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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: TUT+Laura Paggi

El primero que murió fue el Comisario. Era lógico, era el más viejo. Nos dimos cuenta cuando dejó de sacudirse las moscas con la cabeza y se quedó quieto. Los otros cuatro se dieron cuenta por el movimiento de los vecinos cuando lo llevaron a enterrar y volvieron a suplicar que los mataran… lo que nadie hizo.

Por el contrario, la gente los alimentaba y les daba de beber, más que nada para mantenerlos con vida y seguir atormentándolos con cigarrillos prendidos que les clavaban en el cuello, en la cara… y alguno hasta en las bolas. Sobre todo las mujeres jóvenes que habían sido sus víctimas.

Pero eso no duraba mucho, porque los alaridos hacían venir al Cura que sacaba corriendo a los resentidos verdugos. El Cura no podía hacer guardia permanente, así que en cuanto se descuidaba, los vecinos volvían al ataque.

Pero mi padre nunca hizo eso. Por el contrario, cuando quise tirarles una piedra, ya que en ese entonces yo todavía no fumaba, me detuvo con firmeza pero con esa ternura tan propia de él.

—Hijo… ¿No le parece que ya están sufriendo demasiado? ¡No sea como ellos!

Entonces me limité a mirar a los cinco en su lenta agonía bajo la arcada del costado de la Iglesia, hasta que fueron cuatro… y tres… y dos… y el último se murió antes de la Navidad.

No tengo dudas de que mi padre, de ser otra su crianza, los habría matado por compasión. Pero si bien él no tenía tanto resentimiento contra ellos, sordamente dejaba que cosechasen lo que habían sembrado por años.

 

Antes de seguir contando, bueno es que diga quienes fueron estos cinco personajes que tuvieron tan mala muerte.

Comencemos por el Comisario. Era gordo, muy gordo. Más que gordo desparramado para los costados. Apenas podía moverse, pero mal que mal caminaba.

No se bañaba nunca; así que había que tener coraje para estar a unos pasos de él. Y si tenía ganas de tirarse un pedo, no medía tiempo ni lugar. Donde estuviera hacía temblar todo en derredor y todos salíamos corriendo antes de que el olor nos alcanzase.

Comer… un chancho del corral era un doctor al lado de él. Y una de las cosas que solía hacer era meterse en la boca de a cinco o seis aceitunas, masticarlas con mucho ruido y después escupir los carozos todos juntos.

Con la diferencia que siempre los escupía sobre alguien… y ese alguien no sólo se la debía aguantar, sino que ¡guay que se atajara o esquivara! Le daba de sablazos hasta que no podía más, luego volvía a comer aceitunas y escupía los carozos encima del pobre infeliz tirado en el piso.

Sigamos por su hijo, Mario. Decir que estaba loco era ofender… a los locos. Por cualquier cosa molía a palos a su mujer y a su hijo chico. También lo hacía con la Anita desde que cumplió los quince. No sólo la tenía de mujer a la fuerza, sino que le pegaba y, a veces, la obligaba a pasear desnuda por el pueblo. Los hombres procuraban no mirarla, porque si les podía llamar la atención su cuerpo, su rostro lloroso obligaba a dar vuelta la cabeza. Si alguien, alguna vez, intentó salir en defensa de la pobre infeliz, no vivió para contarlo.

Bueno, uno salió vivo… pero ya contaré sobre él.

No era porque Mario fuese bravo con el cuchillo, sino porque jamás peleaba solo. Arturo y Raúl, otros dos que hay que nombrar, siempre estaban con él. Eran sus amigos de infancia y tan malvados como él.

Entre los tres violaron a Anita y entre los tres la dominaban y hacían lo que querían con ella. Y entre los tres, por supuesto, buscaban siempre pelea, basureaban a todo el mundo y no conocían límite. Mujer que se les antojaba, mujer que no demoraba en pasar por todos.

El Comisario, que respaldaba todo eso, era tan viejo y gordo que ya no podía hacer nada con una mujer; pero no se privaba de mirar y de meter mano cuando quería.

Más de una mujer terminó con su vida con veneno para ratas, entre ellas la mujer del Administrador, asqueada y horrorizada.

Si mi madre se salvó fue porque, cuando me tuvo a mí, su único hijo, ya había pasado los cuarenta años. Fui el hijo de la vejez de mis padres.

O, tal vez, como mi padre era el dueño del boliche y almacén de ramos generales, siempre había el peligro de que les envenenara la ginebra que nunca pagaban. Si mi padre estuvo dispuesto alguna vez a hacerlo, pese a todo, no lo supe nunca. Pero creo que no lo hizo por temor a las represalias del último, el que me queda por nombrar, el que casi nunca estaba en el pueblo, pero que respaldaba todo eso.

El Patrón.

No estoy seguro desde cuándo estaba este grupo al servicio del Patrón. Sí sé que, un año antes de que yo naciera, el Patrón se llevó a los tres más jóvenes a Buenos Aires. Se dijo que había habido una huelga, donde había muerto mucha gente. El Patrón se los había llevado para romper a palos las cabezas de los revoltosos. Después, ya de grande, supuse que sería lo que se conoció como la «Semana Trágica»(1).

Mientras Mario, Arturo y Raúl estuvieron fuera con el Patrón, los vecinos sólo tuvieron que aguantar al Comisario. Fue un respiro, nada más. A su regreso, la vida volvió a ser igual de desesperante.

Cuando violaron a la mujer del Administrador, éste se quejó al Patrón. En vez de protegerlo, dio orden de que lo ataran a una silla y la volvieran a violar delante de él y que después le dieran una pateadura. El Patrón hizo así saber que él mandaba y que a su gente no se le podía poner trabas. La mujer, como ya dije, se mató con veneno para ratas; y el pobre hombre debió morderse y aguantarse sabe Dios por qué.

Así fue que, cuando yo tenía diez años, el Patrón se volvió a llevar a su tropa a Buenos Aires. Esta vez, según dijo, era porque lo iban a voltear al «Peludo» y había que romper cabezas de radicales(2). Después de más de diez años habría en el pueblo un tiempo de relativa calma.

Fue a los dos días que se fueron que sucedieron las cosas que cambiarían todo para siempre. Y me queda la cosa de que fui yo quien lo descubrió.

 

Estaba cazando pajaritos en el monte cuando escuché ladrar a mi perro; lo seguí y, en una hondonada, lo encontré.

Era un hombre enorme, más alto que cualquier hombre que hubiese conocido. Estaba tirado en el piso, dormido. Respiraba, pero levemente. Estaba completamente desnudo.

Era un hombre extraño, no tenía pelo por ninguna parte, ni cejas ni pestañas. La piel era pálida, casi del color de la ceniza. Era flaco y, si algo me llamó más que nada la atención, fueron sus manos. Tenía unos dedos larguísimos, finos, casi manos de doctor.

También era cabezón, sus orejas eran tan chicas que parecían las de un bebé. Casi no tenía nariz, la boca era chica y los ojos, aún cerrados, eran grandes pero achinados; si no hubiesen sido tan grandes, habría dicho que eran ojos de indio.

Corrí a buscar a mi padre y le conté lo que pasaba. Él, de inmediato, juntó algunos hombres, cargó una camisa y un pantalón de los más grandes que tenía y partieron a donde estaba el hombre.

Cuando llegamos, vi la contrariedad de mi padre. Habría necesitado una ropa más grande, pero no la tenía.

—¿Alguien lo conoce?

—No, es de afuera.

—El tren pasó ayer y no paró.

—Estamos muy lejos del tren. Este hombre vino de otra parte.

—¿Pero de dónde?

El viejo Rosendo lo revisó.

—No hay huesos rotos, no está herido… parece que está dormido.

