Revista Axxón » «El amor de sus vidas», Ian Watson & Roberto Quaglia - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

GRAN BRETAÑA-ITALIA

 

A la edad de dieciocho años, Jonathan aún no se había enamorado. En los últimos años sus amigos habían coqueteado con chicas, saltando de una a otra con pasión o con crueldad, pero a Jonathan no le interesaba ese procedimiento. Estaba seguro de que sólo podría amar de verdad una vez en toda su vida y no estaba dispuesto a perder el tiempo con nada inferior a eso. Sus amigos le advertían: serás virgen para siempre. No, respondía él, voy a amar… ¡pero sólo cuando pueda amar para siempre!

Muy probablemente había un motivo genético para su actitud. El ser humano contiene genes que lo hacen comportarse de forma monógama y también genes que lo empujan a la poligamia. Las historias de amor a menudo son dramáticas debido a la lucha entre estos genes contrapuestos. Por una combinación aleatoria, una persona puede, excepcionalmente, poseer solamente los genes de la monogamia (o bien, por supuesto, los de la poligamia). Jonathan debía ser uno de esos escasos individuos cuyos genes coreaban su fe y su voluntad a favor de un amor inmenso y eterno por una sola persona, un amor que sería completo, perfecto e inquebrantable.

Ninguna de las adolescentes que veía le parecía adecuada. El problema de las adolescentes es que, si son banales, casi con seguridad continuarán siéndolo y que, si son sagaces e inteligentes, igualmente pueden volverse banales en el futuro. ¿Cómo podría amar para siempre a una criatura sagaz e inteligente que en años posteriores podría mutar en alguien que ya no podría seguir amando? La sabiduría popular sugiere que debemos observar a la madre de nuestra amada para tener una idea de cómo será la que terminará viviendo en nuestra casa unas décadas más tarde… y el resultado, con frecuencia, nos mortifica. Pero incluso este método dista mucho de ser infalible. ¡Jonathan hubiera querido echar un vistazo al futuro de las candidatas a su amor, estar seguro de cómo serían más adelante!

Elena golpeó las puertas de su vida poco después de que él cumpliera sus dieciocho años, para darle clases particulares de Física, una materia que lo fascinaba y de la que sabía lo suficiente como para saber que sabía muy poco. Como el padre de Jonathan había emigrado a Tailandia para disfrutar de los masajes de allá y su madre se había incorporado a una comuna de España para expandir su mente, Jonathan vivía solo desde los diecisiete, aunque adecuadamente equipado con un pequeño apartamento, una pequeña mensualidad y, como ustedes habrán inferido, un temperamento filosófico. Jonathan nunca se había sentido a gusto con sus padres y, evidentemente, ellos tampoco se sentían a gusto con él (ni uno con el otro).

Elena era más que una mujer madura: tenía tal vez unos sesenta y cinco o setenta años. ¡Fácilmente, podía ser su abuela! De modo que cualquier idea sobre tener relaciones sexuales con ella resultaba absurda para un chico de dieciocho años. Sin embargo, durante las largas horas que pasaban estudiando juntos, él percibía que Elena era una mujer de extraordinaria dulzura. A pesar de su edad, aún tenía una figura agradable y su voz poseía un tono hipnótico que le transmitía paz interior. Incluso parecía que podía leerle la mente, porque le respondía preguntas cuando él aún no las había formulado. Con frecuencia, ella se anticipaba a su deseo no expresado de tomar un café o una cerveza de las que guardaba en el refrigerador.

—¿Cuál es la probabilidad de que sea hora de tomar un café? —podía decir ella—. Digamos que T es el Tiempo. Digamos que C es el Café y también Celeritas, la velocidad de la luz…

En un grado sorprendente, parecían estar sintonizados en la misma longitud de onda en todo lo relacionado a los cómo y los por qué del universo. Aunque estaba claro que Elena no podía ser la mujer de su vida, Jonathan cayó en la cuenta de que sabría reconocer a la mujer de su vida si podía imaginársela parecida a Elena cuando fuera una anciana.

 

***

 

Un día, Jonathan le preguntó a Elena si era casada, porque hasta entonces ella nunca había tocado el tema.

—En cierto modo —respondió ella.

—¿Quieres decir que no crees en el matrimonio formal?

—No es por eso que nunca me casé formalmente.

—¿Entonces por qué, si puedo preguntar?

—Es una larga historia.

—Y no quieres contármela.

Elena lanzó un suspiro agridulce.

—En otro momento. Probablemente, antes de que la muerte me bese.

—¿Eh?

—Oh, es algo que leí… olvídalo.

Y él lo olvidó. Debía concentrarse en cosas mucho más importantes.

—Nunca me he enamorado —dijo él.

—Ya llegará el momento, Jonathan. No hay prisa. —La sonrisa de Elena parecía maternal.

—Debe ser tan bello estar enamorado… —Brevemente, Jonathan se perdió en un vacío que consistía en la ausencia de tales recuerdos.

—Es la única emoción que tiene sentido —confirmó ella.

 

***

 

Pasaron los meses y floreció entre ellos una profunda amistad. A veces, tomaban el té en la ciudad o él la acompañaba a hacer compras. Cuando se acercaba el último día del año, Jonathan le confesó que no tenía muchas ganas de pasar la noche de Año Nuevo de mal humor, con sus amigos y las novias que tuvieran en ese momento. Pero que la alternativa podía ser muy triste.

—Si quieres —le dijo Elena—, podemos pasar Año Nuevo juntos. ¡Te invito a mi casa! Yo cocino.

Agradecido, Jonathan aceptó.

 

***

 

Entrar al acogedor apartamento de Elena por primera vez le inspiró una sensación extrañamente satisfactoria. Dos largas velas ardían sobre la mesa del comedor. Ella le sonrió, radiante.

—Una cena romántica para una abuelita y un jovencito. Para nadie más.

Elena estaba muy elegante, con una blusa de encaje de color crema y una falda turquesa, larga y plisada. Los años no habían podido arrebatarle su distinción esencial.

Después de los espárragos y las ostras, le sirvió pato y, más tarde, crême brulée. A la luz de las velas y alimentada por una notable cantidad de vino Red Paradox, un excelente Cabernet Sauvignon de Rumania, la conversación alcanzó nuevos niveles de intimidad. Al llegar la medianoche, brindaron con champaña por el Año Nuevo al son de Apocalyptica, una banda de rock duro interpretado con cellos, por elección de Elena.

Los ojos de ambos brillaban y no sólo por el alcohol, que es simplemente un noble amplificador de emociones. Cuando el rock con cellos de Apocalyptica se tornó más apacible, la música los invitó a bailar. Resistirse hubiese sido un insulto al universo. Entonces, Jonathan y Elena bailaron y su danza fue más dulce de lo que pueden expresar las palabras. Sus aromas se entremezclaron y la implacable rueda del destino eliminó todas las demás consecuencias, las que no representaban lo que tenía que suceder. Elena cerró los ojos y se acercó unos centímetros a Jonathan, lo suficiente para besarlo en los labios con delicadeza. Las emociones explotaron en el pecho de Jonathan, emociones hermosas que él había esperado en vano durante muchos años. Sin cuestionar lo que estaba haciendo, Jonathan le devolvió el beso apasionadamente. El tiempo se detuvo numerosos segundos, creando, en medio de ese universo, una pequeña burbuja con todo el derecho de durar para siempre, sin importar lo que ocurriera en cualquier otro lugar.

