Revista Axxón » «Otoño», Teresa P. Mira de Echeverría - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

—¿Otoño? El sol bajando ya tibio del cenit. El viento levemente frío, los álamos casi sin hojas pero aún murmurando, algún zorzal a lo lejos, el dorado y el verde que se dan la mano como despidiéndose… Y ese sol tocándote, como una caricia… Y en el silencio, a veces, escuchar una canción, tal vez More than a feeling, con esa cromaticidad, esa sonoridad de campana perfecta.

«¡Ahh! Silencio de otoño, fresco, grávido de promesas lejanas y cálidas. Y ese olor a madera de eucaliptos quemada y a pasto ligeramente seco recién cortado.

«No creo que haya otra cosa a la que pueda llamar hogar, más que un otoño.

«Pero, claro, esto es casi una ironía para ti, ¿no? Deberían haber sido tus otoños más que los míos. Después de todo, es en la Tierra donde se dan, y ese es tu planeta, no el mío.»

El niño miró a su padre-adeba y sonrió como sonríen los humanos, no como lo hacen los fligae. Pero Jupa sabía que ese gesto era una sonrisa, tanto como sabía que Philip era su hijo, a pesar de ser humano, y que él era su padre, a pesar de ser un fligum.

—Pero a mí me gusta la época cotpa, padre. Las ulevas vuelan por primera vez y los corios aúllan, y… ¡Y la luna se vuelve nacarada y negra y púrpura!

Jupa lo abrazó con sus largas, largas extremidades, dándole dos vueltas a su cuerpecito con cada una, y ronroneó en sus oídos.

—Algún día, hijo, deberás volver a la Tierra. ¿Qué pasará ese día, mi hijo muy querido?

Philip no sentía recelo hacia su familia humana, pero había una punzada de dolor mezclada en la gran ola de satisfacción que sentía por vivir con sus padres fligum: lo habían entregado como mercancía, como parte de un trato colosal; para sus parientes terrestres, era una moneda de cambio.

Apretó los ojos con fuerza para no llorar y dijo en un arranque de orgullo y dolor:

—Nunca volveré allí, éste es mi hogar.

 

Ahora, en la distancia, recordaba ese día con nostalgia y determinación.

Sus padres habían insistido en que debía conocer su patrimonio humano, y por eso lo habían educado en las lenguas, las artes, las ideas y las vetustas ciencias del hombre. Pero Philip era fligum a pesar de sus genes. Sentía, pensaba y amaba como fligum; y por eso no regresaría.

Volvió a bajar la vista sobre la tela y continuó la restauración.

Nepto se acercó sigiloso por detrás y enrolló uno de sus brazos en su cuello. La breve asfixia terminó en apenas un hilo de dulce y delicado placer que flotó entre ambos un instante y se extinguió.

Su padre-reba solía hacer eso cuando lo veía pensativo, aún le costaba entender ese concepto humano.

—No está triste, Nepto, sólo piensa. —La voz de su padre-gobla resonó en la estancia ovoide.— ¿Cuántas veces hemos de decírtelo? De los tres eres el único que aún no lo reconoce cuando está pensativo.

—Sí, lo reconozco, Alora; es que me incomoda verlo así tan… extraño.

Philip sonrió. Estaba impaciente porque llegara Jupa, quería que el tetraedrum estuviera completo nuevamente, deseaba abrazarlos y comunicar con ellos; necesitaba a sus padres como al aire para respirar.

Nepto aflojó el abrazo y se pegó a su espalda con las ventosas de su pecho: podía no reconocer cuándo estaba pensativo, pero sabía muy bien cuando su hijo necesitaba comunicar.

Philip agradeció el gesto escondiendo su rostro entre los largos dedos grises de su padre-reba.

Era curioso, en ese momento lo recordó con claridad: la primera vez que los vio no pudo distinguirlos entre sí.

 

 

El pequeño Philip bajó por la plataforma envuelto en un traje de neolástico transparente, llevado de la mano por una enfermera. Había sido donado como embrión, el hombre y la mujer de los que venía nunca habían tenido contacto con él, probablemente ni siquiera lo hubiesen tenido entre ellos; todo lo que recordaba eran batas blancas y trato aséptico. Lo habían criado sin contacto con enfermedad humana alguna, «limpio», perfecto para la entrega.

La mujer no tocó suelo larestre, permaneció sobre el borde de la plataforma de la nave terrestre que funcionaba como embajada de su mundo, y empujó al niñito hacia delante con una palmada en la espalda mientras le explicaba en un rústico idioma fligum que ésos tres altos seres de allí serían sus padres, ésos de los que le habían hablado tantas veces; que serían su familia, que debía ir con ellos.

Philip no les temía. Eran altos como árboles o eso le parecía a sus dos años de edad, eran grises y radiantes. Delgados seres de cuatro brazos (aunque no eran sólo brazos), con manos de dos frágiles dedos (aunque no eran sólo dedos). Sólo lo inquietaban un poco sus olores cambiantes y el remolineo casi gaseoso sobre sus cabezas. Entonces uno de ellos movió su cola (aunque no era sólo una cola) y Philip rió.

Dos de ellos retrocedieron, pero Jupa se adelantó. Él había estado en la Tierra, había ayudado a forjar el «gran intercambio»; él sabía lo que era la risa

Y Jupa lo tomó en sus brazos y lo alzó del suelo. Agradeció a la enfermera con una breve inclinación de cabeza y ésta se marchó.

Y la nave se fue.

Y Philip se convirtió en el primer humano en Laro.

 

 

Nepto se separó de él y le acarició el rostro con su larga cola de vellón.

—Ya no soy un niño, padre.

—Sí lo eres, por favor, tienes treinta años de los humanos, eso no es ni un sexto de lo que vivirás con nosotros. ¡Eres un niño! ¡Y lo serás por mucho tiempo!

Alora se asomó para «ver», con ese rostro sin ojos aparentes, el lienzo que Philip restauraba.

—Somos puro ojo, y aún así no entiendo esos cuadros.

Philip lo miró de reojo y recordó que un fligum no podía hacer eso. «Somos puro ojo», comprender eso le había costado un poco más: que jamás se alejaría de la vista de sus padres.

—¿En qué piensas, mi Filipum?

—¿Cómo es que ves este cuadro?

—Por todas partes al mismo tiempo. O sea, ya no tengo problemas con el adelante y atrás, el frente y el contrafrente. Pero las dos dimensiones me abruman, hijo.

—Es decir, que tú ves esto desde todo punto de vista posible.

—Sí, pero sólo posible para mí, no absoluto en sí o sería Dios.

Todo ojo. Un cuerpo entero para captar colores, olores, tacto y varias percepciones más que él no podía imaginar siquiera. Y cada sentido absolutamente envolvente, abarcándolo todo.

—A veces los envidio.

Alora retrocedió un paso, enojado.

—Tú no tienen nada que envidiar, tú eres perfecto como eres, ¿entiendes? ¡Que nadie te diga lo contrario, ni siquiera tú mismo!

