Revista Axxón » «La búsqueda de ausencia», Pé de J. Pauner - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

I

 

Maldiciendo entre dientes, busqué la oficina situada en la Calle Menorvort. Siempre que «el Jefe» me llamaba era para algo realmente importante o, por lo menos, para algo que a él le parecía importante. «Asentry», me decía, «sabe usted que es el único en quien puedo confiar esta clase de misiones» y así me había hecho enrolarme en caravanas interminables para dar con el paradero de la supuesta Ciudad del amanecer o El templo de los elefantes blancos, y otras linduras. Debo decir que siempre di con tales improbabilidades y que mi «currículum vitae» estaba saturado de enigmas que otro periódico no habría dudado en calificar de absurdos y estúpidos si no fuera porque yo aporté las pruebas suficientes para hacer que centenas de científicos se movieran y llenaran museos tres veces más grandes que el Británico.

Siempre que llegaba a Menorvort —esa calle situada entre el metro de Tokio y el de París, en pleno Picadilly Circus— me perdía. Tenía que situarme frente al Café de las Flores, el Barrio de La Boca a la izquierda, la Estación Central a la derecha, y así recordaba que la librería que tenía a mis espaldas era la entrada.

Cuando pasé entre los estantes que olían a madera vieja y humedad, entre raros incunables —decían que la histórica y perdida Escala espiritual para subir al cielo editada por Juan Pablos, el primer libro impreso en América durante el Virreinato en lo que se conoció como Nueva España (México), estaba perdida, sí, pero entre alguno de sus libreros—, el viejo bibliotecario se apartó a mi paso y percibí su olor a cosa olvidada, arrumbada. No le hice el menor caso, sabía que era una ilusión y, para cerciorarme, volteé: en efecto, él ya no estaba ahí.

Abrí la puerta del fondo y salí al callejón.


Ilustración: Guillermo Vidal

Al frente, a medio metro escaso, topé con el muro, pero a derecha e izquierda la ilimitada extensión del horizonte encajonado entre paredes no permitía obstáculos ni descanso a la vista. Esa infinitud chocante me asqueó. Comencé a buscar hendiduras en el muro, algún resquicio oscuro en los ladrillos simétricos y perfectos, imposibles, una señal que me indicara que ahí estaba la llave, la clave. Cuando di con la fisura, tras recorrer el plano, tocando arriba y abajo, y presioné con la yema del dedo, el muro abrió su puerta de piedra y salí a los lugares soleados. Al otro lado los jardines se abrían al cielo limpio —tras de mí y del muro que dejara, las calles se ponían grises debido a la lluvia próxima—, parejas con niños caminaban, tomados de la mano y se miraban a los ojos, las aves cantaban en los ficus recortados con formas de dinosaurios y carruajes en el medio de los parterres floridos, cercados por muros bajos y circulares que servían de asiento. Idílico —pensé—, sumamente cursi, hice una mueca: ¡puaj! Caminé atravesando esa plaza adoquinada hasta el quiosco y pedí el periódico.

La chica que atendía estaba verificando su carga electrostática en la pantallita que tenía en la muñeca derecha, alguien le dijo algo desde la pantallita y soltó, a través de los dedos, la sobrecarga que produjo un breve chisporroteo. Me sonrió debajo de sus bellas cejas tatuadas.

—Con gusto. No quería transmitirle una descarga que, aunque inocua, puede resultar desagradable.

«Lástima de belleza», me dije, «es una fembot», pero no reparé en ello por más tiempo, el periódico en blanco fue extendido ante mí y leí:

«Asentry viajará en busca del escurridizo Míster X que siempre está perdido y viajando por alguna parte del mundo trans real o de la Galaxia, dentro o fuera de los espacios virtuales.»

Y abajo:

«¡Deje de coquetear con la androide y venga en seguida!».

Dejé el periódico y la chica abrió una puertecita de madera que me permitió entrar al quiosco, ella no llevaba nada de la cintura para abajo, pero pensé que me estaban probando y la dejé en paz. Descendí las escaleras en espiral hasta el centro del mundo de las galerías subterráneas. Ahí, entre personas que se entretenían mirando las tiendas encajadas en los muros enlozados y con el metro corriendo como una exhalación, flotando sobre los rieles, en medio del calor que me envolvió como una sombra, entré, por fin, a la oficina del «Jefe».

