Revista Axxón » «La voz del abismo» (parte 1), Yoss - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

 

Para Ivette Beker, por estar siempre ahí.

Para su padre, experto en habanos, por su asesoría.

Para Makandal, el de la pipa, por su amistosa fe.

Para Juan Alexander Padrón, amigo y deimos magister.

Y, sobre todo, para Howard Philips Lovecraft, el maestro; la que le debía.

 

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Ésta es la historia de La Voz del Abismo, de sus amos, y de cómo cinco hombres sabios los enfrentaron. Yo fui uno de esos hombres, así que ésta también es mi historia.

Mi nombre es Obdulio Casamayor, y soy babalao.

Nací en La Habana, tercer hijo de Petra Vázquez y Amel Casamayor, costurera ella, albañil él; los dos mulatos y pobres, pero limpios y honrados. Mujer decente y de su casa ella, hombre trabajador y de palabra él, y respetados los dos no sólo en su barrio, sino en toda Centrohabana.

Cuando cumplí los ocho años mi padre, un mulato grande al que el cemento le había vuelto las manos callosas, abakuá de la potencia Ubioko Sese Efí como su padre y el padre de su padre, me llevó para que me uniera a su juego. En mi iniciación hubo fuego, vendas en los ojos y tambores que ensordecían, pero no daré más detalles: no sería de hombres y menos de abakuás, que es como decir dos veces hombre; baste decir que me entraron convulsiones y los negros que sabían se asustaron y dijeron que yo tenía el poder y la doble vista, y un orisha muy grande detrás, y que las deidades me habían puesto la mano encima con una fuerza tal como a pocos nacidos de mujer les era concedido soportar. Al fin uno, Diosdado, negro carretero, habló claro y le advirtió muy serio a mi padre que había llamados que no se podían ignorar: o yo recibía a los santos… o me moría o por lo menos me volvía loco. No había un tercer camino.

Mi madre, obsesionada como tantos mulatos con «adelantar la raza», pensaba que todo eso de los abakuá era un atraso y una superstición. Ella se alisaba el pelo con peine caliente, no bailaba rumba y soñaba que yo fuera ingeniero, médico o abogado cuando creciera, me casara con una blanca y le diera hijos bien claritos… pero nunca se había atrevido a contradecir a mi padre, y aquella vez tampoco fue distinta. Lloró un poco pero al final ella misma me llevó a ver a Osmany.

El que sería mi padrino desde ese día hasta su muerte en 1983 entonces no tenía ni sombra de canas, era un negro gordo, con una cara de vividor y tan amigo del trago y de las hembras que costaba trabajo creer que su ganga era de las más poderosas de Centrohabana, y que había recibido los guerreros, dos veces, e incluso la mismísima mano poderosa de Orula. Si hasta de Regla venían a pedirle su agua de Olokkún que tenía fama de milagrosa. Y también era abakuá, para completar el currículum.

Osmany me tiró los dos oráculos, el del tablero de Ifá y el del ekuele, y entonces me miró fijo, me roció humo de tabaco y ron, me despojó con albahaca y escoba amarga, y al final, con tremendo asombro y muy preocupado, nos dijo que los cocos, los caracoles o los carapachos de jicotea podían equivocarse a veces, cada uno… pero no todos a la vez. Y los tres decían muy clarito que yo era hijo de Ikú, la muerte. Y eso era algo que ninguna limpieza podía borrar.

De su boca tuvo así mi madre confirmación para lo que ya intuía y temía: lo único que me quedaba era el camino del babalao. Sólo la práctica de la Regla de Ochá podría evitar que la celosa Ikú me reclamara muy pronto a su seno frío.

Y, a regañadientes, sin decir que se tomaba en serio el augurio de Ifá, pero sin decir tampoco que no creía en él, también mi madre dio su consentimiento. Quizás con la esperanza de que, mientras estuviera vivo, y aún siendo babalao, los caminos de la Medicina, la Ingeniería o el Derecho siempre estarían abiertos para mí.

En fin, que me hice el santo a los nueve años; por once meses no pude ir a ningún velorio ni darle la mano a nadie, tuve que llevar la cabeza cubierta y vestir siempre de blanco. Osmany llegó a proponer que, dado que mi protectora sería Ikú la de los cementerios, lo mejor sería el negro, pero los demás babaloshas ni siquiera lo escucharon: mi padrino a veces tenía ideas extrañas. Si hubiese sido católico y hubiera vivido en el Medioevo, lo habrían quemado por hereje, seguro. Pero, eso sí, mis collares fueron de semillas negras, sin otro color.

En cuanto a evitar que Ikú me reclamara demasiado pronto, parece que la cosa ha funcionado: no diré mi edad, pero ya estoy más cerca de los noventa que de los ochenta. Y en cuanto a los deseos de mi madre, tampoco se quedaron sin cumplir del todo: en mi pared, junto al infaltable cuadro del ojo con la lengua debajo atravesada por un puñal, hay un diploma de graduado en Historia del Arte de 1971. Obtenido en curso para trabajadores, por supuesto… ya era demasiado viejo para otra cosa. Pero más vale tarde que nunca, y nunca es tarde si la dicha es buena. Si no otra cosa, al menos le debo a la Revolución la oportunidad de haberme convertido en un negro «leído y escribido». Y a lo mejor en la Facultad de Artes y Letras todavía alguien recuerde mi tesis de grado: «De África al Caribe: el viaje secreto de los orishas» que me tutoreó el mismo Miguel Barreto y que dediqué, por supuesto, a Don Fernando Ortega y a su gran alumna, Lydia Carreras.

Pero eso fue muchos años después.

Porque todavía era Grau presidente cuando empecé a ayudar a Osmany en su consulta de la calle Neptuno. Y, modestia aparte, debo decir que su fama ya grande aumentó no poco con mi presencia. No sé explicar cómo… o sí lo sé, pero no puedo decirlo, pero los cocos y caracoles de Ifá y las conchas de tortuga del ekuele hablaban en mis manos más claro que en las de nadie y, sobre todo cuando de avisos de muerte se trataba, casi nunca me salía el escueto y evasivo «lo que se sabe no se pregunta» que significa que los orishas no quieren hablar del asunto ni comprometerse.

Pero mejor no explayarme tanto con los detalles. Después de todo, ésta no es sólo mi historia.

Baste saber que, aunque cuando cumplí los dieciocho me establecí por mi cuenta, siempre le he guardado gratitud y respeto a Osmany… después de todo, la idea fue suya. En todos estos años han venido a mi apartamento de Centrohabana, en el callejoncito al lado de Neptuno que es el Pasaje O. Giquel, miles, tal vez decenas de miles de personas. En mi doble condición de abakuá y babalao, he vivido de todo, lo mismo períodos de aceptación que de rechazo e intolerancia a mi fe; pero tanto cuando los azules del SIM y los casquitos de Batista revolvían las gangas de algunos babalaos buscando armas como cuando los cuadros del Partido tenían que venir a consultarse en secreto, ni la policía de antes ni la de ahora ni nadie se metió nunca conmigo. No en balde el de vive y deja vivir es uno de mis lemas preferidos.

Aunque los años me han vuelto sabio, nunca he sido un santo. Dicen los chinos que absteniéndose de todo un hombre puede vivir hasta rozar la eternidad, pero yo digo que eso no es vivir, sino durar. Como a Compay Segundo, me gustan (y todavía) el ron fuerte y la cerveza fría, el café caliente, la comida sabrosa, el bailoteo, la gozadera y sobre todo las buenas hembras. He tenido muchas y sin nunca tener que recurrir a los orishas para que vinieran a mi cama… en mis buenos tiempos yo era un mulato troncudo y bien plantado, aunque no tan alto como mi padre. Me casé tres veces, tengo ocho hijos, catorce nietos y ya perdí la cuenta de cuántos hijos han tenido luego ellos y ellas. Aquí en Centrohabana todos me conocen y me saludan en la calle, todos me quieren y a todos los quiero, aunque una parte muy especial de mi corazón la reservo para Daymarita, mi primera biznieta, la de un ojo azul y el otro verde, porque… pero no, aún no diré por qué. Jugó su propio e importante papel en esta extraña historia, y de ella se hablará cuando llegue su momento.

Siempre he tenido claro que la religión no debe ser un camino para la riqueza. El dinero es como un pantano dorado en el que los hombres siempre terminan ahogados porque nunca tienen suficiente, porque siempre quieren más y más… Nunca he sido uno de esos santeros metalizados que sin pestañear le cobran cinco mil dólares a un turista tonto por hacerle el santo, o les piden fortunas por resguardos de Yemayá supuestamente infalibles contra el mar a los balseros desesperados. Ni tampoco entré nunca en el jueguito con las jineteras y la hierba de María. Vivir de lo que haces, sí… lucrar, no. Jugar con el poder es siempre peligroso. Y con Ikú, sencillamente, no se juega.

Soy viejo y he visto mucho, del bien y del mal, que por desgracia abunda mucho más el segundo que el primero, pero mi conciencia está limpia. He ayudado a muchos a burlar la mala suerte y las malas intenciones de otros, y a los que ya tenían escrito que nada podría ayudarles les he hablado claro siempre. Soy sacerdote de Ifá e hijo de Ikú, y aunque muchas veces ha venido gente prometiéndome el oro y el moro para que los ayudara a destruir a alguien, por envidia, por venganza o por lo que fuera, nunca he entrado en esas componendas. Osmany me lo decía siempre: «Ikú es fuerte en ti, Obdulio… pero no juegues sucio con ella y sus poderes, o te chupará», y yo he tenido siempre muy claro eso. Nunca he querido perjudicar a nadie. Ni mucho menos he hecho trabajos de muerte. Ikú es una orisha celosa, siempre hambrienta de sus pocos hijos vivos.

Bueno, decir nunca no es del todo exacto. Pudiera decirse que hubo una vez… pero lo hice porque no quedaba otro remedio, porque había que hacerlo, porque alguien tenía que hacerlo. Aunque eso no significa que me gustara, líbreme Olofi.

Pero, alto ahí. Que ni crecen en el árbol las flores antes que las raíces, ni un buen griot debe adelantarse a su propia historia, y toda historia comienza por el principio.

 

*****

 

Todo empezó aquella tarde; tocaron a mi puerta y yo abrí.

Supe quiénes eran apenas entraron a la sala de mi casa. No los había visto nunca, pero ya todo el mundo en el ambiente hablaba de ellos: Saúl Acosta, el niño que nunca pronunciaría una palabra, y Omaida, la vieja terca que no se resignaba a que él jamás pudiera decirle «abuela».

Negra como la tinta ella, tan oscura como su propio vestido de luto o sus informes zapatos ortopédicos. Su edad, más cerca de los cien que de los noventa, había encorvado una espalda que debió ser altiva y arruinado unas facciones que tuvieron que ser bellísimas, pero todavía brillaba fuego en aquellos ojos rodeados de arrugas debajo de la pasa blanca en canas y había suficiente fuerza en los ademanes de aquella mano retorcida como una garra sujetando el bastón de aluminio como para que cualquier carterista callejero se lo pensara dos veces antes de atreverse con aquella «ancianita». He visto mucha gente especial pero aquella vieja tenía una presencia imponente.

En cuanto al niño, tendría unos tres años y pocas veces he visto mejor prueba viviente del tremendo mestizaje caribeño. Si su madre se parecía a la vieja Omaida, el padre debió ser por lo menos sueco, porque el resultado era singular. Lo recuerdo como si lo tuviera ahora mismo frente a mí. De facciones finas y piel tostada, habría sido jabao si no fuera por sus enormes ojos verdes y ligeramente oblicuos y por aquella improbable mata de pelo rubio, ondeado pero no rizado, que le llegaba hasta más abajo de los hombros.

