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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de diciembre 2014

CUBA

 

 

1. Ella

 


Ilustración: Tut

Los naturalistas se han convertido en una verdadera amenaza. Comités organizadores, mítines, marchas de protesta. Gritan, alborotan, despotrican. Al parecer no pueden hacerse entender de otro modo. Que si la educación tradicional, que si la escuela, que si los maestros. ¡Por favor! Cada uno que pierda el tiempo a su manera, pero no tienen por qué andar molestando así a todo el mundo.

Algunos de ellos, ni siquiera han llegado a bautizar a sus hijos. Por supuesto, nadie los obliga, pero ¿cómo es posible que se conformen con echar así de ese modo por la borda el porvenir y el bienestar de su descendencia? ¿Acaso quieren condenarlos a llevar una vida de parias, prácticamente alienados de la sociedad moderna? En todas las épocas siempre ha habido gente dedicada a negar la utilidad de los adelantos técnicos. Que si las vacunas, que si las transfusiones de sangre, que si los automóviles, que si las computadoras, que si la clonación. Todo malo, ¡todo malo! Por suerte, son los menos. La mayoría sabe lo que realmente le conviene. ¡En qué estarán pensando! ¡Hay que ser realmente estúpido para negar el progreso que representan los Chips!

 

La monotonía de los largos pasillos del Departamento de Arquitectura Urbana convoca, de manera inevitable, a tales y peores reflexiones. Se me ocurre que ya llevo bastante tiempo en este empleo. Demasiado, quizás. Más de un año y medio como especialista, en la misma oficina todos los martes y viernes, sin una sola ausencia… De repente, un chapoteo, y casi me enredo con un cubo de agua en medio del pasillo.

—Niño, qué cara traes…

Es la moza de la limpieza. Linda muchacha. Me limito a responderle con una media sonrisa y sigo caminado ensimismado en mis cábalas. No la pellizco, ni siquiera le elogio sus piernas descubiertas.

Ahora siento en la nuca su mirada: quizás piense qué bicho me habrá picado.

No es para menos. No puedo tener otra cara. Ellos están invadiendo incluso los dominios empresariales. ¡Inaudito atrevimiento! Han tenido el descaro de traer una encuesta: ¿Estás de acuerdo con el bautizo, sí o no?

¡Pero es evidente! Claro que estoy de acuerdo. Mas el mero hecho de que se cuestione, que se reconozca oficialmente que alguien en su sano juicio pueda opinar lo contrario, me enerva.

Es más, me parece que les están dando demasiadas libertades. Eso de permitirles organizar reuniones abiertas, y además darles la oportunidad de incluir sus puntos y sus demandas en las asambleas periódicas obligatorias, eso ya se pasa de castaño oscuro. Hay que pararlos realmente.

Por otra parte, ellos están en su derecho. ¡Qué se le va a hacer! La libertad es la libertad. Mucho se luchó en el pasado para ello. Ellos tienen una inquietud, una opinión, hay que oírlos aunque apesten. Y no sólo oírlos, hay que discutir sus argumentos, tratar de convencerlos de lo evidente: sin el bautizo, las personas no podrán recibir todo el acervo de sabiduría y cultura acumulado durante milenios por la humanidad en su constante desarrollo. Pensarlo me da escalofríos. ¿Qué puede hacer un ser humano ante la terrible avalancha de información que se vuelca sobre sus míseros órganos sensoriales? ¿De qué forma sería uno capaz de orientarse en ese cúmulo revuelto de datos que nos acosan de todas partes y que se renuevan y caducan incluso antes de que nuestros agotados cerebros sean capaces de asimilarlos del todo?

Ellos temen que el uso indiscriminado del canal pueda llegar a provocar una involución progresiva de las capacidades naturales del cerebro humano. Hacernos dependientes, convertirnos en esclavos de las máquinas y los dispositivos. Algunos, los más fatalistas, pronostican una toma del poder por parte de los grandes sistemas de elaboración de datos. ¡Nos convertiríamos en simples autómatas, apéndices de un poder despótico y tecnicista, que controlaría nuestras vidas usando Dios sabe qué aberrados criterios de optimización! Y todo a través del canal. Por su conducto llegaría el mal en un futuro no muy lejano. Y por supuesto, el bautizo es el culpable. Es el blanco de la crítica y de las demandas…

Sacudo la cabeza, obstinado, tratando de echar fuera tan absurdas ideas.

¡Qué cosa es eso! Simplemente delirio de gente frustrada. Pseudociencia de la cabeza a los pies. Profecías apocalípticas ¡Nada más lejos de la realidad! Está demostrado científicamente que tanto el canal como los chips son totalmente inocuos para la salud humana y además, los dispositivos…

¿Qué pasa con los dispositivos?

De repente no puedo determinarlo a ciencia cierta, porque un relámpago oscuro distrae mi atención…

Son sus ojos negros.

Es lo primero que advierto al verla. Ojos negros, muy negros. ¿Por qué será que no se apartan? No he dejado de caminar, pero siempre me quedan de frente… Y luego… ¿de qué hablábamos?

En realidad, no es nada del otro mundo: muy delgada, pelo revuelto abundante y ensortijado, tez trigueña, ojos grandes. Más bien pequeña de estatura, casi insignificante, casi inadvertida, a no ser porque su mirada se ha quedado prendida de la mía como guizazo silvestre.

Es impresionante lo mucho que puede captar la vista en ocasiones. Sobre todo en ocasiones como ésta. Sus grandes e insondables ojos negros me absorben hasta el vértigo. Es delgada, sí, pero no efímera ni de consistencia ligera, por el contrario, se ve bien estructurada y su paso es firme y bien plantado, como soportado en sólido basamento. Su rostro, de rasgos acentuados, muestra líneas bien ejecutadas como trazadas con ayuda de avanzada herramienta, mientras que su nariz levemente pronunciada, se eleva un poco en la punta, pareciera que tratando de encontrar algo perdido más allá de algún rascacielos.

Todo eso, y más, puedo apreciar en la apretada pero consistente fracción de segundo, en que su vista resbala sobre la mía, pesadamente, como al desgano, como queriendo prolongar hasta el último instante, el fugaz contacto, que casi dolorosamente se desvanece en un leve movimiento de cabeza, y quizás, en un casi imperceptible temblor de las comisuras de sus labios, que se me antoja el preludio de una incipiente sonrisa.

Ella pasa de largo, y casi la olvido, pero —¡cosa mágica!— mi enfado se ha disipado y junto con ello, desaparecen de mi mente los naturalistas y sus problemas.

 

 

2. Bautizo

 

Los gritos desgarradores del niño me sacan del ensimismamiento. No dejo de pensar en aquella muchacha de la tarde anterior, que me ha mirado a los ojos con tanto atrevimiento, podría decirse que hasta con descaro. El niño sigue llorando. Recuerdo donde estoy. Es el bautizo de mi sobrino Euler, el hijo de mi hermana Susana. Se ve grande y fuerte, agarrado a los bordes de la mesa bautismal, dando la impresión de que de un momento a otro se soltará de sus ataduras y saldrá corriendo por ahí. Sin embargo sólo tiene seis meses cumplidos, edad idónea e incluso reglamentaria para realizar la implantación del canal. Mi hermana está junto a la mesa, en compañía de su esposo, quien la abraza y la calma, pues ella, con el rostro arrasado en lágrimas, parece sufrir cada uno de los gritos de Eulito. «¿Por qué amarrarlo, pobrecito?» Mi madre y mi hermano, un poco más apartados, observan con ojos críticos, cada uno de los movimientos del neurocirujano.

Yo, desde mi punto, contemplo aquel proceder casi rutinario mientras no dejan de pasarme por la cabeza los burdos planteamientos de los naturalistas en su afán por satanizarlo. ¡Pobres diablos!

Todo se desarrolla de acuerdo con lo previsto. Después de tomar los datos del pequeño, y consultar su Tarjeta de ADN, el neurocirujano teclea algo en su ordenador y éste expele una larga cinta donde entre otras cosas está la codificación que determina el tipo de interfase óptimo para garantizar la mayor capacidad de transferencia neuronal.

 

…ella no está nada mal… ¿Por qué me habrá mirado de esa manera? Era como si le urgiera decirme algo. ¿Pero qué? Nunca antes la he visto. ¿Será que…?

 

Me libero de un tirón de mis pensamientos y trato de concentrarme en lo que ocurre a dos pasos de donde estoy parado.

La pantalla de la computadora destila largas listas de números y caracteres incomprensibles. Gráficos de barras y diagramas en red se disputan los resquicios libres del display en orgiástica procesión.

El Doctor observa con detenimiento y asiente quedamente con la cabeza, barriendo en cada movimiento raudales de ansiedad acumulada en derredor.

 

… ellos lo que buscan es llamar la atención… Sí, sí, eso mismo es. Reunir adeptos, muchos de ellos, los suficientes para formar un partido y llegar de alguna manera al Gobierno. Casos parecidos había conocido la historia… Eso no falla. Si te declaras en contra de algo, siempre encontrarás algún entusiasta que te siga y vote por ti…

 

Nuevamente revisa la Tarjeta de ADN, la introduce en una ranura de su ordenador y mira atentamente las cifras en la cinta.

 

¿…de dónde será…?

 

Otro grito.