En medio de los luminosos muros desnudos, cubiertos por mosaicos de dominó, así como suelo y techo, sentado en una silla gestatoria estaba él. A no ser por esa silla, bien se podía tener la impresión de que uno estaba parado en el techo o los mismos muros de la estancia, pues toda era cúbica, la puerta se había camuflado al cerrarla y de vez en cuando las paredes giraban resituándose, de modo que el «techo» podía pasar a ser, en breves segundos, uno de los muros o el mismo suelo.

El jefe reposaba en medio con sus doscientos cincuenta kilos encima, enorme, calvo, desbordándose por los lados de la silla, vestido de blanco inmaculado. Y con voz de niño dijo:

—¿Dónde se mete usted, hombre? ¡Un gusto verle!

—Igual —dije—, he andado por ahí, ya sabe, extrañas ciudades, buscando personajes y entrevistas. Le veo un poco delgado, ¿ha estado usted enfermo?

—Un poco, un poco, pero vamos a hablar de la misión que, sé de antemano, le encantará tomar…

—Sí, ya lo leí en el periódico…

—Pero los detalles…

—¡Ah, sí, olvidaba los detalles!… —me hice el tonto, buscando alguna mancha en el cubo en el cual estábamos atrapados, mirando hacia arriba, como un gato cazando lagartijas.

—¿Le gustó la fembot, eh?

—¿A quién podría no gustarle?

—Es suya, aparte de la comisión y, claro, el mejor de los sueldos si decide aceptar…

—Acepto —dije, sin pensarlo—, sólo por ella…

 

 

II

 

Aquella búsqueda se iba a convertir en la peor de mi carrera. Todo lo que viera, oyera, sintiera y oliera —y todo lo demás— sería extraído de mi memoria y vendido en forma de impulsos eléctricos que permitirían, a quienes los compraran, experimentar mis andanzas con orgasmos y todo, claro, pero con un añadido, esto no era vulgar piratería de memoria y venta clandestina de sensaciones snuff, no, lo que el «Jefe» quería vender era misterio, sorpresa, algo así como la búsqueda de Livingstone por Stanley, pero con el romanticismo que esto implicaba y el añadido supuesto de… ¿de qué, de originalidad? En aquel tiempo era una moda y todos hacían lo mismo, así que no había nada de original en eso, pero me gustaba, habría oportunidades de sexo, de peligro, de enfrentamiento con lo desconocido y de fama efímera: ¡Maldito Andy Warhol!

~Míster X era un verdadero dolor de cabeza. Esa mañana llegué hasta la Ciudad perdida de las Sustancias Blancas donde los hombres no tenían nariz o lo que les quedaba era un agujero con el hueso podrido. Eran meros restos de mendigos, cadáveres ambulantes, pútridos, anónimos, idiotas que se movían como sombras entre los desperdicios, mendigando una bala o vendiendo sus cuerpos descompuestos a médicos sin escrúpulos para ver qué podía ser útil aún a cambio de unos gramos de droga de diseño o endógenos extraídos directamente de los cerebros de muertos por sobredosis.

~—¡Oye! ¿Qué te metes, eh?

—¿Que qué?

—Que qué te metes… lo que inhalas, ¿qué es?

—¡Ah! ¡Sangre!

—¡¿Sangre?!

De pronto, la mano del tipo empieza a temblar y se le cae un poco de la sustancia que es como polvo rosa para preparar una bebida refrescante con sabor a fresa y se expande y licua en el charco que yace a sus pies y, en efecto, parece sangre proveniente de la herida de algún acuchillado…

—¿De dónde obtienen eso? —digo, escandalizado y señalando con el dedo el charco.

—Pues de la sangre. Es sangre deshidratada de los muertos en la calle. En estos tiempos los traficantes ahorran mucho. Para ello se les ocurrió algo genial que se llama Técnica Tim Powers en homenaje al escritor que la describió. Al primero que le vendieron la sustancia y que la palmó le extrajeron la sangre ya contaminada y la vendieron a todos los adictos, de esta manera obtienen una sustancia más potente una vez que ha pasado por los «filtros» del cuerpo humano… Imagínate cuántos adictos habrá ahora pues sólo te venden unos gramos —haciendo una «o» con el pulgar y el índice: ¡E-fec-ti-ví-si-mos!—, y es la misma sangre del primer adicto. Así ahorran un dineral en los procesos… ¡Wow!