—Como sea, no lo podemos dejar en medio del monte —dijo mi padre. —A ver, hay que ponerle el pantalón para taparle las vergüenzas. Entre todos, vamos.

Y así fueron los hombres grandes llevando al dormido hacia el pueblo. A mitad de camino se sumó el Comisario, quien lo miró con curiosidad. Los hombres que lo cargaban torcieron el gesto con asco. El Comisario, por su parte, venía masticando sus aceitunas y lanzó su andanada sobre el cuerpo del hombre. Íbamos demasiado rápido para él, así que pronto quedó atrás.

Fue idea de mi padre el llevarlo a la trastienda de nuestro boliche. Allí lo pusieron sobre un catre improvisado. Cuando entramos, todos estaban expectantes. Miraban curiosos al hombre que cargaban mi padre y otros tres.

Teresa, la costurera, le tomó medidas y con tela que le dio mi padre le hizo un pantalón y una camisa. Mi madre no podía hacerlo, ya que le daba vergüenza. Ella nos hacía la ropa a nosotros, pero Teresa… bueno, hoy sé que Teresa no sólo hacía ropa.

Alguien le armó unas ushutas(3), las más grandes que se podía, porque sus pies eran enormes y también con dedos muy largos. Y así el hombre estuvo dormido dos días.

 

Como yo siempre me asomaba en los momentos que podía, lo vi despertar de a poco. Avisé a mi padre, pero también me oyeron otros parroquianos y de inmediato se corrió la voz. Cuando este hombre abrió los ojos, sentado en el catre, lo primero que vio fue un grupo de pobladores mirándolo con ansiedad. Todos vimos en que tenía unos ojos celestes como el cielo, por lo que pensamos sería gringo.

—Buenas tardes —dijo mi padre con tono amable—. ¿Se siente bien?

El hombre primero tuvo una mirada de extrañeza y luego sonrió.

—Sí… un poco mareado. Gracias. ¿Dónde estoy?

Al menos hablaba en cristiano. De una forma rara, pero cristiano al fin de cuentas.

—Está en mi boliche. Lo encontramos hace unos días dormido en el monte. ¿Cómo se llama, amigo?

El hombre amagó a decir algo, pero de golpe su cara se transformó en sorpresa y tal vez algo de miedo. Se tocó la cabeza mientras respondía de forma angustiosa.

—No, no sé. No recuerdo.

—Amnesia —dijo el Cura que había sido de los primeros en llegar. Todos lo miramos.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Es una enfermedad. La gente no se acuerda cómo se llama, de dónde viene… no se acuerda de nada.

—Creo que eso es lo que me sucede —dijo el hombre—. Trato de recordar algo… pero no puedo ver más atrás de lo que estoy viendo aquí y ahora.

—En el monte no había nada que pudiera ser de él —dijo uno de los hombres que lo habían traído. Y yo podía afirmarlo.

—Pero esta ropa…

—Se la hice hacer yo. Usted es bastante largo, mi amigo. Flaco pero largo. Nada de lo que hay acá le calza.

El hombre sonrió.

—Le agradezco su generosidad… pero me gustaría retribuirle. Sólo que… no sé cómo.

—Por eso no se preocupe. A lo mejor hay gente que lo está buscando, ya sabremos cómo se llama. Mientras tanto… habrá que darle un nombre.

Mi padre miró en derredor, pero a nadie se le ocurría nada. El hombre reparó en el Cura.

—¿Usted es sacerdote? ¿Sacerdote católico?

El Cura lo miró con desconfianza. Después confesaría que un católico lo habría reconocido por la sotana, lo que indicaba que este hombre podía ser un hereje. Pero en ese momento no hizo comentario.

—Sí, lo soy.

—Dígame. El día que me encontraron… ¿Qué santo era?

—Pues… era seis de septiembre… San Donaciano. Así lo bauticé al hijo de la Pancha.

—Entonces me llamaré Donaciano, hasta que recuerde mi verdadero nombre o alguien reclame por mí.

En eso el olor nos hizo fruncir la nariz a todos, incluso a Donaciano. Había entrado el Comisario. Y, como siempre, venía masticando aceitunas.

—¿Qué tenemos acá?

El Cura fue el que habló primero.

—No se acuerda quién es ni de dónde vino. Le deben haber golpeado la cabeza.

El Comisario apenas enarcó las cejas con curiosidad, luego lo enfrentó.

—Bueno, flaco, a lo mejor te curás, a lo mejor no. Pero acá yo soy la autoridad y tenés que andar derechito. ¿Está claro?

Donaciano lo miraba con desagrado. Ya le resultaba difícil soportar el olor, más aún la actitud prepotente de semejante gordo. Pero la gota que derramó el vaso fue cuando el Comisario le tiró su andanada de carozos a la cara.

Cuando quisimos acordar, el Comisario estaba tendido en el piso con la nariz sangrando y Donaciano todavía tenía el puño cerrado frente a sí. Entremedio había habido sólo un golpe seco.

—No tendré memoria, pero tengo dignidad. Usted no debe tratarme así. Ni a mí ni a nadie —fue la serena pero seca palabra de Donaciano.

No pude evitar reírme a carcajadas. Yo también había recibido los «carozazos» del Comisario y me sentía vengado. Pero éste, con una agilidad que no le conocíamos, se levantó indignado, peló el sable y se vino hacia mí.

—¡Mocoso de mierda! ¡Ya te voy a enseñar a reírte de la autoridad!

Mi padre y mi madre avanzaron para interponerse entre el sable y yo, pero no hizo falta. Con una velocidad increíble, Donaciano detuvo el brazo del Comisario, le apretó la mano y lo obligó a soltar el sable hasta que quedó dueño de él. La mirada que tenía Donaciano era terrible.

—Sólo un cobarde miserable ataca a un niño con semejante arma.

Y de inmediato con las dos manos quebró el sable como si hubiese sido una caña seca. Tiró los dos pedazos al rincón. Miró al Comisario con tal furia que nos hizo tener miedo a todos.

—Repite, no sólo conmigo, sino con cualquier otro, esa broma de las semillas y le aseguro que deseará no haber nacido. Ataca otra vez a cualquiera que no pueda defenderse… le aseguro lo mismo.

El Comisario estaba aterrorizado. Se retiró con una velocidad que no creímos posible en semejante bola de grasa. Cuando se hubo ido, la gente miró a Donaciano con preocupación.

—Se echó encima un enemigo fiero, Donaciano —dijo mi padre.

—No lo busqué, él me buscó… y me encontró.

—Bueno… al menos por un tiempo vamos a estar en paz. Mientras tanto, seguro tiene hambre.

Y todos sonrieron, aunque brillaba en cada ojo una lucecita de miedo por lo que podría pasar cuando volviesen Mario, Arturo y Raúl. La otra vez el Patrón los había tenido, contaban, por una quincena o más. Ahora podía ser otro tanto.

 

Donaciano comió poco. Rechazó casi toda la carne, pero le gustaron las verduras. Rechazó también el vaso de vino, después de probarlo con desagrado. Sólo tomó agua. Agradeció con corrección que le hiciéramos lugar en nuestra mesa. Cuando terminamos, miró a mi padre con amabilidad.

—Señor… mientras vuelve mi memoria… o se sabe algo de mí, me gustaría ayudar aquí.

Mi padre lo miró con cierta compasión. Esos brazos flacos, esas «manos de doctor», esos dedos largos… bien, había quebrado el sable del Comisario en un momento de furia; pero de ahí a hacer la jornada que hacíamos nosotros.

Aún así, no quiso ofenderlo. Lo llevó al patio y yo los seguí.