Philip sonrió, ahí iba el discurso de su unicidad maravillosa en todo este mundo: él no era una rareza, era una joya.

—Eres una joya, ¿entiendes? No una…

—Sí, padre, lo siento. Es sólo que sería hermoso ver el universo así, sin impedimentos, totalmente.

Alora se quedó en silencio unos instantes y luego, adhiriéndose a su costado derecho, le dijo:

—También debe ser hermoso cerrar los ojos y soñar por dentro.

Padre e hijo se abrazaron, no podían comunicar plenamente los dos solos, ni siquiera si Nepto se les unía, debían estar los cuatro; pero aún así, había un leve flujo entre ellos, y ambos lo compartieron agradecidos.

 

 

Cuando Jupa llegó, los corios de piel de mercurio estallaron en ladridos sobre las colinas. Eran los corios reales que custodiaban al héroe de Laro, al gran estratega del conocimiento de los fligae.

Philip corrió hacia él y se arremolinó en sus brazos, envolviéndose con ellos como si fueran bufandas. Antes que pudiera reaccionar, su hijo lo estaba besando. Jupa era con quien retoñaría, y aunque Philip amaba a sus tres padres por igual, a Jupa lo anhelaba con una pasión casi sensual.

Como los fligae no tenían sexo, el amor no tenía distinciones, ni límites. Procrear era germinar, retoñar y nada más. Las familias podían ser de dúos, tríos o más, como ellos. Y en el continente oriental había familias de más de cincuenta miembros: «colonias», las llamaban los humanos, empeñados en compararlos con plantas o corales.

Jupa siempre se asombraba por las demostraciones de su hijo, pero las deseaba también. Philip había sido su elección y su triunfo.

—¿Qué pasa? Aún no es tiempo pequeño, lo sabes.

—¿Qué? ¡No, no! No estoy tan excitado, padre. Es… nostalgia y miedo. Necesito comunicar, por favor.

—Tranquilo, déjame darle las novedades a tus padres y luego comunicaremos; no te había visto tan hambriento desde que tenías trece años.

Philip los vio entrelazarse hasta casi fundirse entre ellos. Había algo que lo cohibía cuando veía eso; tal vez fuera vértigo ante la oleada de maravillosos sentimientos que envolvían la casa cuando sucedía. Jupa le había dicho que muchos humanos vomitaban al verlos hacer aquello, y que tenía miedo que él no lo soportase; pero pronto se comprobó que aquella repugnancia era meramente cultural, puesto que a él no le afectaba en lo absoluto, más que como un cierto incremento del hambre.

Todos se derramaron en sus asientos y Philip se acuclilló en el suyo.

Jupa lo enfocó un momento antes de hablarle a la familia.

—Es el momento de la cosecha.

Nepto dio un respingo en su plataforma, Alora encogió su cabeza, receloso, y Philip salió corriendo del recinto.

 

 


Ilustración: Tut

—Todo es siembra y cosecha, y luego viene el dulce otoño. ¿Recuerdas que te hablé del otoño, no es así?

Philip lo recordaba.

—Sí, padre. Pero, ¿por qué?

Philip tenía entonces quince años y no quería saber nada de la Tierra, nada.

La cosecha era algo horrible para él. Representaba volver, encontrarse con su «gemelo» fligum, interactuar con él por unos años. ¡Años en los que estaría lejos de Laro! ¡Lejos de sus padres!

—Porque ese es el espíritu del «gran intercambio». Tú serás nuestro mejor embajador, mejor de lo que yo lo fui entre tu gente. —Jupa se puso gris, aún más: apenas había pronunciado las palabras cuando ya se había arrepentido.

—¡Los fligae son mi gente! ¡ eres mi gente!

—Lo sé, lo siento. Perdóname. Yo también pienso así. ¡Pero imagínalo, tú puedes hablar de nosotros como nadie podrá hacerlo jamás! Ellos conocen nuestra cultura, pero tú la viviste; tú la sientes, la amas. ¡Y tu gemelo te dirá tantas otras cosas de la Tierra!

Philip sabía que era ineludible, que era parte del tratado entre ambos mundos: un niño criado por el Otro. También sabía que los humanos eran recelosos. Seguramente se mostrarían suspicaces y temerosos ante su regreso. ¿Qué podía aprender de su hermano, cuando éste había sido criado en semejante ambiente?

—Ya no se comportan de ese modo, Philip. Son pocos, han pasado por demasiadas luchas, se sienten solos en la galaxia.

Pero Philip sabía que no era así, se conocía a sí mismo demasiado bien: sus pasiones, sus miedos, sus furias. Sabía lo difícil que era controlarlas, encauzarlas. Y si a él, en un mundo de paz y armonía, con tres padres amorosos, le había costado tanto, ¿qué no sucedería en un planeta lleno de humanos solos?

 

 

Jupa lo encontró entre las ramas del aréfobo, hablando con las flores moga.

—Antes que intentes convencerme, padre; debes saber que iré. Aunque lo odie, iré. No te fallaré.

Jupa se enrolló entre las ramas, a su alrededor.

—Lo sé.

Arrojó una ropas azules y marrones en su regazo.

Philip las tomó y comenzó a vestirse por primera vez en años.

El pantalón azul, la camisa beige, la campera —hecha con la piel de la vaina de las alocoas— marrón y beige. Los zapatos le costaron particularmente. Suspiró y se levantó.

—¿Así es como debe verse?

Jupa lo envolvió con fuerza y se puso rígido: era la primera vez que Philip veía a su padre llorar.

 

 

Tenía veintidós años cuando Nepto le dio sus primeros cuadros.

Philip quedó fascinado. Una familia poderosa de la Tierra se los había enviado como presente.

En uno había un hombre con una capa larga que sostenía algo en una mano, algo pequeño pero valioso, como un tubo labrado. Era anciano y la suave luminosidad blanca que lo rodeaba recordaba el resplandor del sol durante la época dopta. Le gustó mucho, había brillo en los ojos de óleo, parecía magia.

La pintura brillaba sin brillar, los metales relucían sin relucir y las transparencias transparentaban sin transparentar: todo era real y no lo era, al mismo tiempo.

La segunda pintura representaba a una mujer azul, dormida sobre una alfombra. Estaba apenas envuelta en una tela bordada con pájaros y flores desconocidos, de un rojo y dorado intensos. La mujer era como ningún humano, con grandes formaciones tentaculares que salían de su cabeza. Su cuerpo azul lo fascinó, tenía los labios y los pezones rosados, y Philip sintió que se enamoraba de alguien que no existiría nunca.

Colgó ambos cuadros en su habitación porque la bidimensionalidad mareaba a Alora.

Todas las noches miraba a la mujer azul y con el tiempo su magia se fue trasladando de la sensualidad al arte: era la pintura misma lo que lo fascinaba.

En una ocasión, no mucho después de traerle los cuadros, Nepto se ausentó por más de cinco tercios. Cuando regresó traía tubos enrollados de telas. Eran más pinturas terrestres, pero algo había sucedido en el viaje desde la Tierra y estaban semidestruidos. Nepto se los dio junto con pinceles y óleos, acrílicos y acuarelas.

