Revista Axxón » «Pobre infeliz», Cristian Acevedo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Sabías que algo así pasaría. Conocías la historia de aquella pintura desde hacía cuánto, ¿cinco, diez años? ¿Y qué te llevó a rastrearla, a ir en busca de aquel lienzo? La curiosidad, tal vez.

De modo que estás acá, inmóvil sobre este andén solitario, esperando el tren debido a un asunto estrictamente ligado con la curiosidad.

No. No ha sido curiosidad, sino arrogancia. En algún punto del camino, creíste que a vos no te sucedería. Que sortearías el destino de muerte al que se han enfrentando todos aquellos que contemplaron esa maldita pintura. Mirá dónde te trajo la arrogancia, Cristian. Te tiemblan las piernas y las manos. Y no sos capaz de controlarlas, no te responden. Ni van a hacerlo. Permanecerán acá, paralizadas sobre este baldosón de concreto hasta que el tren llegue, o al menos hasta que esté lo suficientemente cerca.

Un engreído. Eso sos. Porque hiciste lo imposible por ubicarte cara a cara con esa imagen. Y recordarla intensifica el temblequeo de tus rodillas y agudiza las náuseas. El recuerdo de esa condenada pintura es tan horroroso como lo fueron esos segundos —porque no fueron más que segundos—en que tus ojos resistieron, aterrorizados, frente a ella.

Y mirá que tuviste posibilidades de renunciar, de dar por terminada la búsqueda. Pero claro: «Cristian jamás deja las cosas a la mitad». Así que avanzaste incluso cuando el asunto se tornaba difícil. Otra muestra de arrogancia. Por supuesto: un tipo como vos, que escribe relatos fantásticos —horrorosos relatos, dirán algunos; horribles, otros tantos— no podía otra cosa que lanzarse tras aquella pintura. Y eso hiciste: recorriste bibliotecas, buscando cualquier posible indicio; visitaste los mismos lugares que visitaron las víctimas (los pobres infelices, como te gusta llamarlos) antes del final; seguiste el rastro de museo en museo. Recabaste toda la información que daba vueltas por ahí, tanto de los «pobres infelices» como de aquel cuadro nefasto. Y trataste con traficantes de artes (y de todo lo que puede traficarse), con viejas brujas que aseguraban conocer la leyenda de la pintura maldita. Caminaste por el sórdido mundillo de los marginados. Siempre con fingida actitud de observador. De antropólogo: «En el camino, todo esto te servirá para las próximas historias que escribas». Tan soberbio siempre.

Y lo conseguiste. Finalmente te diste el gusto. ¡Qué placer! Placer por el que pagaste… ¿cuánto? Mejor ni recordar cuánto pagaste. Cuántos te estafaron en el camino, cuántos golpes te ligaste en las turbias noches de la provincia. Pagaste mucho. Y sin embargo, toda esa plata destinada a ver la pintura no ha sido suficiente. Todavía estás en deuda. Y lo sabías. O… lo intuías. Si hasta casi te habías vuelto un experto en la leyenda de aquel lienzo del diablo. Pero no te importó. Buscaste sin que te interesara ninguna otra cosa: años rastreando la pintura, imaginándola, soñándola.

Y la encontraste.

Llegaste al vetusto edificio gris de la calle Miguel Ángel (y hasta te había parecido una coincidencia más que sugestiva) y te plantaste frente al pálido tipo que cuidaba la entrada: ese era el Ucraniano, ni lo dudaste. Un tipo alto y con los ojos más negros que habías visto jamás. Ojos negros que siempre habías querido describir en tus relatos y que nunca habías podido. Y este tal Ucraniano murmuró una cosa en su idioma tan desapacible y te hizo gestos para que lo siguieras. Caminaron por un oscuro corredor empedrado. El tipo levantó la mano y te detuviste a sus espaldas. Y de pronto, te agarró por los hombros, y vos creíste que otra vez te habían estafado, que otra vez te pelarían los bolsillos y te romperían la cara. Pero no sucedió. El Ucraniano te palpó de armas y volvió a hablar. Vos no lo entendiste, ¿qué lo ibas a entender? Y se lo hiciste saber levantando las manos. El tipo repitió esa frase, una seguidilla de palabras repletas de erres y jotas, y vos atinaste a mostrar el fajo de billetes que tenías en un pequeño sobre marrón. El tipo te miró, otra vez aquellos ojos perturbadores, agarró la plata y la metió en el bolsillo de su campera. No la contó. Volvió a hablar y empezó a caminar. Vos quisiste seguirlo. Pero él levantó las manos y te indicó que esperaras. Y desapareció de aquel frío y oscuro corredor.

