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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de septiembre 2011

Ficción Breve (sesenta y tres)

Los aficionados sabemos que un buen relato de ciencia ficción habla más sobre la época en la que vive el autor que sobre un hipotético futuro. Hoy nos parece que estamos inmersos en un mundo de ciencia ficción. ¿Cómo puede sobrevivir el género en este presente tecnofílico, hipercomunicado y globalizado, en el que los saberes y los objetos envejecen con una rapidez pavorosa?

En cuestiones de supervivencia el fantástico no se diferencia de otros géneros literarios o, más abarcativamente, de otras expresiones artísticas. Para superar la prueba del tiempo y convertirse en una obra de arte un trabajo tiene que brindar la posibilidad de ser resignificado y apropiado por cada generación. «Para novedades, los clásicos», dicen que decía Miguel de Unamuno desde su cátedra de griego en la Universidad de Salamanca, con la certidumbre de que un clásico se puede reconstruir una y otra vez. Hay un puñado de experiencias esenciales que son las que nos modelan como seres humanos: cuanto más cerca esté la obra de tales vivencias, más posibilidades tendrá de sobrevivir a su tiempo. El resto, la mayoría de las veces, es sólo decorado.

 

Silvia Angiola

 

 

LA FOTO – Carlos Daniel J. Vázquez
ARGENTINA

 

—Escúcheme, Fernández: ¿usted no piensa antes de actuar?

Fernández escuchó en silencio el reproche de Santillán y miró con atención la foto que el otro le pasó sobre la mesa. En la imagen, un hombre descendía por una loma rocosa envuelto en varias capas de vestimenta de aspecto sahariano. No se llegaba a ver el rostro, pero Fernández sabía que una máscara lo protegía del frío y del leve aire irrespirable. Porque el rostro tras la máscara era el suyo y el lugar, ajeno y rojizo.

—Tuvimos que difundirla entre los ufólogos para restarle credibilidad. Ellos nos ayudan a mantener nuestras actividades a cubierto sin saberlo, pero cada vez nos cuesta más. ¿Me entiende?

—¡Sí, señor! —al menos, Fernández había aprendido cuándo callar y cuándo no.

—Vuelva a sus tareas, y por favor trate de no ser filmado por los rovers.

—¡Gracias, señor!

—Ah, otra cosita —agregó Santillán antes de que Fernández cerrara la puerta—. La próxima vez que limpie los paneles solares de las máquinas, no los lustre.

Ilustró: Tut

Carlos Daniel Joaquín Vázquez (también conocido como Axxonita y Tut), es porteño, nacido en abril de 1968. Casado y padre de tres varones, es desarrollador de software y docente. Lector de ciencia ficción y fantasía desde siempre, es creador de la historieta El Encarrilador y del Museo de las Artes de Urbys a través de «Arte Fantástico». Ha publicado cuentos en diversas revistas y su cuento «Cruzado» ganó el premio Más Allá.

 

 

MOCOROLA SMART 9000 – Claudio G. del Castillo
CUBA

 

& Fua-fuaaa, tini-nini-nininí, ¡hello, Moco!, kng-tss kng-tss kng-tss kng-tss… &

—¡Despierta, Evaristo! ¡Despierta!

Evaristo se incorporó en la cama y, sobreponiéndose a un dolor de cabeza que hacía que le rechinasen los dientes, preguntó:

—¿Eh? ¿Eh? ¿Qué pasa?

Desde una mesita su móvil inteligente de última generación, suplente desde la tarde anterior de un obsoleto I-fon, le respondió:

—Tengo en línea a la pelirroja de anoche.

—¿Cristina?

—Cristina, Yulisandra, ¿qué más da? Mi opinión es que debes deshacerte de ella en el acto. No me gusta nada su tono de voz. Se me antoja una de esas chicas dominantes de las que es imposible escapar. Ayer fue a la discoteca, hoy te llama, la semana que viene te invitará a cenar y el día menos pensado… ¡kng-tss!, te verás con un anillo en el dedo y un dedo en el culo. Sí, Evaristo, se te meterá en casa, redecorará las paredes, gastará cientos en muebles, te obligará a limpiar el cuarto y del reciclaje de medias y calzoncillos, despídete.

—No exageres… teléfono; seguro olvidó algo. ¡Mira, mira, aquí está su tanga!

¡Mira aquí está su tanga! ¡Mira aquí…! Oye, no te doy dos galletas porque soy del modelo 9000, que si fuera del 8500… ¿Sabes qué?, le diré a la tal Cristina que saliste para la empresa y me dejaste cargando. Tómate una Red Bull y, de paso, el día; aprovéchalo para sopesar mis argumentos. ¡Ah, y como vuelvas a apagarme durante el sexo tendremos unas palabras! Soy un móvil discreto. No se me ocurriría pasarte una llamada y nunca, ¡nunca!, usaría mi cámara sin tu consentimiento. Por cierto, mi nombre es Smartie.

¡Joder con el telefonillo! —pensó Evaristo—. Y yo creía que lo de «más listo que usted» era propaganda.

 

LA VIDA AL REVÉS – Claudio G. del Castillo
CUBA

 

Adorada Yuneisi:

Me decido a escribirte, a un mes de mi última carta, para que sepas que no ando bien de salud. Estas semanas se han revelado las peores de mi existencia; no dramatizo, créeme. La angustia que hoy roe mis entrañas sólo se equipara a la que se instauró en mí cuando, esgrimiendo un pretexto muy discutible (mi «acojonante» obsesión), te fuiste de casa. Desde ya doy por cierto que te resultará incomprensible, amén de absurdo, lo que te diré a continuación, pero me resisto a ocultarte por más tiempo la extraña dolencia que me aqueja.