Ya sabía que la abuela había prometido no cortárselo hasta oírlo hablar. Que había removido cielo y tierra, visitando policlínicos, cuerpos de guardia, consultas de otorrinolaringólogos privados y hasta el mismísimo hospital Cira García, dicen algunos que el mejor de Cuba… al menos ahí es a donde van siempre los pinchos y los macetas, la gente del gobierno y los nuevos ricos de las corporaciones. Y luego, ya cerrados los caminos de la medicina, a yoguis, espiritistas y astrólogos de todos los colores.

Sin lograr nada; médicos y curanderos meneaban todos la cabeza del mismo modo desesperanzador; bastaba con tocar la garganta del chico, o mirar dentro de su boca para saber que ni el bisturí láser ni los orishas podían ayudar ahí. Saulito, simplemente, había tenido la mala suerte de nacer sin cuerdas vocales. Luego he averiguado y parece que es una posibilidad en varios millones… y le había tocado a él. Se puso fatal, así de simple.

De cartomántico en adivinador, habían venido a dar conmigo… Yo era su última carta; la vieja Omaida me pidió, con lágrimas en los ojos, que hiciera un milagro por su nieto condenado al silencio, no importaba lo que hubiera que pagar, ella lo conseguiría, y honradamente, trabajando, vendiendo su casa o pidiendo prestado si hacía falta. Saulito era lo único que le quedaba de su hija; la muchacha había muerto tratando de cruzar el estrecho de la Florida en un Chevy impermeabilizado con chapapote que se había hundido con sus quince aspirantes a ciudadanos de los EUA.

Aún sabiendo que no podría hacer nada les tiré los caracoles y el ekuele, y siempre salió «lo que se sabe no se pregunta»… los orishas no querían tener nada que ver con aquello, así que no quise aceptar ni el pollo flaco ni los dólares arrugados que ella insistió muy digna en darme. La vieja negra se despidió, muy cortés… pero había un fulgor en sus pupilas que decía bien claro que su intención no era resignarse ni mucho menos.

En Cuba, cuando la Regla de Ochá no ayuda, siempre queda el Palo de Monte. No es como magia blanca y magia negra, no es tan simple. Algunos babalaos desprecian a los paleros por brujeros, porque no rezan a los orishas sino a fuerzas más primitivas, porque abusan de la sangre en sus ritos… pero otros sabemos que en el monte hay potencias que no porque no tengan nombre ni cara son menos poderosas que Shangó y Elegguá, fuerzas elementales más antiguas aún que los más antiguos dioses, capaces de actuar si se les invoca del modo adecuado.

Por pura curiosidad, o a lo mejor es que me sentía responsable de la suerte de la vieja y su nieto por no haberlos podido ayudar, el caso es que hice saber a mi grey que agradecería mucho cualquier noticia al respecto. Y como en Centrohabana todo se sabe, y la mitad del barrio me debe algo, a la semana siguiente una jinetera de Holguín que vino a pedirme un trabajo para que el marido no se le corriera mientras ella se iba a Varadero a ganarse unos dólares con un francés, me contó que habían visto a la «negra vieja y el jabaíto achinado» entrar en casa de Abigaíl, el palero ciego y albino. Y aquello me olió mal, pero no hice nada.

Error, gran error.

La verdad es que, incluso a primera vista, Abigaíl generaba una rara mezcla de miedo y repulsión, como una serpiente venenosa o una tarántula, habría agregado mi padrino Osmany, que Olofi tenga en su gloria infinita. Muchos juraban que, aunque ciego, lo veía todo con una vista que no era la de sus ojos muertos; lo cierto es que nadie lo vio usar nunca del modo en que lo hacen los ciegos aquel bastón de ébano con puño de plata en forma de pulpo del que nunca se separaba. Caminaba siempre seguro, muy erguido y a la vez con una mercurial agilidad como de bailarín, girando sin cesar a un lado y a otro sus horribles pupilas blancas, en un movimiento constante de cabeza que hacía ondear su pelo también blanco y finísimo como si fuese una aureola. Fumaba unos cigarros extrañísimos, cortos, gruesos y como trenzados, que yo no había visto fumar nunca antes a nadie, ni tampoco he visto fumar a muchos después, y el humo lo envolvía casi como una aureola. Además, como si no bastara, vivía solo en una casona enorme y medio en ruinas, por la calle Marqués González, y los vecinos decían, tan bajito como si hablaran de política, que a veces se oían ruidos extraños y brillaban luces misteriosas detrás de aquellas persianas siempre cerradas a cal y canto.

Después de lo de Bacuranao yo, hurgando con paciencia y relaciones aquí y allá, averigüé que Abigaíl había nacido judío, y la querida del teniente de la PNR que entonces dirigió el registro en su casona abandonada me contó que según su marido, el albino la tenía llena de una pila de cosas raras, animales disecados y dibujos llenos de círculos, pero sobre todo repleta de libros. Cinco de los seis cuartos de la enorme y destartalada mansión colonial no eran otra cosa que una gran biblioteca y, cosa curiosa tratándose de un ciego, no había ni un tomo en Braille. Extrañado, le pedí a la mujer del policía que me trajera algunos y lo hizo… no entendí mucho, estaba escritos en lenguas y alfabetos extraños, y como no me gustaron, decidí quemarlos.

Segundo error; años después, cuando conocí al padre Julián y a su amigo Yosvany y les conté lo poco que recordaba de aquellos viejos tomos encuadernados en cuero, el nombre de sus autores, el viejo cura español y el joven pastor protestante maldijeron a coro mi ignorancia. Ya entonces estaba más que claro que Abigaíl estaba relacionado con las más ocultas y negras artes imaginables, y si además de simplemente saber que en su biblioteca había obras de gente como Eliphas Levi, Aleister Crowley, Simón el Mago, el Conde D´Erlette y Abdul Al-Hazred hubiéramos podido tener acceso a ellas, quizás habría sido más fácil contrarrestar su oscura hechicería…

Pero todo eso fue después, mucho después.

Entonces, antes, ni yo ni nadie sabíamos mucho de Abigaíl, y eso alimentaba la leyenda. Unos decían que era medio chino y había nacido ciego; otros, que era el hijo de un diplomático y que le habían echado ácido en las pupilas de chiquito. Aquéllos, que tenía como cuarenta años; los otros, que era más viejo que Tutankamón. Unos, que estaba en el giro de la yerba de María; otros, que lo suyo era la nieve; algunos hasta susurraban que era chivato de la policía; otros que disidente o incluso agente de la CIA.

Todo un enigma y un personaje; pero así hay muchos, ¿no? La calle necesita su gente misteriosa y sus leyendas como un pez necesita del agua, y si no existen, los crea.

El caso es que, leyenda o no, parece que el albino era muy bueno en lo suyo… sobre todo en prendas de ocultamiento. Cobraba caro, pero más de un raterito de por estos barrios jura que una que otra vez, cuando estaban a punto de agarrarlo, tocó un amuleto trabajado por el palero albino y los policías siguieron de largo como si no lo vieran. Y otros recuerdan que el ciego de la larga cabellera blanca siempre decía que aquello no era nada, que ya les haría él ver a ellos lo que era poder de verdad, un día… claro que era como para reírse: ¡un ciego diciendo que iba a hacer ver a la gente!

Pero nadie se reía. No delante de él, al menos. A aquel tipo hasta los demás paleros le huían como el diablo al agua bendita. Y eso, en una regla donde no hay consultas ni apadrinamiento, donde todos tienen que cuidarse de todos porque cualquiera le tira un muerto oscuro a otro, es como decir que lo respetaban más que al himno nacional y la bandera juntas. Como respetarían los escorpiones a uno de ellos que hubiera nacido con dos aguijones.

El caso es que empezaron a andar juntos los tres: el niño mudo con su melena rubia y rizada, la vieja siempre de luto encorvada sobre su bastón de aluminio, y el palero ciego y albino vestido de blanco con el suyo de ébano y puño de plata, con el pelo níveo por la cintura y siempre fumando aquellos tabacos raros. Dicen que los vieron una vez por el cementerio, otra por Cojímar, por el Zoológico, muchas veces por el Acuario. Formaban un trío tan extraño que hasta los mismos policías se santiguaban cuando los veían pasar y hacían bien porque no por llevar un uniforme y una pistola está a salvo el hombre de Dios ni del diablo, ni mucho menos de otras entidades todavía más viejas, más poderosas y menos humanas.

Pero pasó casi un mes y como la gente se acostumbra a todo, ya estaban adaptándose a verlos siempre por ahí. La negra Omaida le decía a quien quisiera oírla que aquel hombre le iba a dar voz a su nieto y algunas malas lenguas empezaron a regar que se había vuelto definitivamente loca, la pobre. Otras, que la vieja se estaba acostando con el ciego albino y comentaban ¡qué clase de estómago el de Abigail! Aunque antes nadie le hubiese conocido mujer, ni tampoco hombre.

O sea, se comentaba lo normal en estos casos en este barrio… cuando de pronto, se perdieron los tres.

Pero perdidos perdidos, desaparecidos de veras. Nadie supo de ellos por casi una semana, hasta que unos tipos del Contingente Blas Roca encontraron a la vieja en Bacuranao, la playita de Alamar. Yo iba a nadar allí cuando todavía no había cumplido los treinta, y por lo que me dijeron, no ha cambiado mucho: siguen siendo unos míseros doscientos metros de arena gruesa encajonados entre rocas, con el agua siempre turbia por el río que desemboca ahí mismo. No es Varadero ni Santa María, pero es siempre playa, y cuando no hay dólares para comprar pan, el casabe tiene que saber a gloria, ¿no? Si lo sabremos nosotros, los cubanos.

Los constructores habían ido a darse un chapuzón en la playa después de trabajar toda la noche echando la placa de un techo, y por eso se tropezaron con el cuerpo. Omaida estaba tirada en la arena boca arriba, al lado de su bastón. El tubo de aluminio estaba retorcido como si fuera de papel, y ella tenía los ojos botados y la boca abierta, y la piel negrísima rebajada hasta un tono casi ceniciento… pero ninguna herida. Aunque, eso sí, sus pies estaban extrañamente deformados, con las plantas gastadas casi hasta el hueso y la piel negra, hinchada y suave, como dicen que les quedan a los escaladores cuando se les congelan en la nieve de las alturas. Uno de los constructores dijo que seguro la pobre negra había visto algo que la había impresionado tanto que se quedó tiesa del susto, y el forense de la policía luego dijo que no, que había sido un infarto masivo, y además, entonces, ¿quién y cómo le había doblado el bastón?

Pero ya se sabe cómo es Radio Bemba… a los dos minutos toda La Habana repetía lo de la negra vieja muerta de miedo en la playa y ya las cabezas calientes especulaban si la habían violado, si el albino había intentado algo con el niño, si era una salida ilegal del país o si estaban metidos los yanquis de por medio con cosas químicas de ésas que a ellos les gusta usar. Aunque, cosa rara, de sus pies no se habló más; la vieja siempre había usado zapatos ortopédicos, ¿no? Que los tuviera un poco extraños no parecía tan extraño después de todo, ¿verdad?

