, quiero diez hombres en cada uno de aquellos edificios que han quedado en pie. Cáceres, dos unidades en el flanco derecho…

El francotirador observó la imagen amplificada de Harper en el teleobjetivo.

—Hiro cubrirá el flanco izquierdo…

Apuntó.

—Kosowski, quiero que reúna a todos los hombres y formen dos líneas de defensa alrededor de…

Disparó.

El proyectil, una pequeña esfera de aleación líquida, abandonó la boca de fuego del arma y voló sobre el campo de cuerpos. En su recorrido, se aplanó progresivamente hasta convertirse en un disco perfecto de veinte centímetros de diámetro y el espesor de una hoja de bisturí. Cruzó por entre medio de los hombres a velocidad supersónica y se estrelló contra una columna de concreto, a unos diez metros de allí. Pero en su trayectoria, casi de camino, rebanó la cabeza del capitán Harper, un corte vertical limpio desde el ápice craneal hasta la cerviz, y la mitad trasera se desprendió como una tapa y luego se deslizó por su espalda derramando coágulos y sesos. Por un segundo el cuerpo quedó de pie, rígido, los brazos colgando como hilos, hasta que al fin la gravedad lo desplomó sin remedio contra el suelo.

Alrededor, los hombres quedaron paralizados, suspendidos en un halo de horror, como si ese instante de inactividad que precede al pánico se prolongara indefinidamente. Sin embargo, la secuencia duró apenas unos segundos. Hiro comenzó a retroceder, presa del miedo, y al tercer paso sintió el ¡clic! de una mina bajo su talón. El dispositivo emitió un sonido agudo que iba en aumento. No hacía falta levantar el pie, la bomba explotaría de todos modos. Apenas otorgaba dos segundos de precaria ventaja a su objetivo, en cuyo caso solo causaría mutilaciones gravísimas. Hiro lo sabía. Por eso se quedó ahí, fusil en mano, interrogando al vacío. Dos segundos después su cuerpo se desgarró en mil pedazos y voló. El aire se tiñó de rojo y descargó lluvia de sangre sobre los soldados.

Lo que siguió fue una masacre. Antes de que pudieran reaccionar surgieron sombras de todas partes, rodeándolos. Se movían a una velocidad increíble y escupían ráfagas de muerte. Los soldados corrieron abrazados a los fusiles slayer M30, disparando ciegamente. Se desperdigaron como hormigas buscando un parapeto y se arrojaron al suelo automáticamente. En la confusión del ataque, más minas fueron activadas. Entre el rebaño que se desgranaba se oía el agudo pitido, luego la explosión y de pronto se abría un surtidor de sangre en la tierra. No había mucho por hacer, excepto salvar la propia vida. El enemigo ya estaba apostado en los edificios, convertidos en fortalezas, y desde allí sembraba el estrago. Los soldados caían como muñecos —y de ellos, pocos lo hacían de una sola pieza— antes de poder procesar su horrible muerte, engrosando así la alfombra de cuerpos que acolchaba el terreno.


Ilustración: Tut

Algunos lograron resguardarse en lugar seguro. Jaric, entre ellos, se atrincheró detrás de las ruinas de un muro y disparó hacia la cortina de nieve. El ruido de las descargas era ensordecedor. Sintió que una multitud de agujas hipodérmicas le atravesaba la espalda y la nuca. Era el miedo. El miedo es el motor de la guerra. Pero eso lo pensó después, mucho después, no en ese momento en que su razón vacilaba, aunque no lo abandonó por completo. Trataba de concentrarse en los objetivos y direccionar los disparos, pero su mente era una máquina descompuesta. El ruido era un metal frío lacerando el cerebro. La locura. Las balas multiformes zumbaban a su alrededor. Un dolor pulsante le mordió la pierna y de ella emergió un borbollón de sangre. Gritó. Luego notó que sus sentidos le abandonaban. Misiles teledeath comenzaron a llover del cielo. Jaric se echó de espaldas, rendido, y fijó sus ojos en las alturas. El cielo era una caldera al rojo vivo, cruzada por un río de obuses. Todo un espectáculo, realmente, pensó Jaric. Sintió que alguien lo tomaba de la chaqueta y lo arrastraba con violencia. En ese instante se desmayó y sus pensamientos se hundieron en pozos de negrura.