 

Miro con atención. El Doctor ha tomado la cápsula de una pequeña gaveta disimulada a un costado del ordenador y la está aplicando, presionando con fuerza, sobre la nuca del bebé.

La madre se revuelve impotente entre los brazos de su esposo. «Despreocúpate mi amor, no le harán daño».

… los ojos le brillaban…

El llanto da paso a un leve sollozo, que pronto se convierte en ajetreado gorjeo.

El Especialista está dando los últimos toques a su trabajo en la nuca del niño. Mi hermana se enjuga las lágrimas. Su esposo sonríe. Mi madre emite un sonoro suspiro y se limpia con su pañuelo el rabillo del ojo. Yo me siento orgulloso.

Todo está hecho. Un nuevo ser inteligente acaba de hacer su entrada al mundo.

 

Ya hoy en día nadie se alarma mucho ante un simple implante de canal o bautizo, como le dicen. Sin embargo mis parientes han estado preparándose largamente para este momento y ahora casi no pueden contener la emoción al ver al niño sano y salvo pugnando por liberarse cuanto antes de su forzada inmovilidad.

Ahora sólo tendrán que esperar una semana a que la cápsula del canal enraíce y comience a formar sus propias conexiones nerviosas. Entonces habrá que venir a ver nuevamente al Doctor, para realizar un seguimiento del proceso de adaptación y hacer algunas pruebas de aprendizaje rápido.

Echo una mirada. El implante sobresale como una fea protuberancia justo en la base del cráneo del pequeño. Pero eso es pasajero. Con el paso de los meses, éste será absorbido por los tejidos receptores, y entonces sólo quedará una leve marca.

 

Ya estamos saliendo.

Me despido del Doctor, agradeciéndole efusivamente en nombre de toda la familia. Sonríe afectuoso y hace pasar a una muchacha joven vestida de blanco. «Estamos para servirles…» Quizás sea una estudiante. «Si ocurre algo, no vacilen en llamar a cualquier hora…» Ella entra saludando a todos con sus grandes ojos verdes y se prende desenfadada del brazo del Doctor. Lo atrapa y lo arrastra consigo. En el aire se mece ingrávida la excusa.

 

Involuntariamente pienso en aquella que no deja de revolotear en mi ánimo.

 

 

3. Turbo

 

La carpintería queda muy cerca de donde radican las oficinas de la Arquitectura Urbana. Quizás por eso mismo escogí ese lugar para mi labor del jueves. Como siempre se me hace un poco tarde y voy corriendo hasta la estación del Turbo. Maquinalmente me palpo la nuca: ¡Nuevamente se me ha quedado puesta la pastilla! He dormido toda la noche con ella. No tengo remedio.

Reviso en mis bolsillos y extraigo una cajita aplanada. Hay varios chips en ella, cada uno fijo en su correspondiente soporte. Escucho la sirena que emite un ronquido apagado. Luces multicolores parpadean a lo largo de la vía. Es el aviso de los indicadores de superficie de que el Turbo acababa de salir. Ahora tengo que esperar dos minutos más. Aminoro el paso, ¿qué más da?, de todas maneras hay que esperar.

Coloco en su puesto el chip que acabo de quitarme, y tomo el que dice CA001, o sea carpintero categoría 1. Pronto me pasarán a la 2, sólo es cosa de esforzarse un poco. La pastilla me provoca un ligero cosquilleo, mientras la sostengo unos segundos en su posición para que se adhiera firmemente. Me prometo una y mil veces levantarme más temprano mañana. No es conveniente cambiar las pastillas así apresuradamente sobre la marcha. Los médicos no lo aconsejan. Es más, se recomienda hacerlo en la casa, sentado cómodamente y esperar por lo menos diez minutos antes de salir. Llego al túnel a tiempo. Todavía falta un minuto. Echo una mirada en derredor. Grupos de personas se posicionan a lo largo de la hilera de puertas automáticas que tapizan el salón de espera. Me entretengo en mirarlas. Gentes, gentes y más gentes. Multicolores y sombrías, unas gruesas y otras flacas, rostros sonrientes o tristes, quizás meditabundos. Cabelleras largas y cortas, pelos lisos y ensortijados, ojos negros, brillantes, profundos como los de…

Ella.

Sobresalto perceptible. No salgo de mi sorpresa. Realmente es ella. Allí está y me mira. Va con alguien, una persona mayor, tal vez su madre. Sí, hay algún parecido. Le sostengo la mirada. Baja la vista y sigue conversando con su acompañante. Se paran a unos metros de distancia y aprovecho para observar su rostro con más detenimiento. No es lo que se dice bella, en el sentido estricto de la palabra, pero cierta graciosa armonía hay en su talante, donde cada detalle de su gesto se antoja montado en el lugar perfecto. Su pelo semejante a madeja de viruta fina, sacada con habilidad de una pieza de nogal de la India, acopla de manera ideal con el todo.

Conversa animadamente agitando al hablar las manos. Manos finas, brazos delgados pero bien torneados, de un acabado casi perfecto. Vello ligerísimo a guisa de discretas vetas.

Sus ojos me sorprenden en mi inspección minuciosa, y esta vez bajo yo la vista ¿avergonzado…?

El sonido de la sirena me ha hecho despertar del hechizo. Las luces multicolores recorren la pista hacia atrás y hacia delante. Las puertas se abren silenciosamente y la multitud entra a tropel. Ella corre hacia mi puerta. Instintivamente me aparto. «Gracias» —me dice al pasar. Una mirada fugaz y una sonrisa.

Ella está sentada frente a mí. La sirena ha trocado en cuenta regresiva. La amplificación panorámica ruega a los pasajeros mantenerse en sus puestos. Me reclino en el cómodo asiento mientras dicto el destino: Pueblo Nuevo.

Me mira abiertamente como retándome, quizás con un poco de inocente curiosidad, ¿o quizás no? Creo adivinar su perfume. ¿Pino? ¿Cedro recién cortado? Evoco el bosque. Otoño. Hilera de tocones negros. ¿Musgo fresco…?

Tres escasos metros nos separan. Jugueteo un poco con las distancias, que asaltan mi entendimiento con asombrosa precisión. Tres metros y cuarenta y dos centímetros hasta la madre, dos metros y veintidós hasta la puerta, ocho y diecisiete hasta el fondo del vagón. Acepto resueltamente su reto. La miro directamente y siento hundirme en un manantial de aguas negras que me atrapa y me rodea. Siento una especie de vértigo y un leve vacío me baja por el vientre. Latido urgente que se convierte en turgencia reprimida y casi dolorosa, pugnante por escapar.

 

…cuatro, tres, dos, uno, ¡Feliz viaje…!

 

Ella está ahí. Su cara y su luz, que se desvanecen poco a poco a medida que entramos en la Transición. Sombras monotonales. Los demás pasajeros, compañeros de viaje son sólo eso: siluetas indiferentes, indistintas fundidas en una sola masa gris-blanquecina, difusa. Queda su mirada tenaz. Su mirada constante, escrutadora, sensual. Su mirada entre las brumas. Al final la explosión multicolor…

¡Malditos muñequitos! Ahora los inducen para evitarles a los pasajeros la molestia de la visión difusa durante la Transición. Antes simplemente te dejaban con la mente perdida en ese universo de claroscuros, sombras y siluetas, que se crea como resultado de la percepción individual de cada cual.

Luego alguien demostró que podría resultar perjudicial para la estabilidad psicológica y entonces inventaron los muñequitos.

Me sorprendo un poco porque en realidad yo nunca les había prestado atención. Eran como un calidoscopio, algo así como un masaje cerebral.

Sin embargo, en ese minuto, llegué a odiarlos.

 

 

4. Arte

 

El olor a madera recién cortada me invade el espíritu. El taller es todo actividad. Manejo el cepillo con energía. Tomo la escuadra. Mido por disciplina, pues sé de antemano el tamaño exacto de la pieza, con centésimas de milímetro de precisión. Está aceptable, por lo menos para un categoría «1» con serias aspiraciones a «2». La coloco en la cinta y tomo la próxima que ya se va acercando. La madera es oscura, suave con ligeras vetas. Involuntariamente mi mano se desliza sobre la pulida superficie como insinuando una caricia. Mi pensamiento vuelve a volar sobre el musgoso camino del bosque de pinos. Veo los tocones y me imagino a las sierras haciendo su labor depredadora. El bosque con su olor…

 

—Hombre, ¡te has quedado dormido!.

Josué, mi vecino en la línea, me asesta un puntapié por lo bajo. Ya viene una nueva pieza y yo sigo acariciando la madera. Me las arreglo para terminar las dos a tiempo, y sincronizarme con el resto de los compañeros.

Al final de la línea, se van acumulando los muebles terminados. Sillas para restaurantes de lujo. Son hermosas. Pronto vendrán a buscarlas para llevarlas para la nave contigua. Me da placer contemplar el resultado acabado de nuestra labor. La madera es fina, pulida y bien trabajada. Las patas torneadas y el esbelto espaldar de atrevidas curvas, les dan un toque de distinción y de voluptuosidad femenina. Involuntariamente regresa la imagen del bosque. La niebla sobre las hojas podridas. Y por el camino se acerca corriendo la bella de tez oscura, con sus pies descalzos y su velo flotando entre los rayos del atardecer…

Un timbre ensordecedor me saca del ensimismamiento. Me desperezo. Los hombres de la línea se estiran en sus puestos y dejan las herramientas a un lado. Llaman para el almuerzo.

