Revista Axxón » «A sus huesos se los llevará el viento», Hernán Domínguez Nimo - página principal

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El zumbido del motor oruga se detiene. Pero el del viento, afuera, sigue como siempre, cada vez más fuerte. Salashai queda estático y silencioso como su vehículo, escuchándolo fluir, escurriéndose alrededor, tanteando el contorno con sus dedos invisibles, buscando una rendija por la cual entrar, una bestia de las cavernas rondando el cubil de su futura presa. Una bestia que no necesita alimento ni descanso, que nunca se desespera por la demora.

¿Por qué busca tanto entonces? ¿Por diversión?

Siempre es así. Siempre ha sido así. Desde que era un niño. Desde que su abuelo fue niño. Y el suyo antes. Salashai no sabe por qué últimamente piensa en esas cosas tan a menudo. La vida en Entropía, tan seca y cortante como la lengua de un clímoro dentado, tan preocupada por sobrevivir segundo a segundo, no deja resquicios a la imaginación. Los que no enfocan su mente en el cálculo de cada paso, de cada movimiento, no llegan a viejos. Y él siempre ha estado enfocado. No sólo en su supervivencia sino en la de todo Shaerhon. Su cubil cuenta con él.

Sacude la cabeza, entonces, y se enfoca. El mundo se mueve, pero abajo espera. El sonar le dice que está en el lugar exacto. Doce metros por debajo de la superficie se halla la entrada al cubil Sibelia. La tormenta de arena no es fuerte esa mañana, así que por la pantalla le llega claramente la imagen del terreno que tiene enfrente. La suya es la única oruga que ha llegado. Como si estuviera impaciente, deseoso de ver lo que va a pasar. En realidad, sólo quiere terminar de una buena vez.

En lugar de esperar adentro, a salvo de la tormenta perenne, se pone las antiparras, conecta el campo estático y trepa al techo de la oruga. La arena, que sepulta todo lo que se queda quieto en el mundo, ya comienza a acumularse sobre el vehículo. Las botas la apartan aún antes de apoyar el pie. Más allá, las dunas anaranjadas se extienden hasta construir un horizonte mentiroso, siempre cambiante. No hay nada ni nadie más que él sobre la superficie del planeta. Si le da la espalda al tractor, la ilusión es perfecta.

El viento aúlla constantemente, susurra por momentos. La arena repiquetea en el aire a un par de centímetros de su cuerpo, sin llegar nunca a tocarlo, ahuyentada por su propia carga estática. Cuesta creer, ahí arriba, que en ese planeta hostil hay casi dos millones de personas. Cuesta imaginarse ese mundo bullicioso y silencioso al mismo tiempo, que puede encontrarse decenas de metros por debajo de la superficie. Gente. Gente que alguna vez pasó del cálido vientre de una mujer al frío vientre de la tierra.

Dos orugas se acercan desde puntos distintos, enviadas de cubiles distantes. Y adivina las columnas de polvo de otras dos. Alguien que no supiera las confundiría con remolinos ocasionados por el viento, pero él no. Su gente tiene nueve nombres distintos para la arena y doce para diferentes formas del viento. Salashai los conoce todos desde los tres años.

Se despoja de un guante magnético y, casi al instante, decenas de puntos rojos pueblan la palma y el dorso de su mano. Si la dejara así, al descubierto, se despellejaría en minutos apenas. En un par de horas, la arena habría comenzado a desgastar los huesos blancos.

El viento voraz siempre tiene hambre.

Los dos recién llegados suben al techo de sus orugas y saludan con su mano desnuda, en señal de respeto, y las ponen apenas al reparo, mientras aguardan que lleguen los otros dos vehículos. Salashai reconoce al enviado del cubil Súsuro. Al otro enviado, del cubil Sheren, no lo conoce. Es un joven, que debe haber tomado el lugar del anterior. Hace un esfuerzo, rebuscando en su memoria un recuerdo que el viento intenta llevarse con una ráfaga. Loshorst era su nombre. Su piel ya no debe resistir la intemperie, piensa Salashai. Lástima, pues Loshorst era un buen compañero de viaje. Mentalmente toma la resolución de ir a visitarlo, en breve, antes de que su salud desmejore por el encierro obligado.

Menos de dos minutos después, los cinco están en posición, los enviados de los cinco cubiles más cercanos. Cinco se requieren para la ceremonia. Cinco manos para arrojar las piedras.