Fluyó una cantidad indefinida de tiempo. Cuando Jaric abrió los ojos lo primero que notó fue que estaba en un lugar cerrado, húmedo y frío. A unos metros había un hueco deforme en la pared, lo que había sido otrora una puerta. A través de ella pudo divisar una parte de terreno, donde el humo se arrastraba en finas hebras a ras del suelo. Kosowski se acercó a él con una jeringa en la mano. Jaric lo tomó del brazo.

—¿Qué… pasó?

—Tranquilo, hermano —dijo Kosowski.

Levantó la manga de la chaqueta de Jaric y le inyectó una buena dosis de metamorfina.

—Con esto vas a tirar un buen rato.

Recién ahí Jaric recordó la herida de la pierna. Levantó la cabeza y pudo ver el tejido tenso por la hinchazón y el color violáceo de la piel. Un pus verdoso brotaba de la herida y le bañaba el muslo.

—¡Muchachos, acérquense! —gritó Kriger—. Creo que encontré algo.

Los hombres se reunieron alrededor del aparato de comunicación en el que Kriger hacía horas trataba de lograr un contacto.

—¿Hola? ¿Hola? Aquí división 1-11-14. ¿Alguien me escucha?

Silencio.

—¿Hola? ¿Alguien, por favor…?

Aquí Central arco 16 —dijo alguien del otro lado—. Adelante 1-11-14, lo escucho. —La voz llegaba contaminada de estática. Pero llegaba.

—¡Gracias a Dios! —dijo Kriger tratando en vano de contener la emoción—. Central, aquí ha ocurrido una masacre. Fuimos emboscados en la zona 4 del radio G7. Éramos seiscientos hombres, ahora sólo quedamos unos cincuenta. El resto ha muerto, señor. Incluido el capitán.

Se hizo un breve silencio y luego la voz contestó:

Entendido. Seguirá al frente quien siga en la cadena de mando. Es de vital importancia que no se muevan de donde están.

—¿Enviarán ayuda, señor?

Otra vez silencio.

—Busquen un lugar seguro para esconderse y no salgan por ninguna razón.

—Señor, hay algo más. —Kriger sintió que una flema tibia le obstruía la garganta y la empujó hacia abajo—. Se llevaron los cuerpos, señor —dijo al fin con un hilo de voz.

Pero… ¿qué dice, soldado?

—Eso, señor. Los cadáveres no están. Se los llevaron ellos.

Esta vez el silencio fue más prolongado. Kriger y todo el grupo esperaba la respuesta del otro lado que no llegaba. Los soldados comenzaron a sentir una impaciencia enfermiza.

Es que… aún no lo saben, ¿verdad? —Por primera vez la voz perdió el tono neutro y pareció vacilar—. Todos los muertos han desaparecido. Hay versiones de cargamentos repletos de cadáveres. Quién sabe a dónde los han llevado… y para qué.

Involuntariamente, las respuestas a esas preguntas comenzaron a estallar en los rincones tortuosos de la mente. Oscuras intuiciones del miedo.

—Enviarán ayuda, ¿verdad?… —preguntó, Kriger—. Señor, ¿ha escuchado?

Nada.

—¿Señor?

Que Dios nos ayude, hijo… —fue lo último que dijo. Luego la comunicación se cortó.

Los días que siguieron fueron una larga y lenta agonía. De los pocos sobrevivientes de la masacre, muchos tenían heridas infectadas producto de los versátiles proyectiles. Las reservas de alimento comenzaban a escasear, al igual que las dosis de metamorfina. Y los soldados sabían que cuando esta última se agotara, todo el dolor que venían adormeciendo con la droga se despertaría y les pasaría una buena factura. La nieve, aunque incesante, a veces caía con menor intensidad y dejaba paso a unos débiles rayos de sol. Pero esto no atenuaba el estado de desolación permanente, sino que apenas evocaba lo que había sido antes e intensificaba el horror presente. No había nada para hacer, salvo esperar y otear el horizonte. Expectantes.