—Sé que los veneras, ¡cúralos! —le dijo.

Y Philip comenzó su trabajo de restauración a tientas. Al principio, destruyendo más de lo que rescataba pero, poco a poco, comenzó a entender aquello y los colores fueron emergiendo de su exilio.

Nepto iba todas las tardes a verlo a su taller, le fascinaba aquello que Philip hacía; no por los cuadros, que no entendía —como ningún otro fligum—, sino por ver la expresión de su hijo a medida que las imágenes resurgían.

—Mira, padre —decía entusiasmado—, ¡parece un gobro! ¡Cómo puede ser, ellos nunca lo han visto!, ¿o sí? Digo, los humanos.

Nepto se reía en su vibración particular:

—La imaginación tiene sus medios, hijo mío. Es prodigiosa.

Philip desconocía el contexto y el significado de los cuadros, pero la sola imagen lo fascinaba.

—Cada pintura —le explicó un día a su padre-reba— tiene una atmósfera propia que trasciende el lienzo. ¿No te has dado cuenta de que, cuando nos compenetramos en una pintura, hasta se hace una burbuja de presión a nuestro alrededor? Los olores, los sonidos; unos se potencian y adquieren pesadez, los otros se amortiguan y van a parar como al fondo de un tubo cerrado. Y el color y la forma lo llenan todo. Hay como una sensación de fiebre inminente, como un temblor en las venas más superficiales y más profundas. Un vibrato en el aire. Algo está sucediendo, algo inexplicable que tiene su propia atmósfera, como una burbuja de aire del Paraíso. Y nosotros, los espectadores, hemos sido arrojados dentro de ella. La belleza de la obra de arte no es de este mundo: ¿No significa nada? ¿Es horrendo lo que muestra? ¿Es hermoso? Todo es belleza, porque es un vislumbre de La Belleza.

Nepto escuchó en silencio; luego le respondió quedamente:

—Por eso amo los cuadros sin siquiera poder contemplarlos. Porque cuando tú los miras, hijo mío, experimentas lo mismo que nosotros sentimos cuando vemos el mundo.

 

 

Luego de comunicar, los cuatro se separaron en silencio.

Había sido hermoso, pero un poco triste.

La ropa que Philip llevaba puesta no era impedimento para la fusión de espíritus, pero la partida, demasiado cercana, interponía entre ellos un soplo de congoja.

Los ojos de Philip parecían preguntar una y otra vez: «¿Con quién me uniré cuando esté en la Tierra?»

Jupa le había dicho que su gemelo lo ayudaría, pero él no estaba seguro de eso.

Había una desesperación resignada en su modo de moverse y hablar.

Nepto le colocó un pañuelo al cuello: «Para que recuerdes mis abrazos», le había dicho.

Alora le regaló un cuadro tridimensional de la familia.

Jupa lo llevó al espaciopuerto, en silencio, mientras los dos lloraban.

 

 

Las palabras de Jupa resonaban en su mente cuando el módulo automático por fin descendió en la Tierra: He sido víctima de mi propio triunfo. El «gran intercambio» que te trajo a mí, ahora te aleja de mi lado. Te amo, hijo mío.

Esa había sido la única vez que había escuchado a su padre emplear esa expresión humana. Pero era amor lo que siempre le había dado.

Philip le respondió con resolución, como si él fuera el adulto y Jupa su hijo:

—Cuando vuelva, retoñaré en ti y tú retoñarás en mí.

Y lo besó en la boca sin saber lo que era un beso.

Ahora la noche lo envolvía. Era fría y desapacible. Un viento helado despeinaba sus cabellos finos y castaños. Tenía el rostro, tostado por el sol de Laro, de un tono cetrino. Bajo la llovizna oblicua, las luces rosadas de la calle lo alumbraban débilmente.

Nadie había ido a recibirlo.

Caminó por la explanada y llegó a la calle, los ojos pequeños bien abiertos.

No había espaciopuerto, ni gente, ni soldados, nada de lo que él hubiese esperado.

¿Podía ser ésta la Tierra? ¿La Tierra de las películas y los libros?

Sabía que los días de la superpoblación habían quedado muy lejos, que la humanidad había disminuido peligrosamente en número, por eso los fligae se habían decidido a establecer contacto con los terrestres. Pero esto era una locura.

Sostuvo el sombrero en la mano enguantada para que no lo volase el viento, dejó la valija en el suelo, entre sus piernas, y esperó en medio del pavimento, sin saber qué hacer. Como un niño al que nadie ha ido a recoger luego de la escuela.

 

 

El tajo le partió la cara y dejó entrever los molares.

Philip cayó al suelo de rodillas. Era tanto el dolor, que no pudo gritar. Jamás había sentido algo como aquello.

El fligum lo rodeaba como una jaula y seguía intentando herirlo con sus dedos.

Otros diez o doce más se arremolinaban a su alrededor.

Era como una sucesión de jaulas que se intercambiaban.

La sangre le caía por fuera y por dentro de la boca, espesa y caliente. Su olor excitaba más a los extraños fligae.

Extendió la mano para protegerse, para pedir clemencia, y un dedo raudo le rebanó el índice y el pulgar.

Aquello no podía estar pasando, no podía ser real.

Estaba mareado, desesperado, rendido.

Cayó de costado y esperó la muerte.

Entonces, incidentalmente, uno de los cuerpos fligae rozó el suyo y por unos segundos se sujetó con una ventosa. Los químicos del cuerpo de Philip, acostumbrados al abrazo de sus padres, respondieron enviando una oleada de sensaciones al fligum y a través suyo a toda la horda enardecida.

Fue como si de pronto el mundo se hubiese detenido.

Cuando Philip se desmayó los fligae ya lo estaban curando.

 

 

Despertó en medio de la calle. La mano derecha, cauterizada, sólo tenía tres dedos. Se levantó sin dolor ni molestia, pero en cuanto inspiró con fuerza sintió que parte del aire se le escapaba por un lado del rostro. Al palparse descubrió el segundo par de labios que lucía en su mejilla izquierda, un hueco curado pero abierto que le atravesaba la piel hasta los dientes, un sitio por el que incluso podía sacar la lengua.

Caminó perdido, sumido en miles de preguntas: ¿quiénes eran esos fligae?, ¿de dónde habían salido?, ¿por qué lo habían atacado así? ¿Y por qué se habían detenido de pronto?

¿Y qué haría él? ¿Qué haría?

Volvió a tocar el hueco en su cara. No sentía asco, sólo curiosidad, y pena. No, no pena: soledad.

Vio a uno que otro humano corriendo a los lejos, cruzando a prisa las calles vacías, pero ni siquiera intentó llamar su atención

Por fin llegó a un puente. Era una construcción antigua y regia, con farolas de hierro negro y esculturas de mármol. Se preguntó, por primera vez, viendo esas magníficas expresiones de arte, ¿dónde lo habría dejado la nave? ¿En qué antigua nación o país se encontraría?