—¿Ve esas bolsas? Me las dejaron esta mañana. Tengo que meterlas en el galpón antes de que llueva. ¿Cree que…?

La intención de mi padre era que viese la dificultad de la tarea. Cada bolsa mi padre y un peón la llevaban adentro con mucho esfuerzo. Era una tarea para la que usaban una mañana completa. Iba a decirle: «¿Cree que con esos brazos podrá arrastrar siquiera una?»

Pero Donaciano no le dio tiempo. En dos pasos llegó al montón de bolsas y alzó dos, una con cada brazo. Sin perder tiempo se metió con las bolsas en el galpón, luego volvió por otras dos y, en poco más de lo que dura un Padrenuestro, ya estaban todas las bolsas adentro. Mi padre y yo estábamos perplejos, mudos de la sorpresa. ¡Este hombre era tremendamente fuerte! Luego se acercó sonriente a nosotros, sin mostrar cansancio alguno.

—¿Están bien donde las dejé? Si quiere, las cambio a otro sitio.

Mi padre y yo salimos de nuestra sorpresa y lo seguimos al interior del galpón. Las bolsas no sólo estaban apiladas prolijamente, como formando una montañita pareja, sino que dejaba el paso a las otras dependencias.

—¿Y? ¿Qué dice? ¿Las dejo así o las cambio?

—No… están bien así. Gracias.

—No podía menos. Usted me dio techo, ropa, comida… ¿Qué menos puedo hacer?

Entonces mi padre volvió en sí.

—¿De dónde sacó esa fuerza, Donaciano? ¡Para mí es imposible levantar una bolsa yo solo!

Donaciano lo miró con sincera incredulidad.

—¿De verdad?

—¡Sí, de verdad! ¡Usted es un hombre muy fuerte! ¡No sé de nadie que sea tan fuerte! ¡Otros hombres fuertes no son… no son tan flacos como usted y no harían este trabajo ni en el doble de tiempo!

Donaciano, desconcertado, se miró los brazos. No supo qué responder, pero de inmediato sonrió y miró a mi padre.

—Eso… eso quiere decir que puedo ayudarlo. ¿No es así, Jefe?

Jefe. Así lo llamó por primera vez y así lo llamó hasta el último día que estuvo. Mi padre sonrió resignadamente y asintió.

—Sólo le puedo ofrecer el lugar donde ha estado durmiendo hasta ahora. La comida… y alguna plata por quincena. Hasta que, bueno, hasta que se arregle lo suyo.

—Estoy de acuerdo.

Mi padre quedó preocupado. De no ser por el episodio del Comisario, habría estado feliz. Pero sabía que tarde o temprano volverían los otros y… vaya a saber lo que pasaría.

 

—¡Viejo, levantate viejo! —escuché a mi madre desde la otra habitación. Ella siempre se levantaba más temprano, ya que mi padre debía atender el boliche hasta tarde. Supuse que algo importante pasaba y me apuré a levantarme yo también. Cuando los tres estuvimos en el boliche no podíamos creer lo que veíamos.

Mi padre no acomodaba a la hora de cerrar, dejaba todo como estaba y era mi madre la que limpiaba a la mañana. Pero ahora todo estaba ordenado, limpio, como mi madre jamás pudo dejarlo. Parecía que nadie hubiese estado en todo el día anterior.

—¡Donaciano! —exclamó mi padre, aunque no hizo falta que lo dijera. Todos lo suponíamos. De inmediato fuimos hasta el galpón y la sorpresa fue mayor. Todo estaba acomodado, ordenado, limpio, lo limpio que podía estar un lugar que era depósito de bolsas de semillas, de harina, de herramientas, de todas las cosas que se venden en un almacén de ramos generales. Mi padre, mi madre y yo mirábamos con asombro; todo estaba cambiado de lugar pero ordenado de tal forma que había que ser muy bruto para no darse cuenta dónde estaban las cosas.

Un ruido nos llamó la atención. Vimos a Donaciano que venía con unas maderas. Nos miró y sonrió.

—¡Buenos días!

—Bue… buenos días —respondió mi padre y señaló en derredor—. ¿Usted hizo esto?

Donaciano se encogió de hombros.

—No podía dormir.

—¿Y esas maderas? —pregunté yo.

—Hay un agujero en el techo. Lo descubrí cuando acomodaba. Usted dijo que llovería.

Y se puso a trabajar. De más está decir que en menos de una hora el agujero estuvo tapado.

 

Mi padre estaba más que satisfecho con Donaciano. Este hombre se llevaba bien con todo el mundo, salvo, claro está, con el Comisario, que había dejado de venir al boliche.

Cuando mi padre le dijo que podía pagarle, pero no por todo el trabajo que hacía, él sólo se encogió de hombros y pidió como pago parte de una tela que había ahí, aparte de hilo, agujas, tijeras… algo iba a coser.

A la tarde tenía hecho un traje con esa tela. Se lo había cortado y cosido él mismo. Un traje raro, pero muy bien hecho. El Administrador, que cada tanto venía al boliche, dijo que parecía cosido por un sastre inglés… lo que no le hizo gracia a Teresa. Entonces Donaciano le prometió solemnemente que no cosería más ropa que para él mismo, con lo que Teresa se tranquilizó.

Pero cosa que estaba rota, iba Donaciano y la arreglaba. Fuese un techo, hacer un rancho, armar un corral, arreglar la bomba de agua… ¡Qué no hacía! ¡Y todo bien! Hasta unos zapatos se hizo que, según el Administrador, sólo los hacían en Francia y eran muy caros.

 

Una de las cosas que arregló fue el viejo armonio que era de la Iglesia. El Patrón, en su único arranque de generosidad, había regalado a la parroquia un armonio nuevo, mejor que ése. Donaciano arregló el viejo y lo llevó al boliche.

Y todas las noches tocaba unas músicas raras pero muy bonitas. Asombraba ver esos dedos largos sobre las teclas, cada uno parecía tener vida propia.

Cuando le pedíamos que nos dijera qué pieza era la que había tocado respondía con tristeza que no lo recordaba; era evidente que su memoria no iba a volver tan fácil.

Una en particular, que la tocaba casi siempre, lo hacía lagrimear. Cuando le preguntábamos por qué, él respondía que no sabía. Pero esa pieza debía significar mucho para él.

 

Así Donaciano, en algo más de una semana, se hizo querer por todo el mundo. Salvo el Comisario, claro, al que veíamos poco. Pero cuando lo veíamos en otras partes, se le notaba el odio que tenía. Y como nadie le hablaba, creo que no supo nunca de la fuerza de Donaciano.

Él esperaba. ¿Qué esperaba? Lo que todos sabíamos. El regreso de su hijo y sus dos amigos.

 

—¡Vienen!

Lo dijo el Jefe de Estación en el boliche. Los que lo oímos no preguntamos quiénes, ya lo sabíamos.

—¡En el próximo tren! ¡Recibí el telegrama para el Administrador!

Ese día el boliche parecía un velorio. Todos sabían que entre los cuatro matarían a Donaciano.

Yo me di cuenta de que tenía que hacer algo. Donaciano no estaba en esos momentos, sabía que se había ido a trabajar en un alambrado roto. Me escapé del boliche y me fui corriendo.

Cuando llegué, para variar, ya había terminado y estaba acomodando las cosas para volver.

—Donaciano… ¿puedo hablar con usted?

—Lo escucho.

Y le conté todo. De Mario, Arturo y Raúl, de lo que hacían con la gente, que el Comisario era el padre de Mario, que respondían al Patrón, al cual no le importaba lo que hacían. No creo haberme olvidado de nada.

Me escuchó con atención, serio, sin mostrar emoción en ningún momento.

—Ahora entiendo los colores.

—¿Los colores?

