Revista Axxón » «La señal de Caín», Sergio Bonomo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

28/12/1990

 

 

Cuando me revelaron que el padre Rozas quería narrar su historia, nunca imaginé que ese privilegiado interlocutor sería yo. Ese interlocutor final, mejor dicho.


Ilustración: Valeria Uccelli

El cura había rechazado nombres importantes, inclusive de periodistas prestigiosos y de afamados y mediáticos escritores. Aclaro que yo contaba con cierta ventaja: mi padre se lo había cruzado en una trágica circunstancia. Sargento de Gendarmería, papá instalaba unos equipos de comunicaciones en Casa de Gobierno, el día del ataque a Plaza de Mayo. Cuando se lanzaron las primeras bombas, huyó, huyó a la par de la multitud. Y tropezó con un hombre alto de sotana que, misteriosamente, corría en sentido contrario al de la muchedumbre: ¡avanzaba hacia el foco mismo del bombardeo!

¿Dónde se alojaba el padre Rozas cuando me tocó entrevistarlo? Sólo diré que en la medianoche de un lluvioso y frío día de julio me recogió un auto en la estación de trenes de Acasusso, y me llevó a destino.

La entrevista duró unas cuantas horas y más cigarrillos de los que hubiese deseado. Cuando abandoné el sitio en el mismo auto que me trajo, me descubrí la boca pastosa y seca.

Aquí transcribo aquel reportaje, casi literalmente: sólo me permití una versión libre de algunos diálogos, para darle más amenidad al relato.

Lo que sigue es lo que el cura me contó aquella noche.

Yo sé, señor Bonomo, que mi historia le interesará. Y seguramente le llamará la atención el hecho por demás insólito de que un sacerdote haya sido recluido en este sitio inapropiado.

Pero ese no es el punto, usted lo sabe. Es la cara falsa de una no menos falsa moneda, tan sólo otra de las tantas apariencias que entretejen las redes laberínticas de lo que los hombres dieron en llamar destino. En este caso, un destino siniestro.

A usted le interesa lo otro, ¿verdad? Porque para eso ha venido. Y, aunque no lo diga abiertamente, mis sentidos lo intuyen: usted está aquí por la tragedia, por la muerte del padre Teófilo Aníbal Cahinggis.

Quizás usted ha tenido acceso a alguno de sus tratados: El fuerte, Los ángeles rojos, Angora. Y tal vez, también, a su último ensayo: «Caín, el otro eslabón», que se publicó en Criterio. De no ser así, puede ser que algún ejemplar de su autoría haya quedado en algún lado. El grueso de aquellas ediciones fue secuestrado y quemado después del 16 de septiembre de 1955, me consta.

Yo no fui capaz de evitar su muerte. Al menos de evitarla en ese sentido estático y corriente con el que solemos congelar el significado de las palabras. Ni tampoco fui responsable de las calumnias que publicaron los pasquines manejados por Apold, y que alguien —ignoro quién, francamente— me dejó al alcance de la mano sobre mi mesa de luz, vaya uno a saber con qué fin. Usted sabrá que el Padre Teófilo fue acusado de traidor y de pasarse a las filas del Régimen. Hubo quien, miserablemente, lo reputó de espía de Perón. Hoy, tardíamente, ensayaré su defensa.

La circunstancia fatal de que me encuentre encerrado aquí desde hace casi cuatro décadas, rodeado de guardias bien armados… ¡Ah! Aquí permítame una breve digresión: lo de los guardias es por culpa de los bolches del Agnus Dei, el violento grupo al cual yo le había declarado la guerra. Usted sabrá que una vez lograron infiltrarse en mi cuarto, con la ayuda de Dios sabe quién, mientras dormía. Pero de este tema le hablaré mas tarde. Como le decía, Bonomo, desde hace cuarenta años no veo la luz del sol, y eso ha confirmado mi teoría en la cual he cavilado en esta eternidad de inmensa soledad y recogimiento. Teoría que usted compartirá, sin duda, a medida que vaya avanzando en esta entrevista.

Yo, Francisco Acevedo Rozas, quiero revelar toda la verdad de aquellas fatídicas jornadas de junio. Sobre todo, lo ocurrido el día del bombardeo a la Plaza.