 

La sesión de la tarde se dedica al trabajo creativo. Cada cual se inspira en su propia obra. Algunos trabajan en equipo. Josué, junto con tres ayudantes, hace varias semanas que trabaja en un proyecto de mueble múltiple de su propia inspiración. Él da los retoques al diseño y los otros preparan las piezas necesarias en el torno. Pronto será el concurso de creatividad y todos se esmeran.

Yo deambulo ensimismado por todo el taller. Reviso las planchas de madera apiladas en las estanterías y otras tiradas por los rincones. Las sopeso al tacto y las calibro con la mirada. A mi mente acuden múltiples ideas, y los bocetos de diferentes objetos a construir desfilan a tropel en mi imaginación. No me decido. Tengo la desagradable sensación de que el Maestro no me quita su mirada de encima. Miro por el rabillo del ojo y lo observo conversar en uno de los grupos de trabajo que se han formado, dándole un consejo a alguien. Son figuraciones mías.

Tomo al azar un oscuro madero que me ha parecido adecuado sin tener clara conciencia de para qué. Buen peso y consistencia. Vetas elegantes. Lo palpo y aspiro largamente su fragancia. Es un corazón de Majagua africana. Pongo manos a la obra. Primero sierro a la medida adecuada, poniendo cuidado en seguir la línea correcta de corte. Luego cepillo y lijo para poder apreciar mejor la superficie antes de comenzar la elaboración. Uso el escoplo y el martillo. Primero suavemente, luego con mayor energía. Las esquirlas de madera multicolor saltan a mi alrededor y me arañan el rostro, pero yo sigo mi tarea, golpeando una y otra vez, poseído por un inexplicable frenesí. Poco a poco mi obra va tomando forma. Por entre las bastas líneas de la madera cercenada, se va dejando entrever un suave contorno que pugna por emerger de las astillas. Pasa de ser una insinuación para convertirse en una ligera prominencia que ora se alarga, ora se redondea, hasta alcanzar el volumen y la gracia de un incipiente mentón, que poco a poco se va afirmando y adueñándose de la madera pródiga. El escoplo cede su lugar a la escofina y bajo una nube de fino polvo vegetal, se adivina el labio turgente y más abajo la vertiginosa pendiente que desemboca en el torneado cuello. La suave curva de la oreja, la nariz inquisitiva y curiosa y los ojos insondables, surgen como por ensalmo bajo el filo de la dócil herramienta. Sigo golpeando y rascando la madera sin descanso, un poco más arriba y luego un poco más abajo. Paso la lija nuevamente. Una cascada de volutas negras se desgrana displicente enmarcando y eclipsando el todo, y rodando hasta el mismo nacimiento del seno, que inquieto, ya asoma entre la fibra. No me percato de las miradas curiosas de mis compañeros, quienes postergando momentáneamente sus labores, se acercan silenciosos a observar.

 

 

5. Música

 

Los dedos de mis manos ya van aflojando la sostenida tensión. El piano ruge con la orquesta y la vibración me produce escalofríos de placer. Son los últimos acordes que acompañan la apoteosis. El sudor me corre por la espalda y me empaña la vista. Me aparto el pelo pegado a la frente. La estruendosa ovación de la repleta sala de conciertos me parece venir desde lejos, como de alguna galaxia cercana a nuestro Sistema Solar. La música aún resuena en mis oídos. Uno por uno reproduzco en la mente todos los pasajes de la última pieza. Los ecos todavía me acompañarán durante un buen rato. Doy media vuelta, me aliso el esmoquin y me enfrento al delirante público. Doy las gracias, una reverencia y ofrezco a los esforzados miembros de la orquesta, quienes haciendo frasear sus instrumentos, arrancan los últimos estertores de júbilo entre los fanáticos. Adoro a Rachmáninoff. Un beso para las niñas de las flores. Las niñas son bellas, pero el perfume de las flores me marea. Una reverencia más y ya el telón se corre. Todavía habré de regresar dos veces más al estrado. El público aclama y exige. El telón sube y baja con facilidad, pero el mecanismo está falto de lubricación. Emite un ligero chirrido que desarticula totalmente mi sentido armónico. Salimos nuevamente, también el Director de la Orquesta y dos violinistas. Nos tomamos de las manos y repetimos la reverencia. Más flores caen en el estrado mientras los aplausos menguan a la vez que los más impacientes ya comienzan a retirarse. El telón cae finalmente y mi armonía mental se restablece.

 

Me gusta caminar un poco por la calle después que todo termina. Salgo por la puerta escondida que da a un lado del viejo teatro, y así evito la aglomeración del público. Quiero estar solo con mi música que ambiciosa y arrulladora, me envuelve. La Fuente Municipal con sus surtidores. Me aparto instintivamente para no mojarme. Los patos. Las notas son como reflejos del sol en el movimiento. Y el arco iris. Mis notas son claras, azules, verdes, amarillo tenue, y blancas. La música son las pequeñas olas que se persiguen y se agolpan. Si van juntas se alimentan y crecen. Si encontradas, se ahogan y mueren. Así forman su sinfonía de matices, ejecutada por sapos y mariposas. Y los cuervos.

No comprendo por qué las notas negras. Las mariposas se espantan. La calzada y la gente apresurada.

Lo sentí allá y también ahora. Tercer Concierto para Piano y Orquesta. Primer movimiento. Fugaz, casi imperceptible, casi perdonable, pero no para el Analizador Fourier de mi chip. Quinto violín. Un ligero desliz y el dedo llegó a su sitio con una fracción de segundo de retraso. Suficiente para perturbar hasta el dolor.

Nueva punzada en la Rapsodia… Esta vez fue el segundo clarinete. Su disonancia pasó también seguramente inadvertida, pero mi rostro se crispa por la angustia. No lo puedo evitar. La gente me mira. Yo trato de disimular y apresuro el paso.

Involuntariamente viene a mi mente Glazunov con su borrachera. Cuánto sufrió el maestro por su causa. ¡Cuán destructiva negligencia!

No es casualidad. Ellos dos, Antonio y Ernesto, violín y clarinete, son naturalistas acérrimos. Se empeñan en demostrar que pueden tocar bien sin usar el chip musical. Es algo, a mi modo de ver, catastrófico. Tienen derecho a hacerlo, se les permite hacerlo, mientras la ejecución salga según los parámetros establecidos hace quinientos años. ¡No pueden ser expulsados de la orquesta por un retardo de un par de milisegundos en un allegro! Es más, dicen que son verdaderos virtuosos. No usan circuitos. No están «alambrados» como acostumbran ellos a restregarnos despectivamente en el rostro. Pero Rachmáninoff es perfección y como ello hay que interpretarlo. Otra cosa sería ofenderlo.

Además está el dolor. Nuestro dolor. ¿Qué hacer con él?

La calle es música. Calma mi pasión desbordada. Los pasos. El estruendo de la percusión. Botas grandes proclaman su valía. Dulces tacones como claves. Notas de susurro apresurado. Flauta y corno arranca el viento de balcones y cortinas. Todo en su compás. No hay director ni partitura. Cada uno dijera que por su lado. Y la música fluye. Es el concierto del desconcierto.

Ahora alguien pica las cuerdas del violín: Ticn, ticn, ticn… Rumor que acecha detrás de mí. La cadencia me sobrecoge: Nee-gra, nee-gra, caa- mi-naan-do…

El corazón me da un vuelco. La adivino. Me viro sólo para encontrarme con su mirada. La tengo a mi lado y con desenfado, sin poder yo evitarlo, comienza a apoderarse de mi música.

—Hola —le digo, tratando de disimular el temblor de las rodillas.

—Hola….

Se apresura para seguir mi paso.

Yo refreno mi rápido andar y somos como las dos olas que se afanan en llegar juntas en la fuente.

—Disfruté mucho el concierto —dice como para no extender la pausa y yo me quedo callado expectante…

—Me gusta mucho Rachmáninoff y la interpretación fue maravillosa… Debe ser grandioso poder tocar el piano con esa maestría que usted lo hace.

Yo me turbo un poco ante esta declaración. Ella lo nota, pero no deja de hablar.

—Discúlpeme, pero es que no puedo contener la emoción. Realmente me gustó mucho.

—Vamos a hablarnos de tú —contraataco, haciendo un supremo esfuerzo por vencer la timidez del momento…

 

Ella se ríe y yo siento el murmullo de las campanillas. De pronto tengo la sensación de haber nacido pegado a ella, y de que soy capaz de dar hasta la vida con tal de alargar un poco más la conversación. Hago buen acopio de modestia.

—Me halaga que te parezca bien como toco, pero yo creo que cualquiera puede hacerlo igual. Tú misma si te empeñas un poco.

—¿Yo…?

Ahorale toca a ella ruborizarse, y se nota a pesar de lo trigueña. A lo sumo tendrá unos veinticuatro años.

—Claro. Usando el chip adecuado…

—Ah, un chip musical. ¿Tú lo usas también no?

—Seguro. Si te interesa yo te presto uno y serás virtuosa por un rato.

Poco a poco, el temblor que se había pasado de mis rodillas a todas las demás partes del cuerpo, comienza a disiparse al calor de la conversación. Ella no parece muy convencida.

—¿Virtuosa yo…? No me lo imagino…

—¿Es que acaso no te gusta la idea?