—Los colores de sus almas. Cómo cambiaban cuando venía el Comisario. Esta muchacha, Anita, ahora entiendo su color…

—Yo no entiendo lo que dice, Donaciano.

—No se preocupe. Estoy recuperando algo de mi pasado, gracias a lo que me dice.

Hizo una pausa, pensativo.

—¿Y está seguro de que vendrán a matarme?

—¡Lo van a matar! ¡No creo que pueda con los cuatro! ¡Va a tener que irse!

—¿Y ustedes también se irán?

—¿Nosotros?

—Claro. Usted se rió de él cuando le di el golpe. Le quiso pegar con el sable y yo se lo rompí. Su padre me dio trabajo, amparo, me cuidó. Mucha gente de aquí me dio trabajo y buen trato. ¿Cree que si me voy se olvidarán de eso?

Confieso que en algún lugar de mi cabeza eso estaba pero yo no lo dejaba pasar al frente. Así, dicho por él, comencé a sentir que algo me apretaba la panza. Donaciano cambió de actitud y se acercó, poniéndome su tremenda mano en el hombro.

—Puede que todavía no recuerde del todo quién soy, pero recuerdo a quienes me hicieron bien. Además, todo eso que me ha contado me enoja. Yo no abandono a mis amigos.

 

Esa tarde, ya cayendo el sol, el Comisario estaba en el andén. Desde las ventanillas saludaban los tres malditos. Sonreían, pero en cuanto vieron la cara del Comisario se dieron cuenta de que pasaba algo grave. Noté también que Mario tenía una venda en la cabeza.

No me quedé a ver qué les decía, corrí al boliche y entré desesperado.

—¡Llegaron!

Ahí me di cuenta de que había pocos parroquianos, entre ellos el Cura y el Administrador. Y Donaciano justo le estaba sirviendo una ginebra al Cura. También estaba mi madre, angustiada. Ella casi nunca se asomaba por allí.

—Estás a tiempo de irte, hijo —le dijo el Cura con una angustia que no podía disimular. Donaciano sonrió con serenidad.

—No se preocupe, señor Cura. Se llevarán una sorpresa.

Volvió al mostrador y dejó apoyado el porrón de ginebra.

—Jefe.

—Diga, Donaciano.

—Como hay poca gente… ¿Qué le parece un poco de música?

No esperó respuesta y fue derecho al armonio viejo. Comenzó a tocar una marcha, rara pero grandiosa. Afuera el sol se ponía y no tardaría en quedar todo oscuro. Tal vez no viniesen esa noche, pensé. Pero vendrían a la mañana siguiente.

Pero me equivoqué.

Se había puesto el sol cuando el olor ya casi olvidado nos hizo fruncir la nariz y helar la sangre. Por la puerta aparecieron el Comisario, Arturo y Raúl. Mario no estaba, pero intuimos que estaría con Anita. Donaciano seguía tocando la misma marcha.

—La señorita toca el piano —dijo burlón el Comisario.

Donaciano dejó de tocar y el silencio se podía cortar con cuchillo.

—Le habrán enseñado las monjas —agregó Arturo.

Donaciano giró y se puso de pie.

—Por supuesto —dijo con su voz de siempre, amable y serena—. Sólo que nunca pudieron hacerme bucles.

Donaciano siempre hacía bromas sobre su falta de pelo y todos nos reíamos; pero esta vez no sucedió así. Sólo el Comisario tuvo una mueca.

—¡Así que el infeliz se cree gracioso!

Sacó su revólver y los otros dos lo imitaron. Se acercaron a Donaciano, el Comisario al medio, Arturo a la izquierda y Raúl a la derecha. Todos conteníamos la respiración, salvo Donaciano, que no parecía alterarse por nada.

—Tiene que morir lento —dijo el Comisario, mordiendo las palabras.

Lo que siguió tardo más en contarlo que el tiempo que demoró en suceder. Con la misma velocidad que había golpeado al Comisario por primera vez, Donaciano volvió a golpearlo, pero esta vez con la cabeza; en tanto que sus manos habían quebrado los brazos armados de Arturo y Raúl, con más facilidad que cuando en su momento habían quebrado el sable.

Veíamos al Comisario caído y desmayado, a Arturo y Raúl sujetando sus brazos rotos y chillando como marranos. Arturo quiso, con su brazo sano, levantar su revólver pero el pie de Donaciano le hizo añicos la mano. Donaciano, lo único que tenía era sangre del Comisario en la frente. No había perdido su expresión calma en ningún momento.

El primero que reaccionó fue el viejo Rosendo.

—Más vale que los mate, Donaciano. Estos tipos no perdonan.

Donaciano, serenamente, levantó los tres revólveres y los dejó a un costado, tomó el pañuelo de cuello de Raúl y se limpió la sangre de la frente. Luego se volvió hacia Rosendo.

—No quiero matarlos, pero no harán más daño.

—¿Y cómo piensa hacer eso?

—Ya lo sabrán.

Y con esa fuerza que a todos nos había causado admiración, tomó al Comisario del cinturón y lo levantó. Con la otra mano sujetó los cinturones de Arturo y Raúl y encaró para la puerta. Allí se detuvo y me miró.

—Me había dicho de un cuarto hombre…

—Sí… —respondí nervioso—. Debe haberse quedado con Anita.

Fue la primera vez que vi un brillo de odio en la cara de Donaciano. Volvió hacia la puerta y se perdió en la noche con su carga.

Todos nos habíamos quedado pasmados ante el suceso. Esperábamos ver muerto a Donaciano y a todos sufriendo el doble de lo que sufríamos antes; y ahora… ¿qué vendría ahora? Porque el Patrón era cortado por la misma tijera que ellos y no tardaría en encontrar tipos que nos hicieran la vida imposible.

Salí detrás de ellos pero ya era noche cerrada. La luna apenas iluminaba y Donaciano no se había llevado ningún farol. ¿Vería en la oscuridad? Francamente, no me habría extrañado en ese momento.

De una cosa estaba seguro: iría a buscar a Mario.

Volví al boliche, donde todos estaban comentando con ansiedad lo que había pasado. Busqué un farol, lo encendí y me fui directo a lo de Anita. Allí me encontraría con Donaciano seguramente.

Cuando llegué, Anita estaba gritando, como siempre que Mario estaba con ella. Gritaba por instinto, porque sabía que nadie vendría a auxiliarla. Sin tiempo de llegar a la puerta, vi la figura de Donaciano, solo, que salía del monte cerrado y avanzaba decidido hacia el ranchito. Sólo apartó la cortina y entró.

—¿Pero qué mierda…? —escuché la voz inconfundible de Mario. Luego un golpe y los quejidos apagados de Anita.

—Yo no te veo, Anita —dijo Donaciano con su voz amable—. Sólo me llevo esta basura que no te molestará otra vez.

No demoró Donaciano en salir con el cuerpo desmayado de Mario y volver a perderse en el monte. Corrí tras él pero me di cuenta que no había tomado camino alguno, sino que había cortado a través de las plantas. Y no encontraba cómo seguirlo.

Giré y encontré a Anita, en el marco de la puerta, desnuda. No parecía importarle. La poca luz que venía de adentro sólo la enmarcaba. Era mucho para mis diez años, así que volví al boliche.

 

Esa noche la gente no entraba al boliche. Todos estaban afuera, mirando hacia un monte lejano. El mismo monte donde yo había encontrado a Donaciano. Una luz de fuego había allí.

Pero más que ver ese fuego, estábamos oyendo los alaridos de horror. Matar diez chanchos al mismo tiempo no llega ni a asomarse a lo que era ese griterío lejano. Gritos de dolor, de súplica. Pese a eso, podíamos saber que quienes gritaban eran el Comisario y sus tres cómplices.