Días más tarde los hombres seguían acurrucados en el rincón de ese edificio demolido que habían adoptado como madriguera. Los analgésicos se habían acabado hacía rato. Jaric sintió una punzada en el muslo que ascendía reptando hacia la ingle y miró el amasijo verdeazulado que era su pierna. Éste parecía observarlo con la promesa de nuevas y lacerantes posibilidades de dolor.

Cáceres lo miró. Sacó una bolsa de tabaco y papeles de seda y armó dos cigarrillos. Prendió uno y se lo alcanzó a Kriger. Luego encendió el otro, le dio dos buenas pitadas y se lo ofreció a Jaric. Éste inspiró profundamente y sintió cómo los pulmones se le llenaban de un humo picante.

—Este tabaco sabe como la mierda —dijo Jaric mientras exhalaba el humo blanco y los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Será porque es eso, justamente —respondió Cáceres—. Mierda de caballo secada al sol.

En otro momento hubieran reído a carcajadas. Pero la risa era una nota extraña, ajena, que no tenía ningún derecho sobre aquellos hombres y aquel lugar. De modo que se quedaron callados, fumando en la oscuridad.

De pronto, un aullido prolongado perforó el silencio. Los soldados salieron de la guarida en tropel, con el arma dispuesta. Afuera era noche. La noche era una boca negra y hambrienta. Kosowski estaba parado a unos metros de la abertura, temblando. Se acercaron hacia donde estaba y entonces ellos también lo vieron.

No podían creer que hubieran sido capaces de construir semejante monstruosidad. Pero lo habían hecho.

Frente a ellos, un engendro de carne y acero con forma de velocirraptor de cuatro metros de altura se había detenido y los miraba fijamente… o eso suponían. Cada pata era un pistón hidráulico de gran longitud y las dos extremidades superiores tenían tres falanges que terminaban en mortales bocas de metal storm. Y en el centro, como una horrible versión cyberpunk del Hombre de Vitruvio, el cadáver permanecía ensamblado con los brazos y piernas extendidos. Una estructura metálica adaptada a la perfección al cuerpo muerto, y conectada a éste mediante cables que palpitaban sobre la ajada carne, y varillas de hierro multisegmentadas que sobresalían de cada articulación. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario se movían a la par del cadáver, dotado éste de alguna extraña fuerza que le otorgaba vida y movimiento. Al parecer, el enemigo había encontrado un mecanismo interno capaz de reactivar el cuerpo muerto, utilizado como circuito conductor. Máquinas metahumanas. Muertomáquinas.

Un grupo de cincuenta de ellos había cruzado el río y se dirigía ahora hacia donde estaban. Un ejército monstruoso salido del Inframundo. La cabeza —en aquellos que aún la tenían— colgaba del cuerpo como un apéndice inservible.

—Ya no son humanos.

—Es solo materia orgánica.

—La esencia vital ha desaparecido.

—Ahora son monstruos.

Alguien gritó:

¡Disparen, cabrones!

Como si de repente hubieran sido arrancados de una pesadilla alucinante, comenzaron a disparar hacia los muertomáquinas. Éstos se dispersaron enseguida y los soldados pudieron comprobar con espanto lo que sucedía. El grupo era apenas una línea de avanzada. Del otro lado del río, bajando por la pendiente, una horda de miles de ellos avanzaba a gran velocidad. Velados por la nieve, parecía a la distancia una nube gris que descendía en cascada. Una oscura marea que al poco tiempo asumió formas aberrantes. De cada uno brotaba un torrente mortal de proyectiles. Lo único que los movía era matar, matar rabiosamente. Y eso hacían.

En cuestión de segundos estaban ya a pocos metros de allí. La matanza se desarrolló casi sin resistencia. La mayoría de los soldados ni siquiera atinó a defenderse. Algunos se persignaron, otros lloraron y llamaron a gritos a su madre. La muerte cortó de cuajo las plegarias y puso fin al sufrimiento. El reposo.