—Sí, me encantaría, pero no sé si pueda.

—¿Por qué no?

—Creo que mis manos son muy pequeñas y además algo torpes.

Ella ha extendido sus manos y yo, sin saber por qué, las tomo en las mías. Son pequeñas y suaves. Nos detenemos y el temblor de las rodillas reaparece con más fuerza que antes. Las retira discreta, pero siempre unos segundos más tarde de lo que hubiera podido considerarse normal.

—No me parecen malas para el piano —puedo por fin articular.

—Bueno, si tú lo dices.

—De veras que sí —le aseguro.

No puedo creer que sea realmente ella. La miro una y otra vez sin pudor, como para estar seguro, y ella se ríe y a su vez me acomete con sus grandes ojos, negros como las notas del pentagrama. Indago sobre sus ocupaciones y me responde que es maestra.

—¿Maestra nada más? ¿Haces alguna otra cosa?

—No. Todo mi tiempo lo dedico al magisterio. ¿Hay algo malo en eso?

Ella parece advertir la sombra de la sorpresa en mi semblante, por lo que intento mostrarme lo más natural posible.

—No, no. Por el contrario. Me parece interesante esa profesión. Si tuviera tiempo, quizás podría ejercerla, aunque fuese un par de horas a la semana. Eso de iniciar a los niños en el manejo de los chips no deja de ser importante. Acostumbrarlos al canal, flexibilizarles la mente…

—Sí, pero no es a eso a lo que me dedico…

—¡¿Ah, no?! ¿No trabajas con niños?

—No. Yo soy maestra en la Universidad.

Ahora sí me ha sorprendido de verdad.

—Te refieres a…

—Si, a la Universidad Estatal.

—¡Pero si ahí solamente van los naturalistas…! —exclamo sin poder ocultar la contrariedad.

—Sí, van muchos naturalistas —replica—. Pero también va mucha gente que quiere profundizar sus conocimientos en alguna rama particular del saber. En realidad, nosotros no nos dedicamos a averiguar la filiación política de los estudiantes cuando van a ingresar…

—Por supuesto —convengo.

Pero me resisto a dar crédito a mis oídos. Después de tanto soñar con este encuentro, ella ha resultado ser nada más y nada menos que una vulgar naturalista. No puede ser de otro modo. ¡La Universidad! ¿Qué otra cosa es eso, si no el antro de reunión de los más recalcitrantes detractores del bautizo? Siento una punzada de desilusión y un gran vacío comienza a corroerme el espíritu.

Ella parece notarlo.

—¿Qué te pasa, que te has quedado tan serio?

—No, nada, nada. Es que, bueno, tú tan joven y ya maestra de la Universidad. Yo me imagino a todos los maestros de allí como viejos y retrógrados.

—No, ¡qué va! Hay muchos jóvenes también. Si quieres te puedo invitar un día para que visites nuestras instalaciones. No son muy nuevas ni vistosas, pero se respira sabiduría y cultura por todos lados. También puedes conocer gente muy interesante. ¿Qué te parece?

¿Cómo me va a parecer? ¡Imagínense! Yo en la Universidad. Allí, en ese lugar. Rodeado de naturalistas. Vestidos como naturalistas, caminando como naturalistas, hablando conversaciones de naturalistas. Toda una versión moderna del Purgatorio. Si es que existe en realidad…

Pero quizás también podría ir y decirles unas cuantas verdades, enseñarles dónde era que estaba el verdadero conocimiento, la verdadera razón del saber, a esa caterva de ineptos reaccionarios. Comienza a picarme la tentación de aceptar la invitación. Además, ahí va a estar ella, que naturalista o no, me gusta más de la cuenta. Pero no, ella no puede ser…

La muchacha se impacienta un poco ante mi vacilación.

—Bueno, ¿aceptas o no? Te has quedado callado. Tomo el silencio por respuesta positiva, entonces.

No puedo resistirme a la penetración de la negra marea…

—Sí, sí, está bien. Iré.

—Lo dices con un entusiasmo…

—No, no, realmente me encantaría ir. Lo que pasa es que… ¿Me dijiste entonces que eres naturalista?

—No, nunca te dije eso. No me interesa la política.

—Pero tú no usas chips —le objeto.

—¡Claro que sí los uso! Si no, ¿de qué otra forma podía ser maestra, siendo tan joven? No tengo nada en contra de los chips, como tampoco me molestan aquellos que no los usan. Tengo muy buenos alumnos que ni siquiera han sido bautizados.

¡Un rayo de esperanza, en la oscura noche!

—Entonces…, tú sí estás bautizada, ¿no?

—¡Por supuesto! ¡Mira!

Sin darme tiempo a réplica, ella se acerca, y justo debajo de mi nariz, aparta su cascada de corales negros dejando al descubierto en la nuca toda una inquietante sinfonía de claroscuros. La pastilla del chip, hábilmente camuflada, semeja un pequeño lunar perdido en la tersura de su piel.

—Casi no se te nota —alcanzo a decir, vacilante. En su vuelo, las puntas del cabello me han golpeado el rostro, y junto con el aroma de inédita serenata que invade mi aliento, diez mil pequeños látigos negros, inflexibles y mordaces, dejan su huella lacerante en lo más recóndito de mi voluntad.

—Pero está ahí. Bien puesto. Es un chip de psicología.

—Ah… ¡resulta entonces que has estado psico-analizándome todo este tiempo! —replico haciéndome el agraviado.

Ella vuelve a reír y sus grandes ojos hablan.

—Fíjate —le preciso—. Iré a la Universidad contigo, pero primero tenemos pendiente tu debut como pianista.

—Está bien, tocaré para ti, aunque me muera de vergüenza.

—Nada de eso. ¡Tocarás en la sala ante el público!

—¡Ni muerta! —replica alarmada.

Yo me río, y ella me fustiga con su diminuta cartera.

La estación del Turbo abre ante nosotros su negra y grande boca salpicada de luciérnagas. Sin darme cuenta, hemos caminado casi diez cuadras.

—¿Entramos? —le propongo.

—No. Yo tengo que tomar el bus en la parada que está del otro lado de la calle.

—Pero, el otro día te vi cuando tomabas el Turbo…

—Sí, venía de casa de mi tía que estaba enferma, y mi madre y yo nos quedamos esa noche con ella para cuidarla.

Me doy cuenta de que su rostro se ha ensombrecido.

—Y… ¿ya está mejor tu tía?

—No, lamentablemente falleció. La enterraron ayer.

—¡Qué pena! Perdóname, yo…

—No, no te preocupes. La pobre. Ya descansó. Nosotros la queríamos mucho…

Yo sigo imaginando mil disculpas, pero al final me quedo callado. Ella comprende mi embarazo y trata de parecer indiferente.

—Entonces, ¿cuándo es que tengo que tocar el piano? ¿Mañana?

—No es obligado —respondo reponiéndome—, pero si quieres, mañana a las cuatro te espero junto a la fuente. ¿Estás libre a esa hora?

Ella asiente con una sonrisa. Le echa una mirada al reloj y pone el grito en el cielo.

—¡Pero si ya hace rato que tenía que estar en casa! ¡Tengo que irme ya!

—¿Esposo celoso? —indago sarcástico (y preocupado).

—¡Qué esposo ni esposo! (Alivio) Es mi madre, que siempre se preocupa cuando llego tarde.

—Bueno, entonces nos vemos mañana —le digo a guisa de despedida.

—Chao —me responde y emprende la marcha hacia la parada.

—¡Oye, espérate un momento!

Corro tres pasos y le doy alcance. Ella se vuelve hacia mí.

—¡No me has dicho tu nombre!

—María. María del Carmen —gorjea divertida.

Yo me presento formalmente y río con ella.

 

 

6. Eros

 

—¡Pero miren quién está aquí! ¡Mi amigo «Blue Eyes»! ¿Qué estrella se irá a caer?

Lo dejo por incorregible. No me cae ni remotamente bien que me llame de esa forma, pero no tengo manera de impedírselo.

Erasmo es el mejor Hacker que conozco. Mi amistad con él data de la escuela secundaria, donde siempre me sorprendía que un muchacho tan inteligente como él sacara tan malas calificaciones en los exámenes. Y era que desde aquel entonces, ya estaba poseído por el insidioso virus del Bajo Código. Por más esfuerzos que hicieran los maestros para enseñarle a utilizar correctamente sus Chips, él siempre se las arreglaba para virarlo todo a revés. No podía entenderlo, y la única manera que yo encontraba para ayudarlo, era soplarle de vez en cuando las respuestas.

Terminó la escuela por los pelos, y después de la graduación, estuve mucho tiempo sin saber de él. Después me enteré que se había convertido en gay, y que además le sabía un mundo a eso de la informática y los chips. Confieso que llegué a sentir un poco de escrúpulos por su condición, y que por esa causa nunca me ocupé de buscarlo, pero un día me lo tropecé en la calle y me saludó tan efusivamente, que de veras sentí vergüenza por haber estado evitándolo todo ese tiempo. Me habló de sus intereses, de su vida personal, de su pasión por los códigos libres. Fue entonces cuando comprendí a cabalidad que su aparente ineptitud en las clases se debió a que en sus ratos libres, se había dedicado nada menos que a crackear sus propios chips escolares, que por supuesto eran los únicos que tenía en ese entonces. Me confesó que en ocasiones estuvo a punto de enloquecer por causa de los códigos erróneos que embutía dentro de sus chips. No era para menos.