Como usted ya debe saber, me ordené sacerdote allá por el año 45. Y me dediqué a realizar modestísimos estudios teológicos e investigaciones de las raíces bíblicas, materia que me fascinaba, en especial por mi veneración hacia San Agustín. También me atraían, en otro orden menos filosófico si se quiere, las causales de la invasión de sectas que comenzaban a infestar América Latina.

Mi ordenación trajo sosiego y paz a mi familia, que había trabajado con tesón para facilitarme el ingreso al seminario. Eran aquellos grandes sueños de los poderosos clanes de entonces —los cuales, creo, persisten todavía—, empeñosos tanto en su odio hacia la clase política naciente, como en el orgullo por las frondosas ramas de sus árboles genealógicos y su influencia en el clero.

 

 

Cuando años más tarde fui destinado como párroco en Santo Domingo, lo conocí al Padre Teófilo.

A pesar de nuestras grandes diferencias —de edad, de pensamiento—, cultivamos una amistad que trascendía el ámbito eclesiástico. Eso sí: a su manera, cada uno era un ferviente religioso.

Y ya no vale la pena ocultarlo: mi última misión para la iglesia fue secreta. Yo sería una de las piezas claves en la operación latinoamericana para desarticular a la secta del Agnus Dei y su brazo armado, que iba tejiendo violentas redes por todo el mundo.

Con el correr de los meses, Teófilo gustaba de pasarse las horas en la tranquilidad de mi despacho. Discutíamos de teología y literatura, jamás de política. Él me mostraba los borradores de sus tratados, y yo mis estudios bíblicos. Hubo veces en que las discusiones nos sorprendían ya sin la tenue luz del atardecer, y continuábamos así hasta que un dulce cansancio lo devolvía a él a su cuarto y a mí a las lecturas.

Aquella mañana en que Teófilo me trajo el original de su último ensayo veterotestamentario, un viento mudo y solitario estremecía los vidrios de la iglesia. Pero hacia el mediodía sobrevino la brisa. Una brisa con aroma a azafrán, que en ese otoño despiadado resultaba insólita. Un símbolo, pienso ahora. Una evidente señal indicando que algo se movería en la trama secreta de nuestro destino.

Debí tomarlo como un presagio, y no lo hice.

El excesivo título de aquel tratado rezaba: Caín, el otro eslabón. Reflexionaba arduamente acerca de los vaivenes políticos de la Argentina. Argumentaba a favor del valor histórico de las reivindicaciones sociales del Régimen. Sostenía que la Iglesia debía apoyarlas, incluso que debía luchar por ellas. El escrito no ignoraba las infiltraciones del Agnus Dei en las filas del peronismo, y aun las auspiciaba llanamente. La secta, usted lo debe conocer, denostaba y combatía a los curas enfrentados al gobierno, a los cuales llamaba «caínes». Caín… versaba asimismo sobre la cainización —término utilizado por los sectarios de la cofradía— de los altos mandos eclesiásticos, que atacaban los ideales de sus hermanos más desposeídos. De algún modo reivindicaba a aquel grupo insurrecto que intentaba desestabilizar las bases del clero, y que se autodenominaba Los ángeles de Abel o La secta del Agnus Dei, tal su nombre oficial. Luego Teófilo pasaba bruscamente a citar versículos bíblicos, sobre todo el comienzo del Eclesiastés, donde se expresa de alguna manera la teoría de la historia universal cíclica y simétrica —algo que también Borges atribuye, creo, a la doctrina platónica—. En el versículo 9 del capítulo primero se lee: «Lo que fue volverá a ser, lo que se hizo se hará nuevamente». Aquello de «Nada nuevo bajo el sol», ¿se acuerda? Y en el tercero se anuncia… Versículo 14… Versículo 15, si no me equivoco —y no cito literalmente—: «Ya fue lo que es, y lo que será ya fue; y Dios recupera lo que se ha ido».

Estas son las principales citas que motivaron la investigación del buen Teo, búsqueda que a su vez despertó mi perplejidad. Después, también, anexaba algún texto de Nietzsche donde el oscuro filósofo diserta sobre el tema del eterno retorno.