¿Por qué nadie lo había recibido?

Se acercó a la primera escultura, un grifo de alas extendidas. Pasó junto a él, admirándolo absorto, y continuó así por los múltiples monstruos que poblaban el puente: hidras, dragones, quimeras y basiliscos… Cuando llegó al medio del arco elevado, vio que al otro lado la calle estaba atestada de gente que caminaba en ambas direcciones, como si el puente fuese una especie de frontera entre realidades.

Sintió el impulso de unirse al flujo humano, pero permaneció quieto al final del puente, temeroso.

Además, no tenía a dónde ir.

Entonces la chica pasó a su lado con decisión, dirigiéndose hacia la concurrida calle. El neón manchaba sus cabellos cortos con miles de colores, pero por un instante él los vio azules, y eso fue suficiente.

Corrió hacia la calle y comenzó a seguirla.

Memorizó su campera negra, sus medias de red verdes fluorescentes y su fuerte aroma a licor de cassis, para no arriesgarse a perderla. Llevaba un bolso inmenso y unos zapatos de plataforma brillantes, demasiado altos para ella, que sin embargo manejaba con soltura.

No supo por cuanto tiempo estuvo siguiéndola, pero sólo la veía a ella en el fárrago de tráfico, luces, ruido y fetidez del atestado barrio. Y cuando la miraba, tampoco era a ella a quien veía, sino a la mujer de aquel cuadro que aún colgaba en su habitación, allá en Laro.

Finalmente entró en un edificio y él fue detrás.

Subió una escalera, abrió una puerta, y desapareció en el interior de un cuartucho oscuro y con pocos muebles.

Philip entró tras ella.

La chica se volvió y se quedó mirándolo varios segundos, parada en la oscuridad, en silencio. Él estaba maravillado y aterrado de tener un par de ojos claramente definidos, enfocados en su rostro.

—¿Puedo quedarme aquí?

El susurro se escapó por el agujero de su boca, el sonido salió pastoso y lúgubre. Ella seguramente estaba viendo una cara oscura con un hoyo de negrura que se movía, bajo el ala del sombrero marrón.

La chica se encogió de hombros y se tiró en un catre que sólo tenía el colchón.

Philip dejó la maleta en piso, se quitó el sombrero y el abrigo dejándolos sobre la única silla que vio. Caminó silencioso hasta el baño y se miró en el espejo apenas iluminado. El tajo estaba abierto pero sus bordes habían cicatrizado, dos muelas superiores y parte de las inferiores brillaban a través del hueco. Se lavó las manos y el jabón cayó un par de veces de su mano derecha. Se secó en el pantalón porque no había ninguna toalla allí y se dirigió nuevamente hacia el único cuarto.

Se quedó de pie viendo lo poco y oscuro que había en la habitación y las luces de millones de colores que entraban por las ranuras de las persianas fijas, escuchando los ruidos de vehículos y gente y máquinas, oliendo a grasa y sudor y cassis.

Casi sin hacer ruido se acostó en el catre, junto a la muchacha del pelo azul, se mordió fuerte la mano y lloró hasta que se quedó dormido.

 

 

—¡Mierda!

El grito lo despertó; luego fue un empujón fuerte en las costillas y el golpe al dar en el piso.

—¡Creí que eras parte del efecto del ammit! —Philip abrió los ojos para ver a la muchacha arrodillada en la cama, sobre él—. Pero eres real.

Philip se levantó del piso con rapidez y tomó distancia. Chocó contra la mesa, derramó un vaso y una jarra con unas flores secas, y se apoyó contra la pared.

La chica torció la cabeza como lo hacen los zorros cuando tratan de enfocar un sonido. El pelo azul le caía sobre la cara, sedoso y con gracia. Se quitó la campera y pateó los zapatones lejos de sus pies.

Estaba midiéndolo, tranquila, lejos ya del sobresalto de encontrarse en su cama a un tipo al que le faltaba media cara.

—¡Vaya que estás asustado!

Él se sintió herido en su orgullo. Se compuso, buscó su sombrero y se lo colocó mientras le extendía la mano.

—Soy Philip de la gens Freyo; vengo de Laro.

Ella lo miró con desconfianza y luego apretó su mano mutilada en la suya.

—No sé donde sea Laro, pero no parece un lugar muy amistoso, ¡hombre, estás todo estropeado! ¿Hay muchos grises allá, eh?

Se miraron en silencio. Ninguno de lo dos comprendía lo que el otro le decía.

Ella soltó por fin su mano:

—Bien, yo soy Illyria: Viola Illyria Imogen de Kernow. Y sí, debo ser una de los últimos que habla cornés. ¿Hambre?

Philip asintió en silencio; su mente era un caos.

Mientras ella revolvía su bolso buscando, un sonido de golpes y rasguños atronó las persianas fijas de la ventana. Viola parecía no darle importancia, pero Philip comenzó a temblar.

Ella le ofreció una naranja un poco pasada.

—Tranquilo, son sólo los grises. Ya es de día, es su hora del show. —Y con un suspiro, agregó—: Al menos a nosotros nos queda la noche.

Comieron las naranjas en silencio. Viola tuvo que enseñarle a pelarlas primero y a escoger los gajos que no estaban podridos. Él tuvo que aprender solo cómo sujetar las cosas con tres dedos y cómo hacer que la comida y la saliva no se le escapasen por el hueco de la mejilla.

A él nunca se le ocurrió preguntarle a qué se dedicaba ella, y ella no quería saber de qué se ocupaba él.

De alguna manera extraña se agradaron.

A eso de las dos de la tarde ella se inyectó una sustancia grisácea mientras le decía:

—Cuídame, ¿quieres?

Y se acostó.

Philip volvió a ocupar un lugar a su lado en la cama. Se quitó la ropa, extrajo el retrato que Alora le diese al partir, y oyó los murmullos de las pesadillas de Viola hasta quedarse nuevamente dormido.

Soñó con un otoño extraño. Con hojas de álamos secas y ocres, crujientes bajo sus pies. Pero el paisaje era de Laro: neblinoso, blanco, cálido. Y mientras un viento suave lo empujaba, vio surgir por entre las ramas de un aréfobo el pelo azul y sedoso de Viola, sus ojos, sus pechos, sus dientes, todo desperdigado por la planta, cuyas flores moga hablaban con su voz. Y, de pronto, las ramas se hicieron brazos y uñas. Cada arañazo le arrancaba un dedo o un pedazo de rostro, entonces, cuando ya no quedó nada más que arrancarle, Philip permaneció de pie, gris, alto, convertido en un fligum.

 

 

—Así que tú eres ese.

Y el «ese» sonó un poco a odio y otro poco a admiración. Él se había ido de la Tierra justo antes de que el infierno se desatara. Él había tenido una familia bastante rara, pero una familia. Y paz, y bondad.