Y por más que cada quien tenía una deuda con los martirizados, llegaba un momento en que la compasión trataba de abrirse paso entre la memoria y el odio. ¿Ir al lugar? Tal vez mañana, con el sol.

Sería una larga noche y muchos tal vez no dormirían. Yo, llegó un momento en que no di más y me fui a mi habitación.

 

—¡En la Iglesia! ¡En la Iglesia! —me despertaron los gritos. Por la ventana apenas estaba asomando el sol.

Me levanté y me vestí lo más rápido que pude. Vi que mis padres también estaban vestidos y salí con ellos hacia la Iglesia. Otra gente también iba en la misma dirección.

Cuando estábamos llegando vimos que algunas mujeres volvían horrorizadas, no los hombres. Fue llegar y encontrarnos con lo más espantoso que uno podía imaginar. Mi madre regresó espantada al boliche y quiso llevarme con ella, pero mi padre se lo impidió y me quedé con él.

Allí había cuatro sillas puestas en la galería exterior del costado de la Iglesia. Cuatro sillas viejas que Donaciano había arreglado, pese a que mi padre le había dicho que no valía la pena, que había sillas nuevas y de sobra.

Sobre esas sillas estaban el Comisario, Mario, Arturo y Raúl.

Sin brazos y sin piernas todos. Donaciano se los había cortado y luego había quemado los muñones para que no se desangraran.

También les había arrancado los ojos a los cuatro.

Tampoco tenían ropa pero, francamente, eso era lo de menos. Como Donaciano contaría en algún momento, había usado la ropa —la de ellos y la propia— para hacer el fuego con el que había quemado los muñones.

Allí estaban los despojos gimientes, recuperándose del dolor que habían sufrido, pero de a poco dándose cuenta de su nuevo estado.

Y en un costado, sentado de cuclillas en el piso, vestido con la ropa que Teresa le había hecho, estaba Donaciano. Jamás le había visto semejante cara de amargura. Los demás mirábamos la escena sin entender del todo. Sólo estaban los hombres… y las mujeres jóvenes, las que habían sido sus víctimas. Anita y la mujer de Mario entre ellas.

El primero en reaccionar fue el Cura que se acercó conmovido a Donaciano.

—¿Qué has hecho?

—He liberado lo peor de mí, señor Cura —respondió con voz triste—. Todos los seres de la Creación tenemos un monstruo dormido en el alma. Estos cuatro… lo tenían bien despierto. Estos cuatro vivieron causando miedo, dolor y desesperación. Estos cuatro estaban despertando el monstruo que habita en todas sus víctimas. Debí despertar mi monstruo para hacer lo que les hice.

—¡Y te has vuelto como ellos!

—A diferencia de ustedes, yo pude dormir nuevamente a mi monstruo. Yo puedo hacerlo. No es fácil. Me ayuda mi sentido de justicia. Pero era necesario hacer esto para que no volvieran a dañar como han dañado. No… no me siento orgulloso, pero tampoco estoy desesperado de culpa.


Ilustración: Valeria Uccelli

En ese momento el Administrador, que tenía cara de no haber dormido en toda la noche, encendió un cigarrillo y se acercó a Mario. Se detuvo un instante porque estaba demasiado cerca del Comisario y éste seguía con su horrible olor a mugre que el cigarrillo no ayudaba a tapar, pero aguantó.

—Mario.

—¿Quién habla?

—Sabés bien quién habla, hijo de puta. ¿Te gustaba mi mujer?

Y sin perder tiempo, le apagó el cigarrillo en la cabeza del pajarito que todos los hombres tenemos. El alarido de Mario fue horroroso. El Cura dejó de prestar atención a Donaciano y corrió hacia el atormentado. Tomó al Administrador por el hombro y lo apartó de Mario con violencia.

—¡Debería darte vergüenza!

—¡Vergüenza tenía mi mujer! ¿Se acuerda de mi mujer, Padre? Usted le negó sepultura porque se había matado. Ella y otras más están enterradas fuera del cementerio. ¡Usted nunca la escuchó llorar de noche!

—¡La venganza es mía, dijo el Señor!

—No sé si es venganza o es justicia. Por lo que sé, desde hace quince años estos tipos vienen tratándonos a todos como basura. ¿No le parece que están cosechando lo que sembraron?

El Administrador se retiró unos pasos.

—Donaciano.

—Lo escucho.

—Como se dará cuenta, yo tengo que informar al Patrón de esto.

Hubo un estremecimiento general.

—Cumpla con su deber.

—Le escribiré una carta y ésta saldrá mañana en el tren. Hasta que le llegue y decida venir, creo que tendrá tiempo de poner distancia.

—Le agradezco, pero creo que este hombre, el Patrón, merece que le preste atención.

El Administrador se encogió de hombros y tuvo una mirada terrible.

—De todos modos, usted sigue trabajando en el boliche. ¿No es así?

—Así es.

—Entonces venga con nosotros. Quiero tomar una ginebra… e invitarlo al Padre, que me parece que le hace falta.

Y de inmediato tomó al Cura por los hombros y lo forzó a seguirlo. El Cura, por su parte, amagó una resistencia; pero cuando vio el brillo de odio en la cara del Administrador, no tuvo valor para resistirse.

Y así se fueron alejando. Donaciano los siguió y mi padre me llevó a mí. Alcancé a ver cómo muchos hombres comenzaban a armar sus cigarrillos.

No habíamos llegado a la puerta del boliche que comenzaron a sentirse, lejos, los primeros alaridos. El Cura amagó volver pero el Administrador lo sujetó por los hombros con fuerza.

—¡Qué hiciste por mi mujer, cura cagón! —le dijo por lo bajo—. ¡Dejá, que ahora les toca a ellos!

Ese día, pese a que el sol no había llegado a lo alto, el Cura se tomó más de una botella hasta caer al piso. En un momento dejamos de oír los alaridos, pero sólo se habían desmayado.

 

El Administrador cumplió lo que había prometido. Dedicó el resto de la jornada a escribir la carta al Patrón y la envió al día siguiente. Todos esperábamos que llegase un telegrama, cuando mucho.

Pero no.

Vino el Patrón, en persona, acompañado por su hijo. Vino en su auto a los dos días. Se ve que la carta del Administrador tenía detalles que le resultaban increíbles.

Antes de seguir, debo hablar del hijo, Horacio. El niño Horacio.

Para ese entonces tendría unos treinta años y era abogado. El Administrador decía que era abogado a la fuerza, que había aprobado la carrera por ser hijo del Patrón, pero que era un inútil como abogado.

Tampoco había querido estudiar, no esa carrera por lo menos; pero el padre —el Patrón— lo tenía a cintazos desde chico así que no tuvo otro remedio.

Y cuando dije antes que alguien había salido con vida por defender a Anita de esos monstruos, me refería a él. Él se atrevió a enfrentarlos por ser el hijo del Patrón, así que por el momento retrocedieron. Pero cuando el Patrón se enteró, hizo que Mario y los otros le diesen una pateadura y luego le dijo que, como volviese a defender a los «negros», se iba a acordar de él para siempre.

No obstante, advirtió al Comisario y a los otros que sólo debían volver a pegarle si él lo autorizaba.

Desde ese momento su mirada fue apagada y triste. Parecía haber perdido la voluntad de vivir. Cuando venía, casi no salía del casco. Tanto el Comisario como los otros lo miraban y se burlaban, pero no volvieron a golpearlo. El Comisario, por su parte, nunca le escupió carozos encima, ni siquiera después del castigo que hizo dar el Patrón. No era tan bruto.