Hacia el final del tratado, a modo de apéndice y como amargo ejemplo didáctico si se quiere, se transcribía el relato bíblico de Caín y Abel. Luego Teófilo citaba un hecho verídico del siglo XVIII, que recreaba esa historia de fratricidio; otro similar acontecía en un suburbio de París, bajo las luces de un burdel descarado; y otro más, siempre de hermano contra hermano, sucedía en el siglo XX. La escena del principio de los tiempos desencadenándose en escenarios disímiles, a veces con macetas de malvones o basurales mugrientos o cabelleras morenas como marco profano. Pero siempre la reiteración del episodio, una gran cadena circular en que los eslabones son los hombres mismos, aunque en diferentes tiempos y escenarios. Teófilo, con exquisita pluma, sentenciaba —y esto sí lo recuerdo textualmente—: «Si no existe nada nuevo bajo el sol, si lo que es ya ha sido antes, todo acto, toda sombra, todo reflejo, tenderá a repetirse a través de los caminos turbulentos de la historia, acaso infinitamente».

El ensayo era, para que negarlo, excelso en general y minucioso en algunos pasajes; sobre todo en la descripción enfática de los «caínes», a los cuales trataba cuanto menos de conspiradores. No miento, Bonomo, si le digo que esto último me irritó, más que nada por el tinte político.

Cuando a los días mi amigo volvió a verme, discutimos. Argumenté que el conflicto no era político, sino religioso. Teófilo concedió que el asunto tenía una raíz más bien teológica. Y planteó el ejemplo de esa lucha doméstica que se llevaba a cabo: el ejército de Abel y el de Caín en un escenario del siglo xx, en una ciudad al sur del mundo. Le dije que usar los nombres bíblicos como símbolos de una pelea para muchos mezquina, era un desatino en las presentes circunstancias. Contestó que la historia emprendía desde siempre un tránsito circular. Y que toda guerra —usó esa palabra, guerra— era la eterna puja de los hermanos primigenios.

—Si usted busca a Caín, Padre —le dije señalando hacia la Casa Rosada—, ahí lo tiene.

—No. Caín se oculta en las sombras. Agazapado, anónimo. Y espera su momento.

—¿Qué quiere decir con eso?

Teófilo cambió de actitud, se arrimó una silla muy cerca de mí. Luego habló en tono de confidencia:

—Van a atacar por fin.

—¿Quiénes?

—Ellos, usted sabe. Preparan un ataque en estos días, planean matarlo.

—¿A quién?

—A quién va a ser, a Perón.

—Es mejor no meterse, Teófilo.

—Después de la marcha por Corpus Christi se sienten fuertes y respaldados.

—Esa fue una celebración religiosa. Yo participé y…

Teófilo me miró con sorna, y siguió hablando:

—Vamos, Padre, no nos engañemos.

—No se meta, le aconsejo.

—Pienso lo mismo. Pero, si los gorilas atacan, los peronistas responderán.

—Se derramará sangre en vano: el Régimen tiene sus horas contadas.

—Usted no entiende, padre Rozas.

—¿Qué no entiendo, padre Cahinggis?

—Ellos se creen el único bastión de defensa.

—¿El Agnus Dei? —pregunté, conociendo la respuesta.

—Sí, el Agnus Dei y el pueblo peronista.

—Sálgase de eso, Teófilo. Si Caggiano se entera…

—El Cardenal ya lo sabe, todos están siendo investigados. Incluso yo estoy siendo investigado, que quiero encontrar una solución al problema.

—Sospechan, Teófilo, y no los culpo.

—La suerte está echada, Padre Rozas.

—¿Por qué me dice esto justamente a mí?

—Porque usted es mi amigo, y si lograra evitarlo…

—Imposible, Teófilo, ya no está en mis manos evitarlo. Ni en mis manos, ni en las de nadie.

—Puede ser una masacre…

—No lo será: lo quieren a él y a nadie más.

—Después será imposible parar al Agnus Dei, usted lo sabe.

—Entonces, que Dios nos ilumine.

—¿Dios? Quién sabe en qué andará Dios en ese momento.

 

 

Largas noches de insomnio pasé cavilando en esta conversación y releyendo el ensayo del padre Teófilo. Era verdad lo que allí estaba escrito, todo volvía a repetirse a través de los siglos como una atareada rueda que gira en sí misma y no puede detenerse. Usted sabe, este país atravesado por guerras inútiles no escarmienta nunca.