Ella se había quedado allí y había visto al extraño ser llegar a la Tierra. Todas las tardes tomaba su café con leche mirando en la tele el programa donde se mostraban sus avances en el laboratorio: hoy hablaba inglés, mañana portugués, un día habló cornés y todos en la casa gritaron de alegría.

También había ido al cine a ver las películas sobre extraterrestres y usaba las gorritas con el logo del gris.

Luego la noticia fue reemplazada por otras frivolidades y, más tarde, por la verdad. El extraterrestre se sentía solo. No había sido bien tratado. Necesitaba una familia. Todos aprendieron lo que era la «reproducción asexual» y lo que «gemación» significaba.

Pero en esa época las hostilidades iban en escalada, la guerra era casi un hecho, y todo lo que sucedía en el laboratorio se convirtió en secreto de estado.

Para cuando pasó el estúpido fervor patriótico, cuando sólo quedaban escombros y se supo que la guerra estaba perdida, y que nadie ganaría esta vez, en ninguna parte, los «hijos» del gris estaban por todos lados, reproduciéndose descontroladamente, y odiándonos.

Finalmente ella se quedó sola, escondida bajo la cama, rodeada de cadáveres.

Entonces empezó la supervivencia, el trabajo en la «granja», y el ammit para soportarlo todo. El ammit, ese «regalo» de los grises. La droga no era más que carne de gris, carne de gris muerta y podrida. Tenía algo de sentido que sus muertes les dieran un escape a los humanos. Pero el ammit tenía un precio, una adicción horrenda y oprobiosa, muy parecida a la ruleta rusa. Una dosis tanto podía llevar a un humano al Paraíso, como matarlo; así, sin previo aviso, sin causa, porque sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—Encontrar a mi «gemelo», supongo.

A Viola le sonó extraña esa palabra aplicada a dos seres tan distintos.

—¿No lo sabías? No, claro que no. Busca un nuevo plan: él fue la primera víctima de la horda.

Philip se quedó pensando. Aún estaba desnudo en la cama. Sostenía el retrato de sus padres frente a él. Ella le limpió la saliva que se le escurría por la mejilla izquierda. La delicadeza de esa acción los sorprendió a ambos.

—¿Por qué me seguiste?

Él corrió un dial en el retrato y le mostró el holograma del cuadro de la muchacha azul: ella quedó sorprendida con el gramaje y textura de la superficie virtual. Nunca había visto un cuadro de verdad y eso era lo más parecido a uno. Quedó absorta.

Terminó de responder la pregunta acariciándole el cabello.

Viola se echó en sus brazos con lentitud y siguió mirando el cuadro mientras él buscaba sus pechos bajo la remera con su mano mutilada.

Aspiraba el aroma a crema de cassis de su cabello y el olor fuerte a humo, ternura y cansancio de su piel. ¡Aquello debería ser el otoño del que Jupa tanto le hablara!

—Cuando miro una pintura, Viola, siento que estoy en otro mundo. Como si el cuadro fuera un medio para trascender esta realidad a otra mucho más plena y sobrecogedora aún. Como si fueran puertas a otros universos. Ver una serie de cuadros es como descubrir la profundidad detrás de la superficie. Por eso admiro a esos hacedores de magia, a esos constructores de puertas. Nos revelan la verdad y la verdad se vuelve como un sueño en el cual sabemos el secreto de la vida, y todo es claro y evidente. Una vez le dije esto a uno de mis padres, y él me dijo que así es como ellos ven el mundo… Dios, como quisiera ser un fligum.

En el silencio del barrio se sentían las garras fligae contra el pavimento y algún grito humano prontamente sofocado.

—Si me haces el amor te llevaré a ver un museo. Cuadros de verdad.

Él la miró extrañado.

Ella continuó susurrando:

—Sé que no es un gran pago, pero necesito saber que puedo ser buena.

Philip se tocó el rostro, el hueco.

—No —agregó ella—, no es eso. En la «granja» elegimos. A veces no tengo más opción que señalar a quien será faenado. Los grises no comen todo lo que matan y los humanos no siempre toleran la carne gris… A veces es necesario… usar carne humana, no sólo gris, en la… en la dieta de la gente. —Lo miró como buscando su perdón, y habló más rápido, casi con entusiasmo—: Pero si tú pudieras amarme, yo sería algo mejor. El ammit, sabes, también elije las almas, a unas las devora y a otras las perdona por un tiempo. Cuando te vi anoche, creí que ya era mi turno y descansé aliviada. Pero al despertar… ¡Eres real, eres otra cosa!, algo muy limpio respecto de este mundo. Ni siquiera pareces saber lo que es el mal. No creo que yo pueda contaminarte, pero quizás tú sí puedas, no sé, ¿limpiarme?

Philip no quería terminar de comprender qué era aquello de lo que Viola hablaba, sólo la besó, mal, apurado, sin saber muy bien lo que hacía, por puro instinto. La boca le jugaba muy malas pasadas pero continuó. Pensó en Jupa, pensó en Laro, pensó en Viola, y la amó.

 

 

El barrio al que la ciudad se había replegado era una caricatura. Simulaba una normalidad que había dejado de existir mucho tiempo atrás. Era sólo caos equilibrado por las probabilidades. Había agua y electricidad porque las máquinas de abajo de la ciudad se alimentaban de energía geotérmica y a pesar de todo aún seguían funcionando, pero la comida era escasa y las drogas como el ammit eran lo único que impulsaban una pseudoestructura económica: productores, comercializadores, etcétera.

La gente se había vuelto nocturna o loca.

El día era de los grises.

Y Philip había decidido contactarlos.

Si la débil comunicación que había establecido con ellos había sido suficiente como para salvarlo, tal vez una más profunda impulsara un verdadero entendimiento. A él no le gustaba la Tierra y todavía debía esperar meses hasta que la nave automática realizase su primer descenso preprogramado. Incluso con lo que le había pasado, anhelaba estar entre los fligae y apenas si soportaba a los humanos.

Sólo Viola y su vientre abultado le apetecían.

Ella había dejado la «granja». Salían a buscar comida más allá del puente de los monstruos, como le decían al Pont des songes, mucho más lejos que el resto de los humanos, y por eso obtenían frutas silvestres y hongos.

Finalmente, cuando ella ya no fue tan ágil como antes, decidieron hacer su hogar fuera de la ciudad, en el viejo Museo de Arte.

Su vida doméstica, en el ala de arte moderno, transcurría entre puros Antoni Garcés. Comían bajo «Imago», meditaban con «Babel-17», dormían frente al «Mesías de Dune» y hacían el amor ante «SIVAINVI».

Si el momento llegaba, planeaban que Viola diese a luz con el «Mundo de día».

Pero Philip anhelaba que su hijo o hija naciese en Laro y pudiese ser implantado.

 

 

—Por aquí debe estar el nido.

—No son nidos, Viola, son familias. Te juro que no anidamos en Laro, nuestros edificios son hermosos, parecidos a huevos hechos de filigranas. Nuestra tecnología supera a la terrestre de modos que ni te imaginas.