El día previo a que enfermara le reñí a mi editor, atribuyéndole a su impericia el fracaso económico de mi libro de cuentos; a la hora de la cena preparé camarones al ajillo y degusté un Gentil Blanc; no me acosté especialmente tarde y por la noche soñé contigo (estupideces: flirteabas en el «Desire» con mi sobrino Angelito). Hasta ahí, lo habitual. Pero a la mañana siguiente, al despertar… ¡Madre del Verbo!, constaté horrorizado que mi Yo no estaba en la posición correcta dentro de mi anatomía, sino al revés. Yuneisi, te juro que no miento: reflexionaba, discernía, meditaba, desde una perspectiva completamente opuesta a mi cara.

Si pretendo que halles un mínimo de sentido a este galimatías, te pediré que cierres los ojos, abras la boca (es menester que tus labios no se toquen) y extiendas los brazos; abstráete de la brisa, el ruido, los olores (evita incluso respirar)… Aun así, de alguna forma, sabrás que tu Yo se proyecta «hacia adelante». No te rías. No se me escapa que mi afirmación transgrede las fronteras de lo objetivo, pero la he comprobado más allá de toda duda razonable.

Y te pongo un ejemplo afín a tu experiencia.

Imagino recordarás el día que aprendiste a conducir el Lamborghini «Gallardo» que te obsequié al desposarnos. Tampoco habrás olvidado las nefastas consecuencias de tu primera reversa, al querer estacionar frente a la boutique de los gemelos Iniesta. En el retrovisor distinguías a la perfección lo que había a tus espaldas: la señalización de paso peatonal, el borde de la acera, la viejita que se disponía a cruzar la avenida… Con todo, le destrozaste la cadera a la señora. ¿Te has preguntado por qué?

La explicación que en ese momento di al hecho fue que el Iniesta que limpiaba la cristalería, su torso al aire, te desconcertó con aquel guiño descarado. Ahora adjudico la culpa a que la reversa es, simple y llanamente, antinatural. Nadie puede enfocar su atención en la antípoda a su cotidianidad, ¿me entiendes?

Y en ese mar, Yuneisi, navega mi velero.

Cuando avanzo, se me antoja que retrocedo; de igual modo me siento perseguido por los que caminan delante de mí; y si obligo a mis pies a enfilar rumbo a casa, los muy testarudos se empeñan en tomar la calle que muere en el bar. ¡Es terrible, Yuneisi, terrible! Deberías estar aquí para verme. Si tan siquiera llamaras… El colmo es que los instantes de hondo placer que compartimos juntos los rememoro en la coronilla; mi propia voz me da escalofríos (la percibo distante, cual si un ente invisible me susurrara detrás de la oreja); y mi mirada… mi insomne mirada perdió el brillo y la confianza de antaño y devino apagada y esquiva. Hasta mi editor suprimió capítulos enteros de mi reciente novela y me hizo notar, perplejo, que mi reacción era nula, como si estuviera ausente. Y yo pensaba: «Claro, mamón, si estoy del otro lado; ¡deja que me recupere…!».

Coincidiremos en que es surrealista lo que me pasa. Y no me acostumbro, Yuneisi, no me acostumbro. No te negaré que barajara la opción del veneno luego de que un psiquiatra me tildara de loco e intentara enjaularme (por suerte salí corriendo, hasta donde me lo permitieron los juanetes). Pero no te alarmes, no me suicidaré. Ya no. Con letras doradas grabaré, en enhiesto obelisco, el nombre de ese primo tuyo… el moreno que nos compró el Lamborghini… Bolondrón, quien se compadeció de este pobre anciano y me recomendó un espiritista afamado, abriéndome una «puerta a la esperanza» (se titulaba así el poema que te dediqué, ¿lo conservas?).

Ayer visité a Onomandrius y lo hice cómplice de mi infortunio. El «Mensajero de lo Intangible» alega que lo mío no se trata de una enfermedad per se. Me instruyó en que poseo un alma y que quizá al despertar yo y regresar ésta de su viaje a lugares remotos (¿a tu piso en los suburbios para velar tu sueño?) pudo instalarse de manera errónea en mi cuerpo. También ha dicho que no me preocupe, que en cuanto le erogue la suma acordada (guardo unas migajas de la venta del chalé) me administrará unas drogas exóticas y por fin dormiré, él platicará con mi alma atribulada y las cosas serán como antes.

Te aclaro que así lo expresó el «Nuncio de lo Imponderable», no es que yo suscriba al cien tales pamplinas. Mas no tengo elección. Anhelo que vuelvas, ¡oh, Yuneisi, Yuneisi!, y que concibamos un niño; un niño normal que hable, mire y crezca hacia donde esté su Yo y que goce de una erección, inspirado en una chica sensual como tú, sin experimentar el sobresalto de que le encañonan el trasero con un revólver.

Yuneisi, no deseo agobiarte con mi desgracia. Había previsto cursarte la misiva de inmediato, pero se me ocurre que lo haré mañana, cuando Onomandrius haya hecho su trabajo y el infierno en que me consumo sea historia. Entonces añadiré frases menos lúgubres, te dibujaré una rosa (al presente no me animo), y no tendrás que leerme usando un espejo.

Con amor, tu «pellejito».

Voulez-vous coucher avec moi?

Te quiero, te quiero…

Yuneisi, todo salió muy bien… ¡muy mal!, ni sé lo que digo… Parece que mi alma entró de cabeza y… sí, de cabeza… y tuve esa inquietante… pesadilla. ¿Te acuestas con Angelito, Yuneisi? ¿Te revuelcas con él?… ¡Confiesa, puta de mierda! ¡Confiesa! No no no, perdóname, Yuneisi, perdóname. Ya busco la soga, ya la busco. De cabeza no puedo vivir. De cabeza ignoro a dónde me llevan mis manos, cómo piensa mi glande y qué escriben mis pies.