A partir de ahí, en lo adelante, seguimos haciendo buenas migas. Él a veces iba a mi casa de visita, y mi madre, siempre tan buena, en ocasiones lo invitaba a cenar con nosotros. Me di cuenta que a ella le caía bien. El nunca veía la mejor forma de poderme agradecer por la ayuda que una vez le brindé.

Nuestras conversaciones a menudo versaban sobre chips, computadoras, matemáticas, arquitectura y música. Él era mi consultor privado en todo lo referente a la compra de nuevas pastillas de último modelo. Muchas veces, y de forma gratuita, me ofreció las de manufactura propia, crackeadas y comprobadas, pero yo, de manera muy cortés, siempre las rechacé, prefiriendo comprarlas en las tiendas especializadas.

 

Ese día había ido a casa de Erasmo más temprano que de costumbre. A las siete tenía cita con María del Carmen y no quería llegar tarde. Era la ocasión decisiva. Habíamos estado saliendo durante varios días y cada vez me convencía más de que ella sería la mujer de mi vida. Nuestra relación había comenzado de manera electrizante. Algo así como un golpe de fuego. Algunos podrían llamarlo amor a primera vista.

Lo cierto es que desde nuestro encuentro a la salida del teatro, ya me resultó imposible, casi doloroso, apartarla de mis pensamientos. La primera cita fue realmente extraordinaria. Cuando llegué a la fuente faltando un cuarto para las cuatro, ella ya me estaba esperando, sentada en el borde y acariciando con sus dedos las diminutas olas. La llevé a la pequeña cámara de conciertos privados del Teatro, para que hiciera su debut como habíamos acordado. Pude sentir el leve erizamiento de la piel de su cuello, mientras la ayudaba a insertar el chip «Gran Escena 2121», que había traído para ella.

Se sentó al piano y tocó. No le sugerí nada. Dejé que escogiera su propio repertorio. Fragmentos de Bach: «Toccata y Fuga», algo de Mozart: «Las bodas…», Tchaikovsky: «Vals de las Flores» y «Para Elisa» de Beethoven…

Tocó y tocó sin parar hasta que consideré prudente detenerla. Tuve que separar sus manos del teclado casi a la fuerza. Emitió un profundo suspiro y me miró de una forma que me asustó. Tenía los ojos en blanco; estaba como en trance. La sacudí un poco y pareció despertar. Se incorporó. Su mirada volvió a ser cálida y absorbente: «Qué tal» —le pregunté—. «He tenido un orgasmo» —me respondió.

Su beso me sorprendió aún más. Se quedó colgada de mi cuello mientras, su aliento, sus labios y su fluidez desbordada, me inundaban los sentidos y me absorbían el entendimiento hasta el último grito de la inconciencia… Conciencia… Inconciencia… Conciencia – inconciencia…

 

Cálida tarde en los predios universitarios. Quiere que la llame Maricarmen. O Carmita. María del… se le antoja muy serio. Dice que no lo resiste. A mí me parece adorable. Yo le canto: «…María del Carmen si llego a encontrarte, tendré de seguro, que amarte, amarte, amarte…» y ella se ríe pero no nos ponemos de acuerdo. Vamos por el sendero del bosque experimental. Hemos perdido de vista a todos. Ella va delante, diríase que hacia lo más intrincado de la maleza. Hay algo en la marcha de sus piernas que me quita el aliento. No es la velocidad. Su sola presencia me embriaga el ánimo y me sumerge de lleno en un constante liar con las tiranteces del deseo, repletas de apremios y humedades. Ella quiere saber mi opinión sobre los profesores con quienes hemos conversado en la cátedra, pero yo no logro recordar a ninguno. Sí, creo que había un naturalista entre ellos, ¿o eran dos?

El sol se deshilvana en jirones surrealistas que apenas rozan el suelo. Ella se detiene y me mira. Sus ojos alucinan. «Son simpáticos» —le aseguro, y la tomo de las manos atrayéndola a mí.

La hojarasca se resiente ante la súbita invasión. Vuela en todas direcciones el desfolie como si de virutas de arrebato se tratase, mientras rodamos hechos uno. Ella me espera ya, rezumando y palpitante el deseo, mientras entro yo, irreverente y atropellado. Es mucha la tendencia y poca la continencia. Un cántico de gozo acompaña mi súbita irrupción, pero mi empeño explota a poco de iniciado como si todos los manantiales del mundo hubiesen tenido la urgencia de derramarse en ese preciso instante.

Naufragio en gelatina. Me debato tratando de emerger, de descollar, de salir para volver a entrar. Ella brega por mantenerme sumergido allí donde ya no estoy. Ahora somos un ente coloidal. Gel y sol. Sol y gel. Quiero multiplicarme, pero ella me aparta con delicadeza: «Pueden vernos… Por aquí a esta hora empieza a pasar la gente.» Insisto, pero ella me sonríe comprensiva: «Mañana, mañana en mi casa… Ahora no.»

Me aparta el pelo de la frente y me besa. Sus labios queman.

 

Y ahora tengo a Erasmo frente a mí, en el umbral de su puerta, mirándome como si yo fuera un marciano caído del cielo.

—Pero pasa, pasa niño. ¡Adelante! ¿Qué haces parado ahí como un zombi?

El apartamento de mi amigo se presenta ante la incauta vista del desconocedor, con toda una abigarrada mezcolanza de estilo estado mayor de rock-salseros renegados, y sofisticado laboratorio de investigaciones informáticas. El color predominante es el negro y la falta total de luz solar en el interior no contribuye a disipar la atmósfera opresiva que siempre se respira al entrar, matizada por las emanaciones de mirra, incienso y otras esencias orientales que invariablemente te saludan desde la cocina. La escasa claridad que aportan las decenas de pequeños focos alineados a lo largo de las paredes, a la altura del piso y la espasmódica y azulenca iluminación de los múltiples terminales dispersos caóticamente por las diferentes habitaciones, dejan entrever las pinturas supuestamente originales y algunos afiches murales de superestrellas del momento, dispuestos según el particular y personalísimo criterio estético del dueño de la casa.

—¿Te interrumpo en algo…?

—No, no, qué va. Precisamente ahora estaba organizando algunas cositas nuevas que conseguí. Una hora antes quizás habrías interrumpido algo, pero ya se fue…

Percibo su mirada socarrona, en espera algún comentario, pero yo me hago el desentendido.

—¿Cosas nuevas dices…?

—Sí, entra para acá, que voy a enseñarte.

Me conduce a uno de los dos estudios, virtualmente atestado de cajones, discos, y montañas de libros y revistas. Mientras evito enredarme con los cables en el piso, puedo seguirlo hasta el rincón donde resplandecen sus más recientes adquisiciones: más cuadros y tres o cuatro esculturas.

Temas recurrentes. Estilizadas vírgenes perseguidas en el bosque por sádicos faunos descomunalmente dotados. Doncellas poseídas por alimañas salvajes, que alcanzan el clímax mientras son devoradas. Falos gigantescos erguidos en actitud desafiante. Vulvas sedientas disputándose una lengua de fuego proveniente de lo más recóndito de las profundidades del infierno. ¡Vaya con mi amigo Erasmo!

—¿Qué te parece? —inquiere expectante.

—Muy bueno todo —respondo protocolar—. ¿De quién es todo eso?

—Son artistas jóvenes pero con mucho futuro. Pronto oirás hablar de ellos.

—Sí, no me cabe la menor duda —observo, a la vez que dibujo una excusa, en un intento por dejar atrás el enrarecido ambiente del recinto.

Paso por alto su mirada desaprobadora mientras salimos de la habitación para volver a caer en el reino de las sombras. Me urge abordar el tema que traigo entre manos, pero no acabo de decidirme. Siento un poco de vergüenza de tratar el asunto, aunque sé que Erasmo es receptivo a cualquier tipo de cosa por muy descabellada o desatinada que fuese considerada. El parece darse cuenta de mis vacilaciones.

—Bueno, no me has dicho qué haces por acá tan temprano.

—No, no es nada del otro mundo. Es que necesito que me ayudes con un chip.

—¡Por fin te convenciste que los míos son los mejores! Yo sabía que este momento iba a llegar. Dime ¿qué es lo que quieres?

—Bueno, tengo que ver…

—Pasa, pasa para acá, que te voy a enseñar toda mi colección. Aquí yo tengo de todo lo que cualquiera pueda necesitar.

Me lleva prácticamente a rastras hasta el estudio donde tiene montado su laboratorio. Allí no hay cuadros ni esculturas, sospecho que porque no existe el espacio libre donde poderlos colocar. Trato de encontrar algún resquicio adecuado para por lo menos poner un Buda en miniatura, pero debo reconocer que no lo encuentro. Las paredes están tapizadas por largas estanterías que cubren del piso al techo, llenas de pequeñas gavetas, cada una con microscópicos y crípticos rótulos. Los terminales de computadora se hallan empotrados, junto con otros artefactos que me resultaban más o menos familiares. La estampadora de chips, ocupa un lugar privilegiado en el centro de la habitación. Engendro híbrido entre máquina de coser, horno de microondas y exprimidora de naranjas automática, es quizás el único traste de la casa sobre el cual no se llega a acumular la consuetudinaria capa de polvo.