Y así, con esa mirada apagada, venía Horacio manejando el automóvil. Fueron derecho al casco y, al poco tiempo, volvieron con el Administrador hasta la Iglesia.

Yo espiaba escondido, quizá el único que lo hacía. Los demás sabían que explotaría de furia en cualquier momento y no querían estar cerca. Vi cómo, por primera vez, en las pocas veces que había visto a este hombre, parecía no saber qué hacer. Horacio tenía, en cambio, una leve sonrisa. El Administrador estaba serio, pero no dejaba de mirar de reojo al Patrón.

Finalmente el Patrón pareció recuperarse y enfrentó furioso al Administrador.

—¿Me querés hacer creer que esto lo hizo un solo hombre?

—No es un hombre cualquiera, Patrón. Es… bueno, lo podrá ver si quiere. Debe estar trabajando en el boliche.

—¡Patrón! —gimió lastimero el Comisario —. ¡Patrón, mire lo que nos ha hecho!

El Patrón se acercó al Comisario todo lo que pudo.

—¿Es cierto lo que dice este infeliz, que un hombre solo les hizo esto?

—¡Es cierto! ¡Es el pelado Donaciano! ¡El gringo del boliche lo tiene de peón!

El Patrón se retiró un paso.

—Ya lo pueden dar por muerto. A él y a todos los que lo ayudaron.

Se me heló la sangre, más cuando vi que el Patrón sacaba de su cinto un revólver bien grandote y le revisaba las balas.

—Después me voy a encargar de ustedes.

—¡Patrón! ¡No deje que se le acerque, Patrón! ¡Mátelo de lejos! —alcanzó a gritar el Comisario.

Encaró hacia el auto y, con un gesto, le dijo a Horacio que lo pusiese en marcha. Yo no perdí tiempo. Corté camino por el monte, sabiendo que si iban en el auto deberían dar una vuelta bastante grande.

 

No obstante, cuando llegué frente al boliche, llegaba también el auto. El Patrón bajó y también lo hicieron el Administrador y Horacio. Pensé que el Patrón entraría, pero se detuvo al frente. Yo me quedé oculto a cierta distancia, a espaldas del Patrón.

—¡Che, gringo de mierda! ¡A vos y al pelado que tenés de peón los espero acá afuera! ¡Salgan de una vez!

Desde donde yo estaba podía ver que el Patrón tenía la mano puesta en la culata del revólver, pero no lo había sacado de la cintura. Horacio se le acercó.

—Padre… el gringo es un buen hombre. ¿Vale la pena matarlo por esos matones?

Por toda respuesta, el Patrón le dio tal revés a Horacio con su mano izquierda que lo tiró al piso. Horacio se tocó el labio sangrante en tanto que el Patrón lo miraba con odio.

—No me volvás a contradecir, mocoso de mierda. ¡Gringo, estoy esperando!

Por la puerta del boliche salió Donaciano, con su cara serena como siempre, pero con el brillo terrible en la mirada que ya le conocía. Tenía los dos puños cerrados.

—¿Me buscaba?

—¿Vos sos Donaciano?

—El pelado Donaciano.

El Patrón amagó sacar el revólver pero Donaciano, con esos movimientos suyos que de tan rápidos no se podían ver, arrojó algo contra el Patrón. De inmediato éste dio un alarido, dejó caer el revólver y cayó de rodillas sujetando su mano derecha. Tomé coraje y me acerqué a ver, para comprobar que la mano del Patrón ya no era mano, sino un destrozo sangrante.

Donaciano se acercó con paso sereno. Vi, por primera y única vez, el rostro del Patrón con miedo. Éste miró desesperado al Administrador.

—¡Hacé algo, infeliz!

—Patrón —respondió con voz cansina—. ¿No se acuerda que me prohibió usar revólver?

Volvió la mirada a su hijo, al tiempo que Donaciano lo levantaba del cinto hasta poner la cara del Patrón a su altura.

—¡Horacio! ¡Agarrá el revólver! ¡Matalo! ¡Matalo!

El revólver estaba a pocos pasos, en el suelo. Nada le habría impedido a Horacio tomarlo, pero éste se encogió de hombros.

—Ése es un revólver de hombres, padre. No de mariquitas. Por eso nunca me dejó usarlo. ¿Qué quiere que haga con él?

—Fue una buena decisión, joven Horacio —dijo Donaciano al tiempo que abría su puño izquierdo y dejaba caer algo. Era una tuerca, una tuerca grande, de las que se usan en la bomba de agua. Otra tuerca igual debe haber sido la que destrozó la mano del Patrón, pero nunca pude encontrarla.

—¡Me duele! —gemía el Patrón.

—No se preocupe. Le aseguro que ya no necesitará esa mano… ni la otra —fueron las palabras de Donaciano. De inmediato, con esa increíble facilidad que tenía para levantar pesos grandes, Donaciano se dirigió al monte cargando al Patrón. Éste chillaba como chancho que lo están matando.

—¡Horacio! ¡Ayudame, Horacio! ¡Hacé algo! ¡Hagan algo, carajo!

Se perdieron en el monte, por un rato seguimos oyendo los gritos, cada vez más desesperados. Horacio se dirigió al Administrador.

—¿Tendrán algo para curarme el labio?

Entonces vi que no estábamos solos. Mi padre y mi madre habían salido, así como otros parroquianos que estaban adentro y otros que empezaban a llegar. Horacio y el Administrador se fueron caminando al interior del boliche.

A la tarde hubo una quinta silla en la arcada lateral de la Iglesia y, por supuesto, ahí estaba lo que quedaba del Patrón. Sólo que él tenía algo menos que los demás. Le había arrancado la lengua, así que sólo gemía pero no podía, como los otros, pedir que lo mataran.

Y Donaciano, como la otra vez, con la mayor amargura en su cara.

Horacio observó con serenidad la situación.

—Esto no puede ser.

Encaró a la gente que lo rodeaba.

—Necesito llevar a mi padre al casco. Hay dos pesos para cada uno que me ayude.

Eligió a los más fuertes de todos los que se ofrecieron. Otros, fuertes igual, no estaban dispuestos a perdonar todas las porquerías que les había hecho el Patrón. Mientras lo cargaban en el auto, Horacio se acercó a Donaciano.

—Ahora, si quiero hacerme cargo de todo, deberé contar lo que ha pasado a las autoridades. ¿Lo entiende, Donaciano?

—Lo entiendo —contestó con amargura.

—De alguna forma habrá que explicar el estado en que ha quedado mi padre. Eso significa que habrá que hacer la denuncia, vendrá la policía a buscarlo. Yo vendré con ellos y me aseguraré de que sólo lo busquen a usted y que no molesten a la gente. ¿Me comprende?

—Perfectamente.

—La policía que venga… no se quedará. Si hace falta un nuevo comisario, yo me encargaré de elegirlo. Creo que ahora sí no tiene a nadie para esperar.

—Lo entiendo.

Nunca habría un nuevo comisario. Francamente, no hacía falta.

 

Donaciano, con materiales que le dio mi padre, no sólo se hizo ropa y zapatos nuevos, sino también un sombrero y una bolsa. Dentro llevaba unos panes especiales que él mismo se cocinó. También llevaba un chifle(4), regalo de mi padre.

Cuando entró al boliche para despedirse, se encontró con casi todo el pueblo. Cada quien le había preparado un regalo: panes caseros, salames, un revólver, un facón de los buenos… hasta estampitas de santos. Todo lo rechazó amablemente, afirmando que volvía a su casa y ya no necesitaría nada de eso.

—Quiero decirles adiós, pero también quiero contarles algo. He recordado quién soy y de dónde vengo.

—¿Cómo se llama de verdad?

—No creo que puedan pronunciar mi nombre. Mejor recuérdenme como Donaciano.