 

 

Claudio Guillermo del Castillo Pérez nació el 13 de septiembre de 1976 en la ciudad de Santa Clara, Cuba. Es ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica; tiene un diplomado en Gerencia Empresarial. Actualmente trabaja en el aeropuerto internacional «Abel Santamaría», como jefe de Servicios Aeronáuticos. Es miembro del Taller Literario Espacio Abierto, dedicado a la Ciencia Ficción, la Fantasía y el Terror Fantástico. Fue alumno del curso online de Relato breve, que impartiera el Taller de Escritores de Barcelona, en el período junio/agosto de 2009.

Ganador del I Premio BCN de Relato para Escritores Noveles (España) en 2009. Mención en la categoría Ciencia Ficción del I Concurso de Fantasía y Ciencia Ficción Oscar Hurtado 2009 (Cuba). Tercer Premio del Concurso de Ciencia Ficción 2009 de la revista Juventud Técnica (Cuba). Finalista en la Categoría Fantasía del III Certamen Monstruos de la Razón (España). Premio en la Categoría Fantasía del III Concurso de Fantasía y Ciencia Ficción Oscar Hurtado 2011 (Cuba).

Ha publicado sus cuentos en los e-zines Axxón, miNatura, Cosmocápsula, NGC 3660, Qubit; así como en Breves no tan breves, Químicamente impuro y Juventud Técnica.

 

 

LA GRIETA – Javier Montalvo Bazán
MÉXICO

 

Difícilmente se podía ver a Carlitos en algún otro sitio que no resultara la sala de su propia casa. El televisor estaba encendido, pero Carlitos no miraba las caricaturas como se pensaría de cualquier otro niño de su edad; no, su atención estaba secuestrada por una forma caprichosa sin mayor valor: una grieta en la pared. Apenas llegaba del colegio y se subía al sofá: sentado sobre sus talones, la espalda recta, sus manos sobre el margen del respaldo lanoso, la observaba crecer, cada día crecía, era posible notarlo. Carlitos era un niño silencioso y tranquilo que no hablaba más que para pedir algo de comida en la cocina; sabía que su madre estaba todo el día ocupada, estaba en la casa pero no tenía tiempo para él, o no quería ocuparse de él; estaba en sus cosas, aunque Carlitos pensara que no hacía nada, que tenía tiempo y de sobra para atenderlo. Si la interrumpía, lo corría diciéndole que se fuera a la sala a ver la televisión, y mientras él se hallara ahí, no importaba lo que lo distrajera. Su padre trabajaba y llegaba cansado, no lo veía más que los domingos, algo lamentable porque Carlitos prefería estar con su papá. Su mamá a veces sólo se quedaba sentada sobre el borde de la cama largo rato en silencio; a veces lloraba. Mientras tanto, la grieta ganaba distancia en longitud y grosor; a Carlitos le causaba miedo el pensamiento alarmante de que la casa pudiera venirse abajo de un momento a otro. Había visto los edificios colapsados en las noticias, los cuerpos sacados de entre los escombros, en camillas, y aunque su padre le había dicho que los temblores sucedían muy lejos de su casa, Carlitos no hallaba la tranquilidad que deseaba tener; escuchaba a la casa que se quejaba con recios crujidos en las paredes mientras trataba de conciliar el sueño.

Y sucedió que mientras su mamá tomaba su ducha de las cuatro, la grieta comenzó a crecer de una manera inusual y alarmante. En unos segundos llegó del techo hasta el suelo, y sus ramificaciones ahora abrazaban toda la sala, moviendo la casa. ¡Estaba temblando! Carlitos llegó a la puerta del baño donde se hallaba su madre, gritando con el vértigo del espanto, «¡Se va a caer la casa, se va a caer la casa!», y su mamá que no salía, que no respondía, la puerta tenía el seguro y él la golpeaba con todas sus fuerzas. Tomó una difícil decisión, debía abandonar a su madre, salir para ponerse a salvo como le habían dicho en la escuela: con calma, sin correr. En cuanto estuvo en la calle la tierra dejó de moverse, pero cuando trató de entrar a la casa, encontró la puerta cerrada. Tocó, tocó tantas veces que hasta doña Cecilia, la vecina de al lado, lo escuchó. Lo metió en su casa y juntos aguardaron a que pasara el tiempo. Después de un par de horas, a doña Cecilia se le hizo incomprensible que la madre de Carlitos no saliera del baño para buscar a su hijo. Antes de llamar a la policía, intentó comunicarse por teléfono con ella, tocó a la puerta y lanzó piedritas a la ventana. La policía llegó poco después y derribó la puerta. Entraron directamente a la sala y notaron de inmediato la sangre en el suelo: pequeñas y densas gotas, aún calientes; la manija estaba manchada, como si hubieran querido salir. Llegaron a la cocina, más sangre: sobre el mantel, la estufa, huellas dactilares plasmadas a partir de la tinta del rojo; y luego revisaron el baño, el agua escapaba del lavabo, huellas de pies, igual de rojas, sobre el suelo de mosaico. Subieron a los pisos de arriba, a la habitación del matrimonio, ahí estaba la ropa del hombre toda rasgada: camisas, playeras, corbatas y pantalones. Terminaron en el cuarto de Carlitos, ¡gran espanto!, aunque ya se lo esperaban. Estaba la mujer desnuda, hundida en la estasis de su propio líquido que resbalaba por sus delgados dedos, naciendo el río rojo de las rayas en sus muñecas; se desangraba, pero aún estaba con vida. Rápidamente llamaron a una ambulancia, que llegó quince minutos después. El cuarto de Carlitos estaba destrozado, la peor parte la había sacado un muñeco de peluche largo y panzón. Le habían arrancado la cabeza de un tajo, y acuchillado hasta sacarle la borra de su interior con insaciable saña.