Cuando el beso terminó, Elena miró Jonathan con los ojos muy abiertos.

—Ven —murmuró, y lo tomó de la mano con delicadeza. Él, con la mente en trance y el cuerpo inundado de encantadoras hormonas, la siguió, confiado, al dormitorio.

 

***

 

Fue una noche de pasión muy larga, donde Jonathan se inició en lo que él imaginaba que debían ser todas las variantes posibles que ofrecía el acto de amor. Las señales de la vejez parecían haber desaparecido del cuerpo de Elena, que saboreaba ávidamente cada momento de aquella sublime comunión sexual sin saciarse nunca. Después de cada orgasmo de Jonathan, ella volvía al ataque con un denuedo dulce e incansable, como si necesitara los fluidos de él para extinguir un fuego de siglos que ninguna otra cosa en el mundo podía apagar. Y él, intoxicado de éxtasis —un éxtasis natural, no farmacéutico— parecía capaz de continuar haciendo el amor eternamente, después de tantos años de espera y abstinencia. Con las primeras luces de la mañana, cuando la obsesión carnal de ambos finalmente se calmó, siguieron alimentándose del calor y el olor del otro, aún enredados en una fusión que nada en el mundo podía separar.

—Estoy tan feliz… —murmuró Jonathan, disfrutando de una plenitud desconocida hasta hacía unas horas.

—Ahora yo también estoy feliz —le hizo eco Elena, abrazándolo con más fuerza.

—Te amaré para siempre —le juró Jonathan.

—Ya lo hiciste —contestó ella, acariciándole el pelo.

Esas caricias sumergieron a Jonathan en el sueño profundo e inocente de los niños y de los amantes.

Cuando Jonathan despertó, después de una eternidad, el sol ya inundaba la habitación. Elena estaba a su lado, pero al mismo tiempo ya no estaba allí. Tenía el cuerpo frío. Como Jonathan descubrió muy pronto, estaba muerta.

El agotamiento y el goce desacostumbrados quizás le habían provocado un ataque al corazón. O había sufrido un derrame cerebral a gran escala como resultado de tantas caricias íntimas.

 

***

 


Ilustración: Valeria Uccelli

La caída desde la cima del mundo fue indescriptiblemente dolorosa. Lo improbable y lo imposible habían sucedido uno a continuación del otro. Jonathan había encontrado a la que sabía que sería el único amor de su vida, pero ella había desaparecido del universo casi inmediatamente después. Había experimentado toda una vida de amor en una sola noche, sin posibilidad de repetirla… ¡qué horrible broma le había jugado el destino!

Cualquier otro habría quedado traumatizado por semejante experiencia, pero tarde o temprano se hubiera recuperado, siempre y cuando no hubiera optado por suicidarse inmediatamente. La vida de esa persona seguiría su curso. Conocería a otras mujeres. Pero Jonathan no era así. Le agradara o no, estaba hecho para amar una sola vez, completa e irrevocablemente. Su amor por una Elena que ya no existía lo acompañaría el resto de su vida. Nada podría modificar su estado. Este conocimiento lo torturaba, hundiéndolo en un abismo de dolor sin retorno.

 

***

 

En los años que siguieron, Jonathan se encerró en sí mismo y en sus estudios, la única evasión que se permitía para salir del dolor que, no obstante, se asemejaba al mayor de todos los placeres… porque si no quería que su amor por la desaparecida Elena se marchitara, no debía renunciar nunca al sublime dolor de su ausencia, un dolor sagrado que era testigo y símbolo de aquel amor inmutable.

Jonathan comenzó a soñar con volver atrás en el tiempo, hasta un período anterior a la muerte de Elena. Obviamente, la idea era imposible, pero eso no le impedía soñar ni profundizar en los enigmas científicos relacionados con el tiempo. En el mundo transcurrieron diez años en los que Jonathan permaneció aislado de la sociedad humana, perdido en sus estudios obsesivos. Gracias a Dios, disponía de su mensualidad. Su madre y su padre parecían haber perdido la noción del tiempo y de la realidad: la primera, por su espiritualidad; el segundo, por las manos de las masajistas tailandesas, que debían ser realmente muy buenas. De vez en cuando, le enviaban alguna postal.

En realidad, el tiempo es apenas uno de los modelos que utilizan los seres humanos para interpretar la realidad; no es algo que existe objetivamente en sentido absoluto. ¿Qué ocurriría si los futuros, pasados y presentes alternativos pudieran alcanzarse mentalmente? ¿Si pudiéramos desprender nuestro punto de vista del continuum al que estamos acostumbrados y asignarlo a una línea temporal alternativa, elegida por nuestros instintos más profundos?

La línea de tiempo ideal era un presente alternativo donde Elena tenía su misma edad y las circunstancias eran perfectas para su amor. A priori, tuvo que excluir esa visión utópica. Incluso aunque existiera ese presente alternativo, nunca encontraría la manera de desplazar su punto de vista hasta allí. Era un continuum con el cual Jonathan jamás había tenido contacto y por ende nunca podría adivinar por intuición dónde se encontraba. Aunque ese sitio existiera en un tiempo presente paralelo, existencialmente estaba muy lejos de su vida actual… como el centésimo reflejo de uno mismo en un ascensor cubierto de espejos, donde las imágenes, curvándose hacia atrás, se alejan progresivamente hasta perderse de vista.

La mejor esperanza de hallar un modo de reubicar su punto de vista yacía dentro de su propia línea temporal de probabilidad, que por cierto se había cruzado con la de Elena por un breve lapso. No tenía sentido ilusionarse con nada más… ni siquiera por todo el amor del mundo, el que ardía dentro de él.

 

***

 

Transcurrieron años de investigación obsesiva y entrega desesperada, hasta que finalmente Jonathan se convenció de que estaba listo para dar el gran salto. A estas alturas, ya tenía treinta y un años. Lo que debía conjurar era una máquina del tiempo virtual que pudiera sacar provecho de la fuerte resonancia mórfica que existía entre el punto de partida y el punto de destino. Debía partir y llegar en una situación casi idéntica, sin importar las diferencias externas que hubiese entre ellas.

El contexto más constante y estable que se le ocurría era un MacDonald’s, pues la diferencia entre un MacDonald’s cualquiera y otro es mínima, más pequeña que la que representa una sola letra, como la «a». Tal como MacDonald’s había colonizado este mundo, también debía haber colonizado cualquier otro remotamente similar. Era concebible que en alguna realidad hubiese un MacDonald’s con dos «a», pero era difícil imaginarse una realidad sin algo muy parecido a un MacDonald’s. En consecuencia, MacDonald’s sería su máquina del tiempo.