Pero igual aquello era demasiado raro hasta para ser trajín de los americanos. Lo de menos era la vieja, sino todo lo otro. Y no hablo sólo del bastón, ni del montón de cabos de aquellos tabacos extraños y torcidos que fumaba Abigaíl que había tirados por todos lados. Sino, por ejemplo, de que muertas por toda la playa como gelatina echada a perder, había más medusas que las que los tipos del contingente y los policías habían visto en toda su vida. Y también unas huellas en la arena que salían del mar y al mar volvían después de dar una vuelta alrededor del cadáver. Eran unas huellas tan raras, tan grandes y como triples, que la idea de un policía de que las había dejado una caguama gigante no se sostuvo ni un minuto, y decidieron llamar a los guardafronteras… a lo mejor porque dondequiera que había pasado aquella cosa, fuera lo que fuera, la arena también estaba como vitrificada. El forense no entendía de qué se trataba, pero dijo que era como si algo muy caliente la hubiera tocado, o como si un montón de rayos hubiera caído en el mismo lugar.

Y ni el niño ni el palero albino y ciego aparecían por ninguna parte.

Las teorías de la salida ilegal o el ataque de la CIA se fueron a bolina rápido: las torpederas de los guardafronteras no habían visto ninguna lancha rápida la noche anterior: lo único raro había sido un montón de relámpagos y rayos en bola, con el cielo despejado, pero la meteorología no es una ciencia exacta, y esas cosas pasan a cada rato en el mar, o eso dicen los que saben.

Por suerte, al tercer día, cuando ya los locos de los OVNIs estaban empezando a ir al lugar para poner sus piramiditas y escribir mensajes y dibujar signos extraños en la arena, unos turistas canadienses encontraron al niño… en Guanabo. No lo reconocieron, ni sabían que estaba perdido, pero como lo vieron desnudo en la arena, sin moverse, y cuando lo tocaron estaba volado en fiebre, pensaron que lo mejor era llevarlo al hospital, y allí fue donde un policía de guardia lo reconoció por la foto que ya había empezado a circular… a pesar de que de la impresionante melena que Saulito lucía antes no quedaba ni rastro: alguien se había tomado el trabajo de pelarlo al rape.

El niño estuvo tres días entre la vida y la muerte en una sala del hospital Hermanos Amejeiras. Y ahí sí que fui yo a visitarlo tres veces… me daba lástima el pobre: primero la madre, luego la abuela…

En cuanto al palero albino, parecía que se lo hubiese tragado la tierra, o el mar. No regresó a su casa, no llamó desde Miami, no apareció el cuerpo, en fin, que no volvió a saberse de Abigaíl nunca más.

O sea, nunca más hasta que llegó el momento. Y cuando eso ocurrió, ¡cuánto no habría dado yo para que aquel nunca más hubiera sido nunca más de veras y no solo un paréntesis de algunos años!

Pero de nuevo me adelanto a los acontecimientos.

Lo cierto es que el palero albino y ciego no estuvo presente en su gran momento de gloria. Yo sí. Por eso puedo dar fe de lo que pasó, lo vi con mis ojos, nadie tuvo que contármelo; fuese cual fuese el extraño hechizo de medusas y hielo que le costó a la abuela de Saulito la integridad de sus pies y la propia vida, funcionó de veras: Al tercer día de estar ingresado, el jabaíto achinado abrió los ojos, se sentó en la cama, y como si fuera lo más normal del mundo, pronunció sus primeras palabras:

—Quiero chocolate.

Me quedé frío, y ni hablar del corre corre de enfermeras y médicos que se armó. Fue tan grande. que debo haber sido yo el único en percatarse de que Saulito no había llamado a su abuela, ni mucho menos preguntado por qué estaba ahí, como si supiera perfectamente que ya no había más Omaida. Aunque, bien mirado, tampoco preguntó por Abigaíl, como si también supiese que…

Los doctores, sin poder creer a sus oídos, le hicieron mil pruebas pero no descubrieron nada: simplemente, antes no hablaba porque no tenía cuerdas vocales mientras que ahora parecía una cotorra; sólo se callaba cuando estaba durmiendo… y eso debía significar que las tenía, ¿no? Aunque su garganta no se viera muy bien ni en las placas, ni en los ultrasonidos ni en ninguna de las tres tomografías axiales computarizadas que le hicieron, gratis como todo lo demás, aunque cuestan un ojo de la cara allá afuera.

Al final, sin poder dar ninguna explicación científica, uno de los médicos, más imaginativo o más oportunista que los demás, propuso declararlo un milagro más de la ciencia médica cubana. Pero como no tenía cicatrices que indicaran una operación quirúrgica ni nada así, en vez de darle bombo y platillo prefirieron echarle tierra encima, no fuera a ser que alguien dijera que había sido un milagro… porque en este país milagroso, cosa rara, los milagros de verdad están muy mal vistos.

Como ya el niño no tenía parientes que se ocuparan de él, lo enviaron a un orfelinato, digo, a una Casa de Acogida de la Infancia, porque los niños que están allí no son huérfanos, sino Hijos de la Patria.

Ahí fue que le perdí el rastro a Saúl Acosta por unos cuantos años… doce, para ser exactos. Y resultaron tantos, que cuando volví a encontrarlo había empezado a hacerse famoso como cantante de rock y se hablaba de él en toda Cuba, pero ya no con su nombre, sino como La Voz.

La Voz del Abismo.

 

*****

 

Después que todo acabó me puse a averiguar lo que hizo y lo que le pasó a Saulito en aquellos doce años… mientras a mí me salían algunas canas más, el peso cubano valía un poco menos, Daymarita y el resto de mis biznietos crecían lo suyo y el mundo se involucraba en dos o tres guerras más, como siempre.

Me costó su trabajo, pero no tanto como podría imaginarse.

Si yo hubiera sido de la policía lo más seguro es que sólo hubiera encontrado gente muda y amnésica, porque en este país todo el mundo se siente culpable… y la verdad es que casi todos lo somos. Para vivir en estos tiempos tan duros hay que estar siempre en el borde de la ley, y a veces pasando al otro lado, así que si no quieres que te echen pa´lante, lo mejor es que no eches tú pa´lante a nadie. Tejado de vidrio no tire piedras al vecino, y entre pillos anda el juego, ¿está claro?

Pero bastó con decir que era babalao para que la cosa fuera bien distinta; como mismo nadie quiere tener nada que ver con la PNR, todos quieren estar en buenas relaciones con los de mi oficio; en Cuba, en estos tiempos, buscarse problemas con los orishas o sus representantes terrenales es casi como pelearse con el cocinero en un barco: mala política. Tarde o temprano, siempre hay necesidad de unos o de otros.

Todo el mundo habló hasta por los codos y pude enterarme de un montón de cosas.

Por ejemplo, que ya desde chiquitico la futura estrella del rock duro había mostrado sus excepcionales cualidades vocales. Según su expediente acumulativo escolar, supuestamente secreto, Saulito no era un alumno indisciplinado, simplemente sucedía que ni castigos ni amenazas eran capaces de hacerlo estar callado; hablaba hasta por los codos, como si quisiera recuperar todo el tiempo que había perdido en silencio.

Una de sus maestras de primaria, ya casi tan vieja como yo, recordaba cuánto le gustaba cantar al «jabaíto achinao» y lo dotado que estaba para la música. Nada raro en un niño cubano, es verdad; en este país el ritmo es casi un sexto sentido, y la melodía, algo que todos derrochan hasta hablando.

Pero fue el conserje quien me dio la primera evidencia incontestable de que «aquel jabaíto jodedor» siempre había sido mucho más que otro talento musical silvestre de los tantos que ha dado y espero que siga dando esta isla, al contarme de su traviesa costumbre de imitar las voces de compañeritos, profesores y hasta la suya propia y de su sorprendente talento para tal burla.

Por mi madre, oyéndolo hablar parecía que era yo mismo. Y como me imitaba a mí imitaba al director, a los padres de los alumnos, y a los artistas del cine y la televisión… no sólo las palabras y la manera de hablar, sino la misma voz —recordaba admirado el viejo.

Pero sólo eso; por lo demás, la vida escolar de Saulito fue bastante normal en esos años; le encantaba el chocolate, no era ni muy alto ni muy chiquitico, peleaba con otros niños (según su historia clínica, nada grave, algún ojo negro, un brazo roto, morados y arañazos a cada rato, como todo niño normal), su aprovechamiento académico no era ni muy malo ni muy bueno, y como tantos Hijos de la Patria, huérfanos de cariño y supervisión familiar, tuvo sus problemas de conducta.

En los que tuvo que intervenir un instructor policial de la Atención a Menores, porque, también como de costumbre, el eufemismo «problemas de conducta» en su caso describía más bien un franco coqueteo con la delincuencia: robo de libretas, lápices y gomas de otros niños con más posibilidades económicas, fugas de la escuela con muchachos mayores (incluyendo un temprano descubrimiento del sexo… probablemente homosexual, al menos en opinión del instructor de marras, un teniente de Holguín tan machista y lleno de prejuicios contra «esos peludos que son todos maricones» que preferí no creerle; al menos el comportamiento posterior de Saúl no apuntaba en lo absoluto hacia tales preferencias), coqueteos con la yerba de María, en fin, cositas de rutina en una infancia difícil.

Hasta que cumplió los doce años y le cambió la voz de golpe.

Literalmente de golpe: Saúl Acosta no pasó por la pesadilla de todos los adolescentes: los «gallos». Simplemente, una noche tenía once años y trescientos sesenta y cuatro días y el tono de su voz era infantil; a la mañana siguiente tenía doce años y una voz ¿adulta? ¿madura? Difícil de describir, pero, indudablemente, distinta.

Tanto los testimonios de sus compañeros de estudios como los de sus profesores son bastante contradictorios sobre ese período. Que le seguía gustando el chocolate. Que empezó a preferir la fresa al chocolate, como sabor de helado. Que sólo le gustaba la naranja-piña. Que era buen bailador. Que era un patón sin remedio. Que le gustaba jugar al balonmano. Que al fútbol. Que odiaba los deportes. Que creció quince centímetros en tres meses. Que había ido creciendo poco a poco, de modo que aun día, cuando la gente vino a darse cuenta, ya tenía aquel larguísimo metro con noventa con el que me lo volví a encontrar y lo recuerdan todos.

Unos dicen que se volvió altanero, caprichoso y egoísta, otros que siguió siendo un tipo sencillo y amigo de sus amigos… pero todos coinciden en señalar que si ya de niño cantaba bien, como adolescente su voz se volvió simplemente extraordinaria.

Se sabía todas las canciones de todos los grupos de rock, aunque no hablaba inglés, nada más tenía que oírlas una vez, y las cantaba igual, qué oído (Omar, un friki que lo conoció en una escuela del campo y al que evidentemente impresionó mucho la tremenda memoria auditiva del muchacho).

En un campismo se rompió la grabadora y todo el mundo estaba medio deprimido, pero Saulito dijo que él ponía la música… Y la puso, vaya si la puso. Tremendo. ¿Tú te ubicas en esos grupos vocales que hacen todos los instrumentos con la boca? Eso es mierda; él era uno solo, pero sonaba como si fuera una orquesta (una muchacha que probablemente fue su novia en aquel campismo… y nunca volvió a verlo).

Y su voz era extraordinaria no sólo musicalmente hablando, por cierto.

Cuando pusieron la película ésa del cantante aquel italiano, y en una escena el tipo rompe una copa con la voz… él no paró hasta hacer lo mismo. Sólo que, como no había podido conseguir una copa, lo hizo con una jarra de ésas de cristal bien gordo, y hasta se cortó la cara cuando saltaron los pedazos. Qué pulmones, algo impresionante, qué clase de pescador submarino pudo ser (Diosdado, un profesor de Educación Física).