Carlitos regresó a la casa mucho tiempo después de que internaran a su madre en un centro psiquiátrico. Lo acompañaba su padre, juntos entraron a la sala, y Carlitos se fue casi de espaldas por el exaltado asombro de ver que ahí donde antes había visto la pared casi partirse en dos, ahora no se veía ningún signo de deterioro. «¿Es otra pared, papá?», preguntó, intranquilo. «No, hijo», respondió el padre. «Es la misma pared de siempre».

 

 

Ilustró: Tut

Javier Montalvo es un muy creativo ingeniero en electrónica de control; nació en el año de 1980 y es originario de México. Hace poco se animó a escribir, y desde que lo hizo ya no se ha podido detener. Se divierte creando cuentos de corte fantástico, de ficción y de ciencia-ficción para sus amigos; cada día estudia para mejorar su técnica narrativa.

 

 

EL AUTOR MATERIAL – Horacio Mohando
ARGENTINA

 

Contrario a lo que había pensado, clavar el cuchillo en el estómago de Pablo fue fácil, como pinchar un globo. Pero sin ruido, sin esa alegría tan característica que siente uno cuando es intencionalmente destructivo. En algún punto hasta me sentí decepcionado. Yo esperaba que la sangre brotara roja y furiosa, manchándome la cara y la camisa. Pero no. Debería haberlo sabido. Todo lo relacionado con el dolor nunca se rige por las reglas del espectáculo. Pablo retrocedió ahorrándome el problema de pensar si debía dejar el metal clavado en la carne o sacarlo. Más que caer lo vi desmoronarse como a esos viejos edificios que hacen explotar de manera tal que sus paredes caen dentro de su propio perímetro. Yo, por mi parte, sentía estar respirando agua.

Quién hubiera pensado que el final de Pablo iba a ser así. Él era lo que se dice un tipo con suerte. Todo lo bueno le pasó a Pablo: la buena familia, un buen trabajo, Mariana. Y todo con el menor de los esfuerzos, todo al alcance de la mano. No era raro escuchar además lo buen tipo que era Pablo. Siempre con la palabra justa y el oído dispuesto sumado a un raro olfato para la desgracia, que siempre era ajena. Tenía la costumbre de poner en tu mano justo aquello que necesitabas un par de segundos antes de que tuvieras el coraje de pedírselo. Ese mismo día, cuando me abrió la puerta, vi esa sonrisa amable y comprensiva de aquel que sabe que venís a llorar desgracia o a pedir plata. Intuía, y por una vez se equivocaba, que yo una vez más había tocado fondo.

Lo que no tengo para nada claro es cómo Mauricio se animó a pedirme semejante cosa, así como tampoco entiendo cómo yo fui capaz de decir tan rápido que sí. Si en ese momento me hubieran preguntado hubiera dicho, no sin cierta vergüenza, que lo hacía por la plata. Y la vergüenza estaba, no tanto en el descubrimiento de mi capacidad de hacer cosas aberrantes sino en el hecho de no poder conseguir un trabajo como la gente. No indagué demasiado en las razones de Mauricio. De mis especulaciones posibles la única que estaba enteramente descartada era la envidia. A Mauricio le iba casi tan bien como a Pablo. Lo demostraba el fangote de guita que me estaba pagando. En el fondo creo que tampoco quiero saber. Tengo un poco de miedo de escuchar alguna explicación estúpida, sin mucho fundamento, lo cual haría que todo esto se convierta definitivamente en una locura.

La tensión inicial de mi cuerpo se fue disipando. Mi mano se aflojó y solté el cuchillo que rebotó dos veces contra el piso. El trabajo estaba casi terminado. Sólo faltaba esperar a que dejara de respirar de una buena vez. En sus ojos no había nada parecido a la desesperación, sino más bien todo lo contrario. Hasta pensé que su intención era lograr que yo me calmara. Como si Pablo no pudiera dejar de ser Pablo aún en un momento como este.

Cuando Mauricio entró, me palmeó la espalda. Había en él cierta sorpresa, la pequeña y fugaz alegría del maestro que descubre un desempeño sobresaliente en el alumno mediocre. Sonrió y me dijo que ya me podía ir. Cuando cerraba la puerta vi a Mauricio tal como lo iba a encontrar la policía un rato más tarde. Arrodillado, con el cuchillo en la mano, junto al ahora sí inmóvil cuerpo de Pablo.

 

Horacio Mohando nació en Reconquista, Santa Fe, en 1973. Asiste al taller literario de Maximiliano Tomas. Colabora en los blogs Tomas Hotel y Soltando Monos. Actualmente se encuentra trabajando en un libro de cuentos.

 

 

BAILANDO CON LA RENGA – Jorge Duran
ARGENTINA

 

«Despacho de bebidas», dice un cartel de lata pintado hace muchos años.

En las afueras del pueblito, llegando a una ruta de tierra inservible y abandonada, hay un rancho viejo de adobe y techo de chapas en mal estado.

Silba el viento, levanta tierra, inclina los árboles, hace rodar los cardos, los hace redondos.

Tiene un palenque horizontal. Ese es el boliche.

Al otro lado de la ruta, el cementerio, también abandonado.

Adentro del boliche hay olor a rancio, a vino picado, a humedad, olor a cualquier cosa extraña.

Cae la tarde. La oscuridad es veloz, cambia las cosas, cambia el ámbito. Un bicherío insolente inicia un concierto de percusiones, un raspadero infernal de metales, un ligado perpetuo.

—Ahí están «esos» —murmura el bolichero y mete bala en boca con seguro en el fusil, luego lo coloca debajo del mostrador.

El único parroquiano, un viejo al que al tomar el vino le tiembla la mano y derrama más de lo que bebe, señala:

—Son los Funes, hay baile en lo de la renga. Hoy es sábado.

—Si cruzan la calle, los baleo a los dos —jura el bolichero, llevando el pulgar a sus labios, buscando con un visaje debajo del mostrador.