Como fue el primero en llegar, Salashai vuelve al interior para enviar la señal sónica. Comprueba que la turbina eólica siga en funcionamiento —parte de la rígida rutina que separa la vida y la muerte en el desierto— y toma la bolsa de cuero que descansa en el piso de la oruga. La única carga del vehículo, además de él mismo.

Haciendo uso de todas sus fuerzas consigue llevar la bolsa hasta el techo de la oruga. La pone a un costado de la escotilla y la abre y vuelve a contemplar su contenido con fascinación, como cuando los ancianos del cubil se la entregaron. Hay quince —las contó antes—, de formas y tamaños distintos. Jamás vio tantas piedras juntas. No sabe si volverá a verlas hasta el día de su muerte. Se despoja del guante que se había vuelto a poner y sopesa una en la mano, palpa la textura rígida y rugosa. Se siente poderoso, como si pudiera encerrar una pared del cubil entre sus dedos.

Un leve temblor del suelo anticipa el movimiento. De reojo percibe que los otros ya tienen sus bolsas a mano.

El viento se arremolina, desde abajo y desde arriba, en el centro del espacio delimitado por los cinco vehículos. De repente, una burbuja de arena asciende desde el suelo y se eleva dos, tres metros, antes de explotar y desvanecerse en una espiral efímera. Cuando el viento cargado se disipa, el anciano está allí, en el centro de todo.

Goshtar, el venerable del cubil Sibelia. El anciano que es una leyenda en todos los rincones a los que llega el viento.

Su tiempo ha llegado a su fin. Su arena se ha agotado y ellos deben cumplir. Su destino está en sus manos. El anciano saluda, con ambas manos desnudas. Los cinco responden.


Ilustración: Tut

Entonces Goshtar se despoja de sus ropas.

Es la señal: no hay tiempo que perder.

Ya el viento acribilla con su arena la piel blanca, jamás tocada por el sol, cuando la primera piedra vuela hacia el anciano, y lo golpea en el pecho, haciéndolo trastabillar.

Pero Goshtar se mantiene en pie y recibe en todo su cuerpo la andanada de piedras que no cesa, que rivaliza con el viento. Piedras que lo golpean en el brazo, en un hombro, en el estómago.

Salashai se esfuerza, por no aflojar el ritmo. Es lo que se espera de él, lo que se espera de todos. Una piedra golpea la cabeza del anciano y por fin cae, los ojos tan blancos como su piel.

El resto es más simple.

Los cinco enviados se acercan y terminan de cubrir el cuerpo, colocando las piedras una arriba de la otra hasta formar una pila, un muro rígido y estático. Quieto.

Salashai apoya la última piedra, saluda a los otros y emprende el regreso a su oruga. No puede evitar que una brisa de tristeza asome en sus ojos, pero la reprime. Hoy no pueden estar apenados, piensa, porque por una vez le han ganado al viento.

Y han ofrendado el mayor de los honores. A un hombre que dio su vida por su cubil, por la comunidad de cubiles. Goshtar, quien fue tan respetado en su vida como en su muerte. Por ello las piedras, lo más valioso que existe en el impiadoso mundo del viento de Shaerhon, darán su vida por él. Protegerán su cuerpo de la erosión. Al menos por una generación, que es lo menos que pueden esperar que el anciano sea recordado.

Luego, a sus huesos se los llevará el viento. Como sucede con los recuerdos.

 

 


Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos “cajoneados” que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, «Gérmine» fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de España. En 2003, «Moneda común» fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de España, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle de años previos en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: NO, GRACIAS, CAMBIO, HASTA LA SIGUIENTE, VIAJE AL PASADO, EL MORADOR, EL GUASÓN, FINAL INCIERTO, MOTORHOME, MALOS PENSAMIENTOS, EL NÚMERO UNO, CAMINATA LUNAR, LA PRIMERA VEZ, EL DUEÑO DEL BARRIO, CON UN PIE EN LA TRAMPA, MORIR DE TRISTEZA, RAÚL, EL OTRO, ROBO HORMIGA y A LA DERIVA.


Este cuento se vincula temáticamente con EN VERANO HAMBRE, de Ricardo Giorno; NIEVE, de Guillermo Echeverría; y ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Colonización espacial : Costumbres y rituales : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«A sus huesos se los llevará el viento», Hernán Domínguez Nimo”
  1. Chinchiya dice:

    Me encantó!! Casi podía sentir el viento y la arena mordiéndome la piel.
    Muy arrakeno tu cuento :)

  2.  
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