Una vez, buscando mangos, nos metimos en la finca de un guajiro y nos soltó los perros. Tremendo corre-corre que armamos todos, menos él; se quedó parado, y parecía que cuando aquellas fieras ya iban a comérselo, empezó a hablarles… no sé qué les dijo, pero los tres doberman que un segundo antes parecían capaces de hacerlo pedacitos se tranquilizaron como por arte de magia… y nosotros también. Tanto, que me quedé dormido, me caí del árbol donde me había subido y me partí dos costillas, una me rompió la piel, mire la marca (uno que lo conoció una vez, tuve que hablar con él en la Prisión Provincial de Matanzas, así que no diré su nombre).

No sé cómo pasó… yo ya tenía novio, llevábamos seis meses juntos, y nunca me había fijado en Saulito, pero aquella noche empezó a hablarme, y hablarme, y antes de darme cuenta ya estaba haciendo el amor con él. Al día siguiente, cuando me desperté, salí corriendo… no, nunca se lo dije a mi novio, figúrese, con lo celoso que era (otra «novia» por una noche de la que también me reservaré el nombre).

Aquella vez, en la playa, los reclutas se metieron con nosotros, porque Selmita tenía una trusa que enseñaba más que lo que escondía. Y la cogieron sobre todo con él, a lo mejor porque era el más alto, el que más hombrecito parecía, y eso que estaba flaquísimo. Empezaron a reírse, a tirar arena, a molestar y provocar, ya se sabe cómo se ponen de pesados algunos hombres cuando ven que otros andan con mujeres y ellos no. Oye, y de pronto Saulito se paró y fue hacia ellos, y yo me dije «aquí mismo se armó, me lo matan». Pero de eso nada; nunca quiso explicarnos qué fue lo que les dijo, sólo se reía, muy misterioso, pero el caso es que los tipos se levantaron y se fueron sin decir ni esta boca es mía.

Esa última era Irma, que sí duró casi medio año con Saúl… y parece que la futura estrella de rock la quiso de verdad, porque, salvo esa pequeña anécdota de playa, la muchacha no recuerda ninguna otra cosa rara de aquellos seis meses. Y como, al menos para mí resulta evidente que ya Saúl Acosta estaba en pleno proceso de descubrir el verdadero alcance de sus nuevos poderes, todo apunta a que prefirió mantener al menos una apariencia de normalidad ante ella.

Pero al terminar la secundaria las cosas se aceleraron. Para sorpresa general, aunque muchos con peores promedios que el suyo pidieron el preuniversitario (y algunos hasta lo obtuvieron, maravillas de la ruleta pedagógica cubana), él no hizo la solicitud. A quien le preguntara le decía muy tranquilo que en Cuba estudiar para graduarse era perder el tiempo, que él iba a ser famoso y tener mucho dinero incluso sin un título universitario, y si diez años antes aquello hubiera sonado a húngaro, la verdad es que yo mismo, en estos tiempos de paladares, artesanos, jineteras y carpeteros de turismo millonarios, a veces me pregunto si Daymarita no habrá cometido la estupidez de su vida optando por hacerse médico en vez de bailarina de cabaret, sobre todo con ese cuerpazo que tiene.

El caso es que Saulito, con sólo catorce años y el noveno grado aprobado, metió sus tres o cuatro pertenencias en una mochila y se fugó tranquilamente de la Casa de Acogida de la Infancia con una idea muy clara en su cabeza: convertirse en cantante de rock duro. Lo que lo llevó a un sitio que a cualquiera que no conociera el giro, como yo en aquel momento, le parecería absurdo:

Pinar del Río.

 

*****

 

Ha llegado ahora el momento de hablar despacio y detalladamente de Daymarita, mi biznieta primera y preferida.

Hija única de Mara, mi nieta enfermera con… en fin, ella nunca quiso hablar de eso y yo nunca quise preguntarle. Tampoco es que fuera tan importante; en muchas familias cubanas, los hombres aparecen, se casan, hacen un hijo, y luego se van. Bueno, a veces llegan y hacen un hijo sin siquiera molestarse en casarse, como el anónimo padre de Daymarita. Lo que sí, casi siempre, más tarde o más temprano, se van.

El caso es que a Daymarita la criaron y malcriaron en la popular promiscuidad de una cuartería del Cerro su madre, su abuela y una legión de tías carnales y adoptivas, todas desde chiquitica hablándole mal de todos los hombres, con una única excepción: yo, su archirespetado bisabuelo.

¿Por qué algunas veces nos encariñamos con ciertos niños, mientras que otros nos son indiferentes? ¿Por qué mi viejo corazón, después de tantas hijas y tantísimos nietos, vino a enternecerse justo con la primera biznieta? ¿Será que nos ablandamos con la edad o será que de algún modo extraño siempre intuí que aquella niña alborotadora con un ojo verde y el otro azul estaba llamada a jugar un papel fundamental en el episodio más terrible e importante de mi vida?

Solo Olofi sabe, ¿y quién sabe lo que sabe Olofi?

Lo cierto es que si bien yo siempre he tenido por deber visitar a cada rato a mis retoños, desde que Daymarita la alegraba con sus ojos «de semáforo», sus carcajadas y sus travesuras me volví más asiduo que nunca a aquella cuartería… y era capaz de soportar no sólo el pesado viaje sino la continua queja (no hay comida, se va la luz, no ponen el agua, haz algo, abuelo) de toda su parentela con tal de tenerla un rato sobre mis rodillas, acariciar sus abundantes e indómitos rizos y poder responder sus ingenuas e interminables preguntas: ¿Por qué nacen los niños? ¿Quién pintó de azul el cielo? ¿Por qué los perros no hablan?

Preguntando y preguntando, correteando descalza con los otros niños de la cuartería y moviendo alegremente la cintura en los bembés, Daymarita creció sana y fuerte. Pero, a los doce años, sus aficiones musicales sufrieron un cambio radical, en lugar de los sabrosos ritmos cubanos de la rumba y la salsa, en la vieja grabadora de su madre empezaron a sonar los agresivos tonos del heavy metal.

¿Espíritu de contradicción juvenil o en casa de herrero cuchillo de palo?

Aquella música escandalosa la transformó. Dejó de ser una muchacha «normal» para convertirse en «friki». Se puso argollas en los sitios más inesperados, decidió vestirse siempre de negro, usar un montón de collares, mil aros de metal y cadenitas y liguitas en las muñecas, hacerse el desriz, teñirse el pelo de negro y maquillarse también en tonos oscuros, vampirescos.

Las quejas de Mara dejaron de ser las de toda progenitora cubana con hijas adolescentes: Esta niña llega a casa muy tarde, se viste demasiado provocativa, esas minifaldas suyas más parecen cintos anchos, ni que fuera una jinetera, creo que ya no es virgen, me parece que anda con extranjeros, no me gusta ese novio que tiene… para volverse francamente originales… y preocupantes.

Esta niña siempre llega a casa demasiado temprano… la mañana siguiente.

Se va a ahogar de calor con tanta ropa negra, pero no me importaría tanto que se vistiera así si por lo menos se quitara esas argollas de la nariz, la ceja y los labios, no sé qué locura le dio, con lo que debe doler.

Lo de menos es que ya no sea virgen, lo malo es que creo que le da igual un bando que el otro, la he visto besando en la boca a una ¿amiguita? Por lo menos tenía el pelo largo y tetas, una hija mía, qué horror… igual nunca estoy segura si esas amistades suyas son mujeres, hombres, travestis o qué sé yo.

Estoy segura de que se droga, además, juraría que no es sólo la yerba y las pastillas, creo que ya llegó al polvo, y si pudiera inyectarse, también lo haría, estoy casi segura.

Lo peor es que, siempre dando vueltas con esa pila de frikis peludos, en los conciertos de rock del Patio de María y 23 y G, no sólo pierde el tiempo que podría invertir estudiando, sino que ni siquiera se le pega un centavo, si por lo menos anduviera con extranjeros…

Para, por supuesto, terminar siempre con el sonsonete habitual: es culpa mía, como creció sin padre, ya no me hace caso, no sirve de nada que le prohíba ir a esos conciertos de bulla, que la encierre, se me escapa… yo creo que necesita una figura masculina que respetar, pero…

Algunas mujeres tienen la desconcertante habilidad de, culpándose ellas, hacerte sentir culpable a ti y obligarte a tomar cartas en el asunto.

Otro babalao habría quizás recurrido a sus artes. Otro bisabuelo habría intentado imponer su autoridad. Pero como soy hijo de Ikú, nunca mezclo los santos con mi familia… la experiencia me ha enseñado que suele ser bastante arriesgado. Y como más sabe el diablo por viejo que por diablo, y no se me ha olvidado que adolescencia es sólo otra manera de decir terquedad, preferí recurrir a métodos más astutos e indirectos.

Una de las máximas de Orula, orisha de la adivinación, reza: conoce a tu enemigo.

Y otra todavía más sabia dice algo así como: si cooperas con lo inevitable lo convertirás sólo en otra opción más.

Preguntando aquí y allá me informé sobre los puntos cardinales del underground rockero habanero: el famoso Patio de María resultó ser la Casa de Cultura Comunal Roberto Branly, de Plaza (¡quién lo diría!, tan cerca no sólo de La Timba, barrio tradicionalmente negro y rumbero, sino nada más y nada menos que de la mismísima Plaza de la Revolución, con el Consejo de Estado y el MININT), 23 y G, la esquina vedadense del cine Riviera y el restorante Castillo de Jagua, que en un tiempo fuera zona gay, es ahora cada noche punto de reunión de jóvenes rebeldes llenos de collares y argollas, que se sientan a los pies de la estatua de Salvador Allende (hay quien dice que fueron ellos los que arrancaron la mano del monumento… horrible por demás, aquella mano que parecía brotar del mármol, y de todos modos ellos siempre cargan con la culpa de todos los vandalismos, como el de arrancarle las gafas al monumento a John Lennon en el parque de 15 y 6) en la hierba, en la acera y a veces hasta en los bancos, conversan, juegan y se dice que hasta fuman marihuana y hacen cosas peores cuando nadie los mira… al menos en opinión de la gente, aunque siempre me he preguntado cómo lo saben si sólo las hacen cuando nadie mira.

Incluso llegué hasta a pedirle prestados a uno de mi potencia algunos cassetes de esa música, aunque admito que escucharlos todos fue algo superior a mis fuerzas. Y luego dicen que un bembé es escandaloso; la verdad es que lo que hace ese Marylin Mason está más cerca del ruido absoluto que un martillo neumático perforando la calle. En cuanto a los otros: Korn, Cannibal Corpse, Deicide, Blink 182, etc., yo no entiendo mucho inglés, pero tampoco me hizo falta para captar el espíritu general; qué rabia, qué malas vibraciones. Aquello me preocupó de verdad. ¿Cómo una muchachita alegre y normal podía oír aquello tan tranquilamente? ¿De qué clase de profundo resentimiento contra su familia y su mundo era síntoma la afición por aquella música?

Y ni hablar de los grupos cubanos. Combat, murallas de ruido con un rugiente vocalista de cuyos alaridos no entendí ni media palabra; Inosis, que sonaba como una mala copia de Marylin Mason; y Tufel, con grandes pretensiones operáticas y resultados más bien patéticos.

Por suerte, descubrí dos o tres cositas que me gustaron: Sepultura, un grupo brasileño con ritmos de los indios amazónicos; y Tendencia, unos pinareños que mezclaban el culto afrocubano con el rock. Recuerdo que lo que más me impresionó fue que al cantante, a pesar de todo, algo se le entendía de su desgarrador rugido… y parte de ese algo eran rezos de santería.