Cuando llegó el gran día, Jonathan fue a un MacDonald’s cualquiera y comió ritualmente la última hamburguesa con queso de su época personal. Ahora, la brújula de su amor debía conducirlo a un MacDonald’s más cercano al espacio que ocupaba Elena. En cuanto al momento exacto en el tiempo, debía comportarse como un arquero zen: acertar al blanco con los ojos vendados y en la oscuridad.

Después de tragar el último bocado, Jonathan cerró los ojos y se concentró, tal como se había entrenado para hacerlo. Su mente se perdió en sí misma. Los sonidos y olores de MacDonald’s desaparecieron.

 

***

 

Luego de un intervalo indefinido lo que estimuló su conciencia fue una diferencia de olores: menos grasa de hamburguesa en el aire, más aroma a dulces MacEnsaladas. Abrió los ojos. El MacDonald’s era casi idéntico al otro, donde los había cerrado, salvo que los clientes se vestían de otra forma. Varios hombres llevaban chaquetas de color pastel con solapas anchas; algunas mujeres optaban por los enterizos de terciopelo. El personal, por supuesto, tenía exactamente los mismos MacUniformes.

Jonathan estaba exultante. Su pantalón recto y chaqueta de corderoy no parecían muy fuera de lugar. Por un breve instante, se preguntó si, con su llegada, había desplazado a otro Jonathan con el fin de hacer espacio para sí mismo… obviamente, no en este mismo MacDonald’s: esa hubiese sido una coincidencia notable. Pero si había desplazado a un Jonathan ¿hacia dónde lo había desplazado? Tal vez hacia una línea de tiempo donde Jonathan jamás había nacido; de lo contrario, el Jonathan desplazado tendría que desplazar a su vez a otro Jonathan, y así hasta el infinito. El proceso continuaría, como las fichas de dominó cuando caen una tras otra, hasta que él mismo resultara desplazado por otro Jonathan desplazado. Sin duda, al verlo desde esa perspectiva, Jonathan se sintió infinitamente más maduro que antes.

Era de suponer que Elena estaba viva y no muy lejos de ese mismo MacDonald’s. ¿Cómo la encontraría? No había posibilidad de que ella lo reconociera, porque se habían conocido cuando ella era anciana. Si salía a buscarla al azar corría el riesgo de perderla repetidamente. ¡Esperar en este MacDonald’s cercano a su casa parecía la mejor estrategia! Seguro que, tarde o temprano, vendría aquí para comer o beber algo, o simplemente para usar los baños, que en MacDonald’s siempre son limpios y acogedores. Y entonces se encontrarían de nuevo. Ah… desde el punto de vista de ella, no «de nuevo» sino «por primera vez». Por lo tanto, desde sus puntos de vista combinados, él la encontraría «de nuevo» en un cincuenta por ciento. MacDonald’s sería como la Caja de Schrödinger hasta que él observara a Elena.

Jonathan reservó una habitación en el hotel más cercano para las horas de la noche, cuando MacDonald’s estaba cerrado. Por fortuna, un principio de conservación había mantenido al dinero idéntico. Había traído mucho efectivo por si las tarjetas de crédito no funcionaban, eligiendo los billetes más antiguos que había podido conseguir. Aquí, esto lo convertía en un hombre rico debido a lo contrario de la inflación.

Todos los días de las tres semanas siguientes los pasó dentro del MacDonald’s, saliendo apresuradamente apenas dos veces por día para comprar un bocadillo en alguna tienda de comida sana. Hubiera sido poco romántico volverse obeso. Para congraciarse con el personal de MacDonald’s, compraba MacAgua con frecuencia. Mientras tanto, leía una novela de detectives titulada La muerte me besa que había encontrado en el cubo de basura —diez palabras, mirar alrededor, otras diez palabras, mirar alrededor—, esperando no dar la impresión de ser un paranoico. De vez en cuando, se frotaba la nuca como si estuviese sufriendo alguna dolencia que lo obligaba a girar la cabeza constantemente para evitar que el cuello se le trabara en una posición. Los empleados, todos aquejados de algún malestar, no le prestaban atención, pero los niños lo miraban fijo. Al principio, el título del libro había evocado un vago recuerdo, pero su repetición página por medio en la parte superior de la hoja muy pronto lo dejó indiferente.

Finalmente, el vigésimo día de su vigilia, el corazón de Jonathan estuvo a punto de explotar cuando una mujer de unos cuarenta años, con un parecido exacto a la Elena de cuarenta y un años que había visto en una foto, entró en MacDonald’s y se dirigió apresuradamente al baño. ¡Elena! ¿Cómo debía abordarla? Ah… simularía estar haciendo una encuesta sobre la calidad de los MacBaños.

Cuando se abrió la puerta con el icono «Mujeres» y Jonathan se encontró cara a cara con Elena, quedó paralizado y sin palabras.

Elena se encontró frente a un hombre de unos treinta y cinco años, con el rostro pálido y los labios temblorosos, que la miraba con la boca abierta y con los ojos como platos.

La sangre abandonó su rostro. Sus ojos se ensancharon.

—¡Jonathan! —jadeó. Después se echó en sus brazos. Él no tenía idea de lo que estaba ocurriendo—. Ay, Jonathan… ¡te estuve esperando todos estos años! ¡Y ahora estás aquí! —Suspiró de felicidad, con la cabeza apoyada en el hombro de él—. ¡Estás aquí!

—No es posible. ¿Cómo es que ya me conoces?

Ella retrocedió, con una expresión de lástima en el rostro.

—Este debe ser tu primer salto… Lo que me dijiste años atrás era cierto.

—Eh… ¿mi primer salto? ¿Quieres decir que te conoceré en otro momento de mi futuro… pero en tu pasado? ¿Cómo, por qué?

Jonathan había albergado la certeza de que, cuando encontrara a Elena, seguirían juntos desde ese momento y para siempre. Por lo visto, no iba a ser así.

—Por qué —dijo ella— es la pregunta que me atormenta desde hace años. ¡Pero olvidemos los por qué! ¡Estamos juntos, tú y yo! Es lo único que importa. Debemos saborear cada momento mientras dure.

—¿Mientras dure? —repitió Jonathan.

Ahora con seriedad, ella lo miró a los ojos.

—Ya me explicaste una vez que si el pasado de una persona contiene al futuro de otra persona, debe existir una certidumbre indefinida o una incertidumbre definida para no desestabilizar el continuum y permitir que las cosas sucedan.

—¿Yo te dije eso? —Jonathan se sentía como en trance.

Elena asintió.

—Disculpen —dijo una madre obesa que intentaba acercarse al baño.