¿Y esperaste cuánto? ¿Diez minutos? ¿Una hora? La espera fue tediosa y agobiante. Y por fin una puerta se abrió: una puerta de chapa verde que chirrió al raspar contra el piso. El Ucraniano se asomó y te ordenó que lo siguieras. Y ni siquiera en ese momento te echaste atrás. Ahí mismo podrías haber corrido, escapado de aquel espantoso edificio. Pero sólo pensabas en la pintura. Ni siquiera en los billetes que acababas de darle a ese tipo de ojos apagados. Pensabas en la pintura, y nada más.

Pasaste y el tipo cerró la puerta. Y ahora estabas en un pasillo todavía más oscuro y más aterrador. El Ucraniano encendió una vela pequeña que estaba adherida a un candelabro plateado y te la acercó. Vos lo agarraste por el mango y miraste al Ucraniano —esa fue la última vez que verías aquellos ojos—; y él te hacía señas para que avanzaras. Y eso hiciste. Y lo dejaste atrás. En ese momento, tu mente te jugó una mala pasada. Tuvo que haber sido eso. Porque te pareció oír que el Ucraniano te decía «No lo haga». Aunque rechazaste la idea, te dijiste que era la sugestión. Que esas cosas les habían pasado cientos de veces a tus personajes, a los tuyos y a todos los personajes que se habían visto obligados a enfrentarse a una oscuridad sepulcral como esa. Aunque había una pequeña diferencia: vos no estabas obligado. Estabas ahí porque te lo habías propuesto.

Volviste a oír el chirrido de la puerta a tus espaldas y seguiste avanzando por ese asfixiante pasillo. Hasta que, finalmente, llegaste a otra puerta. Una puerta blanca, que parecía centellear en la perfecta y absoluta oscuridad en que te hallabas. La abriste y entraste. Tus ojos tardaron en acostumbrarse a esa semipenumbra. Estabas en un pequeño cuarto de paredes enmohecidas y suelo árido. La vela latía en tus manos, quizá por la falta de oxígeno, quizá por el temblequeo de tus dedos temerosos.

Ahí estabas, Cristian, dejándote sorprender por la tan preciada pintura, que se manifestaba lentamente ante tus ojos. La imagen al principio se te antojó agradable, plácida: la sutil combinación de colores, que vos contemplabas acercando y alejando la vela; el detalle de los trazos azules; el excepcional uso de las sombras. La sensibilidad con que el artista jugaba a confrontar la luz y la oscuridad. Hasta que súbitamente, notaste un cambio en la pintura. Leve al principio. Pero la sensación se profundizó al punto de creer que el moho de las paredes también mutaba. Una sensación terrible, que te provocó las primeras náuseas. Y en la pintura se desarrollaba una acción que te estremeció y que, sin que pudieras impedirlo, te hizo llorar como hacía años no llorabas. Igual que un nene, un niño llorón.

La escena era la más atroz que habías visto y —para qué negarlo— más perversa de lo que tu cabecita de escritor podría pergeñar. Y no pudiste hacer otra cosa que quitar los ojos de la pintura. De aquella horrorosa y maldita obra de arte. Y podrías jurar que la oíste gritar, un espeluznante chillido —parecido al de un niño o al maullido de un gato, solo que mil veces más terrible—, que rebotaba en las paredes y que te punzaba los tímpanos. Y la vela se apagó, y ya no viste nada. No podías. Así que gateaste hasta la puerta, espantado y temblando peor que ahora, y te arrastraste por el pasillo. Al salir, el Ucraniano te esperaba del otro lado de la puerta de chapa verde. De espaldas, ni te miraba. No hizo más que cerrar la puerta y abandonarte.