Dice también Orula: si quieres vencer a tu enemigo, únete a él.

Así que, habiéndome enterado de que, con la excusa del Día de las Madres, en el Patio de María se celebraría una especie de superconcierto, tres días seguidos de rock de toda la isla, y sabiendo que Tendencia tocaría la primera de las tres jornadas, me aparecí «casualmente» por la cuartería y le dejé caer a Daymarita, como quien no quiere la cosa, que varias personas que habían acudido a consultarme me habían hablado de un grupo de rock pinareño que mezclaba la santería con el metal, que si ella sabía algo.

Por supuesto, a mi biznieta le brillaron los ojos y, como auténtica fan, en cinco segundos ya me estaba contando toda la vida y milagros de los Tendencia. Nombre, peso, estatura, nivel de escolaridad, dirección y número de teléfono de cada uno de sus cinco integrantes, del sonidista y hasta de varios utileros, la historia del grupo en versión resumida, anécdotas varias (de las que no acabó de quedarme claro si los muchachos de Pinar estaban realmente versados en la Regla de Ochá, o su interés era sólo por motivos, digamos, de sincretismo musical), lista de novias, gustos musicales de cada uno, las razones por las que Pinar del Río se había convertido en la capital cubana del metal más duro, etc., para acabar, con la saliva en la boca como los perritos del Pavlov ése, proponiéndome-suplicándome que, si tanto me interesaba, y dado que tocaban en el Patio de María ese mismo viernes, ¿por qué no convencía a su mamá para que la dejara ir… por supuesto, conmigo?

Yo, con una actuación que ni Marlon Brando en sus mejores tiempos, primero me fingí sorprendido por la propuesta, luego alegre por la «coincidencia» y al fin algo preocupado. ¿No estaría demasiado fuera de lugar, entre tanta juventud melenuda y metalera, un negro babalao? Yo era un pobre viejo, y allí, solo… ¿Me prometía ella que iba a estar todo el tiempo al lado mío, cuidándome si hacía falta?

No son sólo las mujeres las que conocen el secreto de obligarte a hacer algo y que encima pienses que fue idea tuya. Y hay que reconocer que mi nieta Mara también representó a las mil maravillas su papel de madre renuente a la que sólo la autoridad del abuelo convence de ceder a esa «idea loca» de dejar ir a su hija a «un concierto de rock de ésos».

Ese viernes a las ocho, caminando con calma, ella de negro y yo de blanco como en la canción de Willy Chirino pero al revés, Daymarita y yo llegamos al Patio de María, a ver a Tendencia. Antes del grupo pinareño, como teloneros (se llama así a los grupos que abren, hasta eso había averiguado yo), tocaba otra banda de la misma provincia, totalmente desconocida, cuyo nombre sugería muchas cosas y ninguna: Abismo. De la que ya los «expertos » (que ni siquiera en el Patio de María faltan) decían que podía ser la revelación rockera del año, sobre todo por las increíbles cualidades vocales de su cantante: un chico alto y muy joven, de piel leonada e indisciplinada melena rubia, al que todos ya llamaban La Voz.

Era Saúl Acosta, pero yo no lo sabía aún, claro.

 

*****

 

Casi todos los rockeros saben por experiencia propia que el horario de los conciertos en el Patio de María es más bien elástico. Mitad por desidia nacional, mitad porque, con los vetustos equipos de audio de que disponen, los grupos suelen demorar horas en lograr una ecualización más o menos adecuada, las ocho y media anunciadas pueden convertirse con gran facilidad en las nueve o hasta en las diez y media.

Pero Abismo rompió con esa sacrosanta tradición; comenzaron a tocar exactamente a la hora señalada, para sorpresa mía, de Daymarita y de los dos o tres frikis tempraneros o aburridos que andaban dando vueltas por ahí. Evidentemente, para ellos ecualizar era más fácil que para los demás, y tardamos pocos segundos en darnos cuenta de por qué.

Al principio, cuando la guitarra fuertemente distorsionada atacó los primeros acordes, todos giraron la cabeza, pero más por curiosidad y sorpresa que por otra cosa. Luego se le unieron la batería y el bajo, nada fuera de lo común, un rock duro como otros tantos, a nivel de aficionado, con un poquito de feed-back y ligeramente fuera de ritmo.

Y entonces se oyó aquella voz y todo cambió.

Mi biznieta, yo y todos los demás quedamos instantáneamente fascinados… como mismo queda un pájaro fascinado por los ojos de una serpiente, como mismo fascina a una cobra la flauta del fakir encantador. El mundo entero dejó de existir más allá de aquel sonido.

Era como oír cantar a los dioses y a los demonios en un único coro. Un coro de una sola voz. Era fuerza y rabia y delicadeza y poder, calidez y frío.

Años después, el padre Julián me prestó Farinelli, la película sobre el cantante castrado, y de verdad trabajaron duro los ingenieros de sonido para lograr algo semejante, si aquel infeliz tenía una voz parecida, debió ser algo grande oírlo. Pero igual apostaría mi cabeza a que ni siquiera se acercaba a la resonancia de la de Saulito.

Era cortante como el tajo de una espada, envolvente como los anillos de una pitón, acariciadora como las plumas de un ángel, incitante como el beso de una diablesa, triste como el llanto de un payaso, y alegre y caótica como la explosión que dicen fue el principio de todos los tiempos.

Era un hechizo que iba más allá de las palabras de la canción, tanto que, aunque me parece recordar que la letra decía algo sobre muerte, destrucción, cementerio y amor traicionado, ahora sería incapaz de repetir una sola estrofa.

No, su compositor, fuese quien fuese, no era precisamente un gran poeta. Y sin embargo…

Entonadas por aquella garganta prodigiosa, incluso aquellas rimas tontas y simplonas resultaban conmovedoras. La muerte era más muerte que nunca cuando la mencionaban aquellos labios, el dolor más doloroso, la traición más traidora que ninguna que nadie hubiese sufrido jamás.

El dueño de aquella voz, alto, delgado, moreno y con aquella extraña melena rubia rizada estaba parado en la tarima, como un joven dios, cantando… y sin micrófono. Aún así, su voz se elevaba imposiblemente tronante y prometedora por encima del estruendo de las guitarras, del trepidar de los tambores, del tic-tac del bajo, y alzándose nos levantaba a todos en el viento de su magia, llevándonos a un país distinto, terrible y maravilloso a la vez.

Cuando terminó la primera canción, al cabo de cinco minutos, o diez, o quince, o mil años, fue como si hubiéramos pasado todo aquel tiempo en la ingravidez absoluta y la sensación de peso regresara de golpe, dolorosamente. Daymarita me había clavado las uñas en el brazo y yo tenía un charco de baba en mi siempre impoluta guayabera blanca. Demasiados impresionados hasta para aplaudir, estremecidos, anonadados, los pocos testigos de aquel espectáculo inaudito nos mirábamos las manos y las caras unos a otros, como tratando de convencernos de que aquello había sido real, y en todo caso, que si se trataba de una alucinación la habíamos compartido todos, lo que la volvía más real que la realidad misma.

Pero no era una alucinación. Tras la primera canción vino una segunda, y una tercera, y así hasta completar diez, todo el repertorio del prácticamente recién formado grupo. Y cada una era como un sortilegio repetido y a la vez deslumbrantemente nuevo.

Saulito cantó lo que suelen cantar los rockeros duros con conciencia social; espectros y zombis, pero también padres intolerantes, guerras nucleares y sociedades que no comprenden, pobreza y drogas… creo. Igual podría haber cantado el Himno Nacional, Barquito de papel o las tablas de multiplicar.

No, no eran las palabras… era algo más. O algo menos. Intentando definir lo indefinible, podría decir que era un eco de mundos remotos, una reverberación de espacios abiertos, cósmicos, un lejano gorgotear de alturas y simas desmesuradas, inhumanas, imposibles y por eso mismo aterradoras, pero a la vez tremendamente cautivantes, con esa atracción inexplicable que siempre ha ejercido sobre los seres humanos el abismo.

Abismo, ésa era la palabra. Aquel cantante era verdaderamente La Voz del Abismo.

No sé cuánto duró el concierto. Sin que nos diésemos cuenta los que estábamos allí desde el principio, el Patio de María se había ido llenando de gente que asistía al espectáculo con la misma solemnidad con la que asisten a una liturgia los fieles. Boquiabiertos y silenciosos, a los frikis se sumaron los dos serenos de la carpintería cercana, los espectadores que salían de un espectáculo de Danza Abierta en el cercano Teatro Nacional y transeúntes varios, como si de aquella garganta emanase un encanto irresistible, una tracción imposible de ignorar, como los sones del flautista de Hammelin de la fábula para ratas y niños.

Cuando se les acabó el repertorio, los jóvenes rockeros pinareños hicieron como que abandonaban el escenario, viejo truco para que el público grite «¡Otra, otra!», que esta vez, sin embargo, no funcionó.

Silenciosos, agotados, demasiado conmocionados hasta para intercambiar comentarios unos con otros, sintiendo que habíamos asistido a una experiencia de ésas que te cambian toda la vida, todos los presentes dimos media vuelta y nos fuimos. Así, sin más ni más. Cualquier grito de entusiasmo, cualquier aplauso, cualquier cosa habría estado fuera de lugar en aquel momento, como un peo en una iglesia o un coro cantando himnos religiosos en un juego de baseball.

Aquella noche, pese a toda su fama, Tendencia tuvo que suspender su actuación por falta de público. Malo para ellos, supongo, pero no es que a nadie le importara demasiado. Con deslumbrante fulgor, un nuevo astro había surgido en el escuálido firmamento del rock cubano.

Y un nuevo problema acababa de aparecer en la ya bastante complicada vida de Daymarita. Y en la mía, de paso; cuando un hombre alto y calvo con gafas oscuras chocó contra nosotros en la confusión de la salida, la mano de mi biznieta soltó la mía y ya no pude volver a encontrarla, aunque la busqué como un loco. Su enfurecida madre me dijo hasta del mal que iba a morir cuando regresé a casa sin ella.

Y con razón; dos días después, cuando finalmente apareció «la niña», no lo hizo sola, sino con su nuevo novio. ¿Y adivinan de quién se trataba?

Sí, justamente de él, Saúl Acosta, La Voz del Abismo.

 

*****

 

A partir de aquel fin de semana de mayo las cosas empezaron a ir cada vez más rápido, como si se desplomasen cuesta abajo.

Al día siguiente en toda La Habana no se hablaba más que de la increíble actuación de aquel desconocido grupito pinareño, y sobre todo de la voz de su vocalista, simplemente indescriptible. Los comentarios de los pocos afortunados que habían estado presentes corrieron por la ciudad no como un reguero de pólvora, sino como corren los rumores en Cuba; más rápidos que la luz.

Ese sábado, una realizadora del programa de televisión Cuerda Viva entrevistó a Saulito y al guitarrista, que insistía todo el tiempo en que era él el autor de la música y la letra de todas las canciones, e interrumpía constantemente a su vocalista, como celoso de todo el protagonismo que la entrevistadora le dedicaba, conciente como todos de que era aquella voz y no la letra ni la música lo que convertía a Abismo en algo extraordinario.

Y, como por arte de magia, burlándose de todas las reglas y costumbres de la televisión cubana, la entrevista salió aquel mismo domingo, en directo, sin censurar, sin editar, y toda Cuba quedó absolutamente fascinada con Saúl Acosta. No importaba lo que decía, no importaba el resto de los músicos; era su voz, aquel sonido extraño, acariciante, lo que resultaba irresistible.