—Tengo aquí lo último en automovilismo —me dice mientras repasa con el dedo una de las estanterías—. Te lo digo porque veo que andas en cuatro ruedas. ¿Es tuyo?

—No, qué va. Es rentado.

—¡Alquilando carros! ¡Uyuyuy, este tipo anda en algo y no me quiere decir nada! Pero fíjate, si te hace falta alguno de estos chips, nada más tienes que pedirlo. Ya sabes que la policía no perdona. Hace poco a un conocido mío lo sorprendieron manejando desconectado y todavía está adentro.

—No, no te preocupes, yo tengo el mío.

—Ah, bueno. Tú sabes que yo tengo de todo aquí a tu disposición. La gente viene buscando pastillas para motos de carrera, acrobacia, todoterrenos, anfibios, y todas esas cosas. Hasta de pilotaje tengo. El estado no permite a particulares vender chips de aviación, pero de vez en cuando, con gente de confianza, tú sabes, me busco lo mío.

—Oye, ¿y no te buscas problemas por todo eso?

—¡Imagínate! De vez en cuando me mandan algún inspector, pero yo los conozco a todos y les doy lo que les gusta. La gente disfruta con las cosas locas, y yo soy especialista en eso.

—¿Locas?

—Sí, cosas como el ciber-éxtasis, o sobre todo, cosas de transmutación de personalidad. El chip te convierte en otra persona. Puedes pasarte un día entero creyendo que eres una estrella de cine, un cantante famoso, o por qué no, el mismísimo presidente. Vives y sientes como ellos.

—Eso suena bastante terrible…

—También tengo unos cuantos de transexualidad. Hay gente que paga todo lo que tiene por sentirse dentro del pellejo del sexo contrario. Las mujeres quieren ser hombres y los hombres quieren ser mujer por un rato. Yo también les doy eso.

Un agudo pitido anuncia que acababa de finalizar el estampado de un nuevo chip. Manipulando cuidadosamente los controles, mi amigo saca la pastilla, la coloca en la punta del dedo índice y la observa detenidamente. La curiosidad me pica.

—¿De qué es esa?

—Es algo de transmutación —me responde abstraído.

—¿Alguna estrella?

—No. Esto es una de mis últimas creaciones. Un sueño largamente acariciado, que por fin he hecho realidad. Se llama el Chip de la Inocencia, o también puede ser Pedo-Chip.

—¿Pedo-Chip? —inquiero, conteniendo apenas la risa.

—Sí, chico. Pedo significa niño, niñez. O sea que es el chip de la niñez. Dicho en otras palabras, con él te transportas a la niñez más tierna, donde no tienes por qué preocuparte, no hay responsabilidades que te abrumen, y tienes toda la vida por delante. La mente se te llena de millones de preguntas sobre las cosas más triviales a las que no sabes cómo responder y además, no te importa, ya alguien en su momento te lo explicará. ¿Quién no ha querido en sus más íntimas fantasías, llegar a ser pequeño nuevamente, aunque sea por un rato? Pues bueno, aquí tienen la posibilidad —me dice, agitando el diminuto dispositivo delante de mis ojos.

—Y deben pagar caro por esta gracia —observo curioso.

—Ya tú lo dices. La gente los llora. Pero hay que tener cuidado, porque crea adicción fácilmente. ¡Es tanta la felicidad que se siente! Pero bueno, nada de esto te hace falta a ti. ¡Si tú casi eres un niño todavía!

Me divierto con la afirmación y le recuerdo que él y yo tenemos la misma edad. Decido por fin contarle lo que me traigo entre manos. Le hablo de María del Carmen.

—¿Es linda? —se interesa enseguida.

—Muy linda. Me gusta mucho y me parece que va en serio. Tengo una cita importante con ella hoy y no quiero fallar. Tú sabes…Quiero hacerla disfrutar al máximo, pero yendo al seguro…

—¡Entonces es un Ero-Chip lo que te hace falta! —exclama entusiasmado—. ¡El Chip del Amor! Tengo muchos de esos por aquí. Espérate un momento.

Me causa sorpresa la transfiguración de mi amigo. En unos segundos se ha convertido en el solícito e inquisitivo hombre de negocios. Me deja pasmado su aire profesional.

En un abrir y cerrar de ojos, dispone sobre la mesa todo un rosario de pastillas de diversas formas y colores. Tengo que reprimir la risa y tal vez algún comentario irónico. Me llama particularmente la atención una que tiene el diseño de un corazón rojo brillante, atravesado por una flecha.

—¿Qué me dices de éste?

—Todos son buenos y están probados —me dice tomándolo con cuidado entre el índice y el pulgar—. Pero éste es uno de los más avanzados que tengo. ¿Sabes algo de esto o sólo lo escogiste por azar?

—No, sólo me guié por su aspecto. ¿Y en qué se diferencia de los demás?

—Es un Auto-Chip, o chip auto modificable, o con auto aprendizaje, como lo prefieras llamar.

—¿Quieres decir que…?

—Eso mismo —me interrumpe—. Tiene programados varios algoritmos novedosos de retropropagación de experiencias, que le permiten asimilar y memorizar determinados patrones de conducta de los usuarios. Sobre todo aquellos que derivan hacia emociones positivas. Funciona de manera interactiva, en modo bidireccional total…

La idea me parece seductora, pero no muy clara.

—Entonces, si entiendo bien, con cada uso el chip se va enriqueciendo con las vivencias personales de sus portadores. ¿Es así?

—Correcto. Y todo queda ahí disponible para el próximo feliz beneficiario. Y créeme, no son pocas las decenas de personas que lo han usado.

Hay algo que me preocupa y se lo hago saber.

—Dime una cosa: ¿Las escenas vivas también quedan grabadas? Me refiero, tú sabes, a lo que uno ve, oye, o siente cuando está en eso…

—Por supuesto que no. ¿Tú te has pensado que yo soy un vendedor de pornografía o qué? Solamente se reprograman los patrones de conducta y las emociones. Es lo único que interesa. Las imágenes reales no son en absoluto necesarias. Además, la privacidad de los clientes cuenta mucho. No te olvides de eso.

 

No dejan de producirme asombro sus recién descubiertas por mí dotes comerciales. Ahora se mueve, habla, gesticula como todo un consumado vendedor de bazar oriental. La oferta es tentadora. Un ligero escalofrío de éxtasis me sube poco a poco por la espalda hasta el cuero cabelludo, al imaginarme el inigualable placer que arrancaré a mi bella enamorada, con ayuda de este último grito de la tecnología. Decido tomarlo.

—¿Quieres uno para ella también? —me propone, luego de colocar cuidadosamente en su soporte la delicada pieza.

La pregunta me toma por sorpresa, pero luego de pensarlo unos segundos, me ha parecido que quizás a ella no le guste, o no lo entienda. Recuerdo que a pesar de todo ella vive rodeada de naturalistas y algo de sus ideas seguramente debe haber influido en ella.

—Mejor no, Erasmo. Creo que es mejor que me «alambre» yo, nada más. Por lo menos en esta primera cita. ¿Puedo probarla?

Tomo el estuche de manos de mi amigo, y hago ademán de quitarme la pastilla de chofer, para colocarme la nueva en su lugar. Pero Erasmo ha sido más rápido.

—No, no, no. ¡Que ni se te vaya a ocurrir! —grita al tiempo que me sujeta el brazo.

—¿Qué pasa, compadre? ¿Acaso no puedo verificar la mercancía?

—Por supuesto que sí —me responde, y advierto el destello cínico de su mirada—. Pero por favor, aquí no. No te imaginas lo potente que es eso que llevas en tus manos. Tu eres mi mejor amigo y no sé si pueda resistir la tentación de aprovecharme de ti en un momento de debilidad. No quiero que hagamos nada de lo que luego tengamos que arrepentirnos…

¡Vaya con mi amigo Erasmo! Parece que está siendo sincero. No deja de sorprenderme. Lo miro serio, le doy las gracias y prudentemente vuelvo a colocar el chip en su estuche, cuidándome de dejar bien pegada la etiqueta de seguridad.

 

 

7. Amor

 

El cuerpo desnudo de ella me convoca a la irrealidad. Todavía no me acostumbro a tenerla. Ella corre por la habitación, trepa a la cama, vuelve a saltar a la alfombra y yo la persigo como un tonto. La agarro, ella se revuelve zalamera, grita y se debate, pero no la dejo ir. Su perfume de flor deseada me embriaga por un segundo, y ella aprovechando mi distracción me muerde en la mano, con tanta fuerza que tengo que soltarla. Todo en ella es delirio. Pensar en ella, esperar por ella, ir a ella. El pensamiento racional se torna esquivo bajo su influjo… Nubes de crepúsculo escarlata en el parqueo del condominio. He llegado justo a tiempo. Maldito coche que no cierra. Cruje el control remoto entre mis dedos temblorosos. Sendos puntapiés hacen el resto. El trayecto desde el parqueo hasta su puerta se me antoja el túnel ingrávido del parque donde una vez jugué. ¿Cuánto tiempo es posible aguantar sin respirar? No tengo respuesta objetiva para eso porque los segundos se me estiran como la plastilina a medida que sobo el timbre y lo vuelvo a sobar. Ella aparece al fin, sin más vestimenta que la que lleva ahora puesta. Es decir: nada. Pícara sonrisa ante mi ingenua pregunta de si está sola. «¿Algo de beber?» —pregunta. «Sólo de ti» —respondo.

