Revista Axxón » «Los árboles de Isaac Levitan», Pablo Dobrinin - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

Una tarde, mientras pintaba en mi atelier de las afueras de Montevideo, recibí una llamada de un hospital cercano: habían internado a mi amigo Mario. Como ya rondaba los ochenta años y tenía una enfermedad incurable, temí lo peor. Colgué, me abrigué con un sobretodo, saqué la camioneta del garaje y puse rumbo al nosocomio.

Aquel viejo bohemio, veinte años mayor que yo, me había enseñado no sólo a pintar, sino también a amar y comprender el arte. Probablemente ese haya sido el puente para que entre nosotros creciera la amistad. Mientras manejaba, la risa franca de Mario arribaba a mi memoria. Me gustaba recordarlo en sus momentos más felices, con sus ojos claros y brillantes.

Una cuadrilla de trabajadores estaba ensanchando un tramo de la ruta, y tuve que hacer algunos pequeños desvíos, pero no me demoré más de diez minutos.

El hospital era chico y encontré pronto la habitación.

Mario estaba flaco, desmejorado; la quimioterapia había hecho que sus porfiados cabellos se redujeran a una pelusa suave. Se alegró mucho de verme y sonrió como de costumbre. Sin embargo, pese a todos sus esfuerzos por mostrarse afable y natural, se me hizo evidente que no estaba en paz consigo mismo.

Al poco tiempo de estar ahí, me di cuenta de que rehuía los comentarios que se referían a su enfermedad, y procuraba encauzar la conversación hacia cualquier otro tema. Se quejó de que la habitación que le habían dado no tenía ventanas, y que se perdía la oportunidad de ver los bosques que rodeaban el hospital.

Estiró una mano leve en el aire, como si tocara un recuerdo, y con aquella voz embellecida por los años, señaló:

—…En primavera la floresta se tiñe de increíbles tonos de verde. Aquí y allá. Es precioso. La gente debería reparar más en esto.

—Víctor Hugo decía que la naturaleza habla, pero nadie escucha.

—Ah… eso está bien; sí.

Después se quedó un momento en silencio.

Le aseguré que pronto volvería a verla, y sonrió tristemente.

—Pero mientras eso ocurre —sugirió— me gustaría que me prestaras aquel libro de Isaac Levitan. Ayer me estaba acordando de él. ¿Me lo traerás?

—Claro, mañana sin falta lo tendrás aquí.

Esa misma noche tomé el libro de mi biblioteca y me lo llevé a la cama para hojearlo.

Isaac Levitan era un paisajista, de origen judío, nacido en 1860 en Kybartai, Rusia (actual Lituania). Lo extraordinario de su arte es que lograba trascender la objetividad de un paisaje y mostrarnos su propia alma. Podía hablarnos de sí mismo, de su melancolía, de su percepción de la maravilla y el misterio de la naturaleza, y de los anhelos de cosas que no eran de este mundo. En algunos de sus cuadros, el realismo cedía espacio a visiones impresionistas, de influencia francesa. Pero allí donde los franceses buscaban simplemente el efecto de la luz, él conseguía adentrarse en las profundidades del ser humano. No siempre los colores eran una expresión de realismo, a veces la verdad del cuadro quedaba subordinada a una verdad interior. Entonces todo se resolvía en tonos de verde, gris o cualquier otro color, para reforzar un concepto de unidad, que tenía que ver con una visión armónica de la naturaleza. No era difícil comprender por qué le gustaba tanto a Mario. Aunque él sabía mucho de escuelas y vanguardias, en los últimos años de su vida había hallado un refugio para su espíritu en la obra de algunos paisajistas.

Al día siguiente, luego de almorzar, fui a visitar a mi amigo.

Cuando le entregué el libro se puso muy contento. Me senté en una silla, junto a su cama, y disfruté viendo su rostro, mientras él contemplaba las reproducciones.

—Tiene ojos soñadores —dijo señalando el retrato de Isaac Levitan que encabezaba las láminas.

—Es verdad —reconocí.

—Pablo… —dijo, luego de mostrarme unos árboles reflejados en la superficie de una laguna— mirá qué extraordinario… Este es el Levitan que más me gusta, el de las visiones intimistas.

—Uno desearía estar ahí.

—Claro… ¿quién no? Cuando repasás su obra te das cuenta de la cantidad de ríos y caminos que ha pintado. Y lo más hermoso es que esos ríos y esos caminos también son para nosotros. —Y dicho esto, pasó las páginas para mostrarme que lo que decía era verdad—. Los caminos llegan hasta la base del cuadro, como una invitación a entrar en ellos. También hay botes que nos aguardan junto a las orillas. Levitan descubre un paraíso y quiere compartirlo con nosotros.

Me pareció genial el hecho de que un uruguayo contemporáneo, como era Mario, pudiera sentirse tan compenetrado con la obra de un pintor que había vivido en la Rusia del siglo XIX. Después de todo, aquella empatía con alguien de otra cultura estaba demostrando que existe algo imperecedero que trasciende cualquier frontera.

Luego Mario se detuvo en un óleo fechado en 1897.

—Este es mi favorito. Siempre me atrajo poderosamente.