Por lo que Jonathan sabía, en el momento de conocer a Elena por primera vez, en las clases de Física, ninguna versión de sí mismo con más edad había sido su pareja… en consecuencia, por alguna razón él no estaría con ella hasta el final de su vida. Eso ocurriría en el futuro de ella, o sea que Elena aún no podía saberlo. A menos que él mismo ya se lo hubiera dicho en su pasado, aunque ahora él no supiera nada de eso porque ocurriría en su propio futuro… siempre suponiendo que una versión más vieja y otra más joven de sí mismo provenientes de distintas líneas temporales pudieran ocupar la misma línea de tiempo en diferentes épocas.

—¡Disculpen! Tengo derecho a usar el baño.

Mientras Elena retrocedía unos pasos, la enorme mujer avanzó entre ella y Jonathan como un eclipse total, llenando todo el espacio disponible. Con dificultad, atravesó la puerta del baño. Y, al hacerlo, fue revelando lentamente… una pared vacía. ¿Acaso la mujer obesa había arrastrado a Elena consigo, como si hubiese sido un parásito inadvertido adosado a una ballena? No… ¡Jonathan había dejado de observar a Elena y ahora había desaparecido!

Jonathan quedó helado, desconcertado, desolado y presa del pánico. ¡Encontrar a Elena y perderla porque una mujer-montaña quería usar el MacBaño! Elena era sólida y real, pero el continuum se había desestabilizado debido a la obesidad local. Demasiada masa ocupando un solo sitio, demasiada definición. ¡Era posible!

Jonathan regresó a su mesa, donde La muerte me besa había quedado abierto, y se desplomó en el asiento. Por un rato, contempló la puerta de entrada, deseando que Elena volviera a entrar en el MacDonald’s, como si la realidad pudiera reiniciarse así como así, retrocediendo unos minutos. En cambio, entró una mujer aún más enorme, superpuesta a una silla de ruedas eléctrica. Con la comparación, Jonathan se sintió irreal, como si careciera de sustancia suficiente. MacDonald’s era un lugar riesgoso para intentar encontrar a Elena. Sin embargo, seguía siendo el lugar más lógico. Ay… ¿por qué Elena y él se habían demorado tanto junto al MacBaño? Tendrían que haber corrido de la mano hasta la calle, donde había más espacio libre.

Si Elena se había esfumado, significaba que ese día había estado presente en MacDonald’s tan solo probablemente. La probabilidad había sido muy alta, tal vez de un 99,9 por ciento, pero aún restaba un 0,01 por ciento de improbabilidad que el enorme bulto de la mujer obesa había desplazado hacia la realidad, más o menos como un agujero negro en reversa. Ahora era muy posible que Elena estuviese en otro sitio de la ciudad donde tuviera más posibilidad de estar, sin saber todavía que se había encontrado con Jonathan, tal vez pensando en él y preguntándose por qué pensaba en él en ese momento en particular.

Jonathan despertó a una visión del mundo totalmente nueva, que explicaba cómo había logrado viajar hasta una línea de tiempo alternativa por pura fuerza de voluntad y que también explicaba por qué se perdían los calcetines en las máquinas de lavar…

Debe haber un número infinito de líneas temporales con un grado de probabilidad mayor o menor… pero nunca con una certidumbre absoluta. En las líneas menos probables, puede que toda la raza humana haya sido reemplazada por dinosaurios inteligentes y que el cielo sea verde. En las líneas aún menos probables (pero no menos importantes), puede que un hombre sea una mujer o que tu gato doméstico sea una iguana… fluctuaciones, pero no tan caóticas. Las líneas más probables tendrían que ser muy estables, pero no totalmente. Pondrías veinte calcetines en la lavadora y recuperarías sólo diecinueve. A veces, habría coincidencias locas. Una niña llamada Ruby Gumdrop de la calle Weasel 52, echaría a volar un globo con su domicilio adjunto y el globo aterrizaría a trescientos kilómetros de distancia, en la calle Weasel 52 de otra ciudad, para ser hallado por una niña diferente, pero de la misma edad y también llamada Ruby Gumdrop.

De modo que Jonathan se había vuelto muy improbable en una línea temporal y muy probable en esta otra.

Ahora que sabía que Elena estaba allí y sabía quién era él, ¿por qué no publicar un anuncio en el diario local para acordar un lugar de encuentro? Ah… pero no. Jonathan debía viajar más lejos en el pasado de ella para decirle lo de las incertidumbres, porque eso ya había ocurrido. Si no lo hacía, todo se volvería incierto.

Tal como lo había hecho en aquel otro MacDonald’s, cerró los ojos y se concentró.

 

***

 

Y enseguida abrió los ojos, para contemplar lo que aparentemente era el mismo y eterno MacDonald’s. Sin embargo, el personal era otro, la gente era distinta y… los precios eran más baratos.

¡Alrededor de un veinte por ciento más baratos!

Cuando fue al MacBaño y se miró en el espejo, sufrió una conmoción. Parecía tener diez años más. Inicialmente quedó estupefacto, pero luego rememoró su anterior sensación indefinible de mayor madurez y decidió que viajar hacia atrás en cualquier línea de tiempo debía tener un costo: un envejecimiento proporcional. Esta vez, la devoción de Jonathan le había costado cara… diez años de juventud.

¡Pero había una ventaja! Aquí, en el pasado, había menos clientes obesos. Tal vez un cuarto, en lugar de un tercio. Rápidamente, fue hasta el mismo cubo de basura donde había encontrado La muerte me besa. Por supuesto, ese libro no podía haber permanecido allí durante diez años, pero, en su lugar, Jonathan encontró El tesoro de los proverbios turcos: el padre de todos los diccionarios de proverbios, en turco e inglés. Le habían arrancado la cubierta trasera y faltaban las últimas cien páginas; quizás las habían desprendido para sonarse la nariz o limpiarse la grasa.

Comenzaron entonces dos semanas de MacAgua y de «El amor es un garbanzo ardiente» y de «La mujer fea limpia su casa; la mujer hermosa deambula por las calles». Pero el día quince, una Elena de veintitantos años entró en el MacDonald’s para hacer pis. Rápidamente, Jonathan se instaló frente a la puerta del baño, con el ojo atento por si se aproximaba cualquier persona obesa. Apenas salió, le interrumpió el paso. Con calma, ella dijo:

—¿Me permite pasar?

¡Ah, no lo había reconocido! Gracias a Dios, Jonathan no tendría que seguir retrocediendo en el tiempo.

—Perdone —dijo él—, pero soy inspector de calidad de los MacBaños tal como los perciben los clientes. ¿Podría concederme un momento para que le haga unas preguntas? Antes que nada —improvisó con premura—, ¿hizo pipí o popó? —Dios, había escuchado a demasiadas madres con niños pequeños. Hacía siglos que no hablaba normalmente con nadie.

—¡Usted es un pervertido! —exclamó ella. Y entonces se puso pálida—. ¿Jonathan…?

—¿Sabes quién soy? —En realidad, gracias a Dios que lo conocía; era mejor eso que ser considerado un pervertido.

—¡No es posible! ¡Es una alucinación! ¡Quiero salir de aquí!