Dejé al tipo ése temblando y metiéndose por los huesecillos de la nariz la sangre de otros que se confundiría con la suya y pregunté por el Hombre misterioso que se movía entre los mundos, entre ciudades anómalas y sueños inducidos, ése sería Míster X, el desconocido más famoso del mundo, el hombre que todos habían visto pero que nadie sabía dónde estaba…

Los semivivos —o semimuertos, da igual—, me señalaron con manos leprosas las colinas fantasmales de más allá. Alguien dijo haber visto a ese hombre que no correspondía a ninguna descripción pero que se ajustaba a lo evasivo de una búsqueda. A las colinas, pues, fui lentamente, subiendo y tropezando entre las rocas que se desprendían por momentos, que pasaban como mundos rodantes a mi lado, amenazando con matarme, entre piedras que se empeñaban en bajar y deslizarse bajo mis pies cuando yo me empeñaba en subir.

Llegué a la cima, a la explanada de la Torre Oscura y miré la desolación gris. Delante estaba ese faro maldito, enhiesto como dedo de muerto, sobre una plataforma pulida de ónice y escalinatas de mármol. Me acerqué con horror por el camino estrecho y traté de ignorar los cuerpos que se agitaban a los lados, al pie de la explanada, en las hondonadas musgosas, como un mar de seres agónicos que movían brazos y dedos o lo que quedaba de éstos, tal como remueven las olas a las algas en un mar agitado.

La pestilencia era reina en el sitio y la oscuridad emperatriz. Alcancé la plataforma, subí las escalinatas. Sobre el dintel de la puerta estaba el signo que los judíos escribieron con sangre de cordero para que Abadón, el Ángel Exterminador, respetara a los primogénitos de sus casas, llevándose a los que dormían tras las puertas egipcias no marcadas. No quería tocar la puerta herrumbrosa, sobre cuya superficie crecían los hongos… no quería tocarla… así que ésta se abrió sola, ante mí. Vaharadas de peste encerrada se liberaron, olía a excrementos y mal aliento, a los cuerpos de ahogados en alta mar, largamente perdidos y encontrados que yacían olvidados en una morgue, a carroña y sangre pasada, a desamparo… Creí derretirme ante esa promesa pero traspuse el umbral…

 

 

III

 

La escalinata que arrancaba en caracol se deshacía bajo mis pies en grumos de piedra verdosa, limo y una sustancia blancuzca de excrecencias contaminantes. Subí y subí. El tiempo fue mi vehículo. El ímpetu por escapar de la pestilencia y llegar arriba, al aire de afuera (aunque no oliera mejor), me impulsó.

Por fin se abrió el cielo nocturno, con las nubes en perpetua agitación sobre mi cabeza. Salí y el viento aulló con demencia en mis oídos. Una soga estaba atada a una de las almenas. Venciendo mi asco y mi fobia a tocar cualquier cosa de ese lugar infecto, me asomé a los muros que caían a pico, verticales, y le vi descender como escalador, bajando a rapel.

—¡Alto, deténgase, le estoy buscando para charlar con usted y llevarle de regreso!

Pero él era apenas una sombra en el muro, una cosa borrada, me pareció que no me veía, que miraba abajo, abajo, y ni siquiera me oía. No quise descender por donde él lo había hecho. Debí haber pensado que lo había hecho por algún motivo válido, pero preferí dar vuelta atrás y echar a correr. Los escalones se hundían como hechos de queso, se tornaban resbalosos como el jabón y caí varías veces. Entonces me percaté que toda la torre se deshacía en grumos salitrosos, como si hubiera accionado un mecanismo de destrucción, como si la torre nos esperara para morir por fin después de los evos de permanencia agónica.

Salí a la plataforma de ónice y rodeé la torre mientras se desmoronaba en aullante silencio y le vi descendiendo la colina del frente. Se perdía en la lejanía. Yo no me quedaría ahí. No con esas monstruosidades a las que se les desprendía la piel y los miembros cuando se arrastraban por la tierra inmunda y me suplicaban que les diera muerte.

Huí tras él, corrí gritando, pero se desvaneció en la niebla que se formaba delante y amenazaba con envolverme en ceguera blanca y en una humedad helada aún más pavorosa que lo que dejaba detrás.