Aquellas noches posteriores a nuestro poco feliz encuentro transcurrieron para mí como sombras alrededor de la nada. Y, ya se conoce, la nada suele ser inaprensible. En esa obstinada penumbra andaba yo, como ciego, descorriendo pedazos de pensamiento para hallar el punto exacto en que las cosas —y ciertos hechos y cierto futuro inmodificable— se habían desbarrancado para siempre. Concluí, en aquel desolado margen de mis noches en vela, que los verdaderos caínes en realidad no eran los que la secta y el populacho pretendían. Eran ellos mismos, los adoradores del Régimen y su despiadado y tiránico jefe. Todo aquello incluía a los cuadros secretos del Agnus Dei. Y también —¡Ah! ¡Con qué dolor arribé a esa terrible revelación!— al propio Padre Teófilo.

En esos días me negué a salir de mi iglesia; sólo hice un par de llamadas telefónicas, informes precisos y confidenciales de lo que se me había revelado. Y después me dediqué a mis oraciones y a las misas. Me quedaba hasta tarde en mi cuarto, pensando en la telaraña que poco a poco nos iba atrapando.

Hasta que, una mañana, el vuelo rasante de aviones me sacó de mis pensamientos.

Salí a la vereda. No sé por qué. Tal vez, como Tomás, quería verlo con mis propios ojos.

Corrí como un loco por Defensa. Compactos nubarrones embotaban el cielo, y una fina llovizna se desgranaba en invisibles gotas. Al cruzar Alsina, un estruendo me paralizó. Presa del miedo, me pegué contra la pared. La gente huía, aterrada. Cuando la plaza quedó ante mí, advertí que brotaban desde todos lados espesas columnas de humo. Un gendarme que venía a la carrera —y que usted conoce muy bien, me parece, y que puede dar testimonio de que en verdad yo estuve allí— me llevó por delante, y casi me arroja al suelo. En ese momento me pareció que la Casa de Gobierno ardía. Sobre Irigoyen me tropecé con cadáveres dispersos. Entre náuseas, logré cruzar la calle y llegué al pie de la Pirámide.

Caminé sin sentido, como un borracho, y me sostuve de un árbol y vomité. Un policía me gritó:

—¡Raje de aquí, Padre! ¡Este lugar es peligroso, y más para un cuervo!

Recién ahí me di cuenta: iba de sotana.

Corrí de nuevo, ahora volviendo a Santo Domingo, en medio del humo y de los gritos. Un hombre bañado en sangre se echó en mis brazos pidiéndome ayuda. Lo aparté como pude. Me alarmó otro estruendo, sobre el que sonaron ráfagas de ametralladora. Y sirenas, que no sabía identificar: ¿policiales o de ambulancia? Volví a oír explosiones, aunque ya lejanas. Sin aire, sucio y manchado de sangre y humo, logré atravesar el pórtico de mi iglesia.

Trabé la puerta del baño. Me duché y me encerré en mi cuarto.

Encendí la radio. Las noticias llovían confusas y contradictorias. Me dejaban perplejo. Al rato, la apagué.

Dos o tres horas más tarde llegó el padre Teófilo, ojeroso, con un rictus de amargura. Lo vi agobiado.

—Se salvó el General —me dijo sin siquiera tomar asiento—. Parece que logró ocultarse en el Ministerio de Guerra.

—Entonces —respondí oscuramente— nada terminó.

—Tome sus cosas, padre Francisco, y váyase.

—Está loco, Teófilo: mi lugar es aquí.

—Después de lo de hoy, éste no es un sitio seguro…

—¿Ah, no? ¿Desde cuándo? No hay otro lugar más seguro que la Casa del Señor.

—¿No entiende? Esta noche, la Casa del Señor arderá como las hogueras del infierno.

—Eso es un sacrilegio —dije—. Usted lo sabe.

—El Agnus Dei piensa que sacrilegio fue lo de hoy, apoyado por los Caínes.

—No haga algo de lo que pueda arrepentirse, Teófilo.

—Por nuestra amistad, Padre, váyase.

—Aquí me quedaré, a resguardar el templo de Dios.

Teófilo se fue dando un portazo.

En la iglesia no había nadie: los fieles, escondidos en sus casas, y los demás curas se habían ido quién sabe dónde. ¿Qué podía hacer yo, solo, cuando las hordas atacaran? Porque atacarían, seguro. Si no, Teófilo no hubiese venido.