—Elena, mi amor, todo está bien; no entres en pánico. —Estaba deteniéndola por la fuerza, pero Elena de pronto dejó de oponerse.

—Tu olor… lo reconocería en cualquier parte. Oh, Dios mío, estoy soñando… soñando…

—No estás soñando, mi amor. Tranquilízate. Haz de cuenta que es un encantamiento y déjate acariciar por lo imposible. Lo imposible te ama.

Elena cerró los ojos un momento y luego comenzó a llorar.

—¡Debo estar muerta! En la realidad no puede suceder algo así.

—¡Te necesito viva! Quiero decir… estás viva y te necesito. Hace semanas que estoy aquí sentado, esperándote y bebiendo MacAgua. No llores.

—¿Pues mis lágrimas no son MacAgua? —Rió enloquecidamente—. ¡Eres joven! —Y empezó a bailar. ¡Y él había pensado que parecía diez años mayor!

Para establecer una continuidad y hacer que las cosas fuesen más probables, Jonathan rápidamente se puso a farfullar sobre la incertidumbre definida y la certidumbre indefinida, las mismas frases que ella le había dicho, como si recitara una plegaria o una fórmula mágica. Muy pronto estarían en la cama, en su hotel o en casa de ella.

Gran error.

Jonathan había dejado de prestar atención a su entorno. En ese mismo momento, una voz bufó:

—Muévanse.

Tal vez el hombre obeso apenas disponía de aliento para pronunciar una sola palabra; no obstante, también era combativo. Ya fuese por el Poder de los Gordos o por impulso, actuó como un militante: sus enormes brazos, seguidos por su cuerpo inmenso, se interpusieron entre Jonathan y Elena, empujándolos a los costados. Cuando terminó el eclipse, Elena había desaparecido.

Angustiado, Jonathan regresó a su mesa.

Durante el breve encuentro, Elena había quedado perpleja por el aspecto joven de Jonathan, comparado con la última vez que lo había visto en su pasado. ¿Estaba condenado a sentarse en MacDonald’s durante años, leyendo esos peculiares proverbios turcos hasta envejecer naturalmente, en la medida suficiente para poder viajar nuevamente al pasado y, sumando el viaje en el tiempo, llegar a tener un aspecto muy maduro? Por cierto, su salto más reciente había añadido una década a su edad aparente, pero otra década de envejecimiento causada por otro salto le parecía francamente insuficiente.

Reflexionó sobre la imagen indeleble del cadáver de Elena, después de la noche de amor que habían disfrutado en el pasado de él y en el futuro de ella. Jonathan quería ser completamente transparente a los ojos de Elena, porque así es la naturaleza del amor verdadero y absoluto: no debía haber secretos entre ellos. Pero de ninguna manera podía permitir que Elena se enterarse de su propia muerte en los brazos de Jonathan, durante la unión que había sido la última de ella y la primera de él. Esta excepción de la transparencia lo lastimaba; sin embargo, paradójicamente, avivaba aún más su inmenso amor y su dolor por la separación.

Su anhelo creció sin control hasta convertirse en un feroz incendio forestal del que debía escapar para zambullirse en el lago salvador de la presencia de Elena. Como decían los turcos en el capítulo sobre Yokluk, la Ausencia: Hasret ateşten gömlektir… «La añoranza es una camisa de fuego». En consecuencia, Jonathan se olvidó de todo lo referido al tiempo y la edad, cerró los ojos y se concentró. Apenas llegó a escuchar:

—Eh, no puedo hacer pasar mi silla de ruedas por…

 

***

 

Los MacPrecios eran aún más baratos. El padre de todos los diccionarios de proverbios había desaparecido, alabado sea Alá. Había un solo cliente obeso en el establecimiento.

Como un nadador cuando sale a la superficie, Jonathan se pasó la mano por el cabello y no encontró mucho pelo, por eso fue al MacBaño, para verificarlo en el espejo.

¡El que devolvió la mirada era un Jonathan de aproximadamente sesenta años! Quizás cincuenta y ocho, quizás sesenta y dos; no podía estar seguro. Era evidente que retroceder en el tiempo era como tratar de alcanzar la velocidad de la luz. En el caso del viaje espacial, cuanto más se aceleraba, más aumentaba la masa hasta uno se volvía muy pesado, pero conservando la misma apariencia. En el caso del viaje en el tiempo, cuanto más lejos se viajaba, más rápido se incrementaba la edad. Si debía retroceder otro par de años, probablemente parecería tener cien. ¿Y qué había ocurrido con su vida en el lapso intermedio? La había utilizado como combustible temporal.

¿Cómo podría atraer eróticamente a una Elena mucho más joven?

Siendo un hombre de aproximadamente sesenta años, Jonathan estaba fuera de lugar entre los muchos jóvenes que visitaban MacDonald’s. Podían llegar a considerarlo una especie de MacPedófilo. De modo que ahora tenía que seguir vigilando, pero disimulando aún más el hecho de estar mirando a todos lados repetidamente. Por suerte, el mismo cubo de basura vino al rescate otra vez (o por primera vez), sugiriendo que el destino quizás estaba colaborando con él.

En esta oportunidad, el libro desechado se titulaba Explicación de las reglas del golf. «El golf es un juego solitario», advertía el libro. ¡Igual que encontrar a Elena! «El golf es difícil porque nosotros lo hacemos difícil. En la mente del hombre que está a punto de golpear una pelota de golf aparecen inhibiciones y miedos de toda especie; algunos son demonios de su propia creación y otros son impresiones de su imaginación inspiradas por el sobrecogedor panorama del trayecto que tiene por delante». Sí, sabias palabras. Jonathan debía relajarse.

«Conozca su pelota»: también era un buen consejo, pero Jonathan estaba seguro de que reconocería a su amada a cualquier edad. ¡Al menos a cualquier edad superior a los trece años! Por debajo de esa edad, tendría que dejarla crecer un poco en aras de la decencia, aunque él continuara envejeciendo.

En el golf, a veces se necesita dejar caer una pelota verticalmente por encima del hombro para ponerla otra vez en juego. ¡Cuidado si tienes un trasero grande y la pelota rebota en tus nalgas! El permanecer sentado en los MacAsientos durante semanas o años bien podía agrandar el trasero de Jonathan, ¿pero qué podía hacer al respecto? ¿Practicar calistenia o yoga en el MacBaño?

Afortunadamente, pasaron sólo diez días y entonces una inconfundible y joven Elena entró en el MacDonald’s con una amiga… ¡no para hacer pis sino para comer! Todos los jóvenes atraviesan una etapa en la que creen que la comida rápida es buena. Como había aprendido a ser paciente, Jonathan se puso a observar los labios de ella, sucios de ketchup, sorbiendo lentamente un licuado con leche con una pajilla y ofreciendo un involuntario y maravilloso espectáculo de sensualidad espontánea. No tenía más de diecisiete años, estimaba él. Su mirada era pura y completamente inocente, pero en sus ojos ya podían captarse atisbos de la luz que irradiarían en los años venideros. En una instancia única en la historia del mundo, Jonathan contemplaba a la joven que más tarde, pero antes de que ocurriera todo esto, sería el amor de su vida. De hecho, se necesitaban nuevos tiempos verbales para poder describir su experiencia.