Jaric había quedado atrás, apoyado sobre el marco de la abertura. Al dolor de la pierna ahora se le sumaba otro. Un proyectil, en este caso una saeta estriada con punta molecular, le había atravesado el omóplato y lo había dejado clavado en la pared. El dolor era insoportable. Pero aún peor que el sufrimiento físico fue lo que le tocó presenciar. El destino quiso que fuera el único en ver el fin de la masacre. Los muertomáquinas avanzaban despacio. Se detenían y disparaban cada tanto una descarga fulminante. El tiro de gracia. Los ecos de la horrible carnicería se dilataban en la noche hasta el infinito.

Al fin, uno de ellos se acercó hasta donde estaba Jaric. Se inclinó lentamente, emitiendo un suave bufido neumático, y quedó tan cerca que Jaric hubiera podido tocarlo. La cabeza oscilante se movía a pocos centímetros de su propia cara. Era el capitán Harper. Parecía observarlo detrás de la máscara de putrefacción que era su rostro. De su cabeza destrozada aún colgaban hilos resecos de masa encefálica.

—¡Por favor, capitán, no lo haga! —suplicó Jaric con la voz ahogada por un vómito de sangre—. ¡No me mate, capitán!

Antes de morir, Jaric pudo ver un líquido negro que fluía en el torrente de las venas, dibujando una telaraña monstruosa bajo la capa muerta de epidermis. «Nanorrobots, sin duda», pensó. Y fue lo último que hizo. El muertomáquina de Harper apoyó el caño de cuatro bocas sobre la cara de Jaric. Descargó una ráfaga seca, tajante. Un fogonazo amarillo salió del brazo-caño y un segundo después la cabeza de Jaric había desaparecido. En su lugar, solo quedó una mancha negra sobre la pared.

Harper acercó su asquerosa cabeza a la del cadáver. Del agujero negro de su boca emergió una microaguja que se incrustó en el pecho de Jaric. Un río negro de seres subatómicos se introdujo en la red de arterias y venas. Se desplazó en el territorio de su cuerpo ordenadamente, como un disciplinado ejército. Desde los tejidos hasta los huesos, en cada célula donde pesaba la gota del huésped, resonaron los ecos de la voz del líder:

—¡De pie, soldado!

 

 

Hugo Perrone nació en 1977 y es profesor de Lengua y Literatura. Casado, con dos hijos, escribe desde los quince años pero ha comenzado a hacerlo con mayor seriedad hace unos cinco años. Es un escritor aficionado a los relatos de terror, ci-fi, fantástico, y a toda aquella literatura que implique una ruptura con la realidad. Nos dice: «Siempre espero que mis cuentos aporten algo, que los lectores sientan, al finalizar la lectura, que no han perdido el tiempo, y que esos minutos que les ‘robamos’ sean compensados».

Ya ha publicado en Axxón sus cuentos MÁQUINA DE SANGRE y LA VOZ EN LA PUERTA.


Este cuento se vincula temáticamente con ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao; AL ACECHO, de Eduardo L. Poggi y FAST FOOD, de Javier Fernández Bilbao.

Axxón 216 – marzo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Invasión : Nanotecnología : Zombis : Argentina : Argentino).


5 Respuestas a “«¡De pie, soldado!», Hugo Perrone”
  1. amparo.bonilla. dice:

    Hola Victor Hugo, me gustó tu blog.
    Muy bien narrado todo.

  2. VictorHugo dice:

    Hola, Amparo. Gracias por tu lectura y comentario. Hasta el próximo delirio ;D

  3. FABI175 dice:

    BUENISSIMO!!!!

  4. VictorHugo dice:

    Gracias fabi175!!!!! Me alegra que te haya gustado. Un abrazo ;D

  5. Mariana Leiva dice:

    Hola Hugo! me gusta mucho lo que escribís, te googlee para ver qué más había. Muy buen cuento!

  6.  
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