Fue sólo viendo aquel programa que vine a descubrir que La Voz del Abismo era aquel mismo niño mudo al que, tantos años atrás, la vieja Omaida me había pedido que le regalara una voz. Ahora la tenía, ¡y qué voz!

En directo había estado demasiado impresionado para siquiera pensar en aquello. Pero admito que incluso en aquel momento me pareció solo una coincidencia. Ni siquiera me pasó por la mente la posibilidad de que se tratase de la segunda etapa de un plan oscuro y meticulosamente preparado durante siglos, tal vez milenios.

La mayor astucia del diablo es hacernos creer que no existe, que sus planes son solo coincidencias.

Al día siguiente, lunes, María la del Patio recibió un aluvión de llamadas. ¿Había grabaciones de aquellos muchachos, de aquel cantante tan carismático? No, chato, qué pena, ni siquiera una canción… es más, los muy jenízaros insistían en sólo tocar en vivo y no grabar nunca, proceder como mínimo extraño hasta para una banda de rock. Ah, qué contrariedad… pero ¿se podría organizar un concierto con ellos? Bueno, nada más fácil, chato, sólo había que ponerse en contacto con su representante, un tal Abel, un tipo extraño, cabecirapado y blanquísimo, que nunca se quitaba las gafas oscuras y hablaba muy despacio, enseguida les daba el teléfono, si Arturo dejaba de ladrar, qué perro tan antitecnológico…

El martes, tan sólo cuatro días después de su primera presentación en La Habana, La Voz del Abismo (ya todos los llamaban así, pese a que el guitarrista insistía cada vez más molesto en que el nombre del grupo era sólo Abismo) tocó de nuevo en el cine-teatro América.

Aunque no se le dio mucha promoción, se calcula que asistieron más de tres mil personas. El cómo cupieron todos en una sala diseñada para quinientos es algo que ni siquiera los acomodadores pueden explicar aún. Más del doble quedó fuera, rodeado por cerca de cuarenta carros de la policía, más nerviosa que nunca precisamente porque nadie le daba motivos para estarlo.

Yo tampoco hubiera entendido cómo todos aquellos frikis podían estar las casi dos horas de concierto de pie, sin romper las butacas ni los cristales, sin pelearse, beber, drogarse, sin ni siquiera chistar… aunque supongo que el que el espectáculo no degenerase en riña tumultuaria se debió sobre todo a que la voz de Saúl se oía perfectamente incluso fuera del teatro… aún cantando, como siempre, sin ninguna clase de amplificación.

Algunos de los presentes me dijeron luego que en el escenario, cerca de Saulito, vieron a dos personas: una muchachita de abundante cabellera rizada y un tipo muy blanco, vestido de negro, calvo y con gafas.

Supongo que aquella descripción debía haber encendido alguna luz roja dentro de mi cerebro. Pero no lo hizo.

Quizás porque se dijeron tantas cosas sobre aquel concierto…

Como por ejemplo, que pese a los minuciosos registros de la PNR y el personal de seguridad del teatro, muchos espectadores lograron introducir cámaras fotográficas, grabadoras y cámaras de video, pero ninguno logró fotografiar o grabar ni una imagen ni un solo sonido. Como si algo les hubiera impedido utilizar sus aparatos, o hecho que, aún utilizados, registraran nada.

Que como en la segunda canción del escenario empezaron a brotar columnas de un humo verdoso y densísimo que se arremolinaba alrededor del cantante en formas que por momentos parecían extrañamente perturbadoras, sin dejar de ser indefinidas, un impresionante efecto especial nunca antes visto y sobre el cual luego los utileros del América juraron y perjuraron no saber nada.

Que dentro del teatro había rayos y bolas de fuego que flotaban de un lado a otro… parece que fue cierto, porque luego, en las cortinas y paredes se encontraron huellas de quemaduras, aunque, inexplicablemente, ni uno solo de los presentes resultó alcanzado por las descargas eléctricas.

Que, a veces, en ciertas canciones, por encima del redoble de la batería se sentía otro sonido, como de pesados pasos en un líquido pegajoso y chapoteante, o tal vez el lento, perezoso aleteo de unas inmensas alas de murciélago. Que varias veces pareció soplar viento dentro de la sala; unas veces caliente y húmedo, oliendo a fango y canela, otras helado y con un raro aroma de polvo antiguo.

Por supuesto, nada de eso se citaba en el artículo que publicó el siguiente lunes el órgano de prensa nacional, el periódico Granma. Y si bien frases como «la nueva generación del rock hablará español», «ha nacido una estrella y su apellido es Acosta», no se apartaban mucho del triunfalismo habitual de la prensa cubana, evidentemente el resentido guitarrista de Abismo no pensó así: su decisión de expulsar del grupo a Saúl Acosta fue, a los ojos de todos, el equivalente al infantil «si no me dejan batear de homerun me llevo el bate y la pelota para mi casa».

Aunque si su propósito al anunciar tal decisión era atraer algo de atención sobre su hasta entonces prácticamente ignorada persona, el tiro le salió por la culata. No sólo nadie se dio por enterado, sino que tanto él como el bajista y el baterista perdieron la oportunidad de su vida de al menos salpicarse con un poco de la creciente fama de su ex vocalista. Nunca volvió a hablarse de ellos; a estas alturas ni siquiera yo recuerdo sus nombres.

En cuanto a la reacción de Saulito esa misma tarde, en una entrevista radial, declaró que entendía que los músicos no quisieran tocar con él y les deseaba buena suerte. Sólo reclamaba el derecho a seguir utilizando el título de La Voz, dado que, a fin de cuentas, había sido él quien propusiese Abismo como nombre para el grupo, meses atrás. Y, aunque agradecía cálidamente la amabilidad con la que David Torrens, Moneda Dura, Buena Fe y otros le habían ofrecido sus músicos, prefería dar su próximo concierto en solitario y a capella.

Algunas voces se alzaron, tachándolo de loco presuntuoso y acusándolo de divismo, pero lo cierto es que ese mismo sábado, en el Karl Marx, ni siquiera las más de cinco mil localidades del teatro más grande de Cuba alcanzaron para todos los que estaban ansiosos por ver y escuchar a aquel «divo presuntuoso».

Lo sé porque yo estaba ahí… Mara, después de insultarme, había venido a llorarme, aterrada. Ese día aprendí el significado de una nueva palabra, «grouppie», las muchachas que convierten en único sentido y objetivo de su vida pasar la mayor cantidad de tiempo posible al lado de sus ídolos: las estrellas de rock. Muchachas como Daymarita…

No es que a mi nieta aquello le pareciese inmoral, la inmoralidad ha sido siempre un concepto muy elástico en una cuartería, y más en estos tiempos post-crash del muro de Berlín. El caso es que cuando la madre trató de discutir pacíficamente el tema con «la niña», Daymarita no dijo ni esta boca es mía, sino que dio un portazo y se fue de la casa, así, sin más ni más. Ya hacía cuatro días de aquello, pero todavía no regresaba.

Y la madre estaba cada vez más preocupada, es que se decían tantas cosas de esos rockeros, que organizaban orgías, que hacían ritos satánicos, que nunca tenían un centavo y se vendían o robaban para conseguir dinero para sus drogas.

No discutí lo demás, pero recuerdo haberle dicho a mi nieta que no sabía cuánto puede llegar a cobrar un astro del rock, a lo que Mara ripostó, deshecha en llanto, que aquel muchacho no le gustaba y ya, y ni aunque fuera Rockefeller iba a cambiar de idea, no le convenía a Daymarita y sanseacabó. ¿No podría yo, por favor, llamarla a contar?

Nunca he podido resistir mucho tiempo las lágrimas de una mujer, y menos si es de mi propia sangre. Además, aunque estaba seguro de que el concepto de su madre de «discutir pacíficamente el tema» haría parecer tranquila a la Segunda Guerra Mundial por comparación, yo también estaba preocupado por mi biznieta.

Decidí ir al Karl Marx; y no sólo por Daymarita, sino por motivos más personales; siempre me he sentido orgulloso de mi autocontrol, y la verdad es que me avergonzaba un poco de mi comportamiento en el Patio de María, aquel viernes, había quedado como hechizado, como Daymarita, como todos. Yo, el babalao, el hechicero… hechizado. El cazador cazado.

¿Había sido real aquel encantamiento o sólo sugestión de masas? Quería averiguarlo. Y también saber si podría resistirme al sortilegio. ¿Sería capaz aquel muchacho de hacerme caer de nuevo bajo su hechizo, sin músicos, sin nada más que su propia garganta, por muy potente, única y maravillosa que fuera, si ya yo sabía qué esperar y a qué debía enfrentarme? Era un reto espiritual y nunca he podido resistir los desafíos de esa clase.

Pero al mismo tiempo temía, me preguntaba si todo aquel interés mío no sería más que simple adicción y el canto maravilloso y terrible de aquel muchacho, una droga auditiva que provocaría en todos los que lo habían escuchado al menos una vez un irresistible deseo de volver a oírlo, y otra vez, y otra…

También el padre Julián pensaba de aquel modo.

Nos conocimos ese día, quiso el azar que en la compacta masa humana que ocupaba todos los pasillos, el vestíbulo y hasta los baños del atestado teatro nos tocara ocupar una posición privilegiada: sentados en la cuarta fila, uno al lado del otro.

No sé cómo consiguió él aquel asiento, si bien la Iglesia Católica es una institución vieja y poderosa que siempre ha dispuesto de más recursos y contactos que los que le suponemos. En cuanto a mí, baste decir que tuve que recurrir a todas mis influencias y llegué hasta a llamar por teléfono a un viceministro del que no daré más datos para poder sentarme allí aquella noche. Y no estuve seguro de que iba a lograrlo hasta pocas horas antes del inicio del concierto.

Prudentes, tanto Julián como yo llegamos muy temprano, a las cinco, tres horas y media antes del inicio del show. Pero la turba sudorosa que se arremolinaba afuera parecía llevar ahí como mínimo varios días.

Recuerdo que pensé que tal vez luego, cuando el sonido de La Voz del Abismo ejerciera su mágico efecto, aquellos bárbaros se tranquilizarían, como contaban que ocurrió en el América, pero en aquel momento estaban tan inquietos e irascibles que parecía que iban a regalar visas para los EEUU. Pese a todas las vallas que había puesto la policía para dejar un acceso más o menos libre a los envidiados poseedores de entradas, fue un infierno entrar al teatro; me arrancaron una manga de la guayabera y perdí un zapato, aunque luego lo recobré. Y el alzacuello fuera de sitio, un par de desgarrones en un traje que debió ser impecable y aquellos cabellos revueltos que antes, obviamente, habían estado peinados con ese meticuloso cuidado que ponen algunos calvos en ocultar su defecto, decían bien claro que a mi corpulento y rubicundo vecino de asiento también le había costado lo suyo ocupar su sitio numerado.

—Carajo, nunca pensé pasar tanto trabajo por venir a ver a un melenudo gritón. Dígame, hombre, ¿a usted le gusta ese… tipo?bastaron aquellas primeras palabras, pronunciadas con un fuerte acento vizcaíno, para que empezara a caerme bien y entabláramos conversación.