A estas alturas, era muy cauteloso con los MacBaños, que habían demostrado su peligrosidad y que, en todo caso, no eran nada poéticos aunque los limpiaran una vez por hora. Encender el amor de Elena hacia él no sería un asunto sencillo ni inmediato. Si fracasaba en esta oportunidad, toda la burbuja de realidad donde aparentemente él había vivido la mayor parte de su vida podía disolverse en la nada, dejando en el universo un rastro más pequeño que el de una burbuja de jabón al explotar.

Además, Elena estaba con una amiga. Un anciano intentando buscar su compañía podía abochornarlas, hacerlas reír o incluso gritar. Cuando Elena abandonó el MacEdificio, la siguió a una distancia discreta, fingiendo estar concentrado en el libro de golf.

Y después de descubrir dónde vivía fue a un restaurante hindú. ¡Platos interesantes, por fin!

 

***

 

Elena se reconocía como una chica especial, pero eso era fuente de preocupación. Casi todas sus amigas tenían novio o ya habían tenido. ¿Por qué no podía encontrar un chico que le interesara? No tenía la menor idea de qué era lo que buscaba, pero sabía exactamente lo que no le interesaba y el mundo parecía repleto de chicos no interesantes. Tal vez era así porque, psicológicamente, los hombres maduran más tarde que las mujeres. Lo único que podía hacer era esperar y seguir esperando, y tratar de comprenderse mejor. Si lo lograba, quizás descubriría qué quería exactamente de la vida y de los hombres. Mientras tanto, la energía intacta de su juventud le otorgaba la fuerza para tolerar el gran misterio.

Todos los domingos a la hora del almuerzo, Elena visitaba a sus queridos abuelos. Adoraba la sopa borscht que sólo su abuela sabía preparar —otra alternativa era la sopa kapustnyak— seguida por un plato de varenikiz tvorogom o de ghalushki poltavskie. Pero lo que de verdad la volvía loca eran los nalystniki, también llamados deruny, unos pequeños panqueques de papa hechos de una manera especial y, por supuesto, acompañados con uzvar, una refrescante bebida de frutos rojos.

Un hermoso domingo, Elena se encontró con un nuevo invitado en casa de sus abuelos. Sus abuelos eran muy gregarios, aunque tenían, como la mayoría de los ancianos, un círculo de amigos muy estable. En verdad, muy rara vez aparecían nuevas relaciones en sus vidas. Se trataba de una de esas excepciones.

El recién llegado se había hecho amigo del abuelo en el club de golf de la ciudad, que era donde el abuelo y sus amigos jugaban al ajedrez, ya incapaces de jugar al golf por la artritis o la falta de aliento. La gente que antes jugaba al golf y que disfrutaba del club se diplomaba en ajedrez. El nuevo parecía saber mucho de golf, aunque no poseía un solo palo. En consecuencia, el ajedrez también era ideal para él.

Cuando uno almuerza con sus abuelos no espera originalidad, sino el confort de una experiencia conocida. Sin embargo, durante ese almuerzo la conversación fue más original que lo habitual, con extrañas especulaciones acerca del tiempo e incluso con algunos proverbios turcos, tales como Vakit gelmeden horoz ötmez, «El gallo nunca canta hasta que llega la hora». Después, en el momento en el que el nuevo invitado se marchaba, Elena se sintió un poco culpable por no haber prestado más atención a su nombre durante las presentaciones.

Cuando le estrechó la mano, frunció el ceño y dijo:

—Señor…

—Llámame Jonathan —respondió el invitado, mirándola a los ojos de un modo extrañamente significativo. Sin embargo, ya avanzada la tarde, ella se olvidó de él.

 

***

 

En los meses que siguieron, Elena se acostumbró a la presencia de Jonathan en casa de sus abuelos todos los domingos. El abuelo realmente estaba prendado de él. Dentro de aquel cuerpo de sesenta años parecía habitar un alma muy juvenil, pero sabia y con una interesante visión del mundo que, como advertía Elena, la estaba ayudando a descubrir mucho sobre su propia visión del mundo. No era que Jonathan le enseñara nada, sino que ella descubría en su interior conceptos que no sabía expresar con palabras. Sentía que estaba evolucionando. Durante toda la semana esperaba ansiosa que llegara el domingo.

Pero su evolución no tenía un plazo urgente… comprenderse a uno mismo demasiado rápido podía implicar que uno era superficial.

Finalmente, se presentó la oportunidad de ver a Jonathan fuera del seno de la familia. Él mencionó que tenía un par de invitaciones para una exposición privada en una galería especializada en arte moderno y Elena aprovechó la oportunidad para poder escuchar sus opiniones en un ámbito diferente.

La exhibición consistía en relojes rotos y vueltos a armar sobre los que yacían unos pollos muertos, algunos aún con plumas, con huevos hervidos embutidos en la boca, algunos sin cáscara, otros asados, y todo cubierto de barniz para demorar la putrefacción.

Aygör, oruç tut; ay gör, bayram eyle —comentó Jonathan.

¿»No cuentes tus gallinas hasta que rompan el cascarón»? Ella lo entendió perfectamente.

—Y muy pronto —continuó él—, tempus fungus.

Sí, el moho crecería sobre las aves muertas.

Una joven circulaba por el lugar con una bandeja de patas de pollo y huevos de codorniz.

—Cocorocó —dijo él.

—¡Puaj! —dijo ella.

—¿Prefieres ir a un café a tomar un latte?

Así fue que el pretexto de la exposición de arte se evaporó, permitiéndoles marcharse rápidamente y mantener una adorable conversación acerca de asuntos completamente diferentes en un café.

Desde ese día, se encontraron en la ciudad con frecuencia. Al ver a Jonathan de esta manera, Elena también comenzó a percibir mucho más de sí misma. La comprensión que él tenía de ella la ayudaba enormemente a explorarse, aunque, como sucede a menudo, el conocimiento generaba más enigmas de los que resolvía. Un día, mientras almorzaban en un restaurante pakistaní, ella dijo impulsivamente:

—Me gustaría hacerte una pregunta, pero no quiero que sientas que me entrometo en tu vida.

—No te preocupes —replicó Jonathan—. No existe la posibilidad de que puedas ofenderme.

—Bien, entonces… de un modo puramente hipotético, ¿alguna vez considerarías hacerle el amor a alguien mucho más joven que tú?

—¿Hombre o mujer? —preguntó él.

—No conozco tus gustos con seguridad, pero más o menos pensaría en una mujer.

—¿Me estás preguntando si podría sentir interés por una mujer mucho más joven que yo o si algún imperativo moral me impediría hacerle el amor?

—No lo sé exactamente. Tal vez las dos cosas.