 

Huye de mi abrazo y se esconde en algún sitio. Deambulo por los cuartos sin hallar el menor rastro de su presencia. Aviento el aire tratando de que su olor la delate, pero aquel está impregnado en las sillas, en las mesas, en las paredes. No resulta.

Me doy por vencido y comienzo a quitarme la ropa. ¿Qué más se puede hacer? Lo hago mientras aguardo en el sitio que decido es su cuarto. Lecho desordenado, música queda. Libros de psicología en revuelta promiscuidad con prendas interiores femeninas. Tomo una de ellas y acaricio su suave textura. Aspiro el aire por a través del delicado tejido, y el sutil aroma desboca mi excitación exacerbada. Quiero tenerla ya. De pronto, aparece diríase que de la nada. Corre hacia mí como sombra sin refugio: «¡Pervertido, libidinoso! ¿Qué haces con mis blúmers?» Me quedo suspenso ante su vehemencia. Surge pronta la excusa, mientras su seno me enfila reprochador. «Por suerte eran los suyos» —pienso, y muere el verbo avergonzado, ahogado en la plétora de un pecho subestimado. «Eso no se hace» —me regaña divertida, mientras que con sus manitas tira de mis calzones hasta arrancarlos. Con estupor presencio cómo va ripiándolos tira a tira entre sus dientes y como mi ardor inicial retrocede conturbado. Súbito, hurta el cuerpo y huye riendo, con partes de mi destrozada prenda aún enganchadas de sus caninos. Y yo la persigo.

 

El calor de su abrazo me trae la paz. Está rendida y se abandona a mi hacer. Es su boca la que me aclama con la premura de las almas que sólo se realizan en la lujuria. Su hálito me envuelve y bebo de sus jugos que me saturan el aire y me emborrachan en impúdico rebose. «No se te ocurra morderme» —le advierto en un susurro, mientras lanzo lejos el último trozo del defenestrado calzoncillo que se empeña todavía en enredarse a nuestros pies. Ella se ríe y me ataca con leves mordiscos por todas las zonas mordibles de mi cabeza. Yo me defiendo tenazmente ante sus embates, devolviendo asalto tras asalto, dentellada a dentellada, picada a picada y lamido a lamido. La suspensión neumática del lecho cruje quejumbrosa ante el pujante desenfreno de los cuerpos en su afán por encontrar ventaja en cualquiera de los resquicios del contrario. Protesta mi nariz medio rellena de su saliva invasora, mientras en competencia desleal, mis manos pugnan por encontrar brechas vulnerables en zonas que ya se ubican un poco más al sur del escenario de la gesta. Asalto frontal, choque electrizante de labios que se rivalizan por prevalecer y acaparar hasta la más insignificante molécula de ese extracto vital, que ahora circula libremente entre nosotros. Lenguas que se entrelazan en lid mortal, estirándose en busca de la profundidad ignota que guarda el secreto sabor de la parca inescrutable.

Ríe y se retuerce incontenida por las cosquillas, cuando me pierdo en las oquedades bajo sus brazos, paladeando su sal divina. Froto allí mis ojos, mi frente, mi pelo, para impregnarme del cálido efluvio que me incita. Subo a la cúspide de su seno, que desafiante hiende el espacio reducido del deseo y de ahí me despeño en un mar de lenguas y sudores a la base, para ir de nuevo arriba y de nuevo abajo en lúbrico remedo de montaña rusa. Acusan fragilidad, y ante mi sutil empeño de guardarlos, me sorprende su voz en trance: «Estruja duro, que no son de cristal…» Mi caricia se torna masaje, que arranca de su garganta tañidos de puro goce: «¡Más duro por favor, más duro…!» Transportado de sádico frenesí aprieto, aplasto, aporreo y muerdo mientras sus alaridos de éxtasis hacen vibrar la incontinente premura de mi sexo.

Ahora ella lo convierte en su juguete. Lo toma, lo suelta, lo aprieta, lo estira. La tensión es tal que llega a doler. Parece como si de un momento a otro pudiera estallarme la piel. ¡Es tanta la apetencia acumulada! La suave calidez de sus labios y la exultante caricia de su paladar voluptuoso causan el efecto de un corrientazo en mi erotizado cerebro. Siento el sutil clamor de las aguas río abajo, que se desprenden desde el último rincón de mi anatomía en avalancha incontenible, arrastrando todas las partículas de mi ser en un intento por vaciarme completamente en el interior de la boca codiciosa. Salgo entonces cual relámpago de aquel círculo de fuego que me reclama y me absorbe, para en un esfuerzo supremo, lograr detener, en el último momento, ese alud avasallante que amenaza con arrastrarme consigo al inevitable pozo de la complacencia agotada y extinguida.

«No me hagas eso» —casi le imploro. Ella me mira con sus grandes ojos negros sin llegar a verme. La siento presa de ese desenfreno total, sólo aplacable por otro desenfreno igualmente brutal e incontenible.

Beso infatigable sus muslos, mientras su cuerpo se balancea espasmódicamente, en arranques de lujuria. Percibo el sabor agridulce del sudor mezclado con la savia lúbrica que se desprende de su sexo y que desciende a raudales por sus piernas. Bebo ávidamente tratando de no derramar ni la más insignificante gota del preciado líquido y saboreo y me refocilo esforzándome en no dejar sin cubrir ni un centímetro cuadrado de su adorada piel. «Me gusta beber de tu río…» —le digo entre beso y beso. «Es mi cascada que se desborda por ti» —me responde entre suspiro y suspiro.

Me deslizo intrépido por el páramo inundado de su piel tratando de alcanzar el punto de convergencia de su andar, de donde me llega el clamoroso convite en forma de ese perfume almizclado que me atrapa y que quiero verter sobre mi cabeza en sicalíptica extremaunción. Siento de pronto que su cuerpo se debate y salta poseído por mil demonios y tengo que asirla fuerte para que no vuele. Es que mi lengua, áspid impaciente, dios de mis palabras, se ha librado de ataduras dentales, y pugna por escurrirse allí, en lo más profundo de su existencia.

Logro mantenerla a salvo entre su angustia, mientras exploro minuciosamente cada pliegue, cada espacio, cada recoveco del profundo valle, al tiempo que mis ojos se enzarzan con la espesa jungla que oscurece la vista y me cosquillea en la nariz. Llego por fin al punto neurálgico, botón maravilloso, cúspide divina, vórtice del fuego, eje de la vida y de la muerte, que con su lozana turgencia me revela el estado de su excitación suprema, y me establezco allí, cual pulpo de mil ventosas, inhalando, sorbiendo y succionando, sintiendo como el néctar de la vida se me escurre entre las manos y gotea por el cuello, hasta lograr extraerle el último hálito del resuello, entre jadeos agónicos y estertores de locura.

Su cuerpo trémulo, se aparta en pose delirante, mientras sus rodillas extáticas revolotean cual alas de mariposa moribunda. «¿Y ahora…?» —le pregunto. «Tú sabrás…» —me responde impávida.

Me instalo en ella, y en el cálido contacto de su rumorosa acogida, gravita su casi perturbador discurso de recibimiento. Hay lugar allí para todo. Cada centímetro cuadrado de piel recibe justo premio a su constancia. Ella acomoda su figura a mi estirada anatomía y se curva toda, en encomiástico alarde de elasticidad digno de contorsionista china, tratando de ganar el último milímetro que falta por llegar de allí, de donde ya no queda más ninguno que ofrecer, aunque deseos no falten de aportarlo. Beso sus ojos entornados y saboreo el rictus de deleite esquivo que sus labios le arrancan al hambriento dolor apetecido. Quema su piel irrefrenable al contacto febril del ritmo que se impone, que se crece, que se agolpa y que se incendia, al fragor de esa fiesta palpitante de ires y venires, donde ora somos, ora no somos, donde estamos y no estamos, donde damos y quitamos, nos perdemos y luego nos encontramos. Ondas, que incoherentes en su inicio, en empático entusiasmo se aproximan y se tocan, se buscan y se besan, se incorporan armonizando en fase y en frecuencia, para luego explotar en medio de una resonancia incontenida.

Nuevamente me invade la inminencia del desborde inevitable, del arrastre sin remedio a lo intangible, y revueltos los humores, se agolpan por forzar una salida sin regreso de su encierro penitente. Pero mi mente —¡oh,la mente!— en súbito corcoveo, por esos milagros que escapan al raciocinio, cruza los límites de lo insólito y se aferra y araña, y esculpe imágenes metafísicas y sangrientas, evocando terríficas escenas de catástrofes y derrumbes, de bombardeos y siniestros y de accidentes de carretera, con cuerpos desmembrados y decapitados, de forma que horrorizado el tálamo, obliga a un retorno sin reparos de las aguas revueltas a su lecho. «Todavía no, todavía no…» —me susurra perentoria su voz desde mi vientre.

Vuelan mis manos solícitas a su reclamo de caricias y me convierto de pronto en ese ser incognoscible e inconmensurable, políglota y multifálico cuya única función en el universo se limita a restañar y tratar, en vanidoso intento, de sellar las insondables brechas que sin tregua brotan de su epidermis y por donde se expone al mundo esa fiebre inconsolable que me incinera.