Me encerré nuevamente en la soledad de mi cuarto. No sé cuál fue la razón de que en ese momento me atravesaran oscuros pensamientos y sensaciones equívocas. Tomé mi Biblia personal y la abrí en Génesis 4: Caín y Abel. Leí su historia en voz alta, con un fervor que no me conocía. Ahí, en ese texto deslumbrante y perfecto, se implicaba el terrible destino del hombre: la unión de Adán y Eva, el nacimiento de los hermanos, las ofrendas de cada uno, la preferencia del Señor por la de Abel, el fratricidio. Me sobresalté al leer el versículo 15: Yahvé marcando a Caín, para que no lo matara aquel que lo encontrase.

Acaso para llenar el tiempo vacío, luego como un irracional e inútil conjuro, me dediqué a transcribir textualmente en las paredes la historia del primer asesinato. Biblia en mano, en un rincón, en letra pequeña. Cuando terminaba el texto, volvía a reproducirlo.

En poco tiempo, la letra se fue agrandando. Completé una pared entera. No sé cuánto habré tardado en tan desmesurada obra: cuando quise darme cuenta, las paredes de mi cuarto rebasaban de palabras desparejas. Una parábola del caos que se vivía en la calle. Una intrincada y laberíntica conjunción de fuerzas, repetidas hasta el vértigo. La historia se me perdía en ese revoltijo de letras y de símbolos, adquiriendo formas difusas, incontrolables: las desordenadas puntadas de un extraño tapiz.

Lloré, descubrí mi indefensión. No poseía arma alguna: jamás había tenido otra que no fuera la palabra del Señor. Con miedo abrí la puerta de mi cuarto. La iglesia se encontraba casi a oscuras. La solitaria luz del sagrario me recordó mi principal deber. Me dirigí hasta allí, y saqué las hostias consagradas. No permitiría sacrilegios en mi iglesia.

Volví al cuarto, los minutos fluían con enorme rapidez. Deposité sobre la cama el Sagrado Cuerpo, multiplicado en los pequeños panes. Intuí que estaba a punto de transitar por el momento más importante en mi misión como sacerdote: ese milagro allí, sobre mi humilde lecho, significaba el único sentido de nuestra vida. No dejaría que la sinrazón de la barbarie lo pisotease.

Salí de nuevo. Corrí hacia la cocina, y mis pasos resonaron en la nave silenciosa. Como dije antes, estaba completamente solo. Saqué del trinchante un cuchillo, y empuñándolo y sin mirar a los lados, volví a mi pieza y cerré la puerta con doble llave.

Sin pensarlo descolgué el crucifijo de madera de la pared de mi cama y comencé a sacarle punta en la base: se me ocurrió que estaba perfilando una lanza bendita, un arma más adecuada que un cuchillo utilitario. Conseguí una punta perfecta, aguda.

En algún momento oí ruidos que venían de afuera. Pensé: «Llegó el momento, las hordas están aquí». Me persigné y, cruz en mano, me arrodillé en un rincón del cuarto.

Afuera olía a incendio y a gritos. De golpe unas manos comenzaron a golpear la puerta, al principio tímidamente, luego con violencia. Alguien me llamaba desde el otro lado. Enseguida reconocí la voz: Teófilo me buscaba al frente de sus huestes. Los golpes se repitieron cada vez con mayor intensidad, hasta que la puerta cedió. Una sombra apareció amenazante.

Acaso para animarme al combate grité, y en un impulso incontenible me lancé hacia delante y clavé la cruz en un cuerpo. Con más sorpresa que dolor, Teófilo se miró el pecho sin poder creer en lo que sucedía. Volvió a mirarme y cayó al suelo.

Me arrodillé y lo tomé en mis brazos. Ya tosía sangre. Habló en un urgido susurro:

—¡Vine a prevenirte, Francisco! ¡Francisco!

Una convulsión, y su cabeza cayó de costado.

—Muerto —dije.

Y lloré. Y me quedé ahí, acunándolo, los ojos cerrados. No necesité oír las voces que se multiplicaban en la nave principal, tampoco ver las antorchas y las siluetas que se agolpaban en el marco de la puerta. Me sentí repentinamente levantado por manos crispadas y arrastrado hacia afuera, y esas mismas manos arrancaban mi ropa a jirones. Después logré abrir los ojos y observé cómo parte de la iglesia ardía entre un humo negro y espeso.

Alcancé a divisar las banderas de Whitelocke, y supuse que el tiempo había completado su rueda. Depositado sobre el altar, desnudo y boca arriba, me rodeaban fieras voces, muecas de odio. Me insultaban con palabras que jamás había oído. Varias mujeres me escupieron a la cara.