—A los hombres maduros nunca dejan de gustarles las mujeres jóvenes, Elena, a menos que sufran de muerte cerebral. Y no se me ocurre ninguna regla coherente que pudiera obligarme a descartar esa posibilidad.

—¿Alguna vez has seguido alguna regla en lo que respecta al amor?

—Mi única regla, probablemente de origen genético, es que puedo amar totalmente a una sola mujer en toda mi vida y que, una vez que la encuentre, todas las demás mujeres dejarán de interesarme por completo.

—Oh… —dijo Elena—. Tu mujer debe ser muy afortunada.

—Opino lo mismo. Pero supongamos que ella no lo sabe.

Elena rió. —¡Estás bromeando!

—En ese caso, yo aún sería virgen. ¿En qué año estamos? Mmm, estoy seguro de que perderé la virginidad dentro de los próximos cuarenta años. Probablemente, cuando tú tengas mi edad actual. Es el universo el que bromea. Tú también estás hecha para amar a una sola persona, Elena.

—¿Cómo lo sabes?

—Recuerdo muy bien el futuro.

Ella volvió a reír. —Eres muy cómico.

—No sólo yo. La vida es cómica.

—Imagino que puede considerarse así.

—Al igual que muchas tragedias. Sólo el hecho de que son fundamentalmente cómicas evita que se vuelvan ridículas.

—¿O sea que ahora la vida es una tragedia?

—Elena, la vida es la madre… o mejor dicho, la matrioshka de todas las tragedias. Abres la muñeca más grande y ves que contiene una tragedia más pequeña, y así sucesivamente. En última instancia, es eso lo que la vuelve cómica.

—La vida puede ser una tragedia hermosa.

—Si la interpretas de la manera correcta —asintió él.

—Has vivido mucho más que yo. ¿Cómo la has interpretado tú?

—He hecho lo mejor posible.

—¿Y estás satisfecho?

—No tengo quejas. No tendrían sentido.

—Espero poder interpretar la vida de la manera correcta yo también.

—Oh, así será.

—¿Cómo lo sabes?

Jonathan le guiñó un ojo.

—Estuve en el futuro y eché un vistazo.

Por supuesto, ella rió otra vez.

—Cuando yo esté en el futuro, regresaré y te diré si tenías razón.

A Jonathan le llegó el turno de sonreír.

—¡No hace falta! Estaré cerca para escucharte cuando seas anciana.

—De verdad te gusta soñar.

—¿Acaso los sueños no dan forma a la realidad?

—Eso me suena a un gran cliché.

—Los sueños son lo bastante antiguos como para permitirse ser un cliché. Después de tanto tiempo, es difícil que resulten originales.

—¡Siempre tienes lista una respuesta! No hay forma de tener la última palabra hablando contigo.

¿Acaso una sombra de dolor nubló entonces los ojos de Jonathan?

—La última palabra —dijo él— se pronuncia cuando sucede la madre de todas las tragedias.

—¿Entonces puede decirse solamente una vez?

—Una vez es más que suficiente… una vez contiene a todas las demás tragedias.

—Creo que entiendo.

—No, todavía no. Pero no hay prisa.

—Presumiblemente, también tienes razón en eso —dijo ella con malicia.

—Tener razón no es forzosamente un placer.

Elena tenía ganas de provocarlo.

—¿Hacer el amor conmigo sería un placer, forzosamente?

—»Inevitablemente» es una palabra más apropiada.

Por supuesto, Elena sabía que su amor podía ser una necesidad poderosa, pero no que era inevitable.

 

***

 

Es típico que el tiempo pase y que lo que debe suceder habitualmente suceda. O no. Esta vez, sí.

Elena y Jonathan habían cenado muy a menudo en muchos restaurantes exóticos de la ciudad, pero esa noche en particular, por primera vez, estaban en el apartamento de Jonathan: él se había propuesto superar a esos restaurantes, o por lo menos intentarlo.

Las dos largas velas de la mesa del comedor proporcionaban una iluminación suave. La cena fue tan extravagante como él había prometido. Describirla no podría hacerle justicia a Jonathan, ya que describir sabores no tiene sentido. Sin embargo, podríamos mencionar la entrada de erizos de mar empaquetados con hojas de lechuga, ya que la parte interior de los erizos de mar se asemeja a pequeños labios vaginales de color marrón, cuyo sabor es igual al olor de los charcos que quedan en las rocas cuando baja la marea.

Sentado frente a ella, Jonathan la miraba con ojos penetrantes que ponían algo de manifiesto. ¿Era felicidad, era melancolía? ¿La luz era demasiado tenue para distinguir entre tristeza y alegría? ¿Ella había bebido demasiado Cabernet Red Paradox? Lo único que Elena sabía era que en su propio interior había surgido un fuerte sentimiento.

Lo que Jonathan representaba para ella había sufrido un cambio, convirtiéndose en algo enriquecido y extraño. Ella ya no veía al hombre algo anciano que cualquier otro hubiese visto, sino a alguien tan pleno de significaciones que casi eludía un escrutinio objetivo. ¡Quién sabía cuántas veces los ojos femeninos habían visto esa belleza profunda e inesperada en Jonathan durante su larga vida! No obstante, quizás ahora era ella la única persona capaz de percibir esa belleza en su maravillosa totalidad. Le habría gustado pensar que ella era única y que para todas las demás mujeres, cegadas por la banalidad, Jonathan no era más que un hombre de sesenta y tantos años. Y creía que él la percibía por completo.

Cuando él le hablaba, le hablaba a ella entera, no a una insignificante parte secundaria como lo hacían habitualmente otras personas. Cuando él la escuchaba, oía de verdad lo que ella estaba diciendo, no lo que oían las personas comunes, o sea sus propias nociones preconcebidas.

La comunión entre ella y Jonathan se había vuelto un fenómeno espiritual de intensidad absoluta. Las personas son como burbujas de jabón que flotan en el aire del mundo. Las burbujas vuelan al azar. De vez en cuando, rebotan contra otra burbuja. A veces, dos burbujas se fusionan en una más grande y más brillante. Tarde o temprano, todas las burbujas revientan, encogiéndose hasta quedar reducidas a una gota intrascendente, pero eso no tiene importancia mientras dura la burbuja reluciente. En ese instante, ella y Jonathan estaban dentro de una maravillosa burbuja de comunión.

¿Cuándo se torna inevitable el primer beso? ¿Qué ocurre con el tiempo mismo durante el beso que inaugura un amor atemporal? ¿Qué ocurre con el espacio cuando el primer beso invalida la distancia? ¿Y por qué las preguntas referidas al amor tienen que sonar tan cursis y trilladas?

Sus besos se difuminaron y diversificaron y, aparentemente sin transición, el comedor pasó a ser una habitación con una cama grande y suave. La ropa se convirtió en una reliquia inútil. Nada podía inmiscuirse en la burbuja de Elena y Jonathan, por ahora impenetrable para el mundo común y corriente; una burbuja en la que estaban sucediendo cosas cálidas y hermosas.