Ilustración: Valeria Uccelli

Te dejó ahí, como lo habrá hecho con tantos otros: aquellos pobres infelices con quienes vos compartías este mortal capricho.

Sin embargo, al salir no te sentiste del todo aliviado. Porque el alivio no era posible después de presenciar aquello y porque no estabas seguro de haber salido. Intuías que el asunto no se acababa.

Y mirate, Cristian. Ahora estás acá: otro pobre infeliz. Sabiendo que queda una cuota por pagar. La última. Estás encerrado en un cuerpo que no te obedece. Y ves la luz del tren, todavía lejana, que penetra y atraviesa las sombrías ramas de los pinos. Estás solo, Cristian. Igual que cuando empezó todo este capricho. Vos, siempre vos. Explorando lo prohibido. Solo.

Y la luz se acerca y proyecta un resplandor mortecino sobre la barrera del paso a nivel. La bocina anuncia que ya no queda nada. Que en segundos el tren arriba a la estación. Las piernas te tiemblan: un temblor extenuante y doloroso. Y aunque te esfuerces en evitarlo, ya es tiempo de aceptar que es ineludible. Todo este asunto está resuelto desde el momento en que te paraste frente a aquella aterradora pintura. Han sido fuerzas ajenas y siniestras las que resolvieron tus últimos instantes. Las que te depositaron acá: de pie en este andén vacío de algún lugar del conurbano. Y lo sabés. Siempre lo supiste. Sabías que terminaría así: igual que las víctimas que investigaste durante tantos años.

Por eso es que no te asombra ver que, a medida que el tren se acerca, tus piernas avanzan y el resto de tu cuerpo lo acompaña, como cómplice de un final insoslayable. Caminás, Cristian: pasos indiferentes que cruzan la senda amarilla del andén y que no se detienen. El viento te infla los pantalones y libera un botón de tu camisa. Te sumergís en un trance irreprimible. ¡Pobre infeliz! Y hundido en una dulce y aterradora somnolencia, te dejás deslumbrar por la luz del tren: intensa y estremecedora, que devora y saborea la aniquilación de la penumbra. Un paso y un chirrido que es reconfortante y monstruoso a la vez. Ahí viene por fin, inevitable sentencia, a reclamar su último pago.

 

 


Soy Cristian Acevedo. Y ya pasados los treinta y pico, decidí dejar de presentarme en tercera persona: ya estoy grande, puedo tomar este tipo de decisiones.

Así que vamos con la segunda persona, Cristian: esa es tu favorita:

Cristian Acevedo, vos sos miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía.

En 2014 tuviste la enorme suerte de publicar Canibalísmico, tu primer libro de cuentos, bajo el sello Expreso Nova Ediciones.

En 2015 (mayor suerte aún), la editorial Letras Cascabeleras (Esp.) publicó tu segunda antología: Indignatarios.

Como todo el mundo (¿ahora lo parafraseás a Fernando Sorrentino?), en mayor o menor medida, has recibido algún que otro premio literario.

Vas al taller de Marcelo di Marco, desde hace ya un tiempo.

Para bien o para mal, vivís en Tortuguitas, desde donde intentás escribir.

En Axxón ya publicaste LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS y ESCOMBROS, FUEGO Y UNA COLUMNA DE HUMO BLANCO.


Este cuento se vincula temáticamente con LA PATA DE MONO, de W. W. Jacobs, LA GEMA AMARILLA, de Carl Stanley y LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO, de Mauricio-José Schwarz.


Axxón 266

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terros : Objeto Maldito : Arte : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«Pobre infeliz», Cristian Acevedo”
  1. Pablo Vigliano dice:

    Opresivo y dramático. Una maravilla. Final desesperante.

  2.  
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