—¿Es un nombre polaco?

—No, pero es difícil de pronunciar. Ustedes querrán saber por qué estaba en el monte cuando me encontraron. La respuesta es sencilla, estaba enfermo.

—¿Enfermo?

—Sí. Viajaba con unos amigos, cuando noté que me enfermaba. Ellos se dieron cuenta y me dejaron ahí.

—¡Qué amigos tiene usted!

—No los culpo. En la fase… en el primer momento, la enfermedad es muy contagiosa, no se debe tocar al enfermo, sólo mucho después sí. Si me hubiese quedado con ellos, ellos también se habrían enfermado. Y allí nos habríamos muerto todos. No sólo eso, sino que el… el vehículo en el que viajábamos habría quedado sin gobierno, abandonado. Y eso no podía suceder en este tiempo.

—Pero usted no está muerto…

—Porque ustedes me encontraron. Ya ven, estuve varios días dormido. En ese tiempo, los animales me habrían devorado.

—¿Pero qué pasa en esa enfermedad, que es tan peligrosa?

—Lo que han visto. Primero dormimos mucho tiempo. Cuando despertamos, no recordamos quiénes somos, sólo recordamos lo que nuestras manos y nuestros sentimientos recuerdan. Estamos muy indefensos. Luego, la memoria vuelve de a poco. ¡Pero no se preocupen! Esa enfermedad sólo afecta a mi gente.

—¿Su gente?

—Mi gente… no creo que lo puedan entender. Como pueden ver, me parezco a ustedes, pero soy de otra raza. Hay cosas que me afectan, pero a ustedes no… y viceversa.

Entonces el viejo Rosendo habló.

—Disculpe, Donaciano, pero hay algo que no entiendo.

—Si puedo explicarlo…

—Usted dice que no lo podían tocar… sin embargo le sacaron la ropa.

—No tenía ropa cuando comprendí que me enfermaba. Debo decir que bajé solo del vehículo antes de dormirme.

—También dice que venían en un vehículo. Y ahí donde lo encontraron… sólo se llega con mulas o a pie. ¿De qué vehículo habla?

Por un momento vi en Donaciano un gesto de preocupación; pero de inmediato sonrió.

—Un globo de gas. Una… una especie de bolsa de gas que vuela. ¿Los conocen?

—Sí —dijo el Administrador—. Vi el «Pampero» una vez.

—En algo así viajábamos nosotros. Volábamos de noche, por eso no nos habrán visto.

El Administrador quedó pensativo. Se daba cuenta que Donaciano no le estaba diciendo todo, pero respetaba su deseo de no decir más.

—Esta tarde tomaré el tren que va al norte, de allí me iré a casa de unos amigos. Ellos me llevarán a mi casa. Horacio me ha prometido que recién mañana irá hasta la ciudad a traer a la policía, lo que me dará tiempo para estar lejos.

—¿Dónde queda la casa de sus amigos, Donaciano?

—Queda en un lugar llamado Punilla.

—¿Punilla? —dijo el Administrador—. ¡Eso está en Córdoba! ¡Pero usted no tiene acento cordobés!

—¿Y quién le dijo que soy cordobés?

Sonrió con amabilidad, pero su gesto decía que no quería hablar más del asunto.

—¿Y se acuerda dónde aprendió tantas cosas? —fue mi pregunta. Donaciano sonrió con simpatía.

—Aunque le parezca raro, muchas las aprendí aquí. Mirando, recordando lo que veía, pensando… pero sobre todo mirando como nadie ve.

—No entiendo.

—Quizá lo entienda algún día. Algo más quiero decirles.

—Lo escuchamos.

—Lo que yo hice… fue cortar una planta venenosa. Una planta venenosa que había crecido demasiado. Ustedes ya no podían cortarla, era imposible.

Todos desviaron la mirada.

—Nadie puede reprocharles lo que soportaron, porque nada podían hacer. Pero ahora, si vuelve a aparecer una planta así, no la dejen crecer. Porque si crece… no estoy seguro de volver o que haya alguien como yo para cortarla. Córtenla ustedes, antes de que sea tarde.

Esa misma tarde se subió al tren mientras todos lo despedíamos.

Nadie más volvió a tocar el viejo armonio, que se llenó de tierra hasta volver a ser el trasto viejo que era. Confieso que lo intenté, pero la música jamás fue mi fuerte.

Y los años siguientes trajeron, no sólo para el pueblo sino para el país entero, muchas plantas venenosas. Pero el resto del país no había escuchado a Donaciano.

 

No vino la policía. Vino Gendarmería. Revisaron el pueblo de punta a punta, se metieron en los montes. Allí encontraron los huesos de brazos y piernas de los mutilados, lo único que habían dejado los animales del monte. Los huesos habían sido quebrados, evidentemente para que los prisioneros no escapasen mientras Donaciano se hacía cargo de cada uno.

Siempre iban los gendarmes con el niño Horacio quien, con una energía que no le conocíamos, procuraba que ningún gendarme se pasase de la raya con ninguno de los habitantes. De todos modos, nadie mintió. Le dijimos que había tomado el tren hacia el norte, que su destino era Punilla.

—¡Punilla es un valle! ¡Hay muchas poblaciones ahí! —protestó el oficial que comandaba la partida, pero eso era lo que Donaciano nos había dicho y no nos pudo exigir más porque Horacio vigilaba.

—En fin… —se resignó— Un pelado flaco, ñato, con cara de chino, de dos metros de altura y con dedos como patas de araña no se va a poder esconder fácil.

Era cierto, pero jamás lo encontraron.

 


Ilustración: TUT+Laura Paggi

Vinieron médicos a ver al Patrón, también gente de Buenos Aires. Algunos tenían coraje de llegarse hasta la Iglesia para ver a los otros, pero se volvían después de verlos sólo de lejos. Unos enfermeros que habían traído para atender al Patrón, por compasión y a pedido del Cura los bañaron y les pusieron una ropa. El Comisario, por supuesto, les costó más trabajo.

Dijeron incluso de llevarlos al casco para cuidarlos con el Patrón, pero Horacio se negó. Como era ya Octubre y venía el verano, podían permanecer en la galería de la Iglesia. Si estaban vivos para cuando viniese el frío, ya vería dónde meterlos.

No sólo los dejó ahí sino que, cuando ya todos los conocidos de Buenos Aires habían comprobado el estado del Patrón y no volvieron más, despidió a los enfermeros y lo hizo traer a la galería con los otros cuatro. Decía que tenerlo en el casco «le causaba angustia».

Mentira, porque él pasaba casi todo su tiempo en Buenos Aires y su padre —lo que había quedado— era «atendido» por los sirvientes que también tenían deudas con él. Decidió traerlo con los otros a la Iglesia para darles a todos la mayor oportunidad de cobrar sus deudas.

Y como ya dije, morirían todos, uno por uno, antes de la Navidad. El último el Patrón.

 

—¿No salió en los diarios?

—Nada.

—Pero… ¿cómo es posible? ¡Cinco hombres mutilados de esa forma debería haber sido noticia!

La protesta del Cura, disfrazada de extrañeza, encontró eco en los parroquianos del boliche. El Administrador dio un trago a su ginebra y aclaró las cosas.

—Si no fueran quienes son, habría salido en los diarios. Pero son un patrón y sus capangas. Esto se comenta cuidando que no lo oiga ningún sirviente, porque de inmediato lo va a saber todo el servicio de Barrio Norte(5). De ahí a que alguien quiera hacer lo mismo… ¿Por qué se creen que nunca llevaron al Patrón a Buenos Aires?