Ahora viene. Es un temblor de su pupila extraviada. Es el casi imperceptible vibrar de las comisuras de sus labios apretados, que solamente se separan ahora para dejar escapar agónicos conjuros. Es el frenético aletear de su respiración morbosa y la inédita soltura de la sincopada cadencia de su pelvis. Todo ello me hace presentir el inminente advenimiento de un orgasmo astral.

Se aferra a mí, con uñas y dientes, como a pútrido madero descollante ante la inmensidad del abismo, buscando no perder el más mínimo asidero en su ineluctable caída hacia el cálido despeñadero del infierno. Capto las primeras vibraciones del sismo anunciado, que se propagan con íntima premura desde el mismísimo epicentro, a través de mi sonda inflamada y palpitante, hasta lograr registros de desvarío. Ondas de reflujo que vienen y van y se crecen en su esencia estacionaria.

Es su boca ahora, ojo de tornado envilecido que reclama equilibrar presiones a través de mi lengua destronada y que se propaga por mi carne, al tiempo que su cuerpo de jinete subyugado me cabalga con furia desde abajo, mientras galopo yo desbocado desde arriba, forjando riendas en su pelo y recibiendo espuelas de sus desnudos tobillos al garete. Exprimo los últimos segundos en desacato al apremio que me arrolla, cuando me asalta hendiendo la espesura del espacio ese grito agónico que llega a mi piel antes de explotar en mis oídos, que deja escapar de su garganta, en una fracción de tiempo relativo, todo el universo, conocido y desconocido, condensado en una frase única antigua, ancestral y abarcadora como el mismísimo Big Ban. Recibo el embate inclemente de la erupción volcánica de sus entrañas, que me abrasa y me envuelve en total y único desorden, asistiendo penitente, al desfile espasmódico de contracciones que recorren mi extensión dentro de ella y que en el último instante, desatan el desborde largamente pospuesto y dolorosamente contenido de toda mi esperanza acumulada. Latigazo fulgurante que me encabrita y urge a mi cerebro a estallar, en ese goce primitivo de la posesión desenfrenada y destructiva, obsesionado solamente en penetrar, desgarrar y macerar, desbrozando camino y tratando de conquistar el perdido punto más allá de donde físicamente alcanza la elongación desesperada de mi intento. Siento mi alma escurrirse en ramalazos por su vientre mientras las réplicas del siniestro repercuten todavía por su anatomía, en sacudidas periódicas que pasando por la cúspide cimbreante de sus senos, se despeñan enseñoreándose de sus rodillas tremolantes y suben a su garganta en veleidosa sinfonía de cantares entrecortados.

Un esbozado intento de mi parte por separar sudores, moviliza su agarre, y se pega a mí como concha en arrecife. «No te vayas, por favor» —me suplica, al tiempo que brega por reptar dentro de mi piel.

 

Somos dos nuevamente y sus ojos brillan. Brillan sus ojos hasta el vértigo, y su sonrisa es diabólica y sin querer acuden a mi mente los cuadros de Erasmo con sus vulvas furibundas. La bestia desatada exige más sangre, y la sangre se repliega acorralada. Exiguo se torna el tiempo para reunir huestes y plantar cara en la justa. Recurro calculando la posible dirección de su embestida, al tiempo que bruño armas en la quimera de un digno enfrentamiento. Súbito acomete, y mis manos se atropellan en estéril tentativa de lograr útil asidero en su piel fugaz bajo mi estancia. Su boca es rayo imponderable que cae sobre árbol seco y desgajado en malogrado intento de hacer vida. Dulce rayo que con rabia de pétalo de rosa, saborea el tronco moribundo con la vana esperanza de insuflarle el hálito divino. La carne se resiste, pero ella no abandona. Se desliza por mi piel, hace suya mi vergüenza y la somete, la secuestra y la reclama. Son sus labios o mis labios, es mi lengua o la suya, no distingo. Es su lengua. Dura, blanda, mojada y juguetona. Se escapa de la trampa de mi beso y recorre resuelta mis sudores. Se yergue viva, repta, fluye y se desgrana en mis rincones, fustigando implacable la carne adormecida. Se detiene allí un instante, donde está la pena, en insinuante apoyo a los caídos y luego, en franca maniobra diversionista y con diligencia de relámpago, se deja caer al otro lado, buscando ávida la entrada al lugar no permitido. Hurto presto la dignidad herida: «Por ahí no desgraciada…«, pero ella rápida como la serpiente, me persigue y logra hender mi pudor abochornado, ofreciéndose a juguetear intrépida en el esquivo borde.

 

El rayo me sorprende en medio de mi réplica ofendida. Paralizada mi mano en su cabello, asisto al irónico despertar. Su cabeza revuelta en mis rodillas, sus ojos a flor de pubis, párpados semicerrados que acompañan en su lento abrir, al monolítico resurgir de la firmeza. Me levanto incrédulo, mientras ella se aprovecha de la desleal traición de la carne infiel. Nuevamente la reclama suya, y la secuestra ronroneando de satisfacción. Yo, mártir, vendido y comprado por mi propio cuerpo, entregado y luego retribuido, sin atinar aún a olvidar el indigno desliz, me sumerjo por fin, en el cálido remanso de la ignominia. Hago intento vano en despejar culpas; no lo consigo y vuelvo a sumergirme.

 

Atrás queda la afrenta y ahora me yergo sobre su desamparo en calidad de potro enhiesto. Clama venganza mi orgullo mancillado y se ceba en ella con estrenada solidez. Ella me recibe impávida y absorbe toda la agresividad desbocada. La asume y la alienta.

Parece imposible destronar al revivido. Perdura en todos los encuentros y arranca de su vientre mil orgasmos sin inclinar la cerviz. No contento ya con insistir en suelo hollado, reclama nuevo sitio, y ella, sin reparo, ofrece grupas y un nuevo atajo a la sevicia. Pero —¡ay!—, la estrecha acogida y el pálido lamento que insinúa a mi rotunda entrada, mellan la esgrimida invulnerabilidad de mil batallas. El próximo fin, que se revela cercano, arremolina mi afán, arreciando mi acometida por todos los resquicios atacables. Lucho contra el embate frenético de su cuerpo recogido en mis riñones, mientras con mis ateridos dedos pulso cada una de las cuerdas tensas de su entrega, arrancándoles en ejecución desenfrenada, los últimos arpegios de nuestra apoteósica sinfonía en dúo.

 

 

8. Corazón

 

Ya estamos en la puerta. Es el último hasta luego y el pelo que cubre su sonrisa se escurre por mis dedos. Silencio. Su aliento es cálido efluvio de libido halagada, que me impregna y se ufana en estrujarme los segundos. A su antojo, hace de mi cuerpo tiras que se rebelan a mi andar y me amarran a su vera. Pero la noche es realidad y no queda para más; sus besos apresuran mi repliegue: «Corre que mamá ya está al llegar. Mañana, donde tú sabes…»

 

Llego en andas hasta el auto, evocando su silueta prometida en la penumbra. Un último adiós. Su imagen es ya tan sólo sombra de relámpago callado cuando el olor a cuero artificial me recuerda que tengo el volante entre las manos. Esta vez la puerta cerró sin protestar. Pero la luz pestañea y no se anima a ser. Una a una vuelven foscas a su sitio las neuronas excitadas. ¡El chip! No quiero que la poli me sorprenda manejando con semejante apósito en la nuca. ¡Sería un suicidio! Me lo quito y abro a tientas el estuche en la guantera. Busco el zócalo vacío que debe recibir a la pastilla en posición única y trato de insertarla con cuidado. «¡Maldito bombillo que no enciende!» —blasfemo, mientras pugno por lograr la posición adecuada para el chip que se niega a acomodarse. Golpeo el techo exasperado por la luz que no coopera. No hay manera de que consiga colocar el chip en su lugar. Por lo menos no a oscuras. Tímido parpadeo en las alturas y la pretendida claridad artificial hace suyas mis pupilas. Maldigo a Erasmo: ¿Cómo es que no encontró un estuche más viable para su pastilla?

La luz… ¡Qué bueno que por fin…! De pronto me embarga la desagradable sensación de que algo anda mal… En el zócalo ya hay un corazón y una saeta que me miran burlones. ¡El chip! ¡No es posible! Miro el accesorio que acabo de quitarme de la nuca: lleva el sello inconfundible del Instituto del Tránsito.

 

 


Raúl Sánchez Pérez es cubano, residente en Ciudad de Matanzas, Cuba. Nació el 22 de marzo de 1966. Graduado de Ingeniero en Automática, actualmente trabaja como administrador de redes en una empresa relacionada con el turismo. Dice ser devoto irreductible de la Ciencia y estar profundamente interesado en el futuro de la humanidad y el universo en general. De ahí su afición por la Ciencia Ficción. Se las ha arreglado para escribir un par de cosas más, algunos cuentos y una especie de novela.

Ya le hemos publicado en Axxón dos microcuentos.


Este cuento se vincula temáticamente con ¿POR QUÉ A MÍ, SEÑOR CAMPBELL?, de Santiago Eximeno; BORGEANO, de Daniel Vázquez y Alejandor Alonso; y PAT, de Greg Egan.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor latioamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Tecnología, Aprendizaje, Biónica, Cyborg : Cuba : Cubano).