El viejo intenta una sonrisa.

—No les hace nada —asegura con sorna, y se limpia la boca con la manga del saco.

El caballo del viejo, que está atado afuera, relincha y levanta las dos patas delanteras, resopla, sacude la cola a los dos lados, mastica el freno con mucho ruido…

El único cochero del pueblo se detiene al frente, llega silencioso, como un juguete, como puesto en la escena con la mano. Negro el caballo, negro el coche, negro el cochero, todo una composición oscura, apenas un brillo gris cuando la luna aparece entre las nubes como una escena armada por John Alto para una prueba de fotos. Los Funes intentan subir, el cochero no los deja, los patea y caen al suelo. Suenan como fofos, se desarman, se deshacen, despiden un olor nauseabundo.

Desde el boliche, al ver todo, el viejo se apena:

—Pobres Funes, les gustaba mucho la milonga.

—Todos los sábados lo mismo —protesta el bolichero—. Siempre pasa algo. Con «esos».

 

Ilustró: Tut

Jorge Duran fue estudiante en el conservatorio músico-actoral de la profesora Rita Alberto en Villa Huidobro (Córdoba), Argentina. Participa de talleres radioteatrales en la Provincia de Mendoza, Argentina. Participa durante un año y medio de talleres en el conservatorio Nacional de Buenos Aires. Alumno de la directora Galina Tolmacheva, «regisseur» del Instituto de Arte Escénico de la Universidad Nacional de Cuyo. Fundador en la ciudad de Mendoza del Teatro Independiente del Hombre. Director de la puesta en escena de La Mujerzuela Respetuosa de Jean Paul Sartre en Mendoza. Co-fundador de Pequeño Teatro en Mendoza. Ayudante de dirección de la obra de Hugo Betti Delito en la Isla de las Cabras, en Mendoza. Co-fundador del teatro independiente La Avispa en Mendoza. Actor en las siguientes obras: Trescientos Millones, de Roberto Arlt. El Puente, de Gorostiza. Farsa y Justicia del Corregidor, de Alejandro Casona. Un amante en la Ciudad, de Ezio de Rico y otras. Tiene una novela y un radioteatro escritos que permanecen inéditos. Ganador de un concurso de la sociedad mendocina de escritores por su cuento Marcelina. El mismo cuento fue publicado por la revista Mediterránea, de Córdoba. El 29 y 30 de enero de 2006 sube a escena con su puesta y dirección la obra de Guilherme Figueiredo La Zorra y las Uvas, en el teatro del Colegio Esquiú de Mar del Plata, Argentina.

 

 

ISIDRO – Jorge Chípuli
MÉXICO

 

La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma.

Edgar Allan Poe

 

Isidro fue enterrado vivo. Escuchó, sin poder moverse, todo el proceso; desde su supuesta muerte hasta el último paso de los enterradores sobre la tumba. Quería decir: no, esperen, si no estoy muerto, no me entierren… terrible perspectiva la de morir asfixiado, pero había conseguido, ahorrando sus domingos, una verdadera pistola de rayos láser, y su mamá, afortunadamente, la puso en el ataúd antes de que lo cerraran: para que juegues en el más allá, m’hijito. Con ella sería fácil desintegrar la tierra blanda. Ni siquiera había tenido tiempo de probarla, había llegado por correo, la vio sobre la mesa cuando tropezó y se golpeó la frente. Se sintió como en un sueño del que es imposible despertar. El anuncio decía que realmente funcionaba, que era parte de un cargamento robado al ejército, un arma experimental creada para acabar con fuerzas alienígenas. Comenzó a mover la mano un poco, pudo abrir los ojos y ver la más profunda oscuridad. Después de media hora casi se terminaba el aire, pero ya podía moverse lo suficiente. Abrió el paquete. Palpó el arma entre sus manos y después de un minuto comprendió que había sido víctima de la fatalidad: las baterías no estaban incluidas.

 

 

Jorge Chípuli Padrón es de Monterrey, Nuevo León, México. Obtuvo el premio de cuento de la revista La langosta se ha posado, 1995, y fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León. Obtuvo el segundo lugar del premio de minicuento La difícil brevedad 2006. Ha colaborado con textos en diferentes revistas como Umbrales, Rayuela, Oficio, Papeles de la Mancuspia, La langosta se ha posado, Literatura Virtual, Nave, Miasma. Ha sido incluido en las antologías: Columnas, antología del doblez, (ITESM, 1991), Natal: 20 visiones de Monterrey (Clannad, 1993), y Silicio en la memoria (Ramón Llaca, 1998).

 

 

YO CANTO A UN DIOS INFINITESIMAL – Baldomero Dugo Navarro
ESPAÑA

 

Alejado de las grandes catedrales, completamente oculto a la supuesta vigilancia celestial, el increíble Hombre Menguante se estaba haciendo cada vez más pequeño, más pequeño… Su minúscula cabeza apenas era ya como el ojo de una aguja. Sus pensamientos, atenuados ecos que no tardarían en ser imperceptibles incluso para él mismo.

La desesperación inundaba su corazoncito («bastará con unas gotitas», pensó irónicamente). Se esforzó entonces por recordar las oraciones que mucho tiempo atrás le enseñara mami. Hacía una eternidad que no rezaba, pero sentía el impulso irrefrenable de encomendarse a algo o a alguien, mientras aquella irresistible corriente le arrastraba al oscuro pozo de la Nada.

Fue en aquellos momentos críticos cuando germinó en su mente una curiosa idea. Así pues, hasta donde alcanzaban sus conocimientos sobre Biología, las primeras formas de vida que en tiempos remotos aparecieron sobre la faz de la Tierra eran microscópicas, no mayores que una simple bacteria. Y, a partir de ese instante, la vida había evolucionado en esencia adoptando cada vez formas de mayor tamaño y complejidad. Sería como si Dios se complaciera viendo crecer (y multiplicarse) a sus criaturas, protagonizando una fascinante carrera de obstáculos en pos de lo infinito, la morada ignorada del propio Dios.