—Ok, tú eres el experto en grises —se detuvo acariciándose el vientre y enjugándose la transpiración—. Pero todavía me da miedo ir a buscarlos, y creo que en pleno día es una locura.

El nombre de «Philip, de la gens Freyo», se había extendido por toda la ciudad.

Algunos fligae ya venían a comunicar con él. Cuando eso sucedía Viola corría a unírseles porque, pese a todo el terror que los grises le despertaban, sólo el comunicar evitaba que recayese en el ammit.

Sin embargo aún era peligroso el intentar comunicaciones con familias enteras y ninguno de los dos olvidaba el precio que Philip había tenido que pagar para comprender eso.

También algún que otro humano acudía, armado y receloso, a escuchar al hombre milagroso que había apaciguado a la peste gris.

Y, poco a poco, las visitas dejaron de ser para averiguar y preguntar y empezaron a ser para ver y adorar.

Pero Philip sólo miraba el cielo, esperando el regreso de la nave automática que lo devolviera a Laro y a sus padres.

Mes tras mes reunió a los fligae, mes tras mes les enseñó lo que eran, quiénes eran, cuál era su historia y su estirpe. Y a los pocos humanos que acudían, les habló de una nueva clase de paz. Les enseñó a ver el mundo con ojos transfigurados y a comunicar.

Así, poco a poco las dos razas fueron, por fin, conociéndose.

Cuando se fue, la Tierra lloró largamente la partida de su salvador. El hijo pródigo volvía a su otro hogar.

Su vida parecía una continuidad de regresos.

 

 

Cuando Philip bajó de la nave en Laro, un mar gris se extendía frente a él. Los fligae habían venido de todas partes a recibir a su hijo y embajador. Las naves-tornillo brillaban como puntas de plata en el cielo, suspendidas sobre la multitud.

Aevetas rasantes de miles de tonos de rojo danzaban en las aguas. Los corios aullaban junto a sus padres, como escoltas colosales.

Una danza rotzar estaba siendo llevada a cabo, grandes grupos de fligae dirigían a los aestes azules e irisados en sus cabriolas celestiales, las escamas brillando en fintas y contrafintas, las alas desplegadas en jirones de luz, el viento en sus crines.

El sol brillaba blanco y apacible en su gran bienvenida.

Pero Philip lloraba.

Igual que con aquellos cuadros rotos que Nepto le había traído alguna vez, algo le había sucedido a Viola en el transcurso del viaje, y estaba muriendo.

Sus padres se le acercaron en silencio, mientras Viola le pedía que la dejase actuar como ella había tenido que hacerlo miles de veces en la granja: eligiendo a quién dejar vivir y a quién no. Viola le pedía por la vida de su hija que se extinguía con ella.

Pero él no podía ver la granja de faena con su carne gris y su carne roja: Fligum matando y comiendo humano, humano matando y comiendo fligum… Él sólo podía ver el cuadro de la muchacha azul con pezones rosados, la puerta al Paraíso cerrándose frente a sus ojos.

—¡Restáurala! —le ordenó Nepto.

Philip lo miró confundido.

—¡Cumple tu promesa! —le increpó Jupa.

Entonces comprendió.

—Es la misma comunión —le susurró Alora.

Philip tomó las manos de Viola y sonrió con su cara agujereada:

—Serán una. Más que si se comiesen en cuerpo y alma la una a la otra, más que si se comunicasen eternamente.

Viola entrecerró los ojos, agotada, aterrada, y aceptó. Intuía lo que significaban esas palabras, conocía ese lenguaje en su hombre.

Jupa se acercó para acariciarle la frente: ante su visión completa, Viola y su niñita no nacida eran claramente visibles. Las entendió y las amó.

Ellas eran el retoño que su hijo le había prometido al partir; ahora él debía darle el suyo.

Extendió sus cuatro brazos arropando en sus volutas a la madre y a la niña, uniéndolas y uniéndose a ellas en éxtasis; entonces, de un modo aterrador y sublime, abrió una boca imposible y las tragó mientras aún estaban con vida y las asimiló lentamente en su ser. Él era un cofre que guarda una concha con una perla dentro. Viola, el contenedor contenido, fue devorada con su preciosa carga, para hacerse una con ella en el gran vientre de Jupa.

Era una comunión tan sagrada que en todo Laro se hizo un gran silencio.

Así, en el interior de Jupa, tal como sucede con los retoños de un fligum, se formó un brote. Pero a diferencia de ellos, éste brote era él y era más que él.

 

 

Cuando Naaria nació se desprendió de su padre-adeba a través del pecho. La niña fue sacada al mundo en medio del éxtasis de la comunión de toda la gens Freyo, y dicen que sonrió; no tenía pulmones para llorar.

Era el período cotpo, y bajo una luna púrpura, Viola y su hija nacieron por segunda vez.

Ya no eran la una ni la otra, eran ambas y eran fligum.

Se desprendieron de Jupa y lo amaron inmensamente.

Se unieron a Nepto y Alora y los amaron intensamente.

Conocieron a Philip y su amor no tuvo igual.

Naaria era distinta a los demás fligae, tenía cuatro ojos iguales a los de Viola y tenía sueños y una bruma maravillosamente azul sobre su cabeza que se le derramaba hasta los hombros. Y tenía género. Era la primera hembra fligum. La llamaron Naaria Viola de Kernow Freyo. Sabía hablar muy bien el cornés y solía pintar también. Los corios la adoraban y la seguían fielmente, ladrando de felicidad cuando corrían juntos.

La pequeña estaba siempre junto a Philip, acompañándolo como una esposa-hija-hermana. Él se envolvía en sus cuatro brazos como en una serie de bufandas y ella lo rodeaba como un arbusto aréfobo, con su cuerpo azulino.

Otras veces él la acunaba en sus brazos, acariciando sus cabellos de nube azul y contándole historias de la Tierra y de Laro.

 

 

—No hemos encontrado en todo el universo nada como el otoño en la Tierra. En otoño, pequeña, las hojas de los árboles se caen y el sol se hace tibio y te acaricia; entonces los olores se tornan más secos y crepitantes… Pero cuando todo parece estar en retirada, la vida da sus frutos. Manzanas, peras, membrillos, higos, cassis…

Philip alzó al cabeza cuando oyó esa alusión. En las ramas superiores del aréfobo a cuya sombra estaba sentado, muy, muy arriba, Jupa le enseñaba a Naaria lo que era el otoño. Pero, a pesar de que estaba tan alto, él podía saber exactamente qué le decía su padre a su hija-consorte gracias a la multitud de flores moga que repetían una y otra vez todo cuanto escuchaban. Era un murmullo uniforme de voces cuasivegetales entonando un diálogo extrínseco. El perfume del cabello azul de Viola volvió a su recuerdo, endulzando su mente y tiñéndola de nostalgia…

—Creo que hay algo en mi memoria innata, padre, algo acerca de una humareda con olor a madera seca y una noche fría, algo sobre estrellas brillantes, membrillos y… y… y algo que se me escapa pero que tiene que ver con una nave.