Todos entendieron. Era un secreto entre los aristócratas. Ellos gobernaban pero se mantenían por la fuerza. Si se sabía esta historia, se repetiría por todas partes.

—Por otro lado, tengo algo que contarles —continuó el Administrador—. Me caso con Anita.

Hubo un silencio incómodo que, desde mis diez años, no pude entender. Sólo sabía que el Administrador era cuarentón largo, en tanto que Anita no había llegado a los veinte. Hoy sé que, al haber sido Anita violada y manoseada por los cuatro, nadie la consideraba una «buena muchacha».

—¿Qué les pasa? —preguntó el Administrador con burla—. ¿No se acuerdan de lo que dijo Donaciano? Nadie puede reprochar nada a nadie, porque no había forma de defenderse. Ustedes son los segundos en enterarse. Esta mañana se lo contamos los dos a Mario, después de la tercera brasa en las bolas.

—Bueno… —trató de recomponerse el Cura—. Cuando quieran los caso…

El Administrador miró con dureza al Cura.

—Nos iremos a la ciudad y nos casaremos en el Registro Civil, nada más. Si para llevarle flores a mi difunta no necesito entrar al cementerio, no necesito la Iglesia para casarme otra vez.

El Cura no supo qué decir.

 

Tal vez debería terminar aquí mi relato, de no ser que importa lo que pasó más tarde.

Mis padres murieron unos años después de que yo hice el servicio militar. Ya para entonces me había hecho cargo del boliche. Me casé, fui padre de una parejita… pero las cosas estaban cambiando.

La vieja gente que había conocido a Donaciano se fue muriendo. Los chicos como yo también crecieron, se casaron… pero con el tiempo decidieron irse. Algunos fueron a Buenos Aires donde había una promesa de mejor destino, otros se mudaron a la ciudad, en realidad una ciudad chica que estaba cerca de otra ciudad más grande. Desde que el tren dejó de pasar, el pueblo se fue vaciando, mis hijos crecieron y se fueron a buscar una vida mejor.

Un día mi mujer se enfermó y encontró su lugar en el cementerio. A esa altura, mi pueblo, apenas un caserío, no había crecido demasiado y se estaba convirtiendo en un pueblo fantasma.

Mi hijo, que vivía en la ciudad chica, me dijo que me fuese a vivir a su casa. Ya tenía yo más de cincuenta años y no había logrado prosperar con el boliche, así que decidí pasar mis últimos años con él.

Y aquí es donde viene lo sorprendente.

Un día fui a comprar el diario al quiosco de la esquina. En ese momento, el quiosquero estaba ocupado abriendo unos paquetes y había dejado la radio prendida. Al principio no le presté mucha atención, pero de pronto me di cuenta de lo que estaba escuchando.

Era la marcha que tocó Donaciano la noche que el Comisario y los otros vinieron a matarlo. La había tocado sólo esa vez, pero no había podido olvidarla. Ahora sonaba a toda orquesta.

Me quedé fascinado, pero el quiosquero se dio cuenta de que estaba allí, apagó la radio y me encaró.

—¿El diario, abuelo?

Tardé en reaccionar. Le pedí que volviese a poner la radio, pero no sólo el tema había terminado, sino que ya había pasado el locutor diciendo el título.

Le hice el tarareo a mi hijo, a mi nuera, a quien pudiese escucharme, pero siempre he sido desafinado.

Sólo cuando mi hija y mi yerno, que vivían en la ciudad grande, me visitaron para mi cumpleaños trayendo a mi nieta de ocho años, la luz de mis ojos, fue ella la que me aclaró las cosas.

—Abuelo, esa es la música de «La Guerra de las Galaxias».

—¿Qué?

—¡La película! ¡La están dando en todo el país! ¡Ya fui como tres veces a verla!

—¡No puede ser!

—¡La están dando acá! ¡Llevame al cine esta tarde, así la escuchás!

Y era cierto. Más allá de lo impresionante que me mostraba la pantalla, no podía olvidar que casi cincuenta años atrás yo había escuchado esa marcha en el armonio, tocada por Donaciano.

 

Me puse a averiguar, con la ayuda de mi nieta, todo lo que pude sobre el autor de esa música. Se llamaba John Williams y era norteamericano, pero no se parecía en nada a Donaciano. Más aún, para esa época no habría nacido, así que era imposible que la hubiese compuesto entonces.

Cuando les conté la historia a mis hijos, me miraron con pena. Pensaron, tal vez, que el seso me estaba fallando. Para peor no había nadie vivo que hubiese escuchado esa música, porque ese atardecer, precisamente, había muy pocos en el boliche.

Y yo era el más joven, el único con vida.

¿Cómo convencerlos de que yo decía la verdad?

Me hice casi un fanático de este norteamericano; con lo poco que cobraba de mi jubilación compraba los discos, vi un concierto por televisión… pero ninguna otra composición de él se parecía a las que escuché en el viejo armonio.

Ninguna en ese momento.

Cuando años después fui con mi nieta, ya más grande, a ver «El Extraterrestre», reconocí el tema que Donaciano tocaba con frecuencia y que lo hacía lagrimear.

Después no pude encontrar ninguna otra pieza que se pareciese a las muchas que tocaba Donaciano.

 

Mis hijos piensan que estoy chocheando pero no estoy tan viejo. Sólo mi nieta me cree, sólo ella sabe que no miento, que yo tenía diez años cuando escuché esas composiciones en un armonio viejo tocadas por…

¿Por quién?

¿Por un hombre que no era de este mundo?

¿Por un hombre que no era de ese tiempo?

No sé si me dará la vida para encontrar la respuesta.

 

 

NOTAS

(1) Se conoce a la «Semana Trágica» como una huelga que hubo en 1919 en Buenos Aires, que se inició en los talleres Vassena y que fue reprimida con crueldad, causando una gran cantidad de muertos. [VOLVER]

(2) Se refiere al golpe militar del 6 de Septiembre de 1930 que derrocó al presidente Hipólito Irigoyen, apodado «El Peludo», quien pertenecía a la Unión Cívica Radical. Sus partidarios se llamaban radicales. [VOLVER]

(3) Nombre indígena. Se llama así a un calzado consistente sólo en la suela, hecha de cuero, y unos tirantes del mismo material que la sujetan al tobillo. [VOLVER]

(4) Cuerno de vaca vaciado y usado para contener líquidos. Se le da el uso de una cantimplora. [VOLVER]

(5) Barrio lujoso de Buenos Aires, residencia de la aristocracia de Argentina. [VOLVER]

 

 

Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ, RADIO MALDITA y LOS APESTADOS DE TANIT. También publicamos en Axxón sus artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES y EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH.


Este cuento se vincula temáticamente con SUPERVIVENCIA de Jorge Pradella, SIEMPRE ESTARÉ PARA TI de Marina de Anda, EL MISTERIO DEL CAMPO DE SOJA de Alfredo Martin y CUESTIÓN DE PERSPECTIVA de Julio Ángel Escajedo.


Axxón 218 – mayo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Viajes en el tiempo : Castigo, venganza : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«Donaciano», Fernando José Cots”
  1. dany dice:

    A veces (bastantes veces) armar los cuentos viene con «yapa»: en este caso el cuento me resultó tan bueno y subversivo que se me hizo imposible no ilustrarlo. Un placer enorme el contar con cuentos como éste en las páginas virtuales de Axxón.

  2. martín panizza dice:

    Lo dije cuando «leí» el pre-estreno: MUY BUENO.

  3. dany dice:

    Olvidé algo: si les gusta este cuento no se pierdan «Los invasores de sábado», un clásico del mismo autor: http://axxon.com.ar/rev/179/c-179cuento1.htm

  4. Laura Ponce dice:

    Excelente, simplemente excelente :-D

  5.  
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