Un hombre alto, de aspecto desaliñado, me mostró un enorme cuchillo y sonrió. Una sonrisa de tres o cuatro dientes.

—Ponete contento, grandísimo hijo de puta —me dijo arrimando su cara a la mía—: estás por ver a tu Dios.

Pero desapareció mi terror: pensé que ser asesinado en el mismo lugar en que cada domingo Jesús era entregado en ofrenda al Padre, significaba mucho más de lo que yo podía anhelar.

A mi vez, me entregué.

En ese momento la cúpula se iluminó. Creí que el incendio había alcanzado ya los techos, pero la luz resplandecía distinta, ajena a lo que sucedía abajo.

La luz lo cubrió todo, y desde su centro una lengua de fuego descendió sobre mí, como una lanza. Sentí una electricidad atravesándome. Logré apenas incorporarme, me observé: un aura roja me cubría. La turba, aterrada, había retrocedido algunos pasos, enceguecida por la inequívoca presencia del Espíritu.

Después la luz desapareció, y el fragor del incendió adquirió una intensidad inusitada.

Aproveché entonces para huir, a tientas, en medio del espeso humo. Nunca logré explicarme cómo pude llegar hasta la puerta, pero en un momento el aire fresco de la noche me pegó en la cara. Desnudo como aquel muchacho, aquel enigma que escapó de los guardias en el Monte de los Olivos, corrí en la oscuridad de las calles entre una multitud rabiosa. Alguien me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento.

Cuando desperté, ya estaba aquí.

Esa misma noche vino a visitarme el arzobispo, acompañado por gente de la curia y dos hombres de traje que nunca había visto en mi vida. No me saludaron, y tampoco participaron de la conversación.

El arzobispo me miró compasivo. Luego habló largo rato sobre mi informe telefónico de esos días. Se despachó con un monólogo acerca de la secta del Agnus Dei y sobre ciertos agentes de la cide—la antecesora de la actual side—, devotos de cultos esotéricos. Y también dijo algo sobre órdenes expresas del Vaticano. Agregó además que este lugar era propicio para mi recuperación espiritual y que nada me faltaría.

Le habían dado a Teófilo Cahinggis cristiana sepultura. Uno de los sacerdotes explicó que las hordas habían quemado las iglesias y que gracias a mi preciosa ayuda supieron que el Padre estaría entre ellos.

Traté de hablar, pero uno de los hombres de traje me interrumpió con un gesto. Y el arzobispo agregó que debería descansar.

Logré estrangular una nausea repentina, llevándome una mano a la boca. Me sentí traicionado. Traicionado por mi cobardía y por mi confusión. Mi flaqueza le había tendido unas trampa a mi amigo, porque lo que esos hombres decían no era cierto, por supuesto. Y ellos lo sabían perfectamente desde el principio: aquella noche, Teófilo había venido a salvarme, no encabezaba horda alguna. Pero supe, en ese momento, que ésa sería la versión que quedaría definitivamente para la historia.

Desde aquel día comencé a reflexionar sobre la razón de todas esas cosas, sin poder llegar a comprenderla. Diez años después, la noche en que entraron a mi cuarto los comandos del Agnus Dei, entendí la terrible verdad.

Señor Bonomo, el destino es como una flecha que lanzamos hacia un blanco preciso y que en su recorrido traza una parábola que Alguien ya marcó.

Piense en Judas, el Iscariote.

En Juan 17:12 está la explicación de mis males. Cito: «Cuando estaba con ellos, los guardaba en mi Nombre y cuidaba de ellos, y ninguno se perdió sino el que llevaba en sí la perdición, con lo que se cumplió la escritura».

Judas no hizo otra cosa que cumplir con un destino ya reservado, cuya revelación figura en el más ilustre de los libros.

No digo que no exista el libre albedrío, pero es esa misma libertad la que va marcando el recorrido de la flecha hacia su blanco final.

También yo cumplí con aquel destino que se me había deparado, aun sin saber que lo estaba cumpliendo.

A este lugar se lo protege con guardias armados, para que nadie pueda llegar hasta mí. Por eso aquellos que lo lograron —los comandos del Agnus Dei, con sus poderosas ametralladoras, y esto es lo que me restaba contarle— me miraron asombrados, perplejos, sin atreverse a disparar un solo tiro.