 

 

IV

 

Embarqué en los Puertos Grises a los que llegué por casualidad, tanteando en la niebla helada que había llevado a mi nariz y espíritu un hálito de frescura y limpieza con aroma marino y los gritos de las gaviotas plateadas.

El muelle se internaba en el mar más de un kilómetro. Las almejas ascendían, orgiásticas, espumosas, por los troncos a modo de pilares, hasta las tablas por donde los marinos embarcaban y desembarcaban diversos productos de países exóticos. Miré a los estibadores mientras subían una rampa de madera que unía el muelle con un galeón español amarrado. Un estibador cargaba un sangrante costillar de reno sobre la espalda y fue tan poco amable como para detenerse y hablar conmigo, lo que me hizo dudar de lo que se decía acerca de los buenos modales de esa gente.

—Sí, he visto a ese hombre, hace una media hora fue a la oficina de paga a hablar con el encargado. Creo que quería embarcar en el Lusitania pero no se lo permitieron. Esperó un poco, en seguida llegó el Generalife y embarcó en él. La niebla me impidió verle la cara. Ha sido un placer conversar con usted, caballero. —E inclinando la cabeza, se fue caminando rápido con el costillar chorreando sangre sobre la resbaladiza rampa.

Su forma tosca de hablar y su mala educación no fueron obstáculo para darle las gracias, entonces regresé hasta la oficina de pagaduría. Tuve que esperar como todos en la fila, mientras miraba las maniobras de carga y descarga y los olores del mar se mezclaban con el olor del sudor de la gente y los de las cagadas de las gaviotas que consumían trozos de carne robada de las espaldas de los estibadores.

Cuando llegó mi turno, el tuerto que se encargaba de pagar me miró con su único ojo color azul metálico:

—¿Para preguntarme eso ha hecho un lugar en la fila? —gritó, torciendo la boca.

—Sí —dije—, no quise causar problemas.

—Su hombre se ha ido, creo que el capitán del Lusitania puede darle más informes… ¡Ahora apártese, cerdo, que perdemos tiempo!

Ante tan buenos modales me derretí en gratitudes y luego busqué el barco y al capitán, que vestía de blanco y era calvo. Me miró con asombro.

—¿Quiere un lugar en la nave para perseguir a quién…?

Se lo dije.

—¿Es esto un reality show?

—No.

Le expliqué a grandes rasgos qué diablos hacía yo ahí y todo lo que había tenido que pasar para llegar.

—No, no puede ir en esta nave, no hay lugar, pero el Generalife pronto llegará y siempre tiene lugar en la sentina para algún idio… para alguien más.

Aguardé y el H.M.S. Generalife llegó retrasado por cinco segundos por el muelle del norte. Cuando me aceptaron a bordo, me dispuse a indagar entre los tripulantes. Nadie parecía percatarse de mí porque estaban ocupados en las labores de emergencia por la tormenta que se acercaba desde el Cabo de Hornos. Busqué al capitán. El anciano tenía noventa y tres años y dijo haber disfrutado muchas veces con mis aventuras. Estaba encantado de ayudarme y ser parte de una más, así que formó a la tripulación al mismo tiempo que todos los mares intentaban destrozar la nave y la arrojaban sobre las olas y el viento la escupía para volver a hundirla hasta casi tragarla.

Alguien dijo que el dichoso Míster X estaba en la sección de primera clase, por lo que cambié mi boleto de tercera para viajar en la sentina entre los calamares e irme con los ricos que jugaban tenis y se asoleaban en el otro extremo del barco. El capitán del otro lado de la nave me recibió con una sonrisa, se presentó como el padre del capitán anterior y me explicó que su abuelo —que andaba por cubierta persiguiendo jovencitas—, admiraba mi trabajo y que él estaba dispuesto a ayudar en lo posible. Agradecí a toda esa estirpe de capitanes que fueran mis fans pero estaba perdiendo tiempo y quería dar con el Hombre misterioso cuanto antes.

Acompañé al capitán entre las mesas del comedor, entre damas de la Belle Époque que cenaban y me miraban pasar sonriendo, saludando con coquetas inclinaciones de cabeza, ocultando medio rostro tras abanicos, al mismo tiempo que las chicas dark y neo punks me ignoraban pues estaban muy ocupadas destruyendo el mobiliario del barco.