La pintura en cuestión era Claro de Luna. Una Villa. La luna no se aprecia, pero está su luz acogedora, bañando toda la escena. Es de una belleza extraordinaria, pero sin alardes, sin estridencias, precisamente nos conmueve por su intimidad. Lejos de buscar impactarnos, nos invita a entrar en ella. No es el destello de una revelación, de una visión mística, sino la luz de una paz interior. De la villa se ve muy poco, apenas unas casitas a lo lejos. El centro temático del cuadro es un camino de tierra, en el que se advierten las huellas de un carro, flanqueado por árboles. Como había señalado Mario, el camino llega hasta el pie del cuadro. Eso bastaría para indicar que se está invitando al espectador a entrar en el paisaje, pero hay otros elementos que refuerzan este concepto. El camino tiene forma de triángulo. La mirada del espectador entra por la base del triángulo y se proyecta hacia el vértice. El camino nos absorbe, pero no acaba aquí el encanto de la obra. Levitan ha utilizado otro truco para que esa atracción sea irresistible. Normalmente cuando un artista ilustra unos árboles va a tratar de que los que están más cerca se vean más grandes y con las copas más tupidas, para crear una sensación de perspectiva. Sin embargo, él realiza otra cosa. A la izquierda del camino, aunque mantiene un tamaño creíble en los árboles —de mayor a menor— pinta a los últimos con más follaje que a los primeros. Hace esto para lograr que entre las manchas oscuras de las copas de los árboles quede perfectamente delineado un triángulo de cielo, que al igual que el camino, nos arrastra hacia el interior del cuadro. Al final, los dos vértices de los triángulos se funden en un punto. Uno podría llegar así a pensar que el camino de tierra es la expresión humana de ese otro camino que se abre en el cielo.

—Este cuadro lo pintó en 1897—me explicó Mario—. El mismo año en que los médicos le diagnosticaron una afección cardíaca que tres años después lo llevaría a la muerte. Se fue de este mundo cuando apenas tenía cuarenta años.

—No deja de tener coherencia que alguien con su sensibilidad muriese del corazón.

—Las razones de la poesía —concluyó mi amigo con una sonrisa.

En las semanas siguientes seguí visitando a Mario. Gracias a los cuidados del personal del hospital logró recuperar algo de peso y de energía, pero su enfermedad no tenía vuelta atrás. Los tratamientos a base de radiaciones y quimioterapia demostraron ser infructuosos.

Procuré que le dieran una habitación con vista a los bosques, pero fue imposible, porque no había camas disponibles en ese sector.

Un día se hizo una junta médica y luego el médico jefe me explicó la situación.

Al día siguiente, bien entrada la tarde, yo me llevaba al anciano del hospital.

Mario sabía que aquello no era un alta. Simplemente lo mandaban a su casa porque la medicina ya no podía hacer más nada por él.

Lo ayudé a vestirse. Estaba un poco débil, pero tenía una fuerza interior que lo hacía querer salir de ahí. Mientras le ponía la campera, decía que era una suerte ya no tener que permanecer entre esas cuatro paredes. Y cuando se mojó la cara y se miró en el espejo, añadió que quería sentir el olor de los árboles.

Guardamos sus pertenencias en una maleta y, después de despedirse de las enfermeras y los médicos, salimos del hospital.

Respiró hondo.

Caminamos unos pasos y subimos a la camioneta.

Se sentó a mi lado, bajó el vidrio de la ventanilla, y durante todo el viaje estuvo mirando para afuera.

Dejamos atrás los bosques y salimos a la ruta. El cielo estaba azul oscuro a esa hora, y las sombras del invierno comenzaban a cubrir los campos como una caricia piadosa. Encendí los focos del auto. Los vehículos que se desplazaban por la carretera, nuevos y pretenciosos, eran episodios fugaces en la inmensidad de la naturaleza.

Al llegar a la zona de obras, tuve que hacer un desvío hacia mi derecha. En esa área, había una chacra importante que ocupaba varias manzanas y debí internarme por un camino vecinal varios cientos de metros para poder bordearla. Luego giré dos veces más hacia la derecha, siempre rodeado de campos y bosques.

El aroma de los árboles entraba por la ventanilla. La brisa desplazó unas nubes y la luna apareció en el cielo como un tazón de leche tibia.

Cuando me disponía a tomar una calle de tierra que nos conduciría nuevamente a la ruta, Mario me colocó una mano en el hombro y me sorprendió con estas palabras:

—Esperá, detené el auto.

Había tanta urgencia en su voz que clavé los frenos.

Iba a preguntarle qué ocurría, pero entonces giré el rostro hacia donde él estaba mirando y sentí un escalofrío.

Nos quedamos callados un tiempo difícil de estimar. Luego yo bajé, abrí la puerta de su lado y lo ayudé a bajar.

Permanecimos junto a la camioneta, sin atrevernos a dar un paso más.


Ilustración: Hernán Costa

A la derecha del camino se abría otro camino, flanqueado de árboles, que no era ni más ni menos que el mismo que había pintado Isaac Levitan en la Rusia de 1897.

Aquello era imposible y, sin embargo, no había lugar a dudas.

La exacta disposición de los árboles, con cada rama y cada hoja. El camino de tierra, con las huellas de un carro. Las casitas a lo lejos, y el triángulo de cielo, iluminado por la luna. Todo estaba allí, como lo había pintado Levitan.

Mi amigo no decía una palabra, pero sus ojos eran tan expresivos que no necesitaba hablar. Se veía claramente que estaba maravillado. De pronto frunció el ceño, como si alcanzara una íntima comprensión, y me dijo:

—Voy a caminar entre esos árboles.

Le ofrecí mi brazo para que se apoyara, pero él lo rechazó cortésmente.

—Estoy bien… —señaló— puedo hacerlo solo.

En su rostro se apreciaba una serena paz, recobrada después de un largo tiempo. Había en él alegría y aceptación, y acaso, en ese momento, ambas fueran la misma cosa.

Me dirigió una última mirada, sonrió y empezó a andar…

Este cuento se vincula temáticamente con PAISAJE CON GRUPO Y MUJER, de Ramiro Sanchiz; EL RETRATO, de Dante Bobadilla y LA FLOR CARNÍVORA, de Carlos A. Almirón.


Axxón 230 – Mayo de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Arte : Materialización : Uruguay : Uruguayo).

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