Pero su destino era muy distinto: el azaroso encuentro con la nube radioactiva había hecho girar ciento ochenta grados el volante de su vida y se precipitaba sin remedio en el abismo de lo infinitesimal, de lo infinitamente pequeño. Sin duda aquel inexplorado precipicio existía al margen del Dios al cual tantas generaciones habían adorado y seguían adorando. No en vano las catedrales se levantan hacia el Cielo infinito, no se hunden en el lodo de lo que sólo aspira a desaparecer… Por eso, únicamente por eso, el angustiado Hombre Menguante cerró sus diminutos ojitos e improvisó una oración dirigida a un dios infinitesimal, a un dios que…

—¡Basta ya! —exclama el editor de la revista con la vena palpitándole en el cuello— Señor Matheson, si usted aspira a que su historia se venda, deberá inventarse a una preciosa muñequita para el Menguante ése. Sé muy bien de lo que le estoy hablando. Por tanto, me hará caso, ¿verdad?

Mi estómago emite un preocupante gruñido. Asiento con la cabeza, con cristiana resignación.

 

Ilustró: Tut

Baldomero Dugo Navarro nació el 6 de octubre de 1970 en la población barcelonesa de Montcada i Reixac. Es licenciado en Psicología y diplomado en Relaciones Laborales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Aficionado a la literatura desde los once años, se ha decantado desde muy joven por el género fantástico y la ciencia-ficción. Aunque ha hecho sus pinitos tanto en poesía como en ensayo, ha cultivado sobre todo el relato breve. Ha publicado en diferentes revistas catalanas, como Cap-pont (revista cultural de Lleida) o Gran Sant Cugat. En 1988 ganó el Premio Cervantes de narrativa organizado por «La Caixa», gracias a un relato de ciencia-ficción titulado «La Genética de la Salvación». Recientemente, ha publicado el libro «Actualización de Sentimientos».

 

 

REVELACIONES – Yunieski Betancourt Dipotet
CUBA

 

A Samuel Ray Delany, y Por siempre y Gomorra

 

Era algo sencillo: volar hasta Ubik, entrevistarme con el señor Lewly, y volar de regreso a casa.

—Simple —dijo el señor Farhd—. Todo está previsto —aseguró.

Lo había conocido tres días antes, cuando visitó mi mansión en San José, Costa Rica, fingiendo ser otro de los reporteros que regularmente se interesan por mi salud. Y es que soy famoso. El único sobreviviente del atentado biológico de Nantes, a consecuencia del cual mi sistema inmune mutó desarrollando la capacidad de aniquilar, en períodos muy breves, cualquier tipo de infección. El problema es que al desaparecer estas, arremete contra mi cuerpo.

—No le gusta descansar —afirmó el galeno que me reveló mi condición, en el Hospital de Investigaciones de Mutaciones Estables, de Caen.

—¿Cuánto—, doctor —dije, tratando de mantener la compostura, y me eché a llorar al oírle responder que una larga vida, siempre que estuviese en contacto con fuertes focos infecciosos.

—La resistencia de su sistema inmune es extraordinaria. Puede soportar, incluso, dosis masivas de radiación —agregó, sonriendo.

De Caen salí portando una pseudo piel auto generable, construida a partir de mis propias células; y que, colocada sobre la mía, evita el escape de los gérmenes patógenos, genéticamente modificados, que me mantienen vivo. Pero con pseudo piel y todo, ningún gobierno estuvo dispuesto a permitirme deambular a mi libre arbitrio por su territorio.

Por eso, con el pago inicial que me dieron las farmacéuticas por tener acceso periódico a muestras de mis tejidos, compré una mansión en San José, y la doté con lo necesario para satisfacer mis necesidades, incluido un mini hospital atendido por un equipo de tres enfermeros.

Cuando el señor Farhd me visitó, llevaba cinco años sin salir al exterior.

—Se lo pedimos a usted —dijo, después de revelarme su pertenencia al grupo de inteligencia de la OEA—, porque puede acercarse al abducido y sobrevivir.

Así fue como supe que uno de ellos había sido devuelto. El señor Lewly. El único entre los más de quince millones de desaparecidos de la faz de la tierra en los últimos siete años. En la mejor tradición de suspenso, lo depositaron de noche ante la estatua de José Martí en la Plaza de la Revolución, coronado por una aureola, que recordaba la de los ángeles de las leyendas. El pánico de los habitantes de Si-eich fue indetenible, ante la perspectiva de ser afectados por vaya usted a saber qué terribles microbios alienígenas. Pero nada pasó.

Luego de ser recluido en la base naval Ubik, otrora Marina Hemingway, fue exhaustivamente interrogado acerca de sus captores. El señor Lewly contó que sus planetas orbitan a miles de millones de años luz, y que los órdenes sociales de sus mundos son eficientes y permanecen inmutables desde hace millones de años de los nuestros. También, que son capaces de adoptar cualquier forma y de vivir cientos de años. Pero no pudo explicar por qué lo habían retornado. Ante la pregunta sufría un bloqueo, como un programa afectado por un virus.

—Detectamos una radiación que sale de él, y de la que la aureola es una consecuencia —me explicó el señor Farhd—. Bloquearla nos permitirá liberarlo del control alien. El problema es que como toda radiación, al acumularse, resulta muy nociva, y descubrimos que si Lewly no tiene a ninguna persona a una distancia inferior a un metro permanece inconsciente. Sin embargo, estamos seguros de que usted puede sobrevivir. Será algo rápido: llegar, entrevistarse con Lewly, y volver a casa. Por seguridad, hemos diseñado dos habitaciones especiales, una contiene a la otra. Colocaremos al abducido en la interior y habilitaremos la exterior como zona de contención, en la que usted será desintoxicado después de la entrevista.