Jonathan brindó sus atenciones a cada centímetro de Elena antes de rendir tributo, finalmente, a su templo supremo. Dentro de la burbuja, el calor fue creciendo.

—He esperado tanto este momento… —murmuró Elena, sorprendiéndose por sus propias palabras. Objetivamente, no había sido mucho tiempo, pero de pronto parecía una eternidad.

—He estado esperando toda mi vida —susurró él. Por cierto, era verdad, aunque muchas décadas de su vida habían desaparecido, convertidas en combustible temporal.

—Ya sentía que estabas dentro de mí desde hace mucho tiempo. ¿Quieres que borremos la diferencia entre imaginación y realidad?

—Sí, sí.

La unión fue prolongada y muy dulce, y colmó a Elena de emociones encantadoras.

Lanzó un grito, aferrando a Jonathan con todas sus fuerzas. En la suavidad que vino después del desenlace, intercambiaron largas efusiones y palabras dulces.

—Te amo, Jonathan.

—Yo también te amo.

—Así que finalmente perdiste tu virginidad —dijo ella con una sonrisa muy dulce.

—He recuperado mi virginidad —respondió él—. Todavía no llegó el momento de perderla.

—Siempre dices cosas tan cómicas…

—¿Por qué tendría que preferir las trágicas?

—Jonathan, no puedo hacer comparaciones, pero estoy segura de que eres el amante perfecto.

—Fuiste tú la que me enseñó.

Elena lo miró a los ojos con pasión. Sus mejillas ardían.

—Te deseo —dijo desde las profundidades de su ser.

Y comenzaron a hacer el amor de nuevo.

 

***

 

Elena recordó comentarios que había escuchado sobre la potencia disminuida de los hombres mayores. ¡Debían ser leyendas sin fundamento! O por lo menos no se aplicaban a Jonathan. Muy pronto, sus pensamientos fueron reemplazados por sensaciones atávicas y volvió a gritar mientras todo su universo se convertía en sinónimo del placer supremo. ¿Cómo podía la vida ser tan maravillosa? Durante el resto de la noche permanecieron abrazados, desdeñando el sueño inútil, besándose, charlando, bromeando, amándose.

Con las luces del alba, Jonathan recuperó sus fuerzas una vez más. Elena pensó que era la chica más afortunada del mundo. Sentía que Jonathan estaba canalizando la energía de todo el cosmos para ofrecérsela a ella en la primera noche de amor de toda su joven vida. Él era el polo a cuyo alrededor gravitaba y se concentraba todo el amor del universo, que él rítmicamente bombeaba a su interior hasta que ella explotaba con el máximo gozo. Era el propio universo el que la amaba, y Jonathan era la persona que el universo había creado para demostrarle el amor que sentía por ella. Sabía que amaría a Jonathan para siempre.

El orgasmo de él hizo erupción dentro de ella en el mismo instante en que ella gritaba, en el clímax de su placer. Sus gritos se fundieron en una melodía primordial que perduraría para siempre en esa burbuja de tiempo.

Pero entonces hubo una discordancia: un sonido estrangulado que salió de la garganta de Jonathan, al tiempo que se hundía pesadamente en ella y dejaba de moverse.

—¿Jonathan…?

Nohubo respuesta.

—¡Jonathan!

Y entonces Elena comprendió y volvió a gritar, más fuerte que nunca. Aunque esta vez no fue de placer.

 

***

 

Años más tarde, después de encontrarse con un Jonathan más joven en el MacDonald’s y de que él le hablara confusamente de la incertidumbre y la indefinición, después de encontrar el libro de proverbios turcos abandonado, Elena se juró que estudiaría Física hasta entender la naturaleza del tiempo.

Después de encontrarse con Jonathan otra vez y de la intromisión de la clienta gorda, halló el ejemplar de La muerte me besa que le pertenecía.

En el pasado, él la había besado, la había iniciado y había muerto. En cierto modo, todo eso hacía que la vida de Jonathan y el amor que compartían fuesen inmortales, puesto que, a diferencia de cualquier otra persona en la historia del mundo, Jonathan no moriría después de haber nacido. Pero la había dejado sola en su cruzada a través del tiempo, ¿y cómo haría ella para soportar su ausencia? Probablemente, la respuesta se volvería más obvia con el paso de los años intermedios, en los que también debería sobrellevar su ausencia: un amor especial exige sacrificios especiales, como en el caso de Eloísa y Abelardo o de Tristán e Isolda. Mientras tanto, tendría algo que anhelar para su vida futura, y eso era más de lo que podía esperar la mayoría de la gente.

¡Bajo ningún concepto debía buscar a Jonathan prematuramente!

Redobló sus estudios de Física. En ocasiones, releía La muerte me besa y El padre de todos los diccionarios de proverbios. A pesar de la transparencia y la comunión, nunca debía permitir que un Jonathan mucho más joven escrutara esos dos libros. De lo contrario, ¿con qué nueva experiencia llenaría sus horas en MacDonald’s? Definitivamente, no sería con el MacMenú.

 

 

 

Título original: The beloved time of their lives © Ian Watson & Roberto Quaglia – Traducción: Claudia De Bella © 2011.

 

 

Ian Watson nació en Inglaterra en 1943. Escritor prolífico, se lo conoce principalmente por sus novelas y cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror. Su primera novela, Empotrados (1973), basada en la grámatica generativa y el lenguaje empotrado, ganó el John W. Campbell Memorial Award y el Prix Apollo de Francia.

Como guionista, Watson escribió la versión final de A.I. Artificial Intelligence (2001) de Steven Spielberg, así como una serie de novelas relacionadas con el universo del juego Warhammer 40,000.

Hemos publicado en Axxón: EL AMANTE DE LAS ESTATUAS.

 

Roberto Quaglia nació en Génova en 1962. Desde 1982 es el vicepresidente de la European Science Fiction Society. Ha escrito novelas de ciencia ficción surrealistas, cuentos y ensayos, encabezados por un controversial libro de más de quinientas páginas llamado Il Mito Dell’11 Settembre. Su último trabajo, The Beloved of my Beloved, es una colección de cuentos escritos en colaboración con Ian Watson. «El amor de sus vidas» es uno de estos cuentos y ganó el premio al mejor relato corto de la British Science Fiction Association (BSFA) en 2009.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con VEINTE BREVES VIAJES POR EL TIEMPO, de varios autores; EL RELOJ QUE MARCHABA HACIA ATRÁS, de Edward Page Mitchell; y EL INSTANTE EN QUE SE PIERDE AQUELLO QUE SE HA PERDIDO YA, de Juan Manuel Candal.


Axxón 225 – diciembre de 2011

Cuento de autores Europeoa (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Viajes en el tiempo : Romance : Inglés – Italiano : Gran Bretaña – Italia).

Una Respuesta a “«El amor de sus vidas», Ian Watson & Roberto Quaglia”
  1. Cristina dice:

    Gran cuento, pero como Ian Watson se entere de que lo habéis hecho nacer en Estados Unidos…

  2.  
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