—¡Oh, sí le he visto! —exclamó Madame du Barry—, hace cinco minutos conversamos acerca de quién es mejor en la cama, si Ninon o yo… se ha ido por ahí…

Y señaló una puerta al fondo con un ojo de buey en el medio. Imaginé vagas noches pasadas con esas damas, noches evasivas de la memoria como el mismo enigmático ser a quien perseguía. El capitán se retiró a sus obligaciones, disculpándose, y yo seguí la pista del hombre. Delante, una radiante tarde ocultaba un sol rojo que se hundía bajo el mar y en el agua la estela de una diminuta lancha rápida que enfilaba, escapaba de mí, rumbo a ese sol…

 

 

V

 

Arribamos a un puerto de India y perdí horas muy valiosas preguntando a quien se me cruzara en los muelles por el hombre. Alguien dijo que otro más le había visto y, cuando iba a preguntar, éste me indicaba que se acababa de ir hacía unos minutos. Cuando entré en la ciudad por fin, rabiando y echando espuma por la boca, me dirigí al primer hotel de mala muerte que encontré y me registré.

—¡Qué extraño —dijo el indio—, el huésped que acaba de retirarse se registró con el mismo nombre que usted!

Le miré con ojos desorbitados y exclamé:

—¡Esto es un juego, un juego demente! ¿Hacia dónde se ha ido ese malnacido?

—Si corre tal vez le alcance, por la puerta de atrás.

La puerta estaba aún cerrándose tras alguien que hacía unos segundos acababa de salir a la calle. La Calle Menorvort estaba atestada a esa hora. Maldiciendo entre dientes, busqué la oficina del «Jefe». Siempre que llegaba a Menorvort —esa calle situada entre el metro de Tokio y el de París, en pleno Picadilly Circus— me perdía. Tenía que situarme frente al Café de las Flores, el Barrio de La Boca a la izquierda, la Estación Central a la derecha, así recordaba que la librería que tenía a la espalda era la entrada.

Entré en la librería y todo lo demás, y cuando llegué a la fembot del quiosco y le pedí el periódico, me sonrió. Una sensación de déjà vu me abrumó.

Le pregunté:

—No estarás burlándote de mí, ¿verdad?

—En absoluto —dijo, muy seria.

El periódico decía: «Encontrado Míster X«. Miré a mi alrededor y le pregunté a un transeúnte si había visto dónde se había metido el maldito bastardo ése. Me obsequió una mirada de compasión.

—¿Está usted loco?

—¡No, no yo! —exclamé—. ¡Ustedes lo están! ¿Dónde está el Hombre misterioso?

La muchedumbre se detuvo, me observaron, cuchichearon entre ellos, me señalaron con el dedo, la fembot se echó a llorar y observé la extrañeza en la mirada de todos, como si miraran a un demente.

—Desde la Ciudad Perdida hasta esta plaza, pasando por la Torre Negra y los Puertos Grises —dijo la fembot—, todos se preguntan qué le ha pasado y por qué se dedica usted a perseguir sombras…

Una extraña luz empezó a irradiar de mí y la transparencia comenzó a devorarme, me sentí arrebatado, aumentado, extasiado y comencé a saber lo que sólo un dios podía saber… bien, bien, sé que estoy exagerando, pero eso incluía profetizar que «el Jefe» haría una gran venta con las memorias de mi aventura. Miré el periódico pues la voz de ella me había parecido extraña, acusadora. Sólo bajé la vista un instante, como avergonzado sin saber por qué, al tiempo que ausente, y me encontré con la foto de alguien muy conocido, aunque no recordaba dónde lo había visto o de dónde lo conocía exactamente, luego recordé largos ratos pasados ante el espejo a lo largo de mi vida, acicalándome o meditando ante una nueva arruga, un añadido al siempre cambiante rostro, y mis ojos se abrieron como lunas, y la fembot concluyó la frase:

¡Pues Míster X es usted!

 

 

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL y AHÍ FUERA.


Este cuento se vincula temáticamente con CAZADOR, de Darío Alonso; EL INSTANTE EN QUE SE PIERDE AQUELLO QUE SE HA PERDIDO YA, de Juan Manuel Candal y LA VISITA, de Ricardo Rubio.


Axxón 236 – noviembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Surrealismo : Doble : México : Mexicano).

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