Acepté. Por una suma multimillonaria, claro, pero sobre todo por la garantía de que se me permitirían salidas periódicas al exterior de mi mansión, para combatir el fastidio que me atenazaba.

Y volé hasta Ubik.

—Ya todo está preparado, en cuanto usted se reúna con él, bloqueamos la radiación —me dijo, nada más bajé del helicóptero, el señor Farhd; y me condujo, junto con mis enfermeros, por una larga serie de corredores hasta la puerta que daba paso a la zona de contención.

Cuando entré en la habitación interior el señor Lewly estaba desvanecido, sentado en una butaca; apenas me le acerqué, abrió los ojos, me observó brevemente y luego me ignoró. Permanecí de pie hasta que la aureola desapareció.

—¿Qué han hecho? —dijo, sin inmutarse, y volteó hacia mí.

—Nada —respondí, y me senté en otra butaca, frente a él.

—Algo hicieron, estoy libre —insistió y apoyó las manos en sus rodillas.

—¿Cómo?

—Ellos no están aquí conmigo —explicó, señalando en círculos hacia arriba.

—Usted ha estado solo desde que llegó.

—No. Ellos me han acompañado. Ven lo que veo, oyen lo que oigo, lo que siento lo sienten, ¿entiende?

—Sí —dije, e hice la pregunta para la que me habían traído—: ¿Por qué lo devolvieron?

—Están aburridos —afirmó y se encogió de hombros—. Viven cientos de años y sus sociedades no cambian. Ya no les basta con llevarnos.

—Entonces, ¿los otros?

—Volverán. No sé cuándo, pero serán devueltos. Yo sólo soy el primero.

—Entiendo —dije, y justo entonces ocurrió algo que ni científicos ni militares previeron. Mi seudo piel no resistió la acumulación de radiación y se quebró, liberando los gérmenes patógenos que contenía. En cuestión de segundos, el señor Lewly cayó en el piso, entre convulsiones. Sabiendo que intentar salvarlo era una causa perdida, abandoné el cuarto.

En la zona de contención, mis enfermeros, debidamente enfundados en trajes de protección, repararon la seudo piel; cuando salimos de allí el señor Farhd fue a mi encuentro.

—¿Qué cree? —dijo.

—Sólo hay una forma de saber —respondí—, si los demás son devueltos, entonces Lewly contó la verdad y todo estará claro.

—¿Todo?

—Sí. ¿No lo entiende?, están aburridos y nos van a enviar a los abducidos, rediseñados para ser cámaras vivas, a través de las cuales pueden observar y alterar nuestro comportamiento. Seremos su nuevo reality show. Lewly era el episodio piloto, por así decir.

—¿Está seguro?

—Sí —afirmé, y empecé a desandar los corredores hasta llegar a donde me esperaba el helicóptero, omitiendo confesarle que también estaba seguro de que pronto sería abducido; una vez que ellos decidieran que al ser el último que me había acercado a su enviado, debía ser la clave para desentrañar su muerte. A fin de cuentas, no se arriesgarían a perder las demás cámaras que enviasen.

«Realmente voy a librarme de mi aburrimiento», pensé; y luego de estrechar la mano del señor Farhd, entré en el helicóptero, junto con mis enfermeros, y asentí a la pregunta muda del piloto.

 

Yunieski Betancourt Dipotet nació en Yaguajay, Sancti Spíritus, Cuba, en 1976. Sociólogo, profesor universitario y narrador. Máster en Sociología por la Universidad de La Habana, especialidad Sociología de la Educación. Ha publicado en La Isla en Peso, Cubaliteraria, La Jiribilla, Axxón, miNatura, NM, Papirando, Almiar, Korad, Aurora Bitzine, Letralia, Otro Lunes, Revista Hispano-Americana de Arte, Revista Sci-FdI. Fue incluido en Al este del arco iris: Antología de Microrrelatistas Latinos (Spanish Edition) Estados Unidos, Latin Heritage Foundation, 2011. Finalista en la categoría Pensamiento del II Concurso de Microtextos Garzón Céspedes 2009. Premio en el género Fantasía del Segundo Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2010. Primera mención en el género Ciencia Ficción del Tercer Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2011. Premio en la categoría Autor aficionado del Concurso Mabuya de Literatura, 2011. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES) Reside en Ciudad de La Habana.

 

 

EL ENIGMA HUMANO 1921514915 – Daniel Flores
ARGENTINA

 

Extracto Nº 1 del interrogatorio a humano

 

—Camisa blanca, pantalón tres cuartos y un par de zapatillas viejas… Es todo lo que llevo. ¿Que de qué material es esto? Pero ¡¿nunca vieron una camisa?! —suspira y expresa una mueca de cansancio—. Un tipo de tela…, género, no sé cómo lo entenderían.

Extrae un rectángulo maleable de la parte superior de su c(k)amisa y preguntamos con interés.

—¿»Rectángulo maleable»? Ja, ja. Nada del otro mundo, un vicio: cigarrillos se llaman, puchos, fasos, caretas, qué sé yo… —se parte de risa y nos hacemos hacia atrás con precaución. Mi colega arremete con otra pregunta y el humano responde—. Sirven para dejarlos y para nada más; hace tiempo que lo intento, pero créanme que este es, por lejos, un mal día para perder el hábito. ¿Gusta usted de uno, señor…?

—Luxunsteinen —responde secamente mi colega, cuya habilidad para los interrogatorios suele abrumarme.

—¿Luxunsteinen? ¡Lux…uns…tei…nen! Parece alemán —sonríe—. ¿Esto es Alemania en otra dimensión? ¿Tienen cibernazis también? Ja, ja.