—Esos recuerdos son míos, pequeña —dijo Jupa—. Pronto deberás aprender a aislarlos y, luego, a digerirlos en tu mente hasta hacerlos tuyos e indiferenciables de ti misma.

Naaria bajó la vista de sus cuatro ojos grises y enfocó a Philip, allá abajo, leyendo un libro mientras inhalaba música bagkhtya.

—A veces pienso en él y no sé como debería sentirme.

—Tú eres tú y nadie más, ¿entiendes?

—Sí… ¡No! Yo soy tú, porque de ti broté y soy Viola en tanto fui tu comida ceremonial, y soy parte de Philip al haber sido también su hija no-nacida. Hay cuatro amores en mí y no se cuál es el correcto. ¿Qué soy, padre? ¿Soy su hija, su esposa, su madre, su hermana?

—Eres Naaria, la única, y para él eres todo eso. Y eres más. Cuando tu otoño llegue y te coseches a ti misma, cuando des tu propio fruto, los recuerdos de Philip serán uno en ti, todos ellos; entonces, pequeña-yo, tú serás todo para él.

Philip cerró los ojos cuando la última flor atigrada de rosas y marrones, le susurró las palabras finales… Viola… Jupa… Naaria…

 

 

El día que las naves tornillo regresaron de la Tierra con los repatriados (la sentencia había sido dictada y los términos del «gran intercambio», interpretados), fue el día de la trascendencia.

Los fligae mudaban de piel tres veces en su vida: al nacer, al volverse adultos y al morir. Naaria estaba lista para crecer. Cuidadosamente había aceptado todas aquellas memorias con las que había nacido. Le había sido particularmente difícil, más que a cualquier otro fligum, porque no llevaba en sí únicamente los recuerdos de su padre de retoño, su padre-adeba, sino los de dos humanas: una mujer adulta y una niña no nacida. Masticó en su mente todos estos recuerdos, así como Jupa había masticado a la madre y a la hija en su estómago, y los digirió. Fue de este modo que Naaria se convirtió en una sola persona.

Philip la miró asombrado, envejecida en dos días larestres, llena de escamas y costras, haciéndose un ovillo en el centro de la habitación oval de la familia.

Lejos había quedado la Tierra a la que había jurado que jamás regresaría. Lejos, con sus humanos riendo y llorando desconsolados por la partida de todos y cada uno de los fligae repatriados. Sus mentes separadas de la droga, de la comunicación y de su salvador. Para ellos, había quedado imposiblemente lejos el intercambio con los larestres, el compartir tecnologías o conocimientos. No obstante, el «gran intercambio» debía suceder más allá del castigo merecido, más allá incluso del embargo y la interdicción que las cinco especies inteligentes de la galaxia habían fijado de no pisar suelo terrestre, un mundo que no cumplía sus convenios.

Y, por primera vez, sintió remordimientos.

Aquí estaba él, en el centro de la estancia ovoide, esperando a su otra mitad, la que reemplazaría al gemelo que los humanos habían brutalizado y con el que habían condenado a una generación empática al sufrimiento. Ella era su esencia, la de Jupa, la de Viola, todas en una. El amor más perfecto.

Y, en la vieja Tierra, los millones de sobrevivientes de su propia catástrofe, estarían penando su propio error, el mismo que los había diezmado; y estarían llorando el amor que habían conocido gracias a Philip, el amor total de comunicar, el que ahora se les quitaba para siempre con la repatriación de hasta el último de los fligae brotados allí. ¿Cuánto tardarían en sobreponerse? ¿Qué contarían sus nuevos mitos acerca de él? ¿Qué representaría para ellos? ¿Un héroe, un dios, un villano desalmado o un juez terrible que les había abierto las puertas del Paraíso para cerrárselas en la cara?

La babosa gelatina comenzó a exudar a través de las grietas de la piel costrosa. Alora y Nepto se arrodillaron junto a ella y comenzaron a quitarle las escamas viejas con cuchillos ceremoniales. Philip pensaba que la estaban pelando tal como Viola le había enseñado a pelar una naranja, aquel primer día que estuvieron juntos. Entonces emergió, radiante, hermosa, nueva.

Jupa se acercó y recitó el zumbido ancestral que le daba la bienvenida, extendió sus brazos y tomó los de ella.

Naaria sonreía con su boca descomunal de fligum. Altísima, cimbreante, gris. Sus cuatro ojos humanos habían adquirido un tono intermedio entre la miel y las cenizas. Sus dedos terminaban en garras azules, del mismo exacto tono que el cúmulo de larguísimos cilios que pendían de su cabeza en un movimiento constante, respirando por ella con un murmullo ahogado ininterrumpido.

Entonces enfocó sus ojos y lo vio. Recordó cómo lo había tenido en sus brazos de pequeño. Cómo lo había escuchado hablarle en el vientre de su madre cuando ella aún no había nacido. Cómo lo había amado apasionadamente, aquella mañana sensual cuando, al mismo tiempo, había sido concebida. Cómo lo había admirado cuando él (tan alto a su lado) le recitaba los nombres de las distintas ulevas mientras le enseñaba a caminar (algo que ella recordaba haber hecho exactamente de la misma forma con él, al enseñarle a andar, apenas llegado, en esa nueva gravedad planetaria). Y le sonrió: lo conocía desde todo aspecto posible, desde toda relación concebible, y lo amaba.

 

 

Philip dormía en el centro. Naaria lo envolvía con sus brazos y cilios como una dulce y amorosa jaula. Estaba toda enredada en sí misma, murmurando en sueños. La cola, los brazos, los cilios… Cuando Philip despertó, sonrió al darse cuenta de que no reconocía dónde empezaba y dónde terminaba su amada.

Acarició parte de ese rostro que adoraba casi religiosamente. Los párpados temblaron pero no se abrieron, ella dormía muy profundamente. Su cuerpo era como un conjunto de juncos que se entrelazaban hasta formar un huevo; un huevo filigranado que respiraba por todas partes alrededor de Philip, con su suave aroma a licor de cassis.

El sonido exterior le llegó ahogado. Escuchó el susurro a través de la duermevela y reconoció la voz: Adfidi, el retoño de Nepto.

—¡Padre, padre! ¡Es hora, el Concejo espera!

Naaria se desovilló de pronto, en un segundo. Era un espectáculo sorprendente: como miles de culebras dispersándose, como una flor moga abriéndose.

—Y esperará lo que deba esperar. —La voz de Naaria sonaba dulce y salada al mismo tiempo.

Adfidi sonrió divertido:

—Está bien, madre, así será. ¿Cómo está nuestro retoño?

Naaria se acarició el vientre mientras miraba a Philip emocionada:

—Creciendo hermoso, como sus padres.

El hijo de Nepto salió de la cámara con una reverencia.

Philip respiró profundamente: madera de eucaliptos y césped recién cortado.

—¡Otoño! —exclamó— Finalmente he terminado amándolo, tal como Jupa.