Julián Basterrechea había nacido en San Sebastián o Donosti, como se prefiera, pero el nacionalismo vasco y los terroristas de ETA le tocaban los cojones. Llevaba veinte años en Cuba, oficiaba en la Iglesia del Carmen y sabía que había que ser de hierro para resistirse a una mulata, y que lanzara la primera piedra el que estuviese libre de pecado, pero igual pensaba que lo que hacían los viejos españoles con las muchachitas cubanas era una vergüenza sin perdón de Dios, que era lo más grande, lo único que valía la pena en este mierdero mundo globalizado, contaminado y neoliberal. Dejando aparte la tolerancia, que, al fin y al cabo, era sólo otra manera de decir «Dios».

Aquel vasco sincero e irreverente habría dado un buen babalao así que debía ser un buen cura. No sólo tenía la innata habilidad de generar confianza y de hacer hablar a los demás con su verba jocunda e incontenible, sino que, tras todas sus palabras burlonas y aparentemente superficiales, se captaba una fe sólida como un roble, que lo guiaba de modo tan claro como guía a un barco la luz de un faro en las tinieblas.

Sólo quien durante toda su vida ha hecho de paño de lágrimas puede entender lo aliviado que me sentí de poder compartir mis preocupaciones con alguien capaz de entenderlas. Antes de darme cuenta ya me había presentado (me gustó sobre todo que aquel digno representante de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana ni siquiera hiciese el signo de la cruz al saber que estaba conversando con un babalao, un santero, un brujo pagano) y le estaba contando de mi problema, y me refiero no sólo al hecho de que mi biznieta del ojo azul y el otro verde hubiera escapado de casa con un rockero muy extraño, sino que se tratase justamente del mismo muchacho que, años atrás…

El padre Julián me escuchó moviendo todo el tiempo la cabeza con un curioso gesto pendular que luego descubriría era habitual en él cada vez que algo le preocupaba o interesaba mucho. Al final, solamente añadió:

—Curioso, muy curioso —y luego, sin pausa, comenzó a exponerme su idea de que aquella Voz del Abismo resultaba adictiva, como una droga, de alguna extraña manera, y yo no pude menos que estar de acuerdo, y…

Pero en ese momento se apagaron las luces y comenzó el concierto.

Silencio y oscuridad.

Treinta segundos, un minuto… el público empezó a reír, cuchichear, silbar, pero bastaron algunos momentos más para que el silencio retornase, ahora cargado de expectación, hasta que se abrió en dos, y de sus rotos fragmentos surgió aquella voz, La Voz.

Como si un pez fosforescente emergiese lento desde las profundidades de un océano de tinta. Como la refulgente espada de un gigante desenvainada en la noche más negra. Una sola nota sostenida que sonaba como si una legión de arcángeles cautivos desde el inicio de la eternidad fluyera hacia la libertad arremolinándose a través de un estrecho agujero.

La nota duró y duró más aún, pura, perfecta, vibrante como el arpa de un dios, terrible como una catarata de relámpagos, más larga que lo que ninguna garganta humana habría podido sostener, y más todavía. Y cuando parecía que el tiempo mismo y todos los corazones de la sala temblaban trenzados en aquel sonido, se quebró en un caos, un derrumbe de agudos y bajos, una fuga histérica que murió en un oscuro, casi infrasónico vibrato para resurgir en un trémolo imposible que fue como la señal para el inicio del Big Bang.

¿Cómo describir aquello? ¿Podríamos acaso reflejar con nuestras pobres palabras el mundo de olores que capta la sensible nariz de un perro? Tampoco. Somos animales visuales, y como el olor, el sonido, más allá de los limitados matices de la música y la palabra, es un mundo inexplorado y desconocido ante el que nuestro vocabulario se rinde tras breve desperdicio de adjetivos. Un mundo que, en aquel momento, se abrió de golpe en toda su magnífica, aterradora, infinita potencia.

Era un ritmo sin instrumentos, una música sin palabras, cadenas de sonidos vocales apenas modulados, pero tan expresivos que cualquier sílaba articulada habría estado fuera de lugar. Una belleza nueva hecha de sonidos nuevos con tonos viejos, cargada de ecos de futuro y sugestiones de tiempos remotos, estrellas distantes, soles moribundos, distancias inconmensurables y seres capaces de ser más fuertes que la distancia y el tiempo mismos.

Eran los cantos primordiales del caos y la creación, claves sonoras para una inundación de imágenes mentales que tajaron las sombras en una liturgia inédita, para mostrar a su único, diminuto oficiante… un simple humano de cuya boca nacía el universo entero en imposible demiurgia.

En la penumbra del inmenso teatro, sede por años de tantos actos revolucionarios, La Voz del Abismo parecía brillar con un resplandor espectral, como si su propio canto lo iluminase. Era una luz de un color que no pertenecía a este mundo la que lo aureolaba. He oído de infrarrojos y ultravioletas, pero aquel color era como todo a la misma vez, y más aún, como si más allá de la paleta que conocen los pintores hubiera inquietantes infinitos de tonos ominosos y terribles.

De pie, inmóvil y como muerto en el escenario, Saúl Acosta era la acequia abierta de la que brotaba incontenible aquel río de sonido, un sonido que parecía capaz de transformar el entero mundo partiendo del templo-epicentro de aquel teatro.

Su voz eran mil voces; eran ritmos alternos y coincidentes, como ondas que se cruzaran en un mismo estanque, juegos de voz imposibles, inhumanos, como si una orquesta de monstruos indescriptibles venidos desde más allá de la realidad tocase frenéticamente su más histérico y ¿virtuoso? (no, había algo de obscenamente sacrílego en aquella confusión sonora) aquelarre en su garganta. Eran tambores de agua, flautas de fuego, trompetas de hielo, todas mezclándose en un pandemonio caótico, una cascada de ruido más allá de los cánones estrechos de cualquier armonía y melodía jamás interpretada por manos, labios o mente humana, más allá de cualquier concepto de composición, de cualquier idea de integridad, de cualquier posibilidad de humana belleza.

Sin embargo, era terrible, salvajemente bello. Era una hermosura primordial, anterior al hombre y sus artilugios, que crispaba las venas, que hacía sentir la piel como un órgano superfluo, que generaba un deseo incontenible de saltar, de bailar, de aullar y retorcerse sin freno, sin control, para celebrar el reencuentro con aquella belleza no nueva, sino sólo largamente olvidada por la carne, la sangre y sobre todo la mente.

Y bailar, aullar y retorcernos era lo que estábamos haciendo todos antes de darnos cuenta. Si tranquilo había sido el concierto del América, en el Karl Marx el teatro entero se convirtió en una sucursal del infierno, una filial del caos original en la que hombres y mujeres saltaban como muelles en el lugar, con todas sus fuerzas, lanzando al aire sus ropas, sus carteras, sus zapatos, las butacas. Policías y acomodadores, el padre Julián y yo mismo, vueltos todos una única masa indiferenciada con el público, una turba aulladora y primigenia, recuperada la condición prehistórica de horda, más allá de toda voluntad y disciplina y contención imaginables, pero estimulada y modulada por aquel sonido divino y feroz como los dedos de un titiritero controlan los movimientos de una marioneta.

Y llegaron primero los vientos, y luego el olor.

Un aroma que era siete mil mezclados y algo más, hermoso y terrible, exótico y familiar, como si las tumbas repletas de especias de mil dioses olvidados se abriesen de golpe, como el bostezo de un pez muerto milenios antes, colmó la sala. Era horrendo, tan penetrante que en otras circunstancias habría hecho vomitar a todos, era salvaje, insoportable, pero yo lo aspiraba a pleno pulmón, y me gustaba, por lo más sagrado, me gustaba y yo sabía que no debía gustarme, que debía hacerme aullar de asco y vergüenza, y no podía resistirme, como no podían hacerlo los demás. Amaba aquel olor, siempre lo había amado.

Y los rayos… los que habían estado en el América no mintieron; eran estallidos de potencia que rebotaban bajo la altísima bóveda de la sala, bolas de fuego frío que volaban de un lado a otro, foo fighters (luego Yosvany me enseñó ese nombre, entonces para mí eran sólo bolas de fuego) como los que dicen los pilotos que juegan en la alta estratosfera cuando hay tormenta eléctrica. Y, todos juntos, de modo casi perceptible pero siempre un paso más allá de la verdadera percepción, formando una figura, un patrón incomprensible, pero no por eso menos familiar.

Al son del chispear de los relámpagos, los sonidos, como una dúctil arcilla, fueron reorganizándose hasta convertirse en palabras-que-no-eran-palabras, borboteares húmedos y susurrantes sobrepuestos al estruendo del público, como si una voz más antigua que la antigüedad misma despertase del silencio para, mojándose unos labios cuarteados o recién formados, probar de nuevo sus fuerzas en este mundo del que había estado tan ausente.

Yog Sotthoh R´Lyeh ptaghf

Ankh Cthulhu hybil fuagth arghh

O algo por el estilo, porque aún después de oírlo mil veces, no pueden memoria, labios ni signos humanos reproducir aquel blasfemo sonsonete más que de modo muy aproximado. Era como el chapoteo de un cuerpo inmenso, extraño y deforme pero a la vez espléndido y poderoso que se alzara desde las marismas primigenias del olvido, como el batir de unas alas membranosas y harapientas a través del viento ora ardiente, ora helado de la no-existencia, o el arrastrar-pisotear de muchos pares de pies palmeados de uñas monstruosas sobre la llanura borrosa de la irrealidad.

Algo que prefiero no definir ni averiguar me hizo mirar hacia atrás, por encima del hombro, y creo que en ese simple instante fue que se blanquearon para siempre mis cabellos, hasta entonces negros como los de un treintañero. En la platea, cerca de la puerta, un grupo de gente caía al suelo, como si un peso tremendo los hubiera segado, o aplastado, dejando un momentáneo vacío casi circular que otra gente ocupaba, pisoteando a los infelices caídos sin siquiera advertirlo. Más adelante ocurrió de nuevo, y hubo otro círculo, y otro. Como si un invisible y titánico ente llegase desde la nada, y atraído por el sortilegio de la garganta de Saúl Acosta atravesara la sala dejando sus ciclópeas huellas.

Una de aquellas pisadas, si pisadas eran, casi me rozó, y sentí un hedor como el de mil insectos inmundos crujiendo bajo la bota de un coloso, y el sonido, aquel chapoteo como de vísceras abiertas y revueltas, obsceno y a la vez extrañamente seductor, rítmico, elemental y tan irresistible como es el batir del corazón de la madre para el recién nacido.

Yog Sotthoh R´Lyeh ptaghf

Ankh Cthulhu hybil fuagth arghh

De pronto me encontré escindido, como si dos Obdulios coexistieran en mi misma piel. Uno quería seguir saltando y aullando, libre de todo control y toda pretensión de humanidad, entregarme por completo a aquella música, darlo todo por ella, que era libertad, fuerza, poder, y a la vez sumisión y seguridad, era La Voz del Abismo que prometía nuevas formas de matar y gozar sin freno, nuevas vías hacia el Abismo, que era la Casa de los Amos.

¿Matar? ¿Sin límites? ¿Abismo? ¿Casa de los Amos? ¿Qué Amos? Otro Obdulio trataba desesperadamente de contenerme, de proteger los últimos harapos de dignidad humana, aferrándose a la cordura como mismo me aferraba yo aún a los restos de lo que antes fueran una guayabera y un pantalón. Era una lucha desesperada por seguir siendo humano y poder elegir, por no rendirme a aquel llamado primordial que parecía grabado en mis huesos mismos, gritando que aquello era lo que siempre había sido, lo que siempre había deseado.

No quería rendirme, no quería ceder; algo muy dentro de mí gritaba que aquello era el enemigo, todo lo no-humano, que aceptarlo y recibirlo en mí sería negarme a mí mismo y a millones de años de evolución del homo sapiens, rindiéndome a las fuerzas oscuras que nadie mejor que un babalao sabe cuán reales son y cuán ansiosas están por devorar toda cordura humana.