—Esto es Uralia —respondo entonces, y Luxunsteinen me mira de un modo que no alcanzo a comprender.

—¡¿Uralia? !Ah, sin duda… —enciende un cigarrillo y se echa hacia atrás con los ojos cerrados—. Creo que me he vuelto loc(k, q)o, señores.

 

El hombre juró que provenía de Tierra. Así como suena: Ti-er-ra. Hubo cierta cantidad de palabras que nuestros procesadores no lograron decodificar por su complejidad (unas pocas están señaladas con reemplazos fonéticos), y ciertos conceptos que tampoco fueron capaces de asimilar. Nuestro «Negociador de lenguajes» hizo posible la comunicación durante el interrogatorio.

 

 

Extracto Nº 2

 

—Díganos su nombre y su procedencia.

—Néstor Albarracín, cuarenta y ocho años…

—¿Eso es su…?

—Sí, «eso» es mi nombre, ¿tan feo te parece, Lux…? Te puedo decir Lux, ¿no? Además, con esa cara medio amarillenta me hacés acordar a un tío que vivía mal del hígado. Parecía un chino el pobre.

—¿Chi-no? —pregunté yo.

—Sí, un chino, boludo, un ponja, un oriental… —se encogió de hombros y dejó pasar un lapso—. En fin, la cuestión es ahora mi procedencia… Creo que eran las siete y pico de la tarde cuando llegué a casa. Había laburado toda la mañana, después tuve un encuentro. Estaba muerto de «1921514915» (palabra intraducible; creemos que ahí se esconde la clave de su transportación) y me decidí a tomar una…

El «Negociador de lenguajes» emitió unos horribles silbidos que interrumpieron al sujeto. Luxunsteinen gruñó y dejó ver su mandíbula filosa. Ahí fue cuando el humano se erizó completamente y dejó las bromas a un lado. Por lo menos, de momento.

—¿Qué es esa máquina infernal, carajo…, y esos colores? Me estoy trastornando de verdad… Creo que necesito un psicólogo urgente, o quizá necesite una religión, como decía mamá —balbuceó, tomándose el cráneo con ambas manos. Hubo una fugacidad empática entre nosotros y mis ojos cambiaron a rojos por un instante. Seguidamente, el hombre inspiró y procuró serenarse—. Le decía…, le decía que estaba en mi casa como cualquier tarde. Había vuelto de una cita.

—¿Qué cita? ¡¿Cómo llegó a Uralia?! —rugió «Lux».

—¡Es que no lo sé, simplemente aparecí! Y nadie me envió a esclavizarlos, como dicen ustedes, quédense tranquilos que no mato ni a una mosca. —Expliqué brevemente sucesos recientes de nuestro planeta y el humano no pareció sorprenderse—. Bueno, de todos modos, veo que ya recobraron la independencia…

—Y así seguiremos —tercié.

—Muy justo. ¿Puedo continuar ahora? Porque, por lo que veo, aparte de tener cuatro brazos, tienen cuatro lenguas.

 

El sujeto entonces nos relató lo que sucedió hace ya unas trescientas veintidós horas uralitas: como si tal cosa, el hombre se había materializado espontáneamente en medio del «Parque de Metales Fríos», a pocas yardas de Brux (el equivalente humano a «Disneylandia», según nos contó). Había paz en el lugar, como es natural, pero el humano arruinó todo en un instante. Los uralitas corrían de aquí para allá como si hubieran visto al mismísimo Caos en persona. Si bien fisonómicamente el humano no se alejaba mucho de nuestra anatomía, contaba sólo con dos brazos y eso podría espantar a cualquiera. Y sus dedos… oh, sus dedos eran tan finos… Una uralita que paseaba por el parque por poco no se vaporiza al verlos. Ciertamente, el humano había sembrado el horror.

Un centinela lo derivó de inmediato a nuestras dependencias para el interrogatorio pertinente. El hombre al principio estaba ido, sumido en un espanto blanco. Aunque es verdad que más asustados estábamos nosotros; quizá se dio cuenta de ello y por ese motivo se tranquilizó más tarde.

A primeras, Néstor Albarracín Cuarenta y Ocho Años no parecía hostil, por lo que no tuvimos que recurrir a métodos más duros. La conversación fue, dentro de todo, pacífica. Nos explicó que simplemente tenía «1921514915» y suponía que nuestro planeta era producto de aquello.

El enigma es angustiante.

 

 

Extracto Nº 3

 

—Venía de encontrarme con Analía, que es un «1921514915» (deducimos que a las humanas también puede atribuírseles este caso enigma). Imagínense que estaba c(k, q)ans(z)ado y necesitaba acostarme…

—¿Y eso por qué? —pregunté. Cada vez entendía menos.

—Pero ¿para qué se acuestan ustedes? ¿Es que acaso no «hibernan», por así decir? ¿No? Bueno, nosotros sí. Y lo que creo es que ¡esto!no es más que un producto fantasioso arbitrario de esa «hibernación», ¿se entiende? No, no entienden… —expresó, resignado—. ¡Igual qué importa! De un momento a otro esta locura va a tener que terminar. Ya lo van a ver, un ¡pluf! y el «1921514915» acabará.

Y, para nuestra sorpresa, fue así como sucedió. Nos hallábamos en medio del interrogatorio cuando el sujeto, riendo, se desvaneció por completo. Deducimos ahora que ellos (los humanos) cuentan con un desarrollo en su condición natural altamente avanzado, ya que mediante el «1921514915» pueden visitar otros mundos. Aunque, por lo visto, ignoran la veracidad de este hecho.

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog en Verba et Umbra.

Ilustró: Tut

Nota del ilustrador: Las ilustraciones que acompañan estas ficciones breves intentan contar otras historias por sí mismas. Esperamos que sirvan como disparadores para nuevas ficciones.

 

Axxón 222 – septiembre de 2011
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).