La Señal que Dios me puso aquella fatídica noche, cuando la muchedumbre me humilló sobre el altar, se los impidió.

Sí. Yo soy el mismo, señor Bonomo, el Mal Hermano. Y sé que retornaré a lo largo de la historia del tiempo, para repetir una y otra vez un acontecimiento que sucedió en los albores de la vida.

Que Dios, Nuestro Señor, tenga piedad de mi alma.

 

 

Nota: Esta entrevista se realizó en el invierno de 1990, y por diferentes razones no pudo ser publicada. Lo hago ahora, y espero haber sido fiel a todo lo que el sacerdote me contó a lo largo de aquella madrugada fragosa.

En las investigaciones que por diversos medios realicé, no encontré ninguna prueba de la existencia de un sacerdote llamado Teófilo Aníbal Cahinggis. Tampoco obtuve ninguna prueba de su no existencia.

De mi entrevistado diré que ciertamente fue párroco de la Iglesia de Santo Domingo, aunque los anales consultados no lo ubican en la época que él menciona. Aclaro que también de esto desconfío. La Patria me ha enseñado que los documentos suelen mentir más que la gente.

En la enorme finca en donde realicé la entrevista no vi guardias armados. Aunque es verdad que, inmediatamente después del reportaje, salí del lugar escoltado por silenciosos hombres de traje oscuro, que me condujeron en automóvil a mi destino.

El padre Francisco Acevedo Rozas falleció por aneurisma cerebral, el 20 de diciembre de 1992, en la clínica siquiátrica del Gran Buenos Aires donde permaneció encerrado sus últimos cuarenta años.

 

 


En palabras del autor: “Mi nombre es Sergio Bonomo y nací en el verano de 1966. Me asomé a la literatura desde muy niño, ya que mi abuelo poseía un volumen de El libro de las mil y una noches y me leía una historia cada mañana. Cuando aprendí a leer, fui atrapado por las novelas de Salgari y de Julio Verne. Más tarde llegaron a mi vida Horacio Quiroga, Ray Bradbury, y luego Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Pero lo que realmente me llevó a intentar escribir de una manera decorosa fue mi fascinación por la obra de Edgar Allan Poe. Comencé a escribir relatos desde ese momento. Me dedico a realizar espectáculos de narración oral y coordino el ciclo de narración de cuentos Mester de Juglaría, en “The Classic”. Con “Historia de extramuros” obtuve el premio al autor local en el Primer Certamen Nacional de Cuentos “San Martín 2008”, organizado por la municipalidad de General San Martín. Ángela Pradelli, Agustín Romano y Fernando Sorrentino fueron los miembros del jurado. Publiqué mi cuento “Detrás de la puerta” en el no. 209 de la revista Axxón. Durante 2010 presenté narraciones orales en el ciclo Abriendo puertas, coordinado por Pedro Parcet. Mi relato “Fairlane” resultó finalista en el Premio Domingo Santos 2010, organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror; en dicho concurso, fui el único autor finalista de nacionalidad no española. Fairlane fue publicado en el no. 214 de revista Axxón. Publiqué mi cuento “La noche de las fieras” en el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2009 pertenezco a las filas del Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.”

Del autor, hemos publicado en Axxón DETRÁS DE LA PUERTA, FAIRLANE y EL ANILLO.


Este cuento se vincula temáticamente con ROBOT, de Leonardo Killian.


Axxón 259 – octubre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Crimen : Traición : Política : Argentina : Argentino).

6 Respuestas a “«La señal de Caín», Sergio Bonomo”
  1. Ricardo Giorno dice:

    Este cuento es una fiel demostración de un dicho de la Biblia: sacar agua de las piedras. Mi más sinceras y admiradas felicitaciones, Sergio.

    • sergio dice:

      ¡Gracias, Ric! Nos vemos en las tertulias, que mejor que sacar agua de las piedras es sacar un buen Malbec. Un abrazo!

  2. Mariláu dice:

    La verdad, un cuentazo de aquellos, querido Sergio. Los que te conocemos, y leemos, ya estamos acostumbrados a tu estilo tan genial. ¡Felicitaciones para vos, y también para Axxón por haberlo publicado!

    Un abrazo

  3. Pedro Parcet dice:

    Hermoso cuento Sergio. Es cómo si te estuviese ecuchando.

  4.  
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