Pero aquella parte racional y civilizada estaba perdiendo el combate.

Yog Sotthoh R´Lyeh ptaghf

Ankh Cthulhu hybil fuagth arghh

En alguna parte brilló una llamarada brevísima y tremenda y el público aulló aterrado y a la vez feliz de su pánico, regresado al estado primordial de estímulo-respuesta. Luego otro fuego, igual de intenso y fugaz, y otro, y otro.

Y, por raro que parezca, fueron aquellas llamas las que me devolvieron la razón que ya casi estaba perdiendo. Más exactamente, el que una estallara justo a mi lado, en una muchacha alta y pálida, de cabellos negrísimos, que se incendió y ardió completamente en menos de un segundo. No era gasolina, pólvora ni ningún otro efecto especial, y lo que más me erizó fue que, puedo jurarlo, aquella pobre desgraciada se reía mientras se convertía en cenizas.

—¡Había oído hablar de la combustión espontánea, desde luego, pero verlo es mucho más impresionante! —sólo gritando a rajagarganta en mi oído logró hacerse oír el padre Julián, que si bien tan semidesnudo como yo mismo, aún sostenía tercamente en las manos un rosario cuyas cuentas repasaba frenéticamente—. ¡Por el amor de Dios, hombre! ¡No salte más! ¡Cierre los ojos y mire al escenario!

No sé por qué obedecí aquella orden absurda. ¿Cierre los ojos y mire?… pero lo hice. Y con los párpados fuertemente apretados, un torrente de fuego pareció golpear mis retinas. Era como esas manchas de luz que surgen cuando uno se aprieta los ojos (años después Daymarita me dijo que se llaman fosgenos)… sólo que estas manchas tenían una forma muy concreta y curiosa.

Yog Sotthoh R´Lyeh ptaghf

Ankh Cthulhu hybil fuagth arghh

Aquí y allá estallaban nuevas llamas, y más gente ardía entre carcajadas a cada segundo. Era una reacción en cadena, una avalancha incontenible. Pero, con los ojos cerrados, su fuego no se extinguía simplemente, sino que fluía en largas líneas de fuerza hacia el escenario, hacia Saúl, hacia su cuello, que parecía de algún modo concentrar aquel fuego, aquella energía, para luego dispersarla hacia atrás, hacia una especie de vórtice giratorio cuyo tamaño aumentaba por momentos.

Y, al otro lado de aquel abismo que daba vueltas sobre sí mismo…

Formas móviles, siluetas de sombra y fuego, horrores antediluvianos e informes. Y aún más atrás… algo que se retorcía sobre sí mismo, fluido y blando, pulposo y ajeno, pero a la vez familiar, terriblemente familiar, tanto como podría serlo una caricatura de ser humano, y cuyos ojos, entre manojos de tentáculos convulsos, gran Olofi, sus ojos…

No puede resistirlo; abrí los ojos, aterrado.

—Dios mío, una puerta —susurré, sintiéndome tan mal que el robusto cura tuvo que sostenerme para evitar que cayese al suelo.

Una pregunta me quemó la mente. ¿Y si hubiese cerrado los ojos del mismo modo cuando miré hacia atrás, hacia aquellas pisadas, qué habría visto? Sólo imaginármelo me hizo temblar.

—¡Sí, Dios, pero no el mío, ni ninguno de los suyos, que en el fondo son todos lo mismo! —aulló el vizcaíno—. ¡Demonios! ¡Otros dioses, inhumanos, feroces, antiguos, ajenos a este mundo pero hambrientos de él! ¡Hasta ahora no podían entrar, pero ese maldito chico les está abriendo la puerta, con la energía de esos desgraciados! ¡Y lo peor es que creo que él no lo sabe! ¡Mira, Obdulio! ¡Creo que es ese otro el que lo controla todo!

Aunque la cabeza ya me daba vueltas, lo hice, con los ojos muy abiertos, y los vi.

Ropas negras ceñidas al cuerpo, oscuridad en la oscuridad, apenas perceptible el brillo desigual de sus ojos en la penumbra del escenario, sinuosa serpiente enroscada a los pies de su ídolo, mirándolo con la misma devoción con que un adorador mira a su dios… mi biznieta, Daymarita. Y el corazón se me encogió de pena ante el espectáculo.

Para luego helárseme de espanto. Había otra sombra detrás del resplandor de la estrella, también vestido de negro, un hombre calvo, con impenetrables gafas oscuras, erguido con los brazos en jarras, sonriente. Era el mismo que había chocado «casualmente» conmigo en aquel primer maldito concierto de Abismo en el Patio de María, ya me parecía que milenios antes. Pero esta vez, a pesar de todos los años pasados, aunque en aquel cráneo rapado no había nada similar a largos cabellos blancos, aunque sus ropas fuesen negras y no blancas, no llevase su bastón de ébano con puño de plata y cubriera sus ojos muertos con aquellas impenetrables gafas oscuras, sí que lo reconocí; habría sido imposible confundirse ante aquella piel tan blanca que parecía casi relucir en la penumbra, como con espectral fosforescencia, y sobre todo aquel tabaco trenzado y retorcido cuyo humo se enroscaba alrededor de Saulito y Daymara como una pitón en torno a su presa.

Yog Sotthoh R´Lyeh ptaghf

Ankh Cthulhu hybil fuagth arghh

—Abigaílmurmuré,entre aterrado y asombrado, descubriendo al pronunciar aquel nombre que algo dentro de mí siempre había sospechado que el tal Abel era en realidad el desaparecido palero albino, que no había coincidencia posible ni la había habido nunca.

En ese momento Saúl calló y todos los vidrios del teatro estallaron a la vez.

Y eso es lo último que recuerdo de aquel día. No sé si fue la impresión de ver a mi biznieta completamente subyugada, la de reconocer a Abigaíl en su nuevo avatar, el calor de todas las antorchas humanas que se encendían y consumían a mi alrededor, que me bajó el azúcar, si fue el ruido de los cristales rotos o simplemente los años, el caso es que me desmayé por primera vez en mi vida.

Si no hubiera sido por el robusto padre Julián probablemente aquél habría sido mi fin, atropellado como tantos otros por la turba enardecida que se derramó del teatro cuando aquel silencio, el más profundo del mundo (cito al cura vizcaíno, que siempre aspiró a ser poeta) cayó sobre las gradas como una losa de un millón de toneladas cae sobre un sepulcro.

Y no fui el único que se sintió desvanecer… parece que hubo otros cientos de casos de fatiga. La Voz del Abismo parecía haber absorbido la energía de sus espectadores. Julián me confesó luego que él mismo se sentía agotado como si hubiese corrido el maratón o boxeado diez rounds con Mohamed Alí.

Aunque también hubo muchos a los que el espectáculo les produjo el efecto exactamente contrario. A juzgar por los comentarios aparecidos al día siguiente en los periódicos Granma y Juventud Rebelde, el Noticiero Nacional de Televisión y varios informativos radiales, la salida del público semidesnudo y enloquecido del inmenso teatro dejó chiquitos no sólo a los famosos tumultos del malecón habanero del 5 de agosto del 94 sino hasta a la carga de la Brigada Ligera en Balaklava o a una estampida de bisontes en el Lejano Oeste.

Según su inveterada costumbre, la prensa capitalina no daba muchos datos, ni muy exactos, pero la gente ya comentaba que hubo más de trescientos muertos, y por lo menos el doble de heridos, así que la cosa debió ser de veras terrible.

Sin embargo, nadie decía nada de la gente aplastada (probablemente prefirieron creer que lo fueron en los tumultos al final del concierto). Ni, por supuesto, de las antorchas humanas, de los ruidos extraños, ni de los vidrios rotos, y cuando les pregunté a algunos que habían estado allí me miraron como si desvariara. ¿Círculos de público aplastado, como pisadas? ¿Combustión espontánea? ¿Rayos? ¿Coros inhumanos? ¿Ruidos chapoteantes? ¿De qué estaba hablando yo? Así que ni siquiera les mencioné lo que vi con los ojos cerrados.

Tampoco habría servido de nada, supongo; al final de todos los artículos que deploraban la indisciplina del público y lamentaban que actitudes como aquella estropearan la sana diversión de las masas trabajadoras, (nada nuevo bajo el sol, sólo que esta vez nadie culpaba al artista de los tumultos ocasionados por sus fans), venía la verdadera noticia bomba: a modo de desagravio por todas las molestias que el público ansioso por asistir a su espectáculo había ocasionado, La Voz del Abismo ofrecería el próximo domingo 22 de junio un concierto abierto y gratuito en la Tribuna Antiimperialista José Martí.

Temblé; en aquella plaza cabrían holgadamente más de treinta mil personas, y apretándose bien, al menos diez mil más. Y si en el Karl Marx, con «apenas» siete mil espectadores, Abigaíl y Saúl habían sido capaces de desencadenar tal pandemonio, no me imaginaba lo que podía suceder con la energía de cuarenta mil personas a su disposición.

O sí que me lo imaginaba, aunque habría preferido no hacerlo:

Aquella puerta invisible… se abriría.

Y aquello que había llegado desde la nada pisoteando gente, aquellas cosas que había visto al otro lado, podrían entrar, y tal entrada sería el final del mundo tal y como lo conocíamos.

La decisión tomó forma en mi mente justo en aquel momento: había que impedir que aquel concierto tuviera lugar. A toda costa, había que detener a La Voz del Abismo… sin olvidar a su mentor Abigaíl, y rescatar a Daymarita. Y rápido, quedaba menos de una semana.

En un primer momento pensé en llamar a la PNR, a los bomberos, al ejército, a la seguridad del Estado, al Comité Central, al Consejo de Ministros, a las Tropas Especiales, a cualquiera que pudiera parar a aquellos… seres. Pero al momento comprendí que sería ingenuo esperar ninguna clase de ayuda oficial; en este país, el gobierno ha sido siempre sordo y ciego a cualquier amenaza que no sea a la vez política, culpa de los americanos y perfectamente lógica. La posibilidad de una invasión de monstruos de otra realidad, simplemente, estaba más allá de su competencia e intereses: ya me imaginaba a los policías riéndose a carcajadas cuando les hablara de la posible invasión de aquellas cosas, y más si su agente era un melenudo enclenque. O, peor aún, tomándome en serio e interrogándome para averiguar a qué grupo subversivo de Miami pertenecían Saúl y Abigaíl.

No, demasiado complicado; si quería detenerlos, tendría que hacerlo solo.

Pero el trabajito era digamos que ligeramente superior a mis fuerzas, de eso me daba cuenta perfectamente. Empezando por el detallito de que primero debía encontrarlos y terminando por el hecho matemáticamente incontestable de que ellos eran por lo menos dos (sin contar a mi biznieta y a aquellas… entidades), y yo sólo uno.

Así que, recordando aquello de «vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos», eché mano al teléfono y llamé a un par de amigos. Para que Dios, cualquier dios que no esperara al otro lado de aquella puerta, nos ayudase y protegiese.

No llamé al padre Julián, por cierto; él vino por su cuenta, y con un amigo del todo inesperado: Yosvany, un joven rabino de la pequeña comunidad hebrea habanera. Conmigo y mis dos amigos, ya éramos cinco.

Los hombres sabios de corazón puro estábamos al fin reunidos y teníamos un común propósito. Sólo faltaba que descubriéramos cómo realizarlo.

Solo éso… ja.

 

*****

 

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