Ella acarició sus cabellos grises con delicadeza mientras lo besaba con ese beso descuidado que le abarcaba toda la cara.

—¿No te has arrepentido, entonces?

Philip la miró sorprendido; era extraño, pero no lo había hecho.

—Aunque lo niegue, éste también es mi hogar y otros treinta años de lejanía (más de doscientos para ellos) han sido suficientes. Hay algo humano en mí, más que mis genes, me temo. No creí jamás admitirlo, tú lo sabes, me conoces más que yo mismo. —Naaria le sonrió— Además, es necesario y justo, debemos ayudarlos a recomenzar de una vez.

Ambos se levantaron de la cama y avanzaron por los pasillos del viejo Museo de Arte que tan bien recordaban. Una vez en la explanada de la terraza, vieron al Concejo de Sanación ya formado: quince fligae enviados de cada zona de Laro esperando su permiso; otros tantos aguardaban en varias partes de la Tierra.

Philip miró el puente a su derecha. Los monstruos de mármol, enormes y hermosos, custodiando sus balaustradas. Se tocó el rostro, por costumbre, y sintió el hueco que lo había acompañado casi toda su vida. Naaria estaba como hipnotizada mirando a la multitud de humanos que se había congregado alrededor del edificio, en silencio, anhelantes. Sus ojos estaban opacados por el dolor de años de separación o la fuerza de décadas de forzosa desintoxicación del ammit. Hacía tiempo que ya no atacaban a los embajadores fligae intentando matarlos para extraer un poco de ammit. Philip había escuchado los relatos de cada uno de los monitores enviados al planeta, sopesando aquello, hasta que se decidió a ayudar en la reconstrucción de la Tierra.

El Concejo estaba listo para empezar una comunicación en masa, sólo esperaba su orden.

Philip miró a Naaria, quien permanecía absorta.

—¿Qué sucede, amada?

Ella lo miró como a la luz de un descubrimiento terrible:

—Su desesperación despierta mis recuerdos de la droga, de la granja… Ellos nos comen como nosotros a nuestros muertos, para extraer nueva vida. Pero la suya se ha agotado desde que nos fuimos. El sólo conocernos fue, quizás, la más absoluta conquista que los fligae hayan logrado.

Philip miró la multitud anhelante: cuerpos magros, ojos sin brillo… Parecían el botín de una guerra.

—Ellos nunca nos conocieron, sólo nos estudiaron. Creo que ahora sí llegarán a comprendernos. El «gran intercambio» aún no ha concluido. Todavía hay una oportunidad.

Apenas asintió con la cabeza, la orden fue dada.

Y, mientras la comunicación comenzaba y los distintos Consejos de Sanación sumían a muchedumbres enteras en un éxtasis colectivo, miles de naves tornillo llenaron los cielos terrestres. Los fligae que las ocupaban fueron descendiendo y, lenta y ceremonialmente, devoraron a cada uno de los humanos que quedaban sobre el planeta.

—¿Crees que este ha sido un juicio justo, Philip? —De los ojos de Naaria caían lágrimas azules.

Philip cerró los ojos y aspiró el perfume embriagador del otoño que apenas estaba comenzando en esta latitud. Pronto los millones de fligae devorantes crearían, cada uno, un brote dentro de sí mismos, un brote que conservaría algo de la especie humana, preservándola, y cumpliría al mismo tiempo el “gran intercambio”. Después de todo, aquellos habían sido los términos del convenio: el intercambio no concluiría hasta que cada raza hubiera comprendido cabalmente a la otra.

—Es hora de la cosecha, mi amada. Tarde o temprano la vida da sus frutos.

 

 

Teresa Pilar Mira de Echeverría nació en 1971 en la provincia de Buenos Aires, Argentina.

Es Doctora en filosofía. Dicta cursos en distintas Universidades (Gnoseología, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía contemporánea) y en Fundaciones, vinculando sus cátedras con su investigación en ciencia ficción. Directora del CENTRO DE CIENCIA FICCIÓN Y FILOSOFÍA del Departamento de Investigación perteneciente a la Fundación Vocación Humana, estudia e investiga sobre la interrelación entre filosofía, mitología y ciencia ficción (siendo éste el tema de su tesis doctoral). Ha dictado conferencias sobre este tópico en simposios Internacionales de Filosofía, y ha realizado distintas charlas y exposiciones al respecto desde hace varios años. También ha publicado artículos sobre el tema en las revistas El hilo de Ariadna, NM, Signos Universitarios Virtual y Cuásar, entre otras. El artículo: «La trama del vacío —O una única visión triple según Spinrad, Delany, Malzberg—» obtuvo el 2do accésit en la categoría «Ensayo» en el III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (2010); y su ensayo «Los símbolos de lo Sagrado en la mitología contemporánea: Cuatro visiones de una divinidad exógena, según Dick, Zelazny, Farmer y Herbert» fue finalista en el Fourth Annual Jamie Bishop Award (International Association of the Fantastic in the Arts – IAFA) del 2009.

También ha publicado cuentos de Ciencia Ficción en las revistas especializadas: Axxón, NM, Próxima y Opera Galáctica. Su cuento Memoria apareció en la antología internacional Terra Nova junto a lo más renombrados autores de la actualidad.

Se declara apasionada de la New Wave, especialmente de los autores: Frank Herbert, Philip K. Dick, Philip José Farmer, Samuel Delany, Roger Zelazny y Octavia Butler. Y admiradora de China Miéville.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos: INTERCAMBIO JUSTO, DEXTRÓGIRO y PÚLSAR; y el artículo HOGAR, EXTRAÑO HOGAR —LOS MODELOS DE FAMILIA DENTRO DE LA CIENCIA FICCIÓN—.


Este cuento se vincula temáticamente con SIMBIOSIS, de Albino Hernández Penton y Sergio Gaut vel Hartman; SIMBIÓTICA, de Carlos Duarte Cano y ESTE ES TU CUERPO, de Claudio Amodeo.


Axxón 242 – mayo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Argentina : Argentina).

4 Respuestas a “«Otoño», Teresa P. Mira de Echeverría”
  1. Adrián M. Paredes dice:

    Acabo de leer Otoño por segunda vez. La verdad que es muy hermoso. Produce sensaciones muy fligaeianas.

  2. Teresa dice:

    Ja, ja, ja, ja. ¡Gracias! ¡Y doblemente!
    Un saludo muy muy grande.
    Teresa

  3. M.C.Carper dice:

    Pues es también mi segunda lectura de este transportador cuento. Me atrapan las diferentes visiones de los personajes. Hay algo cubista en alguien que puede contemplar algo, una pintura, desde todos sus ángulos, me encanta.

  4. Teresa dice:

    ¡Gracias Carper! No me había dado cuenta, ahora me viene el recuerdo de una de las tantas Meninas de Picasso. Yo pensaba en el arte de los kwakiutl que suele mostrar a un animal, por ejemplo, desde todo punto de vista posible al mismo tiempo. Y la idea de eso pudiera pasar incluso tridimensionalmente.

  5.  
Deja una Respuesta